H.P. Lovecraft Narrativa completa 2 (2024)

TerrorHoward PhillipsLovecraftNarrativa completa tomo 2 (NO Valdemar) [11715]2007

Howard Phillips Lovecraft (Providence, Estados Unidos, 20 de agosto de 1890 – ibídem, 15 de marzo de 1937) fue un escritor estadounidense, autor de novelas y relatos de terror y ciencia ficción. Se lo considera un gran innovador del cuento de terror, al que aportó una mitología propia (los mitos de Cthulhu), desarrollada en colaboración con otros autores y aún vigente. Su obra constituye un clásico del terror cósmico materialista, una corriente que se aparta de la temática tradicional del terror sobrenatural (satanismo, fantasmas), incorporando elementos de ciencia ficción (razas alienígenas, viajes en el tiempo, existencia de otras dimensiones). Cultivó también la poesía, el ensayo y la literatura epistolar.

es
Metadatos modificados por Lipapa Marte (4.0.8)ExportToFB21, Book Designer 5.009/01/2012
<p>H.P. Lovecraft</p><empty-line></empty-line><p>Narrativa completa 2</p>
<p>El Caso De Charles Dexter Ward</p>
<p><cite></cite>Un Resultado Y Un Prólogo</p>
<p>1</p>

De una clínica particular para enfermos mentales situada cerca de Providence, Rhode Island, desapareció recientemente una persona de características muy notables. Respondía al nombre de Charles Dexter Ward y había sido recluida allí a regañadientes por su apenado padre, testigo del desarrollo de una aberración que, si en un principio no pasó de simple excentricidad, con el tiempo se había trasformado en manía peligrosa que implicaba la posible existencia de tendencias homicidas y un cambio peculiar en los contenidos manifiestos de la mente. Los médicos confiesan el desconcierto que les produjo aquel caso, dado que presentaba al mismo tiempo anomalías de carácter fisiológico y sicológico.

En primer lugar, el paciente, que contaba veintiséis años, aparentaba mucha más edad de la que tenía. Es cierto que los trastornos mentales provocan un envejecimiento prematuro, pero el rostro de aquel joven había adquirido la expresión que en circunstancias normales sólo poseen las personas de edad muy avanzada. En segundo lugar, sus procesos orgánicos mostraban un extraño desequilibrio, sin paralelo en la historia de la medicina. El sistema respiratorio y el corazón actuaban con desconcertante falta de simetría, la voz era un susurro apenas audible, la digestión era increíblemente prolongada, y las reacciones nerviosas a los estímulos normales no guardaban la menor relación con nada de lo registrado hasta entonces, ni normal ni patológico. La piel tenía una frialdad morbosa y la estructura celular de los tejidos era exageradamente tosca y poco coherente. Incluso un gran lunar de color oliváceo que tenía desde su nacimiento en la cadera había desaparecido mientras se formaba en su pecho una extraña verruga o mancha negruzca. En general, todos los médicos coinciden en afirmar que los procesos del metabolismo habían sufrido en Ward un receso sin precedentes.

También sicológicamente era Charles Ward un caso único. Su locura no guardaba la menor semejanza con ninguna de las manifestaciones de la alienación registradas en los tratados más recientes y exhaustivos sobre el tema, y acabó creando en él una energía mental que le habría convertido en un genio o un caudillo de no haber asumido aquella forma extraña y grotesca. El doctor Willett, médico de la familia, afirma que la capacidad mental del paciente, a juzgar por sus respuestas a temas ajenos a la esfera de su demencia, había aumentado desde su reclusión. Ward, es cierto, fue siempre un erudito entregado al estudio de tiempos pasados, pero ni el más brillante de los trabajos que había llevado a cabo hasta entonces revelaba la prodigiosa inteligencia que desplegó durante el curso de los interrogatorios a que le sometieron los alienistas. De hecho, la mente del joven parecía tan lúcida que fue en extremo difícil conseguir un mandamiento legal para su reclusión, y únicamente el testimonio de varias personas relacionadas con el caso y la existencia de lagunas anormales en el acervo de sus conocimientos, permitieron su internamiento. Hasta el momento de su desaparición fue un voraz lector y un gran conversador en la medida en que se lo permitía la debilidad de su voz, y perspicaces observadores, sin prever la posibilidad de su fuga, predecían que no tardaría en salir de la clínica, curado.

<p>2</p>

Unicamente el doctor Willett, que había asistido a la madre de Ward cuando éste vino al mundo y le había visto crecer física y espiritualmente desde entonces, parecía asustado ante la idea de su futura libertad. Había pasado por una terrible experiencia y había hecho un terrible descubrimiento que no se atrevía a revelar a sus escépticos colegas. En realidad, Willett representa por sí solo un misterio de menor entidad en lo que concierne a su relación con el caso. Fue el último en ver al paciente antes de su huida y salió de aquella conversación final con una expresión, mezcla de horror y de alivio, que más de uno recordó tres horas después, cuando se conoció la noticia de la fuga.

Es este uno de los enigmas sin resolver de la clínica del doctor Waite. Una ventana abierta a una altura de sesenta pies del suelo no parece obstáculo fácil de salvar, pero lo cierto es que después de aquella conversación con Willett el joven había desaparecido. El propio médico no sabe que explicación ofrecer, aunque, por raro que parezca, está ahora mucho más tranquilo que antes de la huida. Algunos, bien es cierto, tienen la impresión de que a Willett le gustaría hablar, pero que no lo hace por temor a no ser creído. El vio a Ward en su habitación, pero poco después de su partida los enfermeros llamaron a la puerta en vano. Cuando la abrieron, el paciente había desaparecido y lo único que encontraron fue la ventana abierta y una fría brisa abrileña que arrastraba una nube de polvo gris-azulado que casi les asfixió. Sí, los perros habían aullado poco antes, pero eso ocurrió mientras Willett se hallaba todavía presente. Más tarde no habían mostrado la menor inquietud. El padre de Ward fue informado inmediatamente por teléfono de lo sucedido, pero demostró más tristeza que asombro. Cuando el doctor Waite le llamó personalmente, Willett había hablado ya con él y ambos negaron ser cómplices de la fuga o tener incluso conocimiento de ella. Los únicos datos que se han podido recoger sobre lo ocurrido, proceden de amigos muy íntimos de Willett y del padre de Ward, pero son demasiado descabellados y fantásticos para que nadie pueda darles crédito. El único dato positivo, es que hasta el momento presente no se ha encontrado rastro del loco desaparecido.

Charles Ward se aficionó al pasado ya en su infancia. Sin duda el gusto le venía de la venerable ciudad que le rodeaba y de las reliquias de tiempos pretéritos que llenaban todos los rincones de la mansión de sus padres situada en Prospect Street, en la cresta de la colina. Con los años, aumentó su devoción a las cosas antiguas hasta el punto de que la historia, la genealogía y el estudio de la arquitectura colonial acabaron excluyendo todo lo demás de la esfera de sus intereses. Conviene tener en cuenta esas aficiones al considerar su locura ya que, si bien no forman el núcleo absoluto de ésta, representan un importante papel en su forma superficial. Las lagunas mentales que los alienistas observaron en Ward estaban relacionadas todas con materias modernas y quedaban contrapesadas por un conocimiento del pasado que parecía excesivo, puesto que en algunos momentos se hubiera dicho que el paciente se trasladaba literalmente a una época anterior a través de una especie de autohipnosis. Lo más raro era que Ward últimamente no parecía interesado en las antigüedades que tan bien conocía, como si su prolongada familiaridad con ellas las hubiera despojado de todo su atractivo, y que sus esfuerzos finales tendieron indudablemente a trabar conocimiento con aquellos hechos del mundo moderno que de un modo tan absoluto e indiscutible había desterrado de su cerebro. Procuraba ocultarlo, pero todos los que le observaron pudieron darse cuenta de que su programa de lecturas y conversaciones estaba presidido por el frenético deseo de empaparse del conocimiento de su propio tiempo y de las perspectivas culturales del siglo veinte, perspectivas que debían haber sido las suyas puesto que había nacido en 1902 y se había educado en escuelas de nuestra época. Los alienistas se preguntan ahora cómo se las arreglará el paciente para moverse en el complicado mundo actual teniendo en cuenta su desfase de información. La opinión que prevalece es que permanecerá en una situación humilde y oscura hasta que haya conseguido poner al día su reserva de conocimientos.

Los comienzos de la locura de Ward son objeto de discusión entre los alienistas. El doctor Lyman, eminente autoridad de Boston, los sitúa entre 1919 y 1920, años que corresponden al último curso que siguió el joven Ward en la Moses Brown School. Fue entonces cuando abandonó repentinamente el estudio del pasado para dedicarse a las ciencias ocultas y cuando se negó a prepararse para el ingreso en la universidad pretextando que tenía que llevar a cabo investigaciones privadas mucho más importantes. Sus costumbres sufrieron por entonces un cambio radical, pues pasó a dedicar todo su tiempo a revisar los archivos de la ciudad y a visitar antiguos cementerios en busca de una tumba abierta en 1771, la de su antepasado Joseph Curwen, algunos de cuyos documentos decía haber encontrado tras el revestimiento de madera de las paredes de una casa muy antigua situada en Olney Court, casa que Curwen había habitado en vida.

Es innegable que durante el invierno de 1919-20 se operó una gran transformación en él. A partir de entonces interrumpió bruscamente sus estudios y se lanzó de lleno a un desesperado bucear en temas de ocultismo, locales y generales, sin renunciar a la persistente búsqueda de la tumba de su antepasado.

Sin embargo, el doctor Willett disiente substancialmente de esa opinión basando su veredicto en el íntimo y continuo contacto que mantuvo con el paciente y en ciertas investigaciones y descubrimientos que llevó a cabo en los últimos días de su relación con él. Aquellas investigaciones y aquellos descubrimientos han dejado en el médico una huella tan profunda que su voz tiembla cuando habla de ellos y su mano vacila cuando trata de describirlos por escrito. Willett admite que, en circunstancias normales, el cambio de 1919-1920 habría señalado el principio de la decadencia progresiva que había de culminar en la triste locura de 1928, pero, basándose en observaciones personales, cree que en este caso debe hacerse una distinción más sutil. Reconoce que el muchacho era por temperamento desequilibrado, en extremo susceptible y anormalmente entusiasta en sus respuestas a los fenómenos que le rodeaban, pero se niega a admitir que aquella primera alteración señalara el verdadero paso de la cordura a la demencia. Por el contrario, da crédito a la afirmación del propio Ward de que había descubierto o redescubierto algo cuyo efecto sobre el pensamiento humano habría de ser, probablemente, maravilloso y profundo.

Willett estaba convencido de que la verdadera locura llegó con un cambio posterior, después de que descubriera el retrato de Curwen y los documentos antiguos, después de que hiciese aquel largo viaje a extraños lugares del extranjero y de que recitara unas terribles invocaciones en circunstancias inusitadas y secretas, después de que recibiera ciertas respuestas a aquellas invocaciones y de que escribiera una carta desesperada en circunstancias angustiosas e inexplicables, después de la oleada de varnpirismo y de las ominosas habladurías de Pawtuxet, y después de que el paciente comenzara a desterrar de su memoria las imágenes contemporáneas al tiempo que su voz decaía y su aspecto físico experimentaba las sutiles modificaciones que tantos observaron posteriormente.

Sólo en aquella última época, afirma Willett con gran agudeza, el estado mental de Ward adquirió caracteres de pesadilla. Dice también el doctor estar totalmente seguro de que existen pruebas suficientes que validan la pretensión del joven en lo que concierne a su crucial descubrimiento. En primer lugar, dos obreros de notable inteligencia fueron testigos del hallazgo de los antiguos documentos de Curwen. En segundo lugar, el joven le había enseñado en una ocasión aquellos documentos, además de una página del diario de su antepasado, y todo ello parecía auténtico. El hueco donde Ward decía haberlos encontrado es una realidad visible y Willett había tenido ocasión de echarles una rápida ojeada final en parajes cuya existencia resulta difícil de creer y quizá nunca pueda demostrarse. Luego estaban los misterios y coincidencias de las cartas de Orne y Hutchison, el problema de la caligrafía de Curwen, y lo que los detectives descubrieron acerca del doctor Allen, todo esto más el terrible mensaje en caracteres medievales que Willett se encontró en el bolsillo cuando recobró el conocimiento después de su asombrosa experiencia.

Y aún había algo más, la prueba más concluyente de todas. Existían dos espantosos resultados que el. Doctor había obtenido de cierto par de fórmulas durante sus investigaciones finales, resultados que probaban virtualmente la autenticidad de los documentos y sus monstruosas implicaciones, al mismo tiempo que los negaba para siempre al conocimiento humano.

<p>3</p>

La infancia y juventud de Charles Ward pertenecen al pasado tanto como las antigüedades que tan profundamente amara. En el otoño de 1918 y demostrando un considerable gusto por el adiestramiento militar de ese período, Ward se matriculó en la Moses Brown School, que estaba muy cerca de su casa. El antiguo edificio central de la academia, erigido en 1819, le había atraído siempre, y el espacioso parque en el cual se asentaba satisfacía por completo su afición a los paisajes. Sus actividades sociales eran escasas. Pasaba la mayor parte de las horas en casa, paseando, asistiendo a clases y ejercicios de entrenamiento, y buscando datos arqueológicos y genealógicos en el Ayuntamiento, la Biblioteca pública, el Ateneo, los locales de la Sociedad Histórica, las bibliotecas John Carter Brown y John Hay de la Universidad de Brown, y en la Biblioteca Shepley, recientemente inaugurada en Benefit Street. Podemos imaginárnoslo tal como era en esa época: alto, delgado y rubio, ligeramente encorvado, y de mirada pensativa. Vestía con cierto desaliño y producía una impresión más de inofensiva torpeza que de falta de atractivo.

Sus paseos eran siempre aventuras en el campo de la antigüedad y en el curso de ellas conseguía extraer de las miríadas de reliquias de la espléndida ciudad antigua un cuadro vívido y coherente de los siglos precedentes. Su hogar era una gran mansión de estilo georgiano edificada en la cumbre de la colina que se alza al este del río y desde cuyas ventanas traseras se divisan los chapiteles, las cúpulas, los tejados y los rascacielos de la parte baja de la ciudad, al igual que las colinas purpúreas que se yerguen a lo lejos, en la campiña. En esa casa nació y a través del bello pórtico clásico de su fachada de ladrillo rojo, le sacaba la niñera de paseo en su cochecillo. Pasaban junto a la pequeña alquería blanca construida doscientos años antes y englobada hacía tiempo en la ciudad; pasaban, siempre a lo largo de aquella calle suntuosa, junto a mansiones de ladrillo y casas de madera adornadas con porches de pesadas columnas dóricas que dormían, seguras y lujosas, entre generosos patios y jardines, y continuaban en dirección a los imponentes edificios de la universidad.

Le habían paseado también a lo largo de la soñolienta Congdon Street, situada algo más abajo en la falda de la colina y flanqueada de edificios orientados a levante y asentados sobre altas terrazas. Las casas de madera eran allí más antiguas, ya que la ciudad había ido extendiéndose poco a poco desde la llanura hasta las alturas, y en aquellos paseos Ward se había ido empapando del colorido de una fantástica ciudad colonial. La niñera solía detenerse y sentarse en los bancos de Prospect Terrace a charlar con los guardias, y uno de los primeros recuerdos del niño era la visión de un gran mar que se extendía hacia occidente, un mar de tejados y cúpulas y colinas lejanas que una tarde de invierno contemplara desde aquella terraza y que se destacaba, violento y místico, contra una puesta de sol febril y apocalíptica llena de rojos, de dorados, de púrpuras y de extrañas tonalidades de verde. Una silueta masiva resaltaba entre aquel océano, la vasta cúpula marmórea del edificio de la Cámara Legislativa con la estatua que la coronaba rodeada de un halo fantástico formado por un pequeño claro abierto entre las nubes multicolores que surcaban el cielo llameante del crepúsculo.

Cuando creció empezaron sus famosos paseos, primero con su niñera, impacientemente arrastrada, y luego solo, hundido en soñadora meditación. Cada vez se aventuraba un poco más allá por aquella colina casi perpendicular y cada vez alcanzaba niveles más antiguos y fantásticos de la vieja ciudad. Bajaba por Jenckes Street, bordeada de paredes negras y frontispicios coloniales, hasta el rincón de la umbría Benefit Street donde se detenía frente a un edificio de madera centenario, con sus dos puertas flanqueadas por pilastras jónicas. A un lado se alzaba una casita campestre de enorme antigüedad, tejadillo estilo holandés y jardín que no era sino los restos de un primitivo huerto, y al otro la mansión del juez Durfee, con sus derruidos vestigios de grandeza georgiana. Aquellos barrios iban convirtiéndose lentamente en suburbios, pero los olmos gigantescos proyectaban sobre ellos una sombra rejuvenecedora y así el muchacho gustaba de callejear, en dirección al sur, entre las largas hileras de mansiones anteriores a la Independencia, con sus grandes chimeneas centrales y sus portales clásicos. Charles podía imaginar aquellos edificios tales como cuando la calle fue nueva, coloreados los frontones cuya ruina era ahora evidente.

Hacia el oeste el descenso era tan abrupto como hacia el sur. Por allí bajaba Ward hacia la antigua Town Street que los fundadores de la ciudad abrieran a lo largo de la orilla del río en 1636. Había en aquella zona innumerables callejuelas donde se apiñaban las casas de inmensa antigüedad, pero, a pesar de la fascinación que sobre él ejercían, hubo de pasar mucho tiempo antes de que se atreviera a recorrer su arcaica verticalidad por miedo a que resultaran ser un sueño o la puerta de entrada a terrores desconocidos. Le parecía mucho menos arriesgado continuar a lo largo de Benefit Street y pasar junto a la verja de hierro de la oculta iglesia de San Juan, la parte trasera del Ayuntamiento edificado en 1761, y la ruinosa posada de la Bola de Oro, donde un día se alojara Washington. En Meeting Street —la famosa Gaol Lane y King Street de épocas posteriores—, se detenía y volvía la mirada al este para ver el arqueado vuelo de escalones de piedra a que había tenido que recurrir el camino para trepar por la ladera, y luego hacia el oeste, para contemplar la antigua escuela colonial de ladrillo que sonríe a través de la calzada al busto de Shakespeare que adorna la fachada del edificio donde se imprimió, en días anteriores a la Independencia, la Providence Gazette and Country Journal. Luego llegaba a la exquisita Primera Iglesia Baptista, construida en 1775, con su inigualable chapitel, obra de Gibbs, rodeado de tejados georgianos y cúpulas que parecían flotar en el aire. Desde aquel lugar, en dirección al sur, las calles iban mejorando de aspecto hasta florecer, al fin, en un maravilloso grupo de mansiones antiguas, pero hacia el oeste, las viejas callejuelas seguían despeñándose ladera abajo, espectrales en su arcaísmo, hasta hundirse en un caos de ruinas iridiscentes allí donde el barrio del antiguo puerto recordaba su orgulloso pasado de intermediario con las Indias Orientales, entre miseria y vicios políglotas, entre barracones decrépitos y almacenes mugrientos, entre innumerables callejones que han sobrevivido a los embates del tiempo y que aún llevan los nombres de Correo, Lingote, Oro, Plata, Moneda, Doblón, Soberano, Libra, Dólar y Centavo.

Mas tarde, una vez que creció y se hizo más aventurero, el joven Ward comenzó a adentrarse en aquel laberinto de casas semiderruidas, dinteles rotos, peldaños carcomidos, balaustradas retorcidas, rostros aceitunados y olores sin nombre. Recorría las callejuelas serpenteantes que conducían de South Main a South Water, escudriñando los muelles donde aún tocaban los vapores que cruzaban la bahía, y volvía hacia el norte dejando atrás los almacenes construidos en 1816 con sus tejados puntiagudos y llegando a la amplia plaza del Puente Grande donde continúa firme sobre sus viejos arcos el mercado edificado en 1773. En aquella plaza se detenía extasiado ante la asombrosa belleza de la parte oriental de la ciudad antigua que corona la vasta cúpula de la nueva iglesia de la Christian Science igual que corona Londres la cúpula de San Pablo. Le gustaba llegar allí al atardecer cuando los rayos del sol poniente tocan los muros del mercado y los tejados centenarios, envolviendo en oro y magia los muelles soñadores donde antaño fondeaban las naves de los indios de Providence. Tras una prolongada contemplación se embriagaba con amor de poeta ante el espectáculo, y en aquel estado emprendía el camino de regreso a la luz incierta del atardecer subiendo lentamente la colina, pasando junto a la vieja iglesita blanca y recorriendo callejas empinadas donde los últimos reflejos del sol atisbaban desde los cristales de las ventanas y las primeras luces de los faroles arrojaban su resplandor sobre dobles tramos de peldaños y extrañas balaustradas de hierro forjado.

Otras veces, sobre todo en años posteriores, prefería buscar contrastes más vivos. Dedicaba la mitad de su paseo a los barrios coloniales semiderruidos situados al noroeste de su casa, allí donde la colina desciende hasta la pequeña meseta de Stampers Hill, con su ghetto y su barrio negro arracimados en torno a la plaza de donde partía la diligencia de Boston antes de la Independencia, y la otra mitad al bello reino meridional de las calles George, Benevolent, Power y Williams, donde permanecen incólumes las antiguas propiedades rodeadas de jardincillos cercados y praderas empinadas en que reposan tantos y tantos recuerdos fragantes. Aquellos paseos, y los diligentes estudios que los acompañaban, contribuyeron a fomentar una pasión por lo antiguo que terminó expulsando al mundo moderno de la mente de Ward. Sólo ellos nos proporcionan una idea de las características del terreno mental en el que fue a caer, aquel fatídico invierno de 1919-1920, la semilla que produjo tantos y tan extraños frutos.

El doctor Willett está convencido de que, hasta el primer cambio que se produjo en su mente aquel invierno, la afición de Charles Ward por las cosas antiguas estuvo desprovista de toda inclinación morbosa. Los cementerios sólo le atraían por su posible interés histórico, y su temperamento era pacífico y tranquilo. Luego, paulatinamente, pareció desarrollarse en él la extraña secuela de uno de sus triunfos genealógicos del año anterior: el descubrimiento, entre sus antepasados por línea materna, de un hombre llamado Joseph Curwen que había llegado de Salem en 1692 y acerca del cual se susurraban inquietantes historias.

El tatarabuelo de Ward, Welcome Potter, se había casado en 1785 con una tal «Ann Tillinghast, hija de Mrs. Eliza, hija a su vez del capitán James Tillinghast». De quién fuera el padre de aquella joven, la familia no tenía la menor idea. En 1918, mientras examinaba un volumen manuscrito de los archivos de la ciudad, nuestro genealogista encontró un asiento según el cual, en 1772, una tal Eliza Curwen, viuda de Joseph Curwen, volvía a adoptar, juntamente con su hija Ann, de siete años de edad, su apellido de soltera, Tillinghast, alegando que «el nombre de su marido había quedado desprestigiado públicamente en virtud de lo que se había sabido después de su fallecimiento, lo cual venía a confirmar un antiguo rumor al que una esposa fiel no podía dar crédito hasta que se comprobara por encima de toda duda». Aquel asiento se descubrió gracias a la separación accidental de dos páginas que habían sido cuidadosamente pegadas y que se habían tenido por una sola desde el momento en que se llevara a cabo una lenta revisión de la paginación del libro.

Charles Ward comprendió inmediatamente que acababa de descubrir un retatarabuelo suyo desconocido hasta entonces. El hecho le excitó tanto más porque había oído ya vagas alusiones a aquella persona de la cual no existían apenas datos concretos, como si alguien hubiese tenido interés especial en borrar su recuerdo. Lo poco que de él se sabía era de una naturaleza tan singular que no se podía por menos de sentir curiosidad por averiguar lo que los archiveros de la época colonial se mostraron tan ansiosos de ocultar y de olvidar y por descubrir cuáles fueron los motivos que habían despertado en ellos tan extraño deseo.

Hasta aquel momento, Ward se había limitado a dejar que su imaginación divagara acerca del viejo Curwen, pero habiendo descubierto el parentesco que le unía a aquel personaje aparentemente «silenciado», se dedicó a la búsqueda sistemática de todo lo que pudiera tener alguna relación con él. Sus pesquisas resultaron más fructíferas de lo que esperaba, pues en cartas antiguas, diarios y memorias sin publicar hallados en buhardillas de Providence, entre polvo y telarañas, encontró párrafos reveladores que sus autores no se habían tomado la molestia de borrar. Un documento muy importante a este respecto apareció en un lugar tan lejano como Nueva York, donde se conservaban, concretamente en el museo de la Taberna de Fraunces, cartas de la época colonial procedentes de Rhode Island. Sin embargo, el hecho realmente crucial y que a juicio del doctor Willett constituyó el origen del desequilibrio mental del joven, fue el hallazgo efectuado en agosto de 1919 en la vetusta casa de Olney Court. Aquello fue, indudablemente, lo que abrió una sima insondable en la mente de Charles Ward.

<p><cite></cite>Un Antecedente Y Un Horror</p>
<p>1</p>

Joseph Curwen, tal como le retrataban las leyendas que Ward había oído y los documentos que había desenterrado, era un individuo sorprendente, enigmático, oscuramente horrible. Había huido de Salem, trasladándose a Providence —aquel paraíso universal para personas raras, librepensadoras o disidentes—, al comienzo del gran pánico provocado por la caza de brujas, temiendo verse acusado a causa de la vida solitaria que llevaba y de sus raros experimentos químicos o alquimistas. Era un hombre incoloro de unos treinta años de edad. Su primer acto en cuanto ciudadano libre de Providence consistió en adquirir unos terrenos al pie de Olney Street. En ese lugar, que más tarde se llamaría Olney Court, edificó una casa que sustituyó después por otra mayor que se alzó en el mismo emplazamiento y que aún hoy día continúa en pie.

El primer detalle curioso acerca de Joseph Curwen es que no parecía envejecer con el paso del tiempo. Montó un negocio de transportes marítimos y fluviales, construyó un embarcadero cerca de Mile-End Cove, ayudó a reconstruir el Puente Grande en 1713 y la iglesia Congregacionista en 1723, y siempre conservó el aspecto de un hombre de treinta o treinta y cinco años. A medida que transcurría el tiempo, aquel hecho empezó a llamar la atención de la gente, pero Curwen lo explicaba diciendo que el mantenerse joven era una característica de su familia y que él contribuía a conservarla llevando una vida sumamente sencilla. Desde luego, nadie sabía cómo conciliar aquella pretendida sencillez con las inexplicables idas y venidas del reservado comerciante ni con el hecho de que las ventanas de su casa estuvieran iluminadas a todas las horas de la noche, y se empezó a atribuir a otros motivos su prolongada juventud y su longevidad. La mayoría opinaba que los incesantes cocimientos y mezclas de productos químicos que efectuaba Curwen tenían mucho que ver con su conservación. Se hablaba de extrañas sustancias que sus barcos traían de Londres o la India, o que él mismo compraba en Newport, Boston y Nueva York, y cuando el anciano doctor Jabez Bowen llegó de Rehoboth y abrió su farmacia en la plaza del Puente Grande, se habló de las drogas, ácidos y metales que el taciturno solitario adquiría incesantemente en aquella botica. Dando por sentado que Curwen poseía una maravillosa y secreta habilidad médica, muchos enfermos acudieron a él en busca de ayuda, pero, a pesar de que procuró alentar sin comprometerse aquella creencia, y siempre dio alguna pócima de extraño colorido en respuesta a las peticiones, se observó que lo que recetaba a los demás rara vez producía efectos beneficiosos. Cuando habían transcurrido más de cincuenta años desde su llegada a Providence sin que en su rostro ni en su porte se hubiera producido cambio apreciable, las habladurías se hicieron más suspicaces y la gente comenzó a compartir con respecto a su persona ese deseo de aislamiento que él había demostrado siempre.

Cartas particulares y diarios íntimos de aquella época revelan también que existían muchos otros motivos por los cuales Joseph Curwen fue objeto primero de admiración, luego de temor, y, finalmente de repulsión por parte de sus conciudadanos. Su pasión por los cementerios, en los cuales podía vérsele a todas horas y bajo todas circunstancias, era notoria, aunque nadie había presenciado ningún hecho que pudiera relacionarle con vampiros. En Pawtuxet Road tenía una granja, en la cual solía pasar el verano, y con frecuencia se le veía cabalgando hacia ella a diversas horas del día y de la noche. Sus únicos criados eran allí una adusta pareja de indios Narragansett, el marido mudo y con el rostro lleno de extrañas cicatrices, y la esposa con un semblante achatado y repulsivo, probablemente debido a un mezcla de sangre negra. En la parte trasera de aquella casa se encontraba el laboratorio donde se llevaban a cabo la mayoría de los experimentos químicos. Los que habían tenido acceso a él para entregar botellas, sacos o cajas, se hacían lenguas de los fantásticos alambiques, crisoles y hornos que habían entrevisto en la estancia y profetizaban en voz baja que el misántropo «químico» —vocablo que en boca de ellos significaba alquimista— no tardaría en descubrir la Piedra Filosofal. Los vecinos más próximos de aquella granja —los Fenner, que vivían a un cuarto de milla de distancia— tenían cosas más raras que contar acerca de ciertos ruidos que, según ellos, surgían de la casa de Curwen durante la noche. Se oían gritos, decían, y aullidos prolongados, y no les gustaba el gran número de reses que pacían alrededor de la granja, excesivas para proveer de carne, leche y lana a un hombre solitario y a un par de sirvientes. Cada semana, Curwen compraba nuevas reses a los granjeros de Kingstown para sustituir a las que desaparecían. Les preocupaba también un edificio de piedra que había junto a la casa y que tenía una especie de angostas troneras en vez de ventanas.

Los ociosos del Puente Grande tenían mucho que decir, por su parte, de la casa de Curwen en Olney Court, no tanto de la que levantó en 1761, cuando debía contar ya más de un siglo de existencia, como de la primera, una construcción con una buhardilla sin ventanas y paredes de madera que tuvo buen cuidado de quemar después de su demolición. Había en aquella casa ciudadana menos misterios que en la del campo, es cierto, pero las horas a que se veían iluminadas las ventanas, el sigilo de los dos criados extranjeros, el horrible y confuso farfullar de un ama de llaves francesa increíblemente vieja, la enorme cantidad de provisiones que se veían entrar por aquella puerta destinadas a alimentar solamente a cuatro personas, y las características de ciertas voces que se oían conversar ahogadamente a las horas más intempestivas, todo ello unido a lo que se sabía de la granja, contribuyó a dar mala fama a la morada.

En círculos mas escogidos se hablaba igualmente del hogar de Joseph Curwen, ya que a medida que el recién llegado se había ido introduciendo en la vida religiosa y comercial de la ciudad, había ido entablando relación con sus vecinos, de cuya compañía y conversación podía, con todo derecho, disfrutar. Se sabía que era de buena cuna, ya que los Curwen o Carwen de Salem no necesitaban carta de presentación en Nueva Inglaterra. Se sabia también que había viajado mucho desde joven, que había vivido una temporada en Inglaterra y efectuado dos viajes a Oriente, y su léxico, en las raras ocasiones en que se decidía a hablar, era el de un inglés instruido y culto. Pero, por algún motivo ignorado, le tenía sin cuidado la sociedad. Aunque nunca rechazaba de plano a un visitante, siempre se parapetaba tras el muro de reserva que a pocos se les ocurría nada en esos casos que al decirlo no sonara totalmente vacuo.

En su comportamiento había una especie de arrogancia sardónica y críptica, como si después de haber alternado con seres extraños y más poderosos, juzgara estúpidos a todos los seres humanos. Cuando el doctor Checkley, famoso por su talento, llegó de Boston en 1783 para hacerse cargo del rectorado de King’s Church, no olvidó visitar a un hombre del que tanto había oído hablar, pero su visita fue muy breve debido a una siniestra corriente oculta que creyó adivinar bajo las palabras de su anfitrión. Charles Ward le dijo a su padre una noche de invierno en que hablaban de Curwen , que daría cualquier cosa por enterarse de lo que el misterioso anciano había dicho al clérigo, pero que todos los diarios íntimos que había podido consultar coincidían en señalar la aversión del doctor Checkley a repetir lo que había oído. El buen hombre había quedado muy impresionado y nunca volvió a mencionar el nombre de Joseph Curwen sin perder visiblemente la calma alegre y cultivada que le caracterizaba.

Más concreto era el motivo que indujo a otro hombre de buena cuna y gran inteligencia a evitar el trato del misterioso ermitaño. En 1746, John Merritt, caballero inglés muy versado en literatura y ciencias, llegó a Providence procedente de Newport y construyó una hermosa casa en el istmo, en lo que es hoy el centro del mejor barrio residencial. Fue el primer ciudadano de Providence que vistió a sus criados de librea, y se mostraba muy orgulloso de su telescopio, su microscopio y su escogida biblioteca de obras inglesas y latinas. Al enterarse de que Curwen era el mayor bibliófilo de Providence, Merritt no tardó en ir a visitarle, siendo acogido con una cordialidad mayor de la habitual en aquella casa. La admiración que demostró por las repletas estanterías de su anfitrión, en las cuales se alineaban, además de los clásicos griegos, latinos e ingleses, una serie de obras filosóficas, matemáticas y científicas, entre ellas las de autores tales como Paracelso, Agrícola, Van Helmont, Silvyus, Glauber, Boyle, Boerhaave, Becher y Stahl, impulsaron a Curwen a invitarle a inspeccionar el laboratorio que hasta entonces no había abierto para nadie, y los dos partieron inmediatamente hacia la granja en la calesa del visitante.

El señor Merritt dijo siempre que no había visto nada realmente horrible en la granja, pero que los títulos de los libros relativos a temas taumatúrgicos, alquimistas y teológicos que Curwen guardaba en la estantería de una de las salas habían bastado para inspirarle un temor imperecedero. Tal vez la expresión de su propietario mientras se los enseñaba había contribuido a despertar en Merritt aquella sensación. En la extraña colección, además de un puñado de obras conocidas, figuraban casi todos los cabalistas, demonólogos y magos del mundo entero. Era un verdadero tesoro en el dudoso campo de la alquimia y la astrología. La Turba Philosopharum, de Hermes Trismegistus en la edición de Mesnard, el Liber Investigationis, de Geber, La Clave de la sabiduría, de Artephous, el cabalístico Zohar, el Ars Magna et Ultima de Raimundo Lulio en la edición de Zetsner, el Thesaurus Chemicus de Roger Bacon, la Clavis Alchimiae de Fludd y el De Lapide Philosophico, de Trithemius, se hallaban allí alineados, uno junto a otro. Judíos y árabes de la Edad Media estaban representados con profusión, y el señor Merritt palideció cuando al coger un volumen en cuya portada se leía el título de Qanoon-é-Islam, descubrió que se trataba en realidad de un libro prohibido, el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred, del cual había oído decir cosas monstruosas a raíz del descubrimiento de ciertos ritos indescriptibles en la extraña aldea de pescadores de Kingsport, en la provincia de la Bahía de Massachusetts.

Pero, por extraño que parezca, lo que más inquietó al caballero fue un detalle sin importancia aparente. Sobre la enorme mesa de caoba había un volumen muy estropeado de Borellus, con numerosas anotaciones marginales escritas por Curwen. El libro estaba abierto por la mitad aproximadamente y un párrafo aparecía subrayado con unos trazos tan gruesos y temblorosos que el visitante no pudo resistir la tentación de echarle una ojeada. Aquellas líneas le afectaron profundamente y quedaron grabadas en su memoria hasta el fin de sus días. Las reprodujo en su diario y trató en cierta ocasión de recitarlas a su íntimo amigo, el doctor Checkley, hasta que notó lo mucho que aquellas palabras trastornaban al rector. Decían:

«Las Sales de los Animales pueden ser preparadas y conservadas de modo que un hombre hábil puede tener toda el Arca de Noé en su propio estudio y reproducir la forma de un animal a voluntad partiendo de sus cenizas, y por el mismo método, partiendo de las Sales esenciales del Polvo humano, un filósofo puede, sin que sea nigromancia delictiva, evocar la forma de cualquier Antepasado muerto cuyo cuerpo haya sido incinerado.»

Sin embargo, las peores cosas acerca de Joseph Curwen se murmuraban en torno a los muelles de la parte sur de Town Street. Los marineros son gente supersticiosa y aquellos curtidos lobos de mar que transportaban ron, esclavos y especias, se santiguaban furtivamente cuando veían la figura esbelta y engañosamente juvenil de su patrón, con su pelo amarillento y sus hombros ligeramente encorvados, entrando en el almacén de Doublon Street, o hablando con capitanes y contramaestres en el muelle donde atracaban sus barcos. Sus empleados le odiaban y temían, y sus marineros eran la escoria de la Martinica, la Habana o Port Royal. Hasta cierto punto, la parte más intensa y tangible del temor que inspiraba el anciano se debía a la frecuencia con que había de reemplazar a sus marineros. Una tripulación cualquiera bajaba a tierra con permiso, varios de sus miembros recibían la orden de hacer algún que otro encargo, y cuando se reunían para volver a bordo, casi indefectiblemente faltaban uno o más hombres. Como la mayoría de los encargos estaban relacionados con la granja de Pawtuxet Road y muy pocos eran los que habían regresado de aquel lugar, con el tiempo Curwen se encontró con muchas dificultades para reclutar sus tripulaciones. Muchos de los marineros desertaban después de oír las habladurías de los muelles de Providence, y sustituirles en las Indias Occidentales llegó a convertirse en un serio problema para el comerciante. En 1760, Joseph Curwen era virtualmente un proscrito sospechoso de vagos horrores y demoníacas alianzas, mucho más amenazadoras por el hecho de que nadie podía precisarlas, ni entenderlas, ni mucho menos demostrar su existencia. La gota que vino a desbordar el vaso pudo ser muy bien el caso de los soldados desaparecidos en 1758. En marzo y abril de aquel año, dos regimientos reales de paso para Nueva Francia fueron acuartelados en Providence produciéndose en su seno una serie de inexplicables desapariciones que superaban con mucho el número habitual de deserciones. Se comentaba en voz baja la frecuencia con que se veía a Curwen hablando con los forasteros de guerrera roja, y cuando varios de ellos desaparecieron, la gente recordó lo que sucedía habitualmente con los marineros de sus tripulaciones. Nadie puede decir qué habría sucedido si los regimientos no hubieran recibido al poco tiempo la orden de marcha.

Entretanto los negocios del comerciante prosperaban. Tenía un virtual monopolio del comercio de la ciudad respecto al salitre, la pimienta negra y la canela, y superaba a todos los demás traficantes, excepto a los Brown, en la importación de añil, algodón, lana, sal, hierro, papel, objetos de latón y productos manufacturados ingleses de todas clases. Almacenistas tales como James Green, dueño del establecimiento El Elefante de Cheapside, los Russell de El Aguila Dorada, comercio situado al otro lado del puente, o Clark y Nightingale, propietarios de El Pescado y la Sartén, dependían casi enteramente de él para aprovisionarse, mientras que sus acuerdos con las destilerías locales, queseros y criadores de caballos Narragansett y fabricantes de velas de Newport, le convertían en uno de los primeros exportadores de la Colonia.

Decidido a luchar contra el ostracismo a que le habían condenado, comenzó a demostrar, al menos en apariencia, un gran espíritu cívico. Cuando el Ayuntamiento se incendió, contribuyó generosamente a las rifas que se organizaron con el fin de recaudar fondos para la construcción del nuevo edificio que aún hoy se alza en la antigua calle mayor. Aquel mismo ano 1761 ayudó a reconstruir el Puente Grande después de la riada de octubre. Repuso muchos de los libros devorados por las llamas en el incendio del Ayuntamiento y participó generosamente en las loterías gracias a las cuales pudo dotarse a los alrededores del mercado y a Town Street de una calzada empedrada con su andén para peatones en el centro. Por aquellas fechas edificó la casa nueva, sencilla pero de excelente construcción, cuya portada constituye un triunfo de los cinceles. Al separarse en 1743 los seguidores de Whitefield de la congregación del Dr. Cotton y fundar la iglesia del Diácono Snow al otro lado del puente, Curwen les había seguido, pero su celo se había ido apagando al mismo tiempo que iba menguando su asistencia a las ceremonias. Ahora, sin embargo, volvía a dar muestras de piedad como si con ello quisiera disipar la sombra que le había arrojado al ostracismo y que, si no se andaba con sumo cuidado, acabaría también con la buena estrella que hasta entonces había presidido su vida de comerciante.

El espectáculo que ofrecía aquel hombre extraño y pálido, aparentemente de mediana edad pero en realidad con más de un siglo de vida, tratando de emerger al fin de una nube de miedo y aversión demasiado vaga para ser analizada, era a la vez patético, dramático y ridículo. Sin embargo, tal es el poder de la riqueza y de los gestos superficiales, que se produjo cierta remisión en la visible antipatía que sus vecinos le prodigaban, especialmente una vez que cesaron bruscamente las desapariciones de los marineros. Posiblemente rodeó también de mayor cuidado y sigilo sus expediciones a los cementerios, ya que no volvió a ser sorprendido nunca en tales andanzas, y lo cierto es que los rumores acerca de sonidos y movimientos misteriosos en relación con la granja de Pawtuxet disminuyeron también notablemente. Su nivel de consumo de alimentos y de sustitución de reses siguió siendo anormalmente elevado, pero hasta fecha más moderna, cuando Charles Ward examinó sus libros de cuentas en la Biblioteca Shepley, no se le ocurrió a nadie comparar el gran número de negros que Curwen importó de Guinea hasta 1766 con la cifra asombrosamente reducida de los que pasaron de sus manos a las de los tratantes de esclavos del Puente Grande o de los plantadores del condado de Narragansett. Ciertamente aquel aborrecido personaje había demostrado una astucia y un ingenio inconcebibles en cuanto se había dado cuenta de que le era necesario ejercitar tanto la una como el otro.

Pero, como es natural, el efecto de aquel cambio de actitud fue necesariamente reducido. Curwen siguió siendo detestado y evitado, probablemente a causa de la juventud que aparentaba a pesar de sus muchos años, y al final se dio cuenta de que su fortuna llegaría a resentirse de la generosidad con que trataba de granjearse el afecto de sus conciudadanos. Sin embargo, sus complicados estudios y experimentos, cualesquiera que fuesen, exigían al parecer grandes sumas de dinero, y, dado que un cambio de ambiente le habría privado de las ventajas comerciales que había alcanzado en aquella ciudad no podía trasladarse a otra para empezar de nuevo. El buen juicio señalaba la conveniencia de mejorar sus relaciones con los habitantes de Providence, de modo que su presencia no diera lugar a que se interrumpieran las conversaciones y se creara una atmósfera de tensión e intranquilidad. Sus empleados, reclutados ahora entre los parados e indigentes a quienes nadie quería dar empleo, le causaban muchas preocupaciones, y si lograba mantener a su servicio a capitanes y marineros era sólo porque había tenido la astucia de adquirir ascendiente sobre ellos por medio de una hipoteca, una nota comprometedora o alguna información de tipo muy íntimo. En muchas ocasiones, y como observaban espantados los autores de algunos diarios privados, Curwen demostró poseer facultades de brujo al descubrir secretos familiares para utilizarlos en beneficio suyo. Durante los últimos cinco años de su vida, se llegó a pensar que esos datos que manejaba de un modo tan cruel sólo podía haberlos reunido gracias a conversaciones directas con los muertos.

Así fue como por aquella época llevó a cabo un último y desesperado esfuerzo por ganarse las simpatías de la comunidad. Misógino hasta entonces, decidió contraer un ventajoso matrimonio tomando por esposa a alguna dama cuya posición hiciera imposible la continuación de su ostracismo, aunque es probable que tuviera motivos más profundos para desear dicha alianza, motivos tan ajenos a la esfera cósmica conocida que sólo los documentos hallados ciento cincuenta años después de su muerte hicieron sospechar de su existencia.

Naturalmente Curwen se daba cuenta de que cualquier cortejo por su parte sería recibido con horror e indignación, y, en consecuencia, buscó una candidata sobre cuyos padres pudiera él ejercer la necesaria presión. Mujeres adecuadas no eran fáciles de encontrar puesto que Curwen exigía para la que habría de ser su esposa unas condiciones especiales de belleza, prendas personales y posición social. Al final sus miradas se posaron en el hogar de uno de sus mejores y más antiguos capitanes, un viudo de muy buena familia llamado Dutie Tillinghast, cuya única hija, Eliza, parecía reunir todas las cualidades deseadas. El capitán Tillinghast estaba completamente dominado por Curwen y, después de una terrible entrevista en su casa de la colina de Power Lane, consintió en aprobar la monstruosa alianza.

Eliza Tillinghast tenía en aquellos días dieciocho anos y había sido educada todo lo bien que la reducida fortuna de su padre permitiera. Había asistido a la escuela de Stephen Jackson y había sido también diligentemente instruida por su madre en las artes y refinamientos de la vida doméstica. Un ejemplo de su habilidad para las labores puede admirarse todavía en una de las salas de la Sociedad Histórica de Rhode Island. Desde el fallecimiento de la señora Tillinghast, ocurrido en 1757 a causa de la viruela, Eliza se había hecho cargo del gobierno de la casa ayudada únicamente por una anciana negra. Sus discusiones con su padre a propósito de la petición de Curwen debieron ser muy penosas, aunque no queda constancia de ellas en los documentos de la época. Lo cierto es que rompió su compromiso con el joven Ezra Weeden, segundo oficial del carguero Enterprise de Crawford, y que su unión con Joseph Curwen tuvo lugar el 7 de marzo de 1763 en la iglesia Baptista y en presencia de la mejor sociedad de la ciudad. La ceremonia fue oficiada por el vicario Samuel Winson y la Gazette se hizo eco del acontecimiento con una breve reseña que, en la mayoría de los ejemplares del periódico correspondientes a aquella fecha, y archivados en distintos lugares, parecía haber sido cortada o arrancada. Ward encontró un ejemplar intacto después de mucho rebuscar en los archivos de un coleccionista particular y observó entonces con regocijo la vaguedad de los términos con que estaba redactada la nota.

«El pasado lunes por la tarde, el señor Joseph Curwen, vecino de esta villa, comerciante, contrajo matrimonio con la señorita Eliza Tillinghast, hija del capitán Dutie Tillinghast, joven de muchas virtudes dotada además de gran belleza. Hacemos votos por su perpetua felicidad.»

La correspondencia Durfee-Arnold, descubierta por Charles Ward poco antes de que presentara los primeros síntomas de locura, en el museo particular de Melville L. Peters en Georgia Street, y que cubre aquel período y otro ligeramente anterior, arroja vívida luz sobre la ofensa al sentimiento público que causó aquella disparatada unión. Sin embargo, la influencia social de los Tillinghast era innegable, y así una vez más Joseph Curwen vio frecuentado su hogar por personas a las cuales nunca hubiera podido inducir, de otro modo, a que cruzasen el umbral de la casa. No se le aceptó totalmente, ni mucho menos, pero sí se levantó la condena al ostracismo a que se le había sometido. En el trato de que hizo objeto a su esposa, el extraño novio asombró a la comunidad y a ella misma portándose con el mayor miramiento y obsequiándola con toda clase de consideraciones. La nueva mansión de Olney Court estaba ahora completamente libre de manifestaciones inquietantes y aunque Curwen acudía con mucha frecuencia a la granja de Pawtuxet, que dicho sea de paso su esposa no visitó jamás, parecía un ciudadano mucho más normal que en cualquier otra época de su residencia en Providence. Sólo una persona seguía abrigando hacia él abierta hostilidad: el joven que había visto roto tan bruscamente su compromiso con Eliza Tillinghast. Ezra Weeden había jurado vengarse y, a pesar de su temperamento normalmente apacible, alimentaba un odio en su corazón que no presagiaba nada bueno para el hombre que le había robado la novia.

El siete de mayo de 1765 nació la que había de ser única hija de Curwen, Ann, que fue bautizada por el Reverendo John Graves de King’s Church, iglesia que frecuentaban los dos esposos desde su matrimonio como fórmula de compromiso entre sus respectivas afiliaciones Congregacionista y Baptista. El certificado de aquel nacimiento, así como el de la boda celebrada dos años antes, había desaparecido de los archivos eclesiásticos y municipales. Ward consiguió localizarlos, tras grandes dificultades, una vez que hubo descubierto el cambio de apellido de la viuda y una vez que se despertó en él aquel febril interés que culminó en su locura. El de nacimiento apareció por una feliz coincidencia como resultado de la correspondencia que mantuvo con los herederos del Dr. Graves, quien se había llevado un duplicado de los archivos de su iglesia al abandonar la ciudad a comienzos de la guerra de la Independencia, Ward había recurrido a ellos porque sabía que su tatarabuela, Ann Tillinghast, había sido episcopalista.

Poco después del nacimiento de su hija, acontecimiento que pareció recibir con un entusiasmo que contrastaba con su habitual frialdad, Curwen decidió posar para un retrato. Lo pintó un escocés de gran talento llamado Cosmo Alexandre, residente en Newport en aquella época y que adquirió fama después por haber sido el primer maestro de Gilbert Stuart. Decíase que el retrato había sido pintado sobre uno de los paneles de la biblioteca de la casa de Olney Court, pero ninguno de los dos diarios en que se mencionaba proporcionaba ninguna pista acerca de su posterior destino. En aquel período, Curwen dio muestras de una desacostumbrada abstracción y pasaba todo el tiempo que podía en su granja de Pawtuxet Road. Se hallaba continuamente, al parecer, en un estado de excitación o ansiedad reprimidas, como si esperase que fuera a ocurrir en cualquier momento algún acontecimiento de fenomenal importancia o como si estuviese a punto de hacer algún extraño descubrimiento. La química o la alquimia debían tener que ver mucho con ello, ya que se llevó a la granja numerosos volúmenes de la biblioteca de su casa que versaban sobre esos temas.

No disminuyó su pretendido interés por el bien de la ciudad y en consecuencia no desperdició la oportunidad de ayudar a hombres como Stephen Hopkins, Joseph Brown y Benjamin West en sus esfuerzos por elevar el nivel cultural de Providence que en aquel entonces se hallaba muy por debajo de Newport en lo referente al patronazgo de las artes liberales. Había ayudado a Daniel Jenkins en 1763 a abrir una librería de la cual fue desde entonces el mejor cliente, y proporcionó también ayuda a la combativa Gazette que se imprimía cada miércoles en el edificio decorado con el busto de Shakespeare. En política apoyó ardientemente al gobernador Hopkins contra el partido de Ward, cuyo núcleo más fuerte se encontraba en Newport, y el elocuente discurso que pronunció en 1765 en el Hacher’s Hall en contra de la proclamación de North Providence como ciudad independiente, contribuyó más que ninguna otra cosa a disipar los prejuicios existentes contra él. Pero Ezra Weeden, que le vigilaba muy de cerca, sonreía cínicamente ante aquella actitud, que él juzgaba insincera, y no se recataba en afirmar que no era más que una máscara destinada a encubrir un horrendo comercio con las más negras fuerzas del Averno. El vengativo joven inició un estudio sistemático del extraño personaje y de sus andanzas, pasando noches enteras en los muelles cuando veía luz en sus almacenes y siguiendo a sus barcos, que a veces zarpaban silenciosamente en dirección a la bahía. Sometió también a estrecha vigilancia la granja de Pawtuxet y en cierta ocasión fue mordido salvajemente por los perros que en su persecución soltaron los criados indios.

<p>2</p>

En 1766 se produjo el cambio final en Joseph Curwen. Fue muy repentino y pudo ser observado por toda la población porque el aire de ansiedad y expectación que le envolvía cayó como una capa vieja para dar paso inmediato a una mal disimulada expresión de completo triunfo. Daba la impresión de que a Curwen le resultaba difícil contener el deseo de proclamar públicamente lo que había hecho o averiguado, pero, al parecer, la necesidad de guardar el secreto era mayor que el afán de compartir su regocijo, ya que no dio a nadie ninguna explicación. Después de aquella transformación que tuvo lugar a primeros de julio, el siniestro erudito empezó a asombrar a todos demostrando poseer cierto tipo de información que solo podían haberle facilitado antepasados suyos fallecidos muchos años antes.

Pero las actividades secretas de Curwen no cesaron, ni mucho menos, con aquel cambio. Por el contrario, tendieron a aumentar, con lo cual fue dejando más y más sus negocios en manos de capitanes unidos a él por lazos de temor tan poderosos como habían sido anteriormente los de la miseria. Abandonó el comercio de esclavos alegando que los beneficios que le reportaba eran cada vez menores. Pasaba casi todo el tiempo en su granja de Pawtuxet, aunque de vez en cuando alguien decía haberle visto en lugares muy cercanos a cementerios, con lo que las gentes se preguntaron hasta qué punto habrían cambiado realmente las antiguas costumbres del comerciante. Ezra Weeden, a pesar de que sus períodos de espionaje eran necesariamente breves e intermitentes debido a los viajes que le imponía su profesión, poseía una vengativa persistencia de que carecían ciudadanos y campesinos, y sometía las idas y venidas de Curwen a una vigilancia mayor de la que nunca conocieran.

Muchas de las extrañas maniobras de los barcos del comerciante habían sido atribuidas a lo inestable de aquella época en que los colonos parecían decididos a eludir como fuera las estipulaciones del Acta del Azúcar. El contrabando era cosa habitual en la Bahía de Narragansett y los desembarcos nocturnos de importaciones ilícitas estaban a la orden del día. Pero Weeden, que seguía noche tras noche a las embarcaciones que zarpaban de los muelles de Curwen, no tardó en convencerse de que no eran únicamente los barcos de la armada de Su Majestad lo que el siniestro traficante deseaba evitar. Con anterioridad al cambio de 1766, aquellas embarcaciones habían transportado principalmente negros encadenados, que eran desembarcados en un punto de la costa situado al norte de Pawtuxet, y conducidos posteriormente campo a traviesa hasta la granja de Curwen, donde se les encerraba en aquel enorme edificio de piedra que tenía estrechas troneras en vez de ventanas. Pero a partir de 1766 todo cambió. La importación de esclavos cesó repentinamente y durante una temporada Curwen interrumpió las navegaciones nocturnas. Luego, en la primavera de 1767, las embarcaciones volvieron a zarpar de los muelles oscuros y silenciosos para cruzar la bahía y llegar a Nanquit Point, donde se encontraban con barcos de tamaño considerable y aspecto muy diverso de los que recibían cargamento. Los marineros de Curwen desembarcaban luego la mercancía en un punto determinado de la costa y desde allí la transportaban a la granja, dejándola en el mismo edificio de piedra que había dado alojamiento a los negros. El cargamento consistía casi enteramente en cajones, de los cuales gran número tenía una forma oblonga, forma que recordaba ominosamente la de los ataúdes.

Weeden vigilaba la granja con incansable asiduidad, visitándola noche tras noche durante largas temporadas. Raramente dejaba pasar una semana sin acercarse a ella excepto cuando el terreno estaba cubierto de nieve, en la que habría dejado impresas sus huellas, y aun en esos días se aproximaba lo más posible cuidando de no salirse de la vereda o de caminar sobre el hielo del río vecino a la granja, con el fin de poder ver si había rastros de pisadas en torno a la casa. Para no interrumpir la vigilancia durante las ausencias que le imponía su trabajo, se puso de acuerdo con un amigo que solía beber con él en la taberna, un tal Eleazar Smith, que desde entonces le sustituyó en su tarea. Entre los dos pudieron haber hecho circular rumores extraordinarios, y si no lo hicieron, fue solamente porque sabían que publicar ciertas cosas habría tenido el efecto de alertar a Curwen haciéndoles imposible toda investigación posterior, cuando lo que ellos querían era enterarse de algo concreto antes de pasar a la acción. De todos modos lo que averiguaron debió ser realmente sorprendente. En más de una ocasión dijo Charles Ward a sus padres cuánto lamentaba que Weeden hubiese quemado su cuaderno de notas. Lo único que se sabe de sus descubrimientos es lo que Eleazar Smith anotó en un diario, no muy coherente por cierto, y lo que otros autores de diarios íntimos y cartas repitieron después tímidamente, es decir, que la propiedad campestre era solamente tapadera de una peligrosa amenaza cuya profundidad escapaba a toda comprensión.

Se cree que Weeden y Smith quedaron convencidos al poco tiempo de comenzar sus investigaciones de que por debajo de la granja se extendía una red de catacumbas y túneles habitados por numerosas personas además del viejo indio y su esposa. La casa era una antigua reliquia del siglo XVII, con una enorme chimenea central y ventanas romboides y enrejadas, y el laboratorio se hallaba en la parte norte, donde el tejado llegaba casi hasta el suelo. El edificio estaba completamente aislado, pero, a juzgar por las distintas voces que se oían en su interior a las horas más inusitadas, debía llegarse a él a través de secretos pasadizos subterráneos. Aquellas voces, hasta 1766, consistían en murmullos y susurros de negros mezclados con gritos espantosos y extraños cánticos o invocaciones. A partir de aquella fecha, se convirtieron en explosiones de furor frenético, ávidos jadeos y gritos de protesta proferidos en diversos idiomas, todos ellos conocidos por Curwen, que provocaban réplicas teñidas en muchos casos de un acento de reproche o de amenaza.

A veces parecía que había varias personas en la casa: Curwen, varios prisioneros y los guardianes de estos. Había acentos que ni Weeden ni Smith habían oído jamás, a pesar de su extenso conocimiento de puertos extranjeros, y otros que identificaban como pertenecientes a una u otra nacionalidad. Sonaba aquello como una especie de catequesis o como si Curwen estuviera arrancando cierta información a unos prisioneros aterrorizados o rebeldes.

Había recogido Weeden en su cuaderno al pie de la letra fragmentos de conversaciones en inglés, francés y español, las lenguas que él conocía y que con más frecuencia utilizaba Curwen, pero ninguna de aquellas notas se habían conservado. Afirmaba el mismo Weeden que aparte de algunos diálogos relativos al pasado de varias familias de Providence, la mayoría de las preguntas y respuestas que pudo entender se referían a cuestiones históricas o científicas a veces pertenecientes a épocas y lugares muy remotos. En cierta ocasión, por ejemplo, un personaje que se mostraba a ratos enfurecido y a ratos adusto, fue interrogado acerca de la matanza que llevó a cabo el Príncipe Negro en Limoges en 1370 como si la masacre hubiera obedecido a un motivo secreto que él debiera conocer. Curwen le preguntó al prisionero —si es que era prisionero— si el motivo había sido el hallazgo del Signo de la Cabra en el altar de la vieja Cripta romana sita bajo la catedral, o el hecho de que el Hombre Oscuro del Alto Aquelarre de Viena hubiera pronunciado las Tres Palabras. Al no obtener respuesta a sus preguntas, el inquisidor recurrió, al parecer, a medidas extremas, ya que se oyó un terrible alarido seguido de un extraño silencio y el ruido de un cuerpo que caía.

Ninguno de aquellos coloquios tuvo testigos oculares, ya que las ventanas estaban siempre cerradas y veladas por cortinas. Sin embargo, en cierta ocasión, durante un diálogo mantenido en un idioma desconocido, Weeden vio una sombra a través de una cortina que le dejó asombrado y que le recordó a uno de los muñecos de un espectáculo que había presenciado en el Hatcher’s Hall en el otoño de 1764, cuando un hombre de Germantown, Pensilvania, había dado una representación anunciada como «Vista de la Famosa Ciudad de Jerusalén, en la cual están representadas Jerusalén, el Templo de Salomón, su Trono Real, las Famosas Torres y Colinas, así como los sufrimientos de Nuestro Salvador desde el Huerto de Getsemaní hasta la Cruz del Gólgota, una valiosa obra de imaginería digna de verse». Fue en aquella ocasión cuando el oyente, que se había acercado más de la cuenta a la ventana de la sala donde tenía lugar la conversación, dio un respingo que alertó a la pareja de indios, los cuales le soltaron los perros. Desde aquella noche no volvieron a oírse más conversaciones en la casa, y Weeden y Smith llegaron a la conclusión de que Curwen había trasladado su campo de acción a las regiones inferiores.

Que tales regiones existían, parecía un hecho cierto. Débiles gritos y gemidos surgían de la tierra de vez en cuando en lugares muy apartados de la vivienda, y cerca de la orilla del río, a espaldas de la granja y allí donde el terreno descendía suavemente hasta el valle del Pawtuxet, se encontró, oculta entre arbustos, una puerta de roble en forma de arco y encajada en un marco de pesada mampostería que constituía evidentemente la entrada a unas cavernas abiertas bajo la colina. Weeden no podía decir cuándo ni cómo habían sido construidas aquellas catacumbas, pero sí se refería con frecuencia a la facilidad con que por el río podían haber llegado hasta aquel lugar grupos de trabajadores. Era evidente que Joseph Curwen encomendaba a sus marineros las más variadas tareas. Durante las intensas lluvias de la primavera de 1769, los dos jóvenes vigilaron atentamente las empinadas márgenes del río para comprobar si las aguas ponían al descubierto algún secreto soterrado, y su paciencia se vio recompensada con el espectáculo de una profusión de huesos humanos y de animales en aquellos lugares donde el agua había excavado unas profundas depresiones. Naturalmente, el hallazgo podía tener diversas explicaciones dado que en la granja cercana se criaba ganado y que por aquellos parajes abundaban los cementerios indios, pero Weeden y Smith prefirieron sacar del descubrimiento sus propias conclusiones.

En enero de 1770, mientras Weeden y Smith se devanaban inútilmente los sesos tratando de encontrar una explicación a aquellos desconcertantes sucesos, ocurrió el incidente del Fortaleza. Exasperado por la quema del buque aduanero Liberty ocurrida en Newport el verano anterior, el almirante Wallace, que mandaba la flota encargada de la vigilancia de aquellas costas, ordenó que se extremara el control de los barcos extranjeros, a raíz de lo cual el cañonero de Su Majestad Cygnet capturó tras corta persecución a la chalana Fortaleza, de Barcelona, España, al mando del capitán Manuel Arruda. La chalana había zarpado, según el diario de navegación, de El Cairo, Egipto, con destino a Providence. Cuidadosamente registrada en busca de material de contrabando, la chalana reveló el hecho asombroso de que su cargamento consistía exclusivamente en momias egipcias consignadas a nombre de «Marinero A. B. C.», quien debía acudir a recoger la mercancía a la altura de Nanquit Point y cuya identidad el capitán Arruda se negó a revelar. El vicealmirante Court, de Newport, no sabiendo qué hacer ante la naturaleza de aquel cargamento, que, si bien no podía ser calificado de contrabando, tampoco se atenía, por el secreto con que era transportado, a las normas legales, dejó a la chalana en libertad prohibiéndola atracar en las aguas de Rhode Island. Más tarde circuló el rumor de que había sido vista a la altura de Boston, aunque nunca llegó a entrar en aquel puerto.

El extraño incidente fue muy comentado en Providence y pocos fueron los que dudaron que existiera alguna relación entre el extraño cargamento de momias y el siniestro Joseph Curwen. Nadie que supiera de sus exóticos estudios y extrañas importaciones de productos químicos, a más de la afición que sentía por los cementerios, necesitó mucha imaginación para conectar su nombre con un cargamento que no podía ir destinado a ningún otro habitante de Providence.

Probablemente apercibido de aquella lógica sospecha, Curwen procuró dejar caer en varias ocasiones ciertas observaciones acerca del valor químico de los bálsamos contenidos en las momias pensando, quizá, revestir así al asunto de cierta normalidad, pero sin admitir jamás que tuviera participación alguna en él. Weeden y Smith no tuvieron por su parte ninguna duda acerca del significado del incidente y continuaron elaborando las más descabelladas teorías respecto a Curwen y sus monstruosos trabajos.

Durante la primavera siguiente, al igual que había sucedido el año anterior, llovió mucho, y con tal motivo los dos jóvenes sometieron a estrecha vigilancia la orilla del río situada a espaldas de la granja de Curwen. Las aguas arrastraron gran cantidad de tierra y dejaron al descubierto cierto número de huesos, pero no quedó a la vista ningún camino subterráneo. Sin embargo, algo se rumoreó por aquel entonces en la aldea de Pawtuxet, situada a una milla de distancia y junto a la cual el río se despeña sobre una serie de desniveles rocosos formando pequeñas cascadas. Allí donde dispersos caserones antiguos trepan por la colina desde el rústico puente y las lanchas pesqueras se mecen ancladas a los soñolientos muelles, se habló de cosas misteriosas que arrastraban las aguas y que permanecían flotando unos segundos antes de precipitarse, corriente abajo, entre la espuma de las cascadas. Cierto que el Pawtuxet es un río muy largo que pasa a través de regiones habitadas en las que abundan los cementerios, y cierto que las lluvias primaverales habían sido muy intensas, pero a los pescadores de los alrededores del puente no les gustó la horrible mirada que les dirigió uno de aquellos objetos ni el modo en que gritaron otros que habían perdido toda semejanza con las cosas que habitualmente gritan. Weeden estaba ausente por entonces, pero los rumores llegaron a oídos de Smith, que se apresuró a dirigirse a la orilla del río, donde halló evidentes vestigios de amplias excavaciones. No había quedado al descubierto, sin embargo, la entrada a ningún túnel, sino muy al contrario, una pared sólida mezcla de tierra y ramas recogidas más arriba. Smith empezó a cavar en algunos lugares, pero se dio por vencido al ver que sus intentos eran vanos, o, quizá, al temer que pudieran dejar de serlo. Habría sido interesante ver lo que habría hecho el obstinado y vengativo Weeden de haberse encontrado allí en esos momentos.

<p>3</p>

En el otoño de 1770, Weeden decidió que había llegado el momento de hablar a otros de sus descubrimientos, ya que poseía un gran número de datos, y disponía de un testigo ocular para desvirtuar la posible acusación de que los celos y el afán de venganza le habían hecho imaginar cosas que no existían. Como primer confidente escogió al capitán James Mathewson, del Enterprise, que por una parte le conocía lo suficiente para no dudar de su veracidad, y, por otra, tenía la suficiente influencia en la ciudad para hacerse escuchar a su vez con respeto. La conversación tuvo lugar cerca del puerto, en una habitación de la parte alta de la Taberna de Sabin, y en presencia de Smith, que podía corroborar cada una de las afirmaciones de Weeden. El capitán Mathewson quedó sumamente impresionado. Como casi todo el mundo en la ciudad, albergaba sus sospechas acerca del siniestro Joseph Curwen, de modo que aquella confirmación y ampliación de datos le bastó para convencerse totalmente.

Al final de la conferencia estaba muy serio y requirió a los dos jóvenes para que guardaran absoluto silencio. Dijo que él se encargaría de transmitir separadamente la información a los ciudadanos más cultos e influyentes de Providence, de recabar su opinión, y de seguir el consejo que pudieran ofrecerle. En cualquier caso, era esencial la mayor discreción, ya que el asunto no podía ser confiado a las autoridades de la ciudad y convenía que no llegara a oídos de la excitable multitud para evitar que se repitiera aquel espantoso pánico de Salem, ocurrido hacía menos de un siglo y que había provocado la huida de Curwen de aquella ciudad.

Las personas más indicadas para conocer el caso eran, en su opinión, el doctor Benjamin West, cuyo estudio sobre el último tránsito de Venus demostraba que era un auténtico erudito así como un agudo pensador; el reverendo James Manning, rector de la universidad, que había llegado hacía poco de Warren y se hospedaba provisionalmente en la nueva escuela de King Street en espera de que terminaran su propia vivienda en la colina que se elevaba sobre la Presbyterian Lane; el exgobernador Stephen Hopkins, que había sido miembro de la Sociedad Filosófica de Newport y era hombre de amplias miras; John Carter, editor de la Gazette; los cuatro hermanos Brown, John, Joseph, Nicholas y Moses, magnates de la localidad; el anciano doctor Jabez Bowen, cuya erudición era considerable y tenía información de primera mano acerca de las extrañas adquisiciones de Curwen; y el capitán Abraham Whipple, un hombre de fenomenal energía con el cual podía contarse si había que tomar alguna medida «activa». Aquellos hombres, si todo iba bien, podían reunirse finalmente para llevar a cabo una deliberación colectiva y en ellos recaería la responsabilidad de decidir si había que informar o no al gobernador de la Colonia, Joseph Wanton, residente en Newport, antes de adoptar ninguna medida.

La misión del capitán Mathewson tuvo más éxito del que esperaban, ya que, si bien un par de aquellos confidentes se mostró algo escéptico en lo concerniente al posible aspecto fantástico del relato de Weeden, todos coincidieron en la necesidad de adoptar medidas secretas y coordinadas. Era evidente que Curwen constituía una amenaza en potencia para el bienestar de la ciudad y de la Colonia, amenaza que había que eliminar a cualquier precio. A finales de diciembre de 1770, un grupo de eminentes ciudadanos se reunieron en casa de Stephen Hopkins y discutieron las medidas que podían adoptarse. Se leyeron con todo cuidado las notas que Weeden había entregado al Capitán Mathewson y tanto Weeden como Smith fueron llamados a presencia de la asamblea para que las confirmaran y añadieran algunos detalles. Algo parecido al miedo se apoderó de todos los allí presentes antes de que terminara la conferencia, pero a él se sobrepuso una implacable decisión que el Capitán Whipple se encargó de expresar verbalmente con su pintoresco léxico. No informarían al gobernador, porque era evidente la necesidad de una acción extraoficial. Si Curwen poseía efectivamente poderes ocultos, no podía invitársele por las buenas a que abandonara la ciudad, pues tal invitación podía acarrear terribles represalias. Por otra parte y en el mejor de los casos, la expulsión del siniestro individuo solo significaría el traslado a otro lugar de la amenaza que representaba. La ley era por entonces letra muerta, y aquellos hombres que durante tantos años habían burlado a las fuerzas reales no eran de los que se amilanaban fácilmente cuando el deber requería su intervención en cuestiones más difíciles y delicadas. Decidieron que lo mejor sería que una cuadrilla de soldados avezados sorprendiera a Curwen en su granja de Pawtuxet y le dieran ocasión para que se explicara. Si quedaba demostrado que era un loco que se divertía imitando voces distintas, le encerrarían en un manicomio. Si se descubría algo más grave y los secretos soterrados resultaban ser realidad, le matarían a él y a todos los que le rodeaban. El asunto debía llevarse con la mayor discreción y en caso de que Curwen muriera no se informaría de lo sucedido ni a la viuda ni al padre de ésta.

Mientras se discutían aquellas graves medidas, ocurrió en la ciudad un incidente tan terrible e inexplicable que durante algún tiempo no se habló de otra cosa en varias millas a la redonda. Una noche del mes de enero resonaron por los alrededores nevados del río, colina arriba, una serie de gritos que atrajeron multitud de cabezas somnolientas a todas las ventanas. Los que vivían en las inmediaciones de Weybosset Point vieron entonces una forma blanca que se lanzaba frenéticamente al agua en el claro que se abre delante de la Cabeza del Turco. Unos perros aullaron a lo lejos, pero sus aullidos se apagaron en cuanto se hizo audible el clamor de la ciudad despierta. Grupos de hombres con linternas y mosquetones salieron para ver que había ocurrido, pero su búsqueda resultó infructuosa. Sin embargo, a la mañana siguiente, un cuerpo gigantesco y musculoso fue hallado, completamente desnudo, en las inmediaciones de los muelles meridionales del Puente Grande, entre los hielos acumulados junto a la destilería de Abbott. La identidad del cadáver se convirtió en tema de interminables especulaciones y habladurías. Los más viejos intercambiaban furtivos murmullos de asombro y de temor, ya que aquel rostro rígido, con los ojos desorbitados por el terror, despertaba en ellos un recuerdo: el de un hombre muerto hacía ya más de cincuenta años.

Ezra Weeden presenció el hallazgo y, recordando los ladridos de la noche anterior, se adentró por Weybosset Street y por el puente de Muddy Dock, en dirección al lugar de donde procedía el sonido. Cuando llegó al límite del barrio habitado, al lugar donde se iniciaba la carretera de Pawtuxet, no le sorprendió hallar huellas muy extrañas en la nieve. El gigante desnudo había sido perseguido por perros y por muchos hombres que calzaban pesadas botas, y el rastro de los canes y sus dueños podía seguirse fácilmente. Habían interrumpido la persecución temiendo acercarse demasiado a la ciudad. Weeden sonrió torvamente y decidió seguir las huellas hasta sus orígenes. Partían, como había supuesto, de la granja de Joseph Curwen, y habría seguido su investigación de no haber visto tantos rastros de pisadas en la nieve. Dadas las circunstancias, no se atrevió a mostrarse demasiado interesado a plena luz del día. El doctor Bowen, a quien Weeden informó inmediatamente de su descubrimiento, llevó a cabo la autopsia del extraño cadáver y descubrió unas peculiaridades que le desconcertaron profundamente. El tubo digestivo no parecía haber sido utilizado nunca, en tanto que la piel mostraba una tosquedad y una falta de trabazón que el galeno no supo a qué atribuir. Impresionado por lo que los ancianos susurraban acerca del parecido de aquel cadáver con el herrero Daniel Green, fallecido hacía ya diez lustros, y cuyo nieto, Aaron Moppin, era sobrecargo al servicio de Curwen, Weeden procuró averiguar dónde habían enterrado a Green. Aquella noche, un grupo de diez hombres visitó el antiguo Cementerio del Norte y excavó la fosa. Tal como Weeden había supuesto, la encontraron vacía.

Mientras tanto, se había dado aviso a los portadores del correo para que interceptaran la correspondencia del misterioso personaje, y poco después del hallazgo de aquel cuerpo desnudo, fue a parar a manos de la junta de ciudadanos interesados en el caso una carta escrita por un tal Jedediah Orne, vecino de Salem, que les dio mucho que pensar. Charles Ward encontró un fragmento de dicha misiva reproducida en el archivo privado de cierta familia. Decía lo siguiente:

«Satisfáceme en extremo que continúe su merced el estudio de las Viejas Materias a su modo y manera, y mucho dudo que el señor Hutchinson de Salem obtuviera mejores resultados. Ciertamente fue muy grande el espanto que provocó en él la Forma que evocara, a partir de aquello de lo que pudo conseguir sólo una parte. No tuvo los efectos deseados lo que su merced nos envió, ya fuera porque faltaba algo, o porque las palabras no eran las justas y adecuadas, bien porque me equivocara yo al decirlas, bien porque se confundiera su merced al copiarlas. Tal cual estoy, solo, no hallo qué hacer. Carezco de los conocimientos de química necesarios para seguir a Borellus y no acierto a descifrar el Libro VII del Necronomicon que me recomendó. Quiero encomendarle que observe en todo momento lo que su merced nos encareció, a saber, que ejercite gran cautela respecto a quién evoca y tenga siempre presente lo que el señor Mather escribió en sus acotaciones al... en que representa verazmente tan terrible cosa. Encarézcole no llame a su presencia a nadie que no pueda dominar, es decir, a nadie que pueda conjurar a su vez algún poder contra el cual resulten ineficaces sus más poderosos recursos. Es menester que llame a las Potencias Menores no sea que las Mayores no quieran responderle o le excedan en poder. Me espanta saber que conoce su merced cuál es el contenido de la Caja de Ebano de Ben Zarisnatnik, porque de la noticia deduzco quién le reveló el secreto. Ruégole otra vez que se dirija a mí utilizando el nombre de Jedediah y no el de Simon. Peligrosa es esta ciudad para el hombre que quiere sobrevivir y ya tiene conocimiento su merced de mi plan por medio del cual volví al mundo bajo la forma de mi hijo. Ardo en deseos de que me comunique lo que Sylvanus Codicus reveló al Hombre Negro en su cripta, bajo el muro romano, y le agradeceré me envíe el manuscrito de que me habla.»

Otra misiva, ésta procedente de Filadelfia y carente de firma, provocó igual preocupación, especialmente el siguiente pasaje:

«Tal como me encarece su merced, le enviaré las cuentas sólo por medio de sus naves, aunque nunca sé con certeza cuándo esperar su llegada. Del asunto de que hablamos necesito únicamente una cosa más, pero quiero estar seguro de haber entendido exactamente todas sus recomendaciones. Díceme que para conseguir el efecto deseado no debe faltar parte alguna, pero bien sabe su merced cuán difícil es proveerse de todo lo necesario. Juzgo tan trabajoso como peligroso sustraer la Caja entera, y en las iglesias de la villa (ya sea la de San Pedro, la de San Pablo, la de Santa María o la del Santo Cristo), es de todo punto imposible llevarlo a cabo, pero sé bien que lo que lograra evocar el octubre pasado tenía muchas imperfecciones y que hubo de utilizar innumerables especímenes hasta dar en 1766 con la Forma adecuada. Por todo ello reitero que me dejaré guiar en todo momento por las instrucciones que tenga a bien darme su merced. Espero impaciente la llegada de su bergantín y pregunto todos los días en el muelle del señor Biddle.»

Una tercera carta, igualmente sospechosa, estaba escrita en idioma extranjero y con alfabeto desconocido. En el diario que luego hallara Charles Ward, Smith había reproducido torpemente una determinada combinación de caracteres que vio repetida en ella varias veces. Los especialistas de la Universidad de Brown determinaron que tales caracteres correspondían al alfabeto amhárico o abisinio, pero no lograron identificar la palabra en cuestión. Ninguna de las tres cartas llegó jamás a manos de Curwen, aunque el hecho de que Jedediah Orne desapareciera al poco tiempo de Salem, demuestra que los conjurados de Providence habían tomado ciertas medidas con toda discreción. La Sociedad Histórica de Pensilvania posee también una curiosa carta escrita por un tal doctor Shippen en que se menciona la llegada a Filadelfia por aquel entonces de un extraño personaje. Pero, mientras, algo más importante se tramaba. Los principales frutos de los descubrimientos de Weeden resultaron de las reuniones secretas de marineros y mercenarios juramentados que tenían lugar durante la noche en los almacenes de Brown. Lenta, pero seguramente, se iba elaborando un plan de campaña destinado a eliminar, sin dejar rastro, los siniestros misterios de Joseph Curwen.

A pesar de todas las precauciones adoptadas para que no reparara en la vigilancia de que era objeto, el siniestro personaje debió observar que algo anormal ocurría, ya que a partir de entonces pareció siempre muy preocupado. Su calesa era vista a todas horas en la ciudad y en la carretera de Pawtuxet, y poco a poco fue abandonando el aire de forzada amabilidad con que últimamente había tratado de combatir los prejuicios de la ciudad.

Los vecinos más próximos a su granja, los Fenner, vieron una noche un gran chorro de luz que brotaba de alguna abertura del techo de aquel edificio de piedra que tenía troneras en vez de ventanas, acontecimiento que comunicaron rápidamente a John Brown. Se había convertido éste en jefe del grupo decidido a terminar con Curwen, y con tal fin había informado a los Fenner de sus propósitos, lo cual consideró necesario debido a que los granjeros habían de ser testigos forzosamente del ataque final. Justificó el asalto diciendo que Curwen era un espía de los oficiales de aduanas de Newport, en contra de los cuales se alzaba en aquellos días todo fletador, comerciante o granjero de Providence, abierta o clandestinamente. Si los vecinos de Curwen creyeron o no el embuste, es cosa que no se sabe con certeza, pero lo cierto es que se mostraron más que dispuestos a relacionar cualquier manifestación del mal con un hombre que tan extrañas costumbres demostraba. El señor Brown les había encargado que vigilaran la granja de Curwen y, en consecuencia, le informaban puntualmente de todo incidente que tuviera lugar en la propiedad en cuestión.

<p>4</p>

La probabilidad de que Curwen estuviera en guardia y proyectara algo anormal, como sugería aquel chorro de luz, precipitó finalmente la acción tan cuidadosamente planeada por el grupo de ciudadanos. Según el diario de Smith, casi un centenar de hombres se reunieron a las diez de la noche del 12 de abril de 1771 en la gran sala de la Taberna Thurston, al otro lado del puente de Weybosset Point. Entre los cabecillas, además de John Brown, figuraban el doctor Bowen, con su maletín de instrumental quirúrgico; el presidente Manning sin su peluca (que se tenía por la mayor en las Colonias); el gobernador Hopkins, envuelto en su capa negra y acompañado de su hermano Eseh, al cual había iniciado en el último momento con el consentimiento de sus compañeros; John Carter; el capitán Mathewson y el capitán Whipple, encargado de dirigir la expedición. Los jefes conferenciaron aparte en una habitación trasera, después de lo cual el capitán Whipple se presentó en la sala y dio a los hombres allí reunidos las últimas instrucciones. Eleazar Smith se encontraba con los jefes de la expedición esperando la llegada de Ezra Weeden, que había sido encargado de no perder de vista a Curwen y de informar de la marcha de su calesa hacia la granja.

Alrededor de las diez y media se oyó el ruido de unas ruedas que pasaban sobre el Puente Grande y no hubo necesidad de esperar a Weeden para saber que Curwen había salido en dirección a la siniestra granja. Poco después, mientras la calesa se alejaba en dirección al puente de Muddy Dock, apareció Weeden. Los hombres se alinearon silenciosamente en la calle empuñando los fusiles de chispa, las escopetas y los arpones balleneros que llevaban consigo. Weeden y Smith formaban parte del grupo, y, de los ciudadanos deliberantes, se encontraban allí dispuestos al servicio activo el capitán Whipple, en calidad de jefe de la expedición, el capitán Eseh Hopkins, John Carter, el presidente Manning, el capitán Mathewson y el doctor Bowen, junto con Moses Brown, que había llegado a las once y estuvo ausente, por lo tanto, de la sesión preliminar en la taberna. El grupo emprendió la marcha sin dilación, encaminándose hacia la carretera de Pawtuxet. Poco más allá de la iglesia de Elder Snow, algunos de los hombres se volvieron a mirar la ciudad dormida bajo las estrellas primaverales. Torres y chapiteles elevaban sus formas oscuras mientras que del norte llegaba una suave brisa con regusto a sal. La estrella Vega se elevaba al otro lado del agua, sobre la alta colina coronada de una arboleda interrumpida sólo por los tejados del edificio de la universidad, aún en construcción. Al pie de la colina y en torno a las callejuelas que descendían ladera abajo, dormía la ciudad, la vieja Providence, por cuyo bien y seguridad estaban a punto de aplastar blasfemia tan colosal.

Una hora y cuarto después los expedicionarios llegaban, tal como estaba previsto, a la granja de los Fenner, donde oyeron el informe final acerca de las actividades de Curwen. Había llegado a la granja media hora antes e inmediatamente después había surgido una extraña luz a través del techo del edificio de piedra, aunque las troneras que hacían las veces de ventanas seguían tan oscuras como solían estarlo últimamente. Mientras los recién llegados escuchaban esta noticia se vio otro resplandor elevarse en dirección al sur, con lo cual los expedicionarios supieron sin la menor duda que habían llegado a un escenario donde iban a presenciar maravillas asombrosas y sobrenaturales. El capitán Whipple ordenó que sus fuerzas se dividieran en tres grupos: uno de veinte hombres al mando de Eleazar Smith, que hasta que su presencia fuera necesaria en la granja habría de apostarse en el embarcadero e impedir la intervención de posibles refuerzos enviados por Curwen; un segundo grupo de otros tantos hombres dirigidos por el capitán Eseh Hopkins que se encargaría de penetrar por el valle del río situado a espaldas de la granja y de derribar con hachas, o pólvora en caso necesario, la puerta de roble descubierta por Weeden; y un tercer grupo que atacaría de frente la granja y el edificio contiguo. De este último grupo, una tercera parte, al mando del capitán Mathewson, iría directamente al edificio de piedra, otra tercera parte seguiría al capitán Whipple hasta el edificio principal de la granja, y el resto formaría un círculo alrededor de los dos edificios para acudir al oír una señal de emergencia adonde su presencia se hiciera más necesaria.

El grupo que había de penetrar por el valle derribaría la puerta al oír una única señal de silbato y capturaría todo aquello que surgiera de las regiones inferiores. Al oír dos veces seguidas el sonido del silbato, avanzaría por el pasadizo para enfrentarse al enemigo o unirse al resto del contingente. El grupo encargado de atacar el edificio de piedra interpretaría los sonidos del silbato de manera análoga; al oír el primero derribarían la puerta, y al oír los segundos examinarían cualquier pasadizo o subterráneo que pudieran encontrar y ayudarían a sus compañeros en el combate que suponían habría de tener lugar en esas cavernas. Una tercera señal constituiría la llamada de emergencia al grupo de reserva; sus veinte hombres se dividirían en dos equipos que se internarían respectivamente por la puerta de roble y en el edificio de piedra. La certeza del capitán Whipple acerca de existencia de catacumbas en la propiedad era tan absoluta, que no dudó ni por un momento en tenerla en cuenta al elaborar sus planes. Llevaba con él un silbato de sonido muy agudo para que nadie confundiera las señales. El grupo apostado junto al embarcadero naturalmente no podría oírlo. De requerirse su ayuda, se haría necesario el envío de un mensajero. Moses Brown y John Carter fueron con el capitán Hopkins a la orilla del río mientras que el presidente Manning acompañaba al capitán Mathewson y al grupo destinado a asaltar el edificio de piedra. El doctor Bowen y Ezra Weeden se unieron al destacamento de Whipple que tenía a su cargo el ataque al edificio central de la granja. La operación comenzaría tan pronto como un mensajero del capitán Hopkins hubiera notificado al capitán Whipple que el grupo del río estaba en su puesto. Whipple haría sonar entonces el silbato y los grupos atacarían simultáneamente los tres puntos convenidos. Poco antes de la una de la madrugada, los tres destacamentos salieron de la granja de Fenner, uno en dirección al embarcadero, otro en dirección a la puerta de la colina, y el tercero, tras subdividirse, en dirección a los edificios de la granja de Curwen.

Eleazar Smith, que acompañaba al grupo que se dirigía al embarcadero, registra en su diario una marcha silenciosa y una larga espera en el arrecife que se yergue sobre la bahía. Luego se oyó la señal de ataque, seguida de una explosión de aullidos y de gritos. Un hombre creyó oír algunos disparos, y el propio Smith captó acentos de una voz atronadora que resonaba en el aire. Poco antes del amanecer, un aterrorizado mensajero con los ojos desorbitados y las ropas impregnadas de un hedor espantoso y desconocido se presentó ante el grupo y dijo a los hombres que regresaran silenciosamente a sus hogares y no volvieran a pensar jamás en lo que había sucedido aquella noche ni en la persona de Joseph Curwen. El aspecto del mensajero produjo en aquellos seres una impresión que sus palabras no habrían podido causar por sí solas; a pesar de ser un marinero conocido por la mayoría de ellos, algo oscuro había perdido o ganado su alma, algo que le situaba en un mundo aparte. Y lo mismo ocurrió más tarde cuando encontraron a otros antiguos compañeros que se habían adentrado en las regiones del horror. La mayoría de ellos habían adquirido o perdido algo misterioso o indescriptible. Habían visto, oído o captado algo que no estaba destinado al entendimiento humano y no podían olvidarlo. Jamás hablaron entre ellos de lo sucedido, porque hasta para el más común de los instintos mortales existen fronteras insalvables. En cuanto al grupo del embarcadero, el espanto indecible que les transmitió aquel único mensajero selló también sus labios. Pocos son los rumores que de ellos proceden y el diario de Eleazar Smith es el único testimonio escrito que dejó todo aquel cuerpo de expedicionarios.

Charles Ward, sin embargo, descubrió otra vaga fuente de información en algunas cartas de los Fenner que encontró en New London, donde sabía que había vivido otra rama de la familia. Parece ser que los vecinos de Curwen, desde cuya casa era visible la granja condenada, habían presenciado la partida de las columnas expedicionarias y habían oído claramente los furiosos ladridos de los perros sucedidos por la explosión que precipitó el ataque. A aquella primera explosión habían seguido la elevación de un gran chorro de luz procedente del edificio de piedra, y, poco después, el resonar de disparos de mosquetón y de escopeta acompañados de unos horribles gritos que el autor de la carta, Luke Fenner, había reproducido por escrito del siguiente modo: «Whaaaaarrr... Rwhaaarrr». Eran aquellos gritos, sin embargo, de una calidad que la simple escritura no podía reproducir, y el corresponsal mencionaba el hecho de que su madre se había desmayado al oírlos. Más tarde se repitieron con menos fuerza, mezclados esta vez con otros disparos y una sorda explosión que tuvo lugar al otro lado del río, Alrededor de una hora después todos los perros empezaron a ladrar espantosamente y la tierra pareció estremecerse hasta el punto de que los candelabros oscilaron sobre la repisa de la chimenea. Se percibió un intenso olor a azufre y, según el padre de Luke Fenner, fue entonces cuando se oyó la tercera señal, es decir, la de emergencia, aunque el resto de la familia no llegó a percibirla. Volvieron a sonar disparos sucedidos ahora por un grito menos agudo pero mucho más horrible de los que le habían precedido, una especie de tos gutural, de gorgoteo indescriptible que si se juzgó grito, fue más por su continuidad y por el impacto sicológico que causara, que por su valor acústico real.

Luego se vio una forma envuelta en llamas en los alrededores de la granja de Curwen y se oyeron gritos de hombres aterrorizados. Los mosquetones volvieron a disparar y la forma flamígera cayó al suelo. Apareció después una segunda forma envuelta en fuego, y se oyó claramente un débil grito humano. Fenner, según dice en su carta, pudo murmurar, entre el horror que sentía, unas cuantas palabras: «Señor Todopoderoso, protege a tu cordero». Siguieron más disparos y la segunda forma se desplomó. Se hizo entonces un silencio que duró casi tres cuartos de hora. Al cabo de este tiempo el pequeño Arthur Fenner, hermano de Luke, dijo ver «una niebla roja» que ascendía hacia las estrellas desde la granja maldita. Nadie más que el chiquillo fue testigo del hecho, pero Luke admitía que en aquel mismo instante se arquearon los lomos y se erizaron los cabellos de los tres gatos que se encontraban en la habitación.

Cinco minutos después sopló un viento helado y el aire se llenó de un hedor tan insoportable que sólo la fuerte brisa del mar pudo impedir que fuera captado por el grupo apostado junto al embarcadero o por cualquier ser humano despierto en la aldea de Pawtuxet. El hedor no se parecía a ninguno de los que Fenner hubiera conocido basta entonces y producía una especie de miedo amorfo, penetrante, mucho más intenso que el que puede causar una tumba o un osario. Casi inmediatamente resonó aquella espantosa voz que ninguno de los que la oyeron pudieron olvidar jamás. Atronó el aire e hizo rechinar los cristales de las ventanas mientras sus ecos se apagaban. Era profunda y musical, poderosa como un órgano, pero maldita como los libros prohibidos de los árabes. Ningún hombre pudo interpretar lo que dijo porque habló en un idioma desconocido, pero Luke Fenner trató de reproducirlo así: «DESMES... JESHET... BONEDOSEFEDUVEMA... ENTTEMOSS». Hasta el año 1919 nadie relacionó aquella burda transcripción con ninguna fórmula conocida, pero Ward palideció al reconocer en ella lo que Mirándola había denunciado, con un estremecimiento, como la más terrorífica de las invocaciones de la magia negra.

Un coro de gritos inconfundiblemente humanos pareció responder a aquella maligna invocación desde la granja de Curwen, después de lo cual el misterioso hedor se mezcló con otro igualmente insoportable. Un aullido distinto del griterío anterior se dejo oír entonces, subiendo y bajando de tono en indescriptibles paroxismos. A veces se hacía casi articulado, aunque ninguno de los que lo oían pudieron captar ni una sola palabra conocida, y en un momento determinado pareció acercarse a los límites de una risa histérica y diabólica. Luego, un alarido aterrorizado y demente surgió de numerosas gargantas humanas, un alarido que se oyó fuerte y claro a pesar de que evidentemente surgía de enormes profundidades. A continuación, la oscuridad y el silencio lo envolvieron todo. Unas espirales de humo acre ascendieron hasta las estrellas aunque no se vio rastros de fuego, ni se observó al día siguiente que ningún edificio hubiera desaparecido o resultado dañado en su estructura.

Hacia el amanecer, dos asustados mensajeros con las ropas impregnadas de un hedor monstruoso e inclasificable, llamaron a la puerta de los Fenner y pidieron un barrilillo de ron que pagaron a muy buen precio, por cierto. Uno de ellos le dijo a la familia que el caso de Joseph Curwen estaba resuelto y que los acontecimientos de aquella noche no volverían a mencionarse nunca. En definitiva, el único testimonio que queda de lo que se vio y oyó en aquella noche son las furtivas cartas de Luke Fenner, quien por cierto, daba en ellas instrucciones a su pariente para que las destruyera no bien las hubiera leído. El hecho de que éste no obedeciera su orden impidió que el asunto cayera en un total y misericordioso olvido. Tras interrogar detenidamente a los habitantes de Pawtuxet guiado del deseo de descubrir tradiciones ancestrales, Charles Ward añadió un detalle más a lo que había averiguado por medio de estas cartas. Un anciano llamado Charles Slocum le confió que su abuelo le había hablado de un rumor que corrió por entonces por el pueblo y según el cual, una semana después de que se anunciara la muerte de Joseph Curwen, fue hallado en medio del campo un cadáver desfigurado por las llamas. Lo sorprendente de este rumor era que ese cuerpo, en la medida que podía deducirse del estado en que se hallaba, no era ni enteramente humano ni semejante a ningún animal de que vecino alguno de Pawtuxet tuviera la menor noticia.

<p>5</p>

Ninguno de los hombres que participaron en aquella terrible expedición volvió a decir jamás una sola palabra acerca de ella, y los vagos datos que se conocen hoy proceden de personas ajenas al grupo de conjurados. Hay algo estremecedor en el cuidado con que los expedicionarios destruyeron todo lo que aludía, de cerca o de lejos, al asunto.

Ocho marineros resultaron muertos, pero aunque los cuerpos no fueron entregados nunca a sus familiares, estos quedaron satisfechos con la explicación de que había tenido lugar un enfrentamiento con los aduaneros. La misma explicación justificó los numerosos casos de heridas, todas ellas atendidas y vendadas por el doctor Jabez Bowen, que había acompañado a la expedición. Más difícil de explicar resultó aquel hedor indecible adherido al cuerpo de todos los expedicionarios, cosa que se comentó durante semanas enteras. De los cabecillas de aquella partida, el capitán Whipple y Moses Brown resultaron gravemente heridos. Varias cartas escritas por sus esposas atestiguan el desconcierto que produjo en ellas la reticencia de sus maridos respecto a sus venda]es. Lo cierto es que todos los participantes recibieron una fuerte impresión. Por suerte eran hombres de acción y de convicciones religiosas simples y ortodoxas, pues de haber sido más introspectivos y dados a las complicaciones mentales, sin duda habrían caído enfermos. El más afectado fue el presidente Manning, pero incluso él llegó, según parece, a superar aquellos negros recuerdos a base de plegarias. Todos los jefes de aquella expedición intervinieron más tarde en hechos decisivos y es probablemente muy afortunado que así fuera. Poco más de un año después de aquel asalto, el capitán Whipple encabezó el grupo que incendió la nave aduanera Gaspee, hazaña que sin duda contribuyó a borrar el recuerdo de las terribles imágenes que pudieran sobrevivir en su memoria.

A la viuda de Joseph Curwen le fue entregado un ataúd sellado, de plomo y de raro diseño, que había sido hallado en la granja y que contenía, según dijeron, el cadáver de su marido. Le explicaron que había muerto en lucha con los aduaneros y que no convenía dar más detalles acerca del acontecimiento. Nadie se atrevió a hablar del fin de Joseph Curwen, y Charles Ward contó con un solo indicio para elaborar su teoría. Ese indicio era vago en extremo y consistía en un pasaje subrayado de aquella carta que Jedediah Orne había enviado a Curwen, carta que había sido confiscada y que Ezra Weeden había copiado en parte. Dicha copia se hallaba ahora en posesión de los descendientes de Smith y a nosotros nos toca decidir si Weeden se la entregó a su compañero después del ataque a la granja, como testimonio de la anormalidad de lo que había ocurrido, o si, como es más probable, Smith la tenía ya en su poder anteriormente y la había subrayado después de sonsacar a su amigo interrogándole sabiamente. El pasaje subrayado decía:

«Encarézcole no llame a su presencia a nadie que no pueda dominar, es decir, a nadie que pueda conjurar a su vez algún poder contra el cual resulten ineficaces sus más poderosos recursos.»

A la luz de este pasaje y pensando en los enemigos innombrables que un hombre acosado podía invocar en su ayuda, Charles Ward pudo muy bien preguntarse si fue en verdad algún ciudadano de Providence quien mató a Joseph Curwen.

La eliminación deliberada de todo lo que en los anales de Providence pudiera recordar al muerto, quedó grandemente facilitada por la influencia de los cabecillas de la expedición, si bien estos no se propusieron en un primer momento ser tan exhaustivos. Ocultaron a la viuda, al padre y a la hija de ésta, la verdad de lo ocurrido, pero el capitán Tillinghast era hombre astuto y no tardaron en llegar a sus oídos rumores que le llenaron de horror y le impulsaron a solicitar el cambio de nombre para su hija y para su nieta. Quemó además la biblioteca de su yerno y todos los documentos y borró la inscripción que figuraba en la lápida de su tumba. Conocía perfectamente al capitán Whipple y probablemente logró extraer de aquel rudo marino más información que ninguna otra persona acerca del misterioso fin del siniestro brujo.

A partir de entonces, se trató por todos los medios de borrar la memoria de Curwen, tarea que llegó a alcanzar, por común acuerdo, a los archivos oficiales de la ciudad y a los de la Gazette. Sólo puede compararse aquel afán, en espíritu, al baldón que recayó sobre el nombre de Oscar Wilde durante la década siguiente a su desgracia, y, en extensión, a la suerte de aquel pecador Rey de Runagur del cuento de Lord Dunsany, al cual los dioses condenaron no solamente a dejar de ser sino también a dejar de haber sido.

La señora Tillinghast, nombre con que se conoció a la viuda a partir de 1772, vendió la casa de Olney Court y vivió con su padre en Powers Lane hasta su fallecimiento, ocurrido en 1817. La granja de Pawtuxet, rehuida por todos, permaneció solitaria a lo largo de los años y empezó a desmoronarse con increíble rapidez. En 1780 sólo quedaban en pie las paredes de piedra y de mampostería, y en 1800 el lugar era un montón de ruinas. Nadie osaba traspasar la barrera de arbustos que se alzaba en la ladera donde se había descubierto la puerta de roble, ni nadie trató en mucho tiempo de hacerse una idea definitiva del escenario que vio a Joseph Curwen partir de los horrores que él mismo había provocado.

Sólo se oyó en cierta ocasión al capitán Whipple murmurar para su capote: «¡Maldito sea ese...! No tenía derecho a reír mientras gritaba. Era como si el muy... tuviera algún secreto. No quemé su... casa por un pelo.»

<p><cite></cite>Una Búsqueda Y Una Invocación</p>
<p>1</p>

Charles Ward, como hemos visto, averiguó en 1918 que descendía de Joseph Curwen. No es de extrañar que inmediatamente brotara en él un profundo interés por todo lo relacionado con ese misterio, ya que los vagos rumores que había oído acerca de aquel personaje habían adquirido para él una importancia vital desde el momento en que supo que por las venas de ambos corría la misma sangre. Ningún genealogista que se preciara podía por menos de iniciar una búsqueda ávida y sistemática de todo lo relativo a Curwen.

En sus primeras investigaciones no manifestó la menor tentativa de guardar el secreto, de modo que incluso el doctor Lyman vacila en fechar los comienzos de la locura del joven en un período anterior a 1919. Hablaba libremente con su familia —aunque a su madre no le complacía demasiado tener un antepasado como Curwen— y con los funcionarios de los diversos museos y bibliotecas que frecuentaba. Al acudir a los particulares en demanda de datos o documentos, no ocultaba el objeto de sus pesquisas y compartía el divertido escepticismo con que eran considerados los relatos de los autores de diarios y cartas. Pero sí solía expresar una seria curiosidad por lo que realmente había ocurrido hacía siglo y medio en la granja de Pawtuxet, cuyo emplazamiento trató inútilmente de localizar, y por averiguar qué clase de individuo había sido Joseph Curwen.

Cuando dio con el diario y los archivos de Smith y encontró la carta de Jedediah Orne, decidió visitar Salem e investigar cuáles habían sido las actividades desarrolladas allí por Curwen, cosa que llevó a cabo durante las vacaciones de Pascua de 1919.

En el Instituto Essex, que conocía de anteriores estancias en la antigua ciudad puritana de chapiteles ruinosos y tejados arracimados, fue recibido muy amablemente. Allí tuvo ocasión de descubrir una gran cantidad de datos acerca de su antepasado. Descubrió que había nacido el 18 de febrero de 1662 en Salem-Village, pueblo que actualmente lleva el nombre de Danvers y que está situado a unas siete millas de la ciudad, y que se había embarcado a la edad de quince años para regresar con el habla, el vestir y los modales de un inglés en 1686, fecha en que se estableció en Salem. En aquella época apenas se relacionaba con su familia y pasaba la mayor parte del tiempo enfrascado en la lectura de libros que había traído de Europa y experimentando con extraños productos químicos que le llegaban en barcos procedentes de Inglaterra, Francia y Holanda. Ciertos viajes suyos por la región fueron objeto de muchos comentarios y se asociaban con vagos rumores que hablaban de fogatas que ardían por la noche en las colinas.

Los únicos amigos íntimos de Curwen habían sido un tal Edward Hutchinson, de Salem-Village, y un tal Simon Orne, de Salem. Se les veía a menudo conferenciando por los alrededores del parque y las visitas entre ellos no eran menos frecuentes. Hutchinson poseía una casa en las cercanías del bosque y se decía que por la noche se oían en ella ruidos muy extraños. Se comentaba también que recibía muchos visitantes de apariencia rara en extremo y que las luces de sus ventanas no eran siempre del mismo color. Los conocimientos que revelaba acerca de personas que habían muerto hacía mucho tiempo y de acontecimientos pretéritos, se consideraban claramente sospechosos. Hutchinson desapareció en la época del gran pánico de Salem y nunca volvió a saberse de él. También Joseph Curwen se marchó en esa misma época, pero al poco se supo que se había establecido en Providence. Simon Orne vivió en Salem hasta 1720, cuando empezó a llamar la atención el hecho de que no envejeciera. En aquella fecha desapareció, pero treinta años después se presentó un hijo suyo a reclamar sus propiedades. La reclamación prosperó debido a que los documentos, de puño y letra de Simon Orne, no dejaban lugar a dudas respecto a su autenticidad. Jedediah Orne vivió en Salem hasta 1771, cuando ciertas cartas de un grupo de ciudadanos de Providence destinadas al Reverendo Thomas Barnard y a otros hombres de influencia provocaron su salida de la ciudad con rumbo desconocido.

En el Instituto Essex, el Ayuntamiento y la Oficina del Registro de la Propiedad había ciertos documentos relativos a estos extraños sucesos, algunos de ellos tan inofensivos como pueden ser un título de propiedad o una factura de venta, y otros de naturaleza más misteriosa. En los archivos en que se guardaba toda la documentación relativa a los procesos por brujería, había cuatro o cinco alusiones inconfundibles. Por ejemplo, el testimonio que prestó un tal Hepzibah Lawson el día 10 de julio de 1692 ante el Tribunal de Oyer y Terminen presidido por el Juez Hawthorne y según el cual «cuarenta brujas y el Hombre Negro se reunieron en los bosques situados detrás de la casa del señor Hutchinson». Un hombre llamado Amity How declaró por su parte en la sesión del 8 de agosto ante el juez Gedney que «El señor G. B. (George Burroughs) fue marcado por el diablo la misma noche que lo fueron Bridget S., Jonathan A., Simon O., Deliverance W., Joseph C., Susan P., Mehitable C., y Deborah B.». Existía también un catálogo de la biblioteca de Hutchinson tal como se había encontrado ésta después de la desaparición de su dueño, y un manuscrito sin terminar, escrito por el propio Hutchinson en una clave que nadie pudo descifrar. Ward hizo sacar una copia del manuscrito y empezó a trabajar en la clave. A partir del mes de agosto su tarea fue cada vez más intensa y febril, y, a juzgar por su conducta y sus palabras, puede suponerse que logró descifrarla en octubre o noviembre de aquel mismo año. Sin embargo, Ward no dijo nunca nada concreto al respecto.

Pero el material de mayor y más inmediato interés era el relativo a Orne. Ward no tuvo gran dificultad en demostrar por medio de la caligrafía una cosa que ya había dado por supuesta después de leer la carta dirigida a Curwen, es decir, que Simon Orne y su pretendido hijo eran la misma persona. Tal como le decía Orne a su amigo en la misiva, consideraba peligroso seguir viviendo en Salem, y, en consecuencia, decidió pasar treinta años en el extranjero y volver a reclamar sus propiedades como representante de una nueva generación de la familia. Orne se había tomado el trabajo de destruir la mayor parte de su correspondencia, pero los ciudadanos que decidieron pasar a la acción en 1771 encontraron y conservaron unas cuantas cartas y documentos que despertaron su curiosidad.

Eran fórmulas crípticas y diagramas escritos por diferente mano, fórmulas y diagramas que Ward hizo copiar o fotografiar cuidadosamente. Halló también una carta sumamente misteriosa que reconoció inmediatamente como de puño y letra de Joseph Curwen.

Esta carta de Curwen, aunque sin constancia del año en que fue escrita, no podía ser evidentemente la que dio lugar a la respuesta de Orne que había ido a caer en manos de Ezra Weeden. Tras estudiarla cuidadosamente, Ward la fechó alrededor de 1750. No estará de más reproducir aquí el texto completo como muestra del estilo de un hombre de tan terrible y misteriosa historia. El destinatario era un tal «Simon», pero el nombre aparece siempre tachado (Ward no podía decir si por obra de su antepasado o del mismo Orne).

Providence, 1 mayo

Hermano:

A mi honorable y viejo amigo y con el debido respeto hacia Aquel que servimos para su eterno Poder. Diríjome a su merced para informarle de lo que debe saber en lo tocante al Ultimo Extremo y qué hacer llegado el momento. No está en mi ánimo abandonar esta ciudad ya que Providence no juzga con la dureza de otras partes las materias que se salen de lo común. Encuéntrome atado por naves y mercancías y no puedo obrar por ello como hizo su merced, a más de lo que mi granja de Pawtuxet esconde en sus entrañas y que no esperaría mi vuelta bajo la forma de Otro.

Pero estoy igualmente prevenido para el día en que la suerte me abandone y heme afanado largo tiempo por hallar la manera de regresar luego del Trance. Topéme anoche con las palabras que traen la presencia de YOGGESOTHOTHE y vi por primera vez aquel rostro de que habla Ibn Schacabac en el... Y dijo que el Salmo III del Liber Damnatus encierra la Clave. Con el Sol en la V Casa y Saturno en la III es menester dibujar el Pentágono de fuego y recitar tres veces el Versículo Noveno. Y de las semillas de lo Viejo nacerá lo Nuevo que mirará hacia atrás sin saber qué buscar.

Nada de esto ocurrirá si no tengo Heredero y si las Sales o el método para fabricarlas no están dispuestos para él. Y llegado a este punto, confieso a su merced no haber dado todos los pasos necesarios ni hallado lo suficiente. Prolóngase el proceso de fabricación y hácese de día en día más difícil reunir y almacenar los especímenes necesarios para ello, a pesar de lo mucho que me hago traer de las Indias.

Muestran curiosidad mis vecinos, aunque hasta el momento he conseguido contenerla. Son en esto los caballeros peores que los plebeyos por ser aquéllos más sosegados en sus juicios y más dignos de crédito. Mucho me temo que hayan hablado ya Parson y Merritt, empero hasta el momento me considero a salvo. Las sustancias químicas necesarias son fáciles de obtener por haber en la ciudad dos buenas boticas, la del doctor Bowen y la de Sam Carew. Guíome siempre por lo que aconseja Borellus y recurro con frecuencia al Libro VII de Abdul Al-Hazred. Lo que descubra se lo comunicaré a su merced. Encarézcole se sirva mientras tanto de las Invocaciones que le envío. Si desea verle a El, utilice su merced la fórmula que le envío junto con esta carta. Recite sus versos cada Noche de Difuntos y cada Noche de Viernes Santo y si los lee como es menester, Uno vendrá en años futuros que mirara hacia atrás y que se valdrá de las Sales que su merced haya dejado, Job XIV, XIV.

Mucho me alegra saber que se halla su merced otra vez en Salem y espero tener muy pronto el placer de verle. Tengo un buen caballo de tiro y es muy probable que compre pronto un coche. Hay uno ya en Providence (el del señor Merritt) aunque los caminos son muy malos. Si se determina a venir, tome su merced la diligencia de Boston que pasa por Dedham, Wrentham y Attleborough. En todas estas villas hay buenas Posadas. Recomiéndole que duerma en Wrentham en la Posada del señor Bolcom; las camas son mejores que en la Posada del señor Hatch. Coma empero en esta Ultima porque la cocina es mejor. Si entra en Providence cruzando las cascadas de Patucket y por el camino donde se halla la Taberna del señor Sayles, hallará mi casa fácilmente. Se encuentra frente a la Posada del señor Epenetus Olney, en Town Street y en la acera norte de Olney’s Court. La distancia desde Boston es de unas XLIV millas.

Su sincero amigo y Servidor en Almonsin-Metraton,

JOSEPHUS C.

Simon Orne

William’s Lane

Salem

Aquella carta permitió a Ward localizar exactamente el hogar de Curwen en Providence, ya que ninguno de los documentos que había encontrado hasta entonces daba datos tan concretos. El hallazgo resultó aún más sorprendente porque aquella casa, que había construido su antepasado en 1761 en el solar de otra más antigua, seguía aún en pie en Olney Court y ya la conocía gracias a sus frecuentes paseos por Stampers Hill.

De hecho se encontraba a muy poca distancia de su hogar y estaba habitada por una familia negra muy apreciada para trabajos domésticos tales como lavar la ropa, limpiar o atender a los servicios de calefacción. El hecho de encontrar en la lejana Salem datos sobre aquella casa que tanto había significado en la historia de su propia familia, impresionó profundamente a Ward, quien decidió explorarla inmediatamente después de su regreso a Providence. Los párrafos más misteriosos de la carta, que interpretó como simbólicos, le desconcertaron totalmente aunque cayó en la cuenta con un estremecimiento de curiosidad de que el pasaje de la Biblia que en ella se citaba —Job, 14, 14— era el versículo que dice: «Si muere un varón, ¿revivirá? Todos los días de mi servicio esperaría hasta que llegase mi relevo.»

<p>2</p>

El joven Ward llegó pues a Providence en un estado de agradable excitación y pasó el sábado siguiente en prolongado y exhaustivo estudio de la casa de Olney Court. El edificio, ahora en muy mal estado, no había sido nunca una mansión. Era sencillamente un caserón de madera de dos pisos y de estilo colonial con tejado puntiagudo, amplia chimenea central y porche adornado con columnas dóricas. Externamente había sufrido muy pocas alteraciones, y Ward, al mirarlo, tuvo plena conciencia de que contemplaba algo relacionado muy de cerca con el siniestro objetivo de su investigación.

Conocía a la familia negra que habitaba la casa y fue cortésmente invitado a visitar el interior por el viejo Asa y su fornida esposa, Hannah. Había dentro más cambios de los que hacía sospechar el exterior y Ward vio con decepción que los frisos de volutas y las alacenas y armarios empotrados habían desaparecido, mientras que el revestimiento de madera de las paredes estaba marcado, arañado, mellado, o sencillamente cubierto por papel pintado de la más baja calidad. En general la visita no resultó tan productiva como Ward había esperado, pero al menos sintió una gran emoción al hallarse entre aquellos muros ancestrales que habían alojado a Joseph Curwen, hombre que tanto horror despertara entre sus conciudadanos. Comprobó con un sobresalto de emoción que alguien había borrado cuidadosamente las iniciales del antiguo llamador de bronce.

A partir de aquel momento y hasta que terminó el curso, Ward se dedicó al estudio de la copia del manuscrito de Hutchinson y de los datos relativos a Curwen. La clave del manuscrito se le resistía, pero logró encontrar tantas referencias y tantos indicios acerca de dónde continuar buscando, que decidió efectuar un viaje a New London y a Nueva York para consultar documentos antiguos que se conservaban en esas dos ciudades.

Dicho viaje fue muy fructífero pues le permitió localizar las cartas de los Fenner, con su terrible descripción del asalto a la granja de Pawtuxet, y la correspondencia Nightingale-Talbot por la cual se enteró de la existencia del retrato pintado en un panel de la biblioteca de Curwen. El asunto del retrato le interesó de modo especial pues deseaba saber cómo había sido físicamente su antepasado. Decidió efectuar, pues, una segunda visita a la casa de Olney Court, por si le era posible descubrir algo que le hubiera pasado inadvertido en la primera.

Aquella segunda visita tuvo lugar a primeros de agosto. Ward revisó en aquella ocasión con sumo cuidado las paredes de todas las habitaciones que por su tamaño hubiesen podido albergar la biblioteca de Curwen. Prestó especial atención a los paneles de madera que quedaban, en su mayor parte cubiertos por sucesivas capas de pintura, y al cabo de una hora sus esfuerzos se vieron recompensados al descubrir en una de las habitaciones más espaciosas una zona de pared más oscura que las otras y, precisamente, situada encima de la chimenea. Al rasparla cuidadosamente con un cuchillo, descubrió que había dado con un retrato al óleo de gran tamaño. No se atrevió el joven a seguir raspando por miedo a dañar el cuadro, y decidió pedir ayuda a un experto. Al cabo de tres días regresó con un artista muy ducho en esas artes, un tal Walter Dwight cuyo estudio se encuentra muy cerca del College Hill, e inmediatamente dio comienzo el restaurador a su tarea con las sustancias químicas y los métodos apropiados. El viejo Asa y su esposa estaban muy excitados con todas aquellas idas y venidas, y fueron adecuadamente recompensados por la invasión que había sufrido su hogar.

A medida que los trabajos de restauración progresaban, Charles Ward fue contemplando con creciente interés las líneas y las sombras paulatinamente desveladas tras el largo olvido en que habían estado sumidas. Dwitght había empezado por la parte inferior y, dado el tamaño del cuadro, el rostro no apareció hasta transcurrido algún tiempo. Entretanto, podía verse que el retratado era un hombre enjuto y bien formado, vestido con casaca azul marino, chaleco bordado y medias de seda blanca. Estaba sentado en un sillón de madera tallada y tras él se abría una ventana hacia un fondo de muelles y de naves. Cuando salió a la luz la cabeza, constataron que llevaba una peluca cuidadosamente peinada.

El rostro, delgado y de expresión tranquila, les pareció vagamente familiar, pero hubieron de pasar muchos días antes de que el restaurador y su cliente quedaran atónitos ante los detalles de aquella cara enjuta y pálida y reconocieran, no sin un toque de espanto, la dramática broma que las leyes de la herencia habían gastado al joven Ward. Porque con el postrer baño de aceite y el último raspado, salió a la luz finalmente la expresión por tantos años oculta, y el joven Charles Dexter Ward, habitante del pasado, reconoció sus propios rasgos en el semblante de su horrible antepasado.

Llevó a sus padres a ver la maravilla que había descubierto y, nada más verlo, decidió el señor Ward adquirir el retrato a pesar de estar éste pintado sobre un panel de madera que habría que arrancar. El parecido con el muchacho, aunque los rasgos estaban más formados por la edad, era asombroso. Después de siglo y medio, una jugarreta de las leyes genéticas había producido un doble exacto de Joseph Curwen en la persona de Ward. La madre de éste, sin embargo, no se parecía a su antepasado aunque sí recordaba a algunos parientes que guardaban una gran semejanza tanto con su hijo como con el malhadado Curwen. No le gustó a ella aquel descubrimiento y trató de convencer a su marido de que sería mejor quemar el cuadro. Veía en él algo maligno, no sólo intrínsecamente, sino también en el parecido que mostraba con el hijo. Pero el señor Ward —un fabricante de tejidos de algodón que poseía varios talleres de hilados en Riverpoint, en el valle de Pawtuxet— era hombre práctico poco dado a prestar oídos a escrúpulos de mujeres. El cuadro le había impresionado profundamente por el parecido con su hijo y pensó que el muchacho lo merecía como regalo. Resulta innecesario decir que Charles compartía la opinión de su padre, y unos días después, el señor Ward localizaba al propietario de la casa, un hombre de facciones ratoniles y acento gutural, y se hacía con el panel en cuestión a cambio de una cantidad que él mismo fijó para cortar un torrente de untuoso regateo.

Quedaba ahora la tarea de arrancar el panel y trasladarlo a la casa familiar, donde quedaría instalado en el estudio biblioteca de Charles, situado en el tercer piso. El propio joven quedó encargado de supervisar el traslado y con tal fin el 28 de agosto acompañó a dos empleados de la firma Crooker, expertos en decoración, a la casa de Olney Court.

El panel fue arrancado cuidadosamente para ser transportado por el camión de la compañía. Detrás quedó al descubierto un saliente de mampostería que señalaba el curso que seguía la campana de la chimenea, y en él descubrió el joven Ward una pequeña cavidad situada inmediatamente detrás del lugar que había ocupado la cabeza del retratado. La examinó impulsado por la curiosidad y al mirar en su interior halló bajo una gruesa capa de polvo unos cuantos papeles amarillentos, un grueso libro de notas y unos jirones de seda que debían haber servido para atar unos y otros. Tras limpiarlos de polvo y de cenizas, leyó la inscripción que figuraba en las tapas del libro. En caligrafía que había aprendido a reconocer en el Instituto Essex, decía: Diario y notas de Joseph Curwen, Caballero de Providence, natural de Salem.

Profundamente excitado por su descubrimiento, Ward mostró el libro a los dos empleados que se hallaban a su lado. El testimonio de éstos acerca de la naturaleza y la autenticidad del hallazgo es decisivo, y el doctor Willett se apoya en él para construir su teoría según la cual el joven no estaba loco cuando empezó a demostrar su condición de excéntrico. El resto de los documentos eran asimismo de puño y letra de Curwen. Uno de ellos parecía especialmente portentoso debido a la inscripción que lo encabezaba y que decía así: «Al que Vendrá Después. Cómo podrá trasladarse a través del tiempo y de las esferas». Otro de los documentos estaba escrito en clave y Ward deseó interiormente que fuera la misma del manuscrito de Hutchinson que tantos quebraderos de cabeza le estaba proporcionando. Un tercer documento, constató el joven con júbilo, parecía contener la explicación de la clave, en tanto que el cuarto y quinto iban dirigidos respectivamente a «Edw. Hutchinson, Hidalgo» y «Jedediah Orne, Cab», «o a sus herederos o herederas o a aquellos que les representen». El sexto y último llevaba la inscripción, «Joseph Curwen. Su Vida y Sus Viajes Entre 1678 y 1687. De los Lugares que Visitó, de lo que Vio, y de lo que Aprendió.»

<p>3</p>

Hemos llegado al momento a partir da cual la escuela más conservadora de médicos alienistas fecha la locura de Charles Ward. Al efectuar su descubrimiento, el joven hojeó inmediatamente las páginas del libro y de los manuscritos y, evidentemente, vio algo que le produjo una tremenda impresión. De hecho, al mostrar los títulos a los empleados pareció cuidarse mucho de que no vieran el texto del interior, manifestando un profundo desasosiego que la importancia del hallazgo desde el punto de vista de la genealogía o la historia no bastaba para explicar. Al regresar a su casa, dio cuenta de la noticia con cierta turbación, como si quisiera dar a entender la importancia del descubrimiento sin tener que verse obligado a demostrarla. Ni siquiera mostró los títulos a sus padres. Se limitó a decirles que había encontrado algunos documentos de puño y letra de Joseph Curwen, «la mayoría de ellos en clave», los cuales tendría que estudiar minuciosamente antes de pronunciarse acerca de su verdadero significado. Es muy probable que tampoco hubiera mostrado su hallazgo a los obreros que levantaban el cuadro de no ser por la excitación que le embargó en ese preciso momento. Una vez hecho, es indudable que trató por todos los medios de ocultar una curiosidad que pudiera contribuir a que el asunto se comentara.

Aquella noche Charles Ward no se acostó. Pasó hora tras hora leyendo los documentos y el libro recién descubiertos, y cuando se hizo de día, continuó leyendo. Por petición suya se le enviaron las comidas a su habitación y sólo salió de ésta por unos momentos cuando llegaron los obreros encargados de instalar en su estudio el panel con el retrato. A la noche siguiente durmió vestido y sólo unas pocas horas, en las que interrumpió su enfebrecido descifrar del manuscrito. Por la mañana su madre le vio trabajando en la copia del documento de Hutchinson, el cual le había mostrado su hijo con frecuencia, pero en respuesta a sus preguntas, éste se limitó a decir que la clave de Curwen no servía para descifrarlo. Esa tarde abandonó su tarea para contemplar fascinado a los obreros que habían venido a instalar el cuadro. Habían colocado estos el panel sobre una chimenea falsa dotada de un fuego eléctrico que daba la impresión de ser real, encajándolo en un marco que hacía luego con el revestimiento de madera de la habitación. Lo habían serrado y sujetado a la pared por medio de bisagras dejando un espacio vacío detrás a modo de alacena. Cuando, una vez terminada su tarea se marcharon los obreros, el joven se sentó delante del retrato con la mitad de su atención concentrada en el manuscrito y la otra mitad en el cuadro que parecía devolverle su propia imagen como si de un espejo se tratara. Sus padres, al recordar su conducta durante aquel período, proporcionan muchos detalles interesantes acerca del secreto con que Charles envolvía a sus estudios. Delante de los criados raramente escondía el manuscrito que estuviera estudiando ya que presumía que la intrincada y arcaica caligrafía de Curwen no podía estar a su alcance. Con sus padres, sin embargo, era más circunspecto y a menos que el manuscrito en cuestión estuviese en clave o fuera sencillamente una masa de jeroglíficos desconocidos (como el titulado «Al que Vendrá Después...».) lo tapaba con un papel hasta que el visitante se había marchado. Por la noche cerraba bajo llave los documentos en cuestión, que guardaba en el cajón de una antigua consola, y lo mismo hacía cada vez que abandonaba su estudio. No tardó en volver a su horario y hábitos normales, pero sus largos paseos quedaron interrumpidos. La reanudación de las clases no pareció ser de su agrado y frecuentemente declaraba su intención de no volver a asistir a ellas. Tenía, según afirmaba, que llevar a cabo importantes investigaciones, las cuales le proporcionarían más conocimientos que los que pudiera darle cualquier universidad del mundo.

Naturalmente, sólo alguien que había sido siempre más o menos estudioso, excéntrico y solitario podía seguir aquel rumbo durante muchos días sin llamar la atención. Ward era por naturaleza investigador y eremita, de ahí que sus padres quedaran más apenados que sorprendidos por el sigilo y la reclusión en que ahora vivía. Al mismo tiempo, encontraban muy raro que su hijo no les hubiera enseñado los tesoros que había descubierto, ni les hablara de los datos que había descifrado. El joven justificaba su silencio diciendo que deseaba esperar hasta poder anunciarles algo concreto, pero a medida que transcurrían las semanas fue creándose una especie de tirantez entre los miembros de la familia, tirantez intensificada, en el caso de la madre, por una manifiesta aversión a todo lo relacionado con Curwen.

En el mes de octubre, Ward empezó a visitar de nuevo bibliotecas, pero ya no buscaba en ellas las mismas cosas que en épocas anteriores. Lo que ahora parecía interesarle era la brujería y la magia, el ocultismo y la demonología, y cuando las fuentes de Providence resultaban infructuosas, tomaba el tren de Boston y revolvía entre los tesoros de la gran Biblioteca de Copley Square, de la Biblioteca Wiedeher de Harvard, o del Centro de Investigaciones de Brookline, donde pueden consultarse obras muy raras sobre temas bíblicos. Compraba muchos libros y tuvo que instalar en su estudio nuevas estanterías donde acomodar las obras recién adquiridas. Durante las vacaciones de Navidad, efectuó varios viajes a ciudades de los alrededores, entre ellos uno a Salem con el fin de consultar los archivos del Instituto Essex.

A mediados de enero de 1920, Ward empezó a mostrar una expresión de triunfo, al mismo tiempo que dejaba de trabajar en el manuscrito cifrado de Hutchinson para dedicarse a una doble actividad de investigaciones químicas y búsqueda en archivos, instalando para las primeras un laboratorio en el ático de su casa y acudiendo para la segunda a todas las fuentes de estadísticas vitales de Providence. Los comerciantes locales especializados en drogas y suministros de tipo científico, posteriormente interrogados, dieron unas listas asombrosamente raras y variadas de las sustancias e instrumentos que compraba, pero los empleados del Ayuntamiento y de diversas bibliotecas coincidieron en lo concerniente al objetivo concreto de su segundo interés, objetivo que consistía en la búsqueda apasionada y febril de la tumba de Joseph Curwen de cuya lápida se había borrado prudentemente el nombre.

Poco a poco, la Familia de Ward fue convenciéndose de que algo anormal ocurría. No era la primera vez que Charles se mostraba caprichoso y extravagante, pero sus actuales rarezas resultaban inconcebibles, incluso tratándose de él. Las tareas universitarias habían dejado de interesarle y, a pesar de que no le suspendieron en ninguna asignatura, era evidente que su antigua aplicación se había evaporado totalmente. Ahora tenía otras preocupaciones y cuando no se encontraba en su laboratorio con un montón de libros antiguos, principalmente de alquimia, era porque estaba rebuscando en antiguos y polvorientos archivos, o bien enfrascado en la lectura de volúmenes de ciencias ocultas, en su estudio, donde el rostro de John Curwen, portentosamente similar al suyo, le contemplaba desde una de las paredes.

A últimos de marzo, Ward añadió a su búsqueda en los archivos una fantástica serie de paseos por los diversos cementerios antiguos de la ciudad. La causa apareció más tarde, cuando se supo a través de los empleados del Ayuntamiento que probablemente había encontrado una pista importante. Sus pesquisas le habían permitido averiguar por una coincidencia que la tumba de Joseph Curwen estaba muy próxima a la de un tal Naphtali Field. En efecto, al examinar posteriormente los archivos que Ward había estado consultando, los investigadores encontraron algo que había escapado al deseo de borrar todo recuerdo de Curwen: una anotación fragmentaria en la cual se afirmaba que el ataúd de plomo había sido enterrado «10 pies al sur y 5 pies al oeste de la tumba de Naphtali Field en el...». El hecho de que no se especificara el nombre del cementerio dificultaba grandemente la búsqueda, y, por otra parte, la tumba de Naphtali Field parecía tan esquiva como la de Curwen, pero en el caso de Field no había existido ninguna eliminación sistemática de datos, por lo que era presumible que su sepultura pudiera ser localizada. Y prueba de que Ward lo creía así son las frecuentes visitas que efectuaba a cementerios, excluidos los congregacionistas, ya que había averiguado que el único Naphtali Field a que podía referirse la anotación (un hombre fallecido en 1729), había sido baptista.

<p>4</p>

Hacia el mes de mayo, a petición del señor Ward y provisto de todos los datos relacionados con Curwen que Charles había proporcionado a su familia en su época «normal», el doctor Willett se entrevistó con el joven. Aquella conversación no le permitió al doctor llegar a ninguna conclusión definitiva, ya que se dio cuenta inmediatamente de que Charles disfrutaba de una perfecta salud mental y se ocupaba de asuntos de verdadera importancia, pero al menos obligó al reservado joven a ofrecer una explicación racional de su reciente conducta. Parecía dispuesto a hablar de sus actividades, aunque no a revelar cuál fuera el objetivo de ellas. Afirmó que los documentos de su antepasado contenían algunos notables secretos de carácter científico, la mayoría de ellos en clave, y de un alcance sólo comparable, al parecer, a los descubrimientos de Bacon y quizá aun mayor. Sin embargo, carecían de significado a menos que se relacionaran con un sistema de conocimientos ya obsoleto, de modo que su inmediata presentación a un mundo equipado únicamente con los conocimientos de la ciencia moderna los desposeería de toda espectacularidad y no pondría de manifiesto su dramático significado. Para que ocuparan el lugar que les correspondía en la historia del pensamiento humano, tenían que ser correlacionados primero con la época a que pertenecían, y él se dedicaba ahora a aquella tarea. Estaba estudiando para adquirir lo más rápidamente posible el conocimiento de las artes antiguas que un verdadero intérprete de los datos de Curwen debía poseer, y esperaba a su debido tiempo informar cumplidamente al género humano y al mundo del pensamiento. Ni siquiera Einstein, declaró, podía revolucionar de un modo más radical las teorías científicas en boga.

En cuanto a la búsqueda por los cementerios, aunque sin dar detalles de los progresos realizados, dijo que tenía motivos para creer que la mutilada lápida de la tumba de Curwen tenía ciertos símbolos místicos grabados a indicación suya y que habían dejado por ignorancia los que tan cuidadosamente habían borrado el nombre. Consideraba esos símbolos absolutamente esenciales para la solución final del sistema cifrado. En su opinión, Curwen había deseado guardar celosamente su secreto y, en consecuencia, había distribuido de forma extremadamente curiosa los datos que pudieran llevar a la solución de éste. Cuando el doctor Willett quiso ver los documentos que con tanto sigilo guardaba, Ward se mostró muy misterioso y trató de salir al paso enseñándole la copia del manuscrito de Hutchinson y las fórmulas y diagramas de Orne, pero finalmente le permitió hojear algunos de los documentos de Curwen, el Diario y Notas, y el mensaje encabezado por las palabras, Al que Vendrá Después...

Abrió el Diario por una página cuidadosamente elegida en razón a su inocuidad, para que Willett pudiera observar la escritura de Curwen. El doctor la examinó con mucha atención y de la caligrafía y del estilo, que por cierto parecían responder más por su arcaísmo al siglo XVII que al XVIII en que estaba fechada, dedujo que el manuscrito era auténtico. El texto en sí era relativamente anodino y Willett sólo recordaba de él un fragmento:

Miércoles, 16 de octubre, 1754. Arribó a puerto en el día de hoy mi corbeta Wahefal. Trajo XX hombres nuevos reclutados en las Yndias, españoles de Martinica y holandeses de Surinam. Oído han los holandeses ciertos malhadados rumores por cuya causa se muestran determinados a desertar. Paréceme, empero, que podré disuadirles. Trajo asimismo la corbeta por encargo de Su Merced el señor Dexter, 120 piezas de camelote, 100 piezas de camelotine, 20 piezas de silveriana azul, 100 piezas de chalon, 50 piezas de percal y 300 piezas de sarga. Para el señor Green, propietario de El Elefante, 50 galones de cerveza y diez docenas de lenguas ahumadas. Para el señor Perrigot, un juego de punzones. Para el señor Nightingale, 50 resmas de papel de oficio de la mejor calidad. Recité yo cumplidamente el SABAOTH por tres veces sin que Ninguno apareciere. Escribir he al señor H. de Transilvania, pues paréceme raro en extremo que no me sirva a mi lo que durante tantos años le sirviere a él. Paréceme raro asimismo no recibir noticias de Simon como de ordinario. Forzoso es que me escriba durante las próximas semanas.

Al llegar a este punto el señor Willett volvió la hoja, pero Ward intervino rápidamente arrancándole casi el libro de las manos. Lo único que pudo ver el doctor de la página siguiente, fueron un par de frases, las cuales se grabaron absurdamente y de un modo obsesivo en su mente. Eran las siguientes: «Repetido he el verso del Libber Damnatus V noches de Viernes Santo y IV Noches de Difuntos. Paréceme que habrán de atraer a Aquel que ha de llegar para volver sus ojos al pasado, por todo lo cual debo tener dispuestas las Sales o Aquello con que prepararlas».

Willett no vio nada más, pero aquellas líneas bastaron para inspirarle un nuevo y vago terror relacionado con el hombre que le contemplaba desde el cuadro colgado de una de las paredes del estudio. A partir de entonces, tuvo la extraña fantasía —su profesión le impedía que pasara de ser tal— de que los ojos del retrato revelaban una especie de deseo, si no tendencia concreta, a seguir al joven Ward mientras éste se movía por la habitación. Antes de marcharse se acercó a examinar el cuadro y se maravilló del parecido que las facciones de Curwen tenían con las de Charles. Grabó en su memoria los menores detalles del pálido rostro, especialmente una leve cicatriz en la ceja derecha y decidió que Cosmo Alexander fue un pintor digno de la Escocia que sirviera de patria a Raeburn y un profesor digno de un maestro como Gilbert Stuart.

Tranquilizados por el doctor en el sentido de que la salud mental de Charles no corría peligro y de que, por otra parte, se ocupaba de unas investigaciones que podían resultar de suma importancia, los Ward se mostraron más tolerantes que de ordinario cuando en el mes de junio el joven se negó rotundamente a volver a la Universidad, alegando que debía llevar a cabo estudios mucho más importantes y expresando el deseo de hacer un viaje al extranjero a fin de obtener ciertos datos que no podía conseguir en América. El señor Ward, aunque se opuso al viaje por encontrarlo absurdo en el caso de un muchacho que contaba solamente dieciocho años de edad, transigió en lo concerniente a sus estudios universitarios. De modo que después de graduarse, no muy brillantemente por cierto, en la Moses Brown School, pasó Charles tres años dedicado a absorbentes estudios de ocultismo y a visitar diversos cementerios. Adquirió fama de excéntrico y fue dejando poco a poco de relacionarse con amigos de la familia. Vivía pendiente de su trabajo, y sólo de cuando en cuando se permitía hacer un viaje a otras ciudades para consultar antiguos archivos. En cierta ocasión hizo una visita al sur para hablar con un viejo y extraño mulato que vivía en un marjal y acerca del cual un periódico había publicado un curioso artículo. Fue también a una pequeña aldea de las Airondack para averiguar qué había de cierto en los relatos acerca de las extrañas ceremonias rituales que allí se practicaban. Pero sus padres continuaron prohibiéndole el ansiado viaje a Europa.

En abril de 1923, al alcanzar la mayoría de edad y habiendo heredado previamente cierta suma de su abuelo materno, decidió satisfacer el deseo que hasta entonces no había podido ver cumplido. No habló del itinerario; se limitó a decir que las exigencias de sus estudios habrían de llevarle a muchos lugares y prometió escribir a sus padres de un modo regular. Al ver que no podían disuadirle, los Ward dejaron de oponerse al viaje y le ayudaron en todo lo que pudieron, de modo que en el mes de junio el joven embarcó para Liverpool con la bendición de sus padres, los cuales le acompañaron hasta Boston. A partir de su llegada a Inglaterra escribió acerca del viaje, de su feliz estancia y del excelente alojamiento que había conseguido en la Great Russell Street de Londres, donde se proponía permanecer hasta agotar los recursos que ofrecía el Museo Británico en un determinado aspecto. De su vida cotidiana escribía muy poco, ya que tenía muy poco que decir. Los estudios y los experimentos acaparaban todo su tiempo y en sus cartas mencionaba un laboratorio que había montado en una de sus habitaciones. El hecho de que no hablara de sus paseos por la antigua ciudad, tan rica en espectáculos atractivos para un aficionado a las cosas del pasado, acabó de convencer a sus padres de que los nuevos estudios de Charles absorbían por entero su atención.

En junio de 1924 les informó el joven, por medio de una breve nota, de su salida para París, ciudad a la que había hecho ya un par de viajes rápidos con el fin de reunir determinados materiales en la Biblioteca Nacional. Durante los tres meses siguientes, sólo envió tarjetas postales en las que daba una dirección de la rue Saint-Jacques y hablaba de una investigación que llevaba a cabo entre los manuscritos de un anónimo coleccionista particular. Rehuía a todos sus conocidos y ningún turista pudo decir que le había visto en Francia. Luego se produjo un repentino silencio hasta que en octubre recibieron los Ward una tarjeta postal fechada en Praga y en la cual Charles les informaba de que se encontraba en un antiguo pueblo donde había ido a entrevistarse con un hombre muy viejo que era al parecer el último ser viviente poseedor de cierta información medieval muy curiosa. Daba una dirección en el Neustadt y desde entonces no volvió a escribir hasta el mes de enero siguiente, en que envió varias postales desde Viena hablando de su paso por aquella ciudad camino a una región más oriental, invitado por un amigo con el que había mantenido correspondencia y que era también aficionado a las ciencias ocultas.

La siguiente tarjeta procedía de Klausenburg, Transilvania, y en ella hablaba Ward del viaje que en esos días había emprendido. Iba a visitar a un tal barón Ferenczy, cuyas posesiones se encontraban en las montañas situadas al este de Rakus. A esta ciudad y a nombre de aquel noble debían dirigirle la correspondencia. Una semana más tarde llegó otra tarjeta procedente de Rakus en la que decía que el carruaje de su anfitrión había ido a recogerle y que partía en dirección a las montañas. Aquellas fueron las únicas noticias que los Ward recibieron de su hijo durante largo tiempo. No contestó éste a sus frecuentes cartas hasta el mes de mayo, fecha en que escribió para oponerse al plan de sus padres que deseaban reunirse con él en Londres, París o Roma durante el verano, en el curso de un viaje que pensaban efectuar a Europa. Decía en su carta que sus investigaciones no le permitían abandonar su actual residencia y que la situación del castillo del barón de Ferenczy no favorecía mucho las visitas. Se encontraba en plena zona montañosa y la gente de aquellos contornos temía tanto a aquellas posesiones que los pocos que llegaban a visitarlas se encontraban allí muy a disgusto. Por otra parte, el barón no era persona cuyo trato pudiera ser del agrado de un matrimonio correcto y conservador de la buena sociedad de Nueva Inglaterra. Lo mejor, decía Charles, era que sus padres aguardaran hasta su regreso a Providence, el cual no tardaría en producirse.

Tal regreso no tuvo lugar, sin embargo, hasta el mes de mayo de 1925, cuando, tras una serie de tarjetas con membrete heráldico en que lo anunciaba, el joven llegó a Nueva York en el Homeric y recorrió en autobús la distancia que le separaba de Providence. Absorbió en aquel recorrido ansiosamente con la mirada la belleza de las colinas verdes y onduladas, de los huertos fragantes en flor y de los pueblos de blancas torres de la antigua Connecticut. Era su primer contacto con Nueva Inglaterra después de una ausencia de casi cuatro años. Cuando el autobús cruzó el Pawcatuck y se adentró en Rhode Island entre la magia de la luz dorada de aquella tarde primaveral, su corazón rompió a latir con rapidez desusada. La entrada en Providence por las amplias avenidas de Reservoir y Elmwood le dejó sin respiración a pesar de que para entonces se hallaba ya hundido en las profundidades de una erudición prohibida. En la plaza donde confluyen las calles Broad, Weybosset y Empire vio extenderse ante él a la luz del crepúsculo las casas y las cúpulas, las agujas y los chapiteles del barrio antiguo, ese paisaje tan bello y que tanto recordaba. Sintió también una extraña sensación mientras el vehículo avanzaba hacia la terminal situada detrás del Biltmore revelando a su paso la gran cúpula y la verdura suave, salpicada de tejados, de la vieja colina situada más allá del río y la esbelta torre colonial de la Iglesia Baptista cuya silueta rosada destacaba a la mágica luz del atardecer sobre el verde fresco y primaveral del escarpado fondo.

¡La vieja Providence! Aquella ciudad y las misteriosas fuerzas de su prolongada historia le habían impulsado a vivir y le habían arrastrado hacia el pasado, hacia maravillas y secretos cuyas fronteras no podía fijar ningún profeta. Allí esperaba lo arcano, lo maravilloso o lo aterrador, aquello para lo cual se había preparado durante años de viajes y de estudio. Un taxi le condujo hasta su casa pasando por la Plaza del Correo, desde donde pudo vislumbrar el río, el mercado viejo y el comienzo de la bahía, y siguió colina arriba por Waterman Street hasta llegar a Prospect, donde la cúpula resplandeciente y las columnas jónicas del templo de la Christian Science, iluminadas por el sol poniente, despedían destellos roji*zos hacia el norte. Vio luego las mansiones que habían admirado sus ojos de niño y las pulcras aceras de ladrillo tantas veces recorridas por sus pies infantiles. Y al fin el edificio blanco de la granja a la derecha, y a la izquierda el porche clásico y los miradores de la casa donde había nacido. Oscurecía y Charles Dexter Ward había llegado a casa.

<p>5</p>

Una escuela de alienistas algo menos conservadora que la del doctor Lyman, afirma que el origen de la locura de Ward coincide con su viaje a Europa. Creen que si bien estaba sano cuando partió, la conducta que manifestó a su regreso implicaba un cambio desastroso. Pero el doctor Willett se niega a compartir incluso este punto de vista, insistiendo en que sobrevino algo más tarde y atribuyendo las rarezas del joven durante aquel período a la práctica de unos rituales aprendidos en el extranjero, rituales que eran raros en extremo, cierto, pero que no tenían por qué responder necesariamente a una aberración mental por parte del celebrante. El propio Charles, aunque visiblemente envejecido y más duro de carácter, seguía mostrándose cuerdo en sus reacciones, y en las varias conversaciones que mantuvo con Willett mostró siempre un equilibrio que ningún loco —ni siquiera en los primeros estadios de su enfermedad— podía ser capaz de fingir de un modo continua do. Lo que en aquel período dio origen a la idea de la anormalidad de Ward fueron los sonidos que a todas horas se oían en su laboratorio del desván, en el cual permanecía encerrado la mayor parte del tiempo. Eran cánticos, letanías y estruendosos recitados, y aunque los sonidos procedían siempre del propio Ward, había algo en la calidad de su voz y en el acento con que pronunciaba las palabras de aquellas fórmulas que no podía por menos de helar la sangre en las venas de todos los que le escuchaban. Se observó también que Nig, el mimado y venerable gato de la casa, arqueaba el lomo con los pelos erizados cuando se oían ciertas palabras.

Los olores que surgían a veces del laboratorio eran también muy raros. En ocasiones ofendían al olfato, pero con más frecuencia eran aromáticos y estaban dotados de un encanto esquivo que parecía tener la virtud de inspirar imágenes fantásticas. Todo el que los percibía mostraba una tendencia inmediata a vislumbrar por un segundo espejismos momentáneos, escenas imaginadas enmarcadas por extrañas colinas o interminables avenidas de esfinges o hipogrifos que se extendían hasta el infinito. Ward no volvió más a sus paseos de otras épocas. Se dedicaba exclusivamente al estudio de los misteriosos libros que había traído de Europa y a llevar a cabo experimentos igualmente curiosos en su laboratorio, explicando que el material que había encontrado en las bibliotecas europeas había ampliado considerablemente las posibilidades de su investigación y prometía grandes revelaciones en años venideros. Su envejecimiento prematuro aumentó, hasta el limite de lo inverosímil, su parecido con el retrato de Curwen que colgaba de la pared de su estudio, y el doctor Willett se detenía a menudo ante el cuadro después de cada visita maravillándose de la casi perfecta similitud y diciéndose internamente que lo único que diferenciaba ahora a Charles de Joseph Curwen era la pequeña cicatriz de la ceja derecha. Aquellas visitas de Willett, hechas a petición de los padres del joven, eran algo muy curioso. Ward no se negaba nunca a responder a las preguntas del doctor, pero éste se dio cuenta pronto de que nunca podría penetrar en la intimidad del joven. Con frecuencia observaba cosas muy raras a su alrededor: pequeñas imágenes de cera o de grotesco diseño en las estanterías o en las mesas y restos semiborrados de círculos, triángulos y pentágonos dibujados con tiza o carbón en el centro de la amplia estancia. Cada noche resonaban asimismo aquellos ritos e invocaciones, hasta que se hizo muy difícil retener en la casa a los criados o evitar que la gente comentara furtivamente la locura de Charles.

En enero de 1927 ocurrió un raro incidente. Una noche, alrededor de las doce, mientras Charles entonaba un cántico cuya extraña cadencia resonó desagradablemente en los pisos inferiores, sopló súbitamente una ráfa*ga de viento helado procedente de la bahía al tiempo que se producía un misterioso y leve temblor de tierra que no pasó desapercibido a ningún habitante de la vecindad. El gato dio muestras en aquel momento de un terror espantoso y los perros ladraron en una milla a la redonda. Aquello no fue sino el preludio de una brusca tormenta totalmente anormal en aquella época del año. Con ella se produjo tal estruendo en los altos de la casa, que los padres de Charles creyeron que un rayo había alcanzado al edificio. Corrieron escaleras arriba para ver si el desván había sufrido algún desperfecto, y se encontraron a Charles que les salió al paso en el rellano del desván, pálido, decidido y portentoso, con una temible expresión de triunfo y seriedad en el semblante. Les aseguró que no había caído rayo alguno y que la tormenta no tardaría en amainar. El señor Ward miró a través de una ventana y pudo comprobar que su hijo estaba en lo cierto: los relámpagos centelleaban cada vez más lejos en tanto que los árboles volvían a inmovilizarse tras haberse visto sacudidos por la helada ráfa*ga de viento. El retumbar del trueno se convirtió en un murmullo lejano y finalmente se apagó. Salieron las estrellas y el sello de triunfo en el rostro de Charles Ward cristalizó en una expresión muy singular.

Durante un par de meses a partir de aquel incidente, Ward se recluyó en su laboratorio menos de lo acostumbrado. Mostraba, sin embargo, un curioso interés por el tiempo y continuamente hacía extrañas preguntas acerca de la época de los deshielos primaverales. Una noche de finales de marzo salió de casa después de las doce y no regresó hasta el amanecer. Su madre, que estaba despierta, oyó el ruido del motor de un coche. Distinguió también el sonido de juramentos ahogados, y cuando se levantó y se acercó a la ventana, distinguió cuatro borrosas figuras que sacaban un cajón alargado de una camioneta y, siguiendo las instrucciones de Charles, lo introducían en la casa por una puerta lateral. La señora Ward oyó claramente el sonido de la agitada respiración de los hombres mientras subían la escalera y finalmente el ruido seco de un pesado objeto al ser depositado en el suelo del desván. Luego, los pasos descendieron y los cuatro hombres reaparecieron en el exterior y partieron en la camioneta.

Al día siguiente, Charles volvió a su estricta reclusión en el desván, corriendo previamente las oscuras cortinillas de las ventanas de su laboratorio. Estaba trabajando, al parecer, con una sustancia metálica. No abrió la puerta a nadie y se negó incluso a que le subieran la comida. Alrededor del mediodía se oyó un grito espantoso y el ruido de una caída, pero cuando la señora Ward corrió alarmada a la puerta del laboratorio, su hijo la tranquilizó desde el interior débilmente diciendo que no pasaba nada, que el espantoso e indescriptible olor que llenaba la casa era completamente inofensivo y desdichadamente necesario, que era absolutamente imprescindible que le dejaran solo, y que luego bajaría a cenar.

Por la tarde, después de que resonaran en la casa unos sonidos sibilantes que procedían del laboratorio, Charles apareció ante sus padres con el rostro blanco como la cera. Lo primero que dijo en aquella ocasión fue que nadie debía entrar en su laboratorio bajo ningún pretexto. Aquello representó el comienzo de otro largo período de impenetrable sigilo, ya que a partir de ese día nadie cruzó el umbral ni del misterioso cuarto de trabajo, ni de la buhardilla adyacente, que Charles había limpiado, amueblado parcamente y añadido, en calidad de dormitorio, a sus dominios privados e inviolables. Allí vivió, rodeado de los libros que hizo subir de la biblioteca del piso inferior, hasta el día en que compró la casita de Pawtuxet y se trasladó a ella con todo su material científico.

Aquella misma noche, Charles cogió el periódico antes que ningún otro miembro de la familia y mutiló una página, al parecer accidentalmente. Más tarde el doctor Willett, tras fijar la fecha de aquel sucedido por medio de varias conversaciones que mantuvo con los padres de Ward y la servidumbre, consultó un ejemplar del periódico de ese día en los archivos del Journal y descubrió que en la página mutilada se había impreso la siguiente noticia:

MERODEADORES NOCTURNOS SORPRENDIDOS EN UN CEMENTERIO

Robert Hart, vigilante nocturno del Cementerio del Norte, sorprendió esta madrugada a un grupo de varios hombres con una camioneta en la parte más antigua del recinto, pero, al parecer, su presencia asustó a los merodeadores provocando su huida antes de que pudieran llevar a cabo ninguna fechoría. El suceso tuvo lugar hacia las cuatro de la madrugada, hora en que Hart oyó el ruido del motor de un vehículo. Cuando el vigilante se acercó a investigar el origen de aquel sonido, sus pisadas alertaron a los desconocidos, que se dieron a la fuga tras introducir un cajón alargado en la camioneta que esperaba en las cercanías. Dado que no se ha hallado removida ninguna de las rumbas. se cree que los individuos en cuestión se proponían enterrar dicho cajón.

Al parecer llevaban largo rato trabajando antes de ser descubiertos, ya que el vigilante encontró posteriormente una fosa abierta junto al camino de Amosa Field, donde hace ya mucho tiempo que ha desaparecido la mayoría de las lápidas del cementerio antiguo. La fosa estaba vacía y su situación no responde a ninguna inhumación de las registradas en los archivos del cementerio.

El sargento Riley, de la policía local, tras visitar el lugar del suceso, ha manifestado que en su opinión la fosa fue excavada por contrabandistas de bebidas alcohólicas que se proponían ocultar en ella su alijo. Hart declaró más tarde que creía que el vehículo se había alejado en dirección a la Avenida Rochambeau, pero que no podía afirmarlo con seguridad.

Durante los días siguientes a estos sucesos, Charles apenas fue visto por su familia. Dormía en la buhardilla y permanecía encerrado en su laboratorio, todas las horas del día. Ordenó que se le dejaran las comidas junto a la puerta y no salía a recogerlas hasta que la doncella había desaparecido. Resonaban a intervalos en la casa el zumbido monótono de fórmulas recitadas incansablemente y cánticos de ritmo extravagante mezclados con el entrechocar de cristales, el gorgoteo que producían al hervir los productos químicos, el rumor del agua corriente o el rugir de las llamas del gas. Hedores incalificables, distintos de todos los olores conocidos, flotaban frecuentemente en las cercanías de la puerta del laboratorio y el aire de extrema tensión que rodeaba al joven recluso siempre que se aventuraba a salir de su reducto por breves instantes, provocaba las suposiciones más descabelladas. En cierta ocasión hizo un apresurado viaje al Ateneo en busca de un libro que necesitaba, y otro día contrató a un mensajero para que fuera a buscar en Boston un volumen muy raro. La angustia que provocó tal situación se hizo insoportable y ni el doctor Willett ni los padres de Charles supieron qué hacer ni qué pensar acerca de ella.

6

<p>6</p>

El día 15 de abril ocurrió un suceso muy extraño. A pesar de que la situación seguía manteniéndose aparentemente estacionaria, era innegable que había tenido lugar un cambio de grado al cual atribuye el doctor Willett una gran importancia. Era el día de Viernes Santo, circunstancia que los criados no dejaron de comentar y que otras personas consideraron mera coincidencia. A última hora de la tarde, el joven Ward comenzó a repetir una fórmula en voz más alta que de costumbre al tiempo que quemaba alguna sustancia cuyo olor extrañamente acre se difundió por toda la casa. La fórmula era hasta tal punto audible en el pasillo, que la señora Ward acabó por aprendérsela de memoria mientras escuchaba detrás de la puerta, y más tarde pudo reproducirla por escrito a petición de Willett. Varios expertos en la materia le han dicho después al médico que existe otra de características muy semejantes en los escritos místicos de «Eliphas Levi», aquel ser misterioso que se deslizó a través de una rendija por la puerta prohibida y pudo atisbar el espantoso panorama que ofrece el vacío del más allá. Dice así.

Per Adonai Eloim, Adonai Jehova

Adonai Sabaoth, Metraton Ou Agla Methon

verbum pythonicum, mysterium salamandrae

cenventus silvorum, antra gnomorum,

daemonia Coeli God Almonsin, Gibor,

Jehosua, Evam Zariathnatmik, Veni, veni, veni.

Dos horas recitó Charles esta fórmula, monótonamente y sin respiro, hasta que, de pronto, todos los perros de los alrededores iniciaron un espantoso concierto de aullidos. Simultáneamente un horrible hedor se expandió por toda la casa, un hedor que ninguno de sus moradores había percibido nunca ni volvería a percibir. En medio de aquella pestilencia, se produjo un centelleo como el de un relámpago, que hubiese resultado cegador de no haber surgido en plena luz del día. Luego se oyó aquella voz que ninguno de los que la oyeron pudieron olvidar ya nunca a causa de su atronadora lejanía, su increíble profundidad y la fantástica semejanza que revestía con respecto a la voz de Charles Ward. Estremeció toda la casa y fue oída perfectamente por dos vecinos por lo menos, a pesar del continuo aullar de los perros. La señora Ward, que había seguido a la escucha delante de la puerta cerrada del laboratorio de su hijo, se estremeció al reconocer en ella rasgos infernales porque Charles le había hablado de la fama diabólica de que disfrutaba en todos los libros negros y le había explicado cómo resonó, según las cartas de Fenner, sobre la granja maldita de Pawtuxet la noche del aniquilamiento de Joseph Curwen. No podía equivocarse al juzgarla, pues su hijo se la había descrito vívidamente en la época en que aún hablaba sin reservas acerca de sus investigaciones. La voz clamó en una lengua arcaica y desconocida:

«DIES MIES JESCHET BOENE

DOESEF DOUVEMA ENITEMAUS»

Inmediatamente después de que estas palabras resonaran atronadoras en toda la casa, se produjo un momentáneo oscurecimiento de la luz del día, a pesar de que aún faltaba una hora para la puesta de sol. Luego, una nueva vaharada pestilente vino a unirse a la anterior, distinta en calidad, pero igualmente desconocida e insoportable. Charles empezó a recitar de nuevo y su madre distinguió entre las palabras que pronunciaba varias sílabas que sonaban algo así como «Yinash-Yog-Sothot-he-Iglfi-throdag», finalizando en un «¡Yah!» cuya fuerza maníaca aumentaba en un crescendo ensordecedor. Segundos después vino a anular el impacto de todo lo anterior un estremecedor alarido que estalló con repentino frenesí y se fue transformando gradualmente en un paroxismo de risa diabólica. La señora Ward, mortalmente asustada pero llena del ciego valor que infunde la maternidad, se acercó a la puerta del laboratorio y llamó en ella repetidamente sin recibir respuesta. Insistió en sus llamadas, pero se interrumpió nerviosamente al oír un segundo grito, este inconfundiblemente de su hijo, superpuesto a las desenfrenadas carcajadas de otra voz. De repente la señora Ward se desmayó sin que pueda recordar ahora la causa concreta e inmediata de su desvanecimiento. En ocasiones la memoria tiene olvidos misericordiosos.

A las seis y cuarto, el señor Ward volvió de la oficina y al no encontrar a su esposa en la planta baja preguntó a los atemorizados sirvientes, quienes le informaron de que probablemente se hallaba en el desván, atenta a los extraños acontecimientos que allí se desarrollaban. Subió apresuradamente el señor Ward y la encontró caída en el suelo del pasillo que conducía al laboratorio de Charles. Al comprobar que se había desmayado, fue en busca de un vaso de agua a una alcoba cercana y roció con ella el rostro cubierto de una enorme palidez. Mientras contemplaba con alivio cómo abría los ojos espantados, un escalofrío recorrió su cuerpo amenazando con reducirle al mismo estado del que estaba saliendo su esposa, ya que en el laboratorio, aparentemente silencioso, oyó el murmullo de una conversación tensa y apagada, una conversación mantenida en tono apenas audible pero provista de unas características profundamente inquietantes para el alma.

El hecho de que Charles murmurara alguna fórmula no era nuevo, pero aquel murmullo era decididamente distinto. Se trataba sin duda alguna de un diálogo o, al menos, de una imitación de diálogo. Las inflexiones de las dos distintas voces sugerían preguntas y respuestas, afirmaciones y réplicas. Una de las voces era indiscutiblemente la de Charles, pero la otra se caracterizaba por una profundidad y una resonancia que el joven Ward, a pesar de sus buenas dotes de imitador, no habría podido conseguir jamás. Había algo espantoso, sacrílego y anormal en todo aquello y, de no haber sido por un grito de su esposa que aclaró su mente al despertar con él su instinto de protección, no es muy probable que Theodore Howland Ward hubiera podido seguir alardeando ni un día más de que nunca se había desmayado. Reaccionando ante aquel grito, cogió a su esposa en brazos y la transportó a la planta baja para que no pudiera oír las voces que tanto les habían afectado. No escapó, sin embargo, con la suficiente presteza como para no oír algo que le hizo tambalearse peligrosamente con su carga. Al parecer, el grito de la señora Ward había sido escuchado también por otros oídos y, en respuesta a él, habían llegado desde detrás de la puerta las primeras palabras comprensibles del terrible coloquio. Fueron sencillamente una nerviosa advertencia articulada por Ward pero que llenó de espanto a su padre por lo que ese aviso implicaba. Su hijo se había limitado a decir: «¡Chist! ¡Escríbalo!»

El señor y la señora Ward conferenciaron largamente después de cenar, y, como consecuencia de aquella conversación, el primero decidió hablar seriamente con Charles aquella misma noche. Por importantes que fueran sus investigaciones no podían tolerarle semejante conducta por más tiempo, ya que los últimos acontecimientos trascendían los límites de la cordura y representaban una amenaza para el orden y para el sistema nervioso de todos los que moraban en aquella casa. El joven tenía que haber perdido la razón, pues sólo un demente podía proferir aquellos alaridos y fingir que estaba hablando con otra persona imitando la voz de un interlocutor. Todo aquello tenía que terminar de una vez, pues, de no ser así, la señora Ward acabaría cayendo enferma. Por otra parte cada vez se hacía más difícil conservar a la servidumbre.

El señor Ward subió al laboratorio de su hijo, pero al llegar al tercer piso se detuvo intrigado por los sonidos que surgían de la biblioteca de Charles, ahora en desuso. Al parecer alguien revolvía frenéticamente entre libros y papeles. Se asomó a la puerta entornada y vio al joven que sacaba de los estantes libros de todas las formas y tamaños. El aspecto que ofrecía era el de un joven lleno de excitación. Al oír la voz de su padre dio un respingo y dejó caer toda su carga. Se sentó, obedeciendo la orden paterna, y escuchó en silencio una larga sarta de reconvenciones. No se defendió. Al final de la reprimenda admitió que su padre tenía razón y que sus voces, invocaciones y experimentos químicos representaban una imperdonable molestia para los demás habitantes de la casa. Prometió comportarse con más discreción, aunque insistió en prolongar su confinamiento. La mayor parte de su trabajo en el futuro, dijo, consistiría en la consulta de libros, y en cuanto a los rituales que tendría que llevar a cabo en fechas posteriores, podría celebrarlos en un lugar apartado que buscaría a tal efecto. Manifestó su pesar por el desmayo de su madre y explicó que la conversación que había oído formaba parte de un complicado simbolismo destinado a crear una atmósfera mental determinada. Utilizó ciertos términos químicos casi ininteligibles que desconcertaron al señor Ward, pero la impresión general que produjo a éste la entrevista fue que su hijo estaba indiscutiblemente cuerdo, a pesar de que era víctima de una misteriosa tensión de suma gravedad. La conversación, por otra parte, no le reveló nada nuevo y, mientras su hijo recogía los libros y abandonaba la habitación, el señor Ward se dijo interiormente que continuaba sin saber qué pensar de todo aquello. Era algo tan misterioso como la muerte del pobre Nig, cuyo cadáver había sido hallado una hora antes en el sótano, rígido, con los ojos desorbitados y la boca torcida por el terror.

Impulsado por un vago instinto detectivesco, el desconcertado padre examinó con curiosidad los estantes vacíos para averiguar qué se había llevado su hijo a la buhardilla. La biblioteca del joven estaba rigurosamente clasificada por materias, de modo que no resultaba difícil saber qué libros, o al menos qué clase de libros, eran los que faltaban. El señor Ward se quedó asombrado al descubrir que los huecos no correspondían a obras relacionadas con las ciencias ocultas ni con antiguos sucedidos, sino a tratados modernos de historia y geografía, manuales de literatura, obras filosóficas y periódicos y revistas contemporáneos. Aquello representaba un giro muy curioso en las aficiones de Charles y su padre se quedó perplejo al comprobarlo. Una clara sensación de extrañeza se apoderó de él, le atenazó el pecho y le obligó a mirar en torno suyo para descubrir a qué respondía. Algo había ocurrido, ciertamente, algo de trascendencia tanto material como espiritual.

Desde que había entrado en aquella estancia había notado un cambio, y al fin sabía en qué consistía. En la pared norte de la habitación seguía incólume, sobre la chimenea, el antiguo panel de madera procedente de la casa de Olney Court, pero el retrato de Curwen, precariamente restaurado, había sido víctima de un terrible desastre. El tiempo y la calefacción habían ido deteriorándolo y desde la última limpieza de aquel cuarto había sucedido lo peor. La pintura se había ido desprendiendo y enroscándose poco a poco para caer finalmente de pronto con una rapidez maligna y silenciosa. El retrato de Joseph Curwen había dejado para siempre de vigilar al joven a quien tan extrañamente se asemejaba y yacía ahora en el suelo formando una fina capa de polvo gris azulado.

<p><cite></cite>Una Mutación Y Una Locura</p>
<p>1</p>

Durante la semana que sucedió a aquel memorable Viernes Santo, Charles Ward fue visto más a menudo que de costumbre. Continuamente transportaba gran cantidad de libros de su biblioteca al laboratorio del desván. Sus actos eran tranquilos y racionales, pero el aire furtivo que le rodeaba y la mirada extraña que se reflejaba en sus ojos inquietaron a su madre. Por otra parte, y a juzgar por los continuos recados que hacía llegar a la cocinera, se había despertado en él un apetito voraz.

El doctor Willett había sido informado acerca de los ruidos y acontecimientos de aquel memorable viernes, y al martes siguiente sostuvo una larga conversación con el joven en aquella biblioteca donde ya no vigilaban los ojos del retrato de Curwen. La entrevista, como de costumbre, no dio ningún resultado positivo, pero aun así Willett jura y perjura que Charles seguía, incluso en aquellos momentos, perfectamente cuerdo. Prometió revelar muy pronto el resultado de sus investigaciones y habló de montar su laboratorio en otra parte. Concedió muy poca importancia a la pérdida del retrato, hecho que al doctor no dejó de extrañarle dado el entusiasmo que le había producido su descubrimiento. Por el contrario, parecía hallar algo humorístico en aquel súbito desastre.

A la semana siguiente Charles comenzó a ausentarse de la casa durante largos períodos de tiempo y un día en que la vieja Hannah acudió a casa de los Ward para ayudar en la limpieza de primavera, habló de las frecuentes visitas que hacía el joven a la antigua mansión de Olney Court, donde se presentaba con una gran maleta y en cuya bodega efectuaba extrañas excavaciones. Siempre se mostraba muy generoso con ella v con el viejo Asa, pero parecía más preocupado que de costumbre, cosa que apesadumbraba a la anciana, que le conocía desde el día en que nació.

Otros informes acerca de sus andanzas llegaron de Pawtuxet, donde varios amigos de la familia le veían rondando con frecuencia desacostumbrada el embarcadero de Rhodes-on-the-Pawtuxet. El doctor Willett investigó la cuestión posteriormente y descubrió que la intención del joven había sido la de hallar una abertura en la cerca, abertura que le permitiera continuar hacia el norte por la ribera del río. Solía desaparecer en esa dirección y no volver hasta transcurridas muchas horas.

Un día del mes de mayo volvieron a producirse en el desván sonidos que respondían a la celebración de nuevos rituales, lo cual provocó un severo reproche por parte del señor Ward y vagas promesas de enmienda por parte de Charles. El incidente tuvo lugar una mañana y, al parecer, constituyó una repetición del imaginario coloquio que había tenido lugar aquel turbulento Viernes Santo. El joven discutía acaloradamente consigo mismo, como parecía indicar el hecho de que de pronto estallaran gritos en tonos diversos que sugerían una sucesión de preguntas y respuestas negativas, todo lo cual impulsó a la señora Ward a subir al tercer piso y aplicar la oreja a la puerta. Sólo pudo oír, sin embargo, unas cuantas palabras: «Debe permanecer rojo tres meses». Cuando llamó con los nudillos en la hoja de madera, los sonidos cesaron inmediatamente. Más tarde, al ser interrogado por su padre, Charles respondió que existían ciertos conflictos entre diversas esferas de la conciencia, conflictos que sólo podían subsanarse con una gran habilidad y que él trataría de trasladar a otro terreno.

A mediados de junio ocurrió un extraño incidente nocturno. Al atardecer se produjo una serie de ruidos en el laboratorio de la buhardilla, y a punto estaba el señor Ward de subir a investigar qué sucedía, cuando se restableció súbitamente el silencio. A medianoche, cuando la familia se había retirado ya a descansar y el mayordomo se disponía a cerrar la puerta de la calle, apareció Charles cargado con una voluminosa maleta e hizo señas al sirviente de que deseaba salir. El joven no pronunció una sola palabra, pero el mayordomo vio la expresión febril que reflejaban sus ojos y quedó profundamente impresionado. Abrió la puerta para que saliera el joven Ward, pero a la mañana siguiente presentó su renuncia a la señora. Dijo que había visto un brillo diabólico en los ojos del señorito Charles, que aquella no era forma de mirar a una persona honrada, y que no estaba dispuesto a pasar ni una sola noche más en aquella casa. La señora Ward le dejó marchar pero no concedió crédito a sus afirmaciones. Imaginar a Charles fuera de control aquella noche le era totalmente imposible, pues mientras había permanecido despierta había oído ruidos continuos en el laboratorio, sonidos como si alguien sollozara y paseara de un lado a otro, y suspiros que sólo hablaban de una gran desesperación. La señora Ward se había acostumbrado a auscultar los sonidos nocturnos, pues el profundo misterio que envolvía la vida de su hijo no la permitía ya pensar en nada más.

A la noche siguiente, y tal como había ocurrido en otra ocasión hacía ya tres meses, Charles se apresuró a coger el periódico y arrancó un trozo de una página, aparentemente de modo accidental. El hecho no se recordó hasta más tarde, cuando el doctor Willett empezó a atar cabos sueltos y a buscar los eslabones que faltaban aquí y allá. En los archivos del Journal encontró el fragmento que faltaba y marcó dos noticias que podían estar relacionadas con el caso. Eran las siguientes:

MÁS MERODEADORES EN EL CEMENTERIO

Esta mañana, Robert Hart, vigilante nocturno del Cementerio del Norte, ha descubierto una nueva profanación en la parte antigua del camposanto. La tumba de Ezra Weeden. nacido en 1740 y fallecido en 1824, según se lee en la lápida salvajemente mutilada por los responsables del hecho. aparece excavada y saqueada. Los profanadores utilizaron, según se cree, una azada que sustrajeron de un cobertizo cercano, donde se guardan toda clase de herramientas.

Cualquiera que fuera el contenido de la tumba después de transcurrido un siglo desde la exhumación. ha desaparecido. Sólo se han encontrado trozos de madera podrida. No se han hallado huellas de vehículos, pero sí rastros de pisadas que corresponden a un solo individuo, hombre de buena posición a juzgar por las botas que calzaba. Hart se muestra muy inclinado a relacionar este incidente con el ocurrido el pasado mes de marzo cuando él mismo descubrió y provocó la fuga de un grupo de hombres que hablan llegado en una camioneta y habían excavado una fosa, pero el sargento Riley no comparte esa teoría y afirma que existen diferencias esenciales entre los dos sucesos. En marzo, la excavación tuvo lugar en un paraje en el cual no se ha señalado la existencia de ninguna tumba, mientras que en esta ocasión se ha saqueado un enterramiento perfectamente señalado y mantenido, con un propósito deliberado y un ensañamiento que delata el destrozo de la lápida, que hasta el día anterior había permanecido intacta.

Los miembros de la familia Weeden, informados de lo sucedido, han expresado su asombro y su pesar, y no aciertan a explicarse qué motivos puede tener nadie para profanar de tal modo la tumba de su antepasado. Hazard Weeden, domiciliado en el 598 de Angel Street, recuerda una leyenda familiar según la cual Ezra Weeden se habría visto complicado poco antes de la Revolución en unos extraños sucesos que para nada afectan al honor de la familia, pero no ve qué relación puede existir entre aquellos hechos y la presente violación de la tumba. El caso está siendo investigado por el inspector Cunningham, quien espera resolverlo en un plazo muy breve.

ALBOROTO NOCTURNO EN PAWTUXET

Hacia las tres de la madrugada de hoy, los habitantes de Pawtuxet han visto interrumpido su sueño por un alboroto producido por el aullar ensordecedor de unos perros, alboroto localizado, al parecer, en la orilla del río, concretamente en un punto situado no muy lejos de Rhodes-on-the-Pawtuxet. Según la mayoría de los vecinos de aquella localidad, dichos aullidos eran de un volumen y una intensidad inusitados. Fred Lemdin, vigilante nocturno de Rhodes, ha declarado por su parte que iban mezclados con algo que parecían los alaridos de un hombre presa de un terror y una agonía indescriptibles. Una repentina tormenta, de breve duración, dio fin a la anomalía. Los habitantes de la región relacionan este suceso con extraños y desagradables olores probablemente procedentes de los tanques de petróleo que se encuentran en la bahía y que seguramente han contribuido a excitar a los perros de los alrededores.

Charles se mostró a partir de aquel día más demacrado y sombrío que nunca. Recordando aquel período, todos coinciden en que el joven debió sentir por entonces un fuerte deseo por confesar a alguna persona el terror que le poseía. La morbosa escucha nocturna de su madre reveló que Charles efectuaba frecuentes salidas al amparo de la oscuridad, y la mayoría de los alienistas de la escuela conservadora coinciden en atribuirle los repugnantes casos de vampirismo que la prensa divulgó con todo sensacionalismo por esos días sin que nunca llegara a descubrirse el verdadero autor. Aquellos casos, demasiado recientes y comentados para que tengamos que recordarlos aquí con detalle, tuvieron por víctimas a personas de todas las edades y características y ocurrieron en los alrededores de dos lugares distintos: la colina residencial del North End, en las proximidades de la casa de lo Ward, y los distritos suburbanos del otro lado de la línea férrea de Cranston, cerca de Pawtuxet. Varias personas que regresaban tarde a sus hogares o dormían con las ventanas abiertas fueron atacadas por una extraña criatura que las que han sobrevivido describen como un monstruo alto, delgado, de ojos ardientes, que clavaba sus dientes en la garganta o en el hombro de su víctima y chupaba vorazmente su sangre.

El doctor Willett, que se niega a fijar el origen de la locura de Ward en fecha tan temprana, se muestra muy cauteloso al explicar aquellos horrores. Tiene, según dice, sus propias teorías sobre la cuestión y sus afirmaciones no son en la mayoría de los casos más que negaciones solapadas. «Me resisto a decir», manifiesta, «quién, en mi opinión, perpetró aquellos ataques y asesinatos, pero declaro que Charles Ward es inocente. Tengo motivos para afirmar rotundamente que nunca probó el sabor de la sangre, y su anemia y extrema palidez son prueba contundente de que estoy en lo cierto. Ward estuvo en contacto con cosas terribles, pero lo pagó muy caro y nunca fue un monstruo ni un malvado. En cuanto al presente, prefiero no opinar. Se produjo un cambio, evidentemente, y me contento con creer que Charles Ward murió con él, o al menos murió su espíritu, porque esa carne demente que desapareció del hospital de Waite tenía un alma distinta.»

Willett habla con autoridad, ya que a menudo acudía a casa de los Ward a atender a la dueña de la casa, cuyos nervios habían empezado a flaquear a causa de los continuos disgustos. La continua vigilia había producido en ella alucinaciones morbosas que comunicó al doctor. Willett las ridiculizaba al hablar con su paciente, pero meditaba mucho sobre ellas cuando se hallaba a solas. Estaban siempre relacionadas con los leves sonidos que la madre de Charles creía oír en el laboratorio y en la buhardilla en que dormía su hijo, sonidos que consistían en suspiros apagados y sollozos que surgían en los momentos más inverosímiles. A principios de julio el doctor Willett prescribió a su paciente un viaje a Atlantic City donde debía permanecer por tiempo indefinido, y advirtió al señor Ward y al elusivo Charles que se limitaran a escribirle cartas cariñosas y alentadoras. Es muy probable que la señora Ward deba su vida y su salud mental a aquel viaje forzado que con tan mala gana hubo de emprender.

<p>2</p>

Poco después de la partida de su madre, Charles Ward inició las gestiones para adquirir el bungalow de Pawtuxet. Se trataba de un pequeño edificio de madera provisto de un garaje de hormigón y situado en la falda de la colina, cerca del río y poco más arriba de Rhodes. Por algún motivo de él sólo conocido, el joven se había empeñado en adquirirlo a toda costa. No dejó en paz a los corredores de fincas hasta que uno de ellos consiguió realizar la compra, por cierto a un precio exorbitante dado que el propietario se negaba a venderlo. En cuanto quedó vacío, Charles se trasladó a él al amparo de la oscuridad, transportando en un camión cerrado todo el contenido del laboratorio, incluidos los libros antiguos y modernos que había sacado de su biblioteca. Hizo cargar el vehículo entre las sombras de las primeras horas de la madrugada y su padre aún recuerda vagamente los juramentos ahogados y el ruido de las pisadas de los hombres que participaron en la mudanza. Desde aquella fecha, el joven volvió a ocupar sus habitaciones del tercer piso y abandonó definitivamente su reducto del desván.

Charles trasladó a la casita de Pawtuxet el sigilo que había envuelto a su anterior laboratorio. Aunque ahora había dos personas que compartían sus misterios, un mestizo portugués de aspecto siniestro que hacía las veces de criado, y un desconocido delgado, de aspecto de intelectual, gafas oscuras y barba muy poblada probablemente teñida, a quien Ward, al parecer, consideraba colega y que como tal era tratado. Los vecinos intentaron inútilmente de trabar conversación con aquellos dos extraños personajes. El mulato Gomes hablaba muy poco por no saber inglés y el barbudo, que decía ser doctor y apellidarse Allen, seguía su ejemplo por propia elección. Ward por su parte trató de mostrarse amable con sus vecinos pero solo consiguió despertar una gran curiosidad entre ellos con sus continuas referencias a experimentos químicos. No tardaron en circular extraños rumores acerca de las luces que a todas horas permanecían encendidas en el bungalow de la colina, y más tarde, cuando cesó repentinamente la iluminación nocturna, acerca de los pedidos de carne que recibía el carnicero, a todas luces desproporcionados, y acerca de los gritos, declamaciones y cánticos que surgían de algún lugar subterráneo situado debajo de la construcción. Toda la burguesía honrada de aquellos alrededores miraba con manifiesto recelo la propiedad de Ward, que más de uno relacionaba con el misterioso vampiro que por aquellos días había vuelto a reanudar su actividad y, precisamente, en torno a Pawtuxet y a las contiguas calles de Edgewood.

Ward pasaba la mayor parte del tiempo en la nueva casa, aunque de vez en cuando dormía en la de sus padres, que continuaba considerando su hogar. En dos ocasiones se ausentó de la ciudad por espacio de una semana sin que haya podido descubrirse todavía el objeto de aquellos viajes. Su rostro ofrecía un aspecto más pálido y macilento que nunca, y ahora, cuando repetía al doctor Willett sus afirmaciones de siempre acerca de la importancia de sus investigaciones y de la inminencia de las revelaciones, parecía mucho menos seguro de sí mismo. Willett le interpelaba a menudo en casa de su padre, pues el señor Ward estaba profundamente preocupado y perplejo ante el estado de su hijo y deseaba que le vigilara en lo posible. Insiste el buen médico en que aún en aquellos días Charles Ward estaba totalmente cuerdo, y aduce como prueba de esta afirmación referencias a diversas conversaciones que sostuvo con él por entonces.

Hacia septiembre, los casos de vampirismo disminuyeron, pero al mes de enero siguiente, Ward estuvo a punto de verse seriamente comprometido. Desde hacía algún tiempo se comentaba el tránsito nocturno de camiones que iban a descargar en la casita de Pawtuxet y en cierta ocasión. por pura coincidencia, se descubrió cuál era la mercancía que transportaba uno de aquellos vehículos. En un paraje solitario, cercano a Hope Valley, unos ladrones asaltaron un camión suponiendo que llevaba bebidas alcohólicas de contrabando. Lo que no se imaginaban era que iban a resultar ellos los perjudicados, pues los cajones sustraídos contenían una mercancía horrenda, tan horrenda que el incidente fue comentado entre toda el hampa. Los ladrones se precipitaron a enterrar los cajones robados, pero cuando la policía del Estado tuvo noticia de lo ocurrido, llevó a cabo una minuciosa investigación. Uno de los autores del hecho, tras asegurarse de que no se tomarían medidas punitivas contra él, consintió en guiar a un grupo de agentes al lugar donde habían enterrado la «mercancía». Resultó ésta ser de naturaleza tan espantosa que se juzgó un atentado al decoro —tanto nacional como internacional— informar al público de lo que había descubierto aquel horrorizado grupo de representantes del orden, y en consecuencia, se mantuvo el secreto acerca del caso. Sin embargo, dado que ni a aquellos policías que estaban muy lejos de ser cultos se les escapó el significado del hallazgo, se enviaron inmediatamente varios telegramas a Washington.

Los cajones iban dirigidos a Charles Ward, al bungalow de Pawtuxet, y muy pronto se personaron en ese lugar varios representantes del gobierno federal y del Estado. Le encontraron pálido y preocupado, rodeado de sus extraños compañeros, pero recibieron de él una explicación válida y pruebas de inocencia que juzgaron concluyentes. Ward declaró que había necesitado ciertos ejemplares anatómicos para llevar a cabo un proyecto de investigación de cuya profundidad y autenticidad podían responder los que le habían conocido en la última década, y que, en consecuencia, había hecho el oportuno pedido a las agencias que podían proporcionárselos, a su entender legalmente. Acerca de la identidad de aquellos ejemplares no sabía absolutamente nada y se mostró muy sorprendido cuando aquellos inspectores se refirieron al efecto monstruoso que el conocimiento del asunto podía producir entre el público, con el consiguiente deterioro de la dignidad nacional. Todas las afirmaciones del joven fueron firmemente apoyadas por su barbudo colega, el doctor Allen, cuya voz extrañamente profunda revelaba una convicción mucho mayor que la que transparentaban los tartamudeos nerviosos de Ward. En resumen, que los inspectores decidieron no tomar ninguna medida y se limitaron a enviar a Nueva York los nombres y las direcciones que Ward les facilitó como base para una investigación que no condujo a nada. Hay que añadir que los ejemplares fueron devueltos rápidamente y con gran discreción a sus lugares de procedencia y que el público no llegó a tener conocimiento nunca de los pormenores del caso.

El 9 de febrero de 1928, el doctor Willett recibió una carta de Charles Ward a la cual atribuye una importancia extraordinaria y que le ha valido más de una discusión con el doctor Lyman. Considera éste último que dicha carta constituye prueba decisiva de que el del joven Ward es un caso de dementia praecox, mientras que su colega la juzga última manifestación de la cordura de su paciente. Aduce como argumento a su favor la normalidad de la caligrafía, que si bien revela el nerviosismo de la mano del autor, es indudablemente la de Ward. El texto es el siguiente:

100 Prospect Street

Providence, Rhode lsland

8 marzo, 1928

Apreciado doctor Willett:

Comprendo que al fin ha llegado el momento de hacerle las revelaciones que hace tanto tiempo le anuncié y que usted tantas veces me ha exigido. La paciencia con que ha sabido esperar y la confianza que ha demostrado en mi cordura e integridad, son cosas que no olvidaré nunca.

Y ahora que estoy dispuesto a hablar, debo confesar con auténtica humillación que el triunfo con que soñaba ya nunca podrá ser mío. En lugar de ese triunfo he descubierto el terror, y mi conversación con usted no será un alarde de victoria, sino una petición de ayuda y de consejo para salvarme de mi mismo y salvar al mundo de un horror que sobrepasa todo lo que pueda imaginar o prever la mente humana. Recordará usted lo que las cartas de Fenner decían acerca de la expedición que se llevó a cabo contra la granja de Pawtuxet. Hay que repetirla ahora, y a la mayor brevedad.

De nosotros depende más de lo que nunca lograré expresar con palabras: la civilización, las leyes naturales, quizá incluso la suerte del sistema solar y del universo. He sacado a la luz una anormalidad monstruosa, pero lo he hecho en favor del conocimiento humano. Ahora, por el bien de la vida y de la naturaleza. tiene usted que ayudarme a devolverla a la oscuridad.

He abandonado para siempre el bungalow de Pawtuxet y debemos destruir todo lo allí presente, vivo o muerto. No volveré a pisar ese lugar y si alguien le dice a usted que estoy allí, no lo crea. Le explicaré la razón de estas palabras cuando le vea. Estoy en mi casa y deseo que venga usted a visitarme en cuanto pueda disponer de cinco o seis horas para escuchar lo que tengo que decirle. Será necesario todo ese tiempo y créame si le digo que cumplirá con ello un deber profesional. Mi vida y mi razón son las cosas menos importantes que están en juego en este caso.

No me he atrevido a hablar con mi padre porque sé que no me entendería, pero si le he dicho que estoy en peligro y ha contratado a cuatro detectives para que vigilen la casa. No sé hasta qué punto será eficaz su vigilancia, puesto que tienen contra ellos unas fuerzas cuyo poder es imposible imaginar. Venga enseguida si quiere encontrarme vivo y saber cómo puede ayudarme a salvar al cosmos del desastre total. Venga en cualquier momento puesto que yo no saldré de casa. No llame por teléfono, ya que no se sabe quién o qué puede interceptar su llamada. Y roguemos a los dioses que puedan existir para que nada impida este encuentro.

Con la mayor solemnidad y desesperación,

CHARLES DEXTER WARD

P. D. Disparen sobre el doctor Allen en cuanto le vean y disuelvan su cadáver en ácido. No lo quemen.

El doctor Willett recibió la carta alrededor de las diez y media de la mañana, e inmediatamente se las arregló para quedar libre a primera hora de la tarde. Quería llegar a casa de los Ward alrededor de las cuatro, y durante toda la mañana estuvo sumido en especulaciones tan descabelladas que la mayor parte de sus tareas las realizó maquinalmente. La carta de Charles Ward parecía a primera vista producto de la mente de un maníaco, pero Willett conocía al joven demasiado bien para rechazarla como mera fantasía. Estaba completamente convencido de que algo muy sutil, antiguo y horrible se cernía sobre ellos, y la referencia al doctor Allen casi parecía razonable en vista de los rumores que corrían por Pawtuxet acerca del extraño colega de Charles Ward. Willett no le había visto nunca, pero sí había oído hablar de su aspecto y porte, y se preguntaba qué clase de ojos se ocultarían tras aquellas comentadísimas gafas ahumadas.

A las cuatro en punto, el doctor Willett se presentó en la residencia de los Ward, pero descubrió con gran disgusto que Charles no había permanecido fiel a su decisión de quedarse en casa. Los detectives sí estaban allí y, por ellos supo que el joven había perdido al parecer parte de su desánimo anterior. Uno de ellos le dijo que había pasado la mañana hablando por teléfono, discutiendo, protestando airadamente, y contestando a una voz desconocida frases como «Estoy muy fatigado y tengo que descansar una temporada», «No puedo recibir a nadie durante algún tiempo, tendrá usted que disculparme», «Le ruego que aplace toda decisión definitiva hasta que podamos llegar a un compromiso», «Lo siento mucho, pero tengo que tomarme unas vacaciones y no puedo ocuparme de nada, ya hablaré con usted más adelante.» Luego, como si hubiera estado meditando y la reflexión le hubiera infundido valentía, había logrado salir de la casa tan sigilosamente que nadie se había dado cuenta del hecho ni había reparado en su ausencia hasta su regreso, ocurrido alrededor de la una de la tarde. Entró a esa hora en la casa sin decir una palabra, subió al tercer piso y allí evidentemente volvieron a reproducirse sus temores, porque se le ovó gritar aterrorizado al poco de entrar en su biblioteca. Sin embargo, cuando el mayordomo subió a investigar la causa de aquel alarido, Charles se asomó a la puerta con aire decidido y con un gesto despidió al sirviente, que quedó profundamente impresionado. Poco después volvió a salir de la casa. Willett preguntó si había dejado algún recado, pero la respuesta fue negativa. El mayordomo parecía muy afectado por algo que había visto en los modales y el aspecto de Charles, y preguntó al doctor solícitamente si había alguna esperanza de curación para aquellos nervios desequilibrados.

Durante casi dos horas, Willett esperó inútilmente en la biblioteca de Ward contemplando las estanterías polvorientas con los espacios vacíos que ocuparan los libros que el joven se había llevado y mirando con una mueca sombría el panel donde un año antes estuviera el retrato de Joseph Curwen.

Poco a poco las sombras fueron cerrando filas en torno suyo preludiando la oscuridad de la noche. Al fin llegó el señor Ward, quien se mostró furioso y sorprendido ante la ausencia de su hijo después de todas las molestias que se había tomado para velar por su seguridad. Ignoraba que Charles hubiera concertado una cita con el doctor y prometió avisar a Willett en cuanto el joven regresara. Al despedirse de él le hizo participe de la preocupación que sentía por el estado del joven y le suplicó que hiciera lo posible por devolver su mente a la normalidad.

Willett se alegró de huir de aquella biblioteca sobre la que se cernía algo maléfico y horrible, como si el cuadro desaparecido hubiera dejado tras él una herencia de perversidad. Nunca le había gustado aquel retrato e incluso ahora que éste había desaparecido, y a pesar de lo bien templados que tenia los nervios, experimentaba la urgente necesidad de salir al aire libre lo antes posible.

<p>3</p>

A la mañana siguiente, el señor Ward envió al doctor Willett una nota en que le comunicaba que su hijo no había regresado. Decía en ella asimismo que el doctor Allen le había telefoneado para decirle que Charles permanecería durante algún tiempo en Pawtuxet donde nadie debía molestarle ya que, por tener que ausentarse el propio Allen durante un periodo de tiempo indefinido, quedaba él solo a cargo de la investigación en curso, y que Charles le enviaba sus mejores deseos y lamentaba cualquier molestia que pudiera producir aquel repentino cambio de planes. La voz del doctor Allen había despertado en el señor Ward un recuerdo vago y elusivo que no pudo identificar exactamente y que le produjo sin embargo una evidente inquietud.

Desconcertado por aquellas noticias contradictorias, el doctor Willett no supo qué hacer. No podía negarse que en la carta de Charles había una ansiedad frenética, pero ¿cómo interpretar la actitud de un joven que tan pronto violaba sus propias decisiones? En su carta aseguraba que sus investigaciones eran una amenaza y un sacrilegio, que ellas y su colega debían ser eliminados a cualquier precio, y que él no volvería a pisar nunca el bungalow de Pawtuxet, pero según las últimas noticias se había olvidado de todo y había regresado al centro del misterio. El sentido común le aconsejaba dejar en paz al joven con sus caprichos, pero un instinto más profundo le impedía olvidar la impresión que dejara en él aquella angustiada carta. Willett la leyó otra vez y, a pesar de su lenguaje algo altisonante y de la carencia de datos concretos, no pudo juzgarla ni absurda ni demente. El terror de Charles era demasiado intenso, demasiado real, y unido a lo que el doctor sabía ya del caso, evocaba monstruosidades tales de allende del tiempo y el espacio, que ninguna justificación cínica bastaba para explicarlas. Lo cierto es que existían horrores sin nombre en aquel bungalow y, aún a riesgo de que su intervención resultara inútil, tenia que estar preparado para pasar a la acción en cualquier momento.

Durante más de una semana, el doctor Willett reflexionó sobre el dilema que tenía planteado, sintiéndose cada vez más inclinado a visitar a Charles en el bungalow de Pawtuxet. Nadie se había aventurado nunca a invadir aquel refugio e incluso su padre conocía la casa solamente por las descripciones que el propio Charles le había hecho. Pero en este caso el doctor Willett consideró necesario tener una entrevista directa con su paciente. El señor Ward había estado recibiendo de su hijo durante esos días noticias muy vagas en breves notas mecanografiadas, semejantes a las que recibía su mujer en su retiro de Atlantic City y, en vista de ello, el doctor se decidió a actuar. A pesar de la curiosa sensación que despertaban en él las antiguas leyendas relativas a Joseph Curwen y las más recientes revelaciones y advertencias de Charles Ward, se dirigió osadamente al bungalow, que se levantaba sobre un risco muy cerca del río. Aunque nunca había entrado en la casa, había visitado anteriormente los alrededores por pura curiosidad y, en consecuencia, sabía perfectamente qué camino tomar. Aquella tarde de finales de febrero, mientras conducía su pequeño automóvil por la Broad Street, pensó en el grupo de hombres que había seguido aquella misma ruta ciento cincuenta años antes, en una terrible expedición que había quedado sumida en el más impenetrable misterio.

El recorrido a través de los arrabales de Providence fue muy corto y pronto se extendieron ante su vista los ordenados barrios de Edgewood y la dormida aldea de Pawtuxet. Al llegar a Lockwood Street dobló a la derecha y siguió el camino vecinal hasta donde le fue posible llegar. Luego se bajó del vehículo y echó a andar en dirección al norte. Las casas estaban allí muy dispersas y el bungalow, con su garaje de hormigón, se divisaba claramente aislado sobre una pequeña elevación del terreno. Recorrió a buen paso el descuidado camino de grava, llamó a la puerta con mano firme y habló en tono decidido al mulato portugués que la entreabrió con muchas precauciones.

Tenía que ver a Charles Ward inmediatamente dijo, para un asunto de vital importancia. No aceptaría ninguna excusa y una negativa a su petición serviría únicamente para impulsarle a presentar un informe completo de la situación al señor Ward. El mulato dudó y se apoyó en la puerta para impedirle el paso, pero el doctor se limitó a elevar la voz y a repetir su demanda. Fue entonces cuando de la oscuridad del interior surgió un ronco susurro que inexplicablemente heló la sangre en las venas al visitante.

—Déjale entrar, Tony —dijo la voz . Si hemos de hablar, tan bueno es este momento como cualquier otro.

Pero por inquietante que resultara aquel susurro, peor fue lo que siguió. La madera del suelo crujió y el hombre que acababa de hablar se hizo visible. El dueño de aquella voz extraña y resonante no era otro que Charles Dexter Ward.

La minuciosidad con que el doctor Willett grabó en su memoria la conversación de aquella tarde, se debe a la importancia que él atribuye a este período en particular, pues en su opinión se había efectuado un cambio vital en la mente del joven Ward que, según él, hablaba ahora a través de un cerebro muy distinto de aquél que había visto desarrollarse a lo largo de veintiséis años. La controversia con el doctor Lyman le había obligado a ser muy especifico y fijaba el comienzo de la enfermedad mental de Charles precisamente en la época en que sus padres habían comenzado a recibir aquellas notas mecanografiadas. Lo cierto es que éstas no correspondían al estilo habitual del joven, ni siquiera al de aquella desesperada misiva que escribiera al doctor Willett. Respondían a un estilo raro y arcaico, como si el desquiciamiento mental del autor hubiera dado rienda suelta a una serie de tendencias e impresiones adquiridas inconscientemente durante el período juvenil de afición a las antigüedades. Se evidenciaba en ellas un fuerte deseo de modernidad, pero el espíritu, y a veces hasta el lenguaje, pertenecen indiscutiblemente al pasado, ese pasado que se hizo también evidente en la actitud y los gestos de Ward cuando recibió al doctor en aquel sombrío bungalow. Se inclinó, señaló un asiento a Willett y empezó a hablar bruscamente en aquel extraño susurro en que, al parecer, se sintió obligado a explicar.

—Me está afectando mucho a los pulmones —comenzó—, este relente del río. Tendrá que disculpar usted mi ronquera. Supongo que le ha enviado mi señor padre con el fin de que averigüe qué me ocurre, y espero que no le dirá nada que pueda alarmarle.

Willett estudió aquel tono enronquecido con sumo interés, pero aún prestó mayor atención al rostro de su interlocutor. Experimentaba la sensación de que en aquella escena había algo de anormal y recordó lo que la familia de Charles le había contado acerca de la impresión que había recibido una noche el mayordomo de la casa. Hubiera preferido que reinara un poco más de luz en la sala, pero no pidió que se descorrieran las cortinas. Se limitó a preguntar a su interlocutor qué le había impulsado a enviarle aquella angustiada carta hacia poco más de una semana.

—Precisamente iba a hablarle de eso —replicó Ward—. Como usted bien sabe tengo los nervios muy alterados y hago y digo cosas que no se me deben tener en cuenta. Más de una vez le he confiado que me hallo enfrascado en investigaciones de gran trascendencia y la importancia de tales menesteres ha llegado a trastornarme en más de una ocasión. Cualquier hombre se hubiera asustado de lo que he descubierto, pero yo pienso seguir adelante y pronto lograré lo que me proponía. Fui un necio al volver a mi casa y someterme a la vigilancia de esos guardianes. He llegado muy lejos y tengo que seguir adelante. Mi lugar está aquí. Sé que no disfruto de buena reputación entre mis vecinos y, por una debilidad, casi llegué a creer lo que dicen de mí. En lo que hago, mientras lo haga bien, no hay nada de perverso. Tenga usted la bondad de esperar seis meses y le mostraré algo que recompensará sobradamente su paciencia.

»Puedo, sí, decirle que cuento con un medio de adquirir conocimientos mucho más seguro que el que representan los libros, y dejaré que juzgue por sí mismo la importancia de lo que puedo aportar a la historia, a la filosofía y a las artes en virtud de las puertas que ante mí se han abierto. Mi antepasado había logrado traspasarlas cuando aquellos estúpidos entrometidos vinieron a asesinarle. Pero esta vez no ocurrirá nada semejante. Le ruego que olvide todo lo que le escribí y que no tema este lugar ni nada de lo que encierra. El doctor Allen es un hombre excelente y le debo una disculpa por todo lo que le dije acerca de él. Ojalá estuviera aquí, pero su presencia era indispensable en otra parte. Su celo es igual al mío en todo lo que a nuestra investigación concierne, y su ayuda me resulta inapreciable.

Ward hizo una pausa y el doctor apenas supo que decir ni qué pensar. Sintió un profundo desconcierto al oír a su interlocutor repudiar con tanta calma la carta que le había dirigido y, sin embargo, en su fuero interno, estaba convencido de que si bien las palabras que acababa de escuchar eran extrañas, ajenas a quien las pronunciaba e indudablemente producto de una mente desquiciada, la misiva en cambio era trágica por su autenticidad y la semejanza que guardaba con el Charles Ward que él conocía. Trató de desviar la conversación hacia otros derroteros recordando al joven algunos acontecimientos pasados que pudieran restablecer la atmósfera de familiaridad en que transcurrían siempre sus encuentros, pero sus intentos obtuvieron unos resultados realmente grotescos. Lo mismo les ocurrió posteriormente a todos los alienistas. Una parte importante de las imágenes mentales de Ward, principalmente las relacionadas con los tiempos modernos y su propia vida, se había borrado totalmente de su cerebro, en tanto que el conocimiento del pasado que acumulara durante su juventud había surgido de lo más profundo de su subconsciente para devorar todo lo contemporáneo y personal. La información que demostraba poseer el joven acerca del pretérito era de naturaleza anormal y francamente estremecedora y, en consecuencia, hacía lo posible por ocultarla. Pero cada vez que Willett mencionaba algún tema favorito de su época de estudiante de tiempos pasados, aclaraba el joven la cuestión con un lujo de detalles inconcebible en ningún mortal y que hacía al doctor estremecerse.

No era normal saber cómo se le había caído exactamente la peluca al inclinarse hacia delante al actor que hacía el papel de juez en la representación que ofrecieron los alumnos de la Academia de Arte Dramático del señor Douglas, situada en King Street, el 11 de febrero de 1762, jueves por cierto, ni que los actores cortaron de tal modo el texto de la obra de Steele, El Amante consciente, que el público casi se alegró cuando las autoridades, impulsadas por sus creencias baptistas, cerraron el teatro dos semanas más tarde. El hecho de que la diligencia de Thomas Sabin, que hacía la ruta de Boston, fuera «incómoda hasta la exageración», podían mencionarlo cartas de la época, pero, ¿qué erudito en su sano juicio podía afirmar que el chirrido que producía la muestra de la taberna de Epenetus Olney (la corona de colores chillones que había colgado cuando decidió dar al local el nombre de Café Real) sonaba exactamente igual a las primeras notas de esa pieza de jazz que transmitían ahora todas las radios de Pawtuxet?

Ward, sin embargo, no se dejó llevar demasiado por aquel camino. Los temas modernos y personales los rechazaba de raíz, en tanto que los referentes al pasado, aun siendo más de su agrado, parecían aburrirle. Evidentemente, lo único que deseaba era que su visitante quedara lo bastante satisfecho como para que se fuera sin intención de regresar . A este fin se ofreció a enseñarle a Willett la casa, e inmediatamente le acompañó en un recorrido de todas las habitaciones, desde la bodega hasta el desván. Willett, que examinaba todo atentamente, observó que los libros eran demasiado pocos y demasiado vulgares para haber llenado los amplios espacios vacíos de la biblioteca de la casa de Ward, y que el llamado «laboratorio» no era más que una especie de decorado. Evidentemente, había otra biblioteca y otro laboratorio en otra parte, aunque era imposible decir dónde. Esencialmente derrotado en la búsqueda de algo que no podía precisar, Willett regresó a la ciudad antes del anochecer y contó al señor Ward todo lo sucedido. Convinieron ambos en que el joven había perdido la razón, pero decidieron no tomar por el momento ninguna medida drástica. Por encima de todo, convenía que la señora Ward ignorara aquellas tristes circunstancias, aunque algo debían hacerle sospechar las extrañas notas mecanografiadas que recibía de su hijo.

El señor Ward decidió visitar en persona al joven presentándose de improviso en el bungalow. Una noche, el doctor Willett le acompañó en automóvil hasta las inmediaciones de la casa y esperó pacientemente su regreso. La sesión fue larga, y el padre volvió de ella entristecido y perplejo. La recepción de que fue objeto fue muy semejante a la que había hallado Willett, con la diferencia de que esta vez Charles tardó un tiempo considerable en aparecer desde que el visitante se hubo abierto paso hasta el vestíbulo y despedido al portugués con su imperiosa exigencia. En el comportamiento de su hijo no hubo el menor rasgo de amor filial. No había apenas luz en la estancia en que se celebró la entrevista, pero el joven se quejó de que la claridad le molestaba enormemente. No habló en voz alta en ningún momento pretextando que le dolía mucho la garganta, pero en su ronco susurro había algo tan inquietante que el señor Ward no logró sobreponerse a la impresión que le causara.

Definitivamente unidos para hacer todo lo posible por devolver al joven Charles la salud mental, Ward y el doctor Willett comenzaron a reunir datos sobre el caso. Lo primero que estudiaron fueron las habladurías que corrían por Pawtuxet, cosa que resultó bastante fácil ya que ambos tenían buenos amigos por aquellos contornos. El doctor Willett recogió la mayor parte de los rumores, ya que la gente hablaba más francamente con él que con el padre del personaje en cuestión, y de todo lo que oyó pudo colegir que la vida del sucesor de Ward era realmente extraña. Casi todos los habitantes de Pawtuxet relacionaban el bungalow con la oleada de vampirismo del año anterior, y las idas y venidas nocturnas de los camiones que a él se dirigían, eran objeto de suspicaces comentarios. Los comerciantes locales hablaban con extrañeza de los pedidos que hacía el criado mulato, y en especial de las grandes cantidades de carne y de sangre fresca que encargaba a dos carniceros de las inmediaciones. Para una casa en la que sólo vivían tres personas, aquellos pedidos resultaban completamente desproporcionados.

Luego estaba el asunto de los ruidos subterráneos. Los informes acerca de ellos fueron más difíciles de recoger, pero una vez reunidos se vio que todos coincidían en ciertos detalles básicos. Eran, sin duda alguna, de naturaleza ritual, sobre todo cuando el bungalow estaba a oscuras. Desde luego, podían proceder de la bodega, pero los rumores insistían en que había criptas más profundas y más amplias. Recordando las antiguas habladurías acerca de las catacumbas de Joseph Curwen y dando por sentado que el joven, guiándose por alguno de los documentos encontrados junto con el cuadro había elegido el bungalow por hallarse éste emplazado exactamente en el lugar donde se alzara la granja de su antepasado, buscaron afanosamente la puerta que se mencionaba en los viejos manuscritos y que, según éstos, debía hallarse muy próxima a la orilla del río. En cuanto a la opinión general sobre los habitantes del bungalow, no cabía duda de que el mulato portugués era sencillamente detestado, el barbudo doctor temido, y el joven erudito profundamente aborrecido. Durante las últimas dos semanas, Charles había cambiado mucho, decían. Había renunciado a sus intentos por mostrarse agradable y en las pocas ocasiones en que se aventuraba a salir al exterior, hablaba únicamente con un susurro ronco y extrañamente repelente.

Tales fueron los cabos y fragmentos de información que lograron reunir por aquí y por allá el señor Ward y el doctor Willett. Basándose en ellos mantuvieron serias y prolongadas conferencias en que se esforzaron ambos por ejercitar al máximo sus dotes de deducción, inducción e inventiva y trataron de relacionar todos los hechos conocidos de la vida del joven, incluida la angustiosa carta que el médico se había decidido a mostrar al fin, con la escasa documentación de que disponían acerca de Joseph Curwen. Habrían dado cualquier cosa por poder echar una ojeada a los documentos que Charles había encontrado, pues era evidente que la clave de la locura del joven radicaba en lo que éste había descubierto acerca del siniestro mago y sus actividades.

<p>4</p>

Y, sin embargo, el siguiente acontecimiento decisivo en aquel caso tan singular no sobrevino como consecuencia de ninguna medida adoptada ni por el señor Ward ni por el médico. Uno y otro, desconcertados y confundidos por una sombra demasiado informe e intangible para poder combatirla, habían permanecido con los brazos cruzados, como quien dice, mientras las notas mecanografiadas que el joven Ward seguía dirigiendo a sus padres, se hacían cada vez más espaciadas. Pero llegó el día primero de mes, con sus acostumbrados ajustes financieros, y los empleados de ciertos bancos comenzaron a menear la cabeza extrañados y a telefonearse unos a otros. Varios de ellos, que conocían a Charles Ward sólo de vista, se presentaron en el bungalow para preguntarle por qué todos los cheques que habían recibido de él recientemente presentaban una burda falsificación de su firma, a lo que Ward respondió que durante las últimas semanas su mano se había visto tan afectada por un shock nervioso que le resultaba imposible seguir escribiendo normalmente, argumento que no logró tranquilizar a sus interlocutores tanto como él hubiera deseado. Dijo también poder demostrar la verdad de su afirmación por el hecho de que se había visto obligado a mecanografiar todas las cartas, incluso las que dirigía a sus padres, como estos podrían confirmar.

Lo que sorprendió e intrigó a los visitantes no fue aquella explicación, que ni carecía de precedente ni resultaba especialmente sospechosa, ni tampoco las habladurías que corrían por Pawtuxet y cuyos ecos habían llegado a sus oídos. Lo que llamó su atención fue que el confuso razonamiento del joven revelaba un olvido total de importantes transacciones financieras de las que se había ocupado en persona hacía sólo un par de meses. Algo muy raro había en todo aquello, ya que a pesar de la aparente coherencia de sus palabras existía un mal disfrazado desconocimiento de detalles de vital importancia. Por otra parte, aunque ninguno de aquellos hombres conocía a Ward íntimamente, no pudieron dejar de observar el cambio que se había operado en su lenguaje y en sus modales. Habían oído comentar su afición a la historia, pero jamás habían visto a un erudito de esa clase utilizar el habla y los gestos correspondientes a una época pretérita. Aquella combinación de ronquera, parálisis parcial de las manos, pérdida de memoria y alteración de la conducta y del habla, sólo podía significar que el joven estaba enfermo de gravedad y, en consecuencia, decidieron que se imponía conferenciar urgentemente con el padre del infortunado joven.

El 6 de marzo de 1928 se celebró una seria y prolongada reunión en la oficina del señor Ward, después de la cual éste acudió desolado a consultar al doctor Willett. Examinó el médico las extrañas firmas de los cheques y las comparó mentalmente con la caligrafía de la última carta que había recibido de Charles. Desde luego el cambio era radical y profundo aunque en la nueva escritura no dejaba de haber algo siniestramente familiar. Los rasgos tenían una clara tendencia arcaizante y eran completamente distintos a los que el joven había utilizado siempre. Pero lo más curioso del caso era que el doctor Willett tenía la sensación de haberlos visto anteriormente. En conjunto, era evidente que Charles estaba loco y, puesto que no se hallaba en condiciones ni de administrar su fortuna ni de mantener un trato normal con el resto de la sociedad, debía tomarse rápidamente alguna medida para su internamiento y posible curación. Fue entonces cuando se llamó a consulta a los alienistas Peck y Waite, de Providence, y Lyman, de Boston. El señor Ward y el doctor Willett les informaron exhaustivamente del caso y juntos examinaron todos los libros y documentos que el joven había dejado en su biblioteca a fin de averiguar cuáles eran los que se había llevado y deducir de ello cómo había evolucionado su pensamiento. Después de revisarlo todo cuidadosamente y de analizar la carta que el joven había escrito al doctor Willett, convinieron los alienistas en que los estudios de Charles Ward habían sido de una naturaleza capaz de trastornar a cualquier intelecto normal. Habrían querido examinar los volúmenes y documentos que tenía entonces el joven en su posesión, pero sabían que eso sólo podrían conseguirlo tras una terrible escena y ni así estaban seguros de poder lograrlo. Willett se entregó al estudio del caso con febril energía. Fue entonces cuando obtuvo la declaración de los obreros que habían presenciado el hallazgo de los documentos tras el retrato de Curwen y cuando averiguó el verdadero significado de la mutilación de los periódicos llevada a cabo por el joven, pues acudió a los archivos del Journal y allí pudo averiguar cuál era el contenido de los artículos en cuestión.

El jueves ocho de marzo, los doctores Willett, Peck, Lyman y Waite acompañados por el señor Ward, visitaron al joven sin ocultarle el propósito de su visita y sometieron al que ya consideraban su paciente a un minucioso interrogatorio. Charles, a pesar de que tardó bastante tiempo en acudir a su presencia y cuando lo hizo llegó con las ropas impregnadas por los fétidos olores de su laboratorio, no se mostró recalcitrante en modo alguno. Admitió sin reservas que su memoria y su equilibrio nervioso se habían visto afectados por su apasionada dedicación a estudios muy complejos. No ofreció resistencia cuando los visitantes insistieron en que debía cambiar de alojamiento y, aparte de la pérdida de la memoria, manifestó un alto grado de inteligencia. Su comportamiento hubiera engañado por completo a los alienistas de no haber sido por la tendencia arcaizante de su lenguaje y por el hecho de que las ideas antiguas habían sustituido en su cerebro a las modernas, lo cual indicaba sin lugar a dudas una flagrante anormalidad mental. De su trabajo no dijo más que lo que había dicho anteriormente a su familia y al doctor Willett, y en cuanto a la extraña carta que había escrito hacía un mes, la atribuyó a los nervios y a la histeria. Insistió en que no había en su sombrío bungalow más laboratorio ni biblioteca que los visibles y se negó a explicar la ausencia en la casa de los olores que permeaban su ropa. Las murmuraciones del vecindario las atribuyó a la imaginación colectiva impulsada por una curiosidad frustrada. En cuanto al paradero del doctor Allen, dijo no tener libertad para afirmar nada concreto, pero aseguró a sus visitantes que el barbudo extranjero de gafas oscuras regresaría cuando fuera necesario. Al despedir al estólido mulato, el cual resistió sin parpadear el interrogatorio a que le sometieron los visitantes, y al cerrar el bungalow que parecía albergar oscuros secretos, Ward no manifestó el menor nerviosismo aparte de una tendencia apenas perceptible a detenerse a escuchar, como si tratara de percibir algún sonido muy débil. Le animaba al parecer una tranquila resignación filosófica, como si juzgara aquel traslado un incidente sin importancia decisiva. Era evidente que confiaba en salir con bien de la prueba a que iba a ser sometido. Se decidió no informar a su madre de lo ocurrido; el señor Ward seguiría enviándole notas mecanografiadas en nombre de su hijo. Ward ingresó en la apacible clínica particular del doctor Waite, situada en un pintoresco lugar de la isla de Conanicut, en plena bahía, donde fue sometido a rigurosa observación y fue interrogado por todos los médicos relacionados con el caso. Fue entonces cuando se descubrieron las anomalías físicas que presentaba: la lentitud de su metabolismo, la curiosa estructura molecular de su epidermis y la desproporción de sus reacciones nerviosas. El doctor Willett fue el más desconcertado de todos los que le examinaron, ya que por haber asistido a Ward desde que éste viniera al mundo podía apreciar mejor que sus colegas el alcance de aquel proceso de alteración física. Incluso la marca de nacimiento que tuviera siempre en la cadera había desaparecido, al mismo tiempo que se había formado en su pecho una especie de verruga o mancha alargada negra que llevó a Willett a preguntarse si habría asistido el joven a alguna de aquellas ceremonias que, según se decía, celebraban las brujas en parajes agrestes y solitarios y en las cuales se marcaba a los asistentes. A la mente del doctor acudió inevitablemente el recuerdo de cierto fragmento de la transcripción de un juicio celebrado en Salem, fragmento que Charles le había mostrado en la época anterior a su demencia y que decía: «El señor G. B. impuso aquella noche la Marca del Diablo a Bridget S., Jonathan A., Simon O., Deliverance W., Joseph C., Susan P., Mehitable C. y Deborah B.» También el rostro de Charles le inquietaba horriblemente hasta que por fin descubrió la causa de aquella impresión. Sobre el ojo derecho del joven había una marca que hasta entonces nunca había visto allí: una pequeña cicatriz exactamente igual a la que viera un día en el retrato de Joseph Curwen y que quizá fuera resultado de alguna espantosa inoculación ritualista a la cual se hubieran sometido ambos en una etapa determinada de sus investigaciones en el campo del ocultismo.

Mientras Willett intrigaba de esta forma a todos los médicos del hospital, se seguía manteniendo una estrecha vigilancia sobre la correspondencia dirigida al paciente o al doctor Allen, correspondencia que se entregaba religiosamente al señor Ward. Willett había predicho que aquella vigilancia resultaría inútil, porque lo más probable era que cualquier información vital que alguien quisiera transmitir a cualquiera de los dos habría de llegar por medio de un mensajero, pero lo cierto es que a finales de marzo llegó una carta de Praga dirigida al doctor Allen que dio mucho que pensar al doctor y al padre de Charles. La caligrafía era muy arcaica, y aunque evidentemente la misiva no había sido escrita por un extranjero, no estaba tampoco redactada en inglés moderno. Decía:

Kleinstrasse, 11

Alstadt, Praga

11, febrero de 1928

Hermano en Almousin-Metraron:

En este día recibo noticia de lo que se elevó de las Sales que envié a su merced. No era ése el resultado que esperaba. de lo cual se deduce que las lápidas habían sido cambiadas cuando Barnabus envió el Espécimen. Ocurre esto a menudo, como sabrá su merced por lo ocurrido con lo hallado en la Capilla Real en 1769 y en el Cementerio Viejo en 1690. Cosa muy semejante ocurrióme en Egipto 75 años ha, de lo cual me vino la cicatriz que viera el Muchacho en 1924. Encarezco de nuevo a su merced lo que le aconsejé tiempo ha, que ejercite gran cautela y no llame a su presencia, ni a partir de las Sales ni de más allá de las Esferas, a nadie que no pueda hacer desaparecer. Tenga siempre su merced preparada la Invocación necesaria para ello y nunca confíe hasta estar bien seguro de Quién ha requerido a su presencia. Cambiadas suelen estar las lápidas en nueve de cada diez tumbas y conveniente es desconfiar hasta que se ha empezado a interrogar. Igualmente en el día de hoy recibí noticia de H. quien se ha visto en grandes dificultades con los soldados. Laméntase de que Transilvania haya pasado a manos de Rumania y trasladaríase a otro lugar si no abundara tanto su Castillo en lo que ya sabemos. No tardará en recibir noticias suyas. Envío a su merced algo encontrado en una Tumba de Oriente y que habrá de complacerle en gran manera, y reitero mi deseo de disponer de B. F. si puede procurármelo. Conoce a G. en Filadelfia mejor que yo. Utilícelo primero si así lo desea, pero no hasta tal punto que provoque su enojo, pues finalmente, habré de interrogarle yo también.

Yog-Sothoth Neblod Zin

Simon O.

J. C.

Providence

El señor Ward y el doctor Willett quedaron profundamente desconcertados ante la increíble muestra de locura que constituía aquella carta. Sólo por grados consiguieron asimilar su posible significado. ¿De modo que había sido el doctor Allen y no Charles el cerebro dominante en Pawtuxet? Eso podría explicar la angustiada referencia a Allen en la última carta que escribiera el joven. Pero, ¿qué pensar en cuanto al hecho de que la carta fuera dirigida a J. C.? Sólo cabía hacer una deducción, pero hasta las monstruosidades tienen un límite. ¿Quién sería Simon O.? ¿El anciano a quien Charles había visitado en Praga cuatro años antes? Tal vez, pero evidentemente había existido siglos antes otro Simon O., Simon Orne, por otro nombre Jedediah de Salem, desaparecido en 1771 y cuya peculiar caligrafía acababa de reconocer en la misiva el doctor Willett gracias a las copias de las fórmulas de Orne que Charles le había mostrado en cierta ocasión. ¿Qué horrores y misterios, qué contradicciones y violaciones de las leyes de la naturaleza habían vuelto después de siglo y medio a turbar la paz de la antigua Providence dormida entre torres y chapiteles?

El padre y el anciano médico, sin saber qué hacer ni qué pensar, fueron a visitar a Charles al hospital y le interrogaron con la mayor delicadeza posible acerca del doctor Allen, de su viaje a Praga y de lo que sabía sobre Simon o Jedediah Orne, de Salem. El joven respondió cortésmente a todas sus preguntas sin comprometerse, limitándose a decir con un ronco susurro que había descubierto que el doctor Allen poseía extraordinarias dotes para ponerse en contacto con los espíritus del pasado y que suponía que quienquiera que fuese su corresponsal de Praga debía poseer las mismas dotes. Al salir de la clínica, el doctor Willett y el señor Ward cayeron en la cuenta de que los interrogados había sido ellos en realidad, ya que sin revelar nada especial acerca de sí mismo, el joven les había sonsacado hábilmente acerca del contenido de la carta procedente de Praga.

Los doctores Peck, Waite y Lyman por su parte se mostraron muy poco inclinados a conceder importancia a la extraña correspondencia que mantenía el compañero del joven Ward. Sabían de la tendencia propia de excéntricos y monomaníacos a relacionarse entre sí y creyeron sencillamente que Charles o Allen habían trabado amistad con algún loco expatriado, un individuo que probablemente había tenido ocasión de ver la caligrafía de Orne y la imitaba con el fin de hacerse pasar por reencarnación de aquel misterioso personaje. Quizá el doctor Allen fuera un caso similar y hubiera logrado convencer al joven de que se había reencarnado en él el espíritu de su antepasado Joseph Curwen. No era la primera vez que ocurrían cosas semejantes y, basándose en esos antecedentes, descartaron los testarudos doctores la creciente inquietud del doctor Willett con respecto a la escritura de su paciente, pues creía el buen médico haber hallado al fin la explicación de la extraña familiaridad que encontraba en aquella escritura y que no se debía a otra cosa que a la semejanza que guardaba con la caligrafía del propio Curwen. Consideraron los alienistas aquella semejanza como propia de una fase imitativa característica del tipo de manía que padecía el joven, y se negaron a concederle importancia, ni en sentido positivo ni afirmativo. Ante la prosaica actitud de sus colegas, Willett aconsejó al señor Ward que no les mostrara la carta que llegó de Rakus, Transilvania, el día 2 de abril, dirigida al doctor Allen, y que mostraba una caligrafía tan semejante a la del volumen en clave de Hutchinson que el padre y el médico se detuvieron unos instantes, espantados, antes de abrir el sobre. Decía la carta:

Castillo de Ferenczy

7 de marzo de 1928

Querido C.:

Subido ha en el día de hoy un escuadrón de 20 soldados con el fin de interrogarme acerca de lo que sobre mí se murmura en el lugar. Debo pues excavar más y obrar con mayor sigilo. Son estos rumanos gente difícil, muy otra de aquellos húngaros a quienes se podía comprar con alimentos y buen vino. Envióme M. hará un mes el sarcófa*go de las Cinco Esfinges de la Acrópolis y por tres veces he hablado con Lo Que en él estaba inhumado. Tan luego como acabe, lo enviaré a Praga, a S. O., quien lo remitirá a su merced. Mostróse testarudo, pero ya sabemos cómo tratar a los que tal naturaleza manifiestan. Juzgo prudente en extremo su decisión de no conservar tantos Custodios que puedan ser hallados en caso de Dificultad, como bien recordará su merced por propia experiencia. Podrá así trasladarse a otro emplazamiento con más facilidad, aunque hago votos por que no se vea en tal necesidad. Mucho me alegra que no trafique tanto su merced con Los del Exterior, pues hay en ello Peligro de Muerte y no hemos olvidado lo que ocurrió cuando pidió protección a quien no quiso dársela. Mucho me felicito asimismo de que haya perfeccionado la fórmula hasta el punto de que Otro pueda recitarla con los debidos resultados. Ya Borellus anunciaba que así había de ocurrir si se pronunciaban las palabras exactas y adecuadas. ¿Usa a menudo de ellas el Muchacho? Mucho lamento que manifieste tantos escrúpulos, como ya me temí cuando le tuve aquí en mi compañía, pero confío en que su merced sabrá aplacarle, si no con Invocaciones, que sólo sirven para reducir a Aquellos que de las Sales se elevan, sí con mano fuerte, cuchillo y pistola. No son difíciles de cavar las tumbas, ni de preparar los ácidos apropiados. Informado estoy de que O. le ha prometido el envío de B. F. y mucho le encarezco me lo envíe a mi después. B. le visitará pronto y es posible que le proporcione el Objeto Oscuro hallado bajo la ciudad de Memphis. Le recomiendo que ponga el mayor cuidado en sus Invocaciones y desconfíe del Muchacho. No pasará un año antes de que podamos convocar a las Legiones Inferiores y entonces nuestro poder no tendrá límite. Ruégole que deposite en mí su confianza y recuerde que O. y yo hemos dispuesto de 150 años más que su merced para estudiar estas materias.

Nephreu-Ka nai Hadoth

E. H

J. Curwen.

Providence.

Pero si Willett y Ward se abstuvieron de mostrar aquella carta a los alienistas, no por ello dejaron de actuar por su cuenta. Ni el más sabio y erudito de los mortales podía negar que el barbudo doctor Allen, el cual había descrito Charles en su frenética carta como una monstruosa amenaza, se hallaba en estrecho contacto con dos seres inexplicables a los cuales había visitado Ward en el curso de sus viajes y que decían ser antiguos colegas de Curwen en Salem o reencarnaciones de ellos, que el doctor Allen se consideraba reencarnación del propio Joseph Curwen, y que albergaba siniestros propósitos con respecto a un «muchacho» que no podía ser otro que Charles Ward. Aquello era una pesadilla cuidadosamente planeada y, al margen de quién fuera responsable de ella, lo cierto es que Allen llevaba ahora la batuta. En consecuencia, y tras dar gracias al Cielo por el hecho de que Charles se hallara a salvo en la clínica, el señor Ward se apresuró a contratar a unos nuevos detectives para que averiguara n todo lo que pudieran acerca del barbudo doctor, en especial cuál era su procedencia, qué se sabía de él en Pawtuxet, y, a ser posible, su actual paradero. Les entregó la llave del bungalow que Charles le había dado al ingresar en la clínica y les encargó que registraran minuciosamente la habitación de Allen, la cual le había señalado su hijo cuando fueron a recoger sus objetos personales. Fue en la antigua biblioteca de Charles donde habló el señor Ward con los detectives contratados, quienes experimentaron una extraña sensación de alivio al salir de la habitación, pues parecía flotar en ella una vaga aura diabólica. Tal vez su impresión se debiera a lo que habían oído decir acerca del maligno personaje cuyo retrato colgara en una de las paredes de la biblioteca, tal vez a otra razón distinta e infundada, pero el caso es que todos creyeron detectar una especie de miasma intangible que a veces alcanzaba la intensidad de una emanación material.

<p><cite></cite>Una Pesadilla Y Un Cataclismo</p>
<p>1</p>

Muy poco tiempo después de ocurrir los hechos mencionados, sobrevino la espantosa experiencia que dejó una huella indeleble en el alma de Marinus Bicknell Willett y que añadió una década a la edad que aparentaba aquel hombre cuya juventud había quedado ya muy atrás. Willett había conferenciado largamente con Ward y ambos habían llegado a un acuerdo sobre diversos puntos que sin duda los alienistas juzgarían ridículos. Admitieron que existía en el mundo una asociación terrible, cuya conexión directa con una nigromancia más antigua incluso que la brujería de Salem no podía ponerse en duda. Que por lo menos dos hombres —y otro en el cual ni se atrevían a pensar— estaban en absoluta posesión de mentes o personas que existían ya en 1690 ó incluso antes, era algo asimismo indiscutiblemente demostrado, a pesar de todas las leyes naturales conocidas. Lo que aquellas espantosas criaturas —además de Charles Ward— estaban haciendo o se proponían hacer quedaba bastante claro a juzgar por sus cartas y por todos los datos, relativos al pasado y al presente, que se conocían sobre el caso. Estaban saqueando tumbas de todas las épocas, incluidas las de los hombres más sabios y eminentes de la historia, con la esperanza de extraer de sus cenizas vestigios de la conciencia y erudición que un día les animara e informara.

Un espantoso comercio tenía lugar entre aquellos seres de pesadilla que adquirían huesos ilustres con el frío cálculo del estudiante que compra un libro de texto y que creían que aquel polvo centenario había de proporcionarles un poder y una sabiduría muy superiores a las que el mundo había visto nunca concretadas en un hombre o en un grupo. Habían descubierto medios sacrílegos para mantener vivos sus cerebros, bien en sus mismos cadáveres o en cadáveres distintos, y era evidente que habían descubierto el método de reavivar y absorber la conciencia de los muertos. Por lo visto había algo de cierto en lo que escribió aquel mítico Borellus acerca de la preparación, incluso a base de restos muy antiguos, de ciertas «Sales Esenciales» capaces de reavivar la sombra de seres muertos hacía mucho tiempo. Existía una fórmula para evocar la sombra en cuestión y otra para hacerla desaparecer de nuevo, y ambas las habían perfeccionado de tal modo que ahora podían enseñar a otros a recitarlas con éxito. Pero, al parecer, era menester andarse con cuidado en las evocaciones, pues las lápidas estaban en muchos casos cambiadas.

Willett y el señor Ward se estremecían al pasar de conclusión en conclusión. Había métodos también, al parecer, para atraer presencias y voces de lugares desconocidos lo mismo que de las tumbas, proceso sobre el que había que ejercer también mucha cautela. Joseph Curwen había evocado sin duda muchas cosas prohibidas, y en cuanto a Charles... ¿qué podían pensar de él? ¿Qué fuerzas procedentes de la época de Curwen o de «más allá de las esferas» le habían alcanzado para trastornar su mente? Estaba claro que había sido impulsado a hallar ciertas instrucciones que luego había utilizado. Había hablado con cierto hombre en Praga y permanecido largo tiempo con él en las montañas de Transilvania. Y, finalmente, debía haber encontrado la tumba de Joseph Curwen. Aquel artículo del periódico y los ruidos que su madre había oído durante la noche, eran demasiado significativos para pasarlos por alto. Charles había invocado la presencia de alguien, y ese alguien había atendido a su llamada. Aquella poderosa voz que resonó en la casa el Viernes Santo y aquellos tonos distintos que se oyeron en el cerrado laboratorio del desván... ¿no constituían acaso una espantosa prefiguración del temido doctor Allen y su susurro espectral? Sí, aquello era justamente lo que el señor Ward había intuido con vago horror en la conversación que había mantenido con aquel hombre —si era tal— por teléfono.

¿Qué diabólica voz o conciencia, qué morbosa presencia o sombra espectral había acudido en respuesta a los ritos secretos que ejecutaba Charles Ward tras esa puerta cerrada? Aquella discusión en que se distinguieron claramente las palabras «debe permanecer rojo tres meses». ¡Santo Cielo: ¿No había sido por entonces cuando había estallado la ola de vampirismo, cuando se había profanado la tumba de Ezra Weeden, cuando se habían oído gritos terribles en Pawtuxet? ¿Qué mente había planeado la venganza y había vuelto a descubrir la sede abandonada de antiguas blasfemias? Y luego el bungalow, y el forastero barbudo, y las murmuraciones y el miedo. Ni el señor Ward ni Willett podían explicarse la locura final de Charles, pero estaban convencidos de que la mente de Joseph Curwen había regresado a la tierra y continuaba su siniestra labor. ¿Era realmente una posibilidad la posesión demoníaca? Allen indudablemente tenía que ver con todo aquel asunto y los detectives tenían que averiguar algo más acerca de aquel hombre cuya existencia amenazaba la vida del joven. Entretanto, puesto que la existencia de una vasta cripta bajo el bungalow estaba virtualmente demostrada, habían de procurar encontrarla, y con tal fin Willett y el doctor Ward, conscientes de la actitud escéptica de los alienistas, decidieron llevar a cabo una exploración minuciosa y sin precedentes del bungalow, para lo cual acordaron encontrarse allí a la mañana siguiente provistos de herramientas y accesorios apropiados para la tarea que pensaban llevar a cabo.

La mañana del 6 de abril amaneció clara y los dos exploradores se encontraron a las diez en punto en el lugar acordado Abrieron con la llave del señor Ward y efectuaron un registro superficial del edificio. Del desorden que reinaba en la habitación del doctor Allen, dedujeron que los detectives ya habían hecho acto de presencia allí, y el señor Ward manifestó su esperanza de que hubieran encontrado alguna pista valiosa, Desde luego, lo más interesante era la bodega, de modo que los exploradores descendieron a ella sin mas dilación, recorriendo el mismo camino que cada uno de ellos había seguido por separado en compañía de Charles.

El suelo de tierra y las paredes de piedra de la bodega tenían un aspecto tan macizo e inocente, que la idea de que allí pudiera haber una abertura resultaba casi absurda. Willett reflexionó sobre el hecho de que la bodega actual había sido excavada en la ignorancia de que por debajo de ella existieran unas catacumbas, y que, por lo tanto, el pasadizo que comunicara con ellas, si es que lo había, tenía que ser obra del joven Ward y sus compañeros.

El doctor trató de ponerse en el lugar de Charles con el fin de averiguar cuál podría haber juzgado éste el lugar más propicio para dar comienzo a las excavaciones, pero el método no aportó ninguna inspiración. Se decidió después por el sistema de eliminación y examinó detenidamente toda la superficie del subterráneo en sentido vertical y horizontal, pulgada a pulgada. Las posibilidades quedaron así reducidas a una pequeña plataforma que había delante de los lavaderos, la cual ya había tratado de levantar anteriormente. Ahora, probando en todos los sentidos y ejerciendo doble presión, acabó por descubrir que la plataforma giraba y se deslizaba horizontalmente sobre un eje situado en una esquina. Debajo de la plataforma apareció una superficie de hormigón y lo que parecía ser una boca de acceso a niveles inferiores cubierta por una trampa de hierro hacia la cual se lanzó inmediatamente el señor Ward con excitado celo. No le costó mucho alzarla, y apenas lo había hecho cuando el doctor Willett reparó en el extraño aspecto que mostraba su acompañante. Oscilaba y cabeceaba como presa de un fuerte mareo provocado, como pronto descubrió el doctor, por la corriente de aire fétido que surgía de aquel agujero, Un momento después había caído al suelo desvanecido y el doctor Willett trataba de reanimarle rociándole el rostro con agua fría. El señor Ward reaccionó débilmente, pero era indudable que el aire pestilente de la cripta le había afectado seriamente. Willett, que no deseaba correr ningún riesgo inútil, se dirigió apresuradamente a Broad Street en busca de un taxi, en el cual envió a casa a su compañero sin prestar oídos a sus débiles protestas. Luego, sacó una linterna eléctrica, se tapó la boca y la nariz con una venda de gasa esterilizada y se dispuso a bajar a las profundidades recién descubiertas. La fetidez que emanaba de aquel agujero parecía haber amainado un poco, y así pudo arrojar el haz de luz de la linterna al interior. Se trataba, vio, de un pozo cilíndrico de paredes de cemento y escalerilla de hierro que iba a terminar en un tramo de viejos escalones de piedra, los cuales debieron emerger originalmente a la superficie un poco más al sur del actual edificio.

Willett admite francamente que, durante unos momentos, el recuerdo de lo que había oído acerca de Curwen le impidió descender a aquel maldito agujero. No pudo evitar pensar por unos segundos en lo que Luke Fenner había escrito sobre aquella monstruosa noche postrera. Luego, el sentido del deber se impuso a su miedo, y bajó llevando una gran maleta en la que pensaba guardar los papeles que pudiera encontrar. Lentamente, como correspondía a un hombre de su edad, bajó las escalerillas de hierro y llegó a los resbaladizos peldaños del fondo. La linterna le reveló que la mampostería era muy antigua, y sobre las paredes rezumantes de humedad vio el insalubre musgo acumulado durante siglos. Los peldaños profundizaban en las entrañas de la tierra, no en espiral, sino en tres bruscos giros, y entre tales angosturas que apenas había espacio en aquel pasadizo para dos hombres. Llevaba contados unos treinta escalones, cuando llegó a sus oídos un leve sonido. A partir de ese momento, ya no pudo contar más.

Era un sonido impío, uno de esos insidiosos ultrajes de la naturaleza que no tienen razón de ser. Calificarlo de lamento opaco, de gemido de un condenado, o de aullido desesperanzado en que se aunaban la angustia y el dolor de una carne sin mente, no habría bastado para describir su calidad esencial de repugnante ni para explicar el espanto que despertaba en el espíritu. ¿Era aquello lo que Ward se había detenido a escuchar el día que se lo llevaron del bungalow? Era el sonido más impresionante que Willett había oído en su vida. Procedía de algún lugar indeterminado y siguió oyéndolo mientras llegaba al pie de la escalera y proyectaba la luz de su linterna sobre las paredes de un pasadizo cubierto de cúpulas ciclópeas y taladrado por numerosos arcos negros. El vestíbulo en el cual se hallaba ahora tenía unos catorce pies de altura y unos diez o doce de anchura. El pavimento era de losas toscamente talladas y las paredes y el techo de mampostería revocada. Era imposible calcular su longitud, pues se prolongaba hacia delante hundiéndose en la oscuridad. Algunos de los arcos tenían una puerta de tipo colonial mientras que otros carecían de ella.

Sobreponiéndose al miedo que despertaban en él la fetidez y los extraños gemidos, Willett comenzó a explorar aquellos arcos uno por uno, hallando tras ellos sendas estancias de regulares dimensiones y bóveda de piedra, estancias aparentemente dedicadas a los más extraños usos. La mayoría de ellas tenían chimeneas cuyo diseño habría podido ser objeto de un interesante estudio de ingeniería. Willett no había visto nunca instrumentos, o atisbos de instrumentos, como los que allí surgían a cada paso entre el polvo y las telarañas acumulados durante siglo y medio, en muchos casos evidentemente destrozados por los antiguos asaltantes de la granja. La mayoría de las estancias no parecían haber sido holladas por pies modernos y debían corresponder a las fases más primitivas de los experimentos de Joseph Curwen. Finalmente, llegó a una habitación más moderna, o al menos de reciente ocupación. Había en ella estufas de petróleo, estanterías de libros, mesas, sillas, armarios y un escritorio en el cual se amontonaban revistas y libros, tanto viejos como nuevos. Había en varios lugares candelabros y lámparas de aceite, y Willett, tras encontrar una caja de fósforos, encendió las que estaban preparadas para su uso.

La luz reveló, sin lugar a dudas, que aquella estancia era nada menos que el estudio o biblioteca de Charles Ward. Buena parte de los libros y muebles que encontró allí el doctor procedían de la mansión de Prospect Street. La sensación de familiaridad que recibió fue tan intensa que casi olvidó el hedor y los extraños sonidos, los cuales eran allí más intensos de lo que habían sido al pie de la escalera. Su primera tarea, tal como había proyectado, consistió en buscar y recoger todos los documentos que parecieran de vital importancia y de un modo especial los que Charles había descubierto detrás del retrato de Joseph Curwen en la casa de Olney Court. Mientras rebuscaba entre papeles y documentos, alcanzó a vislumbrar las proporciones de la tarea que iba a representar el clasificar y descifrar todo aquel material, pues archivo tras archivo estaban todos atestados de papeles que mostraban curiosos dibujos y caligrafías cuyo estudio exigiría meses, si no años, de trabajo. En un momento dado encontró varios paquetes de cartas con matasellos de Praga y de Rakus y que mostraban la escritura característica de Orne y de Hutchinson, todo lo cual dejó a un lado para llevárselo con él después en la maleta.

Al fin, en un secreter de caoba que en otros tiempos había adornado el hogar de los Ward, descubrió Willett los documentos de Curwen, los cuales reconoció por habérselos mostrado Charles en una ocasión muy brevemente. El joven los había conservado juntos tal y como estaban cuando los encontró, pues allí estaban todos los títulos que recordaban los obreros que habían presenciado el hallazgo, exceptuando los documentos dirigidos a Orne y a Hutchinson y la clave para descifrarlos. Willett lo metió todo en la maleta y continuó la búsqueda. Dado que lo más importante era el estado actual del joven Ward, centró su investigación en el material más nuevo y fue entonces cuando descubrió un hecho curioso: que los manuscritos más recientes de puño y letra de Charles se remontaban a dos meses antes. Había, en cambio, resmas y resmas de hojas cubiertas de símbolos y fórmulas, notas históricas y comentarios filosóficos escritos con una caligrafía absolutamente idéntica a la que mostraban los antiguos escritos de Joseph Curwen, aunque eran evidentemente modernas. Estaba claro que en fechas recientes Charles se había dedicado a imitar la caligrafía de su antepasado alcanzando en ello una maravillosa perfección. De una tercera mano, que podía haber sido la de Allen, no había el menor rastro. Si es que era el cerebro rector, debió obligar al joven a que actuara como amanuense suyo.

Entre aquel material nuevo, una fórmula mística o, mejor dicho, un par de fórmulas, aparecían con tanta frecuencia que Willett se las sabía de memoria antes de dar por terminada su búsqueda. Consistían en dos columnas paralelas, la de la izquierda encabezada por el símbolo arcaico conocido con el nombre de «Cabeza de Dragón» y utilizado en almanaques para señalar el nodo ascendente, y precedida la de la derecha por el signo correspondiente a la «Cola de Dragón» o nodo descendente. De forma casi inconsciente cayó en la cuenta el doctor de que los símbolos de la segunda columna eran los de la primera pero escritos al revés, exceptuando los monosílabos finales y el extraño nombre de Yog-Sothoth, el cual había aprendido a distinguir del resto de las fórmulas relacionadas con aquel horrible asunto. De que eran éstas exactamente las que aquí se reproducen, responde el doctor Willett, en cuya memoria despertó la primera un eco extrañamente desagradable que identificó después cuando recordó los acontecimientos del horrible Viernes Santo del año anterior.

Y’AI’NG’NGAH

YOG-SOTHOTH

H’EE — L’GEB

F’AI THRODOG

UAAAH

OGTHROD AI’F

GEB’L —EE’H

YOG-SOTHOTH

‘NGAH’NG AI’Y

ZHRO

Con tanta frecuencia se repetían las fórmulas que sin darse cuenta el doctor comenzó a recitarlas en voz baja. Al fin creyó haber encontrado todos los documentos que por el momento necesitaba y decidió no examinar ninguno más hasta que pudiera traer a todos los escépticos alienistas en masa y llevar a cabo con ellos una investigación más amplia y sistemática. Tenía que encontrar aún el laboratorio oculto, de modo que, dejando su maleta en la estancia iluminada, volvió a internarse en el oscuro pasadizo en cuyas bóvedas seguían resonando sin cesar aquellos apagados y espantosos lamentos.

Las estancias contiguas estaban abandonadas o llenas de cajones rotos y ataúdes de plomo de aspecto ominoso, pero no pudo por menos de impresionarle la magnitud de la tarea que allí había llevado a cabo Curwen. Pensó en los esclavos y marineros que habían desaparecido, en las tumbas profanadas en todas partes del mundo, y en lo que debió ser aquella expedición final contra la granja, y decidió que era mejor no recordar más aquello. De pronto se encontró ante una gran escalera de piedra que, según dedujo, debía conducir a uno de los edificios contiguos a la granja, tal vez a aquel famoso edificio de piedra dotado de estrechas troneras en vez de ventanas. La fetidez y los extraños lamentos aumentaron de intensidad. Willett comprobó que había llegado a un amplio espacio abierto, tan grande que la luz de su linterna no bastaba para iluminarlo, y mientras avanzaba tropezó con unas recias columnas que sostenían los arcos del techo.

Poco después llegó a un círculo de columnas agrupadas como los monolitos de Stonehenge, con un gran altar colocado en el centro sobre una base de tres peldaños. Las figuras talladas en aquel altar eran tan curiosas que Willett se acercó a estudiarlas con su linterna, pero cuando vio lo que eran, retrocedió estremeciéndose y no quiso detenerse a investigar las manchas oscuras que salpicaban la superficie superior y caían por los lados a guisa de regueros. Siguió adelante y encontró la pared opuesta perforada por unos cuantos arcos y horadada por una miríada de pequeñas celdas con verjas de hierro, en el interior de las cuales colgaban de los muros cadenas de hierro rematadas por argollas de diversos tamaños. Aquellas celdas estaban vacías, y, sin embargo, la horrible fetidez y los lúgubres lamentos continuaban asediando al doctor con más insistencia que nunca.

<p>2</p>

No pudo Willett apartar su atención por más tiempo de aquel espantoso hedor y de aquellos pavorosos sonidos que llegaban a aquel gran vestíbulo de columnas más claros y horribles que a cualquier otro lugar del subterráneo, y que parecían proceder de regiones aún más profundas. Antes de inspeccionar uno por uno todos los arcos en busca de una escalera que pudiera conducir hasta ellas, el doctor recorrió con el haz de luz de su linterna el enlosado suelo. A intervalos regulares, había losas taladradas por pequeños agujeros distribuidos caprichosamente, mientras que en un rincón halló una escalera de mano de la cual parecía desprenderse gran parte de aquel olor nauseabundo que lo llenaba todo. Mientras avanzaba lentamente, Willett creyó observar que los sonidos y la fetidez eran mucho más intensos encima de las losas perforadas, como si estas últimas fueran burdas trampillas que condujeran a una región del horror hundida en las entrañas de la tierra. Se arrodilló junto a una de ellas y trato de levantarla. Apenas había comenzado a intentarlo cuando los lamentos subieron de tono, y sólo sobreponiéndose a sus temblores logró el doctor Willett perseverar en su intento. Un hedor insoportable se filtraba a través de aquellos agujeros, y la cabeza comenzó a darle vueltas cuando al fin, tras apartar la losa, proyectó la luz de su linterna hacia la oscura oquedad que había quedado al descubierto.

Si esperaba encontrar un tramo de peldaños que descendieran hacia una sima de abominación, Willett quedó decepcionado, ya que lo único que pudo ver fue la pared de ladrillos de un pozo cilíndrico de una yarda y media, aproximadamente, de diámetro y desprovisto de todo medio de descenso. Mientras la luz buscaba en el fondo de aquel pozo, los lamentos se transformaron en horribles aullidos. Willett tembló, incapaz por un momento de enfrentarse con el espanto que podía acechar en aquel abismo, pero inmediatamente reaccionó, y sacando fuerzas de flaqueza reunió el valor necesario para asomarse al pozo e introducir la linterna en el interior, hasta donde le alcanzaba el brazo, para ver lo que había en el fondo. Durante unos segundos no pudo distinguir más que la viscosa pared de ladrillo cubierta de musgo que se hundía indefinidamente en aquella miasma semitangible de lobreguez, hedor y angustiado frenesí. Luego vio que algo saltaba torpe y furiosamente en el fondo del angosto foso de unos veinte o veinticinco pies de profundidad. La linterna tembló en su mano, pero miró de nuevo para ver qué clase de ser viviente podía morar en la oscuridad de aquel pozo artificial, una criatura viva abandonada allí por el joven Ward cuando los médicos se lo llevaron al hospital y, evidentemente, una de las muchas aprisionadas en los numerosos fosos excavados en la amplia caverna abovedada. Fueran lo que fuesen, no podían tenderse en tan reducido espacio. Aquellas espantosas semanas desde que su dueño les abandonara, debían haberlas pasado agazapados, saltando, gimiendo y esperando.

Pero Marinus Bicknell Willett lamentó toda su vida haber mirado de nuevo, porque a pesar de su larga experiencia como cirujano y de su veteranía en las salas de disección, desde entonces no ha vuelto a ser el mismo. Resulta difícil explicar cómo la visión de un objeto tangible y de dimensiones mensurables pudo cambiar a un hombre hasta tal punto. Lo único que podemos decir es que en torno a ciertos perfiles y entidades flota un poder de simbolismo y sugestión que actúa sobre las perspectivas de un pensador sensible y susurra terribles alusiones a oscuras relaciones cósmicas y a realidades indescriptibles que existen más allá de la ilusión protectora que supone la visión normal. Y fue uno de aquellos perfiles o entidades lo que vio Willett al mirar por segunda vez, y por unos instantes perdió la razón tanto como cualquiera de los pacientes del hospital del doctor Waite. Su mano, desprovista de pronto de fuerza muscular y coordinación nerviosa, dejó caer la linterna, pero sus oídos no llegaron a percibir el espantoso sonido de un masticar de muelas que delataba el destino que ésta había encontrado en el fondo del pozo. Gritó y gritó, y el pánico transformó su tono habitual en una voz de falsete que ni sus amigos más íntimos habrían reconocido. Al ver que no podía ponerse en pie, rodó desesperadamente sobre el húmedo pavimento al que se abrían docenas de pozos tartáreos que arrojaban a la superficie, en respuesta a sus gritos demenciales, exhaustos lamentos y horribles aullidos. Se desolló las manos sobre las ásperas losas y se golpeó la cabeza contra las numerosas columnas, pero siguió avanzando. Lentamente fue recobrando el dominio de sí mismo. Estaba empapado en sudor, sumido en un abismo de negrura y de horror, sin nada con que iluminarse y atormentado por una imagen que ya nunca podría desterrar de su memoria. Bajo sus pies, docenas de aquellos seres continuaban vivos y ahora uno de los fosos estaba abierto. Sabía que lo que había visto no podía trepar por aquellos muros resbaladizos, pero se estremecía ante la posibilidad de que existiera alguna escalerilla que le hubiera ocultado la oscuridad.

No sabría decir qué era aquel ser. Se asemejaba a las figuras talladas en el diabólico altar, pero estaba vivo. La Naturaleza no había podido darle aquella forma, pues se trataba, sin duda, de una criatura inacabada. Las deficiencias eran del tipo más sorprendente y las anormalidades de proporción hacían imposible toda descripción. Willett sólo se atreve a decir que debía representar a las identidades que Ward había invocado a partir de sales imperfectas y que mantenía para fines serviles o ritualistas. De no haber tenido un significado concreto, su imagen no habría aparecido tallada en aquel altar maldito. Cierto que no era aquello lo peor que se representaba en el ara, pero tampoco Willett había abierto el resto de los fosos. En aquel momento, la primera idea que le vino a la cabeza fue un párrafo de uno de los documentos relativos a Curwen y que había digerido hacía ya tiempo, una frase de aquella portentosa carta escrita por Simon o Jedediah Orne, confiscada por los ciudadanos de Providence, y dirigida al desaparecido brujo. Decían aquellas líneas: «Ciertamente fue muy grande el espanto que provocara en él la forma que evocara a partir de aquello de lo que pudo conseguir sólo una parte.»

Luego, sin desplazar esta imagen, sino más bien superponiéndose a ella, acudió a su memoria el recuerdo de los rumores que corrieron acerca de aquel ser quemado y retorcido hallado en pleno campo una semana después de la expedición contra la granja de Curwen. Charles Ward le había dicho en cierta ocasión que según el testimonio del viejo Slocum, aquella criatura no era ni completamente humana ni semejante a ningún animal conocido por los habitantes de Pawtuxet.

Aquellas palabras zumbaron en la mente del doctor mientras se arrastraba por el húmedo suelo de piedra. Trató de rechazarlas y con tal fin musitó un Padrenuestro en voz baja, oración que degeneró en un batiburrillo semejante a la poesía moderna de La tierra baldía de Eliot y acabó con la continua repetición de la doble fórmula que había encontrado en la biblioteca subterránea de Ward: «Y’ai’ng’ngah, Yog-Sothoth» hasta el «Zhro» final. Aquello pareció tranquilizarle y al cabo de unos instantes se puso en pie tambaleándose, lamentando amargamente la pérdida de la linterna y mirando desesperado a su alrededor en busca de un rayo de luz que abriera la impenetrable negrura que le rodeaba. Había decidido no pensar, pero aguzaba la vista mirando en todas direcciones, tratando de localizar algún tenue destello de la brillante iluminación que había dejado en la biblioteca. Al cabo de un rato, creyó percibir una tenue claridad infinitamente lejos, y hacia ella se arrastró de rodillas en medio de la espantosa fetidez y los horribles lamentos, tropezando a cada instante con alguna columna y temiendo caer en el abominable pozo que había dejado descubierto.

En un momento determinado, sus dedos temblorosos toparon con lo que imaginó debía ser uno de los peldaños que conducían al diabólico altar, y retrocedió con espanto. Más tarde tropezó con la losa que había levantado y su horror no fue para ser descrito. Pero lo que había en el pozo ni se movió ni emitió el menor sonido. Por lo visto la linterna no le había sentado muy bien. Cada vez que Willett tocaba una de las losas perforadas, se estremecía. Su paso por encima de ellas provocaba en ocasiones un aumento en la intensidad de los lamentos que resonaban debajo, pero por lo general no producían ningún efecto, pues se movía con el mayor sigilo.

En varias ocasiones, durante su avance, reparó en que la leve claridad hacia la cual se dirigía disminuía perceptiblemente y comprendió que las velas y lámparas que había dejado encendidas debían estar expirando una por una. La idea de encontrarse perdido en medio de la más completa oscuridad, sin un solo fósforo y en aquel mundo subterráneo de laberintos de pesadilla le impulsó a ponerse en pie y echar a correr, lo cual podía hacer impunemente ahora que había pasado ya junto al pozo abierto. Sabía que si todas las luces llegaban a apagarse, su única esperanza de supervivencia residía en la expedición que el señor Ward pudiera enviar para rescatarle al ver que transcurría el tiempo sin tener noticias suyas.

Súbitamente se encontró el doctor de nuevo en el angosto pasadizo que iba a desembocar en la amplia caverna y pudo constatar que la claridad procedía de una puerta que se encontraba a su derecha. Al cabo de unos instantes traspasaba el umbral de aquella puerta y, temblando de alivio, entraba una vez más en la biblioteca secreta del joven Ward y contemplaba el chisporroteo de la lámpara que le había guiado hasta el puerto de salvación.

<p>3</p>

Momentos después, llenó apresuradamente de petróleo las lámparas apagadas y, apenas volvió a estar la habitación brillantemente iluminada, miró a su alrededor buscando una linterna con la cual continuar sus exploraciones. A pesar de la impresión de horror que le sobrecogía, estaba firmemente decidido a no dejar piedra sin remover en su investigación de los espantosos hechos que habían provocado la locura de Ward. Al no encontrar una linterna, escogió la más pequeña de las lámparas, se llenó los bolsillos de velas y fósforos, y cogió también una lata de petróleo para utilizarla si llegaba a encontrar el laboratorio oculto más allá del terrible vestíbulo con su blasfemo altar y sus horribles pozos. Cruzar de nuevo aquel espacio exigía una gran fortaleza de ánimo, pero Willett sabía que tenía que hacerlo. Afortunadamente, ni el ara diabólica ni el foso abierto se hallaban cerca de la pared horadada con celdas que rodeaba la caverna y cuyos negros y misteriosos arcos habían de constituir el primer objetivo de una investigación lógica.

De modo que Willett regresó a aquel vestíbulo inundado de fetidez y de angustiados lamentos y bajó la mecha de la lámpara para evitar ver siquiera a distancia el diabólico altar o el pozo descubierto. La mayoría de los arcos conducían a cámaras pequeñas, unas completamente vacías y otras que evidentemente se utilizaban como almacén. En varias de estas últimas vio una acumulación muy curiosa de los más diversos objetos. Una estaba llena de prendas de vestir semipodridas y cubiertas de polvo, y no fue pequeño el horror del doctor Willett cuando comprobó que aquellas prendas habían sido utilizadas hacía siglo y medio. En otra habitación halló ropas de época más reciente que parecían haber sido almacenadas allí para equipar a un gran número de hombres. Pero lo que más le repugnó fueron unas enormes cubas de cobre con siniestras incrustaciones que encontró diseminadas por varias de las cámaras. Le inquietaron aún más que los cuencos de plomo llenos de extraños residuos y que despedían un hedor repugnante, perceptible incluso en medio de la fetidez general de la cripta. Cuando hubo registrado casi palmo a palmo la mitad de aquel muro circular, Willett descubrió otro pasadizo semejante al que daba entrada a la cripta y al cual se abrían numerosas puertas.

Después de penetrar en tres estancias de tamaño mediano y variado contenido, llegó a una habitación amplia y de forma oblonga, llena de cubetas, crisoles, instrumental químico moderno y numerosos libros. Los muros estaban forrados de estanterías ocupadas por recipientes y botellas de todos los tamaños. Aquél era, sin lugar a dudas, el laboratorio de Charles Ward y el que habla utilizado asimismo Curwen hacía siglo y medio.

Luego de encender las tres lámparas que encontró llenas y preparadas, el doctor Willett examinó el lugar y todo lo que contenía con el mayor interés, observando que, a juzgar por los numerosos reactivos que figuraban en las estanterías, las investigaciones del joven Ward habían estado relacionadas con alguna rama de la química orgánica. Muy poco era lo que podía deducirse de los aparatos que allí se encontraban y entre los cuales se hallaba una mesa de disección que ocupaba el centro de la estancia, de modo que en este sentido el laboratorio constituyó para el doctor Willett una gran decepción. Encontró entre los libros un manoseado ejemplar de la obra de Borellus, y no fue pequeña la sorpresa del médico al observar que Ward había subrayado precisamente aquel mismo párrafo que tanto impresionara ciento cincuenta años antes al bueno del señor Merritt en la granja de Pawtuxet. No era aquél, sin embargo, el ejemplar antiguo, pues éste había sido destruido durante el asalto al laboratorio de Curwen. En las paredes de la estancia se abrían tres arcos que el doctor examinó sucesivamente. Dos de ellos conducían a sendos almacenes repletos de ataúdes en diversos estados de conservación, provistos todos ellos de placas de identificación, dos o tres de las cuales se detuvo Willett a descifrar experimentando un estremecimiento ante el significado de aquellas inscripciones. Había también varios cajones nuevos y cuidadosamente clavados que no se detuvo a examinar. Quizá lo más interesante fueran algunas piezas sueltas, muy estropeadas y que a juzgar de Willett debieron formar parte de los aparatos del antiguo laboratorio de Curwen. A pesar de los daños que habían sufrido durante el asalto a la granja, aún podía reconocerse en ellos los trebejos químicos del período georgiano.

El tercer arco conducía a una estancia algo mayor cuyas paredes estaban llenas de estanterías y en cuyo centro había una mesa sobre la que reposaban dos lámparas. Willett las encendió y a su luz estudió los interminables estantes que le rodeaban. Algunos de ellos estaban completa mente vacíos, pero la mayoría aparecían ocupados por pequeños recipientes de plomo de dos formas distintas: unos altos y sin asas, semejantes a un lekythos griego, y otro con una sola asa, del tipo phaleron. Todos estaban provistos de tapas de metal y cubiertos por extraños símbolos grabados en bajorrelieve. Al cabo de unos instantes el médico cayó en la cuenta de que aquellos recipientes estaban clasificados cuidadosamente. Todos los lekythos estaban a un lado de la habitación bajo un gran cartel de madera en que se leía la palabra «Custodios», y todos los phaleron al otro, bajo un rótulo similar que decía «Materia». Cada uno de los recipientes llevaba una etiqueta con un número que, al parecer, hacía referencia a un catálogo, en vista de lo cual Willett se propuso emprender la búsqueda de aquel inventario. De momento, sin embargo, le interesaba más averiguar cuál era el contenido de aquellos recipientes. Abrió varios de ellos elegidos al azar con resultado invariable. Todos contenían una pequeña cantidad de una sola clase de sustancia: un polvo finísimo de muy leve peso y de color neutro aunque con diversos matices. Era evidente que la ordenación de los recipientes no respondía a esta tenue variación de tono, pues un polvo gris azulado podía estar al lado de otro rosado, y el polvo contenido en un phaleron podía tener un duplicado exacto en un lekythos. La característica más marcada de aquel polvo, era su total falta de adherencia. Willett podía verterlo en la palma de la mano, y devolverlo después al recipiente sin que quedara entre sus dedos el menor residuo.

El significado de los dos letreros le intrigó y se preguntó por qué motivo estarían aquellas sustancias químicas tan radicalmente separadas de las que había visto en otros recipientes en el laboratorio propiamente dicho, y de pronto le vino a la memoria dónde había visto la palabra «custodios» en relación con este espantoso misterio. Había sido, naturalmente, en la carta dirigida recientemente al doctor Allen y que parecía ser de puño y letra de Edward Hutchinson, y las líneas en cuestión decían: «Juzgo prudente en extremo su decisión de no conservar tantos Custodios que puedan ser hallados en caso de Dificultad, como bien recordará su merced por propia experiencia.» ¿Qué significarían estas palabras? Pero, cuidado, ¿no había oído alguna vez una palabra semejante en relación con todo aquel asunto? ¿Cómo no le había venido a la memoria a1 leer la carta de Hutchinson? En los días en que Ward aún le hablaba de sus investigaciones, le había dicho que en el diario de Eleazar Smith se mencionaban fragmentos de conversaciones que habían tenido lugar en el interior de la granja, diálogos terribles en los que intervenían Curwen, varios cautivos, y los guardianes de aquellos cautivos.

De modo que aquello era lo que contenían los lekythos: el fruto monstruoso de sacrílegos ritos, las «sales» a que aludía Borellus. Willett se estremeció al pensar en lo que había tenido entre sus manos y por un momento le acometió la tentación de huir de aquella caverna repleta de estanterías en cuyos anaqueles yacían innumerables centinelas silenciosos y quizá vigilantes. Luego pensó en la «Materia», en el infinito número de recipientes del tipo phaleron que había al otro lado de la estancia. Sales, también... pero si no eran sales de «custodios», ¿qué otra clase de sales podían ser? ¡Santo Cielo! ¿Sería posible que se hallaran allí las reliquias mortales de la mitad de los grandes pensadores de todas las épocas, arrancadas por manos impías de las tumbas donde el mundo las creía seguras, y sujetas a la llamada y el interrogatorio de unos locos que pretendían asimilar sus conocimientos guiados por algún propósito que, como decía el pobre Charles en su carta, podía afectar a «la civilización, las leyes naturales, quizá incluso a la suerte del sistema solar y todo el universo»? ¡Y él, Marinus Bicknell Willett, había tenido aquel polvo entre sus manos!

Reparó después en una pequeña puerta que había al fondo de la habitación y se tranquilizó lo suficiente como para acercarse a ella y examinar la burda figura grabada sobre el dintel. Era sólo un símbolo, pero al verlo el doctor se estremeció recordando el día en que un amigo suyo le había dibujado aquella misma figura en un papel y le había explicado lo que significaba en los oscuros abismos del sueño. Era el signo de Koth, aquel que ven los soñadores sobre el arco de entrada de cierta torre negra que se yergue solitaria en medio de la penumbra... y a Willett no le había gustado lo que su amigo Randolph Carter le había dicho acerca de sus poderes. Pero pronto se olvidó de aquel símbolo al percibir un nuevo hedor en el aire. Se trataba de un olor de origen químico y no animal y procedía de la habitación situada al otro lado de la puerta. Aquella era sin duda la fetidez que empapaba las ropas de Charles Ward el día en que se lo llevaron los médicos. ¿De modo que era allí donde se hallaba cuando recibió la visita de los alienistas? Se había mostrado mucho más prudente que Joseph Curwen, ya que no había ofrecido la menor resistencia. Willett, decidido a investigar todos los horrores y pesadillas que el siniestro subterráneo pudiera depararle, empuñó la pequeña lámpara y cruzó el umbral. Una ola de indescriptible terror le rodeó, pero luchó denodadamente por no gritar y sobreponerse a ella. Al fin y al cabo allí no había nada vivo que pudiera causarle daño, y, por otra parte, estaba dispuesto a lo que fuera con tal de descifrar el misterio que envolvía a su paciente.

La habitación en la cual acababa de entrar era de tamaño mediano y carecía de muebles, a excepción de una mesa, una silla y dos grupos de extrañas máquinas con abrazaderas y ruedas que Willett reconoció como instrumentos medievales de tortura. A un lado de la puerta había un montón de látigos y junto a ellos unos estantes en los que se alineaban varios recipientes de plomo semejantes a los i lekythos griegos. Al otro, había una mesa, y sobre ella una potente lámpara de Argand, un bloc de notas, un lápiz y dos de los lekythos de la estantería de la otra habitación. Willett encendió la lámpara y examinó minuciosamente el bloc para ver qué notas estaba tomando Charles cuando fue interrumpido por los alienistas, pero no pudo entender más que unas cuantas palabras escritas con la extraña caligrafía de Curwen y que no arrojaban ninguna luz sobre el caso en conjunto. Decían lo siguiente:

«B. no habló. Escapar pudo a través de los muros y halló el lugar profundo.»

«Vi al viejo V. recitar el Sabaoth y aprendí la Manera.»

«Invocado he por tres veces la presencia de Yog-Sothoth y al tercer día cedió.»

«Necesario es que F. confiese lo que sabe acerca del modo de invocar a Los del Exterior.»

La potente lámpara de Argand iluminaba toda la habitación y así fue como el doctor pudo ver en la pared situada frente a la puerta, en el espacio que quedaba entre los dos grupos de instrumentos de tortura, una serie de colgadores de los que pendían túnicas de un blanco amarillento. Pero mucho más interesantes le resultaron las dos paredes laterales, las cuales estaban cubiertas de símbolos místicos y de fórmulas burdamente talladas en la piedra. Había también símbolos grabados en el suelo, entre los cuales destacaba un enorme pentágono que ocupaba el centro exacto de la habitación, y sendos círculos de unos tres pies de diámetro situados en un punto equidistante de cada una de las cuatro esquinas del cuarto y el pentágono central. En uno de aquellos cuatro círculos, muy cerca del lugar donde vio Willett caída en el suelo una túnica amarillenta, había un recipiente kylyk como los que se alineaban en la estantería colocada junto a los látigos, y fuera del círculo, aunque muy próximo a él, uno de los recipientes phaleron de la habitación contigua con una etiqueta que llevaba el número 118. Este último recipiente estaba destapado y Willett comprobó que no contenía nada en su interior. Pero comprobó también con un estremecimiento que el otro no estaba vacío, sino que contenía una pequeña cantidad de polvos de un color verdoso. Un escalofrío recorrió el cuerpo del médico mientras relacionaba mentalmente los elementos y antecedentes relacionados con aquella escena. Los látigos y los instrumentos de tortura, las sales de los recipientes que correspondían a «materia», los dos lekythos de las estanterías alineadas bajo la palabra «Custodios», las túnicas, las fórmulas grabadas en las paredes, las notas del bloc, las sospechas que habían despertado las cartas y leyendas, y los millares de dudas y suposiciones que habían atormentado a los amigos y a los padres de Charles Ward... todo aquello envolvió al doctor como una ola de horror mientras contemplaba el polvo verdoso contenido en el recipiente de plomo.

Sin embargo, y gracias a un esfuerzo sobrehumano, consiguió dominarse y empezó a estudiar las fórmulas grabadas en las paredes. Era evidente que habían sido talladas en la época de Joseph Curwen, y el texto no podía por menos que resultar familiar a un hombre que tanto había leído sobre tal personaje y que estuviera familiarizado con la historia de la magia. En una de ellas reconoció el doctor inmediatamente la que la señora Ward oyera canturrear a su hijo aquel malhadado Viernes Santo del año anterior y que una autoridad en la materia le había descrito como terrible invocación dirigida a los dioses secretos que moran más allá de la esfera de la normalidad. No figuraba allí exactamente tal y como la señora Ward la había repetido, ni siquiera como aparecía en la versión que aquel experto en la materia le mostrara en las páginas prohibidas de «Eliphas Levi», pero era indiscutiblemente la misma, y Willett se estremeció de horror al reconocer en ella palabras tales como Sabaoth, Metraton, Almonsin y Zariatnamik.

La fórmula en cuestión estaba grabada en el muro situado a la izquierda de la entrada. El de la derecha estaba igualmente cubierto de invocaciones que Willett reconoció gracias a las notas que había encontrado en la biblioteca. Eran de hecho casi idénticas a éstas e iban igualmente encabezadas por los antiguos símbolos de «Cabeza de dragón» y « Cola de dragón», como en las notas de Ward, pero la ortografía variaba mucho de la versión moderna, como si el viejo Curwen hubiera tenido un modo distinto de representar los sonidos o como si estudios posteriores hubieran dado como resultado variantes más perfectas y eficaces. El doctor trató de reconciliar la fórmula tallada en la piedra con la que resonaba persistentemente en su cabeza, y tras grandes trabajos logró conseguirlo. La que él sabía ya de memoria comenzaba «Y’ai’ng’ngah, Yog-Sothoth», mientras que la que se leía en el muro empezaba: «Aye, cngengah, Yogge-Sothotha» lo cual significaba una marcada alteración de la segunda palabra.

Aquella discrepancia le desconcertó y al poco comenzaba a recitar en voz alta la primera de las fórmulas tratando de reconciliar los sonidos que él recordaba con las letras que veía esculpidas en la piedra. Su voz se alzó extrañada y amenazadora en aquel abismo de misterios como siniestro contrapunto a los inhumanos lamentos que llegaban hasta él a través de la fetidez del aire y de la oscuridad.

Y’AI’NG’NGAH

YOG-SOTHOTH

H’EE-L’GEB F’AI

THRODOG UAAAH

Pero, ¿qué era aquel viento frío que se había levantado al son de su invocación? Las lámparas chisporrotearon como si fueran a apagarse y por unos instantes la oscuridad se hizo tan densa que las palabras esculpidas en la piedra de los muros casi se borraron de su vista. La habitación se llenó de humo y de un olor acre que ahogó por completo el hedor procedente de los fosos. Era un olor parecido al que Willett había percibido anteriormente, pero mucho más intenso y penetrante. Se volvió de espaldas a las inscripciones para enfrentarse con la estancia y su extraño contenido, y descubrió entonces que del recipiente que estaba en el suelo y que contenía el ominoso polvo de color verdoso, surgía una nube de vapor compacto, entre verde y negro, y de una opacidad y una densidad asombrosas.

¡Santo Cielo! ¡Aquel polvo correspondía a los anaqueles dedicados a «Materia»! ¿Qué estaba ocurriendo y qué había provocado aquel suceso? La fórmula que había estado recitando, la primera de las dos, la que correspondía a la Cabeza de Dragón, al nodo ascendente... ¡Dios bendito! ¿Podría ser...?

La cabeza le dio vueltas y por su cerebro cruzaron en vertiginosa sucesión las imágenes dispersas de todo lo que había visto, oído y leído en relación con el espantoso caso de Joseph Curwen y Charles Dexter Ward. «Encarézcole no llame a su presencia a nadie que no pueda hacer desaparecer... Tenga siempre su merced preparada la Invocación necesaria para ello y nunca confíe hasta estar bien seguro de Quién ha requerido a su presencia... Por tres veces he hablado con lo que en él estaba inhumado...» ¡Dios del Cielo! ¿Qué era aquella forma que se elevaba entre el humo?

<p>4</p>

Marinus Bicknell Willett no espera que crean su historia sino unos cuantos de sus amigos íntimos y, en consecuencia, sólo a ellos ha tratado de contarla. Las pocas personas ajenas a ese círculo que la han escuchado de sus labios, se han limitado a sonreír y a comentar que el doctor empieza a hacerse viejo. Le han aconsejado que se tome unas largas vacaciones y que en el futuro no vuelva a intervenir en casos de desequilibrio mental. Pero el señor Ward sabe que lo que dice el médico no es más que la terrible verdad. ¿Acaso no vio él con sus propios ojos la fétida abertura practicada en el suelo de la bodega del bungalow?. ¿Acaso el doctor Willett no le envió a su casa, trastornado y enfermo, hacia las once de aquella ominosa mañana? ¿Acaso no telefoneó al doctor inútilmente aquella noche y no se dirigió al bungalow a la mañana siguiente, encontrando a su amigo inconsciente, aunque ileso, tendido en la cama de uno de los dormitorios? Respiraba trabajosamente y cuando el señor Ward le hizo beber un poco de coñac, entreabrió lentamente los párpados, se estremeció y gritó: «¡Esa barba! ¡Esos ojos! ¡Dios mío! ¿Quién es usted?» palabras bastante extrañas teniendo en cuenta que las dirigía a un hombre perfectamente rasurado y de ojos azules, un hombre que conocía desde su infancia.

A la brillante claridad del mediodía, el bungalow no había cambiado en lo más mínimo desde la mañana anterior. Las ropas de Willett parecían en perfecto estado aparte de unas leves rozaduras en los codos y en las rodillas, y sólo un leve olor acre le recordó al señor Ward el hedor que despedía el traje de su hijo el día que le trasladaron al hospital. Faltaba la linterna del médico, pero su maleta seguía allí tan vacía como la había traído. Antes de dar ninguna explicación y haciendo, evidentemente, un gran esfuerzo moral, Willett descendió tambaleándose a la bodega y trató de correr la plataforma situada ante los lavaderos. No se movió. Acercándose al lugar donde el día anterior había dejado su saquito de herramientas, Willett cogió un escoplo y trató de hacer palanca. Se adivinaba bajo ella la capa de hormigón, pero nada indicaba que hubiera habido allí jamás una abertura. Esta vez el asombrado padre de Charles Ward que había seguido a su amigo, no tuvo ocasión de enfermar con las emanaciones del horrible agujero: ni pozo fétido, ni mundo de horrores subterráneos, ni biblioteca secreta, ni documentos de Curwen, ni laboratorio, ni estantes, ni fórmulas grabadas. Nada. El doctor Willett palideció y se apoyó en el brazo de su compañero.

—Ayer —murmuró— usted lo vio y lo olió, ¿verdad?

Y cuando el señor Ward, asombrado y aturdido, reunió las fuerzas suficientes para asentir con un gesto, el médico suspiró y asintió a su vez.

—Entonces voy a contárselo todo —dijo.

Por espacio de una hora y en la habitación más soleada que pudieron encontrar, el médico susurró su fantástica historia a aquel asombrado padre. No supo continuar una vez que hubo narrado la aparición de aquella extraña forma y hubo descrito cómo del recipiente de plomo se elevaba un vapor verde negruzco, y, por otra parte, estaba demasiado cansado para preguntarse qué había ocurrido.

Cuando acabó su relato, el señor Ward sugirió tímidamente:

—¿Cree que una excavación serviría de algo?

El doctor guardó silencio. No le parecía propio responder a esa pregunta cuando unas fuerzas procedentes de esferas desconocidas habían invadido esta orilla del Gran Abismo. Los dos hombres menearon la cabeza y el señor Ward preguntó:

—Pero, ¿dónde puede haberse metido? Es indudable que alguien le trajo aquí y que luego, de algún modo, selló la abertura...

Willett dejó de nuevo que el silencio respondiera por él.

Pero no fue aquello todo. Antes de abandonar el bungalow, al introducir el doctor una mano en el bolsillo para sacar el pañuelo, sus dedos tropezaron con un papel que no estaba allí antes de la expedición al subterráneo y que acompañaba a los fósforos y a las velas que había cogido en la desaparecida biblioteca. Era una hoja corriente, arrancada sin duda del bloc de notas que Willett había visto en aquella estancia, y los rasgos habían sido trazados con lápiz, probablemente el mismo que había visto junto al bloc. El texto les resultó incomprensible a los dos hombres a pesar de que reconocieron en él ciertos símbolos que les parecieron vagamente familiares.

Aquel breve mensaje y el misterio que entrañaba intrigó sobremanera a los dos amigos, quienes inmediatamente subieron al coche de Ward y dieron instrucciones al chófer para que les condujera primero a cenar a un sitio tranquilo y luego a la Biblioteca John Hay situada en la colina. No les fue difícil hallar allí buenos manuales de paleografía, que estudiaron detenidamente hasta que las luces brillaron en la gran araña. Al fin encontraron lo que buscaban. Aquella caligrafía no constituía una invención fantástica, sino que había sido la normal en un período muy oscuro. Correspondía a las minúsculas sajonas del siglo VIII y IX y traía con ella recuerdos de un tiempo inculto en que bajo la fresca corriente del cristianismo rebullían aún furtivamente creencias antiguas y viejos ritos, un tiempo en que la pálida luna de Britania era testigo a veces de extraños ritos celebrados entre las ruinas romanas de Caerleon y Hexhaus y junto a las torres desmoronadas del muro de Adriano. La lengua era el latín de aquellas edades bárbaras y el texto era el siguiente: «Corwinus mecandus est. Cadaver aqua forti dissolvendum, nec aliquid retinendum. Tace ut potes», lo que, traducido, significaba: «Curwen debe morir. El cadáver debe ser disuelto en agua fuerte sin que quede residuo alguno. Guarda el mayor silencio posible.»

Willett y el señor Ward quedaron mudos y desconcertados. Se habían enfrentado con lo desconocido y ahora descubrían que carecían de las emociones que a su juicio debían experimentar. En Willett especialmente, la capacidad de recibir nuevas impresiones parecía totalmente agotada, y así los dos hombres permanecieron sentados en silencio hasta que llegó la hora en que se cerró la biblioteca. Desde allí se dirigieron a la mansión de Prospect Street. El doctor se quedó en ella a pasar la noche y allí seguía el domingo cuando llamaron por teléfono los detectives encargados de la vigilancia del doctor Allen.

El señor Ward, que en ese momento paseaba nerviosamente por la habitación vestido con un batín, respondió personalmente a la llamada y, al saber que el informe que había solicitado estaba casi listo, citó a los detectives para primera hora de la mañana del día siguiente. Tanto Willett como él estaban deseosos de que el asunto llegara a su término, ya que cualquiera que fuese el origen del extraño mensaje que el doctor había encontrado en su bolsillo, una cosa parecía cierta: el Curwen que debía ser destruido no podía ser otro que el barbudo desconocido de gafas oscuras. Charles temía a aquel hombre y en la carta que había dirigido al médico había pedido que le matara y disolviera su cadáver en ácido. Además, Allen había estado carteándose con extraños personajes de Europa bajo el nombre de Curwen y era evidente que se consideraba una reencarnación del desaparecido nigromante. Ahora, de fuente nueva y desconocida, llegaba un mensaje en que se afirmaba que Curwen debía morir y que había que disolver su cuerpo en ácido. La relación entre todos aquellos sucesos era demasiado evidente y no podía ser ignorada. Por otra parte, ¿acaso Allen no planeaba asesinar al joven Ward siguiendo el consejo de ese individuo llamado Hutchinson? Desde luego que la carta que ellos habían visto no había llegado jamás a manos del barbudo colega de Charles, pero de su texto se deducía que Allen había trazado ya planes para deshacerse del joven en el momento en que éste mostrara demasiados «escrúpulos». En consecuencia había que detener a Allen y, aún en el caso de que no se adoptaran contra él medidas más drásticas, habría que encerrarle en un lugar desde el cual no pudiera infligir ningún daño al joven Ward.

Aquella tarde, con la infundada esperanza de extraer alguna información acerca de aquel misterio de la única persona capaz de proporcionarla, el señor Ward y el doctor Willett fueron a visitar a Charles a la clínica. El doctor informó al joven de todo lo que había descubierto y observó la palidez que iba cubriendo su rostro a medida que sus descripciones garantizaban la verdad de sus descubrimientos. El médico utilizó en grado máximo los efectos dramáticos y espió el rostro de su paciente con la esperanza de sorprender en él aunque fuera un parpadeo cuando se refirió a los pozos y a los indescriptibles híbridos que vivían en su interior. Pero Charles no parpadeó. Willett hizo una pausa, y cuando volvió a hablar su voz adquirió un tono de indignación al referirse a aquellos seres que se morían de hambre. Acuso al joven de crueldad y se estremeció al oír las irónicas carcajadas con que éste respondió a sus palabras. Parecía haber renunciado a seguir sosteniendo que la cripta no existía, pero ahora veía algo siniestramente cómico en todo aquel asunto y se reía con carcajadas roncas de algo que, evidentemente, le divertía mucho. Luego susurró con acento doblemente terrible a causa de lo cascado de la voz:

—¡Malditos sean! ¡Comen, pero no deberían comer! Eso es lo más extraño del caso. ¿Un mes sin comer dice usted? Se queda usted muy corto, señor mío. ¡Buen chasco se habría llevado de saberlo el viejo Whippe con su mojigatería! ¡Matarlo todo quería! Pero estaba tan ensordecido por el ruido de fuera que no llegó a oír el que salía de la tierra. ¡Ni soñó que pudiera haber allí seres vivientes! ¿Y si yo le dijera que esas malditas criaturas están aullando en esos pozos desde que Curwen desapareció hace ya ciento cincuenta años?

Pero aquello fue lo único que Willett pudo sonsacarle. Horrorizado, aunque casi convencido contra su voluntad, continuó su historia con la esperanza de que algún incidente pudiera sobresaltar a su interlocutor y sacarle de la demencial compostura que mantenía. Al contemplar el rostro del joven, no pudo evitar que un estremecimiento de horror le sacudiera ante los cambios que se habían producido en él durante los últimos meses. Cuando mencionó la habitación de las fórmulas y el polvo verdoso, Charles comenzó a demostrar cierta curiosidad. Una mirada de desprecio asomó a sus ojos al oír lo que Willett había leído en el bloc, y aventuró la explicación de que aquellas anotaciones eran muy antiguas y tenían que escapar forzosamente al entendimiento de todos aquellos que no estuvieran muy versados en la historia de la magia.

—Si hubiera sabido usted —añadió—, la fórmula para dar vida a las sales que había en el recipiente, no estaría aquí para contarlo. Era el número 118. ¡Qué sorpresa se hubiera llevado de haber llegado a consultar el catálogo que guardo en la otra habitación! Me proponía llamarle a mi presencia el día en que me sacaron de allí.

Luego, Willett le habló de la fórmula que había recitado y del humo verde negruzco que se había levantado. Y mientras lo hacía observó que el terror desfiguraba por vez primera el rostro de Charles Ward.

—¡Se presentó y está usted vivo!

Mientras Ward mascullaba estas palabras, su voz pareció liberarse de ciertas trabas misteriosas y hundirse en un abismo cavernoso de extrañas resonancias. Willett, asaltado por una repentina inspiración, replicó recordando una carta que había leído:

—¿El número 118, dices? Pero no olvides que nueve de cada diez lápidas de los cementerios están cambiadas...

Y luego, sin previo aviso, colocó ante los ojos de su paciente el misterioso mensaje. La reacción del joven superó todas sus esperanzas, pues cayó al suelo desvanecido.

Toda aquella conversación se llevó a cabo, naturalmente, en el más absoluto secreto con el fin de que los alienistas de la clínica no pudieran acusar ni al padre ni al médico de alentar a un loco en sus fantasías. Sin pedir ayuda a nadie, el doctor Willett y el señor Ward cogieron en brazos al joven y le tendieron en la cama. Al volver en sí, el paciente murmuró repetidas veces que debía escribir inmediatamente a Orne y a Hutchinson para que le informaran acerca de cierta invocación, y en consecuencia, una vez que hubo recuperado totalmente el sentido, el doctor le comunicó que al menos uno de aquellos extraños personajes era enemigo suyo mortal y había aconsejado al doctor Allen que le asesinara. Aquella revelación no produjo ningún efecto visible, pero, antes de que se formulara, en el rostro del joven había aparecido ya la expresión de un hombre acosado. A partir de aquel momento no quiso hablar más, y el señor Ward y su acompañante no tardaron en abandonar la habitación, no sin antes prevenir al paciente contra el barbudo doctor Allen, a lo cual se limitó a responder el joven que aquel individuo no estaba ya en condiciones de hacer daño a nadie. Acompañó a aquellas palabras una risa diabólica que causó una dolorosa impresión en los visitantes. En cuanto a la comunicación que Charles pudiera tratar de establecer con sus dos monstruosos corresponsales de Europa, ni al doctor ni al señor Ward les preocupaba tal cuestión, pues sabían que el director del hospital censuraba minuciosamente toda la correspondencia y no permitiría que llegara a manos del paciente ninguna misiva cuyo contenido le pareciera anormal.

El caso de Orne y Hutchinson, si es que eran ellos los misteriosos exiliados, tuvo una misteriosa secuela. Impulsado por un vago presentimiento que le asaltó en medio de los horrores de aquel período, Willett acudió a una agencia internacional de información para que le facilitaran la mayor cantidad de datos posibles acerca de los sucesos más notables ocurridos en Praga y Transilvania oriental, y después de seis meses de investigación creyó haber encontrado entre los numerosos artículos que había recibido y traducido dos datos significativos. Uno de los artículos en cuestión se refería a la completa destrucción durante la noche de una casa del barrio más antiguo de Praga, y a la desaparición de un anciano de muy mala fama llamado Joseph Nadeh, el cual había vivido allí solo desde tiempos inmemoriales. El otro hablaba de una tremenda explosión ocurrida en las montañas de Transilvania, al este de Rakus, que había tenido como consecuencia la desaparición del castillo de Ferenczy con todos sus moradores. El castillo tenía pésima reputación en la comarca y su propietario era temido y odiado por los campesinos de los alrededores. Precisamente por aquellas fechas tenía que presentarse ante las autoridades de Bucarest, que querían someterle a un serio interrogatorio, pero la explosión habla venido a cortar lo que, al decir de las gentes, había sido una vida dedicada al mal y que se remontaba a épocas muy remotas.

Willett sostiene que la mano que escribió aquel mensaje en caligrafía sajona era capaz de empuñar armas más fuertes que la pluma y que había asumido la responsabilidad de acabar con Hutchinson y Orne, dejándole a él la tarea de terminar con Curwen. El doctor se niega a pensar siquiera cuál pudo ser el destino final de aquellos dos extraños personajes.

<p>5</p>

A la mañana siguiente, el doctor Willett acudió muy temprano a la mansión de los Ward, a fin de estar presente cuando llegaran los detectives. Consideraba que la destrucción o reclusión de Allen —o de Curwen si se daba como válida la posibilidad de una reencarnación— era una necesidad imperiosa que había que satisfacer a cualquier precio, y así se lo manifestó al señor Ward mientras esperaban la llegada de los visitantes. Se encontraban en la planta baja, ya que los pisos superiores de la casa empezaban a ser aborrecidos a causa de la fetidez que se respiraba en ellos, fetidez que los criados más antiguos relacionaban con alguna maldición relacionada con el desaparecido retrato de Joseph Curwen.

A las nueve se presentaron los tres detectives, que inmediatamente dieron comienzo a la lectura del informe. Por desgracia no habían podido localizar al mulato Tony Gomes, ni podían dar noticia de cuál fuera el lugar de procedencia del doctor Allen ni de su actual paradero. Pero habían reunido un considerable número de datos y de información general acerca del silencioso personaje. Los vecinos de Pawtuxet le consideraban un ser vagamente sobrenatural y creían que su barba era teñida o postiza, creencia que resultó ser cierta, pues se había hallado en el bungalow, junto a un par de gafas ahumadas, una barba postiza. Un tendero había declarado que su caligrafía era muy extraña y enmarañada, dato que confirmaron las notas escritas a lápiz encontradas en su habitación e identificadas por el comerciante.

En relación con el vampirismo del verano anterior, la mayoría creía que el verdadero vampiro era Allen y no Ward. También figuraban en el informe las declaraciones de los oficiales que habían visitado el bungalow a raíz del incidente del asalto al camión. No vieron nada particularmente siniestro en el doctor Allen, pero le juzgaban la figura dominante en la sombría vivienda. La estancia en que había tenido lugar la entrevista se hallaba en la penumbra, pero estaban seguros de poder identificarle si volvían a verle. Habían notado algo extraño en su barba y les pareció ver que tenía una pequeña cicatriz encima del ojo derecho, En cuanto al registro de la habitación de Allen, no había aportado ningún dato concreto a la investigación, exceptuando el hallazgo de la barba y las gafas y de varias notas escritas descuidadamente y cuya caligrafía era idéntica a la de los antiguos manuscritos de Curwen y a las recientes anotaciones del joven Ward halladas en la desaparecida cripta.

El doctor Willett y el señor Ward se sintieron invadidos por un profundo terror cósmico, sutil e insidioso. al oír la relación de aquellos hallazgos, y casi temblaron cuando una idea vaga y descabellada les asaltó a los dos al mismo tiempo. La barba postiza, las gafas, la enmarañada caligrafía de Curwen, el antiguo retrato y la diminuta cicatriz, el joven transformado y con una cicatriz semejante, la voz profunda y cavernosa que había sonado al otro lado del hilo telefónico... ¿No era esa voz la que le recordaba ahora al señor Ward la de su hijo? ¿Quién había visto a Charles y a Allen juntos? Sí, los policías les habían visto juntos en el bungalow, pero, ¿y después? ¿No había coincidido la desaparición de Allen con los temores de Charles y su definitiva instalación en el bungalow? Curwen, Allen, Ward... ¿En qué sacrílega y abominable fusión habían caído dos épocas y dos personas? Aquella detestable semejanza entre el personaje del cuadro y el joven Ward, aquellos ojos del lienzo que parecían seguir a Charles por toda la habitación... ¿Por qué Allen y Charles imitaban la caligrafía de Joseph Curwen incluso cuando estaban solos? Y luego la espantosa tarea que habían llevado a cabo aquellos hombres, la desaparecida cripta llena de horrores que había envejecido al médico en una noche, los monstruos hambrientos encerrados en los fosos fétidos, aquella terrible fórmula que tan indescriptibles resultados había producido, el mensaje que Willett había encontrado en su bolsillo, los documentos, las cartas, todas las alusiones a tumbas, a misteriosas «sales», a descubrimientos... ¿Adónde conducía todo aquello?

Finalmente, el señor Ward tomó la decisión más prudente. Evitando pensar en lo que hacía, entregó a los detectives una fotografía para que la mostraran a todos los comerciantes de Pawtuxet que hubieran visto al misterioso doctor Allen. Era una instantánea de su hijo con el aditamento de una barba y unas gafas oscuras, como las que había utilizado el doctor Allen, dibujadas a pluma.

Durante dos horas, el señor Ward esperó en compañía del médico en aquella casa opresiva. Los detectives regresaron. Sí, la fotografía retocada guardaba una notable semejanza con el doctor Allen. El señor Ward palideció y Willett se secó la húmeda frente con el pañuelo. Allen, Ward, Curwen... ¿Qué presencia había invocado el muchacho y con qué resultados para él? ¿Qué había ocurrido del principio al fin? ¿Quién era aquel Allen que proyectaba asesinar a Charles y por qué había escrito su víctima en la postdata de aquella angustiada carta que su cadáver debía ser disuelto en ácido? ¿Por qué el mensaje que Willett se había encontrado en el bolsillo decía exactamente lo mismo? ¿Qué proceso de transformación había tenido lugar y en qué momento se había producido la fase final? El día en que el doctor había recibido su carta, Charles había estado muy nervioso todo la mañana. Luego había ocurrido algún cambio. Charles había salido de la casa sin ser visto escapando a la vigilancia de los hombres encargados de protegerle. Fue entonces cuando debió suceder el cambio, mientras estuvo fuera. Pero no... ¿Acaso no había gritado de terror al volver a entrar en su biblioteca?. ¿Qué había encontrado allí? O, ¿qué le había encontrado a él? Esa figura que tan osadamente había entrado en la casa sin que se le hubiera visto abandonar la mansión, ¿no habría sido una sombra extraña, un horror dispuesto a lanzarse sobre un hombre tembloroso que no había salido de la habitación? ¿No había oído el mayordomo unos extraños ruidos?

Willett se fue en busca del sirviente y le hizo unas cuantas preguntas en voz baja. Desde luego, había sido un asunto muy desagradable. Sí, había oído unos ruidos: un grito, un jadeo y una serie de extraños crujidos. Y el señorito Charles no había vuelto a ser el mismo desde el momento en que salió aquel día de la biblioteca sin decir una sola palabra. El mayordomo se estremecía al hablar y olfateó el aire que llegaba desde el piso de arriba, arrastrado por una corriente creada por alguna ventana abierta. El terror se había instalado definitivamente en la mansión. Incluso los detectives estaban inquietos, ya que el caso presentaba algunos aspectos que no les gustaban en lo más mínimo. El doctor Willett pensaba, y sus pensamientos eran terribles. De vez en cuando casi rompía en un murmullo mientras estudiaba mentalmente esta nueva cadena de acontecimientos de pesadilla.

El señor Ward dio por terminada la conferencia y los detectives se fueron. El doctor y el dueño de la casa quedaron solos en la habitación. Era ya mediodía, pero la mansión parecía envuelta en sombras, como si se acercara la noche. Willett comenzó a hablar muy seriamente con su anfitrión, insistiendo para que dejara en sus manos las futuras averiguaciones. Aún habían de descubrirse, predijo, ciertos hechos que un amigo podría soportar con mayor facilidad que el padre del principal protagonista del caso. En su calidad de médico de la familia debía disponer de una absoluta libertad de movimientos, y lo primero que exigía era encerrarse en la abandonada biblioteca donde, en torno al panel de madera que había albergado el cuadro, se respiraba ahora un aura de terror mucho más intensa que cuando estuviera allí el retrato de Curwen. Sólo pedía que no se le molestara.

El señor Ward, aturdido por la creciente complejidad del caso, asintió de buena gana y media hora después el doctor estaba encerrado en la antigua biblioteca de Charles. El padre de éste, que escuchaba desde fuera, oyó unos raros sonidos en el interior de la estancia, seguidos de un chirrido, como si acabara de abrirse la puerta mal engrasada de una alacena. A continuación resonó un grito apagado y la puerta que acababa de abrirse se cerró rápidamente. Poco después apareció Willett en el pasillo, pálido y descompuesto. Quería, dijo, un poco de leña para encender un fuego, pues el de la estufa no le bastaba y el aparato eléctrico que había en la chimenea no tenía ningún uso práctico. Sin atreverse a formular ninguna pregunta, el señor Ward dio las oportunas órdenes a un criado, que subió al poco tiempo con unas ramas de pino, estremeciéndose al entrar en la habitación y sustituir por las ramas el aparato eléctrico. Entretanto, Willett había subido al laboratorio, de donde bajó al poco rato cargado con una cesta cubierta por un lienzo y en la que había colocado una serie de aparatos y objetos diversos abandonados allí en la mudanza del mes de julio de aquel mismo año.

Volvió a encerrarse el médico en la biblioteca y por las nubes de humo que empezaron a elevarse de la chimenea, se supo que había encendido el fuego. Más tarde, se oyó un crujir de papeles de periódico y otro chirrido de la misteriosa puerta, seguido de un baquetazo que dio mucho que pensar a los que en el pasillo escuchaban. Willett profirió de pronto un par de gritos ahogados, y a continuación se produjo un chisporroteo que resonó siniestramente en medio del profundo silencio que llenaba la mansión. Finalmente comenzó a salir por la chimenea un humo espeso y muy acre. Los criados se reunieron en un rincón, aterrorizados ante aquellas nocivas emanaciones, mientras que el señor Ward temblaba como un azogado.

Tras una larguísima espera, los vapores parecieron aclararse y detrás de la puerta cerrada volvieron a oírse extraños sonidos, como si el doctor rascara algo y luego barriera el hogar. Por fin, después de cerrar de nuevo la puerta del interior, fuera cual fuese, Willett hizo su aparición, grave, pálido y entristecido, llevando la cesta que había bajado del laboratorio todavía cubierta con un paño.

Había dejado la ventana abierta, y en la siniestra habitación entraba ahora a raudales el aire puro que se mezclaba con un curioso olor a desinfectante. El antiguo panel de madera seguía allí, pero parecía haber perdido su aire de malignidad y se mostraba sereno y majestuoso como si nunca hubiera albergado el retrato de Joseph Curwen. Caían las primeras sombras de la noche, pero esta vez no las acompañaba un terror latente. Más bien traían con ellas una suave melancolía. El doctor no habló de lo que había hecho. Se limitó a decir al señor Ward:

—No puedo contestar a ninguna pregunta. Sólo diré que existen distintos tipos de magia. He llevado a cabo una gran purificación. A partir de ahora, los moradores de esta casa podrán dormir mucho mejor.

<p>6</p>

La «purificación» debió constituir para el doctor Willett una prueba tan espantosa como su recorrido nocturno de la espantosa cripta, a juzgar por el abatimiento que provocó en el anciano médico. Por espacio de tres días no salió de su habitación, aunque según dijeron luego los criados, la noche del miércoles, poco después de las doce, se oyó abrirse sigilosamente la puerta de la calle, que volvió a cerrarse después con el mismo secreto. Por fortuna, la imaginación de los criados suele ser limitada, pues de otro modo podrían haber relacionado el hecho con una noticia que apareció en el Evening Bulletin del jueves y que decía así:

LOS PROFANADORES DE TUMBAS RENUEVAN SU ACTIVIDAD

Tras un periodo de diez meses a partir del último acto de vandalismo registrado en el Cementerio del Norte, del que fuera objeto la tumba de Weeden, el vigilante nocturno de ese mismo cementerio, Robert Hart, ha sorprendido a otro merodeador. Hacia las dos de la madrugada, vio brillar una linterna en la parte norte del camposanto, y al acercarse al lugar en cuestión, vio destacarse claramente contra la luz de una farola cercana la figura de un hombre que empuñaba una pala. Se lanzó en su persecución. pero antes de que pudiera darle alcance, el intruso había corrido hacia la entrada principal perdiéndose entre las sombras.

Al igual que el primero de los profanadores de tumbas sorprendido el año pasado, éste no ha llegado a causar, al parecer, ningún daño. En un lugar determinado del terreno que posee allí la familia Ward, la tierra aparecía removida, pero no puede asegurarse que el desconocido hubiera tratado de excavar una fosa.

Todo lo que puede decir Hart acerca del intruso, es que se trataba de un hombre de baja estatura y probablemente barbudo. En opinión del vigilante los tres actos se deben a una misma persona. No opina del mismo modo la policía, basándose en el salvajismo del segundo incidente, en el curso del cual fue robado un antiguo ataúd y destrozada la lápida correspondiente.

El primero de los incidentes, al parecer una tentativa frustrada de enterrar alguna cosa, ocurrió en el mes de marzo del año pasado y se atribuyó entonces a contrabandistas de bebidas alcohólicas en busca de un escondite para su alijo. Es muy posible, afirma el Sargento Riley, que este tercer caso sea de naturaleza similar. La policía está desplegando una gran actividad con vistas a identificar a los responsables de estos sucesos.

Durante todo el jueves, el doctor Willett descansó como si se recobrara de un esfuerzo agotador o se preparase para una gran prueba. Por la noche escribió una carta al señor Ward, que llegó a manos de éste a la mañana siguiente sumiéndole en profundas meditaciones. No había podido Ward sobreponerse a la impresión que le causara el informe de los detectives y a la siniestra «purificación» de la biblioteca, pero aquella misiva, a pesar de la desgracia que anunciaba y del misterio que la rodeaba, le trajo algo de la calma que tanto necesitaba.

10 Barnes St.

Providence, R.I.

12 abril, 1928

Querido Theodore:

Me considero obligado a avisarte antes de llevar a cabo lo que voy a hacer mañana, que pondrá punto final al terrible asunto de que nos venimos ocupando, pues tengo la impresión de que ninguna azada podrá llegar jamás a ese monstruoso lugar que los dos conocemos. Sé que tu mente no hallará reposo a menos que te asegure que lo que me propongo hacer representará el final definitivo de todo este misterio.

Me conoces desde que eras niño, de modo que me creerás si te digo que hay cosas que es mejor no investigar a fondo. Es preferible que no vuelvas a pensar en el caso de Charles e indispensable que no le digas a su madre más de lo que ella sospecha. Cuando yo vaya a visitarte mañana, Charles se habrá fugado de la clínica. Eso es lo que todos deben creer. Estaba loco y escapó. Y eso es lo que debes decir poco a poco a su madre cuando dejes de mandarle las notas mecanografiadas que escribías en nombre de Charles. Te aconsejo que vayas a reunirte con ella en Atlantic City y te tomes unas vacaciones. Dios sabe cuánto las necesitas después de las impresiones recibidas, y cuánto las necesito yo también. Por mi parte me propongo pasar en el Sur una temporada para tranquilizarme y reponer fuerzas.

De modo que no me hagas ninguna pregunta cuando vaya a visitarte. Es posible que algo salga mal, pero si es así no dejaré de avisarte. Espero que no tenga que hacerlo. A partir de mañana no habrá ya motivo de preocupación, pues Charles estará perfectamente a salvo. Ya lo está, más de lo que te imaginas. No debes temer nada con respecto a Allen o quienquiera que sea. Pertenece al pasado, como el retrato de Joseph Curwen, y cuando mañana llame a tu puerta puedes tener la completa seguridad de que ya no existirá tal persona. El que escribió la misteriosa nota tampoco volverá a molestarte.

Pero debes prepararte para algo muy triste y preparar también a tu esposa. La fuga de Charles no significa que vayáis a recuperarle.

Se ha visto afectado por una terrible enfermedad, como has tenido ocasión de apreciar por los cambios físicos y mentales que ha experimentado, y tienes que resignarte a no volver a verle. Te queda el consuelo de saber que no fue ni un malvado ni un loco, sino únicamente un muchacho aficionado al estudio y excesivamente curioso respecto a materias que encerraban un gran peligro. Descubrió cosas que ningún mortal debe saber, y ésa fue su desgracia.

Y ahora debo hablarte del asunto más difícil y que exige que deposites en mi toda tu confianza. Dentro de un año, si así lo deseas, puedes dar a todos la versión que prefieras de cómo murió Charles, porque él no volverá. Puedes también hacer colocar una lápida en e! Cementerio del Norte, a diez pies de distancia, en dirección oeste, de la de tu padre, para señalar el lugar en que descansan los restos de tu hijo. Las cenizas allí enterradas serán las de Charles Dexter Ward, el que viste crecer, el verdadero Charles con la marca olivácea en la cadera y sin el lunar negro en el pecho ni la cicatriz en la ceja derecha. El Charles que nunca hizo ningún daño y que habrá pagado con su vida una curiosidad morbosa.

Esto es todo. Charles se fugará de la clínica y dentro de un año podrás colocar una lápida sobre el lugar donde reposan sus cenizas. No me hagas ninguna pregunta. Y ten la seguridad de que el honor de tu familia sigue incólume.

Te acompaño en tu sentimiento y te deseo que encuentres la fortaleza, la calma y la resignación necesarias para sobrellevar esta desgracia. Tu sincero amigo,

Marinus B. Willett

El viernes 13 de abril de 1928, Marinus Bicknell Willett visitó a Charles Dexter Ward en su habitación de la clínica del doctor Waite situada en la isla de Conanicut. El joven, aunque no trató de rehuir al visitante, estaba de un humor sombrío y no se mostró dispuesto a hablar del tema que Willett deseaba tratar. El descubrimiento de la cripta hacía imposible la normalidad de su relación y ambos callaron un buen rato después de intercambiar los saludos habituales. La tensión aumentó al descubrir el joven Ward tras el rostro impasible del doctor una firmeza nueva en él. El paciente se amedrentó, consciente de que desde su último encuentro el que fuera médico solícito se había transformado en implacable vengador. Finalmente Willett se decidió a romper el fuego:

—He descubierto algo más, Charles —dijo—. Algo muy grave.

—¿Otros animalitos medio muertos de hambre? —fue la irónica respuesta. Era evidente que el joven quería mostrarse insolente hasta el final.

—No —replicó Willett lentamente—. Esta vez se trata de algo distinto. Encargamos a unos detectives que hicieran averiguaciones acerca del doctor Allen, y han encontrado en el bungalow una barba postiza y unas gafas ahumadas.

—Estupendo —dijo su interlocutor haciendo un esfuerzo por mostrarse ingenioso—. Espero que fueran más favorecedoras que las de usted.

—A ti te sentarían muy bien —replicó el doctor—. Mejor dicho, todo parece indicar que te sentaban muy bien.

Mientras Willett decía estas palabras, y aunque no hubo cambio alguno en la luz que se reflejaba en el suelo, una nube pareció ocultar momentáneamente el sol. Luego Charles habló.

—¿Y por qué da usted tanta importancia a eso? ¿Es que no puede un hombre disfrazarse si le resulta útil?

—Desde luego que puede hacerlo —asintió el doctor— siempre que tenga derecho a existir y siempre que no destruya a quien le hizo venir desde más allá de las esferas.

Ward se sobresaltó violentamente.

—Bueno, ¿qué es lo que ha encontrado y qué quiere de mí?

El doctor dejó que transcurrieran unos segundos antes de contestar, como si eligiera mentalmente las palabras que pudieran constituir una respuesta más eficaz.

—He encontrado —dijo finalmente—, algo oculto tras un panel antiguo que servía de marco a un retrato. Lo he quemado y he enterrado las cenizas en el lugar donde estará la tumba de Charles Dexter Ward.

El loco se levantó de un salto del sillón en que estaba sentado.

—¡No es posible! —exclamó— ¡No es posible! ¿Quién se lo dijo? ¿Y quién cree que va a creerle a usted si me han estado viendo durante estos dos meses?

El doctor Willett, aunque de baja estatura, adquirió el porte majestuoso del magistrado al calmar a su paciente con un gesto.

—No se lo he dicho a nadie. No es éste un caso corriente. Es de una locura tan inconcebible y de un horror tan ajeno a nuestra realidad que ningún alienista ni juez de la tierra podría creerlo. Gracias a Dios aún me queda una chispa de imaginación que me ha permitido adivinar la verdad de lo sucedido. ¡A mi no puede engañarme, Joseph Curwen, porque sé que su magia es auténtica! Sé cómo preparó el hechizo que perduró a través de los años y fue a actuar sobre su doble y descendiente. Sé cómo le arrastró usted al pasado y consiguió que le sacara de su abominable tumba. Sé cómo permaneció oculto en su laboratorio mientras se dedicaba al estudio del saber contemporáneo y salía por las noches a escondidas. Sé que es usted el vampiro de que tanto se habló. Sé que más tarde utilizó la barba y las gafas para que nadie se asombrara del sorprendente parecido que guardaba con su descendiente. Sé lo que decidió hacer cuando Charles comenzó a reprocharle su monstruoso saqueo de tumbas de todo el mundo, sé qué fue lo que planeó y sé cómo llevó a cabo sus planes.

»Se despojó de la barba y de las gafas y engañó a los detectives que vigilaban la casa. Creyeron que el que salía y entraba era él cuando en realidad usted le había estrangulado y ocultado tras el panel de madera de la biblioteca. Pero no se dio cuenta de que no hay dos mentes iguales. Fue un estúpido, Curwen, al imaginar que un simple parecido físico sería suficiente. ¿Por qué no pensó usted en la forma de hablar, y en la voz y en la caligrafía? Al final ha fracasado. Usted sabe mejor que yo quién escribió el mensaje que me encontré en el bolsillo, pero debo advertirle que no fue escrito en vano. Hay sacrilegios y abominaciones que no pueden ser tolerados, y creo que quien escribió aquellas palabras acabará con Orne y Hutchinson. Uno de los dos le escribió a usted en cierta ocasión: «No llame a su presencia a nadie a quien no pueda dominar». Tenia mucha razón, Curwen. No se puede jugar con la naturaleza a partir de ciertos límites. Todos los horrores que ha invocado se volverán contra usted...

El doctor se interrumpió ante el grito que profirió el ser que tenía delante. Indefenso, sin armas, y consciente de que cualquier acto de violencia atraería a un ejército de enfermeros, Joseph Curwen había decidido recurrir a su viejo aliado. Inició una serie de movimientos cabalísticos con los dedos, mientras aullaba con voz cavernosa las palabras de una terrible invocación:

—PER ADONAI ELOIM, ADONAI JEHOVA, ADONAI SABAOTH, METRATON...

Pero Willett fue más rápido que él. Al tiempo que los perros de la vecindad comenzaban a aullar y un viento helado se desataba de pronto sobre la bahía, empezó a recitar la invocación que desde un principio se había propuesto utilizar. Ojo por ojo, magia por magia. ¡Que el resultado de ella demostrara si había aprendido las lecciones del abismo! Así fue como Marinus Bicknell Willett comenzó a recitar la segunda de las dos fórmulas, la opuesta a aquella que había atraído a su presencia la figura del autor de la misteriosa nota, la críptica invocación encabezada por la Cola de Dragón, signo del nodo descendente:

OGTHROD AI’F

GEB’L-EE’H

YOG-SOTHOTH

‘NGAH’NG AI’Y

ZHRO

No bien surgió la primera palabra de la boca de Willett, cuando su paciente se interrumpió en seco. Incapaz de hablar, agitó salvajemente los brazos hasta que le abandonaron las fuerzas. Pero cuando comenzó el espantoso cambio, fue cuando resonó en el cuarto la palabra Yog-Sothoth. No fue simplemente una disolución, sino más bien una transformación, una recapitulación, y el doctor tuvo que cerrar los ojos para no desmayarse antes de dar fin a la invocación.

Pero Willett no se desmayó y aquel hombre de pasado impío y poseedor de secretos prohibidos no volvió jamás a turbar al mundo. Aquella locura surgida de un tiempo pretérito había terminado. El caso de Charles Dexter Ward se había cerrado. Abrió los ojos Willett antes de abandonar tambaleándose aquella habitación y pudo ver que la memoria no le había traicionado. Tal como había predicho, no había sido necesario ningún ácido. Porque al igual que su abominable retrato un año antes, Joseph Curwen yacía ahora en el suelo bajo la forma de una delgada capa de polvo gris azulado.

<p>El Color Del Espacio Exterior</p>

Al Oeste de Arkham, las colinas se yerguen selváticas, y hay valles con profundos bosques en los cuales no ha resonado nunca el ruido de un hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se inclinan fantásticamente, y donde discurren estrechos arroyuelos que nunca han captado el reflejo de la luz del sol. En las laderas menos agrestes hay casas de labor, antiguas y rocosas, con edificaciones cubiertas de musgo, rumiando eternamente en los misterios de la Nueva Inglaterra; pero todas ellas están ahora vacías, con las amplias chimeneas desmoronándose y las paredes pandeándose debajo de los techos a la holandesa.

Sus antiguos moradores se marcharon, y a los extranjeros no les gusta vivir allí. Los francocanadienses lo han intentado, los italianos lo han intentado, y los polacos llegaron y se marcharon. Y ello no es debido a nada que pueda ser oído, o visto, o tocado, sino a causa de algo puramente imaginario. El lugar no es bueno para la imaginación, y no aporta sueños tranquilizadores por la noche. Esto debe ser lo que mantiene a los extranjeros lejos del lugar, ya que el viejo Ammi Pierce no les ha contado nunca lo que él recuerda de los extraños días. Ammi, cuya cabeza ha estado un poco desequilibrada durante años, es el único que sigue allí, y el único que habla de los extraños días; y se atreve a hacerlo, porque su casa está muy próxima al campo abierto y a los caminos que rodean a Arkham.

En otra época había un camino sobre las colinas y a través de los valles, que corría en vía recta donde ahora hay un marchito erial; pero la gente dejó de utilizarlo y se abrió un nuevo camino que daba un rodeo hacia el sur. Entre la selvatiquez del erial pueden encontrarse aún huellas del antiguo camino, a pesar de que la maleza lo ha invadido todo. Luego, los oscuros bosques se aclaran y el erial muere a orillas de unas aguas azules cuya superficie refleja el cielo y reluce al sol. Y los secretos de los extraños días se funden con los secretos de las profundidades; se funden con la oculta erudición del viejo océano, y con todo el misterio de la primitiva tierra.

Cuando llegué a las colinas y valles para acotar los terrenos destinados a la nueva alberca, me dijeron que el lugar estaba embrujado. Esto me dijeron en Arkham, y como se trata de un pueblo muy antiguo lleno de leyendas de brujas, pensé que lo de embrujado debía ser algo que las abuelas habían susurrado a los chiquillos a través de los siglos. El nombre de “marchito erial” me pareció muy raro y teatral, y me pregunté cómo habría llegado a formar parte de las tradiciones de un pueblo puritano. Luego vi con mis propios ojos aquellas cañadas y laderas, y ya no me extrañó que estuvieran rodeadas de una leyenda de misterio. Las vi por la mañana, pero a pesar de ello estaban sumidas en la sombra. Los árboles crecían demasiado juntos, y sus troncos eran demasiado grandes tratándose de árboles de Nueva Inglaterra. En las oscuras avenidas del bosque había demasiado silencio, y el suelo estaba demasiado blando con el húmedo musgo y los restos de infinitos años de descomposición.

En los espacios abiertos, principalmente a lo largo de la línea del antiguo camino, había pequeñas casas de labor; a veces, con todas sus edificaciones en pie, y a veces con sólo un par de ellas, y a veces con una solitaria chimenea o una derruida bodega. La maleza reinaba por todas partes, y seres furtivos susurraban en el subsuelo. Sobre todas las cosas pesaba una rara opresión; un toque grotesco de irrealidad, como si fallara algún elemento vital de perspectiva o de claroscuro. No me extrañó que los extranjeros no quisieran permanecer allí, ya que aquélla no era una región que invitara a dormir en ella. Su aspecto recordaba demasiado el de una región extraída de un cuento de terror.

Pero nada de lo que había visto podía compararse, en lo que a desolación respecta, con el marchito erial. Se encontraba en el fondo de un espacioso valle; Ningún otro nombre hubiera podido aplicársele con más propiedad, ni ninguna otra cosa se adaptaba tan perfectamente a un nombre. Era como si un poeta hubiese acuñado la frase después de haber visto aquella región. Mientras la contemplaba, pensé que era la consecuencia de un incendio; pero, ¿por qué no había crecido nunca nada sobre aquellos cinco acres de gris desolación, que se extendía bajo el cielo como una gran mancha corroída por el ácido entre bosques y campos? Discurre en gran parte hacia el norte de la línea del antiguo camino, pero invade un poco el otro lado. Mientras me acercaba experimenté una extraña sensación de repugnancia, y sólo me decidí a hacerlo porque mi tarea me obligaba a ello. En aquella amplia extensión no había vegetación de ninguna clase; no había más que una capa de fino polvo o ceniza gris, que ningún viento parecía ser capaz de arrastrar. Los árboles más cercanos tenían un aspecto raquítico y enfermizo, y muchos de ellos aparecían agotados o con los troncos podridos. Mientras andaba apresuradamente vi a mi derecha los derruidos restos de una casa de labor, y la negra boca de un pozo abandonado cuyos estancados vapores adquirían un extraño matiz al ser bañados por la luz del sol. El desolado espectáculo hizo que no me maravillara ya de los asustados susurros de los moradores de Arkham. En los alrededores no había edificaciones ni ruinas de ninguna clase; incluso en los antiguos tiempos, el lugar dejó de ser solitario y apartado. Y a la hora del crepúsculo, temeroso de pasar de nuevo por aquel ominoso lugar, tomé el camino del sur, a pesar de que significaba dar un gran rodeo.

Por la noche interrogué a algunos habitantes de Arkham acerca del marchito erial, y pregunté qué significado tenía la frase “los extraños días” que había oído murmurar evasivamente. Sin embargo, no pude obtener ninguna respuesta concreta, y lo único que saqué en claro era que el misterio se remontaba a una fecha mucho más reciente de lo que había imaginado. No se trataba de una vieja leyenda, ni mucho menos, sino de algo que había ocurrido en vida de los que hablaban conmigo. Había sucedido en los años ochenta, y una familia desapareció o fue asesinada. Los detalles eran algo confusos; y como todos aquellos con quienes hablé me dijeron que no prestara crédito a las fantásticas historias del viejo Ammi Pierce, decidí ir a visitarle a la mañana siguiente, después de enterarme de que vivía solo en una ruinosa casa que se alzaba en el lugar donde los árboles empiezan a espesarse. Era un lugar muy viejo, y había empezado a exudar el leve olor miásmico que se desprende de las casas que han permanecido en pie demasiado tiempo. Tuve que llamar insistentemente para que el anciano se levantara, y cuando se asomó tímidamente a la puerta me di cuenta de que no se alegraba de verme. No estaba tan débil como yo había esperado; sin embargo sus ojos parecían desprovistos de vida, y sus andrajosas ropas y su barba blanca le daban un aspecto gastado y decaído.

No sabiendo cómo enfocar la conversación para que me hablara de sus “fantásticas historias”, fingí que me había llevado hasta allí la tarea a que estaba entregado; le hablé de ella al viejo Ammi, formulándole algunas vagas preguntas acerca del distrito. Ammi Pierce era un hombre más culto y más educado de lo que me habían dado a entender, y se mostró más comprensivo que cualquiera de los hombres con los cuales había hablado en Arkham. No era como otros rústicos que había conocido en las zonas donde iban a construirse las albercas. Ni protestó por las millas de antiguo bosque y de tierras de labor que iban a desaparecer bajo las aguas, aunque quizá su actitud hubiera sido distinta de no haber tenido su hogar fuera de los límites del futuro lago. Lo único que mostró fue alivio; alivio ante la idea de que los valles por los cuales había vagabundeado toda su vida iban a desaparecer. Estarían mejor debajo del agua..., mejor debajo del agua desde los extraños días. Y, al decir esto, su ronca voz se hizo más apagada, mientras su cuerpo se inclinaba hacia delante y el dedo índice de su mano derecha empezaba a señalar de un modo tembloroso e impresionante.

Fue entonces cuando oí la historia, y mientras la ronca voz avanzaba en su relato, en una especie de misterioso susurro, me estremecí una y otra vez a pesar de que estábamos en pleno verano. Tuve que interrumpir al narrador con frecuencia, para poner en claro puntos científicos que él sólo conocía a través de lo que habla dicho un profesor, cuyas palabras repetía como un papagayo, aunque su memoria había empezado ya a flaquear; o para tender un puente entre dato y dato, cuando fallaba su sentido de la lógica y de la continuidad. Cuando hubo terminado, no me extrañó que su mente estuviera algo desequilibrada, ni que a la gente de Arkham no le gustara hablar del marchito erial. Me apresuré a regresar a mi hotel antes de la puesta del sol, ya que no quería tener las estrellas sobre mi cabeza encontrándome al aire libre. Al día siguiente regresé a Boston para dar mi informe. No podía ir de nuevo a aquel oscuro caos de antiguos bosques y laderas, ni enfrentarme otra vez con aquel gris erial donde el negro pozo abría sus fauces al lado de los derruidos restos de una casa de labor. La alberca iba a ser construida inmediatamente, y todos aquellos antiguos secretos quedarían enterrados para siempre bajo las profundas aguas. Pero creo que ni cuando esto sea una realidad, me gustará visitar aquella región por la noche..., al menos, no cuando brillan en el cielo las siniestras estrellas.

Todo empezó, dijo el viejo Ammi, con el meteorito. Antes no se habían oído leyendas de ninguna clase, e incluso en la remota época de las brujas aquellos bosques occidentales no fueron ni la mitad de temidos que la pequeña isla del Miskatonic, donde el diablo concedía audiencias al lado de un extraño altar de piedra, más antiguo que los indios. Aquellos no eran bosques hechizados, y su fantástica oscuridad no fue nunca terrible hasta los extraños días. Luego había llegado aquella blanca nube meridional, se había producido aquella cadena de explosiones en el aire, y aquella columna de humo en el valle. Y, por la noche, todo Arkham se había enterado de que una gran piedra había caído del cielo y se había incrustado en la tierra, junto al pozo de la casa de Nahum Gardner. La casa que se había alzado en el lugar que ahora ocupaba el marchito erial.

Nahum había ido al pueblo para contar lo de la piedra, y al pasar ante la casa de Ammi Pierce se lo había contado también. En aquella época. Ammi tenía cuarenta años, y todos los extraños acontecimientos estaban profundamente grabados en su cerebro. Ammi y su esposa habían acompañado a los tres profesores de la Universidad de Miskatonic que se presentaron a la mañana siguiente para ver al fantástico visitante que procedía del desconocido espacio estelar, y habían preguntado cómo era que Nahum había dicho, el día antes, que era muy grande. Nahum, señalando la pardusca mole que estaba junto a su pozo, dijo que se había encogido. Pero los sabios replicaron que las piedras no encogen. Su calor irradiaba persistentemente, y Nahum declaró que había brillado débilmente toda la noche. Los profesores golpearon la piedra con un martillo de geólogo y descubrieron que era sorprendentemente blanda. En realidad, era tan blanda como si fuera artificial, y arrancaron, más bien que escoplearon, una muestra para llevársela a la Universidad a fin de comprobar su naturaleza. Tuvieron que meterla en un cubo que le pidieron prestado a Nahum, ya que el pequeño fragmento no perdía calor. En su viaje de regreso se detuvieron a descansar en la casa de Ammi, y parecieron quedarse pensativos cuando Mrs. Pierce observó que el fragmento estaba haciéndose más pequeño y había empezado a quemar el fondo del cubo. Realmente, no era muy grande, pero quizás habían cogido un trozo menor de lo que habían supuesto.

Al día siguiente —todo esto ocurría en el mes de junio de 1882—, los profesores se presentaron de nuevo, muy excitados. Al pasar por la casa de Ammi le contaron lo que había sucedido con la muestra, diciendo que había desaparecido por completo cuando la introdujeron en un recipiente de cristal. El recipiente también había desaparecido, y los profesores hablaron de la extraña afinidad de la piedra con el silicón. Había reaccionado de un modo increíble en aquel laboratorio perfectamente ordenado; sin sufrir ninguna modificación ni expeler ningún gas al ser calentada al carbón mostrándose completamente negativa al ser tratada con bórax y revelándose absolutamente no-volátil a cualquier temperatura incluyendo la del soplete de oxihidrogeno. En el yunque apareció como muy maleable, y en la oscuridad su luminosidad era muy notable. Negándose obstinadamente a enfriarse, provocó una gran excitación entre los profesores; y cuando al ser calentada ante el espectroscopio mostró unas brillantes bandas distintas a las de cualquier color conocido del espectro normal, se habló de nuevos elementos, de raras propiedades ópticas, y de todas aquellas cosas que los intrigados hombres de ciencia suelen decir cuando se enfrentan con lo desconocido.

Caliente como estaba, fue comprobada en un crisol con todos los reactivos adecuados. El agua no hizo nada. Ni el ácido clorhídrico. El ácido nítrico e incluso el agua regia se limitaron a resbalar sobre su tórrida invulnerabilidad. Ammi se encontró con algunas dificultades para recordar todas aquellas cosas, pero reconoció algunos disolventes a medida que se los mencionaba en el habitual orden de utilización: amoniaco y soda cáustica, alcohol y éter, bisulfito de carbono y una docena más; pero, a pesar de que el peso iba disminuyendo con el paso del tiempo, y de que el fragmento parecía enfriarse ligeramente, los disolventes no experimentaron ningún cambio que demostrara que habían atacado a la sustancia. Desde luego, se trataba de un metal. Era magnético, en grado extremo; y después de su inmersión en los disolventes ácidos parecían existir leves huellas de la presencia de hierro meteórico, de acuerdo con los datos de Widmanstalten. Cuando el enfriamiento era ya considerable colocaron el fragmento en un recipiente de cristal para continuar las pruebas Y a la mañana siguiente, fragmento y recipiente habían desaparecido sin dejar rastro, y únicamente una chamuscada señal en el estante de madera donde los habían dejado probaba que había estado realmente allí.

Esto fue lo que los profesores le contaron a Ammi mientras descansaban en su casa, y una vez más fue con ellos a ver el pétreo mensajero de las estrellas, aunque en esta ocasión su esposa no le acompañó. Comprobaron que la piedra habla encogido realmente, y ni siquiera los más escépticos de los profesores pudieron dudar de lo que estaban viendo. Alrededor de la masa pardusca situada junto al pozo había un espacio vacío, un espacio que eran dos pies menos que el día anterior. Estaba aún caliente, y los sabios estudiaron su superficie con curiosidad mientras separaban otro fragmento mucho mayor que el que se habían llevado. Esta vez ahondaron más en la masa de piedra, y de este modo pudieron darse cuenta de que el núcleo central no era completamente hom*ogéneo.

Habían dejado al descubierto lo que parecía ser la cara exterior de un glóbulo empotrado en la sustancia. El color, parecido al de las bandas del extraño espectro del meteoro, era casi imposible de describir; y sólo por analogía se atrevieron a llamarlo color. Su contextura era lustrosa, y parecía quebradiza y hueca. Uno de los profesores golpeó ligeramente el glóbulo con un martillo, y estalló con un leve chasquido. De su interior no salió nada, y el glóbulo se desvaneció como por arte de magia, dejando un espacio esférico de unas tres pulgadas de diámetro, Los profesores pensaron que era probable que encontraran otros glóbulos a medida que la sustancia envolvente se fuera fundiendo.

La conjetura era equivocada, ya que los investigadores no consiguieron encontrar otro glóbulo, a pesar de que taladraron la masa por diversos lugares. En consecuencia, decidieron llevarse la nueva muestra que habían recogido... y cuya conducta en el laboratorio fue tan desconcertante como la de su predecesora. Aparte de ser casi plástica, de tener calor, magnetismo y ligera luminosidad, de enfriarse levemente en poderosos ácidos, de perder peso y volumen en el aire y de atacar a los compuestos de silicón con el resultado de una mutua destrucción. La piedra no presentaba características de identificación; y al fin de las pruebas, los científicos de la Universidad se vieron obligados a reconocer que no podían clasificarla. No era nada de este planeta, sino un trozo del espacio exterior; y, como tal, estaba dotado de propiedades exteriores y desconocidas y obedecía a leyes exteriores y desconocidas.

Aquella noche hubo una tormenta, y cuando los profesores acudieron a casa de Nahum al día siguiente, se encontraron con una desagradable sorpresa. La piedra, magnética como era, debió poseer alguna peculiar propiedad eléctrica; ya que había “atraído al rayo”, como dijo Nahum, con una singular persistencia. En el espacio de una hora, el granjero vio cómo el rayo hería seis veces la masa que se encontraba junto al pozo, y al cesar la tormenta descubrió que la piedra había desaparecido. Los científicos, profundamente decepcionados, tras comprobar el hecho de la total desaparición, decidieron que lo único que podían hacer era regresar al laboratorio y continuar analizando el fragmento que se habían llevado el día anterior y que como medida de precaución habían encerrado en una caja de plomo. El fragmento duró una semana transcurrida la cual no se había llegado a ningún resultado positivo. La piedra desapareció, sin dejar ningún residuo, y con el tiempo los profesores apenas creían que habían visto realmente aquel misterioso vestigio de los insondables abismos exteriores; aquel único, fantástico mensaje de otros universos y otros reinos de materia, energía, y entidad.

Como era lógico, los periódicos de Arkham hablaron mucho del incidente y enviaron a sus reporteros a entrevistar a Nahum y a su familia. Un rotativo de Boston envío también un periodista, y Nahum se convirtió rápidamente en una especie de celebridad local. Era un hombre delgado, de unos cincuenta años, que vivía con su esposa y sus tres hijos del producto de lo que cultivaba en el valle. Él y Ammi se hacían frecuentes visitas, lo mismo que sus esposas; y Ammi solo tenía frases de elogio para él después de todos aquellos años. Parecía estar orgulloso de la atención que había despertado el lugar, y en las semanas que siguieron a su aparición y desaparición habló con frecuencia del meteorito. Los meses de julio y agosto fueron cálidos; y Nahum trabajó de firme en sus campos, y las faenas agrícolas le cansaron más de lo que le habían cansado otros años, por lo que llegó a la conclusión de que los años habían empezado a pesarle.

Luego llegó la época de la recolección. Las peras y manzanas maduraban lentamente, y Nahum aseguraba que sus huertas tenían un aspecto más floreciente que nunca. La fruta crecía hasta alcanzar un tamaño fenomenal y un brillo musitado, y su abundancia era tal que Nahum tuvo que comprar unos cuantos barriles más a fin de poder embalar la futura cosecha. Pero con la maduración llegó una desagradable sorpresa, ya que toda aquella fruta de opulenta presencia resultó incomible. En vez del delicado sabor de las peras y manzanas, la fruta tenía un amargor insoportable. Lo mismo ocurrió con los melones y los tomates, y Nahum vio con tristeza cómo se perdía toda su cosecha. Buscando una explicación a aquel hecho, no tardó en declarar que el meteorito había envenenado el suelo, y dio gracias al cielo porque la mayor parte de las otras cosechas se encontraban en las tierras altas a lo largo del camino.

El invierno se presentó muy pronto, y fue muy frío. Ammi veía a Nahum con menos frecuencia que de costumbre, y observó que empezaba a tener un aspecto preocupado. También el resto de la familia había asumido un aire taciturno; y fueron espaciando sus visitas a la iglesia y su asistencia a los diversos acontecimientos sociales de la comarca. No pudo encontrarse ningún motivo para aquella reserva o melancolía, aunque todos los habitantes de la casa daban muestras de cuando en cuando de un empeoramiento en su estado de salud física y mental. Esto se hizo más evidente cuando el propio Nahum declaró que estaba preocupado por ciertas huellas de pasos que había visto en la nieve. Se trataba de las habituales huellas invernales de las ardillas rojas, de los conejos blancos y de los zorros, pero el caviloso granjero afirmó que encontraba algo raro en la naturaleza y disposición de aquellas huellas. No fue más explícito, pero parecía creer que no era característica de la anatomía y las costumbres de ardillas y conejos y zorros. Ammi no hizo mucho caso de todo aquello hasta una noche que pasó por delante de la casa de Nahum en su trineo, en su camino de regreso de Clark's Corners. En el cielo brillaba la luna, y un conejo cruzó corriendo el camino, y los saltos de aquel conejo eran más largos de lo que les hubiera gustado a Ammi y a su caballo. Este último, en realidad, se hubiera desbocado si su dueño no hubiera empuñado las riendas con mano firme. A partir de entonces, Ammi mostró un mayor respeto por las historias que contaba Nahum, y se preguntó por qué los perros de Gardner parecían estar tan asustados y temblorosos cada mañana. Incluso habían perdido el ánimo para ladrar.

En el mes de febrero, los chicos de McGregor, de Meadow Hill, salieron a cazar marmotas, y no lejos de las tierras de Gardner capturaron un ejemplar muy especial. Las proporciones de su cuerpo parecían ligeramente alteradas de un modo muy raro, imposible de describir, en tanto que su rostro tenía una expresión que hasta entonces nadie había visto en el rostro de una marmota. Los chicos quedaron francamente asustados y tiraron inmediatamente el animal, de modo que por la comarca sólo circulo la grotesca historia que los mismos chicos contaron. Pero esto, unido a la historia del conejo que asustaba a los caballos en las inmediaciones de la casa de Nahum, dio pie a que empezara a tomar cuerpo una leyenda, susurrada en voz baja.

La gente aseguraba que la nieve se había fundido mucho mas rápidamente en los alrededores de la casa de Nahum que en otras partes, y a principios de marzo se produjo una agitada discusión en la tienda de Potter, de Clark's Corners. Stephen Rice había pasado por las tierras de Gardner a primera hora de la mañana, y se había dado cuenta de que la hierba fétida empezaba a crecer en todo el fangoso suelo. Hasta entonces no se había visto hierba fétida de aquel tamaño, y su color era tan raro que no podía ser descrito con palabras. Sus formas eran monstruosas, y el caballo había relinchado lastimeramente ante la presencia de un hedor que hirió también desagradablemente el olfato de Stephen. Aquella misma tarde, varias personas fueron a ver con sus propios ojos aquella anomalía, y todas estuvieron de acuerdo en que las plantas de aquella clase no podían brotar en un mundo saludable. Se mencionaron de nuevo los frutos amargos del otoño anterior, y corrió de boca en boca que las tierras de Nahum estaban emponzoñadas. Desde luego, se trataba del meteorito; y recordando lo extraño que les había parecido a los hombres de la Universidad, varios granjeros hablaron del asunto con ellos.

Un día, hicieron una visita a Nahum; pero como se trataba de unos hombres que no prestaban crédito con facilidad a las leyendas, sus conclusiones fueron muy conservadoras. Las plantas eran raras, desde luego, pero toda la hierba fétida es más o menos rara en su forma y en su color. Quizás algún elemento mineral del meteorito había penetrado en la tierra, pero no tardaría en desaparecer. Y en cuanto a las huellas en la nieve y a los caballos asustados... se trataba únicamente de habladurías sin fundamento, que habían nacido a consecuencia de la caída del meteorito. Pero unos hombres serios no podían tener en cuenta las habladurías de los campesinos, ya que los supersticiosos labradores dicen y creen cualquier cosa. Ese fue el veredicto de los profesores acerca de los extraños días. Sólo uno de ellos, encargado de analizar dos redomas de polvo en el curso de una investigación policíaca, año y medio más tarde, recordó que el extraño color de la hierba fétida era muy parecida al de las insólitas bandas de luz que reveló el fragmento del meteoro en el espectroscopio de la Universidad, y al del glóbulo que encontraran en el interior de la piedra. En el análisis que el mencionado profesor llevó a cabo, las muestras revelaron al principio las mismas insólitas bandas, aunque más tarde perdieran la propiedad.

Los árboles florecieron prematuramente alrededor de la casa de Nahum, y por la noche se mecían ominosamente al viento. El segundo hijo de Nahum, Thaddeus, un muchacho de quince años, juraba que los árboles se mecían también cuando no hacía viento; pero ni siquiera los más charlatanes prestaron crédito a esto. Desde luego, en el ambiente había algo raro. Toda la familia Gardner desarrolló la costumbre de quedarse escuchando, aunque no esperaban oír ningún sonido al cual pudieran dar nombre. La escucha era en realidad resultado de momentos en que la conciencia parecía haberse desvanecido en ellos. Desgraciadamente, esos momentos eran más frecuentes a medida que pasaban las semanas, hasta que la gente empezó a murmurar que toda la familia Nahum estaba mal de la cabeza. Cuando salió la primera saxífraga[1], su color era también muy extraño; no completamente igual al de la hierba fétida, pero indudablemente afín a él e igualmente desconocido para cualquiera que lo viera. Nahum cogió algunos capullos y se los llevó a Arkham para enseñarlos al editor de la Gazette, pero aquel dignatario se limitó a escribir un artículo humorístico acerca de ellos, ridiculizando los temores y las supersticiones de los campesinos. Fue un error de Nahum contarle a un estólido ciudadano la conducta que observaban las mariposas —también de gran tamaño— en relación con aquellas saxífragas.

Abril aportó una especie de locura a las gentes de la comarca y empezaron a dejar de utilizar el camino que pasaba por los terrenos de Nahum, hasta abandonarlo por completo. Era la vegetación. Los renuevos de los árboles tenían unos extraños colores, y a través del suelo de piedra del patio y en los prados contiguos crecían unas plantas que solamente un botánico podía relacionar con la flora de la región. Pero lo más raro de todo era el colorido, que no correspondía a ninguno de los matices que el ojo humano había visto hasta entonces. Plantas y arbustos se convirtieron en una siniestra amenaza, creciendo insolentemente en su cromática perversión. Ammi y los Gardner opinaron que los colores tenían para ellos una especie de inquietante familiaridad, y llegaron a la conclusión de que les recordaban el glóbulo que había sido descubierto dentro del meteoro. Nahum labró y sembró los diez acres de terreno que poseía en la parte alta, sin tocar los terrenos que rodeaban su casa. Sabía que sería trabajo perdido y tenía la esperanza de que aquellas extrañas hierbas que estaban creciendo arrancarían toda la ponzoña del suelo. Ahora estaba preparado para cualquier cosa, por inesperada que pudiera parecer, y se había acostumbrado a la sensación de que cerca de él había algo que esperaba ser oído. El ver que los vecinos no se acercaban por su casa le molestó, desde luego; pero afectó todavía más a su esposa. Los chicos no lo notaron tanto porque iban a la escuela todos los días; pero no pudieron evitar el enterarse de las habladurías, las cuales les asustaron un poco, especialmente a Thaddeus, que era un muchacho muy sensible.

En mayo llegaron los insectos, y la hacienda de Gardner se convirtió en un lugar de pesadilla, lleno de zumbidos y de serpenteos. La mayoría de aquellos animales tenían un aspecto insólito y se movían de un modo muy raro, y sus costumbres nocturnas contradecían todas las anteriores experiencias. Los Gardner adquirieron el hábito de mantenerse vigilantes durante la noche. Miraban en todas direcciones en busca de algo..., aunque no podían decir de qué. Fue entonces cuando comprobaron que Thaddeus había estado en lo cierto al hablar de lo que ocurría con los árboles. Mistress Gardner fue la primera en comprobarlo una noche que se encontraba en la ventana del cuarto contemplando la silueta de un arce que se recortaba contra un cielo iluminado por la luna. Las ramas del arce se estaban moviendo y no corría el menor soplo de viento. Cosa de la savia, seguramente. Las cosas más extrañas resultaban ahora normales. Sin embargo, el siguiente descubrimiento no fue obra de ningún miembro de la familia Gardner. Se habían familiarizado con lo anormal hasta el punto de no darse cuenta de muchos detalles. Y lo que ellos no fueron capaces de ver fue observado por un viajante de comercio de Boston, que pasó por allí una noche, ignorante de las leyendas que corrían por la región. Lo que contó en Arkham apareció en un breve artículo publicado por la Gazette; y aquel articulo fue lo que todos los granjeros, incluido Nahum, se echaron primero a los ojos. La noche había sido oscura, pero alrededor de una granja del valle —que todo el mundo supo que se trataba de la granja de Nahum— la oscuridad había sido menos intensa. Una leve, aunque visible, fosforescencia parecía surgir de toda la vegetación, y en un momento determinado un trozo de aquella fosforescencia se deslizó furtivamente por el patio que había cerca del granero.

Los pastos no parecían haber sufrido los efectos de aquella insólita situación, y las vacas pacían libremente cerca de la casa, pero hacia finales de mayo la leche empezó a ser mala. Entonces Nahum llevó a las vacas a pacer a las tierras altas y la leche volvió a ser buena. Poco después el cambio en la hierba y en las hojas, que hasta entonces se habían mantenido normalmente verdes, pudo apreciarse a simple vista. Todas las hortalizas adquirieron un color grisáceo y un aspecto quebradizo. Ammi era ahora la única persona que visitaba a los Gardner, y sus visitas fueron espaciándose más y más. Cuando cerraron la escuela, por ser época de vacaciones, los Gardner quedaron virtualmente aislados del mundo, y a veces encargaban a Ammi que les hiciera sus compras en el pueblo. Continuaban desmejorando física y mentalmente, y nadie quedó sorprendido cuando circuló la noticia de que Mrs. Gardner se había vuelto loca.

Esto ocurrió en junio, alrededor del aniversario de la caída del meteoro, y la pobre mujer empezó a gritar que veía cosas en el aire, cosas que no podía describir. En su desvarío no pronunciaba ningún nombre propio, sino solamente verbos y pronombres. Las cosas se movían, y cambiaban, y revoloteaban, y los oídos reaccionaban a impulsos que no eran del todo sonidos. Nahum no la envió al manicomio del condado, sino que dejó que vagabundeara por la casa mientras fuera inofensiva para sí misma y para los demás. Cuando su estado empeoró no hizo nada. Pero cuando los chicos empezaron a asustarse y Thaddeus casi se desmayó al ver la expresión del rostro de su madre al mirarle, Nahum decidió encerrarla en el ático. En julio, Mrs. Gardner dejó de hablar y empezó a arrastrarse a cuatro patas, y antes de terminar el mes, Nahum se dio cuenta de que su esposa era ligeramente luminosa en la oscuridad, tal como ocurría con la vegetación de los alrededores de la casa.

Esto sucedió un poco antes de que los caballos se dieran a la fuga. Algo les había despertado durante la noche, y sus relinchos y su cocear habían sido algo terrible. A la mañana siguiente, cuando Nahum abrió la puerta del establo, los animales salieron disparados como alma que lleva el diablo. Nahum tardó una semana en localizar a los cuatro, y cuando los encontró se vio obligado a matarlos porque se hablan vuelto locos y no había quien los manejara. Nahum le pidió prestado un caballo a Ammi para acarrear el heno, pero el animal no quiso acercarse al granero. Respingó, se encabritó y relinchó, y al final tuvieron que dejarlo en el patio, mientras los hombres arrastraban el carro hasta situarlo junto al granero. Entretanto, la vegetación iba tomándose gris y quebradiza. Incluso las flores, cuyos colores habían sido tan extraños, se volvían grises ahora, y la fruta era gris y enana e insípida. Las jarillas y el trébol dorado dieron flores grises y deformes, y las rosas, las rascamoños y las malvarrosas del patio delantero tenían un aspecto tan horrendo, que Zenas, el mayor de los hijos de Nahum, las cortó todas. Al mismo tiempo fueron muriéndose todos los insectos, incluso las abejas que habían abandonado sus colmenas.

En septiembre toda la vegetación se había desmenuzado, convirtiéndose en un polvillo grisáceo, y Nahum temió que los árboles murieran antes de que la ponzoña se hubiera desvanecido del suelo. Su esposa tenía ahora accesos de furia, durante los cuales profería unos gritos terribles, y Nahum y sus hijos vivían en un estado de perpetua tensión nerviosa. No se trataban ya con nadie, y cuando la escuela volvió a abrir sus puertas los chicos no acudieron a ella. Fue Ammi, en una de sus raras visitas, quien descubrió que el agua del pozo ya no era buena. Tenía un gusto endiablado, que no era exactamente fétido ni exactamente salobre, y Ammi aconsejó a su amigo que excavara otro pozo en las tierras altas para utilizarlo hasta que el suelo volviera a ser bueno. Sin embargo, Nahum no hizo el menor caso de aquel consejo, ya que había llegado a impermeabilizarse contra las cosas raras y desagradables. Él y sus hijos siguieron utilizando la teñida agua del pozo, bebiéndola con la misma indiferencia con que comían sus escasos y mal cocidos alimentos y conque realizaban sus improductivas y monótonas tareas a través de unos días sin objetivo. Había algo de estólida resignación en todos ellos, como si anduvieran en otro mundo entre hileras de anónimos guardianes hacia un lugar familiar y seguro.

Thaddeus se volvió loco en septiembre, después de una visita al pozo. Había ido allí con un cubo y había regresado con las manos vacías, encogiendo y agitando los brazos y murmurando algo acerca de “los colores movibles que había allí abajo”. Dos locos en una familia representaban un grave problema, pero Nahum se portó valientemente. Dejó que el muchacho se moviera a su antojo durante una semana, hasta que empezó a portarse peligrosamente, y entonces lo encerró en el ático, enfrente de la habitación ocupada por su madre. El modo como se gritaban el uno al otro desde detrás de sus cerradas puertas era algo terrible, especialmente para el pequeño Merwin, que imaginaba que su madre y su hermano hablaban en algún terrible lenguaje que no era de este mundo. Merwin se estaba convirtiendo en un chiquillo peligrosamente imaginativo, y su estado empeoró desde que encerraron al hermano que había sido su mejor compañero de juegos.

Casi al mismo tiempo empezó la mortalidad entre el ganado. Las aves de corral adquirieron un color gris y murieron rápidamente. Los cerdos engordaron desordenadamente y luego empezaron a experimentar repugnantes cambios que nadie podía explicar. Su carne era desaprovechable, desde luego, y Nahum no sabía qué pensar ni qué hacer. Ningún veterinario rural quiso acercarse a su casa, y el veterinario de Arkham quedó francamente desconcertado. La cosa resultaba tanto más inexplicable por cuanto aquellos animales no habían sido alimentados con la vegetación emponzoñada. Luego les llegó el turno a las vacas. Ciertas zonas, y a veces el cuerpo entero, aparecieron anormalmente hinchadas o comprimidas, y aquellos síntomas fueron seguidos de atroces colapsos o desintegraciones. En las últimas fases —que terminaban siempre con la muerte— adquirían un color grisáceo y un aspecto quebradizo, tal como había ocurrido con los cerdos. En el caso de las vacas no podía hablarse de veneno, ya que estaban encerradas en mi establo. Ninguna mordedura de un animal salvaje podía haber inoculado el virus, ya que no hay ningún animal terrestre que pueda pasar a través de unos obstáculos sólidos. Debía tratarse de una enfermedad natural..., aunque resultaba imposible conjeturar qué clase de enfermedad producía aquellos terribles resultados. En la época de la cosecha no quedaba ningún animal vivo en la casa, ya que el ganado y las aves de corral habían muerto y los perros habían huido. Los perros, en número de tres, habían desaparecido una noche y no volvieron a aparecer. Los cinco gatos se habían marchado un poco antes, pero su desaparición apenas fue notada, ya que en la casa no había ahora ratones y únicamente Mrs. Gardner sentía cierto afecto por los graciosos felinos.

El 19 de octubre, Nahum se presentó en casa de Ammi con espantosas noticias. La muerte había sorprendido al pobre Thaddeus en su habitación del ático, y le habla sorprendido de un modo que no podía ser contado. Nahum había excavado una tumba en la parte trasera de la granja y había metido allí lo que encontró en la habitación. En la habitación no podía haber entrado nadie, ya que la pequeña ventana enrejada y la cerradura de la puerta estaban intactas; pero lo sucedido tenía muchos puntos de contacto con lo ocurrido en el establo. Ammi y su esposa consolaron al atribulado granjero lo mejor que pudieron, aunque no consiguieron evitar un estremecimiento. El horror parecía rondar alrededor de los Gardner y de todo lo que tocaban, y la sola presencia de uno de ellos en la casa era como un soplo de regiones innominadas e innominables. Ammi acompañó a Nahum a su hogar de muy mala gana e hizo lo que pudo para calmar los histéricos sollozos del pequeño Merwín. Zenas no necesitaba ser calmado. Se encontraba en un estado de completo atontamiento y se limitaba a mirar fijamente un punto indeterminado del espacio y a obedecer lo que su padre le ordenaba. Y Ammi pensó que ese estado de abulia era lo mejor que podía ocurrirle. De cuando en cuando los gritos de Merwin eran contestados desde el ático, y en respuesta a una mirada interrogadora Nahum dijo que su esposa estaba muy débil. Cuando se acercaba la noche, Ammi se las arregló para marcharse, ya que ningún sentimiento de amistad podía hacerle permanecer en aquel lugar cuando la vegetación empezaba a brillar débilmente y los árboles podían o no moverse sin que soplara el viento. Era una verdadera suerte para Ammi el hecho de que no fuese una persona imaginativa. De haberlo sido, de haber podido relacionar y reflexionar en todos los portentos que le rodeaban, no cabe duda de que hubiese perdido la chaveta. A la hora del crepúsculo regresó apresuradamente a su casa, sintiendo resonar terriblemente en sus oídos los gritos de la loca y del pequeño Merwin.

Tres días más tarde Nahum se presentó en casa de Ammi muy de mañana, y en ausencia de su huésped le contó a Mrs. Pierce una horrible historia que ella escuchó temblando de miedo. Esta vez se trataba del pequeño Mervin. Había desaparecido. Había salido de la casa cuando ya era de noche con un farol y un cubo para traer agua, y no había regresado. Hacia días que su estado no era normal y se asustaba de todo. El padre oyó un frenético grito en el patio, pero cuando abrió la puerta y se asomó, el muchacho había desaparecido. No se veía ni rastro de él, y en ninguna parte brillaba el farol que se había llevado. En aquel momento, Nahum creyó que el farol y el cubo habían desaparecido también; pero al hacerse de día, y al regreso de su búsqueda de toda la noche por campos y bosques, Nahum había descubierto unas cosas muy raras cerca del pozo: una retorcida y semifundida masa de hierro, que había sido indudablemente el farol; y junto a ella un asa doblada junto a otra masa de hierro, asimismo retorcida y semifundida, que correspondía al cubo. Eso fue todo. Nahum imaginaba lo inimaginable. Mrs. Pierce estaba como atontada, y Ammi, cuando llegó a casa y oyó la historia, no pudo dar ninguna opinión. Merwin había desaparecido, y sería inútil decírselo a la gente que vivía en aquellos alrededores y que huían de los Gardner como de la peste. Tan inútil como decírselo a los ciudadanos de Arkham, que se reían de todo. Thad había desaparecido, y ahora había desaparecido Merwin. Algo estaba arrastrándose y arrastrándose, esperando ser visto y oído. Nahum no tardaría en morirse, y deseaba que Ammi velara por su esposa y por Zenas, si es que le sobrevivían. Todo aquello era un castigo de alguna clase, aunque Nahum no podía adivinar a qué se debía, ya que siempre había vivido en el santo temor de Dios.

Durante más de dos semanas, Ammi no tuvo ninguna noticia de Nahum; y entonces, preocupado por lo que pudiera haber ocurrido, dominó sus temores y efectuó una visita a la casa de los Gardner. De la chimenea no salía humo y por unos instantes el visitante temió lo peor. El aspecto de la granja era impresionante: hierba y hojas grisáceas en el suelo, parras cayéndose a pedazos de arcaicas paredes y aleros, y enormes árboles desnudos silueteándose malignamente contra el gris cielo de noviembre. Ammi no pudo dejar de notar que se habla producido un sutil cambio en la inclinación de las ramas. Pero Nahum estaba vivo, después de todo. Estaba muy débil y reposaba en un catre en la cocina de techo bajo, pero conservaba la lucidez y seguía dando órdenes a Zenas. La estancia estaba mortalmente fría; y al ver que Ammi se estremecía, Nahum le gritó a Zenas que trajera más leña. La leña, en realidad, era muy necesaria, ya que el cavernoso hogar estaba apagado y vacío, y el viento que se filtraba chimenea abajo era helado. De pronto, Nahum le preguntó si la leña que habla traído su hijo le hacía sentirse más cómodo, y entonces Ammi se dio cuenta de lo que había ocurrido. Finalmente, la mente del granjero había dejado de resistir a la intensa presión de los acontecimientos.

Interrogando discretamente a su vecino, Ammi no consiguió poner en claro lo que le había sucedido a Zenas. “En el pozo... vive en el pozo...”, fue todo lo que su padre dijo.

Luego el visitante recordó súbitamente a la esposa loca y cambió de tema. “¿Nabby? Está aquí, desde luego...”, fue la sorprendida respuesta del pobre Nahum, y Ammi no tardó en darse cuenta de que tendría que investigar por sí mismo. Dejando al inofensivo granjero en su catre, cogió las llaves que estaban colgadas detrás de la puerta y subió los chirriantes escalones que conducían al ático. La parte alta de la casa estaba completamente silenciosa y no se oía el menor ruido en ninguna dirección. De las cuatro puertas a la vista, sólo una estaba cerrada, y en ella probó Ammi varias llaves del manojo que había cogido. A la tercera tentativa la cerradura giró, y Ammi empujó la puerta pintada de blanco.

El interior de la habitación estaba completamente a oscuras, ya que la ventana era muy pequeña y estaba medio tapada por las rejas de hierro; y Ammi no pudo ver absolutamente nada. El aire estaba muy viciado, y antes de seguir adelante tuvo que entrar en otra habitación y llenarse los pulmones de aire respirable. Cuando volvió a entrar vio algo oscuro en un rincón, y al acercarse no pudo evitar un grito de espanto. Mientras gritaba creyó que una nube momentánea había tapado la escasa claridad que penetraba por la ventana, y un segundo después se sintió rozado por una espantosa corriente de vapor. Unos extraños colores danzaron ante sus ojos; y si el horror que experimentaba en aquellos momentos no le hubiera impedido coordinar sus ideas hubiera recordado el glóbulo que el martillo de geólogo había aplastado en el interior del meteorito, y la malsana vegetación que había crecido durante la primavera. Pero, en el estado en que se hallaba, sólo pudo pensar en la horrible monstruosidad que tenía enfrente, y que sin duda alguna había compartido la desconocida suerte del joven Thaddeus y del ganado. Pero lo más terrible de todo era que aquel horror se movía lenta y visiblemente mientras continuaba desmenuzándose.

Ammi no me dio más detalles de aquella escena, pero la forma del rincón no reapareció en su relato como un objeto movible. Hay cosas que no pueden ser mencionadas, y lo que se hace por humanidad es a veces cruelmente juzgado por la ley. Comprendí que en aquella habitación del ático no quedó nada que se moviera, y que no dejar allí nada capaz de moverse debió de ser algo horripilante y capaz de acarrear un tormento eterno. Cualquiera, no tratándose de un estólido granjero, se hubiera desmayado o enloquecido, pero Ammi volvió a cruzar el umbral de la puerta pintada de blanco y encerró el espantoso secreto detrás de él. Ahora debía ocuparse de Nahum; éste tenía que ser alimentado y atendido, y trasladado a algún lugar donde pudieran cuidarle.

Cuando empezaba a bajar la oscura escalera, Ammi oyó un estrépito debajo de él. Incluso le pareció haber oído un grito, y recordó nerviosamente la corriente de vapor que le había rozado mientras se hallaba en la habitación del ático. Oprimido por un vago temor, oyó más ruidos debajo suyo. Indudablemente estaban arrastrando algo pesado, y al mismo tiempo se oía un sonido todavía más desagradable, como el que produciría una fuerte succión. Sintiendo aumentar su terror, pensó en lo que había visto en el ático. ¡Santo cielo! ¿En qué fantástico mundo de pesadilla había penetrado? No se atrevió a avanzar ni a retroceder, y permaneció inmóvil, temblando, en la negra curva del rellano de la escalera. Cada detalle de la escena estallaba de nuevo en su cerebro.

De repente se oyó un frenético relincho proferido por el caballo de Ammi, seguido inmediatamente por un ruido de cascos que hablaba de una precipitada fuga. Al cabo de un instante, caballo y calesa estaban fuera del alcance del oído, dejando al asustado Ammi, inmóvil en la oscura escalera, la tarea de conjeturar qué podía haberles impulsado a desaparecer tan repentinamente. Pero aquello no fue todo. Se produjo otro ruido fuera de la casa. Una especie de chapoteo en el agua..., debió de haber sido en el pozo. Ammi había dejado a Hero desatado cerca del pozo, y algún animalito debió meterse entre sus patas, asustándolo, y dejándose caer después en el pozo. Y la casa seguía brillando con una pálida fosforescencia. ¡Dios mío! ¡Qué antigua era la casa! La mayor parte de ella edificada antes de 1670, y el tejado holandés más tarde de 1730.

En aquel momento se oyó el ruido de algo que se arrastraba por el suelo de la planta baja, y Ammi aferró con fuerza el palo que había cogido en el ático sin ningún propósito determinado. Procurando dominar sus nervios, terminó su descenso y se dirigió a la cocina. Pero no llegó a ella, ya que lo que buscaba no estaba ya allí. Había salido a su encuentro, y hasta cierto punto estaba aún vivo. Si se había arrastrado o si había sido arrastrado por fuerzas externas, es cosa que Ammi no hubiera podido decir; pero la muerte había tomado parte en ello. Todo había ocurrido durante la última media hora, pero el proceso de desintegración estaba ya muy avanzado. Había allí una horrible fragilidad, debida a lo quebradizo de la materia, y del cuerpo se desprendían fragmentos secos. Ammi no pudo tocarlo, limitándose a contemplar horrorizado la retorcida caricatura de lo que había sido un rostro. “¿Qué ha pasado, Nahum..., qué ha pasado?”, Susurró, y los agrietados y tumefactos labios apenas pudieron murmurar una respuesta final.

“Nada..., nada...; el color... quema...; frío y húmedo, pero quema...; vive en el pozo..., lo he visto..., una especie de humo... igual que las flores de la pasada primavera...; el pozo brilla por la noche... Se llevó a Thad, y a Merwín, y a Zenas..., todas las cosas vivas...; sorbe la vida de todas las cosas...; en aquella piedra tuvo que llegar en aquella piedra...; la aplastaron...; era el mismo color..., el mismo, como las flores y las plantas...; tiene que haber más...; crecieron..., lo he visto esta semana...; tuvo que darle fuerte a Zenas...; era un chico fuerte, lleno de vida...; le golpea a uno la mente y luego se apodera de él...; quema mucho...; en el agua del pozo...; no pueden sacarle de allí..., ahogarle... Se ha llevado también a Zenas...; tenias razón...; el agua está embrujada... ¿Cómo está Nabby, Ammi?... Mi cabeza no funciona...; no sé cuánto hace que no le he subido comida...; la cosa la atacó también a ella...; el color...; su rostro tiene el mismo color por las noches..., y el color quema y sorbe; procede de algún lugar donde las cosas no son como aquí...; uno de los profesores lo dijo...; tenía razón mira, Ammi, está sorbiendo más..., sorbiendo la vida...”

Pero eso fue todo. La cosa que había hablado no podía hablar más porque se había encogido completamente. Ammi lo cubrió con un mantel a cuadros blancos y rojos y salió de la casa por la puerta trasera. Trepó por la ladera que conduce a las tierras altas y regresó a su hogar por el camino del Norte y los bosques. No pudo pasar junto al pozo desde el cual había huido su caballo. Miró hacia el pozo a través de una ventana y recordó el chapoteo que había oído..., el chapoteo de algo que se había sumergido en el pozo después de lo que había hecho con el desdichado Nahum...

Cuando Ammi llegó a su casa se encontró con que el caballo y la calesa le habían precedido; su esposa le aguardaba llena de ansiedad. Después de tranquilizarla, sin darle ninguna explicación, se dirigió a Arkham y notificó a las autoridades que la familia Gardner ya no existía. No entró en detalles, limitándose a hablar de las muertes de Nahum y de Nabby; la de Thaddeus era ya conocida, y dijo que la causa de la muerte parecía ser la misma extraña dolencia que había atacado al ganado. También dijo que Merwin y Zenas habían desaparecido. En la jefatura de policía le interrogaron ampliamente, y al final se vio obligado a acompañar a tres agentes a la granja de Gardner, juntamente con el coroner, el médico forense y el veterinario que había atendido a los animales enfermos. Ammi fue con ellos de muy mala gana, ya que la tarde estaba muy avanzada y temía que la noche le cogiera en aquel lugar maldito, aunque era un consuelo saber que iba a estar acompañado de tantos hombres.

Los seis hombres montaron en un carro, siguiendo a la calesa de Ammi, y llegaron a la granja alrededor de las cuatro. A pesar de que los agentes estaban acostumbrados a presenciar espectáculos horripilantes, todos se estremecieron a la vista de lo que fue encontrado debajo del mantel a cuadros rojos y blancos, y en la habitación del ático. El aspecto de la granja, con su desolación gris, era ya bastante terrible, pero aquellos dos retorcidos objetos sobrepasaban toda medida de horror. Nadie pudo contemplarlos más allá de un par de segundos, e incluso el médico forense admitió que allí había muy poco que examinar. Podían analizarse unas muestras, desde luego, de modo que él mismo se encargó de agenciárselas..., y al parecer aquellas muestras provocaron el más inextricable rompecabezas con que se enfrentara nunca el laboratorio de la Universidad. Bajo el espectroscopio, las muestras revelaron un espectro desconocido, muchas de cuyas bandas eran iguales que las que había revelado el extraño meteoro al ser analizado. La propiedad de emitir aquel espectro se desvaneció en un mes, y el polvo consistía principalmente en fosfatos y carbonatos alcalinos.

Ammi no les hubiera hablado del pozo, de haber sabido que iban a actuar inmediatamente. Se acercaba la puesta de sol y estaba ansioso por marcharse de allí. Pero no pudo evitar el dirigir miradas nerviosas al pozo, cosa que fue observada por uno de los policías, el cual le interrogó Ammi admitió que Nahum había temido a algo que estaba escondido en el pozo... hasta el punto de que no se había atrevido a comprobar si Merwin o Zenas se hablan caído dentro. La policía decidió vaciar el pozo y explorarlo inmediatamente, de modo que Ammi tuvo que esperar, temblando, mientras el pozo era vaciado cubo a cubo. El agua hedía de un modo insoportable, y los hombres tuvieron que taparse las narices con sus pañuelos para poder terminar la tarea. Menos mal que el trabajo no fue tan largo como habían creído, ya que el nivel del agua era sorprendentemente bajo. No es necesario hablar con demasiados detalles de lo que encontraron. Merwin y Zenas estaban allí los dos, aunque sus restos eran principalmente esqueléticos. Había también un pequeño cordero y un perro grande en el mismo estado de descomposición, aproximadamente, y cierta cantidad de huesos de animales más pequeños. El limo del fondo parecía inexplicablemente poroso y burbujeante, y un hombre que bajó atado a una cuerda y provisto de una larga pértiga se encontró con que podía hundir la pértiga en el fango en toda su longitud sin encontrar ningún obstáculo.

La noche se estaba echando encima y entraron en la casa en busca de faroles. Luego, cuando vieron que no podían sacar nada más del pozo, volvieron a entrar en la casa y conferenciaron en la antigua sala de estar mientras la intermitente claridad de una espectral media luna iluminaba a intervalos la gris desolación del exterior. Los hombres estaban francamente perplejos ante aquel caso y no podían encontrar ningún elemento convincente que relacionara las extrañas condiciones de los vegetales, la desconocida enfermedad del ganado y de las personas, y las inexplicables muertes de Merwin y Zenas en el pozo. Habían oído los comentarios y las habladurías de la gente, desde luego; pero no podían creer que hubiese ocurrido algo contrario a las leyes naturales. Era evidente que el meteoro había emponzoñado el suelo pero la enfermedad de personas y animales que no habían comido nada crecido en aquel suelo era harina de otro costal. ¿Se trataba del agua del pozo? Posiblemente. No sería mala idea analizarla. Pero ¿por qué singular locura se habían arrojado los dos muchachos al pozo? Habían actuado de un modo muy similar... y sus restos demostraban que los dos habían padecido a causa de la muerte quebradiza y gris. ¿Por qué todas las cosas se volvían grises y quebradizas?

El coroner, sentado junto a una ventana que daba al patio, fue el primero en darse cuenta de la fosforescencia que había alrededor del pozo. La noche había caído del todo, y los terrenos que rodeaban la granja parecían brillar débilmente con una luminosidad que no era la de los rayos de la luna; pero aquella nueva fosforescencia era algo definido y distinto, y parecía surgir del negro agujero como la claridad apagada de un faro, reflejándose amortiguadamente en las pequeñas charcas que el agua vaciada del pozo había formado en el suelo. La fosforescencia tenía un color muy raro, y mientras todos los hombres se acercaban a la ventana para contemplar el fenómeno, Ammi lanzó una violenta exclamación. El color de aquella fantasmal fosforescencia le resultaba familiar. Lo había visto antes, y se sintió lleno de temor ante lo que podía significar. Lo había visto en aquel horrendo glóbulo quebradizo hacía dos veranos, lo había visto en la vegetación durante la primavera, y había creído verlo por un instante aquella misma mañana contra la pequeña ventana enrejada de la horrible habitación del ático donde habían ocurrido cosas que no tenían explicación. Había brillado allí por espacio de un segundo, y una espantosa corriente de vapor le había rozado..., y luego el pobre Nahum había sido arrastrado por algo de aquel color. Nahum lo había dicho al final..., había dicho que era como el glóbulo y las plantas. Después se había producido la fuga en el patio y el chapoteo en el pozo..., y ahora aquel pozo estaba proyectando a la noche un pálido e insidioso reflejo del mismo diabólico color.

Una prueba fehaciente de la viveza mental de Ammi es que en aquel momento de suprema tensión se sintió intrigado por algo que era fundamentalmente científico. Se preguntó cómo era posible recibir la misma impresión de una corriente de vapor deslizándose en pleno día por una ventana abierta al cielo matinal, y de una fosforescencia nocturna proyectándose contra el negro y desolado paisaje. No era lógico..., resultaba antinatural... Y entonces recordó las últimas palabras pronunciadas por su desdichado amigo “rocede de algún lugar donde las cosas no son como aquí..., uno de los profesores lo dijo...”

Los tres caballos que se encontraban en el exterior de la casa, atados a unos árboles junto al camino, estaban ahora relinchando y coceando frenéticamente. El conductor del carro se dirigió hacia la puerta para ver qué sucedía, pero Ammi apoyó una mano en su hombro. “No salga usted —susurró—. No sabemos lo que sucede ahí afuera. Nahum dijo que en el pozo vivía algo que sorbía la vida. Dijo que era algo que había surgido de una bola redonda como la que vimos dentro del meteorito que cayó aquí hace más de un año. Dijo que quemaba y sorbía, y que era una nube de color como la fosforescencia que ahora sale del pozo, y que nadie puede saber lo que es. Nahum creía que se alimentaba de todo lo viviente y afirmó que lo había visto la pasada semana. Tiene que ser algo caído del cielo, igual que el meteorito, tal como dijeron los profesores de la Universidad. Su forma y sus actos no tienen nada que ver con el mundo de Dios. Es algo que procede del más allá.”

De modo que el hombre se detuvo, indeciso, mientras la fosforescencia que salía del pozo se hacía más intensa y los caballos coceaban y relinchaban con creciente frenesí. Fue realmente un espantoso momento; con los restos monstruosos de cuatro personas —dos en la misma casa y dos en el pozo—, y aquella desconocida iridiscencia que surgía de las fangosas profundidades. Ammi había cerrado el paso al conductor del carro llevado por un repentino impulso, olvidando que a él mismo no le había sucedido nada después de ser rozado por aquella horrible columna de vapor en la habitación del ático, pero no se arrepentía de haberlo hecho. Nadie podía saber lo que había aquella noche en el exterior; nadie podía conocer la índole de los peligros que podían acechar a un hombre enfrentado con una amenaza completamente desconocida.

De repente, uno de los policías que estaba en la ventana profirió una exclamación. Los demás se le quedaron mirando, y luego siguieron la dirección de los ojos de su compañero. No había necesidad de palabras. Lo que había de discutible en las habladurías de los campesinos ya no podría ser discutido en adelante porque allí había seis testigos de excepción, media docena de hombres que, por la índole de sus profesiones, no creían más que lo que veían con sus propios ojos. Ante todo es necesario dejar sentado que a aquella hora de la noche no soplaba ningún viento. Poco después empezó a soplar, pero en aquel momento el aire estaba completamente inmóvil. Y, sin embargo, en medio de aquella tensa y absoluta calma, los árboles del patio estaban moviéndose. Se movían morbosa y espasmódicamente, agitando sus desnudas ramas, en convulsivas y epilépticas sacudidas, hacia las nubes bañadas por la luz de la luna; arañando con impotencia el aire inmóvil, como empujados por una misteriosa fuerza subterránea que ascendiera desde debajo de las negras raíces.

Por espacio de unos segundos todos los hombres reunidos en la granja de Gardner contuvieron el aliento. Luego, una nube más oscura que las demás veló la luna, y la silueta de las agitadas ramas se disipó momentáneamente. En aquel instante un grito de espanto se escapó de todas las gargantas, ya que el horror no se había desvanecido con la silueta, y en un pavoroso momento de oscuridad más profunda los hombres vieron retorcerse en la copa del más alto de los árboles un millar de diminutos puntos fosforescentes, brillando como el fuego de San Telmo o como las lenguas de fuego que descendieron sobre las cabezas de los Apóstoles el día de Pentecostés. Era una monstruosa constelación de luces sobrenaturales, como un enjambre de luciérnagas necrófa*gas bailando una infernal zarabanda sobre una ciénaga maldita; y su color era el mismo que Ammi había llegado a reconocer y a temer. Entretanto, la fosforescencia del pozo se hacía cada vez más brillante, infundiendo en los hombres reunidos en la granja una sensación de anormalidad que anulaba cualquier imagen que sus mentes conscientes pudieran formar. Ya no brillaba: estaba vertiéndose hacia afuera. Y mientras la informe corriente de indescriptible color abandonaba el pozo, parecía flotar directamente hacia el cielo.

El veterinario se estremeció y se acercó a la puerta para echar la doble barra. Ammi estaba también muy impresionado y tuvo que limitarse a señalar con la mano, por falta de voz, cuando quiso llamar la atención de los demás sobre la creciente luminosidad de los árboles. Los relinchos de los caballos se habían convertido en algo espantoso, pero ni uno solo de aquellos hombres se hubiese aventurado a salir por nada del mundo. El brillo de los árboles fue en aumento, mientras sus inquietas ramas parecían extenderse más y más hacia la verticalidad. De pronto se produjo una intensa conmoción en el camino, y cuando Ammi alzó la lámpara para que proyectara un poco más de claridad al exterior, comprobaron que los frenéticos caballos habían roto sus ataduras y huían enloquecidos con el carro.

La impresión sirvió para soltar varias lenguas y se intercambiaron inquietos susurros. “Se extiende sobre todas las cosas orgánicas que hay por aquí”, murmuró el médico forense. Nadie contestó, pero el hombre que había bajado al pozo aventuró la opinión de que su pértiga debió de haber removido algo intangible. “Fue algo terrible —añadió—. No había fondo de ninguna clase. Únicamente fango, y burbujas, y la sensación de algo oculto debajo...”

El caballo de Ammi seguía coceando y relinchando desesperadamente en el camino exterior y casi ahogó el débil sonido de la voz de su dueño mientras éste murmuraba sus deshilvanadas reflexiones. “Salió de aquella piedra..., fue creciendo y alimentándose de todas las cosas vivas...; se alimentaba de ellas, alma y cuerpo... Thad y Merwin, Zenas y Nabby... Nahum fue el último... Todos bebieron agua del... Se apoderó de ellos... Llegó del más allá, donde las cosas no son como aquí..., y ahora regresa al lugar de donde procede...”

En aquel momento, mientras la columna de desconocido color brillaba con repentina intensidad y empezaba a entrelazase, con fantásticas sugerencias de forma que cada uno de los espectadores describió más tarde de un modo distinto, el desdichado Hero profirió un aullido que ningún hombre había oído nunca salir de la garganta de un caballo. Todos los que estaban en la casa se taparon los oídos, y Ammi se apartó de la ventana horrorizado. Cuando miró de nuevo hacia el exterior, el pobre animal yacía inerte en el suelo bañado por la luz de la luna entre las astilladas varas de la calesa. Y allí se quedó hasta que lo enterraron al día siguiente. Pero el momento presente no permitía entregarse a lamentaciones, ya que casi en el mismo instante uno de los policías les llamó silenciosamente la atención sobre algo terrible que estaba sucediendo en el interior de la habitación donde se encontraban. Donde no alcanzaba la claridad de la lámpara podía verse una débil fosforescencia que había empezado a invadir toda la estancia. Brillaba en el suelo de tablas y en la raída alfombra, y resplandecía débilmente en los marcos de las pequeñas ventanas. Corría de un lado para otro, llenando puertas y muebles. A cada momento se hacia más intensa, y al final se hizo evidente que las cosas vivientes debían abandonar enseguida aquella casa.

Ammi les mostró la puerta trasera y el camino que conducía a las tierras altas. Avanzaron con paso inseguro, como sonámbulos, y no se atrevieron a mirar atrás hasta que llegaron al camino del Norte. Ninguno de ellos hubiera osado pasar por el camino que discurría junto al pozo... Cuando miraron atrás, hacia el valle y la distante granja de Gardner, contemplaron un horrible espectáculo. Toda la granja brillaba con el espantoso y desconocido color; árboles, edificaciones e incluso la hierba que no había sido transformada aún en quebradiza y gris. Las ramas estaban todas extendidas hacia el cielo, coronadas con lenguas de fuego, y radiantes goterones del mismo monstruoso fuego ardían encima de la casa, del granero y de los cobertizos. Era una escena de una visión de Fusell, y sobre todo el resto reinaba aquella borrachera de luminoso amorfismo, aquel extraño arco iris de misterioso veneno del pozo..., hirviendo, saltando, centelleando y burbujeando malignamente en su cósmico e irreconocible cromatismo.

Luego, súbitamente, la horrible cosa salió disparada verticalmente hacia el cielo, como un cohete o un meteoro, sin dejar ningún rastro detrás de ella y desapareciendo a través de un redondo y curiosamente simétrico agujero abierto en las nubes, antes de que ninguno de los hombres pudiera expresar su asombro. Ningún espectador podría olvidar nunca aquel espectáculo, y Ammi se quedó mirando estúpidamente el camino que había seguido el color hasta mezclarse con las estrellas de la Vía Láctea. Pero su mirada fue atraída inmediatamente hacia la tierra por el estrépito que acababa de producirse en el valle. Había sido un estrépito, y no una explosión, como afirmaron algunos de los componentes del grupo. Pero el resultado fue el mismo, ya que en un caleidoscópico instante la granja y sus alrededores parecieron estallar, enviando hacia el cenit una nube de coloreados y fantásticos fragmentos. Los fragmentos se desvanecieron en el aire, dejando una nube de vapor que al cabo de un segundo se había desvanecido también. Los asombrados espectadores decidieron que no valía la pena esperar a que volviera a salir la luna para comprobar los efectos de aquel cataclismo en la granja de Nahum.

Demasiado asustados incluso para aventurar alguna teoría, los siete hombres regresaron a Arkham por el camino del Norte. Ammi estaba peor que sus compañeros y les suplicó que le acompañaran hasta su casa en vez de dirigirse directamente al pueblo. Por nada del mundo hubiera cruzado el bosque solo a aquella hora de la noche. Estaba más asustado que los demás porque había sufrido una impresión que los otros se habían ahorrado, y se sentía oprimido por un temor que por espacio de muchos años no se atrevió a mencionar. Mientras el resto de los espectadores en aquella tempestuosa colina había vuelto estólidamente sus rostros al camino, Ammi había mirado hacia atrás por un instante para contemplar el sombrío valle de desolación al que tantas veces había acudido. Y había visto algo que se alzaba débilmente para hundirse de nuevo en el lugar desde el cual el informe horror había salido disparado hacia el cielo. Era solamente un color..., aunque no era ningún color de nuestra tierra ni de los cielos. Y porque Ammi reconoció aquel color, y supo que sus últimos y débiles restos debían seguir ocultos en el pozo, nunca ha estado completamente cuerdo desde entonces.

Ammi no se acercaría a aquel lugar por nada del mundo. Hace cuarenta y cuatro años que sucedieron los hechos que acabo de narrar, pero Ammi no ha vuelto a pisar aquellas tierras y le alegra saber que pronto quedarán enterradas debajo de las aguas. También a mí me alegra la idea, ya que no me gustó nada ver cómo cambiaba de color la luz del sol al reflejarse en aquel abandonado pozo. Espero que el agua será siempre muy profunda, pero aunque así sea nunca la beberé. No creo que regrese a la región de Arkham. Tres de los hombres que habían estado con Ammi volvieron al día siguiente para ver las ruinas a la luz del día, pero en realidad no había ruinas. Únicamente los ladrillos de la chimenea, las piedras de la bodega, algunos restos minerales y metálicos, y el brocal de aquel nefasto pozo. A excepción del caballo de Ammi, que enterraron aquella misma mañana, y de la calesa, que no tardaron en devolver a su dueño, todas las cosas que habían tenido vida habían desaparecido. Sólo quedaban cinco acres de desierto polvoriento y grisáceo, y desde entonces no ha crecido en aquellos terrenos ni una brizna de hierba. En la actualidad aparece como una gran mancha comida por el ácido en medio de los bosques y campos, y los pocos que se han atrevido a acercarse por allí a pesar de las leyendas campesinas le han dado el nombre de “erial maldito”.

Las leyendas campesinas son muy extrañas. Y podrían ser incluso más extrañas si los hombres de la ciudad y los químicos universitarios tuvieran el interés suficiente para analizar el agua de aquel pozo olvidado, o el polvo gris que ningún viento parece dispersar. Los botánicos podrían estudiar también la sorprendente flora que crece en los límites de aquellos terrenos, ya que de este modo podrían confirmar o refutar lo que dice la gente: que la zona emponzoñada está extendiéndose poco a poco, quizás una pulgada al año... La gente dice que el color de la hierba que crece en aquellos alrededores no es el que le corresponde y que los animales salvajes dejan extrañas huellas en la nieve cuando llega el invierno. La nieve no parece cuajar tanto en el erial maldito como en otros lugares. Los caballos —los pocos que quedan en esta época motorizada— se ponen nerviosos en el silencioso valle; y los cazadores no pueden acercarse con sus perros a las inmediaciones del erial maldito.

Dicen también que las influencias mentales son muy malas; y que todos los que han tratado de establecerse allí, extranjeros en su inmensa mayoría, han tenido que marcharse acosados por extrañas fantasías y sueños. Ningún viajero ha dejado de experimentar una sensación de extrañeza en aquellas profundas hondonadas, y los artistas tiemblan mientras pintan unos bosques cuyo misterio es tanto de la mente como de la vista. Y yo mismo estoy sorprendido de la sensación que me produjo mi único paseo solitario por aquellos lugares antes de que Ammi me contara su historia.

No me pregunten mi opinión. No sé: esto es todo. La única persona que podía ser interrogada acerca de los extraños días es Ammi, ya que la gente de Arkham no quiere hablar de este asunto, y los tres profesores que vieron el meteorito y su coloreado glóbulo están muertos. ¿Había otros glóbulos? Probablemente. Uno de ellos consiguió alimentarse y escapar, en tanto que otro no había podido alimentarse suficientemente y continuaba en el pozo... Los campesinos dicen que la zona emponzoñada se ensancha una pulgada cada año, de modo que tal vez existe algún tipo de crecimiento o de alimentación incluso ahora. Pero, sea lo que sea lo que haya allí, tiene que verse trabado por algo, ya que de no ser así se extendería rápidamente. ¿Está atado a las raíces de aquellos árboles que arañan el aire?

Lo que es, sólo Dios lo sabe. En términos de materia, supongo que la cosa que Ammi describió puede ser llamada un gas, pero aquel gas obedecía a unas leyes que no son de nuestro cosmos. No era fruto de los planetas y soles que brillan en los telescopios y en las placas fotográficas de nuestros observatorios. No era ningún soplo de los cielos cuyos movimientos y dimensiones miden nuestros astrónomos o consideran demasiado vastos para ser medidos. No era más que un color surgido del espacio..., un pavoroso mensajero de unos reinos del infinito situados más allá de la Naturaleza que nosotros conocemos; de unos reinos cuya simple existencia aturde el cerebro con las inmensas posibilidades extracósmicas que ofrece a nuestra imaginación.

Dudo mucho de que Ammi me mintiera de un modo consciente, y no creo que su historia sea el relato de una mente desquiciada, como supone la gente de la ciudad. Algo terrible llegó a las colinas y valles con aquel meteoro, y algo terrible —aunque ignoro en qué medida— sigue estando allí. Me alegra pensar que todos aquellos terrenos quedarán inundados por las aguas. Entretanto, espero que no le suceda nada a Ammi. Vio tanto de la cosa..., y su influencia era tan insidiosa... ¿Por qué no ha sido capaz de marcharse a vivir a otra parte? Ammi es un anciano muy simpático y muy buena persona, y cuando la brigada de trabajadores empiece su tarea tengo que escribir al ingeniero jefe para que no le pierda de vista. Me disgustaría recordarle como una gris, retorcida y quebradiza monstruosidad de las que turban cada día más mi sueño.

<p>Gente Muy Antigua<a l:href="#n2" target="_blank">[2]</a></p>

Providence, 2 de noviembre de 1927

Querido Melmoth:

... ¿Así que estás terriblemente ocupado tratando de descubrir el sombrío pasado de aquel insufrible joven asiático llamado Varius Avitus Bassianus? ¡Pufí ¡Hay pocas personas que aborrezca más que a esa maldita ratita siria!

Yo mismo he sido transportado hace poco a los negros tiempos romanos a causa de mi reciente lectura del Aenied, de James Rhoades, en una traducción que no había leído nunca, más fehaciente para P. Maro que cualquier otra versión, incluyendo la de mi tío, el doctor Clark, que aún no ha sido publicada. Esta diversión virgiliana, unida a los espectrales incidentes y acontecimientos de la fiesta de Difuntos con sus ceremonias brujeriles en las colinas, me provocaron la noche del lunes pasado un sueño muy vivido y claro desarrollado en los tiempos de los romanos, con tales connotaciones terroríficas que estoy seguro algún día plasmaré en papel. Los sueños sobre los romanos no eran infrecuentes durante mi infancia —generalmente seguía al divino Julio arrasando las Galias, convertido en un Tribunus Militum—, pero hacía tanto tiempo que no tenía uno que éste me ha impresionado mucho.

Atardecía en un crepúsculo roji*zo en la ciudad provinciana de Pómpelo, a los pies de los Pirineos en la Hispania Citerior. El año que trascurría era uno de los del final de la República, ya que la provincia aún estaba gobernada por un procónsul senatorial en vez del legado de Augusto, y el día era el primero de noviembre. Las colinas se erguían roji*zas y doradas al norte de la pequeña ciudad, y el sol lucía oblicuo sobre las piedras recién colocadas de los edificios enormes del foro y las paredes de madera del circo, hacia el este. Grupos de ciudadanos —colonos de Roma y nativos romanizados de negros cabellos, junto con gentes mestizas por las uniones entre ellos, vestidos con suaves túnicas— y legionarios armados y hombres de negras barbas llegados de las cercanas tribus de los vascones, caminaban por las calles y el foro con una especie de pasividad vaga e indefinida. Yo mismo acababa de bajarme de una litera que los portadores ilirios habían traído, a través de Iberia, desde Calagurria. Creo que yo era un cuestor provincial llamado L. Caelius Rufús, y que había sido llamado por el procónsul, P. Scribonius Libo, cohorte de la XII legión, bajo la tribuna militar de Sex. Asellius; el legado de toda la región, Cr. Balbutius, también había venido desde Calagurria, donde se hallaba permanentemente.

La causa de la reunión era un horror que pululaba en las colinas. Los ciudadanos estaban aterrorizados, y habían solicitado la presencia de una cohorte de Calagurria. Estábamos en la terrible estación del otoño, y la gente salvaje de las montañas se preparaba para las aterradoras ceremonias de las que sólo llegaban rumores a la ciudad. Ellos eran la antigua raza que habitaba en lo más alto de las colinas y que hablaban un cortante lenguaje que los vascones no podían entender. Rara vez se los veía; pero algunas veces al año enviaban mensajeros de ojos pequeños y amarillentos (que parecían escitas) para traficar con los mercaderes por medio de señas; y todos los otoños y primaveras realizaban sus ritos ancestrales en los picos de las montañas, y con sus gritos y fogatas aterrorizaban a los ciudadanos de las villas. Siempre era igual; la noche anterior al inicio de mayo y la noche anterior al inicio de noviembre. Mucha gente podía desaparecer antes de esas fechas para no ser vista nunca más. Y había ciertos rumores acerca de que los pastores y agricultores nativos no estaban mal dispuestos con aquella antigua raza, y que más de una cabaña de campesinos se hallaba vacía aquellas noches sabáticas.

Aquel año el horror fue grande, pues la gente sabía que las miras de la antigua raza apuntaban a Pómpelo. Tres meses antes, cinco de aquellos hombres de mirada furtiva habían llegado de las colinas, y tres de ellos habían sido asesinados en el mercado. Los dos restantes habían vuelto a sus colinas sin decir una palabra; y aquel otoño ni un solo lugareño había desaparecido. No era lógico. No era corriente que la antigua raza perdonara a sus víctimas para el Sabbath. Era demasiado bueno para ser normal, y los habitantes estaban asustados.

Durante muchas noches hubo batir de tambores en las colinas, y finalmente el edil Tib. Annaeaus Stilpo (de sangre nativa) había llamado una cohorte de Balbutius, en Calagurria, para acabar con el Sabbath de aquella horrible noche. Balbutius había rechazado de plano los temores de los ciudadanos, y aseguraba que los terribles ritos de la gente de las colinas no tenían nada que ver con los ciudadanos romanos. Yo, sin embargo, que debía ser un amigo cercano de Balbutius, estaba en desacuerdo con él; argumenté que había estudiado detenidamente la negra, prohibida ciencia, y que creía que la antigua gente sería capaz de lanzar alguna maldición impronunciable sobre la ciudad, que ante todo era un asentamiento romano y cobijaba gran cantidad de ciudadanos nuestros. La comprensiva madre del edil, Helvia, era romana pura, hija de M. Helvius Cinna, que había llegado con la armada de Escipión. De forma que envié un esclavo —un pequeño griego llamado Antípater— al procónsul con una serie de cartas; y Escribonius atendió mis ruegos y ordenó a Balbutius que enviase la quinta cohorte, bajo el mando de Asellius, a Pómpelo; aconsejando que recorriese las colinas la primera noche de noviembre y cogiese todos los prisioneros que interviniesen en esas orgías sin nombre, trayéndolos a Tarraco. Balbutius, sin embargo, había protestado, por lo cual hubo más intercambio de correspondencia.

Yo había escrito tantas veces al procónsul que éste llegó a interesarse profundamente en el tema, y decidió intervenir personalmente en el horrible asunto. Finalmente se dirigió a Pómpelo con su consejero y asistentes personales; allí escuchó los suficientes rumores como para preocuparse, y decidió acabar con aquellos ritos. Deseoso de ser acompañado por alguien que hubiese estudiado el tema, me ordenó que acompañase a la cohorte de Asellius; Balbutius también vino con nosotros para insistir en sus creencias, pues él pensaba sinceramente que las acciones militares drásticas podrían desarrollar un resentimiento peligroso en contra de los vascones. De esta forma nos hallábamos en el místico crepúsculo de las colinas otoñales: el viejo Escribonius Libo con su toga de mando, los rayos dorados reflejándose en su cabeza lisa y en su rostro de halcón; Balbutius con su casco resplandeciente, con los labios contraídos en una mueca de oposición; el joven Asellius con sus maneras graves y su aire de superioridad, y la curiosa mezcolanza de gentes, legionarios, aldeanos, paseantes, esclavos y criados. Yo mismo llevaba una simple toga, sin ningún distintivo especial.

Y por todos sitios se hacía patente el horror. Las gentes de la ciudad no se atrevían a hablar en voz alta, y los hombres del cortejo de Libo, que llevaban aquí una semana, parecían haber adquirido algo de esas tétricas maneras. Incluso el viejo Escribonius parecía muy serio, y las fuertes voces de los que habíamos llegado después sonaban inapropiadas, como si estuviéramos en un lugar de muerte o en el templo de algún dios mítico. Entramos en el praetorium y nos entregamos a una grave conversación. Balbutius presentó sus objeciones, y fue apoyado por Asellius, que parecía ser muy contemplativo con los nativos a la vez que creía inoportuno excitarlos. Ambos soldados mantenían que era mejor afrontar los miedos de los pocos nativos colonizados no haciendo nada que levantara las iras de los muchos pobladores y lugareños de las colinas acabando con sus ritos ancestrales. Yo, en cambio, mantenía que debíamos entrar en acción, y me ofrecí voluntario para una posible expedición. Apunté que los salvajes vascones eran como poco turbulentos e inciertos, de tal forma que un encuentro armado con ellos era inevitable más pronto o más tarde, fuesen cuales fuesen los cuidados que dispusiéramos; que en el pasado no habían demostrado ser serios adversarios a las legiones romanas, y que podría ser peligroso que los mandos de la Roma imperial no tomasen medidas para proteger a sus ciudadanos. También dije que el éxito de la administración de una provincia dependía en primer lugar de la seguridad de los elementos civilizados en cuyas manos descansaban los resortes del comercio y la prosperidad, y por cuyas venas circulaba la sangre del pueblo romano. Estos elementos, aunque eran minoría, daban estabilidad al conjunto, y su cooperación mantenía firme el poder en la provincia del Imperio, del Senado y la gente de Roma. Era materia primordial proteger a los ciudadanos romanos; incluso (y aquí lancé una mirada sarcástica a Balbutius y Aselius) aunque fuese necesario algo de actividad y se interrumpiesen las fiestas y banquetes en el campamento de Calagurria.

De acuerdo a mis estudios, no tenía ninguna duda de que el peligro sobre la ciudad y habitantes de Pómpelo era algo real. Había leído muchos manuscritos sirios, egipcios y de las crípticas ciudades de Etruria, y había hablado frecuentemente con los sacerdotes de Diana Aricina en su templo en los bosques que bordean el lago Nemorensis. Había ciertas maldiciones horripilantes que podían ser invocadas en las colinas la noche del Sabbath; maldiciones que no debían existir dentro de los límites de la nación romana; y no era menester permitir la realización de orgías que ya habían sido condenadas por A. Postumius que, cuando era cónsul, había ejecutado a muchos ciudadanos romanos por la práctica de bacanales; estos acontecimientos fueron recogidos por el senador consular de Bacanalia, que mandó esculpirlos en bronce y mostrarlos a las gentes.

Además, antes de que el poder de las invocaciones pudiesen traer algo material, el hierro de la pilum romana podría acabar con ellos, esta festividad no podía significar mucho para la fuerza de una simple cohorte. Sólo se necesitaría apresar a los participantes, y la liberación de los simples espectadores reduciría el resentimiento que pudieran haber adquirido los simpatizantes de los ritos de la antigua raza. Resumiendo, los principios políticos requerían acciones drásticas; y yo no albergaba ninguna duda de que Publius Escribonius, con su sentimiento de dignidad y sus obligaciones para con las gentes romanas, ordenaría avanzar a la cohorte, y a mí con ella, a pesar de las objeciones de Balbutius y Asellius; que, en verdad, hablaban más como provincianos que como ciudadanos romanos.

El sol se hallaba muy bajo ahora, y toda la ciudad parecía sumida en un fulgor irreal y maligno. Entonces el procónsul P. Escribonius dijo que estaba de acuerdo con mis consejos, y me emplazó en una de las cohortes con el rango provisional de centurio prímipilus; Balbutius y Asellius accedieron, el primero con mejor ánimo que el segundo.

Mientras el crepúsculo caía sobre los precipicios otoñales, un extraño, horrible batir de tambores se diseminó en la distacia con monótono ritmo. Algunos de los legionarios se estremecieron, pero las fuertes voces de mando les hicieron ponerse firmes; y pronto toda la cohorte fue conducida hacia el este desde el circo. Libo, al igual que Balbutius, insistió en acompañar a la cohorte; pero tuvimos gran dificultad para encontrar un nativo que nos mostrase las escabrosas sendas de las montanas. Por fin, un joven llamado Varcellius, hijo de romanos de sangre pura, accedió a llevarnos al inicio de las colinas. Comenzamos a caminar bajo la oscuridad creciente, con los rayos de una plateada luna luciendo sobre los bosques que se extendían a nuestra izquierda.

Lo que más nos inquietaba era el hecho de que el Sabath fuera celebrado de cualquier forma. Las nuevas de que una cohorte se hallaba en camino deberían haber llegado a las colinas, incluso aunque la decisión hubiese sido otra que la tomada, el rumor debería haber sido igual de alarmante; sin embargo, los horribles tambores continuaban batiendo, como si los participantes tuvieran alguna razón peculiar para mostrarse totalmente indiferentes marcharan o no contra ellos las legiones romanas.

El sonido creció en intensidad según nos adentrábamos en las primeras cuestas de las colinas, con tupidos bosques rodeándonos por todos sitios, cuyos troncos adoptaban fantasmagóricas formas a la luz de nuestras antorchas. Todos iban a pie excepto Libo, Balbutius, Asellius, dos o tres centuriones y yo mismo; y poco a poco el camino se fue haciendo tan abrupto y estrecho que aquellos que teníamos caballos nos vimos forzados a dejarlos; dejamos una guardia de diez hombres para guardarlos, aunque las bandas de ladrones difícilmente se atreverían a actuar en semejante noche de horror. Después de media hora de marcha, escalando por escarpes y riscos, el avance llegó a hacerse muy diflcultuoso para una fuerza tan grande de hombres —unos trescientos— que se veían obligados continuamente a atravesar dificultades rocosas.

Y entonces, con una claridad horrible, escuchamos un sonido helador que provenía de abajo de nosotros. Llegaba del lugar donde habíamos dejado a los caballos; gritaban... no relinchaban, sino que gritaban... y no se veía ninguna luz, no se oía el sonido de voces humanas, que pudiesen indicar qué estaba sucediendo. En el mismo momento, cientos de fuegos se encendieron en los picachos que estaban sobre nuestras cabezas, de tal forma que el horror parecía venirnos tanto de arriba como de abajo. Dirigimos la vista hacia nuestro joven guía Varcellius y sólo pudimos contemplar una cabeza cortada en mitad de un charco de sangre. En su mano lucía una corta espada que había cogido del cinturón de D. Vinulanus, un subcenturio, y su rostro mostraba tal expresión de horror que incluso los más agerridos veteranos se pusieron lívidos con su sola contemplación. Se había matado a sí mismo al escuchar los gritos de los caballos... él, que había nacido y vivido toda su vida en la región, y conocía qué clase de hombres murmuraba acerca de las colinas.

Las antorchas empezaron a apagarse, y los gritos de los espantados legionarios se mezclaron con los de los caballos. El aire se tornó perceptiblemente más frío, más de lo normal para los primeros días de noviembre, y parecía batir con terribles vibraciones que yo no me atrevía a conexionar con el zumbido de los tambores. Toda la cohorte permaneció quieta, y, cuando las antorchas terminaron de apagarse, contemplé unas sombras fantásticas que se dibujaban en el cielo sobre la luminosidad de la Vía Láctea, como si proviniesen de Perseus, Casiopea, Cefeus y Cygnus.

De pronto, todas las estrellas se esfumaron del cielo, incluso las brillantes Vega y Deben, así como la solitaria Altair y Fomalhaut. Las antorchas se apagaron completamente, todas a la vez, y sobre la cohorte aterrada y aullante sólo quedó el desconcierto y la luminosidad de los horribles fuegos que ardían en las cumbres; un infierno rojo, y la silueta de las formas imposibles y colosales de bestias tan innombrables que ni los sacerdotes prigios ni los hechiceros se han atrevido a murmurar en su más alocadas historias.

Y por encima del clamor de los gritos de hombres y caballos el demoniaco batir de los tambores se incrementó, mientras que un viento salvaje y helado barría las cumbres llevando consigo el terror, sacudiendo a cada hombre por separado hasta que la cohorte se dispersó gritando en la oscuridad, como si se enfrentasen a los designios de Laocoon y sus hijos. Sólo el viejo Escribonius parecía resignado. Pronunció unas quedas palabras que pude escuchar claramente entre aquel clamor, y aún resuena su eco en mi cerebro. “Malibia vetus; malihia vetus est... venit... tándem venit...”[3]

Y entonces desperté. Fue el sueño más vivido que he tenido desde hace años, superpuesto en mi subconsciente sobre lugares y cosas olvidadas. No existe ninguna crónica del destino de aquella cohorte, pero la ciudad, al menos, fue salvada; las enciclopedias hablan de la existencia de Pómpelo en nuestros días, cuyo nombre español contemporáneo es Pompelona...[4]

Siempre tuyo por la Supremacía del Godo:

G. Iulius Verus Maximinus.

<p>Historia Del Necronomicon</p>

Breve, pero completo, resumen de la historia de este libro, de su autor, de diversas traducciones y ediciones desde su redacción (en el 730) hasta nuestros días.

Edición conmemorativa y limitada a cargo de Wilson H.

Shepherd, The Rebel Press, Oakman, Alabama

El título original era Al-Azif, Azif era el término utilizado por los árabes para designar el ruido nocturno (producido por los insectos) que, se suponía, era el murmullo de los demonios. Escrito por Abdul Al Hazred, un poeta loco huido de Sanaa al Yemen, en la época de los califas Omeyas hacia el año 700. Visita las ruinas de Babilonia y los subterráneos secretos de Menfis, y pasa diez años en la soledad del gran desierto que se extiende al sur de Arabia, el Roba el-Khaliyeh, o “Espacio vital” de los antiguos, y el Dahna, o “Desierto Escarlata” de los árabes modernos. Se dice que este desierto está habitado por espíritus malignos y monstruos tenebrosos. Todos aquellos que aseguran haber penetrado en sus regiones cuentan cosas extrañas y sobrenaturales. Durante los últimos años de su vida, Al Hazred vivió en Damasco, donde escribió el Necronomicón (Al-Azif) y por donde circulan terribles y contradictorios rumores sobre su muerte o desaparición en el 738. Su biógrafo del siglo XII, Ibn-Khallikan, cuenta que fue asesinado por un monstruo invisible en pleno día y devorado horriblemente en presencia de un gran número de aterrorizados testigos. Se cuentan, además, muchas cosas sobre su locura. Pretendía haber visto la famosa Ilrem, la Ciudad de los Pilares, y haber encontrado bajo las ruinas de una inencontrable ciudad del desierto los anales secretos de una raza más antigua que la humanidad. No participaba de la fe musulmana, adoraba a unas desconocidas entidades a las que llamaba Yog-Sothoth y Cthulhu.

En el año 950, el Azif, que había circulado en secreto entre los filósofos de la época, fue traducido ocultamente al griego por Theodorus Philetas de Constantinopla, bajo el título de Necronomicón. Durante un sigo, y debido a su influencia, tuvieron lugar ciertos hechos horribles, por lo que el libro fue prohibido y quemado por el patriarca Michael. Desde entonces no tenemos más que vagas referencias del libro, pero en el 1228, Olaus Wormius encuentra una traducción al latín que fue impresa dos veces, una en el siglo XV, en letras negras (con toda seguridad en Alemania), y otra en el siglo XVII (probablemente en España). Ninguna de las dos ediciones lleva ningún tipo de aclaración, de tal forma que es sólo por su tipografía que se supone la fecha y el lugar de impresión. La obra, tanto en su versión griega como en la latina, fue prohibida por el Papa Gregorio IX, en el 1232, poco después de que su traducción al latín fuese un poderoso foco de atención. La edición árabe original se perdió en los tiempos de Wormius, tal y como se dijo en el prefacio (hay vagas alusiones sobre la existencia de una copia secreta encontrada en San Francisco a principios de siglo, pero que desapareció en el gran incendio). No hay ningún rastro de la versión griega, impresa en Italia, entre el 1500 y el 1550, después del incendio que tuvo lugar en la biblioteca de cierto personaje de Salem, en 1692. Igualmente, existía una traducción del doctor Dee, jamás impresa, basada en el manuscrito original. Los textos latinos que aún subsisten, uno (del siglo XV) está guardado en el Museo Británico y el otro (del sigo XV) se halla en la Biblioteca Nacional de París. Una edición del siglo XVII se encuentra en la Biblioteca de Wiedener de Harvard y otra en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham; mientras que hay una más en la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires. Probablemente existían más copias secretas, y se rumoreaba persistentemente que una copia del siglo XV fue a parar a la colección de un célebre millonario norteamericano. Existe otro rumor que asegura que una copia del texto griego del siglo XVI es propiedad de la familia Pickman de Salem; pero es casi seguro que esta copia desapareció, al mismo tiempo que el artista R.U. Pickman, en 1926. La obra está severamente prohibida por las autoridades y por todas las organizaciones legales inglesas. Su lectura puede traer consecuencias nefastas. Se cree que R.W. Chambers se basó en este libro para su obra El rey en amarillo.

CRONOLOGÍA

Al-Azif se escribe en Damasco en el 730, por Abdul Al-Hazred.

• Traducción al griego con el título de Necronomicón, a cargo de Theodorus Philetas, en el 950.

• El patriarca Michael lo prohíbe en el 1050 (el texto griego). El árabe se ha perdido.

• En 1228, Olaus traduce el texto griego al latín.

• Las ediciones latina y griega son destruidas por Gregorio IX en 1232.

• En 14... (?) aparece una edición en letras góticas en Alemania.

• En 15... (?) el texto griego es impreso en Italia.

• En 16... (?) aparece la traducción al castellano del texto latino.

Ibid

(“...como Ibid dice en su famosa Vidas de poetas”.

De un estudio erudito)

La errónea idea de que Ibid es el autor de las Vidas es algo tan extendido, incluso entre gentes que pretenden disfrutar de cierto grado de cultura, que hace preciso corregirla. Hay que hacer saber a todo el mundo que es Cf. el responsable de ese trabajo. La obra maestra de Ibid, por otra parte, es el famoso Op.

Cit., donde todas las claves culturales grecorromanas se encuentran plasmadas con enorme perfección... y una agudeza suprema, habida cuenta la fecha, sorprendentemente tardía, en la que Ibid la escribió. Existe la falsa idea —habitualmente reproducida en libros modernos, previos a la monumental obra de Von Schweinkopf, Gestichte der Ostrogothen in Italien— de que Ibid era un visigodo romanizado, perteneciente a la horda de Ataúlfo que se asentó en Plasencia sobre el 410 d. de C. Nunca se insistirá lo suficiente en lo contrario, ya Von Schweinkopf, y después de él Littlewit[5] y Vêtenoir[6], han demostrado con pruebas irrefutables que esta figura, llamativamente solitaria, era un romano de pura cepa —o al menos de tan pura cepa como esa era degenerada y bastarda podía producir—, y de él podría decirse lo que afirmaba Gibbon de Boecio: “Que era el último de aquellos a los que Catón o Tulio podrían haber reconocido como compatriotas”. Era, como Boecio y casi todos los hombres eminentes de esa era, de la gran familia Anicia, y trazaba su genealogía con gran exactitud y orgullo, hasta todos los héroes de la república. Su nombre completo —largo y pomposo, según la costumbre de una era que había perdido la trinómica simplicidad de la nomenclatura clásica— era, según Von Schweinkopf[7], Cayo Anicio Magno Furio Camilo Emiliano Cornelio Valerio Pompeyo Julio Ibid, aunque Littlewit[8] rechaza Emiliano y añade Claudio Decio Juniano, mientras que Bêtenoir[9] discrepa radicalmente, dando el nombre completo de Magno Furio Camilo Aurelio Antonino Flavio Anicio Petronio Valentiniano Egido Ibid.

El eminente crítico y biógrafo nació en el año 486, poco después de que los romanos perdieran la Galia a manos de Clovis. Roma y Ravena rivalizan en lo tocante al honor de su nacimiento, aunque está probado que estudió retórica y filosofía en las escuelas de Atenas... ya que la gravedad del cierre de las mismas, decretado por Teodosio un siglo antes, ha sido exagerado con gran ligereza.

En 512, bajo el benigno reinado del ostrogodo Teodorico, lo encontramos como profesor de retórica en Roma, y en el 516 detentó el consulado Pompilio Numancio Bombastes Marcelino Deodanato. A la muerte de Teodorico, en 526, Ibidus se retiró de la vida pública para componer su celebrado trabajo (cuyo puro estilo ciceroniano es tan destacable, en cuanto a atavismo clasicista, como los versos de Claudio Claudiano, que escribió su obra un siglo antes que Ibidus); pero más tarde recibió nuevos honores, siendo nombrado retórico cortesano por Teodato, sobrino de Teodorico.

Con la usurpación de Litigio, Ibidus cayó en desgracia y estuvo preso durante algún tiempo; pero la llegada del ejército bizantino de Belisario le devolvió pronto la libertad y los honores. Durante todo el sitio de Roma sirvió con bravura en el campo de los defensores, y luego siguió a las águilas de Belisario por Alba, Porto y Centumcellae. Tras el sitio franco de Milán, Ibidus fue designado para acompañar al erudito obispo Dacio a Grecia, y con él vivió en Corinto, en el año 539. Hacia 541 se trasladó a Constantinopla, donde recibió todos los honores imperiales posibles, tanto por parte de Justiniano como de Justino II. Los emperadores

Tiberio y Mauricio también lo honraron en la vejez y contribuyeron en gran medida a su inmortalidad, sobre todo Mauricio, aficionado a trazar su genealogía hasta la vieja Roma, pese a haber nacido en Arabiscus, Capadocia.

Fue Mauricio quien, teniendo el poeta 101 años, ordenó que su trabajo fuese libro de texto en las escuelas del Imperio, algo que pasó factura fatal a las emociones del anciano retórico, ya que éste murió pacíficamente en su casa, cerca de la iglesia de Santa Sofía, en el sexto día antes de las calendas de septiembre, en el 587 d. de C., a los 102 años de edad.

Sus restos, a pesar del turbulento estado de Italia, fueron enviados a Ravena para su inhumación, pero acabó siendo enterrado en el suburbio de Classe, de donde fue exhumado y escarnecido por el duque lombardo de Espoleto, que envió su cráneo al rey Autharis para que lo usase como copa ceremonial. El cráneo de Ibid fue pasando orgullosamente de rey a rey e la dinastía lombarda.

Tras la captur de Pavía por Carlomagno, en 774, el cráneo fue arrebatado al poco sólido Desiderio y llevado entre el botín del conquistador franco. Fue de esa copa, de hecho, de donde el Papa León administró la real unción que convirtió al caudillo bárbaro en emperador romano. Carlomagno se llevó el cráneo de Ibid a su capital de Aix y no tardó en enviárselo a su maestro sajón Alcuino y, tras la muerte de este, fue remitido a su gente, en Inglaterra.

Guillermo el Conquistador, cuando se topó con él en un nicho de la abadía, en donde lo había depositado la pía familia de Alcuino (creyendo que era el cráneo de un santo[10] que había derrotado milagrosamente a los lombardos con sus plegarias), rindió reverencia a su ósea antigüedad, e incluso los toscos soldados de Cromwell, al destruir la abadía de Ballylough en Irlanda, en 1650 (adonde había sido transportada secretamente por un católico devoto en 1539, cuando el rey Enrique VIII ordenó la disolución de los monasterios ingleses), no osaron dañar una reliquia tan venerable.

Pasó a manos del soldado Read’em-and-Weep Hopkins, que no tardó mucho en vendérselo a Rest-in-Jehovah Stubbs a cambio de una pieza de tabaco de Virginia. Stubbs, al enviar a su hijo Zerubabbel a buscar foruna a Nueva Inglaterra en 1661 (ya que consideraba nociva la atmósfera de la Restauración para un joven pío), le dio el cráneo de San Ibid —o mejor dicho, del Hermano Ibid, puesto que sentía horror ante todo cuanto sonase a papista— a modo de talismán. Tras desembarcar en Salem, Zerubabbel lo colocó en la repisa adjunta a la chimenea, ya que se construyó una casa modesta junto al pozo de la ciudad; y habiéndose convertido en jugador empedernido, perdió la calavera a manos de un tal Epenetus Dexter, un forastero de Providence.

El cráneo se hallaba en la casa de Dexter, en la parte norte de la ciudad, cerca de la actual intersección entre las calles North Main y Olney, durante la razzia de Canochet del 30 de marzo de 1676, en tiempos de la guerra del rey Felipe; y el astuto sakem, reconociéndolo al punto como algo singularmente venerable y digno, lo envió como símbolo de alianza a una facción de los pequots de Connecticut, con los que estaba en negociaciones. El 4 de abril fue capturado por los colonos y ejecutado sin dilación; sin embrago, la austera cabeza de Ibid prosiguió sus vagabundeos.

Los pequots, debilitados por una guerra anterior, no pudieron enviar a los ahora amenazados narragansetts ayuda, y en 1680 un comerciante de pieles holandés de Albano, Petrus van Schaack, compró el distinguido cráneo por la modesta suma de dos guilders, ya que había reconocido su valor gracias a la inscripción, medio borrado, tallada en minúsculas lombardas (hay que destacar aquí que la paleografía era una de las disciplinas más extendidas entre los tratantes de pieles de Nueva Holanda en el siglo XVII).

Hay que decir que a Van Schaack le robó la reliquia, en 1683, un comerciante francés, Jean Grenier, cuyo celo católico le permitió reconocer las formas de alguien al que, gracias a las enseñanzas de su madre, había aprendido a reverenciar con el nombre de San Ibide. Grenier, encendido de virtuosa rabia al descubrir que ese símbolo sagrado estaba en manos de un protestante, hundió una noche la cabeza de Van Schaack con un hacha y huyó al Norte con su botín; pero pronto fue, no obstante, robado y muerto por el vagabundo mestizo Michel Savard, que se apoderó del cráneo —a pesar de que su analfabetismo lo preservó de reconocerlo— para añadirlo a una colección de piezas semejantes, aunque mucho más recientes.

A su muerte en 1701, su hijo mestizo Pierre la envió junto con otros objetos a los emisarios de los sacs y foxes, y fue descubierta en el tipi del jefe, una generación más tarde, por Charles de Langlade, fundador del puesto comercial de Green Bay, Wisconsin. De Langlade trató a ese objeto sagrado con la adecuada veneración y lo engalanó con multitud de cuentas de cristal; pero después de eso acabó en otras manos, habiendo sido vendido, en los asentamientos en la cabecera del lago Winnebago, atribus situadas en el lago Mendota y, por último, a principios del siglo XIX, a un tal Solomon Juneau, un francés, en el nuevo puesto comercial de Milwaukee, en el río Menominee y en las orillas del lago Michigan.

Vendido más tarde a Jacques Caboche, otro colono, éste la perdió en 1850 en una partida de ajedrez o póquer con un inmigrante llamado Hans Zimmerman, que lo usó como jarra de cerveza, hasta que un día, bajo el influjo de los contenidos, cayó rodando desde el porche al camino herboso situado junto a su casa, y allí cayó en la madriguera de un perro de la pradera, donde su dueño, al despertar, no pudo ni encontrarla ni recobrarla.

Así que, durante generaciones, el santificado cráneo de Cayo Anicio Magno Furio Camilo Emiliano Cornelio Valerio Pompeyo Julio Ibidus, cónsul de Roma, favorito de emperadores y santo de la iglesia romana, yació oculto bajo el suelo de una ciudad en crecimiento. Al principio fue adorado, mediante ritos oscuros, por los perros de la pradera, que vieron en él una deidad enviada desde el mundo superior, pero luego cayó en el más profundo olvido, al tiempo que los simples y desangelados habitantes de las madrigueras sucumbían ante las embestidas de los conquistadores arios. Se abrieron alcantarillas, pero no llegaron hasta él. Se levantaron casas —2.303 o más—, y al cabo, una noche espantosa, tuvo lugar un suceso titánico. La mística naturaleza, convulsa por un éxtasis espiritual, como la espuma de esas primitivas bebidas de la región, abatió lo elevado, elevó lo abatido y... ¡alejop! Cuando llegó el alba rosada, los burgueses de Milwaukee se levantaron para encontrar ¡una primitiva pradera convertida en tierras altas! Inmensa, hasta más allá de la vista, había resultado la zona tocada por el gran alzamiento. Los arcanos subterráneos, ocultos durante años, habían salido por fin a la luz. Y allí, intacto en mitad del quebrado camino, ¡descansaba blanqueada y tranquilamente con santificada y consular pompa el redondeado cráneo de Ibid!

<p>El Horror De Dunwich</p>
<p>I</p>

Cuando el que viaja por el norte de la región central de Massachusetts se equivoca de dirección al llegar al cruce de la carretera de Aylesbury nada más pasar Dean’s Corners, verá que se adentra en una extraña y apenas poblada comarca. El terreno se hace más escarpado y las paredes de piedra cubiertas de maleza van encajonando cada vez más el sinuoso camino de tierra. Los árboles de los bosques son allí de unas dimensiones excesivamente grandes, y la maleza, las zarzas y la hierba alcanzan una frondosidad rara vez vista en las regiones habitadas. Por el contrario, los campos cultivados son muy escasos y áridos, mientras que las pocas casas diseminadas a lo largo del camino presentan un sorprendente aspecto uniforme de decrepitud, suciedad y ruina. Sin saber exactamente por qué, uno no se atreve a preguntar nada a las arrugadas y solitarias figuras que, de cuando en cuando, se ve escrutar desde puertas medio derruidas o desde pendientes y rocosos prados. Esas gentes son tan silenciosas y hurañas que uno tiene la impresión de verse frente a un recóndito enigma del que más vale no intentar averiguar nada. Y ese sentimiento de extraño desasosiego se recrudece cuando, desde un alto del camino, se divisan las montañas que se alzan por encima de los tupidos bosques que cubren la comarca. Las cumbres tienen una forma demasiado ovalada y simétrica como para pensar en una naturaleza apacible y normal, y a veces pueden verse recortados con singular nitidez contra el cielo unos extraños círculos formados por altas columnas de piedra que coronan la mayoría de las cimas montañosas.

El camino se halla cortado por barrancos y gargantas de una profundidad incierta, y los toscos puentes de madera que los salvan no ofrecen excesivas garantías al viajero. Cuando el camino inicia el descenso, se atraviesan terrenos pantanosos que despiertan instintivamente una honda repulsión, y hasta llega a invadirle al viajero una sensación de miedo cuando, al ponerse el sol, invisibles chotacabras comienzan a lanzar estridentes chillidos, y las luciérnagas, en anormal profusión, se aprestan a danzar al ritmo bronco y atrozmente monótono del horrísono croar de los sapos. Las angostas y resplandecientes aguas del curso superior del Miskatonic adquieren una extraña forma serpenteante mientras discurren al pie de las abovedadas cumbres montañosas entre las que nace.

A medida que el viajero va acercándose a las montañas, repara más en sus frondosas vertientes que en sus cumbres coronadas por altas piedras. Las vertientes de aquellas montañas son tan escarpadas y sombrías que uno desearía que se mantuviesen a distancia, pero tiene que seguir adelante pues no hay camino que permita eludirlas. P asado un puente cubierto puede verse un pueblecito que se encuentra agazapado entre el curso del río y la ladera cortada a pico de Round Mountain, y el viajero se maravilla ante aquel puñado de techumbres de estilo holandés en ruinoso estado, que hacen pensar en un período arquitectónico anterior al de la comarca circundante. Y cuando se acerca más no resulta nada tranquilizador comprobar que la mayoría de las casas están desiertas y medio derruidas y que la iglesia —con el chapitel quebrado— alberga ahora el único y destartalado establecimiento mercantil de toda la aldea. El simple paso del tenebroso túnel del puente infunde ya cierto temor, pero tampoco hay manera de evitarlo. Una vez atravesado el túnel, es difícil que a uno no le asalte la sensación de un ligero hedor al pasar por la calle principal y ver la descomposición y la mugre acumuladas a lo largo de siglos. Siempre resulta reconfortante salir de aquel lugar y, siguiendo el angosto camino que discurre al pie de las montañas, cruzar la llanura que se extiende una vez traspuestas las cumbres montañosas hasta volver a desembocar en la carretera de Aylesbury

Una vez allí, es posible que el viajero se entere de que ha pasado por Dunwich.

Apenas se ven forasteros en Dunwich, y tras los horrores padecidos en el pueblo todas las señales que indicaban cómo llegar hasta él han desaparecido del camino. No obstante ser una región de singular belleza, según los cánones estéticos en boga, no atrae para nada a artistas ni a veraneantes. Hace dos siglos, cuando a la gente no se le pasaba por la cabeza reírse de brujerías, cultos satánicos o siniestros seres que poblaban los bosques, daban muy buenas razones para evitar el paso por la localidad. Pero en los racionales tiempos que corren —silenciado el horror que se desató sobre Dunwich en 1928 por quienes procuran por encima de todo el bienestar del pueblo y del mundo— la gente elude el pueblo sin saber exactamente por qué razón. Quizá el motivo de ello radique —aunque no puede aplicarse a los forasteros desinformados— en que los naturales de Dunwich se han degradado de forma harto repulsiva, habiendo rebasado con mucho esa senda de regresión tan común a muchos apartados rincones de Nueva Inglaterra. Los vecinos de Dunwich han llegado a constituir un tipo racial propio, con estigmas físicos y mentales de degeneración y endogamia bien definidos. Su nivel medio de inteligencia es increíblemente bajo, mientras que sus anales despiden un apestoso tufo a perversidad y a asesinatos semiencubiertos, a incestos y a infinidad de actos de indecible violencia y maldad. La aristocracia local, representada por los dos o tres linajes familiares que vinieron procedentes de Salem en 1692, ha logrado mantenerse algo por encima del nivel general de degeneración, aunque numerosas ramas de tales linajes acabaron por sumirse tanto entre la sórdida plebe que sólo restan sus apellidos como recordatorio del origen de su desgracia. Algunos de los Whateley y de los Bishop siguen aún enviando a sus primogénitos a Harvard y Miskatonic, pero los jóvenes que se van rara vez regresan a las semiderruidas techumbres de estilo holandés bajo las que tanto ellos como sus antepasados nacieron y crecieron.

Nadie, ni siquiera quienes conocen los motivos por los que se desató el reciente horror, puede decir qué le ocurre a Dunwich, aunque las viejas leyendas aluden a idolátricos ritos y cónclaves de los indios en los que invocaban misteriosas figuras provenientes de las grandes montañas rematadas en forma de bóveda, al tiempo que oficiaban salvajes rituales orgiásticos contestados por estridentes crujidos y fragores salidos del interior de las montañas. En 1747, el reverendo Abijah Hoadley, recién incorporado a su ministerio en la iglesia congregacional de Dunwich, predicó un memorable sermón sobre la amenaza de Satanás y sus demonios que se cernía sobre la aldea en el que, entre otras cosas, dijo:

No puede negarse que semejantes monstruosidades integrantes de un infernal cortejo de demonios son fenómenos harto conocidos como para intentar negarlos. Las impías voces de Azazel y de Buzrael, de Belcebú y de Belial, las oyen hoy saliendo de la tierra más de una veintena de testigos de toda confianza. Y hasta yo mismo, no hará más de dos semanas, pude escuchar toda una alocución de las potencias infernales detrás de mi casa. Los chirridos, redobles, quejidos, gritos y silbidos que allí se oían no podían proceder de nadie de este mundo, eran de esos sonidos que sólo pueden salir de recónditas simas que únicamente a la magia negra le es dado descubrir y al diablo penetrar.

No había pasado mucho tiempo desde la lectura de este sermón cuando el reverendo Hoadley desapareció sin que se supiera más de él, si bien sigue conservándose el texto del sermón, impreso en Springfield. No había año en que no se oyese y diese cuenta de estrepitosos fragores en el interior de las montañas, y aún hoy tales ruidos siguen sumiendo en la mayor perplejidad a geólogos y fisiógrafos.

Otras tradiciones hacen referencia a fétidos olores en las inmediaciones de los círculos de rocosas columnas que coronan las cumbres montañosas y a entes etéreos cuya presencia puede detectarse difusamente a ciertas horas en el fondo de los grandes barrancos, mientras otras leyendas tratan de explicarlo todo en función del Devil’s Hop Yard, una ladera totalmente baldía en la que no crecen ni árboles, ni matorrales ni hierba alguna. Por si fuera poco, los naturales del lugar tienen un miedo cerval a la algarabía que arma en las cálidas noches la legión de chotacabras que puebla la comarca. Afirman que tales pájaros son psicopompos[11] que están al acecho de las almas de los muertos y que sincronizan al unísono sus pavorosos chirridos con la jadeante respiración del moribundo. Si consiguen atrapar el alma fugitiva en el momento en que abandona el cuerpo se ponen a revolotear al instante y prorrumpen en diabólicas risotadas, pero si ven frustradas sus intenciones se sumen poco a poco en el silencio.

Claro está que dichas historias ya no se oyen y no hay quien crea en ellas, pues datan de tiempos muy antiguos. Dunwich es un pueblo increíblemente viejo, mucho más que cualquier otro en treinta millas a la redonda. Al sur aún pueden verse las paredes del sótano y la chimenea de la antiquísima casa de los Bishop, construida con anterioridad a 1700, en tanto que las ruinas del molino que hay en la cascada, construido en 1806, constituyen la pieza arquitectónica más reciente de la localidad. La industria no arraigó en Dunwich y el movimiento fabril del siglo XIX resultó ser de corta duración en la localidad. Con todo, lo más antiguo son las grandes circunferencias de columnas de piedra toscamente labradas que hay en las cumbres montañosas, pero esta obra se atribuye por lo general más a los indios que a los colonos. Restos de cráneos y huesos humanos, hallados en el interior de dichos círculos y en tomo a la gran roca en forma de mesa de Sentinel Hill, apoyan la creencia de que tales lugares fueron en otras épocas enterramientos de los indios pocumtuk, aun cuando numerosos etnólogos, obviando la práctica imposibilidad de tan disparatada teoría, siguen empeñados en creer que se trata de restos caucásicos.

<p>II</p>

Fue en el término municipal de Dunwich, en una granja grande y parcialmente deshabitada levantada sobre una ladera a cuatro millas del pueblo y a una media de la casa más cercana, donde el domingo 2 de febrero de 1913, a las 5 de la mañana, nació Wilbur Whateley. La fecha se recuerda porque era el día de la Candelaria, que los vecinos de Dunwich curiosamente observan bajo otro nombre, y, además, por el fragor de los ruidos que se oyeron en la montaña y por el alboroto de los perros de la comarca que no cesaron de ladrar en toda la noche. También cabe hacer notar, aunque ello tenga menos importancia, que la madre de Wilbur pertenecía a la rama degradada de los Whateley. Era una albina de treinta y cinco años de edad, un tanto deforme y sin el menor atractivo, que vivía en compañía de su anciano y medio enloquecido padre, de quien durante su juventud corrieron los más espantosos rumores sobre actos de brujería. Lavinia Whateley no tenía marido conocido, pero siguiendo la costumbre de la comarca no hizo nada por repudiar al niño, y en cuanto a la paternidad del recién nacido la gente pudo —y así lo hizo— especular a su gusto. La madre estaba extrañamente orgullosa de aquella criatura de tez morena y facciones de chivo que tanto contrastaba con su enfermizo semblante y sus rosáceos ojos de albina, y cuentan que se la oyó susurrar multitud de extrañas profecías sobre las extraordinarias facultades de que estaba dotado el niño y el impresionante futuro que le aguardaba.

Lavinia era muy capaz de decir tales cosas, pues de siempre había sido una criatura solitaria a quien encantaba correr por las montañas cuando se desataban atronadoras tormentas y que gustaba de leer los voluminosos y añejos libros que su padre había heredado tras dos siglos de existencia de los Whateley, libros que empezaban a caerse a pedazos de puro viejos y apolillados. En su vida había ido a la escuela, pero sabía de memoria multitud de fragmentos inconexos de antiguas leyendas populares que el viejo Whateley le había enseñado.

De siempre habían temido los vecinos de la localidad la solitaria granja a causa de la fama de brujo del viejo Whateley, y la inexplicable muerte violenta que sufrió su mujer cuando Lavinia apenas contaba doce años no contribuyó en nada a hacer popular el lugar. Siempre solitaria y aislada en medio de extrañas influencias, Lavinia gustaba de entregarse a visiones alucinantes y grandiosas, a la vez que a singulares ocupaciones. Su tiempo libre apenas se veía reducido por los cuidados domésticos en una casa en que ni los menores principios de orden y limpieza se observaban desde hacía tiempo.

La noche en que Wilbur nació pudo oírse un grito espantoso, que retumbó incluso por encima de los ruidos de la montaña y de los ladridos de los perros, pero, que se sepa, ni médico ni comadrona alguna estuvieron presentes en su llegada al mundo. Los vecinos no supieron nada del parto hasta pasada una semana, en que el viejo Whateley recorrió en su trineo el nevado camino que separaba su casa de Dunwich y se puso a hablar de forma incoherente al grupo de aldeanos reunidos en la tienda de Osborn. Parecía como si se hubiera producido un cambio en el anciano, como si un elemento subrepticio nuevo se hubiese introducido en su obnubilado cerebro transformándole de objeto en sujeto de temor, aunque, a decir verdad, no era persona que se preocupase especialmente por las cuestiones familiares. Con todo, mostraba algo de orgullo que últimamente había podido advertirse en su hija, y lo que dijo acerca de la paternidad del recién nacido sería recordado años después por quienes entonces escucharon sus palabras.

—Me trae sin cuidado lo que piense la gente. Si el hijo de Lavinia se parece a su padre, será bien distinto de cuanto puede esperarse. No hay razones para creer que no hay otra gente que la que se ve por estos aledaños. Lavinia ha leído y ha visto cosas que la mayoría de vosotros ni siquiera sois capaces de imaginar. Espero que su hombre sea tan buen marido como el mejor que pueda encontrarse por esta parte de Aylesbury, y si supierais la mitad de cosas que yo sé no desearíais mejor casamiento por la iglesia ni aquí ni en ninguna otra parte. Escuchad bien esto que os digo: algún día oiréis todos al hijo de Lavinia pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de Sentinel Hill.

Las únicas personas que vieron a Wilbur durante el primer mes de su vida fueron el viejo Zechariah Whateley, de la rama aún no degenerada de los Whateley, y Mamie Bishop, la mujer con quien vivía desde hacía años Earl Sawyer. La visita de Mamie obedeció a la pura curiosidad y las historias que contó confirmaron sus observaciones, en tanto que Zechariah fue por allí a llevar un par de vacas de raza Alderney que el viejo Whateley le había comprado a su hijo Curtis. Dicha adquisición marcó el comienzo de una larga serie de compras de ganado vacuno por parte de la familia del pequeño Wilbur que no finalizaría hasta 1928 —es decir, el año en que el horror se abatió sobre Dunwich—, pero en ningún momento dio la impresión de que el destartalado establo de Whateley estuviese lleno hasta rebosar de ganado. A ello siguió un período en que la curiosidad de ciertos vecinos de Dunwich les llevó a subir a escondidas hasta los pastos y contar las cabezas de ganado que pacían precariamente en la empinada ladera justo por encima de la vieja granja, y jamás pudieron contar más de diez o doce anémicos y casi exangües ejemplares. Debía ser una plaga o enfermedad, originada quizá en los insalubres pastos o transmitida por algún hongo o madera contaminados del inmundo establo, lo que producía tan crecida mortalidad entre el ganado de Whateley. Extrañas heridas o llagas, semejantes a incisiones, parecían cebarse en las vacas que podían verse paciendo por aquellos contornos y una o dos veces en el curso de los primeros meses de la vida de Wilbur algunas personas que fueron a visitar a los Whateley creyeron ver llagas similares en la garganta del anciano canoso y sin afeitar y en la de su desaliñada y desgreñada hija albina.

En la primavera que siguió al nacimiento de Wilbur, Lavinia reanudó sus habituales correrías por las montañas, llevando en sus desproporcionados brazos a su criatura de tez oscura. La curiosidad de los aldeanos hacia los Whateley remitió tras ver al retoño, y a nadie se le ocurrió hacer el menor comentario sobre el portentoso desarrollo del recién nacido, visible de un día para otro. La realidad es que Wilbur crecía a un ritmo impresionante, pues a los tres meses había alcanzado ya una talla y fuerza muscular que raramente se observa en niños menores de un año. Sus movimientos y hasta sus sonidos vocales mostraban una contención y una ponderación harto singulares en una criatura de su edad, y prácticamente nadie se asombró cuando, a los siete meses, comenzó a andar sin ayuda alguna, con pequeñas vacilaciones que al cabo de un mes habían desaparecido por completo.

Al poco tiempo, exactamente la Víspera de Todos los Santos, pudo divisarse una gran hoguera a medianoche en la cima de Sentinel Hill, allí donde se levantaba la antigua piedra con forma de mesa en medio de un túmulo de antiguas osamentas. Por el pueblo corrieron toda clase de rumores a raíz de que Silas Bishop —de la rama no degradada de los Bishop— dijese haber visto al chico de los Whateley subiendo a toda prisa la montaña delante de su madre, justo una hora antes de advertirse las llamas. Silas andaba buscando un ternero extraviado, pero casi olvidó la misión que le había llevado allá al divisar fugazmente, a la luz del farol que portaba, a las dos figuras que corrían montaña arriba. Madre e hijo se deslizaban sigilosamente por entre la maleza, y Silas, que no salía de su asombro, creyó ver que iban enteramente desnudos. Al recordarlo posteriormente, no estaba del todo seguro por cuanto al niño respecta, y cree que es posible que llevase una especie de cinturón con flecos y un par de calzones o pantalones de color oscuro. Lo cierto es que a Wilbur nunca volvió a vérsele, al menos vivo y en estado consciente, sin toda su ropa encima y ceñidamente abotonado, y cualquier desarreglo, real o supuesto, en su indumentaria parecía irritarle muchísimo. Su contraste con el escuálido aspecto de su madre y de su abuelo era tremendamente marcado, algo que no se explicaría del todo hasta 1928, año en que el horror se abatió sobre Dunwich.

Por el mes de enero, entre los rumores que corrían por el pueblo se hacía mención de que el «rapaz negro de Lavinia» había comenzado a hablar, cuando apenas contaba once meses. Su lenguaje era impresionante, tanto porque se diferenciaba de los acentos normales que se oían en la región como por la ausencia del balbuceo infantil apreciable en muchos niños de tres y cuatro años. No era una criatura parlanchina, pero cuando se ponía a hablar parecía expresar algo inaprensible y totalmente desconocido para los vecinos de Dunwich. La extrañeza no radicaba en cuanto decía ni en las sencillas expresiones a que recurría, sino que parecía guardar una vaga relación con el tono o con los órganos vocales productores de los sonidos silábicos. Sus facciones se caracterizaban, asimismo, por una nota de madurez, pues si bien tenía en común con su madre y abuelo la falta de mentón, la nariz, firme y precozmente perfilada, junto con la expresión de los ojos —grandes, oscuros y de rasgos latinos—, hacían que pareciese casi adulto y dotado de una inteligencia fuera de lo común. Pese a su aparente brillantez era, empero, rematadamente feo. Desde luego, algo de chotuno o animal había en sus carnosos labios, en su tez amarillenta y porosa, en su áspero y desgreñado pelo y en sus orejas increíblemente alargadas. Pronto la gente empezó a sentir aversión hacia él, de forma incluso más marcada que hacia su madre y abuelo, y todo cuanto sobre él se aventuraban a decir se hallaba salpicado de referencias al pasado de brujo del viejo Whateley y a cómo retumbaron las montañas cuando profirió a pleno pulmón el espantoso nombre de Yog-Sothoth, en medio de un círculo de piedras y con un gran libro abierto entre sus manos.

Los perros se enfurecían ante la sola presencia del niño, hasta el punto de que continuamente se veía obligado a defenderse de sus amenazadores ladridos.

<p>III</p>

Entre tanto, el viejo Whateley siguió comprando ganado sin que se viera incrementar el número de su cabaña. Asimismo, taló madera y se puso a restaurar las partes hasta entonces sin utilizar de la casa, un espacioso edificio con el tejado rematado en pico y la fachada posterior totalmente empotrada en la rocosa ladera de la montaña. Hasta entonces, las tres habitaciones en estado menos ruinoso de la planta baja habían bastado para albergar a su hija y a él. El anciano debía conservar aún una fuerza prodigiosa para poder realizar por sí solo tan ardua tarea, y aunque a veces murmuraba cosas que se salían de lo normal su trabajo de carpintería demostraba que conservaba el sano juicio. Empezó las obras nada más nacer Wilbur, tras poner un día en orden uno de los numerosos cobertizos donde se guardaban los aperos, entablarlo y colocar una nueva y resistente cerradura. Ahora, al emprender las obras de reparación del abandonado piso superior, demostró seguir estando en posesión de excelentes facultades manuales. Su manía se reflejaba tan sólo en un afán por tapar herméticamente con tablones todas las ventanas del ala restaurada, aunque a juicio de muchos el mero hecho de intentar repararla ya era una locura. Y a se explicaba mejor que quisiese acondicionar otra habitación en la planta baja para el nieto recién nacido, habitación ésta que varios visitantes pudieron ver, si bien nadie logró jamás acceder a la planta superior herméticamente cerrada por gruesos tablones de madera. Revistió toda la habitación del nieto con sólidas estanterías hasta el techo, sobre las cuales fue colocando, poco a poco y en orden aparentemente cuidadoso, los antiguos volúmenes apolillados y los fragmentos sueltos de libros que hasta entonces habían estado amontonados de mala manera en los más insólitos rincones de la casa.

—Me han sido muy útiles —decía Whateley mientras trataba de pegar una página suelta de caracteres góticos con una cola preparada en el herrumbroso horno de la cocina, pero estoy seguro de que el chico sabrá sacar mejor provecho de ellos. Quiero que estén en las mejores condiciones posibles, pues todos van a servirle para su educación.

Cuando Wilbur contaba un año y siete meses —esto es, en septiembre de 1914— su estatura y, en general, las cosas que hacía se salían por completo de lo normal. Tenía ya la altura de un niño de cuatro años, hablaba con fluidez y demostraba hallarse dotado de una inteligencia bien despierta. Andaba solo por los campos y empinadas laderas, y acompañaba a su madre en sus correrías por la montaña. Cuando estaba en casa, no cesaba de escudriñar los extraños grabados y cuadros que encerraban los libros de su abuelo, mientras el viejo Whateley le instruía y catequizaba en medio del silencio reinante de muchas largas e interminables tardes. Para entonces ya habían concluido las obras de la casa, y quienes tuvieron ocasión de verlas se preguntaban por qué habría transformado el viejo Whateley una de las ventanas del piso superior en una maciza puerta entablada. Se trataba de la última ventana abuhardillada en la fachada posterior orientada a poniente, pegada a la ladera montañosa, y nadie se hacía la menor idea de por qué habría construido una sólida rampa de madera para subir hasta ella. Para cuando las obras estaban a punto de concluir la gente advirtió que el viejo cobertizo de los aperos, herméticamente cerrado y con las ventanas cubiertas por tablones desde el nacimiento de Wilbur, volvió a quedar abandonado. La puerta estaba siempre abierta de par en par, y cuando Earl Sawyer un día se adentró en su interior, con ocasión de una visita al viejo Whateley relacionada con la venta de ganado, se extrañó enormemente del apestoso olor que se respiraba en el cobertizo; un hedor —según diría posteriormente— que no guardaba parecido con nada conocido salvo con el olor que se percibía en las inmediaciones de los círculos indios de la montaña, y que no podía provenir de nada sano ni de esta tierra. Pero también es cierto que las casas y cobertizos de los vecinos de Dunwich nunca se caracterizaron precisamente por sus buenos olores.

No hay nada digno de destacar en los meses que siguieron, salvo que todo el mundo juraba percibir un ligero pero constante aumento de los misteriosos ruidos que salían de la montaña. La víspera del primero de mayo de 1915 se dejaron sentir tales temblores de tierra que hasta los vecinos de Aylesbury pudieron percibirlos, y unos meses después, en la Víspera de Todos los Santos, se produjo un fragor subterráneo asombrosamente sincronizado con una serie de llamaradas —«ya están otra vez los Whateley con sus brujerías», decían los vecinos de Dunwich— en la cima de Sentinel Hill. Wilbur seguía creciendo a un ritmo prodigioso, hasta el punto de que al cumplir cuatro años parecía como si tuviera ya diez. Leía ávidamente, sin a yuda alguna, pero se había vuelto mucho más reservado. Su semblante denotaba un natural taciturno, y por vez primera la gente empezó a hablar del incipiente aspecto demoníaco de sus facciones de chivo. A veces se ponía a musitar en una jerga totalmente desconocida y a cantar extrañas melodías que hacían estremecer a quienes las escuchaban invadiéndoles un indecible terror. La aversión que mostraban hacia él los perros era objeto de frecuentes comentarios, hasta el punto de verse obligado a llevar siempre una pistola encima para evitar ser atacado en sus correrías a través del campo. y, claro está, su utilización del arma en diversas ocasiones no contribuyó en absoluto a granjearle la simpatía de los dueños de perros guardianes.

Las pocas visitas que acudían a la casa de los Whateley encontraban con harta frecuencia a Lavinia sola en la planta baja, mientras se oían extraños gritos y pisadas en el entablado piso superior. Jamás dijo Lavinia qué podrían estar haciendo su padre y el muchacho allá arriba, aunque en cierta ocasión en que un jovial pescadero intentó abrir la atrancada puerta que daba a la escalera empalideció y un pánico cerval se dibujó en su rostro. El pescadero contó luego en la tienda de Dunwich que le pareció oír el pataleo de un caballo en el piso superior. Los clientes que en aquel momento se encontraban en la tienda pensaron al instante en la puerta, en la rampa y en el ganado que con tal celeridad desaparecía, estremeciéndose al recordar las historias de los años mozos del viejo Whateley y las extrañas cosas que profiere la tierra cuando se sacrifica un ternero en un momento propicio a ciertos dioses paganos. Desde hacía tiempo podía advertirse que los perros temían y detestaban la finca de los Whateley con igual furia que anteriormente habían demostrado hacia la persona de Wilbur.

En 1917 estalló la guerra, y el juez de paz Sawyer Whateley, en su condición de presidente de la junta de reclutamiento local, tuvo grandes dificultades para lograr constituir el contingente de jóvenes físicamente aptos de Dunwich que habían de acudir al campamento de instrucción. El gobierno, alarmado ante los síntomas de degradación de los habitantes de la comarca, envió varios funcionarios y especialistas médicos para que investigaran las causas, los cuales llevaron a cabo una encuesta que aún recuerdan los lectores de diarios de Nueva Inglaterra. La publicidad que se dio en torno a la investigación puso a algunos periodistas sobre la pista de los Whateley, y llevó a las ediciones dominicales del Boston Globe y del Arkham Advertiser a publicar artículos sensacionalistas sobre la precocidad de Wilbur, la magia negra del viejo Whateley, las estanterías repletas de extraños volúmenes, el segundo piso herméticamente cerrado de la antigua granja, el misterio que rodeaba a la comarca entera y los ruidos que se oían en la montaña. Wilbur contaba por entonces cuatro años y medio, pero tenía todo el aspecto de un muchacho de quince. Su labio superior y mejillas estaban cubiertos de un vello áspero y oscuro, y su voz había comenzado ya a enronquecer.

Un día Earl Sawyer se dirigió a la finca de los Whateley acompañado de un grupo de periodistas y fotógrafos, llamándoles su atención hacia la extraña fetidez que salía de la planta superior. Según dijo, era exactamente igual que el olor reinante en el abandonado cobertizo donde se guardaban los aperos una vez finalizadas las obras de reconstrucción, y muy semejante a los débiles olores que creyó percibir a veces en las proximidades del círculo de piedra de la montaña. Los vecinos de Dunwich leyeron las historias sobre los Whateley al verlas publicadas en los periódicos, y no pudieron menos de sonreírse ante los crasos errores que contenían.

Se preguntaban, asimismo, por qué los periodistas atribuirían tanta importancia al hecho de que el viejo Whateley pagase siempre al comprar el ganado en antiquísimas monedas de oro. Los Whateley recibieron a sus visitantes con mal disimulado disgusto, si bien no se atrevieron a ofrecer violenta resistencia o a negarse a contestar sus preguntas por miedo a que dieran mayor publicidad al caso.

<p>IV</p>

Durante toda una década la historia de los Whateley se mezcló inextricablemente con la existencia general de una comunidad patológicamente enfermiza que se hallaba acostumbrada a su extraña conducta y se había vuelto insensible a sus orgiásticas celebraciones de la Víspera de Mayo y de Todos los Santos. Dos veces al año los Whateley encendían hogueras en la cima de Sentinel Hill, y en tales fechas el fragor de la montaña se reproducía con violencia cada vez más inusitada; y tampoco era raro que tuviesen lugar acontecimientos extraños y portentosos en su solitaria granja en cualquier otra fecha del año. Con el tiempo, los visitantes afirmaron oír ruidos en la cerrada planta alta, incluso en momentos en que todos los miembros de la familia estaban abajo, y se preguntaron a qué ritmo solían sacrificar los Whateley una vaca o un ternero. Se hablaba incluso de denunciar el caso a la Sociedad Protectora de Animales, pero al final no se hizo nada pues los vecinos de Dunwich no tenían ninguna gana de que el mundo exterior reparase en ellos.

Hacia 1923, siendo Wilbur un muchacho de diez años y con una inteligencia, voz, estatura y barba que le daban todo el aspecto de una persona ya madura, se inició una segunda etapa de obras de carpintería en la vieja finca de los Whateley. Las obras tenían lugar en la cerrada planta superior, y por los trozos de madera sobrante que se veían por el suelo la gente dedujo que el joven y el abuelo habían tirado todos los tabiques y hasta levantado la tarima del piso, dejando sólo un gran espacio abierto entre la planta baja y el tejado rematado en pico. Asimismo habían demolido la gran chimenea central e instalado en el herrumboso espacio que quedó al descubierto una endeble cañería de hojalata con salida al exterior.

En la primavera que siguió a las obras el viejo Whateley advirtió el crecido número de chotacabras que, procedentes del barranco de Cold Spring, acudían por las noches a chillar bajo su ventana. Whateley atribuyó a la presencia de tales pájaros un significado especial y un día dijo en la tienda de Osborn que creía cercano su fin.

—Ahora chirrían al ritmo de mi respiración —dijo—, así que deben estar ya al acecho para lanzarse sobre mi alma. Saben que pronto va a abandonarme y no quieren dejarla escapar. Cuando haya muerto sabréis si lo consiguieron o no. Caso de conseguirlo, no cesarían de chirriar y proferir risotadas hasta el amanecer; de lo contrario se callarán. Los espero a ellos y a las almas que atrapan pues si quieren mi alma les va a costar lo suyo.

En la noche de la fiesta de la Recolección de la cosecha[12] de 1924, el doctor Houghton, de Aylesbury, recibió una llamada urgente de Wilbur Whateley, que se había lanzado a todo galope en medio de la oscuridad reinante, en el único caballo que aún restaba a los Whateley, con el fin de llegar lo antes posible al pueblo y telefonear desde la tienda de Osborn. El doctor Houghton encontró al viejo Whateley en estado agonizante, con un ritmo cardíaco y una respiración estertórea que presagiaban un final inminente. La deforme hija albina y el nieto adolescente, pero ya barbudo, permanecían junto al lecho mortuorio, mientras que del tenebroso espacio que se abría por encima de sus cabezas llegaba la desagradable sensación de una especie de chapoteo u oleaje rítmico, algo así como el ruido de las olas en una playa de aguas remansadas. Con todo, lo que más le molestaba al médico era el ensordecedor griterío que armaban las aves nocturnas que revoloteaban en torno a la casa: una verdadera legión de chotacabras que chirriaba su monótono mensaje diabólicamente sincronizado con los entrecortados estertores del agonizante anciano.

Aquello sobrepasaba decididamente lo siniestro y lo monstruoso, pensó el doctor Houghton, que al igual que el resto de los vecinos de la comarca había acudido de muy mala gana a la casa de los Whateley en respuesta a la llamada urgente que se le había hecho.

Hacia la una de la noche el viejo Whateley recobró la conciencia y, al tiempo que cesaban sus estertores, balbuceó algunas entrecortadas palabras a su nieto.

—Más espacio, Willy, necesita más espacio y cuanto antes. Tú creces, pero eso aún crece más deprisa. Pronto te servirá, hijo. Abre las puertas de par en par a Yog-Sothoth salmodiando el largo canto que encontrarás en la página 751 de la edición completa, y luego préndele fuego a la prisión. El fuego de la tierra no puede quemarlo.

No cabía duda, el viejo Whateley estaba loco de remate. Tras una pausa durante la cual la bandada de chotacabras que había fuera sincronizó sus chirridos al nuevo ritmo jadeante de la respiración del anciano y pudieron oírse extraños ruidos que venían de algún remoto lugar en las montañas, aún tuvo fuerzas para pronunciar una o dos frases más.

—No dejes de alimentarlo, Willy, y ten presente la cantidad en todo momento. Pero no dejes que crezca demasiado deprisa para el lugar, pues si revienta en pedazos o sale antes de que abras a Yog-Sothoth, no habrán servido de nada todos los esfuerzos. Sólo los que vienen del más allá pueden hacer que se reproduzca y surta efecto... Sólo ellos, los ancianos que quieren volver...

Pero tras las últimas palabras volvieron a reproducirse los estertores del viejo Whateley, y Lavinia lanzó un pavoroso grito al ver cómo el griterío que armaban los chotacabras cambiaba para adaptarse al nuevo ritmo de la respiración. No hubo ningún cambio durante una hora, al cabo de la cual la garganta del moribundo emitió el postrer vagido. El doctor Houghton cerró los arrugados párpados sobre los resplandecientes ojos grises del anciano, mientras la barahúnda que armaban los pájaros remitía por momentos hasta acabar cayendo en el más absoluto silencio. Lavinia no cesaba de sollozar, en tanto que Wilbur se echó a reír sofocadamente y hasta ellos llegó el débil fragor de la montaña.

—No han conseguido atrapar su alma —susurró Wilbur con su potente voz de bajo.

Por entonces, Wilbur era ya un estudioso de impresionante erudición —si bien a su parcial manera—, y empezaba a ser conocido por la correspondencia que mantenía con numerosos bibliotecarios de remotos lugares en donde se guardaban libros raros y misteriosos de épocas pasadas. Al mismo tiempo, cada vez se le detestaba y temía más en la comarca de Dunwich por la desaparición de ciertos jóvenes que todas las sospechas hacían confluir, difusamente, en el umbral de su casa. Pero siempre se las arregló para silenciar las investigaciones ya fuese mediante el recurso a la intimidación o echando mano del caudal de antiguas monedas de oro que, al igual que en tiempos de su abuelo, salían de forma periódica y en cantidades crecientes para la compra de cabezas de ganado. Daba toda la impresión de ser una persona madura, y su estatura, una vez alcanzado el límite normal de la edad adulta, parecía que fuese a seguir aumentando sin límite. En 1925, con ocasión de una visita que le hizo un corresponsal suyo de la Universidad de Miskatonic, que salió de la reunión que sostuvieron lívido y desconcertado, medía ya sus buenos seis pies y tres cuartos.

Con el paso de los años, Wilbur fue tratando a su semideforme y albina madre con un desprecio cada vez mayor, hasta llegar a prohibirle que le acompañase a las montañas en las fechas de la Víspera de Mayo y de Todos los Santos. En 1926, la infortunada madre le dijo a Mamie Bishop que su hijo le inspiraba miedo.

—Sé multitud de cosas acerca de él que me gustaría poder contarte, Mamie —le dijo un día—, pero últimamente pasan muchas cosas que incluso yo ignoro. Juro por Dios que ni sé lo que quiere mi hijo ni lo que trata de hacer.

En la Víspera de Todos los Santos de aquel año, los ruidos de la montaña resonaron con un inusitado furor, y al igual que todos los años pudo verse el resplandor de las llamaradas en la cima de Sentinel Hill. Pero la gente prestó más atención a los rítmicos chirridos de enormes bandadas de chotacabras —extrañamente retrasados para la época del año en que se encontraban— que parecían congregarse en las inmediaciones de la granja de los Whateley. Pasada la medianoche sus estridentes notas estallaron en una especie de infernal barahúnda que pudo oírse por toda la comarca, y hasta el amanecer no cesaron en su ensordecedor griterío. Seguidamente, desaparecieron, dirigiéndose apresuradamente hacia el sur, adonde llegaron con un mes de retraso sobre la fecha normal. Lo que significaba tamaño estruendo nadie lo sabría con certeza hasta pasado mucho tiempo. En cualquier caso, aquella noche no murió nadie en toda la comarca, pero jamás volvió a verse a la infortunada Lavinia Whateley, la deforme y albina madre de Wilbur.

En el verano de 1917 Wilbur reparó dos cobertizos que había en el corral y comenzó a trasladar a ellos sus libros y efectos personales. Al poco tiempo, Earl Sawyer dijo en la tienda de Osborn que en la granja de los Whateley habían vuelto a emprenderse obras de carpintería. Wilbur se aprestaba a tapar todas las puertas y ventanas de la planta baja, y daba la impresión de que estuviese tirando todos los tabiques, tal como su abuelo y él hicieran en la planta superior cuatro años atrás. Se había instalado en uno de los cobertizos, y según Sawyer tenía un aspecto un tanto preocupado y temeroso. La gente de la localidad sospechaba que sabía algo acerca de la desaparición de su madre, y eran muy pocos los que se atrevían a rondar por las inmediaciones de la granja de los Whateley. Por aquel entonces, Wilbur sobrepasaba ya los siete pies de altura y nada indicaba que fuese a dejar de crecer.

<p>V</p>

Aquel invierno trajo consigo el nada desdeñable acontecimiento del primer viaje de Wilbur fuera de la comarca de Dunwich. Pese a la correspondencia que venía manteniendo con la Biblioteca de Widener de Harvard, la Biblioteca Nacional de París, el Museo Británico, la Universidad de Buenos Aires y la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham, todos sus intentos por hacerse con un libro que precisaba desesperadamente habían resultado fallidos. En vista de lo cual, a la postre, acabó por desplazarse en persona —andrajoso, mugriento, con la barba sin cuidar y aquel nada pulido dialecto que hablaba— a consultar el ejemplar que se conservaba en Miskatonic, la biblioteca más próxima a Dunwich. Con casi ocho pies de altura y portando una maleta de ocasión recién comprada en la tienda de Osborn, aquel espantajo de tez trigueña y rostro de chivo se presentó un día en Arkham en busca del temible volumen guardado bajo siete llaves en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic: el pavoroso Necronomicón, del enloquecido árabe Abdul Alhazred, en versión latina de Olaus Wormius, impreso en España en el siglo XVII. Jamás hasta entonces había visto Wilbur una ciudad, pero su único interés al llegar a Arkham se redujo a encontrar el camino que llevaba al recinto universitario. Una vez allí, pasó sin inmutarse por delante del gran perro guardián de la entrada que se echó a ladrar, mostrándole sus blancos colmillos, con inusitado furor al tiempo que tiraba con violencia de la gruesa cadena a la que estaba atado.

Wilbur llevaba consigo el inapreciable, pero incompleto, ejemplar de la versión inglesa del Necronomicón del Dr. Dee que su abuelo le había legado, y nada más le permitieron acceder al ejemplar en latín se puso a cotejar los dos textos con el propósito de descubrir cierto pasaje que, de no hallarse en condiciones defectuosas, habría debido encontrarse en la página 751 del volumen de su propiedad. Por más que intentó refrenarse, no pudo dejar de decírselo con buenos modales al bibliotecario —Henry Armitage, hombre de gran erudición y licenciado en Miskatonic, doctor por la Universidad de Princeton y por la Universidad de John Hopkins—, que en cierta ocasión había acudido a visitarle a la granja de Dunwich y que ahora, en buen tono, le acribillaba a preguntas. Wilbur acabó por decirle que buscaba una especie de conjuro o fórmula mágica que contuviese el espantoso nombre de Yog-Sothoth, pero las discrepancias, repeticiones y ambigüedades existentes complicaban la tarea de su localización, sumiéndole en un mar de dudas. Mientras copiaba la fórmula por la que finalmente se decidió, el Dr. Armitage miró involuntariamente por encima del hombro de Wilbur a las páginas por las que estaba abierto el libro; la que se veía a la izquierda, en la versión latina del Necronomicón, contenía toda una retahíla de estremecedoras amenazas contra la paz y el bienestar del mundo:

«Tampoco debe pensarse —rezaba el texto que Armitage fue traduciendo mentalmente— que el hombre es el más antiguo o el último de los dueños de la tierra, ni que semejante combinación de cuerpo y alma se pasea sola por el universo. Los Ancianos eran, los Ancianos son y los Ancianos serán. No en los espacios que conocemos, sino entre ellos. Se pasean serenos y primigenios en esencia, sin dimensiones e invisibles a nuestra vista. Yog-Sothoth conoce la puerta. Yog-Sothoth es la puerta. Yog-Sothoth es la llave y el guardián de la puerta. Pasado, presente y futuro, todo es uno en Yog-Sothoth. Él sabe por dónde entraron los Ancianos en el pasado y por dónde volverán a hacerlo cuando llegue la ocasión. Él sabe qué regiones de la tierra hollaron, dónde siguen hoy hollando y por qué nadie puede verlos en Su avance. Los hombres perciben a veces Su presencia por el olor que despiden, pero ningún ser humano puede ver Su semblante, salvo únicamente a través de las facciones de los hombres engendrados por Ellos, y son de las más diversas especies, difiriendo en apariencia desde la mismísima imagen del hombre hasta esas figuras invisibles o sin sustancia que son Ellos. Se pasean inadvertidos y pestilentes por los solitarios lugares donde se pronunciaron las Palabras y se profirieron los Rituales en su debido momento. Sus voces hacen tremolar el viento y Sus conciencias trepidar la tierra. Doblegan bosques enteros y aplastan ciudades, pero jamás bosque o ciudad alguna ha visto la mano destructora. Kadath los ha conocido en los páramos helados, pero ¿quién conoce a Kadath? En el glacial desierto del Sur y en las sumergidas islas del Océano se levantan piedras en las que se ve grabado Su sello, pero ¿quién ha visto la helada ciudad hundida o la torre secularmente cerrada y recubierta de algas y moluscos? El Gran Cthulhu es Su primo, pero sólo difusamente puede reconocerlos. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! Por su insano olor Los conoceréis. Su mano os aprieta las gargantas pero ni aun así Los veis, y Su morada es una misma con el umbral que guardáis. Yog-Sothoth es la llave que abre la puerta, por donde las esferas se encuentran. El hombre rige ahora donde antes regían Ellos, pero pronto regirán Ellos donde ahora rige el hombre. Tras el verano el invierno, y tras el invierno el verano. Aguardan, pacientes y confiados, pues saben que volverán a reinar sobre la tierra.»

Al asociar el Dr. Armitage lo que leía con lo que había oído hablar de Dunwich y de sus misteriosas apariciones, y de la lúgubre y horrible aureola que rodeaba a Wilbur Whateley y que iba desde un nacimiento en circunstancias más que extrañas hasta una fundada sospecha de matricidio, sintió como si le sacudiera una oleada de temor tan tangible como pudiera serlo cualquier corriente de aire frío y pegajoso emanada de una tumba. Parecía como si el gigante de cara de chivo enfrascado en la lectura de aquel libro hubiese sido engendrado en otro planeta o dimensión, como si sólo parcialmente fuese humano y procediese de los tenebrosos abismos de una esencia y una entidad que se extendía, cual titánico fantasma, allende las esferas de la fuerza y la materia, del espacio y el tiempo. De pronto, Wilbur levantó la cabeza y se puso a hablar con una voz extraña y resonante que hacía pensar en unos órganos vocales distintos a los del común de los mortales.

—Mr. Armitage —dijo—, me temo que voy a tener que llevarme el libro a casa. En él se habla de cosas que tengo que experimentar bajo ciertas condiciones que no reúno aquí, y sería una verdadera tropelía no dejármelo sacar alegando cualquier absurda norma burocrática. Se lo ruego, señor, déjeme llevármelo a casa y le juro que nadie advertirá su falta. Ni que decirle tengo que lo trataré con el mejor cuidado. Lo necesito para poner mi versión de Dee en la forma en que...

Se interrumpió al ver la resuelta expresión negativa dibujada en la cara del bibliotecario, y al punto sus facciones de chivo adquirieron un aire de astucia. Armitage, cuando estaba ya a punto de decirle que podía sacar copia de cuanto precisara, pensó de repente en las consecuencias que podrían originarse de semejante contravención y se echó atrás. Era una responsabilidad demasiado grande entregar a aquella monstruosa criatura la llave de acceso a tan tenebrosas esferas de lo exterior. Whateley, al ver el cariz que tomaban las cosas, trató de poner la mejor cara posible.

—¡Bueno! ¡Qué le vamos a hacer si se pone así! A ver si en Harvard no son tan picajosos y hay más suerte.

Y sin decir una sola palabra más se levantó y salió de la biblioteca, debiendo agachar la cabeza por cada puerta que pasaba.

Armitage pudo oír el tremendo aullido del gran perro que había en la entrada y, a través de la ventana, observó las zancadas de gorila de Whateley mientras cruzaba el pequeño trozo de campus que podía divisarse desde la biblioteca. Le vinieron a la memoria las espantosas historias que habían llegado a sus oídos y recordó lo que se decía en las ediciones dominicales del Advertiser, así como las impresiones que pudo recoger entre los campesinos y vecinos de Dunwich durante su visita a la localidad. Horribles y malolientes seres invisibles que no eran de la tierra —o, al menos, no de la tierra tridimensional que conocemos— corrían por los barrancos de Nueva Inglaterra y acechaban impúdicamente desde las montañosas cumbres. Hacía tiempo que estaba convencido de ello, pero ahora creía experimentar la inminente y terrible presencia del horror extraterrestre y vislumbrar un prodigioso avance en los tenebrosos dominios de tan antigua y hasta entonces aletargada, pesadilla. Estremecido y con una honda sensación de repugnancia, encerró el Necronomicón en su sitio, pero un atroz e inidentificable hedor seguía impregnado aún toda la estancia. «Por su insano olor los conoceréis», citó. Sí, no cabía duda, aquel fétido olor era el mismo que hacía menos de tres años le provocó náuseas en la granja de Whateley. Pensó en Wilbur, en sus siniestras facciones de chivo, y soltó una irónica risotada al recordar los rumores que corrían por el pueblo sobre su paternidad.

—¿Incestuoso vástago? —Armitage murmuró casi en voz alta para sus adentros—. ¡Dios mío, pero serán simplones! ¡Dales a leer El Gran Dios Pan, de Arthur Machen, y creerán que se trata de un escándalo normal y corriente como los de Dunwich!

Pero ¿qué informe y maldita criatura, salida o no de esta tierra tridimensional, era el padre de Wilbur Whateley? Nacido el día de la Candelaria, a los nueve meses de la Víspera del uno de mayo de 1912, fecha en que los rumores sobre extraños ruidos en el interior de la tierra llegaron hasta Arkham. ¿Qué pasaba en las montañas aquella noche de mayo? ¿Qué horror engendrado el día de la Invención de la Cruz[13] se había abatido sobre el mundo en forma de carne y hueso semihumanos?

Durante las semanas que siguieron, Armitage estuvo recogiendo toda la información que pudo encontrar sobre Wilbur Whateley y aquellos misteriosos seres que poblaban la comarca de Dunwich.

Se puso en contacto con el doctor Houghton, de Aylesbury, que había asistido al viejo Whateley en su postrer agonía, y estuvo meditando detenidamente sobre las últimas palabras que pronunció, tal como las recordaba el médico. Una nueva visita a Dunwich apenas reportó fruto alguno. No obstante, un detenido examen del Necronomicón —en concreto, de las páginas que con tanta avidez había buscado Wilbur— pareció aportar nuevas y terribles pistas sobre la naturaleza, métodos y apetitos del extraño y maligno ser cuya amenaza se cernía difusamente sobre la tierra. Las conversaciones sostenidas en Boston con varios estudiosos de saberes arcanos y la correspondencia mantenida con muchos otros eruditos de los más diversos lugares, no hicieron sino incrementar la perplejidad de Armitage, quien, tras pasar gradualmente por varias fases de alarma, acabó sumido en un auténtico estado de intenso temor espiritual. A medida que se acercaba el verano creía cada vez más que debía hacerse algo para interrumpir la escalada de terror que asolaba los valles regados por el curso superior del Miskatonic e indagar quién era el monstruoso ser conocido entre los humanos por el nombre de Wilbur Whateley.

<p>VI</p>

El verdadero horror de Dunwich tuvo lugar entre la fiesta de la Recolección de la cosecha y el equinoccio de 1928, siendo el Dr. Armitage uno de los testigos presenciales de su abominable prólogo. Había oído hablar del esperpéntico viaje que Whateley había hecho a Cambridge y de sus desesperados intentos por sacar el ejemplar del Necronomicón que se conservaba en la biblioteca Widener, de la Universidad de Harvard. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos, pues Armitage había puesto en estado de alerta a todos los bibliotecarios que tenían a su cargo la custodia de un ejemplar del arcano volumen. Wilbur se había mostrado asombrosamente nervioso en Cambridge; estaba ansioso por conseguir el libro y no menos por regresar a casa, como si temiera las consecuencias de una larga ausencia.

A primeros de agosto se produjo el cuasi esperado acontecimiento. En la madrugada del tercer día de dicho mes el Dr. Armitage fue despertado bruscamente por los desgarradores y feroces ladridos del imponente perro guardián que había a la entrada del recinto universitario. Los estridentes y terribles gruñidos alternaban con desgarradores aullidos y ladridos, como si el perro se hubiese vuelto rabioso; los ruidos iban en continuo aumento, pero entrecortados, dejando entre sí pausas terriblemente significativas. Al poco, se oyó un pavoroso grito de una garganta totalmente desconocida, un grito que despertó a no menos de la mitad de cuantos dormían a aquellas horas en Arkham y que en lo sucesivo les asaltaría continuamente en sus sueños, un grito que no podía proceder de ningún ser nacido en la tierra o morador de ella.

Armitage se puso rápidamente algo de ropa por encima y echó a correr por los paseos y jardines hasta llegar a los edificios universitarios, donde pudo ver que otros se le habían adelantado. Aún se oían los retumbantes ecos de la alarma antirrobo de la biblioteca. A la luz de la luna se divisaba una ventana abierta de par en par mostrando las abismales tinieblas que encerraba. Quienquiera que hubiese intentado entrar había logrado su propósito, pues los ladridos y gritos —que pronto acabarían confundiéndose en una sorda profusión de aullidos y gemidos— procedían indudablemente del interior del edificio. Un sexto sentido le hizo entrever a Armitage que cuanto allí sucedía no era algo que pudieran contemplar ojos sensibles y, con gesto autoritario, mandó retroceder a la muchedumbre allí congregada al tiempo que abría la puerta del vestíbulo. Entre los allí reunidos vio al profesor Warren Rice y al Dr. Francis Morgan, a quienes tiempo atrás había hecho partícipes de algunas de sus conjeturas y temores, y con la mano les hizo una señal para que le siguiesen al interior. Los sonidos que de allí salían habían remitido casi por completo, salvo los monótonos gruñidos del perro; pero Armitage dio un brusco respingo al advertir entre la maleza un ruidoso coro de chotacabras que había comenzado a entonar sus endiabladamente rítmicos chirridos, como si marchasen al unísono con los últimos estertores de un ser agonizante.

En el edificio entero reinaba un insoportable hedor que le resultaba harto familiar a Armitage, quien, en compañía de los dos profesores, se lanzó corriendo por el vestíbulo hasta llegar a la salita de lectura de temas genealógicos de donde salían los sordos gemidos. Por espacio de unos segundos, nadie se atrevió a encender la luz, hasta que Armitage, armándose de valor, dio al interruptor. Uno de los tres hombres —cuál, no se sabe— profirió un estridente alarido ante lo que se veía tendido en el suelo entre un revoltijo de mesas y sillas volcadas. El profesor Rice afirma que durante unos instantes perdió el sentido, si bien sus piernas no flaquearon ni llegó a caerse al suelo.

En el suelo, encima de un fétido charco de líquido purulento entre amarillento y verdoso y de una viscosidad bituminosa, yacía medio recostado un ser de casi nueve pies de estatura, al que el perro había desgarrado toda la ropa y algunos trozos de la piel. Aún no había muerto. Se retorcía en medio de silenciosos espasmos, al tiempo que su pecho jadeaba al abominable compás de los estridentes chirridos de las chotacabras que, expectantes, oteaban desde fuera de la sala. Esparcidos por toda la estancia podían verse trozos de piel de zapato y jirones de ropa, y junto a la ventana se veía una mochila de lona vacía que debió arrojar allí aquel gigantesco ser. Junto al pupitre central había un revólver en el suelo, con un cartucho percutado pero sin pólvora que posteriormente serviría para explicar por qué no había sido disparado. No obstante, aquel ser que yacía en el suelo eclipsó un momento cualquier otra imagen que pudiera haber en la estancia. Sería harto trillado y no del todo cierto decir que ninguna pluma humana podría describirlo, pero ya sería menos erróneo decir que no podría visualizarse gráficamente por nadie cuyas ideas acerca de la fisonomía y el perfil en general estuviesen demasiado apegadas a las formas de vida existentes en nuestro planeta y a las tres dimensiones conocidas. No cabía duda de que en parte se trataba de una criatura humana, con manos y cabeza de hombre, en tanto su rostro chotuno y sin mentón llevaba el inconfundible sello de los Whateley. Pero el torso y las extremidades inferiores tenían una forma teratológicamente monstruosa. Sólo gracias a una holgada indumentaria pudo aquel ser andar sobre la tierra sin ser molestado o erradicado de su superficie.

Por encima de la cintura era un ser cuasiantropomórfico, aunque el pecho, sobre el que aún se hallaban posadas las desgarradoras patas del perro, tenía el correoso y reticulado pellejo de un cocodrilo o un lagarto. La espalda tenía un color moteado, entre amarillo y negro, y recordaba vagamente la escamosa piel de ciertas especies de serpientes. Pero, con diferencia, lo más monstruoso de todo el cuerpo era la parte inferior. A partir de la cintura desaparecía toda semejanza con el cuerpo humano y comenzaba la más desenfrenada fantasía que cabe imaginarse. La piel estaba recubierta de un frondoso y áspero pelaje negro, y del abdomen brotaban un montón de largos tentáculos, entre grises y verdosos, de los que sobresalían fláccidamente unas ventosas rojas que hacían las veces de boca. Su disposición era de lo más extraño y parecía seguir las simetrías de alguna geometría cósmica desconocida en la tierra e incluso en el sistema solar. En cada cadera, hundido en una especie de rosácea y ciliada órbita, se alojaba lo que parecía ser un rudimentario ojo, mientras que en el lugar donde suele estar el rabo le colgaba algo que tenía todo el aspecto de una trompa o tentáculo, con marcas anulares violetas, y múltiples muestras de tratarse de una boca o garganta sin desarrollar. Las piernas, salvo por el pelaje negro que las cubría, guardaban cierto parecido con las extremidades de los gigantescos saurios que poblaban la tierra en los tiempos prehistóricos, y terminaban en unas carnosidades surcadas de venas que ni eran pezuñas ni garras. Cuando respiraba, el rabo y los tentáculos mudaban rítmicamente de color, como si obedecieran a alguna causa circulatoria característica de su verdoso tinte no humano, mientras que el rabo tenía un color amarillento que alternaba con otro blanco grisáceo, de repugnante aspecto, en los espacios que quedaban entre los anillos de color violeta. De sangre no había ni rastro, sólo el fétido y purulento líquido verdoso amarillento que corría por el piso más allá del pringoso círculo, dejando tras de sí una curiosa y descolorida mancha.

La presencia de los tres hombres debió despertar al moribundo ser allí postrado, que se puso a balbucir sin siquiera volver ni levantar la cabeza. Armitage no recogió por escrito los sonidos que profería, pero afirma categóricamente que no pronunció ni uno solo en inglés. Al principio las sílabas desafiaban toda posible comparación con ningún lenguaje conocido de la tierra, pero ya hacia el final articuló unos incoherentes fragmentos que, evidentemente, procedían del Necronomicón, el abominable libro cuya búsqueda iba a costarle la muerte. Los fragmentos, tal como los recuerda Armitage, rezaban así poco más o menos: «N’gai, n’gha’ ghaa, bugg-shoggog, y’hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth...», desvaneciéndose su voz en el aire mientras las chotacabras chirriaban en crescendo rítmico de malsana expectación.

Luego, se interrumpieron los jadeos y el perro alzó la cabeza, emitiendo un prolongado y lúgubre aullido. Un cambio se produjo en la faz amarillenta y chotuna de aquel ser postrado en el suelo al tiempo que sus grandes ojos negros se hundían pasmosamente en sus cavidades. Al otro lado de la ventana, cesó de repente el griterío que armaban los chotacabras, y por encima de los murmullos de la muchedumbre allí congregada se oyó un frenético zumbido y revoloteo. Recortadas contra el trasfondo de la luna podían verse grandes nubes de alados vigías expectantes que alzaban el vuelo y huían de la vista, espantados sólo de ver la presa sobre la que se disponían a lanzarse.

De pronto, el perro dio un brusco respingo, lanzó un aterrador ladrido y se arrojó precipitadamente por la ventana por la que había entrado. Un alarido salió de la expectante multitud, mientras Armitage decía a gritos a los hombres que aguardaban afuera que en tanto llegase la policía o el forense no podrían entrar en la sala. Afortunadamente, las ventanas eran lo suficientemente altas como para que nadie pudiera asomarse; para mayor seguridad, echó las oscuras cortinas con sumo cuidado. Entre tanto, llegaron dos policías, y el Dr. Morgan, que salió a su encuentro al vestíbulo, les instó a que, por su propio bien, aguardasen a entrar en la hedionda sala de lecturas hasta que llegara el forense y pudiera cubrirse el cuerpo del ser allí postrado.

Mientras esto ocurría, unos cambios realmente espantosos tenían lugar en aquella gigantesca criatura. No se precisa describir la clase y proporción de encogimiento y desintegración que se desarrollaba ante los ojos de Armitage y Rice, pero puede decirse que, aparte la apariencia externa de cara y manos, el elemento auténticamente humano de Wilbur Whateley era mínimo. Cuando llegó el forense, sólo quedaba una masa blancuzca y viscosa sobre el entarimado suelo, en tanto que el fétido olor casi había desaparecido por completo. Por lo visto, Whateley no tenía cráneo ni esqueleto óseo, al menos tal como los entendemos. En algo había de parecerse a su desconocido progenitor.

<p>VII</p>

Pero esto no fue sino simplemente el prólogo del verdadero horror de Dunwich. Las autoridades oficiales, desconcertadas, llevaron a cabo todas las formalidades debidas, silenciando acertadamente los detalles más alarmantes para que no llegasen a oídos de la prensa y el público en general. Mientras, unos funcionarios se personaron en Dunwich y Aylesbury para levantar acta de las propiedades del difunto Wilbur Whateley y notificar, en consecuencia, a quienes pudieran ser sus legítimos herederos. A su llegada, encontraron a la gente de la comarca presa de una gran agitación, tanto por el fragor creciente que se oía en las abovedadas montañas como por el insoportable olor y sonidos —semejantes a un oleaje o chapoteo— que salían cada vez con mayor intensidad de aquella especie de gran estructura vacía que era la granja herméticamente entablada de los Whateley. Earl Sawyer, que cuidaba del caballo y del ganado desde el fallecimiento de Wilbur, había sufrido una aguda crisis de nervios. Los funcionarios hallaron enseguida una disculpa para que nadie entrase en el hediondo y cerrado edificio, limitándose a girar una rápida inspección a los aposentos que habitaba el difunto, es decir, a los cobertizos que Wilbur había acondicionado en fecha reciente. Redactaron un voluminoso informe que elevaron al juzgado de Aylesbury y, según parece, los pleitos sobre el destino de la herencia siguen aún sin resolverse entre los innumerables Whateley, tanto de la rama degenerada como de la sin degenerar, que viven en el valle regado por el curso superior del Miskatonic.

Un casi interminable manuscrito redactado en extraños caracteres en un gran libro mayor, y que daba toda la impresión de una especie de diario por las separaciones existentes y las variaciones de tinta y caligrafía, desconcertó por completo a quienes lo encontraron en el viejo escritorio que hacía las veces de mesa de trabajo de Wilbur. Tras una semana de debates se decidió enviarlo a la Universidad de Miskatonic, junto con la colección de libros sobre saberes arcanos del difunto, para su estudio y eventual traducción. Pero al poco tiempo hasta los mejores lingüistas comprendieron que no iba a ser tarea fácil descifrarlo. No se encontró, en cambio, la menor huella del antiguo oro con el que Wilbur y el viejo Whateley solían pagar sus deudas.

El horror se desató en el transcurso de la noche del 9 de septiembre. Los ruidos de la montaña habían sido muy intensos aquella tarde y los perros ladraron con fenomenal estrépito durante toda la noche. Quienes madrugaron el día 10 advirtieron un peculiar hedor en la atmósfera. Hacia las siete de la mañana Luther Brown, el mozo de la granja de George Corey, situada entre el barranco de Cold Spring y el pueblo, bajó corriendo, presa de una gran agitación, del pastizal de diez acres a donde había llevado a pacer las vacas. Estaba aterrado de espanto cuando entró a trompicones en la cocina de la granja, mientras las no menos despavoridas vacas se ponían a patalear y mugir en tono lastimero en el corral, tras seguir al chico todo el camino de vuelta tan atemorizadas como él. Sin cesar de jadear, Luther trató de balbucir lo que había visto a Mrs. Corey.

—Arriba, en el camino que hay por encima del barranco, Mrs. Corey... ¡algo pasa allí! Es como si hubiese caído un rayo. Todos los matorrales y arbolillos del camino han sido segados como si toda una casa les hubiera pasado por encima. Y eso no es lo peor, ¡quia! Hay huellas en el camino, Mrs. Corey... tremendas huellas circulares tan grandes como la tapa de un tonel, y muy hundidas en la tierra, como si hubiese pasado un elefante por allí, ¡sólo que las huellas tendrán más de cuatro pies! Miré de cerca una o dos antes de salir corriendo y pude ver que todas estaban cubiertas por unas líneas que salían del mismo lugar, en abanico, como si fuesen grandes hojas de palmera —sólo que dos o tres veces más grandes— incrustadas en el camino. Y el olor era irresistible, igual que el que se respira cerca de la vieja casa de Whateley...

Al llegar aquí el muchacho titubeó y parecía como si el miedo que le había hecho venir corriendo todo el camino se apoderase de él de nuevo. Mrs. Corey, a la vista de que no podía sonsacarle más detalles, se puso a telefonear a los vecinos, con lo que empezó a cundir el pánico, anticipo de nuevos y mayores horrores, por toda la comarca. Cuando llamó a Sally Sawyer —ama de llaves en la granja de Seth Bishop, la finca más próxima a la de los Whateley—, le tocó escuchar en lugar de hablar, pues el hijo de Sally, Chauncey, que no podía dormir, había subido por la ladera en dirección a la casa de los Whateley y bajó corriendo a toda prisa aterrado de espanto, tras echar una mirada a la granja y al pastizal donde habían pasado la noche las vacas de los Bishop.

—Sí, Mrs. Corey —dijo Sally con voz trémula desde el otro lado del hilo telefónico—. Chauncey acaba de regresar despavorido, y casi no podía ni hablar del miedo que traía. Dice que la casa entera del viejo Whateley ha volado por los aires y que hay un montón de restos de madera desperdigados por el suelo, como si hubiese estallado una carga de dinamita en su interior. Apenas queda otra cosa que el suelo de la planta baja, pero está enteramente cubierto por una especie de sustancia viscosa que huele horriblemente y corre por el suelo hasta donde están los trozos de madera desparramados. Y en el corral hay unas huellas espantosas, unas tremendas huellas de forma circular, más grandes que la tapa de un tonel, y todo está lleno de esa sustancia pegajosa que se ve en la casa destruida. Chauncey dice que el reguero llega hasta el pastizal, donde hay una franja de tierra mucho más grande que un establo totalmente aplastada y que por todos los sitios se ven vallas de piedra caídas por el suelo.

«Chauncey dice, Mrs. Corey, que se quedó aterrado a la vista de las vacas de Seth. Las encontró en los pastizales altos, muy cerca de Devil’s Hop Yard, pero daba pena verlas. La mitad estaban muertas y a casi el resto de las que quedaban les habían chupado la sangre, y tenían unas llagas igualitas que las que le salieron al ganado de Whateley a partir del día en que nació el rapaz negro de Lavinia. Seth ha salido a ver cómo están las vacas, aunque dudo mucho que se acerque a la granja del brujo Whateley. Chauncey no se paró a mirar qué dirección seguía el gran sendero aplastado una vez pasado el pastizal, pero cree que se dirigía hacia el camino del barranco que lleva al pueblo.

«Créame lo que le digo, Mrs. Corey, hay algo suelto por ahí que no me sugiere nada bueno, y pienso que ese negro de Wilbur Whateley —que tuvo el horrendo fin que merecía— está detrás de todo esto. No era un ser enteramente humano, y conste que no es la primera vez que lo digo. El viejo Whateley debía estar criando algo aún menos humano que él en esa casa toda tapiada con clavos. Siempre ha habido seres invisibles merodeando en tomo a Dunwich, seres invisibles que no tienen nada de humano ni presagian nada bueno.

«La tierra estuvo hablando anoche, y hacia el amanecer Chauncey oyó a las chotacabras armar tal griterío en el barranco de Cold Spring que no le dejaron dormir nada. Luego le pareció oír otro ruido débil hacia donde está la granja del brujo Whateley, una especie de rotura o crujido de madera, como si alguien abriese a lo lejos una gran caja o embalaje de madera. Entre unas cosas y otras no logró dormir lo más mínimo hasta bien entrado el día, y no mucho antes se levantó esta mañana. Hoy se propone volver a la finca de los Whateley a ver qué sucede por allí. Pero ya ha visto más que suficiente, se lo digo yo, Mrs. Corey. No sé qué pasara, aunque no presagia nada bueno. Los hombres deberían organizarse e intentar hacer algo. Todo esto es verdaderamente espantoso, y creo que se acerca mi turno. Sólo Dios sabe qué va a pasar.

«¿Le ha dicho algo Luther de la dirección que seguían las gigantescas huellas? ¿No? Pues bien, Mrs. Corey, si estaban en este lado del camino del barranco y todavía no se han dejado ver por su casa, supongo que deben haber descendido al fondo del barranco, ¿dónde si no podrían estar? De siempre he dicho que el barranco de Cold Spring no es un lugar saludable y no me inspira la menor confianza. Las chotacabras y las luciérnagas que hay en sus entrañas no parecen criaturas de Dios, y hay quienes dicen que pueden oírse extraños ruidos y murmullos allá abajo si uno se pone a escuchar en el lugar apropiado, entre la cascada y la Guarida del Oso.

A eso del mediodía, las tres cuartas partes de los hombres y jóvenes de Dunwich salieron a dar una batida por los caminos y prados que había entre las recientes ruinas de lo que fuera la finca de los Whateley y el barranco de Cold Spring, comprobando aterrados con sus propios ojos las grandes y monstruosas huellas, las agonizantes vacas de Bishop, toda la misteriosa y apestosa desolación que reinaba sobre el lugar y la vegetación aplastada y pulverizada por los campos y a orillas de la carretera. Fuese cual fuese el mal que se había desatado sobre la comarca era seguro que se encontraba en el fondo de aquel enorme y tenebroso barranco, pues todos los árboles de las laderas estaban doblados o tronchados, y una gran avenida se había abierto por entre la maleza que crecía en el precipicio. Daba la impresión de que una avalancha hubiese arrastrado toda una casa entera, precipitándola por la enmarañada floresta de la vertiente casi cortada a pico. Ningún ruido llegaba del fondo del barranco, tan sólo se percibía un lejano e indefinible hedor. No tiene nada de extraño, pues, que los hombres prefieran quedarse al borde del precipicio y ponerse a discutir, en lugar de bajar y meterse de lleno en el cubil de aquel desconocido horror ciclópeo. Tres perros que acompañaban al grupo se lanzaron a ladrar furiosamente en un primer momento, pero una vez al borde del barranco cesaron de ladrar y parecían amedrentados e intranquilos. Alguien llamó por teléfono al Aylesbury Chronicle para comunicar la noticia, pero el director, acostumbrado a oír las más increíbles historias procedentes de Dunwich, se limitó a redactar un artículo humorístico sobre el tema, artículo que posteriormente sería reproducido por la Associated Press.

Aquella noche todos los vecinos de Dunwich y su comarca se recogieron en casa, y no hubo granja o establo en que no se obstruyera la puerta lo más sólidamente posible. Huelga decir que ni una sola cabeza de ganado pasó la noche en los pastizales. Hacia las dos de la mañana un irrespirable hedor y los furiosos ladridos de los perros despertaron a la familia de Elmer Frye, cuya granja se hallaba situada al extremo este del barranco de Cold Spring, y todos coincidieron en decir haber oído afuera una especie de chapoteo o golpe seco. Mrs. Frye propuso telefonear inmediatamente a los vecinos, pero cuando su marido estaba a punto de decirle que lo hiciese se oyó un crujido de madera que vino a interrumpir sus deliberaciones. Al parecer, el ruido procedía del establo, y fue seguido al punto por escalofriantes mugidos y pataleos de las vacas. Los perros se pusieron a echar espumarajos por la boca y se acurrucaron a los pies de los miembros de la familia Frye, despavoridos de terror. El dueño de la casa, movido por la fuerza de la costumbre, encendió un farol, pero sabía bien que salir fuera al oscuro corral significaba la muerte. Los niños y las mujeres lloriqueaban, pero evitaban hacer todo ruido obedeciendo a algún oscuro y atávico sentido de conservación que les decía que sus vidas dependían de que guardasen absoluto silencio. Finalmente, el ruido del ganado remitió hasta no pasar de lastimeros mugidos, seguido de una serie de chasquidos, crujidos y fragores impresionantes. Los Frye, apiñados en el salón, no se atrevieron a moverse para nada hasta que no se desvanecieron los últimos ecos ya muy en el interior del barranco de Cold Spring. Luego, entre los débiles mugidos que seguían saliendo del establo y los endiablados chirridos de las últimas chotacabras aún despiertas en el fondo del barranco, Selina Frye se acercó, tambaleándose, al teléfono y difundió a los cuatro vientos cuanto sabía sobre la segunda fase del horror.

Al día siguiente, la comarca entera era presa de un pánico atroz, y podía verse un continuo trasiego de atemorizados y silenciosos grupos de gente que se acercaban al lugar donde se había producido el horripilante acontecimiento nocturno. Dos impresionantes franjas de destrucción se extendían desde el barranco hasta la granja de Frye, en tanto unas monstruosas huellas cubrían la tierra desprovista de toda vegetación y una fachada del viejo establo pintado de rojo se hallaba tirada por el suelo. De los animales, sólo se logró encontrar e identificar a la cuarta parte. Algunas de las vacas estaban pulverizadas en pequeños fragmentos y a las que sobrevivieron no hubo más remedio que sacrificarlas. Earl Sawyer propuso ir en busca de ayuda a Arkham o Aylesbury, pero muchos rechazaron su propuesta por estimarla inútil. El anciano Zebulón Whateley, de una rama de la familia a caballo entre el sano juicio y la degradación, aventuró, de forma harto increíble, que lo mejor sería celebrar rituales en las cumbres montañosas. De siempre se habían observado escrupulosamente en su familia las tradiciones y sus recuerdos de cantos en los grandes círculos de piedra no tenían nada que ver con lo que pudieran haber hecho Wilbur y su abuelo.

La noche se hizo sobre la consternada comarca de Dunwich, demasiado pasiva para lograr poner en marcha una eficaz defensa contra la amenaza que se cernía sobre ella. En algunos casos, las familias con estrechos vínculos se cobijaron bajo un mismo techo para estar ojo avizor en medio de la cerrada oscuridad nocturna, pero, por lo general, volvieron a repetirse las escenas de levantamiento de barricadas de la noche precedente y los fútiles e ineficaces gestos de cargar los herrumbrosos mosquetes y colocar las horcas al alcance de la mano. Sin embargo, aquella noche no aconteció nada nuevo salvo algún que otro ruido intermitente en la montaña, y al despuntar el día muchos confiaban que el nuevo horror hubiese desaparecido con igual presteza con que se presentó. Incluso había algunos espíritus temerarios que proponían lanzar una expedición de castigo al fondo del barranco, si bien no se aventuraron a predicar con el ejemplo a una mayoría que, en principio, no parecía dispuesta a seguirles.

Al caer de nuevo la noche volvieron a repetirse las escenas de las barricadas, aunque esta vez fueron menos las familias que se agruparon bajo un mismo techo. A la mañana siguiente, tanto en la granja de Frye como en la de Bishop pudo advertirse cierta agitación entre los perros e indefinidos sonidos y fétidos olores en la lejanía, mientras que los expedicionarios más madrugadores se horrorizaron al ver de nuevo, y recientes, las monstruosas huellas en el camino que orillaba Sentinel Hill. Al igual que en ocasiones anteriores, los bordes del camino estaban aplastados, indicio de que por allí había pasado el imponente y monstruoso horror infernal que asolaba la comarca. Esta vez la conformación de las huellas parecía sugerir que había marchado en ambas direcciones, como si una montaña movediza hubiese salido del barranco de Cold Spring para regresar posteriormente por la misma senda. Al pie de la montaña podía verse por lo más abrupto una franja de unos treinta pies de anchura, de matorrales y arbolillos aplastados, y quienes aquello veían no salían de su asombro al comprobar que ni siquiera las más empinadas pendientes hacían torcer la trayectoria del inexorable sendero. Fuese lo que fuese, aquel horror podía escalar paredes de roca desnuda y cortadas a pico. Como los expedicionarios optasen por subir a la cima por una ruta más segura, se encontraron con que una vez arriba terminaban las huellas... o, mejor dicho, daban la vuelta.

Era precisamente allí, en la cumbre de Sentinel Hill, donde los Whateley solían celebrar sus diabólicas hogueras y entonar sus no menos infernales rituales ante la piedra con forma de mesa en las fechas de la Víspera de Mayo y de Todos los Santos. Ahora, la piedra constituía el centro de una amplia extensión de terreno arrasado por el horror de la montaña, mientras que encima de su superficie ligeramente cóncava podía verse una masa espesa y fétida de la misma sustancia bituminosa que había en el piso de la derruida granja de los Whateley cuando el horror se alejó de allí. Los hombres se miraron unos a otros y se susurraron algo al oído. Luego, dirigieron la mirada hacia abajo. Al parecer, el horror había descendido prácticamente por el mismo sendero por el que había ascendido. Toda especulación holgaba. La razón, la lógica y las ideas normales que pudieran ocurrírseles se hallaban sumidas en el más completo marasmo. Sólo el anciano Zebulón, que no iba acompañando al grupo, habría sabido apreciar en su justo término la situación o hallar una posible explicación a todo ello.

La noche del jueves comenzó igual que casi todas las precedentes, pero acabó bastante peor. Las chotacabras del barranco no pararon de chirriar ni un momento armando tal estrépito que fueron muchos los vecinos de Dunwich que no lograron conciliar el sueño, y a eso de las tres de la madrugada todos los teléfonos de la localidad se pusieron a sonar trémulamente. Quienes descolgaron el auricular oyeron a una aterrada voz proferir en tono desgarrador «¡Socorro! ¡Dios mío!...», y algunos creyeron escuchar un estruendoso ruido, tras lo cual la voz se cortó. No se oyó ni un sonido más. Pero nadie se atrevió a salir y hasta la mañana siguiente no se supo de dónde procedía la llamada. Todos cuantos la escucharon se llamaron por teléfono entre sí, advirtiendo que únicamente no contestaban en casa de los Frye. La verdad se descubrió al cabo de una hora cuando, tras juntarse a toda prisa, un grupo de hombres armados se dirigió a la finca de los Frye que estaba en la boca misma del barranco. Lo que allí se veía era espantoso, pero en modo alguno constituía una sorpresa. Había nuevas franjas aplastadas y monstruosas huellas. La casa de los Frye se había hundido como si del cascarón de un huevo se tratase, y entre las ruinas no pudo encontrarse resto alguno vivo o muerto. Sólo un insoportable hedor y una viscosidad bituminosa. La familia Frye había sido por completo borrada de la faz de Dunwich.

<p>VIII</p>

Entre tanto, en Arkham, tras la puerta cerrada de una estancia con las paredes repletas de estanterías, se desarrollaba otra fase del horror, algo más apacible pero no menos estimulante desde una perspectiva espiritual. El extraño manuscrito o diario de Wilbur Whateley, entregado a la Universidad de Miskatonic para su oportuna traducción, había sido la causa de muchos quebraderos de cabeza y no pocas muestras de desconcierto entre los especialistas en lenguas antiguas y modernas del claustro. Su mismo alfabeto, no obstante la similitud que a primera vista guardaba con la variante del árabe hablado en Mesopotamia, resultaba totalmente desconocido a las autoridades en la materia. La conclusión final de los lingüistas fue que el texto representaba un alfabeto artificial, debiendo tratarse de criptogramas, aunque ninguno de los métodos criptográficos normalmente utilizados pudo aportar la menor pista para su desciframiento, no obstante aplicarse en función de las lenguas que se suponía conocía el autor de aquellas páginas. En cuanto a los antiguos libros encontrados en el domicilio de los Whateley, si bien presentaban un gran interés y en varios casos prometían abrir nuevas y tenebrosas vías de investigación entre los filósofos y hombres de ciencia, no contribuyeron para nada a dilucidar el enigma. Uno de ellos, un pesado volumen con un cierre metálico, estaba escrito en otro alfabeto igualmente desconocido, si bien sus caracteres eran muy diferentes y guardaba cierta semejanza con el sánscrito. Finalmente, el viejo libro mayor cayó en manos del Dr. Armitage, y ello tanto en atención al especial interés que había demostrado en el caso Whateley como por sus vastos conocimientos lingüísticos y experiencia en las fórmulas místicas de la antigüedad y del medioevo.

Armitage sabía que el alfabeto era utilizado con fines esotéricos por ciertos cultos arcanos procedentes de épocas pasadas y que habían adoptado numerosos rituales y tradiciones de los zahoríes del mundo sarraceno. Ahora bien, aquello no pasaba de tener una importancia secundaria, pues no era necesario conocer el origen de los símbolos si, como sospechaba, eran utilizados a modo de criptogramas dentro de una lengua moderna. Estaba persuadido de que, habida cuenta de la voluminosa cantidad de texto que contenía, el autor difícilmente se habría tomado la molestia de utilizar otra lengua que la suya, salvo quizá a la hora de expresar ciertas fórmulas mágicas o conjuros especiales. En consecuencia, se dispuso a atacar el manuscrito partiendo de la hipótesis de que el grueso del mismo se hallaba en inglés.

Armitage sabía muy bien, tras los repetidos fracasos de sus colegas, que el enigma que encerraba aquel texto resultaría difícil de desentrañar y sería tarea harto dificultosa, por lo que había que desechar cualquier intento de aplicar métodos sencillos de investigación. La última decena de agosto la dedicó a recopilar todos los tratados de criptografía que pudo encontrar, echando mano de la copiosa bibliografía con que contaba la biblioteca y descifrando noche tras noche los saberes arcanos que se ocultaban en textos como la Poligraphia de Tritomio, el De furtivis literarum notis de Giambattista Porta, el Traité des chiffres de De Vigenere, el Cryptomenysis patefacta de Falconer, los tratados del siglo XVIII de Davys y Thicknesse y otros de autoridades en la materia tan recientes como Blair, Von Marten, amén de los escritos de Klüber. Con el tiempo acabó por convencerse de que se enfrentaba a uno de esos criptogramas especialmente sutiles e ingeniosos en los que muchas listas de letras separadas y que se corresponden entre sí se hallan dispuestas como si se tratara de una tabla de multiplicar, construyéndose el mensaje a partir de palabras clave arbitrarias sólo conocidas por los iniciados. Las autoridades de mayor antigüedad parecían ser de ayuda bastante más valiosa que las de épocas más recientes, de lo que Armitage dedujo que el código del manuscrito debía tener una gran antigüedad, transmitido sin duda a través de toda una larga cadena de ensayistas místicos. Varias veces pareció estar a punto de ver la luz esclarecedora, pero, de repente, algún obstáculo imprevisto le hacía retroceder en la marcha de la investigación. Hasta que, prácticamente ya encima septiembre, las nubes empezaron a clarear. Ciertas letras, tal como estaban utilizadas en determinados pasajes del manuscrito, fueron identificadas definitiva e inequívocamente, poniéndose de manifiesto que el texto se hallaba escrito en inglés.

En la tarde del 2 de septiembre cayó, por fin, la última barrera importante que se interponía a la inteligibilidad del texto, y Armitage vio coronados sus esfuerzos al leer por vez primera un pasaje entero de los anales de Wilbur Whateley. En realidad se trataba de un diario, como todo hacía suponer, y estaba redactado en un estilo que mostraba claramente una mezcolanza de profunda erudición en el campo de las ciencias ocultas y de incultura general por parte del extraño ser que lo escribió.

Ya el primer pasaje extenso que logró descifrar Armitage —una anotación fechada el 26 de noviembre de 1916— resultó harto asombroso e intranquilizador. Recordó que el autor de aquellas líneas era un niño de tres años y medio por entonces, si bien aparentaba ser un adolescente de doce o trece.

Hoy aprendí el Aklo para el Sabaoth (sic), pero no me gustó pues podía responderse desde la montaña y no desde el aire. Lo del piso de arriba me aventaja más de lo que pensaba y no parece que tenga mucho cerebro terrestre. Al ir a morderme maté de un tiro a Jack, el perro pastor de Elam Hutchins, y Elam dijo que si llegaba a morderme me mataría. Confío en que no lo haga. Anoche el abuelo me hizo pronunciar la fórmula mágica Dho y me pareció ver la ciudad secreta en los dos polos magnéticos. Una vez arrasada la tierra iré a esos polos, si es que no logro comprender la fórmula Dho-Hna cuando la aprenda. Los del aire me dijeron en el Sabat que la tarea de arrasar la tierra me llevará muchos años; para entonces supongo que ya habrá muerto el abuelo, así que voy a tener que aprender la posición de todos los ángulos de las superficies planas y todas las fórmulas mágicas que hay entre Yr y Nhhngr. Los del exterior me ayudarán, pero para cobrar forma corpórea requieren sangre humana. Parece que lo de arriba tendrá buen aspecto. Puedo vislumbrarlo cuando hago la señal Voorish o soplo los polvos de Ibu Ghazi, y se parece mucho a ellos el día de la Víspera de Mayo en la Montaña. La otra cara la encuentro algo borrosa. Me pregunto cómo seré cuando la tierra haya sido arrasada y no quede ni un solo ser sobre ella. El que vino con el Aklo Sabaoth dijo que podría transfigurarme para parecer menos del exterior y seguir haciendo cosas.

El amanecer encontró al Dr. Armitage sudoroso y despavorido de terror, totalmente enfrascado en su lectura. No había levantado los ojos del manuscrito en toda la noche. Sentado en su escritorio, a la luz de una lámpara eléctrica, fue pasando página tras página con temblorosa mano a medida que descifraba el críptico texto. En medio de semejante estado de agitación había telefoneado a su mujer para decirle que no iría a dormir aquella noche, y cuando a la mañana siguiente le llevó el desayuno a la biblioteca apenas probó bocado. No paró de leer ni un instante durante todo el día, deteniéndose con gran desesperación una que otra vez siempre que se hacía necesario volver a aplicar la intrincada clave para desentrañar el texto. Le llevaron la comida y la cena a su despacho, pero apenas tomó una pizca. Al día siguiente, ya bien entrada la noche, se quedó adormecido sobre la silla, pero no tardaría en despertarse tras asaltarle unas pesadillas casi tan horribles como la amenaza que se cernía sobre la humanidad entera y que acababa de descubrir.

La mañana del 4 de septiembre el profesor Rice y el Dr. Morgan insistieron en ver a Armitage siquiera un momento, saliendo de la entrevista temblorosos y con el semblante demudado. Al anochecer Armitage se fue a la cama, pero sólo esporádicamente pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, miércoles, volvió a enfrascarse en la lectura del manuscrito y tomó infinidad de notas, tanto de los pasajes que iba leyendo como de los ya descifrados. En la madrugada se quedó dormido unos momentos en un sillón del despacho, pero antes de que amaneciese ya estaba de nuevo con la vista sobre el manuscrito. Aún no habían dado las doce cuando su médico, el doctor Hartwell, fue a verle e insistió, por su propio bien, en la necesidad de que dejase de trabajar. Pero Armitage se negó a seguir los consejos del médico, alegando que para él era de vital importancia acabar de leer el diario, al tiempo que le prometía una explicación más detallada en su debido momento. Aquella tarde, justo en el momento en que empezaba a oscurecer, acabó su alucinante y agotadora lectura y se dejó caer sobre la silla totalmente exhausto. Su mujer, que acudió a llevarle la cena, le encontró postrado en un estado casi comatoso, pero Armitage aún conservaba la conciencia suficiente como para proferir un fenomenal grito, que la hizo retroceder, al advertir que sus ojos se posaban en las notas que había tomado. Levántandose a duras penas de la silla, recogió las hojas garrapateadas que había sobre la mesa y las metió en un gran sobre que guardó en el bolsillo interior del abrigo. Aún le quedaban fuerzas para regresar a casa por su propio pie, pero era tan evidente que precisaba de auxilios médicos que hubo que llamar urgentemente al doctor Hartwell. Al irse a la cama, siguiendo las indicaciones del médico, no cesaba de repetir una y otra vez «Pero ¿qué hacer, Dios mío?, ¿qué hacer?»

Armitage durmió toda aquella noche, pero al día siguiente estuvo delirando a intervalos. No dio ninguna explicación al doctor Hartwell, pero en sus momentos de lucidez hablaba de la imperiosa necesidad de mantener una larga reunión con Rice y Morgan. No había quien entendiera sus desvaríos, en los que hacía desesperados llamamientos para que se destruyera algo que decía se encontraba en una casa herméticamente cerrada con tablones, al tiempo que hacía increíbles alusiones a un plan para eliminar de la faz de la tierra a toda la especie humana, y a toda la vida vegetal y animal, que se proponía llevar a cabo una terrible y antiquísima raza de seres procedentes de otras dimensiones siderales. En sus gritos decía cosas tales como el mundo estaba en peligro, pues los Seres Ancianos se habían propuesto desmantelarlo y barrerlo del sistema solar y del cosmos de la materia para sumirlo en otro nivel, o fase incorpórea, del que había salido hacía billones y billones de milenios. En otros momentos pedía que le trajera el temible Necronomicón y el Daemonolatreia de Remigio, volúmenes ambos en los que estaba persuadido de encontrar la fórmula mágica con la que conjurar tan aterrador peligro.

—¡Hay que detenerlos, hay que detenerlos como sea! —se lanzaba a gritar desesperadamente—. Los Whateley se proponen abrirles el camino, y lo peor de todo aún está por llegar. Digan a Rice y Morgan que hay que hacer algo. Es una operación que entraña un gran peligro, pero yo sé cómo fabricar los polvos... No ha recibido ningún alimento desde el 2 de agosto, el día en que Wilbur vino a morir aquí, y a estas alturas...

Pero Armitage, pese a sus setenta y tres años, tenía aún una naturaleza resistente y el trastorno se le pasó en el curso de la noche, y no vino acompañado de fiebres. El viernes se levantó ya avanzado el día, con la cabeza despejada, aunque con el semblante adusto por el miedo que le roía las entrañas y por la tremenda responsabilidad que ahora pesaba sobre él. El sábado por la tarde se sintió con fuerzas para ir a la biblioteca y mantener una reunión con Rice y Morgan; los tres hombres estuvieron devanándose los sesos el resto del día con las más increíbles especulaciones y los más alucinantes debates. Sacaron montones de terribles libros sobre saberes arcanos de las estanterías y de los lugares donde estaban encerrados a buen recaudo, y estuvieron copiando esquemas y fórmulas mágicas con febril premura y en cantidades ingentes. No cabía la menor duda al respecto. Los tres habían visto el agonizante cuerpo de Wilbur Whateley postrado en una estancia de aquel mismo edificio, por lo que a ninguno de ellos se le pasó siquiera por la cabeza considerar el diario como los delirios de un loco.

Las opiniones sobre la conveniencia de dar cuenta a la policía de Masachusetts estaban encontradas, imponiéndose la negativa en última instancia. Había cosas en todo aquello que resultaban muy difíciles, por no decir imposibles, de creer por quienes no estaban al tanto de todo lo que allí sucedía, como muy bien se vería tras varias investigaciones realizadas con posterioridad a los hechos. Ya entrada la noche la sesión se levantó sin que hubieran trazado un plan definitivo, pero durante todo el domingo Armitage estuvo ocupado cotejando fórmulas mágicas y haciendo combinaciones de productos químicos sacados del laboratorio de la universidad. Cuanto más pensaba en el infernal diario, más dudas le asaltaban sobre la eficacia de cualquier agente material para destruir al ser que Wilbur Whateley había dejado tras de sí... el amenazador ser, desconocido para él, que unas horas después habría de abatirse sobre la localidad y acabaría siendo trágicamente conocido por el horror de Dunwich.

El lunes apenas difirió de la víspera para Armitage, pues la tarea en que estaba embarcado requería continuas búsquedas y experimentos. Nuevas consultas del diario de aquel monstruoso ser trajeron como consecuencia una serie de cambios en el plan originalmente trazado, y, con todo, sabía que al final seguiría adoleciendo de grandes fallas y riesgos. Para el martes ya había esbozado una línea precisa de actuación y creía que en menos de una semana estaría en condiciones de trasladarse a Dunwich. Pero con el miércoles vino la gran conmoción. Casi inadvertido, en una esquina del Arkham Advertiser, podía verse un pequeño despacho de la agencia Associated Press en el que se comentaba en tono jocoso que el whisky introducido de contrabando en Dunwich había producido un monstruo que batía todos los récords. Armitage, sobrecogido ante la noticia, telefoneó al instante a Rice y a Morgan. Hasta bien entrada la noche estuvieron debatiendo los planes a seguir, y al día siguiente se lanzaron apresuradamente a hacer los preparativos para el viaje. Armitage sabía muy bien que iban a tener que habérselas con pavorosas fuerzas, pero también veía claramente que era el único medio de acabar con aquel maléfico embrollo que otros antes que él habían venido a complicar y agravar.

<p>IX</p>

El viernes por la mañana Armitage, Rice y Morgan salieron en automóvil hacia Dunwich, llegando al pueblo sobre la una de la tarde. Hacía un día espléndido, pero hasta en el fuerte sol reinante parecía presagiarse una inquietante calma, como si algo espantoso se cerniese sobre aquellas montañas extrañamente rematadas en forma de bóveda y sobre los profundos y sombríos barrancos de la asolada región. De vez en cuando podía divisarse recortado contra el cielo un lúgubre círculo de piedras en las cumbres montañosas. Por la atmósfera de silenciosa tensión que se respiraba en la tienda de Osborn, los tres investigadores comprendieron que algo horrible había sucedido, y pronto se enteraron de la desaparición de la casa y de la familia entera de Elmer Frye. Durante toda la tarde estuvieron recorriendo los alrededores de Dunwich, preguntando a la gente qué había sucedido y viendo con sus propios ojos, en medio de un creciente horror, las pavorosas ruinas de la casa de los Frye con sus persistentes restos de aquella sustancia bituminosa, las espantosas huellas dejadas en el corral, el ganado malherido de Seth Bishop y las impresionantes franjas de vegetación arrasada que había por doquier. El sendero dejado a todo lo largo de Sentinel Hill le pareció a Armitage de una significación casi devastadora, y durante un buen rato se quedó mirando la siniestra piedra en forma de altar que se divisaba en la cima.

Finalmente, los investigadores de Arkham, enterados de que aquella misma mañana habían llegado unos policías de Aylesbury en respuesta a las primeras llamadas telefónicas dando cuenta de la tragedia acaecida a los Frye, resolvieron ir en busca de los agentes y contrastar con ellos sus impresiones sobre la situación. Pero una cosa fue decirlo y otra hacerlo, pues no se veía a los policías por ninguna parte. Habían venido en total cinco en un coche, que se encontró abandonado en un lugar próximo a las ruinas del corral de Elmer Frye. Las gentes de la localidad, que hacía tan sólo un rato habían estado hablando con los policías, se hallaban tan perplejas como Armitage y sus compañeros. Fue entonces cuando al viejo Sam Hutchins se le vino a la cabeza una idea y, lívido, dio un codazo a Fred Farr al tiempo que apuntaba hacia el profundo y rezumante abismo que se abría frente a ellos.

—¡Dios mío! —dijo jadeando—. ¡Mira que les advertí que no bajasen al barranco! Jamás se me ocurrió que fuera a meterse nadie ahí con esas huellas y ese olor y con las chotacabras armando tal griterío a plena luz del día...

Un escalofrío se apoderó de todos los allí congregados —granjeros e investigadores— al oír las palabras del viejo Hutchins, y todos aguzaron instintivamente el oído. Armitage, ahora que se encontraba por vez primera frente al horror y su destructiva labor, no pudo evitar temblar ante la responsabilidad que se le venía encima. Pronto caería la noche sobre la comarca, las horas en que la gigantesca monstruosidad salía de su cubil para proseguir sus pavorosas incursiones. Negotium perambulans in tenebris... El anciano bibliotecario se puso a recitar la fórmula mágica que había aprendido de memoria, al tiempo que estrujaba con la mano el papel en que se contenía la otra fórmula alternativa que no había memorizado. Seguidamente, comprobó que su linterna se encontraba en perfecto estado. Rice, que estaba a su lado, sacó de un maletín un pulverizador de esos que se utilizan para combatir los insectos, mientras Morgan desenfundaba el rifle de caza en el que seguía confiando pese a las advertencias de sus compañeros de que las armas no valdrían de nada frente a tan monstruoso ser.

Armitage, que había leído el estremecedor diario de Wilbur, sabía muy bien qué clase de materialización podía esperarse, pero no quiso atemorizar más a los vecinos de Dunwich con nuevas insinuaciones o pistas. Esperaba poder librar al mundo de aquel horror sin que nadie se enterase de la amenaza que se cernía sobre la humanidad entera. A medida que la oscuridad fue haciéndose más densa los vecinos de Dunwich comenzaron a dispersarse y emprendieron el regreso a casa, ansiosos por encerrarse en su interior pese a la evidencia de que no había cerrojo o cerradura que pudiese resistir los embates de un ser de tal descomunal fuerza que podía tronchar árboles y triturar casas a su antojo. Sacudieron la cabeza al enterarse del plan que tenían los investigadores de permanecer de guardia en las ruinas de la granja de Frye, próxima al barranco. Al despedirse de ellos, apenas albergaban esperanzas de volver a verlos con vida a la mañana siguiente.

Aquella noche se oyó un enorme fragor en las montañas y las chotacabras chirriaron con endiablado estrépito. De vez en cuando, el viento que subía del fondo del barranco de Cold Spring traía un hedor insoportable a la ya cargada atmósfera nocturna, un hedor como el que aquellos tres hombres ya habían percibido en una anterior ocasión al encontrarse frente a aquella moribunda criatura que durante quince años y medio pasó por un ser humano. Pero la tan esperada monstruosidad no se dejó ver en toda la noche. No cabía duda, lo que había en el fondo del barranco aguardaba el momento propicio, y Armitage dijo a sus compañeros que sería suicida intentar atacarlo en medio de la oscuridad nocturna.

Al amanecer cesaron los ruidos. El día se levantó gris, desapacible y con ocasionales ráfa*gas de lluvia, mientras oscuros nubarrones se acumulaban d el otro lado de la montaña en dirección noroeste. Los tres científicos de Arkham no sabían qué hacer. Comoquiera que la lluvia arreciase se guarecieron bajo una de las pocas construcciones de la granja de los Frye que aún quedaban en pie, en donde debatieron la conveniencia de seguir esperando o arriesgarse y bajar al fondo del barranco a la caza de la monstruosa y abominable presa. El aguacero arreciaba por momentos y en la lejanía se oía el fragor producido por los truenos, en tanto que el cielo resplandecía por los relámpagos que lo rasgaban, y muy cerca de donde se encontraban se vio caer un rayo, como si directamente se dirigiese al maldito barranco. El cielo se oscureció totalmente, y los tres científicos esperaban que la tormenta, aunque violenta, pasara rápidamente y luego esclareciera.

Aún seguía cubierto de oscuros nubarrones el cielo cuando, no haría siquiera una hora, hasta ellos llegó un auténtico babel de voces que se acercaba por el camino. Al poco, pudo divisarse un grupo despavorido integrado por algo más de una docena de hombres que venían corriendo, y no cesaban de gritar y hasta de sollozar histéricamente. Uno de los que marchaban a la cabeza prorrumpió a balbucir palabras sin sentido, sintiendo un pavoroso escalofrío los investigadores de Arkham cuando las palabras adquirieron coherencia.

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —se oyó decir a alguien con una vez entrecortada—. ¡Vuelve de nuevo, y esta vez en pleno día! ¡Ha salido, ha salido y se mueve en estos momentos! ¡Que el Señor nos proteja!

Tras oírse unos jadeos, la voz se sumió en el silencio, pero otro de los hombres retomó el hilo de lo que decía el primero.

—Hace casi una hora Zeb Whateley oyó sonar el teléfono. Quien llamaba era Mrs. Corey, la mujer de George, el que vive abajo en el cruce. Dijo que Luther, el mozo, había salido en busca de las vacas al ver el tremendo rayo que cayó, cuando observó que los árboles se doblaban en la boca del barranco —del lado opuesto de la vertiente— y percibió el mismo hedor que se respiraba en las inmediaciones de las grandes huellas el lunes por la mañana. Y según ella, Luther dijo haber oído una especie de crujido o chapoteo, un ruido mucho más fuerte que el producido por los árboles o arbustos al doblarse, y de repente los árboles que había a orillas del camino se inclinaron hacia un lado y se oyó un horrible ruido de pisadas y un chapoteo en el barro. Pero, aparte de los árboles y la maleza doblados, Luther no vio nada.

Luego, más allá de donde el arroyo Bishop pasa por debajo del camino pudo oír unos espantosos crujidos y chasquidos en el puente, y dijo que parecía como si fuese madera que estuviese resquebrajándose. Pero, aparte de los árboles y los matorrales doblados, no vio nada en absoluto. Y cuando los crujidos se perdieron a lo lejos —en el camino que lleva a la granja del brujo Whateley y a la cumbre de Sentinel Hill—, Luther tuvo el valor de acercarse al lugar donde se oyeron los ruidos primero y se puso a mirar al suelo. No se veía otra cosa que agua y barro, el cielo estaba encapotado y la lluvia que caía empezaba a borrar las huellas, pero cerca de la boca del barranco, donde los árboles se hallaban caídos por el suelo, aún había unas horribles huellas tan gigantescas como las que vio el lunes pasado.

Al llegar aquí, tomó la palabra el hombre que había hablado en primer lugar.

—Pero eso no es lo malo; eso fue sólo el principio. Zeb convocó a la gente y todos estaban escuchando cuando se cortó una llamada telefónica que hacían desde la casa de Seth Bishop. Sally, la mujer de Seth, no paraba de hablar. en tono muy acalorado, acababa de ver los árboles tronchados al borde del camino, y dijo que una especie de ruido acorchado, parecido al de las pisadas de un elefante, se dirigía hacia la casa. Luego, dijo que un olor espantoso se metió de repente por todos los rincones de la casa y que su hijo Chauncey no cesaba de gritar que el olor era idéntico al que había en las ruinas de la granja de Whateley el lunes por la mañana. Y, a todo esto, los perros no paraban de lanzar horribles aullidos y ladridos.

«De repente, Sally pegó un fenomenal grito y dijo que el cobertizo que había junto al camino se había derrumbado como si la tormenta se lo hubiese llevado por delante, sólo que apenas corría viento para pensar en algo así. Todos escuchábamos con atención y a través del hilo podía oírse el jadeo de multitud de gargantas pegadas al teléfono. De repente, Sally volvió a proferir un espantoso grito y dijo que la cerca que había delante de la casa acababa de derrumbarse, aunque no se veía la menor señal que indicara a qué podría deberse. Luego, todos los que estaban pegados al hilo oyeron chillar también a Chauncey y al viejo Seth Bishop, y Sally decía a gritos que algo enorme había caído encima de la casa, no un rayo ni nada por el estilo, sino algo descomunal que se abalanzaba contra la fachada y los embates eran constantes, aunque no se veía nada a través de las ventanas. Y luego... y luego...

El terror podía verse reflejado en todos los rostros, y Armitage, aun cuando no estaba menos aterrado, tuvo el aplomo suficiente para decirle a quien tenía la palabra que prosiguiera.

—Y luego... luego, Sally lanzó un grito estremecedor y dijo «¡Socorro! ¡La casa se viene abajo!»... y desde el otro lado del hilo pudimos oír un fenomenal estruendo y un espantoso griterío... igual que pasó con la granja de Elmer Frye, sólo que esta vez peor...

El hombre que hablaba hizo una pausa, y otro de los que venía en el grupo prosiguió el relato.

—Eso fue todo. No volvió a oírse ni un ruido ni un chillido más. Sólo el más absoluto silencio. Quienes lo escuchamos sacamos nuestros coches y furgonetas, y a continuación nos reunimos en casa de Corey todos los hombres sanos y robustos que pudimos encontrar, y hemos venido hasta aquí para que nos aconsejen qué hacer ahora. Es posible que todo sea un castigo del Señor por nuestras iniquidades, un castigo del que ningún mortal puede escapar.

Armitage comprendió que había llegado el momento de hacer algo y, con aire resuelto, se dirigió al vacilante grupo de despavoridos campesinos.

—No queda más remedio que seguirlo, señores —dijo tratando de dar a su voz el tono más tranquilizador posible—. Creo que hay una posibilidad de acabar de una vez por todas con lo que quiera que sea ese monstruo. Todos ustedes conocen de sobra la fama de brujos que tenían los Whateley, pues bien, este abominable ser tiene mucho de brujería, y para acabar con él hay que recurrir a los mismos procedimientos que utilizaban ellos. He visto el diario de Wilbur Whateley y examinado algunos de los extraños y antiguos libros que acostumbraba a leer, y creo conocer el conjuro que debe pronunciarse para que desaparezca para siempre. Naturalmente, no puede hablarse de una seguridad total, pero vale la pena intentarlo. Es invisible —como me imaginaba—, pero este pulverizador de largo alcance contiene unos polvos que deben hacerlo visible por unos instantes. Dentro de un rato vamos a verlo. Es realmente un ser pavoroso, pero aún hubiese sido mucho peor si Wilbur hubiese seguido con vida. Nunca llegará a saberse bien de qué se libró la humanidad con su muerte. Ahora sólo tenemos un monstruo contra el que luchar, pero sabemos que no puede multiplicarse. Con todo, es posible que cause aún mucho daño, así que no hemos de dudar a la hora de librar al pueblo de semejante monstruo.

«Hay que seguirlo, pues, y la forma de hacerlo es ir a la granja que acaba de ser destruida. Que alguien vaya delante, pues no conozco bien estos caminos, pero supongo que debe haber un atajo. ¿Están de acuerdo?

Los hombres se movieron inquietos sin saber qué hacer, y Earl Sawyer, apuntando con un dedo tiznado por entre la cortina de lluvia que amainaba por momentos, dijo con voz suave: «Creo que el camino más rápido para llegar a la granja de Seth Bishop es atravesar el prado que se ve ahí abajo y vadear el arroyo por donde es menos profundo, para subir luego por las rastrojeras de Carrier y los bosques que hay a continuación. Al final se llega al camino alto que pasa a orillas de la granja de Seth, que está del otro lado.»

Armitage, Rice y Morgan se pusieron a caminar en la dirección indicada, mientras la mayoría de los aldeanos marchaban lentamente tras ellos. El cielo empezaba a clarear y todo parecía indicar que la tormenta había pasado. Cuando Armitage tomaba involuntariamente una dirección equivocada, Joe Osborn se lo indicaba y se ponía delante para mostrar el camino. El valor y la confianza de los hombres del grupo crecían por momentos, aunque la luz crepuscular de la frondosa ladera casi cortada a pico que había al final del atajo —por entre cuyos fantásticos y añejos árboles hubieron de trepar cual si de una escalera se tratase— pusieron tales cualidades a prueba.

Al final, llegaron a un camino lleno de barro justo al tiempo que salía el sol. Se hallaban algo más allá de la finca de Seth Bishop, pero los árboles tronchados y las inequívocas y horribles huellas eran buena prueba de que ya había pasado por allí el monstruo. Apenas se detuvieron unos momentos a contemplar los restos que quedaban en tomo al gran hoyo. Era exactamente lo mismo que sucedió con los Frye, y nada vivo ni muerto podía verse entre las ruinas de lo que en otro tiempo fueran la granja y el establo de los Bishop. Nadie quiso permanecer allí mucho tiempo entre aquel hedor insoportable y aquella viscosidad bituminosa; todos volvieron instintivamente al sendero de espantosas huellas que se dirigían hacia la granja en ruinas de los Whateley y las laderas coronadas en forma de altar de Sentinel Hill.

Al pasar ante lo que fuera morada de Wilbur Whateley, todos los integrantes del grupo se estremecieron visiblemente y sus ánimos comenzaron a flaquear. No tenía nada de divertido seguir la pista de algo tan grande como una casa y no lograr verlo, si bien podía respirarse en el ambiente una maléfica presencia infernal. Frente al pie de Sentinel Hill las huellas dejaban el camino y podía apreciarse aún fresca la vegetación aplastada y tronchada a lo largo de la ancha franja que marcaba el camino seguido por el monstruo en su anterior subida y descenso de la montaña.

Armitage sacó un potente catalejo y se puso a escrutar las verdes laderas de Sentinel Hill. Seguidamente, se lo pasó a Morgan, que gozaba de una visión más aguda. Tras mirar unos instantes por el aparato Morgan lanzó un pavoroso grito, pasándoselo seguidamente a Earl Sawyer a la vez que le señalaba con el dedo un determinado punto de la ladera. Sawyer, tan desmañado como la mayoría de quienes no están acostumbrados a utilizar instrumentos ópticos, estuvo dándole vueltas unos segundos hasta que finalmente, y gracias a la ayuda de Armitage, logró centrar el objetivo. Al localizar el punto, su grito aún fue más estridente que el de Morgan.

—¡Dios Todopoderoso, la hierba y los matorrales se mueven! Está subiendo... lentamente... como si reptara... en estos momentos llega a la cima. ¡Que el cielo nos ampare!

El germen del pánico pareció cundir entre los expedicionarios. Una cosa era salir a la caza del monstruoso ser, y otra muy distinta encontrarlo. Era muy posible que los conjuros funcionaran, pero ¿y si fallaban? Empezaron a levantarse voces en las que se le formulaba a Armitage todo tipo de preguntas acerca del monstruo, pero ninguna respuesta parecía satisfacerles. Todos tenían la impresión de hallarse muy próximos a fases de la naturaleza y de la vida absolutamente extraordinarias y radicalmente ajenas a la existencia misma de la humanidad.

<p>X</p>

Al final, los tres investigadores venidos de Arkham —el Dr. Armitage, de canosa barba, el profesor Rice, rechoncho y de cabellos plateados, y el Dr. Morgan, delgado y de aspecto juvenil— acabaron subiendo solos la montaña. Tras instruir con suma paciencia a los aldeanos sobre cómo enfocar y utilizar el catalejo, lo dejaron con el atemorizado grupo que se quedó en el camino. A medida que subían aquellos tres hombres, los aldeanos fueron pasándoselo de mano en mano para poder verlos de cerca. La subida era ardua, y en más de una ocasión tuvieron que echar una mano a Armitage. Muy por encima del esforzado grupo expedicionario el gran sendero abierto en la montaña retumbaba como si su infernal hacedor volviera a pasar por él con premiosa alevosía. Así pues, era patente que los perseguidores cobraban terreno.

Curtis Whateley —de la rama no degenerada de los Whateley— era quien miraba por el catalejo cuando los investigadores de Arkham se desviaron del sendero. Curtis dijo al resto del grupo que, sin duda, los tres hombres trataban de llegar a un pico inferior desde el que se divisaba el sendero, en un lugar muy por encima de donde se estaba aplastando la vegetación en aquellos momentos. Y así fue en realidad, pues los expedicionarios alcanzaron la pequeña elevación al poco de que el invisible monstruo pasara por allí.

Luego, Wesley Corey, que a la sazón miraba por el objetivo, gritó con todas sus fuerzas que Armitage se había puesto a ajustar el pulverizador que llevaba Rice, y todo indicaba que algo iba a ocurrir de un momento a otro. El desasosiego empezó a cundir entre el grupo del camino, pues, según les habían dicho, el pulverizador debería hacer visible por unos instantes al desconocido horror. Dos o tres hombres cerraron los ojos, en tanto que Curtis Whateley arrebató el catalejo a Wesley y lo dirigió hacia el punto más distante posible. Pudo ver que Rice, desde el lugar de observación en que se encontraban los expedicionarios —por encima y justo detrás del monstruoso ser— tenía una excelente oportunidad para intentar diseminar los potentes polvos de prodigiosos efectos.

El resto de los que estaban en el camino sólo pudieron ver el fugaz resplandor de una nube grisácea —una nube del tamaño de un edificio relativamente alto— próxima a la cima de la montaña. Curtis, que era quien en aquellos momentos miraba por el catalejo, lo dejó caer de golpe sobre el barro que les cubría hasta los tobillos, al tiempo que lanzaba un grito aterrador. Se tambaleó, y habría caído al suelo de no ser por dos o tres compañeros que le ayudaron y le sostuvieron en pie. Un casi inaudible gemido era lo único que salía de sus labios.

—¡Oh, oh, Dios Todopoderoso!... eso... eso...

Luego se organizó un auténtico pandemónium, pues todos querían preguntar a la vez, y sólo Henry Wheeler se ocupó de recoger el catalejo caído en tierra y de limpiarle el barro. Curtis seguía diciendo incoherencias y ni siquiera conseguía dar respuestas aisladas.

—Es mayor que un establo... todo hecho de cuerdas retorcidas... Tiene una forma parecida a un huevo de gallina, pero enorme, con una docena de patas... como grandes toneles medio cerrados que se echaran a rodar.... No se ve que tenga nada sólido... es de una sustancia gelatinosa y está hecho de cuerdas sueltas y retorcidas, como si las hubieran pegado... Tiene infinidad de enormes ojos saltones..., diez o veinte bocas o trompas que le salen por todos los lados, grandes como tubos de chimenea, y no paran de moverse, abriéndose y cerrándose continuamente..., todas grises, con una especie de anillos azules o violetas... ¡Dios del cielo! ¡Y ese rostro semihumano encima...!

El recuerdo de esto último, fuera lo que fuese, resultó demasiado fuerte para el pobre Curtis, quien perdió el sentido antes de poder articular una sola palabra más. Fred Farr y Will Hutchins lo trasladaron a un lado del camino, dejándole tendido sobre la húmeda hierba. Henry Wheeler, temblando, cogió entre las manos el catalejo y lo enfocó hacia la montaña en un intento de ver qué pasaba. A través del objetivo podían divisarse tres pequeñas figuras que ascendían hacia la cumbre con la rapidez con que se lo permitía la abrupta pendiente. Eso era todo cuanto veía, ni más ni menos. Luego, todos percibieron un raro e intempestivo ruido que procedía del fondo del valle a sus espaldas, e incluso salía de la misma maleza de Sentinel Hill. Era el griterío que armaba una legión de chotacabras y en su estridente coro parecía latir una tensa y maligna expectación.

Earl Sawyer cogió seguidamente el catalejo y dijo que se veía a las tres figuras de pie en la cumbre más alta, prácticamente al mismo nivel del altar de piedra, pero todavía a considerable distancia de éste. Uno de los hombres, dijo Earl Sawyer, parecía alzar los brazos por encima de su cabeza a intervalos rítmicos, y al decir esto los demás creyeron oír un tenue sonido cuasi musical a lo lejos, como si una ruidosa salmodia acompañara a sus gestos. La extraña silueta en aquel lejano pico debía constituir todo un grotesco e impresionante espectáculo, pero ninguno de los presentes se sentía con humor para hacer consideraciones estéticas.

—Me imagino que ahora están entonando el conjuro —dijo Wheeler en voz baja al tiempo que arrebataba el catalejo de manos de Sawyer. Mientras, las chotacabras chirriaban con singular estridencia y a un ritmo curiosamente irregular, que no guardaba ningún parecido con las modulaciones del ritual.

De repente, la luz del sol disminuyó sin que, a primera vista, se debiera a la acción de ninguna nube. Era un fenómeno realmente singular, y así lo apreciaron todos. Parecía como si en el interior de las montañas estuviera gestándose un estrepitoso fragor, extrañamente acorde con otro fragor que vendría del firmamento. Un relámpago rasgó el aire y los asombrados hombres buscaron en vano los indicios de la tormenta. La salmodia que entonaban los investigadores de Arkham llegaba ahora nítidamente hasta ellos, y Wheeler vio a través del catalejo que levantaban los brazos al compás de las palabras del conjuro. Podía oírse, asimismo, el furioso ladrido de los perros en una granja lejana.

Los cambios en las tonalidades de la luz solar fueron a más y los hombres apiñados en el camino seguían mirando perplejos al horizonte. Unas tinieblas violáceas, originadas como consecuencia de un espectral oscurecimiento del azul celeste, se cernían sobre las retumbantes colinas. Seguidamente, volvió a rasgar el cielo un relámpago, algo más deslumbrante que el anterior, y todos creyeron ver como si una especie de nebulosidad se levantara en torno al altar de piedra allá en la lejana cumbre. Nadie, empero, miraba con el catalejo en aquellos instantes. Las chotacabras seguían emitiendo sus irregulares chirridos, en tanto los hombres de Dunwich se preparaban, en medio de una gran tensión, para enfrentarse con la imponderable amenaza que parecía rondar por la atmósfera.

De repente, y sin que nadie lo esperara, se dejaron oír unos sonidos vocales sordos, cascados y roncos que jamás olvidarían los integrantes del despavorido grupo que los oyó. Pero aquellos sonidos no podían proceder de ninguna garganta humana, pues los órganos vocales del hombre no son capaces de producir semejantes atrocidades acústicas. Más bien se diría que habían salido del mismo Averno, si no fuese harto evidente que su origen se encontraba en el altar de piedra de Sentinell Hill. Y hasta casi es erróneo llamar a semejantes atrocidades sonidos, por cuanto su timbre, horrible a la par que extremadamente bajo, se dirigía mucho más a lóbregos focos de la conciencia y al terror que al oído; pero uno debe calificarlos de tal, pues su forma recordaba, irrefutable aunque vagamente, a palabras semiarticuladas. Eran unos sonidos estruendosos —estruendosos cual los fragores de la montaña o los truenos por encima de los que resonaban— pero no procedían de ser visible alguno. Y como la imaginación es capaz de sugerir las más descabelladas suposiciones en cuanto a los seres invisibles se refiere, los hombres agrupados al pie de la montaña se apiñaron todavía más si cabe, y se echaron hacia atrás como si temiesen que fuera a alcanzarles un golpe fortuito.

—Ygnaiih... ygnaiih... thflthkh'ngha... YogSothoth... —sonaba el horripilante graznido procedente del espacio—. Y'bthnk... h'ehye... n'grkdl'lh...

En aquel momento, quienquiera que fuese el que hablase pareció titubear, como si estuviera librándose una pavorosa contienda espiritual en su interior. Henry Wheeler volvió a enfocar el catalejo, pero tan sólo divisó las tres figuras humanas grotescamente recortadas en la cima de Sentinel Hill, las cuales no paraban de agitar los brazos a un ritmo frenético y de hacer extraños gestos como si la ceremonia del conjuro estuviese próxima a su culminación. ¿De qué lóbregos avernos de terror propios del diabólico Aqueronte, de qué insondables abismos de conciencia extracósmica, de qué sombría y secularmente latente estirpe infrahumana procedían aquellos semiarticulados sonidos medio graznidos medio truenos? De repente, volvían a oírse con renovado ímpetu y coherencia al acercarse a su máximo, final y más desgarrador frenesí.

—Eh-ya-ya-ya-yahaah-e'yayayayaaaa... ngh'aaaaa... ngh'aaa h'yuh... ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!... pp-pp-pp— ¡PADRE! ¡PADRE! ¡YOG-SOTHOTH!

Eso fue todo. Los lívidos aldeanos que aguardaban en el camino sin salir de su estupor ante las palabras indiscutiblemente inglesas que habían resonado, profusa y atronadoramente, en el enfurecido y vacío espacio que había junto a la asombrosa piedra altar, no volverían a oírlas. Al punto, hubieron de dar un violento respingo ante la terrorífica detonación que pareció desgarrar la montaña; un estruendo ensordecedor e imponente, cuyo origen —ya fuese el interior de la tierra o los cielos— ninguno de los presentes supo localizar. Un único rayo cayó desde el cenit violáceo sobre la piedra altar y una gigantesca ola de inconmensurable fuerza e indescriptible hedor bajó desde la montaña bañando la comarca entera. Árboles, maleza y hierbas fueron arrasados por la furiosa acometida, y los despavoridos aldeanos del grupo que se encontraba al pie de la montaña, debilitados por el letal hedor que casi llegaba a asfixiarles, estuvieron a punto de caer rodando por el suelo. En la lejanía se oía el furioso ladrido de los perros, en tanto que los prados y el follaje en general se marchitaban cobrando una extraña y enfermiza tonalidad grisáceo-amarillenta, y los campos y bosques quedaban sembrados de chotacabras muertas.

El hedor desapareció al poco tiempo, pero la vegetación no volvió a brotar con normalidad. Incluso hoy sigue percibiéndose una extraña y nauseabunda sensación ante las plantas que crecen en las inmediaciones de aquella montaña de infausto recuerdo. Curtis Whateley comenzaba a volver en sí cuando se vio a los tres hombres de Arkham descender lentamente por la vertiente montañosa bajo los rayos de un sol cada vez más resplandeciente e inmaculado. Su semblante era grave y calmado, y parecían consternados por unas reflexiones sobre lo que venían de presenciar de naturaleza mucho más angustiosa que las que habían reducido al grupo de aldeanos a un estado de postración y acobardamiento. En respuesta a la lluvia de preguntas que cayó sobre ellos, los tres investigadores se limitaron a sacudir la cabeza y a reafirmar un hecho de vital importancia.

—El monstruoso ser ha desaparecido para siempre —dijo Armitage—. Ha vuelto al seno de lo que era en un principio y ya no puede volver a existir. Era una monstruosidad en un mundo normal. Sólo en una mínima parte estaba compuesto de materia, en cualquiera de las acepciones de la palabra. Era igual que su padre, y una gran parte de su ser ha vuelto a fundirse con aquél en algún reino o dimensión desconocido allende nuestro universo material, en algún abismo desconocido del que sólo los más endiablados ritos de la malevolencia humana le permitirían salir tras invocarlo por unos momentos en las cumbres montañosas.

Seguidamente, se hizo un breve silencio, durante el cual los sentidos dispersos del infortunado Curtis Whateley volvieron a entretejerse poco a poco hasta formar una especie de continuidad, y llevándose las manos a la cabeza soltó un sordo gemido. La memoria le devolvió al momento en que le había abandonado, y volvió a invadirle la horrorosa visión que le había hecho desfallecer.

—¡Oh, oh, Dios mío, aquel rostro semihumano... aquel rostro semihumano!... aquel rostro de ojos rojos y albino pelo ensortijado, y sin mentón, igual que los Whateley... Era un pulpo, un ciempiés, una especie de araña, pero tenía una cara de forma semihumana encima de todo, y se parecía al brujo Whateley, sólo que medía yardas y yardas.

Y, exhausto, enmudeció, mientras el grupo entero de aldeanos se le quedaba mirando fijamente con una perplejidad aún no cristalizada en renovado terror. Sólo entonces el viejo Zebulón Whateley, a quien solían venirle a la cabeza antiguos recuerdos pero que no había abierto la boca hasta el momento, dijo en voz alta:

—Hace quince años —se puso a divagar—, oí decir al viejo Whateley que un día oiríamos al hijo de Lavinia pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de Sentinel Hill...

Pero Joe Osborn le interrumpió para volver a preguntar a los hombres de Arkham:

—Pero, ¿qué era, después de todo, y cómo logró el joven brujo Whateley llamarle para que acudiera de los espacios?

Armitage escogió sus palabras cuidadosamente a la hora de contestar.

—Era... bueno, era sobre todo una fuerza que no pertenece a la zona que habitamos del espacio sideral, una fuerza que actúa, crece y obedece a otras leyes distintas de las que rigen nuestra Naturaleza. A ninguno de nosotros se nos ocurre invocar a tales seres del exterior, sólo lo intentan las gentes y cultos más abominables. Y algo de ello puede decirse de Wilbur Whateley, algo que basta para hacer de él un ser demoníaco y un monstruo precoz, y para hacer de su muerte una escena de diabólico patetismo. Lo primero que pienso hacer es quemar este maldito diario, y si quieren obrar como hombres prudentes les aconsejo que dinamiten cuanto antes la piedra altar que hay en esa cima y echen abajo todos los círculos de monolitos que se levantan en las restantes montañas. Cosas así son las que, a la postre, traen a seres como esos de los que tanto gustaban los Whateley, unos seres a los que iban a dar forma terrestre para que borraran de la faz de la tierra a la especie humana y arrastraran a nuestro planeta al fondo de algún lugar execrable para alguna finalidad de naturaleza igualmente execrable.

—Pero por cuanto se refiere al ser que acabamos de devolver a su lugar de origen, los Whateley lo criaron para que desempeñara un terrible papel en los monstruosos hechos que iban a acontecer. Creció deprisa y se hizo muy grande por las mismas razones por las que lo hizo Wilbur, pero le superó porque contaba con un componente mayor de exterioridad. Y es innecesario preguntar por qué Wilbur lo llamó para que viniera del espacio... No lo llamó. Era su hermano gemelo, pero se parecía más a su padre que él.

<p>El Que Susurra En La Oscuridad</p>
<p>I</p>

Tened muy presente que en último término no presencie ningún horror visual. Decir que una conmoción mental fue la causa de lo que deduje —aquella última gota que me hizo salir a escape de la solitaria granja de Akeley y lanzarme, en plena noche, por las desoladas montañas de Vermont en un vehículo requisado—, no es sino querer ignorar los hechos más palmarios de mi experiencia final. No obstante las cosas tan fascinantes que tuve ocasión de ver y oír y la imborrable huella que en mí dejaron, ni siquiera hoy puedo afirmar si estaba o no equivocado por lo que respecta a mi horrible deducción. Ya que, después de todo, la desaparición de Akeley no prueba nada. No se encontró nada anormal en su casa a pesar de las huellas de proyectiles que había dentro y fuera de ella. Daba la impresión de que hubiera salido a dar una vuelta por las montañas y, por algún motivo desconocido, no hubiese regresado. No había la menor indicación de que alguien hubiera pasado por allí, ni de que aquellos horribles cilindros y máquinas hubiesen estado almacenados en el estudio. El hecho de que Akeley profesara un temor reverencial hacia las verdes y abigarradas montañas y los innumerables cursos de agua entre los que habla nacido y se habla criado, tampoco quería decir nada en absoluto, pues se cuentan por millares las personas sujetas a tan morbosas aprensiones. La extravagancia, además, podía contribuir a explicar los extraños actos y recelos en que incurrió hacia el final.

Todo comenzó, por lo que a mí respecta, con las históricas, y hasta entonces jamás vistas, inundaciones de Vermont del 3 de noviembre de 1927. Por aquel entonces era yo, al igual que sigo siendo hoy, profesor de literatura en la Universidad de Miskatonic en Arkham, Massachusetts, y un entusiasta aficionado al estudio del folklore de Nueva Inglaterra. Poco después de la inundación, entre los numerosos reportajes sobre calamidades, desgracias y auxilios organizados que llenaban las páginas de los periódicos, aparecieron una serie de extrañas historias acerca de objetos que se encontraron flotando en algunos de los desbordados ríos. En ellas hallaron pie muchos de mis amigos para enfrascarse en curiosas polémicas, y acabaron recurriendo a mi confiando de que podría aclararles algo al respecto. Me sentí halagado al comprobar en qué medida se tomaban en serio mis estudios sobre el folklore, e hice lo que pude por reducir a su justo término aquellas infundadas y confusas historias que tan genuina mente parecían tener su origen en las antiguas supersticiones populares. Me divertía mucho encontrar personas cultas convencidas de que debía haber algo de misterioso y perverso en el fondo de aquellos rumores.

Las leyendas que atrajeron mi atención. procedían en su mayor parte de lectores de periódicos, aunque una de aquellas increíbles historias tenía una fuente oral y a un amigo mío se la reprodujo su madre en una carta que le envió desde Hardwick, Vermont. Lo que se describía en ellas era en esencia lo mismo, aunque parecía haber tres variantes: una estaba relacionada con el río Winoski cerca de Montpelier, otra tenía que ver con el río West en el condado de Windham, allende Newfane, y una tercera se centraba en el Passumpsic, condado de Caledonia, al norte de Lyndonville. Desde luego, muchos de los artículos hacían referencia a otros ejemplos, pero en última instancia todos ellos parecían reducirse a estos tres. En todos los casos los campesinos afirmaban haber visto uno o más objetos muy extraños y desconcertantes en las agitadas aguas que bajaban de las poco frecuentadas montañas, y había una acusada tendencia a relacionar aquellas visiones con un primitivo y semiolvidado ciclo de leyendas tradicionales que los ancianos revivían para el caso en cuestión.

Lo que la gente creía ver eran formas orgánicas muy distintas de cualesquiera otras vistas con anterioridad. Naturalmente, en aquel trágico periodo, los ríos arrastraban muchos cadáveres de seres humanos. Ahora bien, quienes describían aquellas extrañas formas estaban totalmente convencidos de que no se trataba de seres humanos, a pesar de algunas aparentes semejanzas en tamaño y aspecto general. Tampoco, decían los testigos, podían ser las de ningún animal conocido en Vermont. Eran objetos rosáceos de un metro y medio de largo, con cuerpos revestidas de un caparazón provisto de grandes aletas dorsales o alas membranosas y varios pares de patas articuladas, y con una especie de intrincada forma elipsoide, cubierta con infinidad de antenáculos, en el lugar en que normalmente se encontraría la cabeza. Resultaba realmente curioso hasta qué punto coincidían los relatos de las diferentes fuentes, aunque en parte se explicaba por el hecho de que las antiguas leyendas, difundidas en otro tiempo por toda la montañosa comarca, aportaban un cuadro morbosamente vivido que podía muy bien teñir la imaginaci6n de todos los testigos implicados. De lo que deduje que los testigos —todos ellos gentes sencillas e ingenuas de comarcas escasamente pobladas— habían vislumbrado los destrozados y abotagados cadáveres de seres humanos y animales domésticos en las turbulentas aguas, y el recuerdo latente de las antiguas leyendas les habla llevado a revestir de atributos fantásticos a aquellos cadáveres dignos de la mayor compasión.

Aquellas leyendas, aun cuando nebulosas, ambiguas y en gran medida olvidadas por las actuales generaciones, tenían unos rasgos muy singulares y sin duda reflejaban ‘la influencia de primitivos relatos tradicionales indios. Era algo que, aunque jamás había estado en Vermont, conocía bien gracias a la curiosísima monografía de En Davenport, en la que se recopila material de la tradición oral recogido con anterioridad a 1839 entre las personas más ancianas del estado. Este material, por otro lado, coincide casi puntualmente con historias que he escuchado personal mente de boca de los ancianos campesinos de la región montañosa de New Hampshire. Brevemente resumidas, hacían referencia a una raza oculta de monstruosos seres que habitaban en algún perdido lugar de las más remotas montañas, en los densos bosques de las más altas cumbres y en los sombríos valles bañados por cursos de agua de origen desconocido. Rara vez eran avistados estos seres, pero había testimonios de su presencia, aportados por quienes se habían adentrado más allá de lo normal en las vertientes de determinada montaña o aventurado en las profundidades de determinados barrancos que hasta los lobos rehuían.

En el limo depositado a orillas de los arroyos y en los terrenos yermos había unas extrañas huellas, que no podía decirse si eran de pies o de zarpas, y unos curiosos círculos de piedras, con la hierba arrancada a su alrededor, que no parecían haber sido colocados allí ni configurados por la acción de la naturaleza. Había también unas cuevas de dudosa profundidad en las laderas de las montañas, cuyas bocas de acceso estaban cerradas por grandes piedras dispuestas de forma nada casual y con más extrañas huellas de lo normal, las cuales se encaminaban tanto hacia el interior como hacia el exterior de la cueva... en el supuesto de que su dirección pudiera determinarse exactamente. Y lo peor de todo era lo que algunas personas arriesgadas habían visto, ocasionalmente a la luz del crepúsculo, en los más remotos valles y en los frondosos y empinados bosques por encima de los límites normales de ascensión.

Todo habría resultado menos alarmante si los relatos aislados de tales acontecimientos no hubiesen coincidido en tal grado. En efecto, casi todos los rumores que circulaban tenían algo en común, ya que sostenían que aquellas criaturas eran una especie de grandes cangrejos de color roji*zo, con muchos pares de patas y dos grandes alas como de murciélago en medio del lomo. Unas veces caminaban sobre todas sus patas y otras solamente sobre el par trasero, utilizando las restantes para transportar grandes objetos de naturaleza desconocida. En cierta ocasión fueron vistos en crecido número, al tiempo que un destacamento suyo vadeaba, de tres en línea en formación prácticamente militar, una corriente de agua poco profunda que discurría entre frondosos bosques. En otra ocasión, se vio una noche a uno de aquellos seres volando, tras arrojarse de la cima de una colina pelada y solitaria, y desaparecer en el cielo después que sus grandes alas batientes reflejaron por un instante su silueta contra la luna llena.

Aquellos seres no parecían tener, por lo general, la menor intención de atacar a los hombres, aunque a veces se les hizo responsables de la desaparición de algún que otro osado individuo sobretodo personas que levantaban casas demasiado cerca de ciertos valles o próximas a las cumbres de determinadas montañas. El asentamiento en muchos lugares se hizo poco recomendable, perdurando esta creencia aun mucho después de olvidarse la causa. Un escalofrío se apoderaba de la gente al dirigir la mirada hacia algunos barrancos próximos en las estribaciones de aquellos siniestros y verdes centinelas, aun cuando no recordaran cuántos colonos habían desaparecido y cuántas granjas habían ardido hasta reducirse a cenizas.

Pero, mientras según las más antiguas leyendas aquellas criaturas sólo atacaban a quienes violaban su intimidad, había relatos posteriores que dejaban constancia de su curiosidad con respecto a los hombres y de sus tentativas por establecer avanzadillas secretas en el mundo de los seres humanos. Circulaban historias de extrañas huellas de zarpas vistas en las proximidades de las ventanas de alguna solitaria granja al despuntar el dia, y de alguna que otra desaparición en comarcas alejadas de los núcleos que se hallaban, evidentemente bajo los efectos del hechizo. Historias, por lo demás, de susurrantes voces imitadoras del lenguaje humano que hacían sorprendentes ofrecimientos a los solitarios viajeros que se aventuraban por caminos y senderos abiertos en los frondosos bosques y de niños aterrorizados por cosas vistas u oídas en los mismos linderos del bosque. En la etapa final de las leyendas —la etapa inmediatamente anterior al declinar de la superstición y al abandono de los temidos lugares—, se encuentran sorprendentes referencias a ermitaños y solitarios colonos que en algún momento de su vida parecieron experimentar un repulsivo cambio de actitud mental, por lo que se les rehuía y rumoreaba de ellos que se habían vendido a aquellos extraños seres. En uno de los condados del noreste parece que hacia 1800 estuvo de moda acusar a todas aquellas personas que llevaban una vida retraída o excéntrica de ser aliados o representantes de las detestables criaturas.

Por lo que se refiere a la naturaleza de aquellos seres, las posibles explicaciones diferían sobremanera. Por lo general se les designaba con el nombre de «aquéllos» o «los antiguos», aunque otras denominaciones tuvieron un uso local y transitorio. Es muy posible que el grueso de los colonos puritanos viese en ellos, lisa y llanamente, a la parentela del diablo, hasta el punto de hacer de aquellos seres el fundamento de una especulación teológica inspirada en el terror. Quienes tenían sangre celta en sus venas —sobre todo el elemento escocés-irlandés de New Hampshire y sus descendientes asentados en Vermont gracias a los privilegios otorgados a los colonos en tiempos del gobernador Wentworth— los relacionaban vagamente con los genios malignos y con los «faunos» que habitaban en las tierras pantanosas y en las fortificaciones orográficas, y se protegían de ellos por medio de fórmulas mágicas transmitidas de generación en generación. Pero las teorías más fantásticas eran, con gran diferencia, las de los indios. Si bien las leyendas diferían según las tribus, habla una acusada tendencia a creer en ciertos rasgos característicos, estando unánimemente de acuerdo en que aquellas criaturas no pertenecían a este mundo.

Los mitos de los pennacook, que por otro lado eran los más coherentes y pintorescos, indicaban que los seres alados procedían de la celeste Osa Mayor y tenían minas en las montañas de la tierra de las que extraían una clase de piedra que no existía en ningún otro planeta. No vivían aquí, señalaban los mitos, sino que se limitaban a mantener avanzadillas y regresaban volando con grandes cargamentos de tierra a sus septentrionales estrellas. Sólo atacaban a los seres terrestres que se acercaban demasiado a ellos o les espiaban. Los animales les rehuían debido a un temor instintivo, y no por miedo a que intentaran cazarlos. No podían comer ni cosas ni animales terrestres, por lo que se veían forzados a traer sus víveres de las estrellas. Era peligroso acercarse a aquellos seres, y a veces los jóvenes cazadores que se aventuraban en sus montañas no regresaban. También era peligroso escuchar lo que susurraban al caer la noche sobre el bosque con voces semejantes a las de una abeja que tratara de imitar la voz humana. Conocían las lenguas de todas las tribus —pennacooks, hurones, cinco naciones...—, pero no parecían tener ni necesitar una lengua propia. Hablaban con la cabeza, la cual experimentaba cambios de color conforme a lo que quisieran expresar.

Todas las leyendas, ya tuviesen su origen entre los blancos o entre los indios, se desvanecieron en el curso del siglo XIX, a excepción de algún que otro atávico resurgir. El estado de Vermont se fue poblando de colonos, y una vez levantados los habituales caminos y viviendas según un plan fijado de antemano, sus habitantes fueron olvidando poco a poco los temores y prevenciones que les impulsaron a poner en marcha aquel plan, e incluso que hubieran existido tales temores y prevenciones. Lo único que sabia la mayoría de la gente era que ciertas comarcas montañosas tenían fama de insalubres, improductivas y, por lo general, que era poco aconsejable vivir en ellas, y que cuanto más lejos se estuviera de ellas mejor marcharían las cosas. Con el transcurso del tiempo, los trillados caminos que imponían la costumbre y los intereses económicos acabaron por arraigar tanto en los lugares en que se asentaron que no había por qué salir de ellos, y así, más por accidente que por designio, las montañas frecuentadas por aquellos seres permanecieron desiertas. Salvo durante alguna que otra rara calamidad local, sólo las parlanchinas abuelitas y los meditabundos nonagenarios hablaban ocasionalmente en voz baja de seres que habitaban en aquellas montañas; e incluso en aquellos entrecortados susurros reconocían que no había mucho que temer de ellos ahora que ya estaban acostumbrados a la presencia de casas y poblados y que los seres humanos no les importunaban para nada en el territorio elegido por ellos.

Hacía tiempo que sabia todo esto debido a mis lecturas y a ciertas tradiciones populares recogidas en New Hampshire por lo que cuando empezaron a correr los rumores sobre la época de la gran inundación, pude fácilmente deducir el trasfondo imaginativo sobre el que se habían levantado. Me esforcé en explicárselo a mis amigos, y, a su vez, no pude menos de divertirme cuando ciertos individuos de esos que les gusta llevar siempre la contraria siguieron insistiendo en la posibilidad de que hubiera algo de cierto en aquellos rumores. Tales personas trataban de poner de relieve que las primitivas leyendas tenían una persistencia y uniformidad significativas, y que la naturaleza de las montañas de Vermont, prácticamente aún por explorar; no hacía aconsejable mostrarse dogmático acerca de lo que pudiera habitar o no en ellas. Tampoco se acallaron cuando les aseguré que todos los mitos tenían unos conocidos rasgos característicos en común con los de la mayor parte del género humano, ya que venían prefigurados por las fases iniciales de la experiencia imaginativa que siempre producía idéntico tipo de ilusión.

Fue inútil demostrarles a mis contrarios que los mitos de Vermont apenas diferían en esencia de las leyendas universales sobre la personificación natural que llenaron el mundo antiguo de faunos, dríadas y sátiros, inspiraron los kallikanzarai de la Grecia moderna y confirieron a las tierras incivilizadas como el País de Gales e Irlanda, esas sombrías alusiones a extrañas, pequeñas y terribles razas ocultas de trogloditas y moradores de madrigueras. Resultó inútil, igualmente, señalar la aún más sorprendente similitud que guardaban con la creencia común entre los habitantes de las tribus montañosas del Nepal en el temible Mi-Go o «abominable hombre de las nieves» que está espeluznantemente al acecho entre las cimas de hielo y roca de las altas cumbres del Himalaya. Cuando saqué a colación este dato, mis contrarios lo volvieron contra mí, alegando que ello no hacía sino demostrar una cierta historicidad real de las antiguas leyendas; y que era un argumento más a favor de la efectiva existencia de alguna extraña y primitiva raza terrestre, que se vio obligada a ocultarse tras la aparición y predominio del género humano, y que era muy posible que hubiese logrado sobrevivir en número reducido hasta épocas relativamente recientes... o incluso hasta nuestros mismos días.

Cuanto más me incitaban a la risa tales teorías, más se aferraban a ellas mis empecinados amigos, llegando a añadir que incluso sin la ascendencia de la leyenda los rumores que corrían eran demasiado claros, coherentes, detallados y sensatamente prosaicos en su exposición, como para ser completamente ignoradas. Dos o tres fanáticos extremistas llegaron al punto de querer encontrar posibles significados en las antiguas leyendas indias, que atribuían un origen extraterrestre a los seres ocultos, al tiempo que citaban en apoyo de sus argumentos los increíbles libros de Charles Fort en los que se pretende demostrar que viajeros de otros mundos y del espacio exterior hacían frecuentes visitas a la tierra. La mayoría de mis adversarios, no obstante, eran simples románticos que no hacían sino transferir a la vida real las fantásticas tradiciones de «faunos» al acecho popularizadas por ese excelente autor de relatos de terror que es Arthur Machen.

<p>II</p>

Como suele ser normal en tales circunstancias, esta apasionante discusión acabó viendo la letra impresa en forma de cartas al Arkharn Advertiser, y algunas de ellas fueron reproducidas en los periódicos de las comarcas de Vermont de donde provenían las historias sobre la inundación. El Rutland Herald publicó media página de extractos de las cartas de ambos bandos contendientes, mientras que el Brattleboro Reformer reprodujo en extenso una de mis largas reseñas sobre historia y mitología, junto con unos comentarios aparecidos en la columna de pensamiento e ideas de El Diletante en apoyo y elogio de mis escépticas conclusiones. En la primavera de 1928 yo era ya una figura bastante conocida en Vermont, aun cuando jamás había puesto los pies en dicho estado. De aquellas fechas datan las extraordinarias cartas de Henry Akeley que tan profundamente me impresionaron y me llevaron, por primera y última vez, a aquella fascinante región atestada de precipicios verdes y susurrantes arroyos que corrían entre frondosos bosques.

Casi todo lo que sé de Henry Wentworth Akeley procede de la correspondencia que mantuve con sus vecinos y con su único hijo, que vivía en California, a raíz de mi breve estancia en su solitaria granja. Akeley era, según descubrí, el último representante en su suelo natal de una vieja familia de juristas, administradores y agricultores de buena posición muy conocida a nivel local. En su caso, empero, la familia había derivado mentalmente de las cuestiones prácticas a la pura erudición, pues fue un excelente estudiante de matemáticas, astronomía, biología, antropología y folklore en la Universidad de Vermont. Hasta entonces jamás había oído hablar de él y apenas se deslizaban detalles autobiográficos en sus comunicaciones, pero desde el primer momento me di perfecta cuenta de que era un hombre educado, inteligente y de una gran personalidad, aunque fuese un recluso sin el menor aire de hombre de mundo.

A pesar de la inverosimilitud de lo que decía, no pude evitar, en un primer momento, tomar los juicios de Akeley tan en serio como lo hacía con otros impugnadores de mis puntos de vista. Por una parte, estaba muy cercano al fenómeno real —visible y tangible— sobre el que tan grotescamente especulaba; por otra, estaba asombrosamente dispuesto a dar a sus conclusiones un carácter provisional, como haría un auténtico hombre de ciencia. No se dejaba llevar por sus inclinaciones personales, guiándose siempre por lo que consideraba datos contrastados. Desde luego, al principio creí que estaba equivocado, si bien le di cierto crédito por estimar inteligente su error, y en ningún momento se me ocurrió emular a unos amigos suyos que atribuían sus ideas a la locura y el miedo que profesaba a las solitarias y verdes cumbres. Pude advertir que era un hombre que hablaba con conocimiento de causa y comprobé que lo que decía debía proceder, casi con toda seguridad, de extrañas circunstancias que merecían consideración, aun cuando apenas tuvieran que ver con las fantásticas causas a las cuales él las atribuía. Posteriormente, me remitió ciertas pruebas pertinentes que venían a plantear la cuestión sobre bases algo distintas y sorprendentemente extrañas.

Lo mejor será que transcriba íntegra, en cuanto sea posible, la larga carta en que Akeley se me daba a conocer, y que constituye un importante hito en mi vida intelectual. Ya no la tengo en mi poder, pero mi memoria retiene casi palabra por palabra su asombroso mensaje. Una vez más afirmo mi creencia en la cordura del hombre que la escribió. Aquí está el texto... un texto que me llegó en los ilegibles y arcaizantes garrapatos de alguien que evidentemente no tuvo mucho contacto con el mundo durante su apacible vida de estudioso.

R.F.D.n.0 2.

Townshend, Windhem Co., Vermont.

5 de mayo de 1928.

Mr. Albert N. Wilmarth.

118 Saltonstall St.

Arkham, Mass.

Estimado señor:

He leído con gran interés en el Brattleboro Reformer’s del 23 de abril su carta sobre las historias que circulan últimamente acerca de extraños cuerpos que se han visto flotando en nuestros ríos durante las inundaciones del pasado otoño y sobre las curiosas tradiciones populares con las que tan perfectamente concuerdan. Es fácil comprender que un forastero adopte una postura como la suya, e incluso que El Diletante se muestre de acuerdo con usted. Tal es la actitud que suelen adoptar las personas educadas ya sean o no de Vermont, y fue mi actitud de joven (ahora tengo 57 años) antes de que mis estudios, tanto generales como del libro de Davanport, me indujeran a recorrer algunos rincones poco frecuentados de las montañas de la comarca.

Me vi impulsado a emprender tales estudios por las extrañas historias que oía de boca de ancianos granjeros sin la menor formación, aunque lo mejor hubiera sido dejar las cosas como estaban. Modestia aparte, diré que la antropología y las tradiciones populares no me son en absoluto desconocidas. Las estudié a fondo en la universidad, y estoy familiarizado con la mayoría de las autoridades en la materia: Tylor, Lubbock, Frazer, Quatrefa*ges, Murray, Osborn, Keith, Boule, G. Elliott Smith, etcétera. Para mí no es ninguna novedad que las leyendas sobre razas ocultas son tan antiguas como la vida misma. He visto las reproducciones de sus cartas, y de quienes participan de su opinión, en el Rutland Herald, y creo saber cuál es el estado actual de la polémica.

Lo que intento decirle es que mucho me temo que sus adversarios se hallen más cerca de la verdad que usted, aun cuando la razón parezca estar de su parte. Están incluso más cerca de la verdad de lo que ellos mismos creen... pues se basan únicamente en la teoría y, naturalmente, no pueden saber todo lo que yo sé. Si yo supiera tan poco como ellos, encontraría justificado creer como lo hacen. Estaría completamente de su parte, Mr. Wilmarth.

Como puede ver, estoy dando un gran rodeo hasta llegar al objeto de mi carta, probablemente porque temo llegar a él. En resumidas cuentas, tengo pruebas fidedignas de que unos seres monstruosos viven realmente en los bosques de las altas cumbres por las que no transita nadie. No he visto a ninguno de esos seres flotando en las aguas de los ríos, como se ha dicho, pero he visto seres semejantes en circunstancias que casi no me atrevo a repetir. He visto huellas, últimamente las he visto tan cerca de mi casa (vivo en la vieja casa de los Akeley, al sur de Townshend Village, en las estribaciones de Dark Mountain) que no me atrevo siquiera a decírselo. Y he alcanzado a oír voces en determinados lugares de los bosques que ni siquiera osaría describir sobre el papel.

En cierto lugar oí las voces con tal claridad que me llevé un fonógrafo, junto con un dictáfono y un cilindro de cera para grabar; ya veré la forma de arreglármelas para que pueda oír usted la grabación que conseguí. Se la hice escuchar a algunos de los ancianos que habitan por estos contornos, y una de las voces les impresionó tanto que parecían no salir de su estupor debido a su semejanza con cierta voz (esa susurrante voz que se oye en los bosques y que Davenpont menciona en su libro) de la que sus abuelas les habían hablado, al tiempo que trataban de imitarla. Sé lo que la mayoría de la gente piensa de un hombre que dice «oír voces»..., pero antes de extraer conclusiones le pediría que escuchara la grabación y que preguntase a los ancianos del lugar lo que piensan al respecto. Si usted halla una explicación racional, tanto mejor. Pero, sin duda, debe haber algo detrás de todo ello. Pues, como usted bien sabe, ex nihilo nihil fit.

Lo que me impulsa a escribirle no es el deseo de entablar una polémica, sino proporcionarle una información que creo que un hombre de sus inquietudes encontrará del mayor interés. Esto se lo digo en privado. En público estoy de su lado, pues ciertas cosas me han demostrado que no conviene que la gente sepa demasiado de este asunto. Mis estudios son absolutamente a título particular, y no pienso decir nada que atraiga la atención de la gente y les induzca a visitar los lugares que he explorado. Es cierto —terriblemente cierto— que en aquellos parajes hay criaturas no humanas que no cesan de observarnos, que cuentan con espías entre nosotros con vistas a recabar información. Gran parte de mi información proviene de un pobre desgraciado que, si estaba en su sano juicio (y a mi juicio lo estaba), era uno de esos espias. Aquel hombre acabó suicidándose, pero tengo fundadas razones para creer que hay otros.

Los seres proceden de otro planeta, y pueden vivir en el espacio interestelar y volar en él gracias a unas toscas y potentes alas resistentes al éter pero que resultan demasiado ingobernables para pensar en utilizarlas cuando están en la Tierra. Le hablaré de ello más adelante, si es que no me toma por loco. Vienen aquí para extraer metales de unas minas que hay en las entrañas de los montes, y creo que sé de dónde vienen. No nos harán ningún daño si les dejamos en paz, pero nadie puede predecir lo que ocurriría si les importunáramos. Desde luego, a un buen ejército no le costará nada arrasar su colonia minera. Eso es justo lo que ellos temen. Pero si llegara a suceder, otros vendrían del exterior..., en número incalculable. No les sería difícil conquistar la Tierra, pero hasta el momento no lo han intentado porque no tienen ninguna necesidad de hacerlo. Prefieren dejar las cosas como están y evitarse complicaciones.

Según tengo entendido, quieren desembarazarse de mí porque sé demasiadas cosas acerca de ellos. En los bosques de Round Hill, al este de aquí, he encontrado una gran piedra negra con jeroglíficos indescifrables y a medio borrar. Pues bien, una vez que me la llevé a casa todo cambió radicalmente. Si creen que sé demasiado me matarán o me llevarán consigo al planeta de donde proceden. De cuando en cuando les gusta llevarse hombres preparados para estar al corriente de cómo marchan las cosas en el mundo de los humanos.

Esto me lleva a mí segundo propósito al escribirle esta carta, es decir, a rogarle que en lugar de añadir más leña a la polémica, procure acallaría. Debe mantenerse a la gente alejada de estas montañas, y para lograrlo lo mejor es no despertar más su curiosidad. Bien saben los cielos que ya es bastante el peligro que se corre con promotores y agentes inmobiliarios dispuestos a inundar Vermont con tropeles de veraneantes que infesten las zonas despobladas y cubran las montañas de casitas del peor gusto. Me agradaría mucho seguir en contacto con usted, y si quiere trataré de enviarle por correo urgente la grabación fonográfica y la piedra negra (tan desgastada está que apenas podrá ver algo en las fotografías). Y digo «trataré», porque creo que estas criaturas se las arreglan para enterarse de cuanto aquí sucede. En una granja próxima al pueblo hay un tipo llamado Brown, de siniestra catadura y peor talante, que creo es un espía suyo. Poco a poco tratan de incomunicarme con el mundo porque sé demasiado acerca de ellos.

Se sirven de los más increíbles medios para enterarse de todo lo que hago. Es posible que ni siquiera esta carta llegue a sus manos. Creo que lo mejor sería que abandonara esta parte del país y me fuera a vivir en compañía de mi hijo a San Diego, en California, si las cosas se ponen peor, pero no es nada fácil abandonar el lugar en que uno ha nacido y donde ha vivido su familia durante seis generaciones. Y, además, difícilmente me atrevería a vender esta casa a nadie ahora que esas criaturas se han fijado en ella. Al parecer, tratan de recuperar la piedra negra y destruir la grabación fonográfica, pero no lo conseguirán mientras yo pueda evitarlo. De momento, mis perros policía los mantienen a raya, pues todavía son pocos y aún no se mueven bien por estos parajes. Como he dicho, sus alas no sirven de mucho cuando se trata de vuelos cortos sobre la tierra. Estoy a punto de descifrar la piedra —todo apunta a terribles revelaciones— y creo que con los conocimientos que usted posee del folklore tradicional podría ayudarme a encontrar los eslabones perdidos. Supongo que está perfectamente enterado de los espeluznantes mitos anteriores a la aparición del hombre sobre la tierra —los ciclos de Yog-Sothoth y Cthulhu— a los que se alude en el Necronomicón. En cierta ocasión tuve acceso a un ejemplar del libro, y según tengo entendido usted posee otro y lo guarda encerrado bajo siete llaves en la biblioteca de su universidad.

Para terminar, Mr. Wilmarth, creo que dados nuestros estudios podemos sernos muy útiles el uno al otro. No quiero que usted corra ningún peligro, y creo estar en la obligación de advertirle que la posesión de la piedra y de la grabación entraña ciertos riesgos, pero estoy seguro de que usted no dudará en arrostrarlos en aras de la ciencia. Si me autoriza a mandarle algo se lo acercaré en coche hasta Newfane o Brattleboro, pues confío más en las estafetas de correos de allí. Le diré que vivo solo, pues ya no puedo tener a nadie a mi servicio. No quieren quedarse debido a los seres que tratan de acercarse a casa por las noches y que hacen que los perros no cesen de ladrar. Me alegro de no haber ahondado en mis pesquisas mientras vivía mi mujer, pues se habría vuelto loca con todo esto.

Confiando no haberle importunado en exceso y que usted decida seguir en comunicación conmigo en lugar de arrojar la carta a la papelera por creerla el desvarío de un loco,

Queda atentamente suyo,

Henry W. Akeley.

P. D. Estoy sacando más copias de algunas fotografías hechas por mí y que creo pueden contribuir a demostrar varios de los extremos aquí mencionados. Los ancianos del lugar creen que se trata de algo tremendamente verídico. Se las enviaré inmediatamente si le parece bien.

H.W.A.

Seria difícil describir mis sentimientos tras la primera lectura de tan extraño testimonio. Lo normal habría sido que me hubiera reído más de tamañas incoherencias que de otras teorías mucho más plausibles que movieron a la hilaridad, pero había algo en el tono de aquélla carta que me indujo a considerarla con paradójica seriedad. No es que creyera ni por un instante en la oculta raza procedente de las estrellas de la que hablaba mi corresponsal; pero lo cierto es que, después de algunas serias dudas en un primer momento, llegué sorprendentemente a convencerme de su cordura y sinceridad, inclinándome a creer que su autor se había enfrentado con algún fenómeno real, aunque singular y anormal, que no acertaba a explicar si no era recurriendo a la imaginación. Estaba seguro de que la verdad distaba mucho de lo que me decía mi comunicante, pero por otro lado quizá mereciera la pena investigar qué es lo que había detrás de todo aquello. Aquel hombre parecía tremendamente excitado y alarmado por algo, pero resultaba difícil pensar que su actitud era injustificada. En ciertos aspectos, era tan puntual y lógico... Y, después de todo, su historia encajaba increíblemente bien con ciertos mitos antiguos... incluso con las más inverosímiles leyendas indias.

Que hubiese realmente alcanzado a oír voces nada tranquilizadoras en las montañas y que hubiese en verdad encontrado la piedra negra de la que hablaba, entraba dentro de lo posible a pesar de sus descabelladas elucubraciones..., elucubraciones que le debió sugerir el hombre del que se decía era un espía de aquellos serés extraterrestres y que, posteriormente, puso fin a su vida. Era fácil deducir que este hombre debía estar loco de atar, pero probablemente le quedara una yeta de perversa lógica aparente que hizo que el ingenuo de Akeley —ya de por si predispuesto a tales cosas por sus estudios sobre el folklore— creyera aquella historia. En cuanto a los últimos acontecimientos, en concreto a la imposibilidad de tener a nadie a su servicio, parecía que los modestos y sencillos vecinos de Akeley estaban tan convencidos como él de que su casa era asediada por algo siniestro durante la noche. Que los perros ladraban era algo que no podía ponerse en duda.

Y luego estaba la cuestión de la grabación fonográfica, que no pude sino creer que la había obtenido tal como dijo. Tenía que tratarse de algo, pero no sabría decir qué: o ruidos animales que engañosamente recordaban el lenguaje humano, o el habla de algún ser humano oculto y al acecho al caer la noche, postrado en un estado no muy por encima del de los animales inferiores. De la grabación mi pensamiento pasó a los jeroglíficos de la piedra negra y a especular acerca de cuál podría ser su posible significado. Y, por otro lado, estaban las fotografías que Akeley hablaba de enviarme y que tan convincentemente los ancianos del lugar encontraban espeluznantes.

Mientras releía aquella ilegible carta, pensé más que nunca que mis crédulos adversarios podían estar más en lo cierto de lo que yo había admitido en un primer momento. Después de todo, aquellas montañas por las que se rehuía el paso podían ser el reducto de seres extraños y quizá con deformidades hereditarias, aun cuando no hubiese ninguna raza de monstruos nacidos en estrellas tal como pretendía la tradición. En tal supuesto, no resultaría del todo descabellada la presencia de cuerpos extraños en los ríos desbordados. ¿Acaso era excesivamente descabellado suponer que tanto las antiguas leyendas como los recientes relatos descansaban sobre un fundamento real? Pero incluso albergando tales dudas me sentí avergonzado de que tan grotesca muestra de incoherencia como era la increíble carta de Henry Akeley hubiera podido suscitarías.

Al final, contesté la carta de Akeley, adoptando un tono de cordial interés y solicitando información más detallada. Su respuesta me llegó casi a vuelta de correo, y en ella incluía, tal como me había prometido, una serie de instantáneas de escenas y objetos ilustrativos de lo que tenía que contarme. Eché una mirada a las fotografías al tiempo de sacarlas del sobre y experimenté la extraña sensación de espanto que se siente ante la inmediatez de lo prohibido, pues, a pesar de lo borrosas que estaban la mayoría de ellas, poseían un endiablado poder de sugestión, intensificado además por el hecho de tratarse de auténticas fotografías: verdaderos eslabones ópticos de lo que reproducían, y el producto de un proceso de transmisión impersonal sin sombra alguna de prejuicios, falibilidad ni falsedad.

Cuanto más las miraba, más me convencía de que no me había equivocado al tomar en serio a Akeley y su historia. Desde luego, aquellas fotografías aportaban pruebas concluyentes de que en las montañas de Vermont había algo que, cuando menos, estaba fuera del alcance de nuestros conocimientos y creencias. Lo peor de todo eran las huellas de pisadas: una instantánea tomada en un lugar donde relucía el sol, en un sendero totalmente enfangado en medio de una desierta altiplanicie. Una sola mirada me bastó para cerciorarme de que allí no había trucaje alguno, pues los guijarros y briznas de hierba nítidamente perfilados que se apreciaban en el campo de visión eran la mejor garantía de la corrección de la escala y hacían imposible cualquier intento de doble exposición trucada. Por darle un nombre lo califiqué de «pisada», pero creo que sería más exacto decir «huella de zarpa». Aún hoy me resulta difícil intentar describirla, y lo único que puedo decir es que era algo horrible, de rasgos similares a los cangrejos, y que no sabría precisar qué dirección seguía. No era una huella muy profunda ni reciente, pero su tamaño era aproximadamente el del pie de un hombre de estatura normal. A partir de un rastro central, se proyectaban en direcciones opuestas varios pares de pinzas dentadas; algo de todo punto desconcertante, si es que, como parecía, aquello era exclusivamente un órgano de locomoción.

Otra de las fotografías —sin duda una instantánea tomada con muy poca luz— mostraba la boca de una cueva en un terreno muy frondoso, con una piedra esférica obstruyendo la abertura. En la superficie pelada que había justo delante podía distinguirse perfectamente una densa red de extrañas huellas, y al examinar la fotografía con una lupa comprobé con cierto desasosiego que eran similares a las de la otra instantánea. Una tercera fotografía mostraba un circulo de estilo druídico de piedras levantadas en las cumbres de una desolada montaña. En torno al críptico circulo la hierba estaba muy aplastada y arrancada, si bien no pude detectar ninguna pisada, m siquiera con ayuda de la lente. Se advertía fácilmente que se trataba de un lugar perdido en el auténtico mar de deshabitadas montañas que se divisaba en segundo plano y se perdían en un horizonte neblinoso.

Pero si la más espeluznante de todas las fotografías era aquella en que se veía la pisada, la más sugerente sin duda era la de la gran piedra negra encontrada en los bosques de Round Hill. Akeley la había fotografiado desde lo que debía ser su mesa de trabajo, pues podían verse hileras de libros y un busto de Milton en segundo término. A lo que parecía, la cámara había enfocado verticalmente la imagen con una superficie algo curvado e irregular de uno por dos pies, pero decir algo más preciso sobre aquella superficie, o sobre el aspecto general de la piedra entera, casi excede los límites del lenguaje. Ni siquiera podía imaginar los rarísimos principios geométricos en que se habían inspirado para su corte —pues no cabía duda de que se trataba de un corte artificial—, ya que jamás había visto nada tan extraño e inequívocamente ajeno a este mundo. Apenas pude distinguir alguno de los jeroglíficos esculpidos en la superficie, pero uno o dos de los que vi me dejaron atónito. Claro que muy bien podía tratarse de una falsificación, pues yo no era la única persona que había leído el monstruoso y abominable Necromonicón del árabe loco Abdul Alhazred. Con todo, me hizo estremecerme al reconocer ciertos ideogramas que mis estudios me habían enseñado a poner en relación con los misterios más espeluznantes e implacables de seres que habían tenido una semiexistencia descabellada antes de formarse la tierra y los otros planetas del sistema solar.

De las cinco fotografías restantes, tres eran de terrenos pantanosos y montañosos que parecían evidenciar huellas de ocultos y perniciosos moradores. En otra se veía una extraña huella en el suelo, muy cerca de la casa de Akeley, que, según decía éste, había fotografiado de mañana tras una noche en que los perros habían ladrado con mayor intensidad que de costumbre. Estaba muy borrosa, y difícilmente podían extraerse conclusiones de ella, pero tenía un detestable parecido con aquella otra huella de pie o zarpa fotografiada en la desierta altiplanicie. En la última fotografía se veía la casa de Akeley; una preciosa casa de blanca fachada con dos pisos y una buhardilla, construida haría algo más de un siglo, y con un césped bien cuidado y una vereda bordeada de piedras que conducía a una puerta de estilo georgiano labrada con exquisito gusto. En el césped había varios perros policía de gran tamaño, tendidos junto a un hombre de aspecto agradable con una barba gris recién cortada que debía ser el propio Akeley —fotógrafo de sí mismo a juzgar por la perilla conectada a un tubo que empuñaba en su mano derecha.

De las fotografías pasé a la extensa y apretujada carta, sumiéndome durante las tres horas siguientes en un abismo de inexpresable horror. Aquello que Akeley no había hecho sino esbozar someramente en su anterior carta, lo describía ahora con todo lujo de detalles, ofreciendo largas transcripciones de palabras oídas en los bosques durante la noche, largas descripciones de monstruosas formas rosáceas avistadas en medio de la frondosa espesura al caer la noche sobre las montañas, y una terrible narración cósmica derivada de la aplicación de una profunda y diversificada erudición a los interminables discursos de antaño del demente y fingido espía que acabó suicidándose. Me encontré ante nombres y voces que había oído en otros lugares relacionados con los más espantosos que cabe imaginar —Yuggoth, Gran Cthulhu, Tsathoggna, Yog-Sothoth, R’lyeh, Nyarlathotep, Azathoth, Hastur, Yian, Leng, el Lago de Hali, Bethmoora, la Señal Amarilla, L’mur-Kathulos, Bran y el Magnum Innominandum—, y me vi transportado a través de infinitos eones e inconcebibles dimensiones a mundos antiguos y exteriores que el demente autor del Necronomicón no había sino empezado a intuir. Allí se me hablaba de los pozos de vida primigenia, de los ríos que descendían de aquel manantial y, finalmente, del riachuelo que, procedente de uno de aquellos ríos, se había fundido inextricablemente con los destinos de nuestro planeta.

Mi cerebro era un torbellino que no cesaba de dar vueltas, y si antes había intentado encontrar una explicación a las cosas, ahora empezaba a creer en los más anormales y fantásticos prodigios. Las pruebas eran abrumadoras y aplastantes, y la fría y científica actitud de Akeley —una actitud que distaba siglos de lo demencial, fanático, histérico y hasta de lo gratuitamente especulativo—, tuvo un tremendo impacto sobre mis facultades críticas. Cuando acabé de leer aquella espantosa carta pude comprender los temores que Akeley había llegado a albergar, y me dispuse a hacer lo que estuviera en mis manos para mantener alejada a la gente de aquellas despobladas y encantadas montañas. Incluso hoy, cuando el transcurso del tiempo ha mitigado la impresión experimentada y me ha hecho replantearme mis acciones y horribles dudas, hay cosas de aquella carta de Akeley que no me atrevería a mencionar, ni siquiera expresándolas en palabras sobre el papel. Casi me alegro de que hayan desaparecido la carta, la grabación y las fotografías... y sólo deseo, por razones que no. tardaré en explicar, que no llegue a descubrirse el nuevo planeta allende Neptuno.

Tras la lectura de aquella carta, puse fin definitivamente a mis polémicas sobre los horrores de Vermont. Las argumentaciones de mis contrarios quedaron sin respuesta o postergadas tras algunas disculpas, y con el tiempo la controversia cayó en el olvido. Durante los últimos días de mayo y a todo lo largo de junio mantuve una correspondencia ininterrumpida con Akeley, si bien, debido a que de vez en cuando se extraviaba una carta, teníamos que volver sobre nuestros pasos y efectuar una ingente labor de reproducción. Lo que hacíamos, en términos generales, era comparar nuestras notas en los puntos oscuros de la mitología con el fin de llegar a establecer una precisa correlación de los horrores de Vermont con el corpus general de leyendas primitivas de todo el universo.

De entrada, acordamos prácticamente que aquellas morbosidades y el infernal Mi-Go de las cumbres de Himalaya pertenecían a la misma categoría de monstruosidades encarnadas. Hicimos también interesantísimas conjeturas de carácter zoológico que me habría gustado consultar a mi colega universitario, el profesor Dexter, de no mediar la tajante orden de Akeley de no hacer partícipe a nadie, fuera de nosotros, de lo que sucedía. Si desobedezco ahora esa orden, es porque creo que en el actual estado de cosas una advertencia acerca de aquellas remotas montañas de Vermont —y de aquellas cumbres del Himalaya que algunos intrépidos exploradores cada vez están más empeñados en escalar.— puede favorecer más a la seguridad pública que el guardar silencio. Algo concreto que estábamos a punto de desentrañar era el desciframiento de los jeroglíficos de aquella ignominiosa piedra negra: algo que muy bien podría hacernos entrar en posesión de secretos más arcanos y más asombrosos que cualesquiera otros hasta entonces conocidos por el hombre.

<p>III</p>

Hacia finales de junio llegó la grabación fonográfica, remitida desde Brattleboro, pues Akeley no confiaba en la seguridad que pudiera ofrecer el ramal que discurría al norte de dicha ciudad. Empezaba a tener cada vez más sospechas de que era espiado, sensación ésta que se agravó debido a la pérdida de algunas cartas, y hablaba continuamente acerca de las insidias de ciertas personas a las que consideraba instrumentos y agentes de los seres ocultos. De quien más sospechas albergaba era del desabrido granjero Walter Brown, que vivía solo en una ruinosa vivienda de la ladera que daba a los frondosos bosques y que era visto a menudo haraganeando por las esquinas de Brattleboro, Bellows Falls, Newfane y South Londonderry, del modo más inexplicable y sin razón aparente alguna. Akeley estaba convencido de que la voz de Brown era una de las que en cierta ocasión oyó en el curso de una horripilante conversación; además, en otro momento vio una huella de pisada o de zarpa en los aledaños de la casa de Brown, lo que juzgó un siniestro presagio. Curiosamente, cerca de ella había huellas de pisadas de Brown... pisadas enderezadas hacia la casa.

Así pues, la grabación fue echada al correo en Brattleboro, a donde la llevó Akeley tras conducir su Ford a lo largo de las solitarias carreteras secundarias de Vermont. En la nota que acompañaba a la grabación, confesaba que empezaba a tener miedo de aquellas carreteras, y que ni siquiera se atrevía a ir a Townshend a hacer compras si no era a plena luz del día. Era peligroso, repetía una y otra vez, saber demasiado, a menos que uno se encontrara a remota distancia de aquellas silenciosas y siniestras montañas. Pensaba trasladarse lo antes posible a California a vivir con su hijo, por muy duro que resultara abandonar el lugar donde se centraban todos sus recuerdos y sentimientos ancestrales.

Antes de poner la grabación en el aparato que pedí prestado al Rectorado de la Universidad, repasé cuidadosamente todas las explicaciones aparecidas en las diversas cartas de Akeley. La grabación, decía, fue obtenida hacia la una de la mañana del 1 de mayo de 1915, cerca de la boca cerrada de una gruta en la frondosa vertiente occidental de Dark Mountain, justo encima de los terrenos pantanosos de Lee. De siempre, el lugar había estado extrañamente plagado de curiosas voces, siendo éste el motivo de que hubiese llevado hasta allí el fonógrafo, el dictáfono y unos cilindros para grabar en espera de obtener resultados positivos. Anteriores experiencias le habían inducido a confiar en que la Víspera de Mayo —la horrible noche del Sabbat de las leyendas esotéricas europeas— sería con toda probabilidad una fecha mucho más fructífera que cualquier otra... y, efectivamente, no quedó decepcionado de su elección. Ahora bien, era de destacar que en adelante jamás volvió a oft voces en aquel lugar.

Al contrario que la mayoría de las voces oídas en el bosque, la sustancia de la grabación era casi ritual y contenía una voz innegablemente humana, si bien Akeley no lograba identificarla. Desde luego, no era la de Brown; más bien parecía corresponder a un hombre con mayor nivel de educación. La segunda voz, empero, constituía un auténtico enigma, pues se trataba de un maldito susurro que no guardaba la menor semejanza con el lenguaje humano, a pesar de expresarse con palabras que denotaban un excelente inglés y un acento académico.

El fonógrafo y el dictáfono no debieron funcionar por igual a lo largo de toda la grabación, y naturalmente ello representaba un gran inconveniente debido a la lejana y encubierta naturaleza del ritual, por lo que el registro de las voces era en realidad muy fragmentario. Akeley me había facilitado una transcripción de lo que él creía eran las palabras pronunciadas, y volví a repasaría mientras me disponía a escuchar el aparato. El texto tenía más de tenebroso y enigmático que de decididamente horrible, aunque el conocimiento de su origen y procedimiento de reproducción le infundía un halo de horror superior a cualquier palabra que pudiera pronunciarse. Trataré de reproducirlo aquí en su integridad en la medida que lo recuerde, aun cuando estoy convencido de que me lo sé de memoria, no sólo por la lectura de la transcripción, sino por haber escuchado la grabación infinidad de veces. ¡No es algo que uno pueda olvidar fácilmente!

(Sonidos irreconocibles.)

(Una voz humana, masculina, culta.)

...es el Señor de los Bosques, incluso para... y los presentes de los hombres de Leng... por lo que desde los abismos de la noche hasta las vorágines del espacio, y desde las vorágines del espacio hasta los abismos de la noche, siempre las alabanzas al Gran Cthulhu, a Tsathoggua y a Aquel que no puede ser Nombrado. Siempre Sus alabanzas, y abundancia para el Chivo Negro de los Bosques. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡El Cabrón Negro de las Mil Crías!

(Una imitación susurrante del lenguaje humano.)

¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡El Cabrón Negro de las Mil Crías!

(Voz humana.)

Y he aquí que el Señor de los Bosques, siendo... siete y nueve, descendió los peldaños del ónix... le (tri) buta a El en la Vorágine, Azathoth, Aquel de Quien Tú nos has enseñado marav (illas)... sobre las alas de la noche muy lejos del espacio, muy lejos del... a Aquel de quien Yuggoth es el benjamín, girando solo en el negro éter del círculo exterior...

(Voz susurrante.)

... ir entre los hombres y encontrar las formas de hacerlo, que Aquel que está en la Vorágine debe conocer. A Nyarlathotep, Poderoso Mensajero, debe dársele cuenta de todo. Y El tomará la apariencia de los hombres, con la máscara de cera y la indumentaria que oculta, y descenderá del mundo de los Siete Soles para burlar...

(Voz humana.)

(Nyarl) athotep, Gran Mensajero, portador de singular alegría a Yuggoth a través del vacío, Padre del Millón de Privilegiados, Cazador al Acecho entre...

(Interrupción del diálogo por llegarse al final de la grabación.)

Tales fueron las palabras que me preparé a escuchar cuando puse en marcha el fonógrafo. Confieso que un cierto temor y renuncia me embargaban cuando apreté la palanca y oi el rasgar de la punta de zafiro en los primeros surcos, pero experimenté una sensación de alivio al comprobar que las primeras débiles y fragmentarías palabras procedían de una voz humana: una voz suave y educada, con un ligero acento bostoniano, y que en cualquier caso no era de nadie que procediese de la región montañosa de Vermont. Mientras escuchaba aquellas exasperantes y tenues voces, el diálogo me pareció no diferir en nada de la transcripción que tan escrupulosamente había hecho Akeley. Y aquella suave voz bostoniana salmodiaba... «¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡El Cabrón Negro de las Mil Crías!...

Y entonces oí la otra voz. Aún hoy siento un estremecimiento retrospectivo cuando pienso en la tremenda impresión que me causó, aun cuando ya estaba sobre aviso por lo que me había dicho Akeley. Aquellos a quienes posteriormente he descrito la grabación afirman no hallar en ella sino una burda patraña o la mejor prueba de un estado de locura, pero estoy convencido de que pensarían de forma diferente si hubieran oído la maldita grabación o leído el grueso de la correspondencia de Akeley (sobre todo, esa terrible y enciclopédica segunda carta). Después de todo, es una verdadera lástima que no me atreviera a desobedecer a Akeley y les dejara escuchar la grabación a otros... y no menos lástima es, asimismo, que todas sus cartas se perdieran. A mí, que tenía una impresión de primera mano de los sonidos reales y que era conocedor del trasfondo y de las circunstancias en que se efectuó la grabación, aquella voz me pareció algo monstruoso. Siguió inmediatamente a la voz humana en ritual respuesta, pero tuve la sensación de que era un morboso eco que se reproducía a través de insondables abismos en inimaginables infiernos exteriores. Hace ya más de dos años que escuché por última vez aquel espeluznante cilindro de cera, pero aún hoy, y estoy convencido de que en cualquier otro momento, puedo percibir en mis oídos aquel tenue y diabólico susurro, tal como alcancé a escucharlo por vez primera:

«¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡El Cabrón Negro de las Mil Crías!»

Pero aunque aquella voz no abandona mis oídos, no he logrado aún analizarla lo suficientemente bien como para dar una descripción gráfica de ella. Era como el zumbido de algún repugnante y gigantesco insecto transformado tediosamente en el lenguaje articulado de una rara especie, y estoy plenamente convencido de que los órganos que lo producían no guardaban la menor semejanza con los órganos vocales del hombre, ni incluso con ninguno de los mamíferos conocidos. Tenía ciertas peculiaridades de timbre, duración y armonía que hacían de este fenómeno algo totalmente ajeno a lo propiamente humano y a la vida terrenal misma. Nada más captarlo mis oídos aquella primera vez casi quedé aturdido, por lo que el resto de la grabación la oí sumido en una especie de inconsciente letargo. Al llegar el párrafo más largo de la voz susurrante, se intensificó en extremo aquella sensación de implacable infinitud que tanto me chocó al oír el precedente y más breve párrafo. Al final, la grabación terminaba bruscamente, en el momento en que se oía con desacostumbrada claridad la voz humana de acento bostoniano... pero yo seguí sentado con la mirada absurdamente perdida hasta mucho después de detenerse automáticamente el aparato.

Huelga decir que escuché muchas más veces aquella increíble grabación, y que hice exhaustivos intentos para analizarla y comentarla tras comparar mis notas con las de Akeley. Sería inútil y alarmista repetir aquí todo lo que sacamos en conclusión, pero puedo adelantar que creíamos haber dado con una pista del origen de algunas de las más genuinas y repulsivas costumbres de las antiguas y crípticas religiones de la humanidad. Nos parecía, asimismo, evidente que había vínculos antiguos y complejos entre aquellos misteriosos seres extraterrestres y determinados representantes de la raza humana. Hasta dónde llegaban estos vínculos y hasta qué punto puede compararse su actual estado con el de épocas anteriores, no nos atrevíamos a conjeturar, pero en cualquier caso daban pie a un sinfín de escalofriantes especulaciones. Parecía haber una horrorosa e inmemorial relación en determinados períodos entre el hombre y el infinito desconocido. Todo indicaba que los espantosos seres que aparecieron sobre la tierra procedían del misterioso planeta Yuggoth, en los confines del sistema solar, pero no eran sino la vanguardia de una espantosa raza extraterrestre cuyo origen último debe radicar incluso mucho más allá del continuo espacio-tiempo einsteniano o mayor cosmos conocido.

Entretanto, seguíamos hablando de la piedra negra y de cuál seria la mejor forma de enviarla a Arkham, pues Akeley no estimaba aconsejable que fuera yo a visitarle al escenario mismo de sus alucinantes investigaciones. Por una u otra razón, temía que fuera transportada siguiendo una ruta ordinaria o convencional. Finalmente, decidió que lo mejor sería llevarla campo a través hasta Bellows Falís, y allí enviarla en el ferrocarril de Boston y Maine a través de Keene, Winchendon y Fitchburg, aunque ello significaba tener que conducir por caminos de montaña más solitarios y más rodeados de bosques que la carretera principal que conducía a Brattleboro. Dijo haber visto a un hombre merodeando por la oficina de correos de Brattleboro cuando envió la grabación fonográfica, cuyo aspecto y movimientos no eran nada tranquilizadores. Aquel hombre parecía tener un gran interés en hablar con los empleados de correos, y tomó el tren en que iba la grabación. Akeley confesó que no se había sentido del todo tranquilo hasta que no recibió noticias mías diciéndole que la grabación estaba a buen recaudo.

Por aquellos días —corría la segunda semana de julio— se extravió otra carta mía, según me enteré por una comunicación de Akeley que evidenciaba cierto desasosiego. A raíz de aquello, me dijo que no volviera a escribirle a Townshend y que enviase todas mis cartas a la Lista de Correos de Brattleboro, adonde hacía frecuentes visitas bien en su coche o en un autobús de la línea regular que se había hecho cargo últimamente del servicio de transporte de viajeros que venía prestando el lento ramal de ferrocarril. Me di perfecta cuenta de que su ansiedad iba en aumento, pues entraba en pormenorizado detalle al hablar sobre los ladridos cada vez mayores de los perros en las noches sin luna y las frescas huellas de zarpas que a veces encontraba al amanecer en el camino y en el barro que se formaba en la parte posterior del corral. En cierta ocasión me habló de todo un ejército de pisadas de perros, y para demostrarlo me enviaba una repulsiva e inquietante instantánea kodak. La foto fue tomada a raíz de una noche en que los perros se habían superado a sí mismos en sus aullidos y ladridos.

La mañana del miércoles, 18 de julio, recibí un telegrama de Bellows Falls, en el que Akeley me comunicaba el envío de la piedra negra en el tren núm. 5.508 de la compañía B. amp; M., que salía de Bellows Falís a las 12,15 y tenía anunciada su llegada a la estación del Norte de Boston a las 16,12. Calculé que llegaría a Arkham para las 12 de la mañana del día siguiente, por lo que permanecí allí toda la mañana del jueves hasta que llegara. Pero viendo que daban las 12 y no llegaba nada, llamé por teléfono a la oficina de correos donde me informaron que no se había recibido ningún envío a mi nombre. A renglón seguido, y en medio de una creciente alarma, puse una conferencia al factor de correos de la estación del Norte de Boston... y apenas me sorprendió enterarme de que no aparecía ningún envío a mi nombre. El tren núm. 5.508 había llegado con sólo 35 minutos de retraso el día anterior, pero en él no había ningún paquete para mí. Con todo, el factor me prometió realizar una investigación para ver si aparecía. El día concluyó con una carta que le envié a Akeley por la noche en la que le daba cuenta del estado de la situación.

A la tarde siguiente llegó, con encomiable prontitud, un informe de la oficina de Boston; el factor me telefoneó en cuanto se informó al respecto. Al parecer, el empleado de servicio en el tren núm. 5.508 recordaba un incidente que tal vez tuviera que ver con la pérdida de mi paquete: una discusión con un hombre de voz muy extraña, aspecto campesino, de contextura delgada y con el pelo de color arena, mientras el tren estaba estacionado en Keene, New Hampshire, poco después de la una de la tarde.

El hombre en cuestión, siguió diciendo el empleado, se hallaba muy excitado a propósito de una pesada caja que aguardaba, pero que no estaba en el tren ni figuraba en los libros de la compañía. Decía llamarse Stanley Adams, y tenía un tono de voz tan extrañamente pastoso y monótono que el empleado se quedó aturdido y adormecido mientras la escuchaba. El empleado no podía recordar el final de la conversación, aunque sí que se despertó al tiempo que el tren volvía a ponerse en marcha. El factor de Boston añadió que aquel empleado era un joven de una probidad y confianza a toda prueba, de buenos antecedentes y con mucho tiempo de servicio en la compañía.

Aquella misma tarde me fui a Boston a entrevistarme con el empleado en cuestión, tras obtener su nombre y dirección en la oficina. Era un tipo abierto y simpático, pero no tardé en comprender que nada nuevo podía añadir a lo ya dicho. Por raro que parezca, ni siquiera estaba seguro de poder identificar al extraño que le hizo la pregunta. Tras darme cuenta de que no tenía más que decir, regresé a Arkham y me pasé la noche entera escribiendo cartas a Akeley, a la compañía de transportes, a la comisaría de policía y al factor de la estación de Keene. A mi juicio, ese hombre de singular voz que tan extrañamente había afectado al empleado debía desempeñar un papel fundamental en todo aquel desagradable asunto, y esperaba que los empleados de la estación de Keene y los archivos de la oficina de telégrafos pudieran decirme algo acerca de su persona y de los motivos que le impulsaron a preguntar cuando y donde lo hizo.

Debo admitir, empero, que todas mis investigaciones resultaron infructuosas. Al hombre de la voz rara se le había visto efectivamente en las inmediaciones de la estación de Keene a primeras horas de la tarde del 18 de julio, y un viajero le asociaba vagamente con una pesada caja, pero era alguien completamente desconocido para él y no había vuelto a verle desde entonces. El desconocido no había pasado por la oficina de telégrafos ni recibido ningún mensaje, y a la oficina no había llegado ningún telegrama que pudiera relacionarse con la presencia de la piedra negra en el tren núm. 5.508. Naturalmente, Akeley colaboró conmigo en las investigaciones, y hasta se desplazó a Keene para interrogar al personal de servicio en la estación, pero su actitud era más fatalista que la mía. Para él, la pérdida de la caja era el síntoma inconfundible de algo portentoso y amenazador que nada bueno presagiaba, y no tenía la menor esperanza de recuperarla. Hablaba de los indudables poderes telepáticos e hipnóticos de los seres de las montañas y de sus intermediarios, y en una carta expresaba su convencimiento de que la piedra no se encontraba ya en nuestro planeta. Por mí parte, estaba enfurecido y con razón, pues me había hecho a la idea de que al menos se me presentaba una oportunidad para enterarme de cosas profundas y sorprendentes sobre los antiguos e indescifrables jeroglíficos. Aquello me habría dejado mal gusto por algún tiempo de no ser porque las cartas que seguía recibiendo de Akeley hicieron que el horrible problema de la montaña entrara en una nueva fase que acaparó inmediatamente toda mi atención.

<p>IV</p>

Los seres desconocidos, me escribía Akeley con una caligrafía cada vez más temblorosa, habían empezado a montar un cerco en torno a él con una determinación totalmente nueva. Los ladridos nocturnos de los perros cuando no había luna o apenas brillaba se habían vuelto espantosos, y ya se habrían producido intentos de atacarle en las solitarias carreteras por las que transitaba durante el día. El 2 de agosto, cuando se dirigía al pueblo en su coche, se encontró un tronco de árbol en medio del camino en un lugar en que la carretera discurría por entre una frondosa arboleda; los furiosos ladridos de los dos grandes perros que le acompañaban le indicaron muy a las claras que alguno de aquellos seres debía estar merodeando por allí. No quería ni pensar lo que hubiese sucedido de no ser por los perros..., así que en lo sucesivo no se atrevió a salir más sin dos ejemplares cuando menos de su fiel y poderosa jauría. Tuvo otros incidentes en la carretera los días 5 y 6 del mismo mes. En una ocasión un proyectil le pasó rozando el coche, y en otra los ladridos de los perros le advirtieron de peligros ocultos en el bosque.

El 15 de agosto recibí una desesperada carta que me intranquilizó mucho, hasta el punto de hacerme desear que Akeley dejase a un lado su pertinaz reticencia y acudiese a la justicia en busca de ayuda. En la noche del 12 al 13 se habían producido unos espantosos hechos: se oyeron varios disparos en el exterior de la granja, y tres de los doce grandes perros fueron encontrados muertos a la mañana siguiente. Por minadas se contaban las huellas de zarpas que había en el camino, y entre ellas podían verse las huellas humanas de Walter Brown. Akeley intentó telefonear a Brattleboro para que le enviasen más perros, pero la comunicación se cortó al poco de empezar a hablar. Posteriormente, se fue en coche a Brattleboro, en donde se enteró de que los instaladores de líneas telefónicas habían encontrado el cable principal cortado con suma limpieza en un lugar de las despobladas montañas al norte de Newfane. Pero Akeley se disponía a regresar a casa con cuatro nuevos y excelentes perros y varias cajas de munición para su rifle de repetición de gran calibre. La carta, escrita en la oficina de correos de Brattleboro, llegó a mis manos sin ningún retraso.

Mi actitud respecto a todo aquello había pasado en poco tiempo de un interés científico a otro personal y alarmista. Temía por Akeley en su remota y solitaria granja, e incluso albergaba temores por mi mismo a causa de todo lo que sabía en relación con el extraño caso de la montaña. Aquello trascendía toda lógica. ¿Acabaría también por absorberme y engullirme a mí? Al contestar a la carta de Akeley, le insté a que buscara ayuda, insinuándole que si no lo hacía él podría intentarlo yo. Le hablé de mi intención de ir a Vermont en persona a pesar de sus deseos en contra, y de ayudarle a explicar el caso a las autoridades competentes. Por toda contestación, empero, recibí un telegrama expedido en Bellows Falls y que decía así:

AGRADEZCO SU ATENCION PERO NO PUEDO HACER NADA. NO HAGA NADA PUES PODRIA PERJUDICARNOS A AMBOS. ESPERE EXPLICACION. HENRY AKELY.

Pero el asunto se complicaba cada vez más. Tras contestar al telegrama, recibí una temblorosa nota de Akeley con la sorprendente noticia de que no sólo no había enviado el telegrama, sino que no le había llegado mi carta a la que aquél daba contestación. Tras apresuradas indagaciones en Bellows Falís se comprobó que el telegrama fue cursado por un extraño individuo de cabello color terroso y voz curiosamente pastosa y susurrante, y eso fue prácticamente todo lo que Akeley pudo sacar en claro. El funcionario de telégrafos le enseñó el texto original garrapateado a lápiz por el remitente, pero la caligrafía resultaba completamente desconocida. Se apreciaba un error en la firma A-K-E-L-Y, sin la segunda E. Ciertas conjeturas eran, inevitables a partir de ahí, pero la crisis le había afectado de tal forma que no se paró a meditar al respecto.

Hablaba de la muerte de más perros, de la compra de otros nuevos, y del cruce de disparos que había acabado siendo una nota peculiar de las noches sin luna. Las huellas de Brown y de al menos uno o dos seres humanos más, que iban calzados, podían verse casi siempre entre las huellas de zarpas que había en el camino y en la parte trasera de la granja. La situación, reconocía Akeley, se había vuelto insoportable, y lo más probable es que muy pronto se marchara a vivir a California con su hijo, vendiera o no la vieja casa. Pero no resultaba nada fácil abandonar el único lugar que uno podía considerar realmente su hogar. Trataría de seguir allí algo más. Tal vez consiguiera ahuyentar a los intrusos.., sobre todo si abandonaba de una vez por todas cualquier intento de profundizar en sus secretos.

Contesté inmediatamente a Akeley, renovándole mis ofrecimientos de ayuda, y le hablé de nuevo de visitarle y ayudarle a convencer a las autoridades del extremo peligro que corría. En su respuesta parecía menos predispuesto contra el plan de lo que su anterior actitud habría hecho suponer, aunque dijo que le gustaría aplazar su salida unos días más... justo el tiempo suficiente para poner en orden sus cosas y hacerse a la idea de que tenía que abandonar el casi morbosamente querido suelo natal. La gente albergaba sospechas sobre sus estudios e investigaciones, y lo mejor sería salir sin ruido de la comarca, sin provocar alborotos ni que empezaran a circular rumores sobre su salud mental. Habla pasado mucho, afirmaba, pero querría marcharse de un modo digno a ser posible.

La carta llegó a mis manos el 28 de agosto, e inmediatamente le escribí y eché al correo una carta de contestación animándole en sus proyectos. A lo que se vio, mis palabras de ánimo surtieron efecto, pues Akeley parecía más tranquilo cuando contestó mi nota. No obstante, no se hacía muchas ilusiones pues creía que lo único que retenía a aquellas criaturas era que habla luna llena. Confiaba que no hubiese muchas noches nubladas, y de pasada hablaba de irse a vivir a una pensión a Brattleboro cuando la luna empezara a menguar. Volví a escribirle en tono animoso, pero el 5 de septiembre me llegó una carta que sin duda debió cruzarse con la mía en el correo... y esta vez sí que me fue imposible darle ninguna respuesta alentadora. En vista de su importancia creo que lo mejor será transcribirla íntegramente, todo lo mejor que mi memoria me permita recordar aquella temblorosa letra. Poco más o menos, decía así:

Lunes

Querido Wilmarth:

Una postdata harto desoladora a mi última carta. Anoche el cielo estaba plagado de nubes —aunque no llovió— y no se veía luz procedente de la luna. La situación empeoró tremendamente, y mucho me temo que se acerque el final, en contra de todo lo que esperábamos. Pasada la medianoche algo se posó en el tejado de la casa y los perros se precipitaron fuera a ver qué pasaba. Les oi ladrar y aullar, y seguidamente uno consiguió encaramarse al tejado saltando desde un cobertizo bajo. Se entabló una feroz lucha allí arriba, y oí un espantoso susurro que jamás olvidaré. Y luego llegó hasta mí un tufo irresistible. Casi al mismo tiempo unos proyectiles atravesaron la ventana y a punto estuvieron de alcanzarme. En mi opinión, una avanzadilla de las criaturas de la montaña se acercaron a la casa mientras los perros estaban entretenidos con lo que sucedía en el tejado. Ignoro qué pasaría allí, pero me temo que esos seres están aprendiendo a gobernar mejor sus alas espaciales. Apagué la luz y utilicé las ventanas a modo de troneras, y barrí toda la casa con fuego de rifle apuntando alto a fin de no herir a los perros, tras lo cual se puso fin a la contienda. Pero, a la mañana siguiente, descubrí grandes charcos de sangre en el patio, además de otros de una sustancia verde y viscosa que despedían el olor más nauseabundo que mi memoria recuerda. Me encaramé al tejado en donde encontré más restos de aquella sustancia viscosa. Cinco perros habían caído muertos... me temo que a uno lo maté yo por apuntar muy alto, pues tenía un tiro en el lomo. Ahora estoy cambiando los cristales que se rompieron a causa de los disparos, y dentro de unos momentos salgo para Brattleboro en busca de más perros. Los hombres de las perreras deben creer que estoy loco. Le pondré otra nota a la vuelta. Espero poder mudarme dentro de una o dos semanas, aunque casi me mata sólo pensar en ello.

Apresuradamente, Akeley.

Pero ésta no fue la única carta de Akeley que se cruzó con la mía. A la mañana siguiente —6 de septiembre— recibí otra. Esta vez eran unos mal trazados garrapatos que me desconcertaron por completo y que me dejaron sin saber qué decir o hacer. Una vez más, lo mejor será que reproduzca el texto de la carta lo más fielmente que la memoria me lo permita.

Martes

No se abrió ningún claro entre las nubes de modo que tampoco hubo luna, la cual, por otro lado, está en fase de cuarto menguante. Si no fuera porque sé que cortarían los cables una y otra vez que los arreglaran llevaría electricidad hasta la casa e instalaría un foco.

Creo que voy a volverme loco. Es posible que todo lo que le he escrito no sea más que un sueño o simple locura. Ya estaban mal las cosas antes, pero esta vez sobrepasan todo lo imaginable. Anoche hablaron conmigo... me hablaron en aquella horrible y susurrante yoz para decirme cosas que no me atrevo a repetir aquí. Les oí con toda nitidez a pesar de los ladridos de los perros., y en un momento determinado en que empezaba a no oírse les, se oyó una voz humana que vino en su ayuda. No se meta en esto, Wilmarth... es mucho peor de lo que sospechábamos. Ahora no quieren dejarme ir a California: quieren llevarme con ellos vivo, o lo que teórica y mentalmente equivale a vivo.., y que les acompañe no sólo a Yuggoth, sino mucho más allá... lejos de la galaxia, y posiblemente más allá del último círculo de anillo espacial. Les dije que no les seguiría a donde ellos quieren que vaya, ni me dejaría llevar del modo tan terrible que ellos proponen, pero temo que todo sea inútil. Mi casa está tan apartada que dentro de poco podrán presentarse lo mismo de día que de noche. Seis perros más han muerto, y cuando hoy me dirigía a Brattleboro sentía que me observaban desde los bosques que bordean el camino.

Fue un error por mi parte tratar de enviarle la grabación fonográfica y la piedra negra. Será mejor que destruya la grabación antes de que sea demasiado tarde. Le pondré unas líneas mañana, si es que sigo aquí todavía. Me gustaría poder llevarme a Brattleboro mis libros y otras pertenencias y alojarme en alguna pensión. Si pudiera echaría a correr ahora mismo y lo dejaría todo detrás, pero hay algo dentro de mí que me lo impide. Podría escaparme a Brattleboro, donde estaría a salvo, pero tengo la impresión de que allí me sentirla tan prisionero como en mi casa. Y, a mi juicio, no creo que pudiera ir mucho más lejos, ni aunque lo dejara todo y lo intentara. Es realmente horrible.., no se mezcle en todo esto.

Atentamente, Akeley.

Después de leer esta horrible carta no dormí en toda la noche. No sabía qué decir acerca del estado de salud mental de Akeley. El contenido de la carta era totalmente demencial, pero la forma de expresarlo —habida cuenta de todo lo acontecido hasta entonces— resultaba sombría y tremendamente convincente. Decidí no contestarla, pensando que sería mejor aguardar hasta que Akeley dispusiera de tiempo para responder a mi última carta. Como era de esperar, la respuesta llegó al día siguiente, aunque las noticias frescas que se recogían en ella eclipsaron prácticamente las cuestiones que se planteaban en la carta a la que en teoría respondía. A continuación reproduzco lo que recuerdo de su texto, garrapateado y lleno de tachaduras como si hubiese sido escrito en el curso de un frenético y apresurado impulso.

Miércoles

W...

Recibí su carta, pero es inútil seguir hablando sobre el tema. Estoy completamente resignado. Me sorprende que aún me queden fuerzas para rechazarlos. No podría escapar ni aun en el caso de que estuviera dispuesto a abandonarlo todo y salir corriendo. Me atraparían.

Ayer recibí una carta de ellos.., me la entregó un tipo de nombre R. F. D. en Brattleboro Estaba mecanografiada y llevaba matasellos de Bellows Falís. En ella se dice lo que quieren hacer conmigo... No me atrevo a repetirlo. ¡Tenga cuidado Wilmarth! Destruya la grabación. Quisiera decidirme y pedir ayuda —tal vez ello me haría recobrar mi fuerza de voluntad—, pero quienquiera que viniese en ayuda mía pensaría que estoy loco, a no ser que le presentara pruebas concluyentes. No puedo pedir ayuda a la gente si no tengo un buen motivo... No tengo ni he tenido el menor contacto con nadie en muchos años.

Pero aún no le he contado lo peor, Wilmarth. Prepárese para leer lo que sigue, pues se va a llevar un sobresalto mayúsculo. Pero no hago más que decirle la pura verdad. Prepárese, pues, como le digo: he visto y tocado a uno de los seres, o menos parte de uno de los seres. Fue algo horrible, ¡Dios mío! Estaba muerto, naturalmente. Esta mañana me lo encontré junto a la perrera: ¡uno de los perros lo tenía entre sus garras! Traté de esconderlo en la leñera para así poder mostrárselo y convencer a mis vecinos, pero en unas horas se evaporó. No quedó ni el menor rastro de él. Como usted bien sabe, sólo la primera mañana tras la inundación se vieron aque los seres flotando en los ríos. Y aquí viene lo peor. Traté de fotografiarlo para mostrárselo luego, pero cuando revelé la película en ella no se veía más que la leñera. ¿De qué podía estar hecho ese ser? Al menos, puedo decir que vi y palpé uno, y que todos ellos dejan huellas de pisadas. Sin duda estaba hecho de materia, pero ¿qué clase de materia? No sabría cómo describir su forma. Era un enorme cangrejo, con un montón de anillos piramidales carnosos o ligamentos de una sustancia espesa y viscosa, cubierto de tentáculos en el lugar donde el hombre tiene la cabeza. Aquella sustancia verde y pringosa era su sangre o jugo. Y a cada momento que pasa crece su número sobre la tierra.

Walter Brown ha desaparecido. No se le ha visto últimamente merodeando por ninguna de las esquinas que solía frecuentar en los pueblos de los alrededores. Uno de mis disparos debió alcanzarle, aunque aquellas criaturas se llevan siempre consigo sus muertos y heridos.

Esta tarde acudí a la ciudad y no tuve el menor contratiempo, pero temo que comiencen a retraerse porque ya me conocen muy bien. Escribo esta carta en la oficina de correos de Brattleboro. Tal vez sea una despedida. En tal caso, escriba a mi hijo, George Goodenough Akeley, 176 Pleasant St., San Diego, California, pero no venga aquí por lo que más quiera. Escríbale a mi hijo si no vuelve a saber de mí dentro de una semana... y esté atento a las noticias de los periódicos.

—Voy a jugarme las dos últimas cartas que me quedan... si es que aún tengo arrestos. La primera es tratar envenenar con gas a esos seres (tengo los productos químicos necesarios, y me he fabricado máscaras para mí y para los perros), y si veo que no da resultado iré a contárselo al sheriff. Es posible que me encierren en un manicomio, pero en cualquier caso será siempre preferible a lo que las otras criaturas harían conmigo. Tal vez pueda conseguir que presten atención a las huellas que hay en torno a la casa: son borrosas, pero puedo verlas todas las mañanas. Puede suceder también que la policía diga que trato de engañarles, pues la gente opina de mí que soy un personaje muy extraño.

Lo mejor sería que un policía pasara una noche aquí y lo viera todo con sus propios ojos... aunque lo más probable es que las criaturas se enteraran y no aparecieran. Me cortan los cables del teléfono cuando intento telefonear de noche; los empleados de la compañía tele fónica creen que es algo muy extraño, quizá puedan testimoniar en favor mío... si es que no llegan a creer que yo mismo corto los hilos. Hace ya más de una semana que están sin reparar.

Podría asimismo hacer que algún campesino de los aledaños atestiguara en mi nombre la realidad de los horrores, pero todo el mundo se ríe de lo que dicen esas gentes sencillas, y, por otro lado, hace ya tanto que no vienen por aquí que no saben nada de lo que está pasando. Ni uno solo de esos pobres granjeros se acercaría a menos de una milla de distancia de mi casa, ni por todo el oro del mundo. El cartero les oye hablar y luego viene a contármelo en tono jocoso... ¡Dios mio! Si me atreviera a decirle que no es sino la pura verdad. Creo que lo mejor sería llevarle a ver las huellas, pero siempre viene por la tarde y para entonces, por lo general, ya están borradas. ¿Y si tratara de conservar una poniendo encima una caja o una cazuela?... ¡Bah! Entonces creería casi con toda seguridad que se trataba de una patraña o una broma.

Ojalá no llevara una vida tan solitaria; pues la gente ya no pasa a yerme como solía. Nunca me vi atrevido a mostrar la piedra negra o las fotografías kodak ni dejar escuchar la grabación, pues, salvo los sencillos aldeanos, los demás habrían creído que no era más que una farsa y se habrían echado a reír. Pero aún puedo tratar de enseñarles las fotografías. En ellas pueden apreciarse bien las pisadas, aun cuando no aparezcan los seres que las produjeron. ¡Qué lástima que nadie viese aquel ser esta mañana, antes de que se desvaneciera en el aire!

Pero no sé por qué me preocupo. Después de todo lo que he pasado, tan bueno es un manicomio como cualquier otro lugar. Los médicos me ayudarán a olvidar los malos momentos que he pasado en esta casa; sólo eso podrá salvarme. Escriba a mi hijo George si no tiene pronto noticias mías. Destruya la grabación y no se meta para nada en esto.

Atentamente, Akeley

Esta carta me sumió en un terror abismal. No sabía qué responder, así que me limité a garrapatear unas incoherentes palabras de consejo y aliento, enviándoselas a mi corresponsal por correo certificado. Recuerdo que en aquella carta le instaba a Akeley a que se trasladara inmediatamente a Brattleboro y se pusiera bajo la protección de las autoridades, añadiéndole que yo me dirigiría allá con la grabación fonográfica y le ayudaría a convencer a los jueces de su cordura. Creo que le decía también que había llegado el momento de alertar a la gente de la presencia de tales seres. Conviene señalar que en aquellos momentos de extrema tensión creía prácticamente en todo lo que decía Akeley, aunque pensaba que si no pudo hacer una fotografía del monstruo muerto era más culpa suya que atribuible a algún fenómeno de la Naturaleza.

<p>V</p>

El sábado 8 de septiembre por la tarde, tras cruzarse al parecer con mis incoherentes líneas, recibí una extraña y tranquilizadora carta, mecanografiada con toda pulcritud en una máquina a todas luces nueva. Era una extraña carta en la que trataba de tranquilizarme y me hacía una invitación; en ella se operaba una prodigiosa transición en el curso del alucinante drama de las solitarias montañas. De nuevo echo mano de la memoria para reproduciría, y en esta ocasión, por motivos especiales, trataré de atenerme con la mayor fidelidad posible al estilo. Llevaba matasellos de Bellows Palis, y tanto el texto de la carta como la firma estaban a máquina, como suele ser corriente entre quienes aprenden mecanografía. El texto, sin embargo, mostraba una gran precisión para tratarse de un aprendiz, de lo que deduje que Akeley debió escribir a máquina en algún momento de su vida... quizá en sus años de estudiante. Si bien es cierto que la carta me tranquilizó bastante, bajo aquel alivio se ocultaba una sensación de desasosiego. Si Akeley estaba en su sano juicio cuando experimentaba terror, ¿lo estaba también ahora en la nueva situación? Y esas «mejores relaciones» a que se refería, ¿qué era exactamente? Aquello suponía un cambio radical en la actitud que hasta entonces había mantenido Akeley. Pero lo mejor será que reproduzca el texto, minuciosamente transcrito gracias a una memoria de la que, modestamente, me enorgullezco.

Townshend, Vermont.

Jueves, 6 de septiembre de 1928.

Mi querido Wilmarth:

Es para mí un gran placer poder tranquilizarle respecto a todas las tonterías de que le he estado escribiendo. Digo «tonterías», aunque lo que trato con ello es de referirme más a mi actitud asustadiza que a mis descripciones de ciertos fenómenos. Tales fenómenos son auténticos y, sin duda, muy importantes. Mi error ha radicado en la anómala actitud que he mantenido respecto a ellos.

Creo haberle dicho que mis extraños visitantes habían empezado a comunicarse conmigo, y a intentar establecer una comunicación. Anoche se materializó el diálogo. En respuesta a ciertas señales que me hicieron dejé entrar en casa a un mensajero de los del exterior... un ser humano, me apresuraré a decir. Me contó cosas que ni usted ni yo nos habríamos atrevido siquiera a imaginar, y me demostró bien a las claras que nuestros juicios y conjeturas sobre la razón de mantener el secreto acerca de la colonia que los Exteriores han establecido en nuestro planeta estaban totalmente descaminadas.

Al parecer, las malignas leyendas sobre lo que ofrecen a los hombres y esperan obtener de la tierra, son el resultado de una interpretación errónea y superficial del lenguaje alegórico. Un lenguaje, bien entendido, moldeado por tradiciones culturales y hábitos mentales muy distintos de los nuestros. Mis propias conjeturas, debo reconocerlo, eran tan erróneas como podrían serlo los barruntos de cualquier campesino analfabeto o de un indio salvaje. Lo que en un principio había juzgado morboso, vergonzoso e ignominioso es en realidad algo sorprendente, algo que ensancha los limites de la imaginación y resulta hasta glorioso. El juicio que me merecían antes no era sino una fase de la eterna tendencia humana a odiar, temer y rehuir lo radicalmente distinto.

Ahora lamento el daño que he infligido a esos extraños e increíbles seres en el curso de nuestras escaramuzas nocturnas. ¡Si no hubiera puesto reparos a hablar pacífica y razonablemente con ellos desde un primer momento! Pero no me guardan el menor rencor pues sus movimientos se rigen por un código muy diferente del nuestro. La desgracia suya ha sido que sus agentes humanos en Vermont eran tipos de baja calaña, como el difunto Walter Brown por ejemplo. Por culpa de Brown he albergado grandes prejuicios contra ellos. Pero lo cierto es que nunca han causado, conscientemente al menos, daño a los hombres, si bien algunos congéneres nuestros les han espiado y juzgado cruelmente. Hay todo un culto secreto practicado por hombres perversos (un hombre con su erudición mitológica me entenderá perfectamente cuando lo relaciono con Hastur y la Señal Amarilla) cuya finalidad es seguirles la pista e injuriarles en nombre de abominables poderes procedentes de otras galaxias. Las drásticas medidas de precaución que han adoptado los Exteriores van precisamente dirigidas contra tales agresores, y no contra la especie humana en general. A título incidental, me he enterado de que muchas de nuestras cartas perdidas fueron robadas no por los Exteriores sino por los emisarios del maligno culto de que le hablo.

Lo único que los Exteriores desean del hombre es paz, no sufrir molestias y unas relaciones a nivel intelectual cada vez mayores. Esto último les es absolutamente imprescindible en estos momentos en que nuestras invenciones y máquinas ensanchan los limites de nuestro conocimiento y acciones, y hacen que cada vez sea más difícil la existencia secreta de las necesarias avanzadillas de los Exteriores en este planeta. Lo que estos extraños seres buscan es tener un conocimiento más profundo del hombre y que los principales filósofos y científicos de la humanidad lleguen a conocerles mejor. Con semejante intercambio de conocimientos desaparecerían todas las amenazas y podría establecerse un modus vivendi que satisficiera a todos. La sola idea de pensar en la posibilidad de esclavizar o degradar a la especie humana resulta de todo punto ridícula.

Para iniciar estas nuevas relaciones, los Exteriores han decidido elegirme a mí por el ya más que considerable conocimiento que de ellos tengo como su primer intérprete en la tierra. Anoche me revelaron muchas cosas —hechos de la más sorprendente naturaleza, que abren insospechadas perspectivas—, y mucho más se me dará a conocer en lo sucesivo, tanto de palabra como por escrito. Por el momento no se me pedirá que haga ningún viaje al exterior, aunque probablemente desearé hacerlo con el tiempo; en tal supuesto, habré de emplear medios especiales y trascender todo lo que hasta aquí estamos acostumbrados a considerar como experiencia humana. En lo sucesivo no volverán a asediar más mi casa. Todo ha vuelto a la normalidad y los perros no tendrán en qué ocuparse. En lugar de terror se me ofrece un presente rico en conocimientos y con la perspectiva de una aventura intelectual que pocos mortales han podido disfrutar hasta ahora.

Los Exteriores son quizá los seres orgánicos más maravillosos que existen en o allende el espacio y el tiempo; integrantes de una raza cósmica de la que el resto de las formas con vida no son sino meras variantes degradadas. Son más vegetales que animales, si es que tales términos pueden aplicarse a la materia de que están formados, y tienen un aspecto un tanto fungiforme, aunque la presencia de una sustancia semejante a la clorofila y un sistema nutritivo muy peculiar les distingue de los auténticos hongos cormofíticos. En realidad, están formados de una materia totalmente ajena al sector del espacio en que habitamos, con electrones que cuentan con un número de vibraciones absolutamente distinto. De ahí que estos seres no puedan fotografiarse con los films y placas ordinarios del universo conocido, aun cuando puedan verlos nuestros ojos. No obstante, cualquier buen profesional de la química que tuviera los conocimientos requeridos podría hacer una emulsión fotográfica que reprodujera sus imágenes.

Los Exteriores tienen una extraordinaria capacidad para atravesar en plena forma corpórea el vacío interestelar, en el que no hay aire ni calor, en tanto que algunas variantes suyas no pueden hacerlo si no es gracias a una ayuda mecánica o a curiosos transplantes quirúrgicos. Sólo unas cuantas especies poseen las alas resistentes al éter características de la variedad de Vermont. Las que habitan en ciertas cumbres remotas de Europa llegaron por otros procedimientos. Su semejanza externa con la vida animal, y con la modalidad de estructura que consideramos material, es una cuestión de evolución paralela más que de estrecho parentesco. Su capacidad cerebral sobrepasa a la de cualquier otra forma de vida existente, aunque las especies aladas de nuestra montañosa región distan mucho de ser las de mayor desarrollo. La telepatía es su medio habitual de comunicación, aunque poseen unos órganos vocales rudimentarios que, tras una ligera operación (pues la cirugía ha alcanzado un tremendo desarrollo entre ellos), pueden facultarles para duplicar el habla de aquellos tipos de organismo que todavía hacen uso del habla.

Su principal morada inmediata es un planeta todavía por descubrir y casi sin luz situado en el confín mismo de nuestro sistema solar: más allá de Neptuno y el noveno a partir del sol. Es, como suponíamos, el objeto al que en ciertos antiguos y prohibidos escritos se denomina místicamente «Yuggoth», y pronto será el escenario de una extraña proyección de la mente sobre nuestro mundo con el fin de facilitar las relaciones intelectuales. No me sorprendería que los astrónomos se mostraran lo suficientemente sensibles a estas corrientes mentales y descubrieran Yuggoth cuando a los Exteriores les parezca oportuno. Pero Yuggoth, por supuesto, es sólo el principio. El grueso de los seres habita en abismos dotados de una extraña organización fuera del alcance de toda imaginación humana. El glóbulo espacio-tiempo que reconocemos como la totalidad de toda entidad cósmica no es sino un átomo de la verdadera infinidad en que están insertos, Y a mí se me va a mostrar todo lo que el cerebro humano puede abarcar de esa infinidad, algo que sólo se ha hecho con no más de cincuenta hombres desde los comienzos de la especie humana.

Es posible que al principio todo esto le parezca un desvarío, Wilmarth, pero con el tiempo se dará perfecta cuenta de la increíble oportunidad que se me presenta. Mi deseo es que usted comparta conmigo al máximo posible esta experiencia, y a tal fin tengo que contarle miles de cosas que no puedo reproducir sobre el papel. Hasta hoy le había aconsejado que no viniera a yerme. Pero ahora que todo va bien, sería para mí un gran placer que olvidara mi advertencia y aceptase ser mi huésped.

¿No podría usted darse una vuelta por aquí antes de iniciarse el curso en la Universidad? Sería realmente maravilloso si pudiera hacerlo. Traiga la grabación fonográfica y todas las cartas que le he escrito para utilizarlas como elemento de consulta: las necesitaremos para reconstruir toda esta impresionante historia. Le agradecería que trajese también las fotografías, pues con la excitación de estos días parece que he extraviado los negativos y mis fotografías. Pero no se imagina la cantidad de datos que voy a añadir a todo este tentador y sugestivo material ¡y mucho menos el sensacional plan que he ideado para complementar mis aportaciones!

No lo dude. Nadie me espía ahora, y tampoco encontrará usted nada anormal o que pueda perturbarle. Venga e iré a buscarle en mi coche a la estación de Brattleboro. Dispóngase a pasar aquí una larga temporada, y prepárese a oír hablar durante largas veladas de cosas que escapan a toda conjetura humana. Bien entendido que no debe decir nada a nadie, pues el asunto en cuestión no debe trascender al público.

El servicio de trenes a Brattleboro no es malo. En Boston puede enterarse del horario. Tome el B. & M. hasta Greenfield, y trasborde allí para el corto trayecto que le resta. Le aconsejo que coja el que sale a las 4,10 de la tarde de Boston. Dicho tren llega a Greenfield a las 7,35, de donde a las 9,19 sale otro que pasa por Brattleboro a las 10,01 de la noche. Todo ello entre semana. Comuníqueme la fecha e iré a la estación a esperarle con mi coche.

Perdone que le escriba a máquina, pero, como usted bien sabe, últimamente me falla el pulso y no me siento capaz de escribir largos párrafos. Ayer compré esta nueva

Corona en Brattleboro, y parece que funciona a la perfección.

En espera de sus noticias, y deseando verle muy pronto con la grabación fonográfica, todas mis cartas y las fotografías, queda atentamente suyo,

Henry W. Akeley.

A ALBERT N. WILMARTH

UNIVERSIDAD DE MISKATONIC

ARKHAM, MASS.

La complejidad de mis emociones tras leer, releer y reflexionar sobre tan extraña e inesperada carta sobre-pasa toda posible descripción. He dicho que de repente me sentí aliviado al tiempo que me invadía una sensación de desasosiego, pero esto sólo expresa burdamente las implicaciones de multitud de sentimientos, en gran medida subconscientes, que encerraban tanto desahogo como inquietud. Para empezar aquella carta estaba tan en las antípodas de toda la cadena de horrores que la precedieron... El cambio de actitud desde el terror más descarnado a aquella fría complacencia, e incluso exaltación, era algo tan imprevisto, meteórico y radical... Me resultaba difícil creer que en un solo día pudiese cambiar de tal manera la perspectiva psicológica de alguien que había escrito aquella exasperada nota del miércoles, al margen de cualquier descubrimiento esperanzador que hubiera experimentado con la llegada del nuevo día. En ciertos momentos, una sensación de irrealidades en conflicto me hacía preguntarme si todo aquel insólito drama de fantásticas fuerzas del que no era partícipe directo no seria una especie de sueño ilusorio producto en gran medida de mi propia imaginación. Luego mi atención se centró en la grabación fonográfica y mi aturdimiento fue aún mayor.

¡Distaba tanto aquella carta de todo lo que cabía esperar! Al analizar mis impresiones comprobé que había dos fases bien diferenciadas. En la primera, en el supuesto de que Akeley hubiera estado y estuviera aún en su sano juicio, el cambio operado en la situación había sido rapidísimo e increíble. En una segunda fase, el cambio experimentado en la actitud, modo de expresarse y lenguaje de Akeley distaba mucho de lo que puede conceptuarse como normal o previsible. Su personalidad entera parecía haber experimentado una sospechosa transformación, una mutación tan radical que difícilmente podían reconciliarse sus dos aspectos, en el supuesto de que ambos representaran idéntico estado de equilibrio mental. Las palabras, la ortografía... todo era sutilmente distinto. Y con mi sensibilidad académica hacia la prosa literaria, pude descubrir profundas divergencias en sus más normales reacciones y en el ritmo de sus respuestas Desde luego, el cataclismo emocional o revelación capaz de producir tan brusca transformación debió de ser tremendo, no cabe la menor duda. Pero también es cierto que la carta tenía todo el estilo de Akeley. La misma pasión por lo infinito, la misma curiosidad intelectual... Ni por un momento —o más de un momento— se me ocurrió la idea de que pudiera ser falsa o hubiera una malintencionada sustitución. ¿Acaso no era la invitación esa buena disposición suya a que comprobara en persona la veracidad de la carta prueba suficiente de su autenticidad?

El sábado por la noche no me acosté. Lo pasé en vela pensando en los misterios y prodigios ocultos tras aquella última carta. Mi mente, resentida por la rápida sucesión de monstruosas ideas a que había tenido que hacer frente en los últimos cuatro meses, no dejaba de dar vueltas a este nuevo y sorprendente material que llegaba a mis manos, pasando de la duda a la aceptación en un ciclo que no hacía sino repetir la mayoría de las fases por las que atravesé al enterarme por vez primera de tales prodigios. Hasta que mucho antes del amanecer, el interés y la curiosidad que me embargaban comenzaron a reemplazar el marasmo de perplejidad e inquietud en que me sumí en un primer momento. Loco o cuerdo, metamorfoseado o simplemente aliviado lo cierto es que Akeley había descubierto un impresionante cambio de enfoque en su azarosa investigación. Un cambio que reducía drásticamente el peligro —real o imaginario— en que se encontraba, a la vez que abría nuevas e insospechadas perspectivas al conocimiento de lo cósmico y sobrehumano. Mi fervor por lo desconocido se avivó en mi afán por igualar el suyo, y me sentí contagiado por salvar a aquel mórbido obstáculo que se interponía en mi camino. Liberarme de las enloquecedoras y extenuantes limitaciones que imponen el tiempo, el espacio y la ley natural... entrar en relación con el inmenso espacio exterior... acercarme a los espectrales y abismales secretos de lo infinito y lo esencial... ¡sin duda, valía la pena arriesgar la vida, el alma y hasta el propio juicio! Y, además, Akeley decía que ya no había peligro..., me invitaba a visitarle en lugar de aconsejarme que me mantuviera alejado como había hecho hasta entonces. Una comezón me invadía ante la sola idea de lo que Akeley iba a contarme... Sentía tal fascinación que casi me impedía todo movimiento el imaginarme sentado allí, en aquella solitaria y —en los últimos tiempos— asediada granja, ante un hombre que había hablado con auténticos emisarios del espacio exterior; sentado allí con aquella espeluznante grabación y el montón de cartas en que Akeley había tratado de resumir sus conclusiones previas.

De modo que no lo pensé más y el domingo por la mañana envié un telegrama a Akeley en el que le decía que le encontraría en Brattleboro el miércoles siguiente —el 12 de septiembre— si no tenía nada que objetar a aquella fecha. Sólo en una cosa no seguí sus indicaciones: en la elección del tren. Con franqueza, no me agradaba nada la idea de llegar bien entrada la noche a aquella encantada región de Vermont, así que, en lugar de ir en el tren que Akeley sugería, telefoneé a la estación e hice otra combinación Levantándome temprano y cogiendo el tren de las 8,07 con destino a Boston, podía tomar el de las 9,25 que llegaba a Greenfield a las 12,22. Este conectaba exactamente con un tren que llegaba a Brattleboro a la 1,08 de la tarde... hora a todas luces infinitamente mejor que las 10,01 de la noche para encontrar a Akeley y viajar con él por aquella comarca abigarrada de cumbres montañosas y encubridora de tantos secretos.

Le comuniqué mi combinación en el telegrama, y me alegró saber en la respuesta que me envió aquella misma noche que estaba de acuerdo con mis planes. Su telegrama decía así:

COMBINACIÓN SATISFACTORIA. LE ESPERARE TREN UNA OCHO MIERCOLES. NO OLVIDE GRABACIÓN CARTAS Y FOTOGRAFÍAS. TRANQUILICESE HASTA ESE DÍA.. ESPERE GRANDES REVELACIONES.

AKELEY

La llegada a mis manos de este mensaje, respuesta directa del que envié a Akeley y que por fuerza tenía que haber sido llevado a su casa desde la estación de Townshend, bien por un funcionario de telégrafos o a través del hilo telefónico reparado, borró cualquier duda subconsciente que pudiera albergar acerca de la autoría de tan sorprendente carta. Experimenté una gran sensación de alivio, desde luego infinitamente mayor de la que podía esperar por entonces, pues mis dudas no se habían desvanecido del todo sino que estaban profundamente soterradas. Pero aquella noche dormí a pierna suelta y hasta bien entrada la mañana, y durante los dos días siguientes me dediqué afanosamente a hacer los preparativos del viaje.

<p>VI</p>

El miércoles me puse en camino, tal como habíamos acordado, llevando por todo equipaje una maleta llena de objetos personales y material científico; es decir, la horrible grabación fonográfica, las fotografías y toda la correspondencia mantenida con Akeley. Siguiendo las instrucciones, no le dije a nadie adónde iba; me daba perfecta cuenta de que todo aquello requería la máxima discreción, aun por muy favorablemente que evolucionase. La sola idea de un auténtico contacto mental con entes extraños procedentes del mundo exterior no dejaba de resultar prodigiosa para una mente preparada, e incluso un tanto predispuesta, como la mía. ¿Cuál seria, pues, su efecto sobre la masa de profanos sin ningún conocimiento sobre la materia? No sé qué sentimiento predominaba en mí, si el temor o la expectación ante lo desconocido, cuando, tras cambiar de tren en Boston, me adentré en dirección oeste dejando atrás un territorio conocido. Waltham... Concord... Ayer... Fitchburg... Gardner... Athol...

El tren llegó a Greenfield con siete minutos de retraso, pero aún estaba esperando el expreso que enlazaba en dirección norte. A toda prisa transbordé, y mientras el tren discurría a plena luz del día por territorios de los que había leído mucho, pero jamás había visitado, experimenté una extraña sensación de desasosiego. Me adentraba en una Nueva Inglaterra más primitiva y retrasada que las mecanizadas y urbanizadas regiones meridionales y del litoral en que había pasado toda mi vida; una Nueva Inglaterra ancestral y todavía intacta, sin los extranjeros ni los humos de las fábricas, sin los anuncios ni las carreteras de hormigón que pueden verse allí donde ha llegado la modernidad. Podían apreciarse esporádicos restos de una vida aborigen no abandonada cuyas profundas raíces la convertían en auténtica prolongación del país: esa vida aborigen, transmitida de generación en generación que conserva extrañas y antiguas tradiciones y fertilizan el suelo para que puedan germinar creencias tenebrosas, maravillosas y rara vez mencionadas.

De vez en cuando veía a un lado la azul franja del río Connecticut resplandeciendo bajo la luz del sol, y a la salida de Northfield lo cruzamos. Al frente se vislumbraban unas verdes y enigmáticas montañas, y cuando pasó el revisor me enteré de que nos encontrábamos ya en Vermont. Me dijo éste que retrasara el reloj una hora, pues en aquella montañosa región septentrional no querían saber nada de cambios de hora para ahorrar luz solar. Al hacerlo, me pareció como si retrasara el calendario un siglo entero.

El tren se ceñía al curso de las aguas, y en la otra margen, ya en New Hampshire, pude ver la cercana ladera del escarpado Wantastiquet, sobre el que circulaban todo tipo de antiguas y extraordinarias leyendas. Luego aparecieron calles a mi izquierda y una isla verde en medio del río, a mi derecha. La gente se levantó y se encaminó hacia la puerta, y yo les seguí. El tren se detuvo, y de repente me encontré bajo la larga marquesina de la estación de Brattleboro.

Mirando la hilera de automóviles que esperaban, vacilé un momento tratando de averiguar cuál seria el Ford de Akeley, pero mi identidad fue descubierta antes de que pudiera tomar ninguna iniciativa. Quien se dirigía hacia mí con la mano tendida y me preguntaba con gran delicadeza si yo era Albert N. Wilmarth, de Arkham, no era, desde luego, Akeley. Aquel hombre no se parecía en nada al barbudo y entrecano Akeley de la fotografía. Era una persona mucho más joven y más de ciudad, vestida a la moda y sólo con un bigote negro recortado. Su refinada voz me produjo una sensación extraña y casi inquietante de vaga familiaridad, aunque no pude precisar a quién me recordaba.

Mientras le examinaba, le oí explicar que era un amigo de mi presunto anfitrión y que había venido de Townshend en su lugar. Akeley, decía, había sufrido un repentino ataque de la dolencia asmática de que sufría, y no se encontraba en condiciones de hacer el viaje. Pero no era nada grave, y no habría ningún cambio en los planes que me habían llevado hasta allí. No podía columbrar en qué medida el tal Mr. Noyes —nombre con el que se me presentó— estaba al corriente de las investigaciones y descubrimientos de Akeley, aunque dada su informal apariencia no me los imaginaba juntos. Pensando en la vida solitaria que Akeley llevaba, me sorprendió un tanto el que pudiera recurrir fácilmente a semejante amigo; pero mi perplejidad no me impidió entrar en el automóvil que mi acompañante me señalaba con un gesto. Aquel no era el viejo cochecito que esperaba encontrar por las descripciones que me hizo Akeley, sino un grande e inmaculado modelo de reciente aparición en el mercado, propiedad de Noyes al parecer y con matrícula de Massachusetts, con el curioso emblema del «sagrado bacalao» de aquel año. Mi guía, deduje, debe ser un veraneante de paso en la comarca de Townshend.

Noyes subió al coche y, sentándose a mi lado, lo puso en marcha al instante. Me alegré de que no se mostrara locuaz pues una extraña tensión atmosférica me hacía sentir reacio a mantener una conversación. La ciudad parecía tener un singular atractivo bajo la luz vespertina, mientras subíamos una cuesta y girábamos a la derecha para entrar en la calle principal. Brattleboro dormitaba como esas antiguas ciudades de Nueva Inglaterra que uno recuerda de su infancia, y algo había en la disposición de los tejados, chapiteles, chimeneas y fachadas de ladrillos que hacían vibrar en mí las cuerdas de hondas emociones ancestrales. Me pareció encontrarme en el umbral de una región medio encantada por la acumulación de etapas sin discontinuidad temporal, una región en la que podían acontecer y pervivir las cosas más antiguas y extraordinarias porque jamás habían sido avivados sus rescoldos.

Mi tensión y presentimientos fueron en aumento a medida que dejábamos atrás Brattleboro, pues había algo indefinido en aquel abigarrado paisaje montañoso con sus imponentes, amenazadoras y apiñadas vertientes verdes y graníticas que hacían pensar en lóbregos secretos e inmemoriables reliquias del pasado que muy bien podían ser hostiles al género humano. Durante algún tiempo nuestro trayecto discurrió paralelo a un anchuroso río de escaso caudal que descendía desde las remotas montañas del norte, y un estremecimiento recorrió mi cuerpo cuando mi acompañante me dijo que aquél era el río West. Fue en estas aguas precisamente donde, según recordaba haber leído en un artículo periodístico, se vio flotar a raíz de las inundaciones uno de aquellos morbosos seres de rasgos semejantes a cangrejos.

Poco a poco, el paisaje se fue haciendo más abrupto y desolado en torno nuestro. Arcaicos puentes cubiertos resistían temerosamente el paso de los años en las cavidades montañosas y la medio abandonada vía del ferrocarril que discurría a lo largo del río parecía. exhalar un aire de desolación difusamente visible. Podían verse, en todo su esplendor, inmensas extensiones del valle con grandes despeñaderos, y el granito virgen de Nueva Inglaterra tenía un aspecto gris y austero por entre la vegetación que trepaba hasta las cuestas montañosas. Había gargantas por 1as que brincaban aguas bravías, vertiendo en el río los inimaginables secretos de millares de cumbres sin hollar. De vez en cuando se bifurcaban estrechas y semiocultas carreteras que se abrían paso a través de macizas y frondosas masas de bosques, entre cuyos ancestrales árboles podrían muy bien estar al acecho ejércitos enteros de espíritus elementales. Al contemplar aquel insólito paisaje, me vino a la memoria el acoso a que se veía sometido Akeley por seres invisibles cuando viajaba por aquella misma carretera, y no me extrañó lo más mínimo que tales cosas pudieran acaecerle.

El pintoresco y precioso pueblo de Newfane, al que llegamos en menos de una hora, fue nuestro último contacto con el mundo que el hombre puede llamar decididamente suyo por derecho de conquista y posterior ocupación. Tras atravesarlo abandonamos toda relación con lo inmediato, tangible y temporal, y nos adentramos en un fantástico mundo de sosegada irrealidad por el que la angosta y serpenteante carretera subía, bajaba y se retorcía, con un casi consciente e intencional capricho, por entre las desoladas cumbres cubiertas de una verde pátina y los casi despoblados valles. Con la única excepción del ruido del coche y algún que otro leve murmullo en las escasas granjas por las que pasábamos muy de vez en cuando, el único sonido que llegaba a mis oídos era el incesante gorgoteo y discurrir de misteriosas aguas que brotaban de innumerables manantiales ocultos en los sombríos bosques.

La inmediatez de las achatadas y majestuosas montañas resultaba ahora un espectáculo verdaderamente impresionante. La pendiente y lo escarpado de aquellos picos era aún mucho mayor de lo que me había imaginado, y no parecían tener nada en común con el mundo prosaico y objetivo que conocemos. Los frondosos y no hollados bosques que cubrían aquellas inaccesibles laderas parecían ocultar misteriosos e increíbles secretos, y hasta llegué a creer que el perfil mismo de las montañas tenía un significado extraño que el paso del tiempo hubiera relegado al olvido, como si se tratara de imponentes jeroglíficos legados por una supuesta raza de titanes cuyas hazañas sólo se conservan en raros y profundos sueños. Aquella atmósfera de tensión y amenaza inminente se vio reforzada por todas las leyendas del pasado y todas las asombrosas revelaciones contenidas en las cartas y fotografías de Henry Akeley que mi memoria avivó. El objeto de mi visita y las tenebrosas anomalías que presuponía, se me hicieron de repente presentes causándome un estremecimiento que casi apagó mi ardor por ahondar en las profundidades de lo arcano.

Mi guía debió advertir mi inquietud, pues a medida que la carretera era más irregular y discurría por parajes más abruptos, haciendo nuestra marcha más lenta y más traqueteante, sus ocasionales observaciones de cumplido adquirieron una continuidad, hasta constituir un discurso fluido. Se puso a hablar de la singular belleza y hechizo de la comarca, al tiempo que demostraba no ser ajeno a los estudios sobre el folklore de mi anfitrión. Por las preguntas que con sumo tacto me hacía era evidente que conocía la finalidad científica de mi viaje y sabía que traía información de cierta importancia, pero no dio muestras de saber apreciar el extraordinario grado de profundidad a que habían llegado las investigaciones de Akeley.

Sus modales eran tan agradables, normales y educados, que sus observaciones deberían haberme tranquilizado y devuelto la confianza; pero, extrañamente, su efecto era justo el contrario: mi inquietud iba en aumento a medida que sorteábamos curvas y traqueteábamos por aquellas carreteras para adentramos en desolados parajes en que todo eran montañas y bosques. A veces daba la impresión de que mi acompañante intentaba tirarme de la lengua para ver qué sabía de los espeluznantes secretos que encerraba aquel lugar, y cuanto más hablaba mayor era aquella vaga, molesta y desconcertante familiaridad que encontraba en su voz. No se trataba de una familiaridad que pudiera calificarse de normal o agradable, a pesar del tono tan prudente y educado de su voz. De alguna manera, la relacionaba con pesadillas ya olvidadas, y tenía la impresión de que si la identificaba me volverla loco. De haber contado con un buen pretexto, creo que habría renunciado a seguir adelante. Pero tal como estaban las cosas no podía hacerlo..., y pensé que una conversación fría y científica con el propio Akeley nada más llegar me ayudaría mucho a calmar mis nervios.

Además, había un elemento extrañamente tranquilizador, de belleza propiamente cósmica, en aquel hipnótico paisaje por el que subíamos y bajábamos como en sueños. La noción del tiempo se había perdido en los laberintos que quedaban atrás, y en derredor sólo se divisaban las florecientes olas de lo feérico y el renacido encanto de siglos ya pasados: las venerables arboledas, los inmaculados pastos cercados de festivos capullos otoñales y, a grandes intervalos, las pequeñas granjas de color marrón cobijadas entre grandes árboles bajo precipicios verticales cubiertos de fragantes brezos y tupidas hierbas. Hasta la misma luz del sol tenía un supremo encanto, como si una atmósfera o exhalación especial cubriese la comarca entera. Jamás había visto nada parecido, excepto en los paisajes mágicos que en ocasiones constituyen el trasfondo de los primitivos italianos. Sodoma y Leonardo concibieron tales espacios, pero sólo a distancia y a través de las bóvedas de las arcadas renacentistas. Ahora, en cambio, nos hallábamos inmersos en carne y hueso en el centro del cuadro, y en medio de aquella negromancia me pareció ver algo que había heredado o conocía de forma innata y que siempre había buscado en vano.

De pronto, tras salir de una pronunciada curva en lo alto de una empinada pendiente, el coche se detuvo. A mi izquierda, en medio de un césped bien cuidado que se extendía hasta la carretera y lucía un cerco de piedras encaladas, se levantaba una blanca casa de dos pisos más buhardilla, de unas dimensiones y esbeltez nada comunes en la comarca, con una serie de cobertizos y heniles contiguos o unidos por arcadas, y un molino de viento en la parte posterior, a la derecha. La reconocí al instante gracias a la fotografía que recibí en su día, y no me extrañó nada ver el nombre de Henry Akeley en el buzón de hierro galvanizado que había a orillas de la carretera. En la parte trasera de la casa, y a una cierta distancia, se extendía una franja llana de terreno pantanoso y con escasa vegetación arbórea, detrás del cual se erguía una ladera, muy boscosa y con una pronunciada pendiente, que culminaba en una frondosa cresta en forma de diente. Posteriormente me enteré de que aquella era la cima de Dark Mountain, de la cual debíamos encontrarnos a medio camino.

Tras apearse del coche y coger mi maleta, Noyes me rogó que aguardase mientras iba a notificarle a Akeley mi llegada. El, añadió, tenía algo importante que hacer en otra parte y no podía detenerse más que un momento. Mientras Noyes avanzaba a paso ligero por el sendero que llevaba a la casa, bajé del coche pues quería estirar un momento las piernas antes de disponerme para la sedentaria y larga conversación que me esperaba. Mi nerviosismo y tensión habían vuelto a dispararse, ahora que me encontraba en el escenario de los espeluznantes acosos que tan repetidas veces describió Akeley en sus cartas, y honradamente confieso que temblé de pensar en las conversaciones que íbamos a mantener y que iban a ponerme en contacto con aquellos extraños y prohibidos mundos.

La proximidad de lo extraordinario es con frecuencia más terrorífica que estimulante y no me reconfortó lo más mínimo pensar que aquel pequeño trecho de polvoriento camino era el lugar donde se habían encontrado aquellas monstruosas huellas y aquella fétida sustancia verde tras varias noches sin luna en que el temor y la muerte impusieron su ley. Advertí de pasada que ningún perro de Akeley había subido a nuestro encuentro. ¿Los habría vendido en cuanto los Exteriores hicieron las paces con él? Por más que lo intentaba, no podía albergar la misma confianza en la sinceridad de aquella paz que intentaba transmitirme Akeley en su última y sorprendente carta. Después de todo, Akeley era un hombre de una extraordinaria sencillez y con escasa, por no decir nula, experiencia mundana. ¿No habría quizás alguna profunda y siniestra segunda intención bajo la superficie de aquella nueva alianza?

Llevado por mis pensamientos, mis ojos se dirigieron hacia la polvorienta superficie del camino en la que se habían recogido tan horribles testimonios. No habla llovido los últimos días, y huellas de toda suerte se amontonaban en los surcos del irregular camino a pesar de la naturaleza poco frecuentada de la comarca. Con una vaga curiosidad, empecé a reconstruir el perfil de las heterogéneas impresiones que experimentaba, tratando de contener al tiempo las macabras fantasías que el lugar y sus recuerdos sugerían. Había algo de amenazador y desapacible en aquella fúnebre quietud, en aquel apagado y tenue rumor de lejanos arroyos y en aquella infinidad de cimas verdes y precipicios de tupido arbolado que obstruían la visión del horizonte.

Y en ese momento una imagen penetró en mi conciencia haciendo que aquellas vagas amenazas y fantasías parecieran leves e insignificantes. Como he dicho, estaba examinando las heterogéneas huellas que había en el camino con una especie de indolente curiosidad, pero de repente aquella curiosidad se desvaneció sorprendente mente ante un repentino y paralizador acceso de terror activo. Pues aunque las huellas que se veían en el polvo eran en general confusas y estaban unas encima de otras, y no parecía que mereciera detener la atención en ellas, mis inquietos ojos habían captado ciertos detalles en las proximidades del lugar donde el sendero que conducía a la casa se juntaba con la carretera, y había reconocido, a sabiendas de que no podía equivocarme, el espantoso significado que encerraban aquellos detalles. De algo me valía a la postre haber pasado horas enteras examinando las fotografías kodak que Akeley me envió de las huellas en forma de zarpa de los Exteriores. Demasiado bien conocía las huellas de aquellas horribles pinzas, y aquella apariencia de ambigiiedad en la dirección que evocaba horrores que ninguna otra criatura sobre la tierra podría suscitar. No había siquiera la menor posibilidad de que hubiese incurrido en un desgraciado error. Delante de mí, en forma obetiva y seguramente dejadas no hacia muchas horas, había al menos tres huellas que destacaban ominosamente entre la sorprendente plétora de borrosas pisadas que iban venían de la granja de Akeley. ¡Eran las endemoniada huellas de los hongos vivientes de Yuggoth!

Me contuve a tiempo de evitar que saliera un grito de mi garganta. Después de todo, ¿que había allí que no esperase encontrar, en el supuesto de que hubiese creído realmente lo que Akeley decía en sus cartas? Ultimamente hablaba de hacer la paz con aquellos seres. ¿Qué de extraño había, pues, en que alguno fuera a visitarle? Pero el terror era más fuerte que cualquier intento por devolverme la confianza. ¿Cabe esperar de un hombre que permanezca impasible cuando ve por vez primera las huellas de unos seres animados procedentes de los abismos exteriores del espacio? En aquel preciso instante vi a Noyes que salía de la casa y se dirigía hacia mí con paso rápido. Me dije a mí mismo que debía controlarme, pues lo más probable era que tan cordial amigo no supiera nada de las asombrosas y trascendentales investigaciones de Akeley en el mundo de lo prohibido.

Akeley, Noyes se apresuró a comunicarme, se alegraba de mi llegada y quería yerme, aunque el ataque de asma que acababa de sufrir le imposibilitaría ser el anfitrión que hubiese deseado por espacio de uno o dos días. Aquellos ataques le afectaban mucho cuando le sobrevenían, y siempre iban acompañados de una fiebre que le dejaba postrado en cama y con una debilidad general. Apenas podía hacer nada mientras se encontraba en tal estado: sólo podía hablar en voz muy baja, y se encontraba muy torpe y débil para intentar moverse. Además, se le hinchaban los pies y los tobillos, hasta el punto de tener que vendárselos como si fuera un gotoso y grueso anciano. Aquel día se encontraba en bastante mal estado, por lo que me vería obligado a arreglármelas de momento como pudiera, si bien ardía en deseos de conversar conmigo. Le encontraría en su estudio, justo a la izquierda del vestíbulo; era la habitación con las cortinas echadas. Los ojos de Akeley eran muy sensibles y no podían soportar la luz del sol cuando estaba enfermo.

Al tiempo que Noyes se despedía de mí y se alejaba en su coche en dirección norte, comencé a andar con paso lento hacia la casa. La puerta estaba entreabierta para que yo pudiera pasar, pero antes de seguir adelante y entrar lancé una escrutadora mirada a mi alrededor, tratado de averiguar el por qué de la indescifrable y extraña sensación que experimentaba. Los cobertizos y heniles tenían un aspecto de lo más normal, y en uno amplio y desguarnecido pude ver el baqueteado Ford de Akeley. De repente, comprendí el secreto que se ocultaba tras aquella extraña sensación. Era el absoluto silencio que reinaba. Por lo general, en toda granja se oye cuando menos algún que otro ligero ruido producido por el ganado, pero en ésta no se percibía el menor signo de vida. ¿Dónde estaban las gallinas y los cerdos? Las vacas, de las que Akeley había dicho tener varias, podían encontrarse en los pastos, y los perros podían haber sido vendidos, pero la ausencia total de cloqueos y gruñidos resultaba ciertamente extraña.

Apenas me detuve en el sendero. Abrí resueltamente la puerta de la casa y la cerré detrás de mí. Confieso que me costó un gran esfuerzo mental hacerlo, y una vez dentro me invadió un instantáneo deseo de salir precipitadamente de allí. Y rio es que el lugar tuviese un aspecto siniestro a primera vista; muy al contrario, encontré sumamente atractivo y de buen gusto el encantador vestíbulo de finales del período colonial, y admiré el evidente buen gusto del hombre que lo había amueblado. Lo que me hacía desear alejarme de allí era algo muy enrarecido e indefinible. Quizá cierto extraño olor que creí percibir... aunque sé perfectamente hasta qué punto son normales los olores a humedad en las antiguas granjas, incluso en las mejores.

<p>VII</p>

Negándome a dejar que aquellas lóbregas sensaciones se apoderasen de mí, recordé las instrucciones de Noyes y abrí la blanca puerta de seis paneles con picaportes de bronce que había a mi izquierda. La habitación a la que daba estaba en penumbra tal como se me había indicado, y al entrar en ella advertí que el extraño olor era más intenso allí. Además, parecía como si flotara en el ambiente un leve y un tanto irreal ritmo o vibración. Por unos instantes, y debido a que las persianas estaban echadas, apenas pude ver nada, pero luego una tosecilla o murmullo amortiguado atrajo mi atención hacia un butac6n situado en el ángu1o más alejado y oscuro de la habitaci6n. En aquel lóbrego rincón pude ver la borrosa imagen blanquecina de la cara y manos de un hombre, y al instante me acerqué a saludar a aquella figura que trataba de hablarme. Aun cuando la luz era tenue, pude advertir que se trataba de mi anfitrión. Había examinado repetidas veces la fotografía, y no me cabía la menor duda acerca de la identidad de aquel robusto y curtido rostro de barba recortada y entrecana.

Pero al volver a mirar y reconocer a Akeley se apoderó de mi una sensación de tristeza y angustia, pues tenía todo el semblante de las personas muy enfermas. Sin duda, debía haber algo más que asma detrás de aquella rígida e inmóvil expresión, que reflejaba agotamiento, y de aquella impertérrita y vidriosa mirada. Me di perfecta cuenta de hasta qué punto le había afectado la tensión de sus tenebrosas experiencias. ¿Acaso no bastaban para destrozar la vida de cualquier ser humano, incluso de hombres más jóvenes que este intrépido explorador de mundos prohibidos? El extraño y repentino alivio, me temí, debió llegarle demasiado tarde como para librarle de aquella suerte de crisis total en que se hallaba sumido. Había algo digno de compasión en la forma fláccida e inerte de aquellas esqueléticas manos postradas sobre el regazo. Akeley llevaba encima un amplio batín, y se cubría la cabeza y la parte superior del cuello con una bufanda o caperuza de color amarillo vivo.

Y luego vi que trataba de hablar en el mismo tono susurrante y entrecortado con que me había recibido. Era un susurro difícil de captar al principio, pues el bigote entrecano hacía imposible ver los movimientos de sus labios, y al mismo tiempo había algo en el timbre de su voz que no me agradaba en absoluto; pero, concentrando la atención, pronto pude entender sorprendentemente bien lo que intentaba decirme. El acento distaba mucho de ser el de un hombre del campo, y su expresión era incluso más refinada de la que cabía esperar por la correspondencia mantenida.

«¿Mr. Wilmarth, supongo? Disculpe que no me levante Me encuentro muy mal, como sabrá por Mr. Noyes, pero ello no era óbice para que usted viniera. ¿Recuerda lo que le dije en la última carta? ¡Tengo tantísimas cosas que decirle mañana cuando me encuentre mejor! No puede imaginarse cuánto me alegro de verle en persona, después de todas las cartas que nos hemos cruzado. Supongo que habrá traído toda la correspondencia ¿no? ¿Y las fotografías kodak y grabaciones? Noyes dejó su maleta en el vestíbulo.., espero que la viera allí. Pues esta noche me temo que tendrá que arreglárselas por sí mismo. Su habitación está en el piso de arriba —es justo la que hay encima de ésta— y al final de la escalera verá el cuarto de baño con la puerta abierta. En el comedor —saliendo de este cuarto a la derecha— hay una comida esperándole cuando usted guste. Mañana haré mejor las veces de anfitrión, pero ahora no puedo hacer nada a causa de esta dolencia que sufro.

«Siéntase como si estuviera en su casa... Lo mejor será que saque las cartas, fotografías y grabaciones y las ponga encima de la mesa antes de subir el equipaje a su habitación. Aquí hablaremos de todo ello... en aquel estante del rincón puede ver un fonógrafo.

«No, gracias... no puede ayudarme. Estoy acostumbrado desde hace mucho a estos ataques. Baje a yerme un momento antes de que anochezca, y luego vaya a acostarse cuando guste. Yo me quedaré donde estoy... quizá pase aquí la noche, como suelo hacer con frecuencia. Por la mañana me sentiré con muchas más fuerzas para hablar de las cosas que debemos tratar. Espero que se dé perfecta cuenta de la naturaleza increíblemente fascinante de todo este asunto. Ante nosotros, como ha sucedido con muy pocos más hombres sobre la tierra, se abrirán inmensas simas de tiempo, espacio y conocimientos que sobrepasan cualquier límite de la ciencia y filosofía humanas.

«¿Sabía que Einstein está equivocado, y que ciertas fuerzas y objetos pueden moverse a una velocidad superior a la de la luz? Con la ayuda debida, espero retroceder y avanzar en el tiempo, y ver y sentir la tierra en el pasado remoto y en futuras épocas. No puede imaginarse el nivel científico que han alcanzado estos seres. No hay nada que no puedan hacer con la mente y el cuerpo de los organismos vivos. Espero visitar otros planetas, e incluso otras estrellas y galaxias. El primer viaje será a Yuggoth, el planeta más cercano en que habitan los seres. Es una extraña y oscura esfera en el límite mismo de nuestro sistema solar, aún desconocido para los astrónomos de la Tierra. Pero... creo que ya le he dicho algo anteriormente al respecto. En el momento oportuno, los seres nos enviarán corrientes mentales, gracias a las cuales podremos descubrir Yuggoth... si bien es posible también que uno de sus aliados humanos dé una pista a los científicos.

«En Yuggoth hay inmensas ciudades... interminables hileras de torres construidas en terrazas de piedra negra, como la muestra que traté de enviarle. Procedía de Yuggoth. La luz del sol no es más fuerte que la de una estrella, pero los seres no precisan luz. Poseen otros sentidos más sutiles, y en sus mansiones y templos no hay ventanas. La luz incluso les hiere, molesta y entorpece sus movimientos, pues no existe la menor traza de ella en el oscuro cosmos allende el tiempo y el espacio del que son originarios. Bastaría una visita a Yuggoth para volver loco a un hombre débil... pero yo voy a ir allá. Los ríos negros de alquitrán que discurren bajo esos misteriosos puentes ciclópeos —obra de una antigua raza extinguida y olvidada antes de que los seres llegaran a Yuggoth procedentes de los últimos vacíos—, debieran bastar para hacer un Dante o un Poe de cualquier hombre.., si conserva el juicio el tiempo suficiente para contar lo que ha visto.

«Pero recuerde: no hay nada de terrible en ese oscuro mundo de jardines fungiformes y ciudades sin ventanas... aunque así nos lo parezca a nosotros. Probablemente nuestro mundo les pareció igual de terrible a los seres cuando lo exploraron por vez primera en épocas remotas. Como sabe, ya estaban aquí mucho antes de que llegara a su fin el fabuloso período de Cthulhu, y recuerdan lo que le. sucedió al sumergido R’lyeh cuando surgió de entre las aguas. Han estado en el interior de la tierra —hay hendiduras de las que nada saben los seres humanos..., algunas de ellas bajo estas mismas montañas de Vermont— y en los grandes mundos de misteriosa vida que hay bajo nosotros: el azulado K’u-yan, el roji*zo Yoth y el negro y tenebroso N’kai. De N’kai vino el terrible Tsathoggua... ya sabe, la amorfa y repelente deidad que se menciona en los Pnakotic manuscripts, en el Necronomicón y en el ciclo mitológico de Commoriom conservado por Klarkash-Ton, sumo sacerdote de los atlantes.

«Pero ya tendremos tiempo de hablar de todo esto. Deben ser ya las cuatro o las cinco. Será mejor que saque las cosas de su equipaje, coma algo y regrese luego para que hablemos con más calma».

Muy lentamente di la vuelta y empecé a obedecer a mi anfitrión: cogí la maleta, saqué los objetos que precisaba y los puse encima de la mesa, y, finalmente, subí a la habitación que me habían asignado. Con el recuerdo presente de aquella huella reciente a orillas de la carretera, las palabras musitadas por Akeley dejaron en mí una extraña sensación, y las insinuaciones de familiaridad con aquel mundo de vida Lungiforme —el prohibido Yuggoth— me hizo estremecer más de lo que podía imaginar. Me preocupaba muchísimo la enfermedad de Akeley, pero debo confesar que su ronco susurro tenía algo de repugnante a la vez que de digno de compasión. ¡Si al menos no hubiera experimentado tan siniestro placer respecto a Yuggoth y sus tenebrosos secretos!

Mi habitación era muy confortable y estaba bien amueblada, sin el menor olor a humedad ni molestas vibraciones. Tras dejar la maleta, volví a bajar para saludar a Akeley y comer lo que me había preparado. El comedor estaba pasado el estudio, y siguiendo en la misma dirección pude ver un ala de la cocina. Sobre la mesa del comedor me estaba esperando un extenso surtido de sandwiches, dulces y quesos; un termo colocado junto a un platillo y una taza eran buena prueba de que no se había olvidado el café caliente. Tras un reconfortante refrigerio me serví una buena taza de café, pero desgraciadamente el café no se encontraba a la altura de la cocina que había degustado. Al primer sorbo percibí un sabor desagradablemente acre, así que no tomé más. Durante la comida no pude dejar de pensar en Akeley sentado en silencio en el butacón de la oscura habitación contigua. Una vez fui a rogarle que compartiera conmigo aquellos alimentos, pero en voz baja me dijo que aún no podía comer nada. Más tarde, antes de dormirse, tomaría algo de leche con malta: lo único que podía ingerir en todo el día.

Después de comer, me puse a limpiar la mesa y lavar los platos en la pila de la cocina.., al tiempo que vaciaba el café que no había sabido apreciar. Luego, volviendo al lóbrego estudio acerqué una silla al rincón donde se encontraba mi anfitrión y me dispuse a seguir una conversación sobre el tema que él quisiera proponer. Las cartas, fotografías y grabación seguían aún encima de la gran mesa, pero por el momento no las necesitábamos. Al cabo de un rato, había incluso olvidado el extraño olor y las curiosas sensaciones vibratorias.

Como ya dije antes, había cosas en algunas de las cartas de Akeley —sobre todo en la segunda y más voluminosa— que no me atrevía a mencionar, ni siquiera a expresar en palabras sobre el papel. Esta duda se aplica aún con más fuerza a lo que, en un tono susurrante, oí aquel atardecer en aquella oscura habitación entre las solitarias montañas encantadas. Ni siquiera me atrevo a insinuar hasta dónde le aban los horrores cósmicos que aquella ronca voz me ponía al descubierto. Akeley conocía cosas espeluznantes con anterioridad, pero lo que descubrió desde que firmó el pacto con los Seres Exteriores sobrepasaba con mucho lo que una mente en su sano juicio puede soportar. Incluso ahora me resisto en redondo a creer lo que me contó sobre la constitución del infinito elemental, la yuxtaposición de las dimensiones y la espantosa situación de nuestro cosmos conocido de espacio y tiempo en la interminable cadena de cosmos-átomos que configura el inmediato supercosmos de curvas, ángulos y organización electrónica material y semimaterial.

Jamás estuvo un hombre en sus cabales más peligrosamente cerca de los arcanos de la sustancia originaria... jamás un cerebro orgánico estuvo más cerca de la total desintegración en el caos que trasciende toda forma, fuerza y simetría. Me enteré de dónde vino originariamente Cthulhu, y del motivo por el que la mitad de las grandes estrellas temporales de la historia habían seguido resplandeciendo. Intuí —por las veladas alusiones que incluso hacían interrumpirse temerosamente a mi interlocutor— el secreto existente tras las Nubes Magallánicas y las nebulosas globulares, y la siniestra verdad que ocultaba la inmemorial alegoría del Tao. La naturaleza de los Doels me fue expuesta claramente, y se me informó de la esencia (aunque no del origen) de los Sabuesos de Tindalos. La leyenda de Yig, Padre de las Serpientes, dejó de ser para mí algo figurado, y experimenté una cierta aversión cuando se me puso al corriente del horripilante caos nuclear existente allende el espacio angular que el Necronomicón había benignamente encubierto bajo el nombre de Azathoth. Resultaba sorprendente desentrañar las más espeluznantes pesadillas de los secretos mitos en términos concretos, cuya desnuda y morbosa malevolencia sobrepasaba las más atrevidas insinuaciones de la mística antigua y medieval. Llegué a la inevitable conclusión de que los primeros que hicieron alusión a tan execrables historias debían estar en contacto con los Exteriores de Akeley, y hasta era posible que hubiesen visitado algún reino cósmico exterior, tal como Akeley se proponía hacer.

Se me habló de la Piedra Negra y de lo que significaba, y me alegré sinceramente de que no hubiera llegado a mis manos. ¡Mis elucubraciones acerca de aquellos jeroglíficos se confirmaron en su totalidad! No obstante, Akeley parecía haberse reconciliado con todo aquel diabólico sistema contra el que tan arduamente había combatido..., reconciliado a la vez que decidido a proseguir sus investigaciones en aquellas abismales simas. Me pregunté con qué seres habría hablado desde la última carta que me escribió, y si serían tan humanos como aquel primer emisario que mencionó. La tensión a que me veía sometido llegó a hacerse insoportable, y elaboré toda clase de absurdas teorías sobre aquel extraño y persistente olor y aquellas sensaciones vibratorias de la lóbrega estancia que no me abandonaban.

Empezaba a oscurecer, y al recordar lo que Akeley me dijo sobre aquellas primeras noches me estremecí sólo de pensar que no habría luna. Además, no me gustaba nada el emplazamiento de la granja al socaire de aquella imponente y frondosa ladera que conducía a la no hollada cima de Dark Mountain. Con permiso de Akeley, encendí una lamparilla de petróleo, bajé la mecha y la coloqué sobre una estantería algo alejada junto al espectral busto de Milton. Al cabo de un rato lo lamenté pues daba al terso e inmóvil rostro y manos inertes de mi anfitrión una horrible apariencia, como si de algo anormal y cadavérico se tratara. Daba la impresión de que no pudiera hacer movimiento alguno, aunque le vi cabecear rígidamente de vez en cuando.

Después de todo lo que me había contado, se me hacia difícil imaginar qué secretos más arcanos pensaría guardarme para el día siguiente, pero a la postre me enteré de que hablaríamos de su viaje a Yuggoth y a otros mundos más lejanos... y de mi posible participación en el mismo. Debió divertirle el respingo de sobresalto que di al oír hablar de mi participación en un viaje cósmico, pues su cabeza se agitó violentamente ante mi expresión de horror. A continuación, me habló en un tono extremadamente delicado de cómo los seres humanos pueden efectuar —cosa que él ya había hecho en varias ocasiones—, aunque parezca increíble, vuelos por el espacio interestelar. Por lo visto, el viaje no lo hacia todo el cuerpo humano: los Exteriores —gracias a sus prodigiosos adelantos en los campos de la cirugía, biología, química e ingeniería— habían encontrado la forma de que sólo viajara el cerebro humano, sin su estructura física concomitante.

Los seres se valían de un procedimiento inofensivo para extraer el cerebro y conservar con vida el resto del organismo durante su ausencia. La desnuda y compacta masa encefálica se sumergía en un líquido que se cambiaba de vez en cuando y se alojaba dentro de un cilindro al vacío, hecho de un metal extraído en las minas de Yuggoth, que estaba conectado a través de unos electrodos a una serie de sofisticados instrumentos capaces de duplicar las tres facultades vitales, a saber, vista, oído y habla. Para aquellos seres fungiformes y alados no era problema alguno transportar, sin el menor riesgo, cerebros envasados a través de los espacios siderales. En cada planeta al que se extienda su civilización encontrarán un sinfín de instrumentos adaptables que pueden conectarse a los cerebros así envasados. Así pues, basta con unas mínimas adaptaciones para que las inteligencias viajeras puedan disfrutar de una vida sensorial y articulada plena —aunque incorpórea y mecánica— en cada etapa de su viajar por y allende el continuo espacio-tiempo. Era algo tan sencillo como si uno llevara siempre consigo una grabación y la escuchara allí donde hubiera un fonógrafo en el que reproduciría. De sus buenos resultados no cabía la menor duda. Akeley no albergaba ningún temor. ¿Acaso no se había realizado con éxito en repetidas ocasiones?

Por vez primera, una de las inertes y marchitas manos se alzó y apuntó rígidamente a un estante alto que había en la pared más alejada de la estancia. Allí, perfectamente alineados, podían verse más de una docena de cilindros de un metal que no había visto hasta entonces: cilindros de aproximadamente un pie de altura y algo menos de diámetro, con tres curiosos enchufes dispuestos en forma de triángulos isósceles sobre la convexa superficie de cada uno de ellos. Uno de los cilindros tenía dos de los enchufes conectados a un par de máquinas de singular apariencia que se divisaban al fondo. No hizo falta que me explicaran su finalidad, pues al instante un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Luego vi que la mano apuntaba a un rincón más próximo en donde podían verse amontonados varios intrincados instrumentos provistos de cables y enchufes, algunos de los cuales guardaban un extraordinario parecido con los dos dispositivos que había detrás de los cilindros.

«Aquí hay cuatro clases de instrumentos, Wilmarth», susurró la voz. «Cuatro clases, a tres facultades cada una, hacen un total de doce piezas. En esos cilindros que se ven ahí se hallan representadas cuatro clases distintas de seres. Tres hombres, seis seres fungiformes que no pueden navegar corporalmente por el espacio, dos seres de Neptuno (¡Dios mío! ¡Si pudiera ver usted el cuerpo que tienen en su planeta...!), y, el resto, entes procedentes de las cavernas centrales de una estrella sin brillo y particularmente interesante situada allende los confines de la galaxia. En el puesto principal de observación, en el interior de Round Hill, no es difícil ver desperdigados más cilindros y máquinas: cilindros de cerebros extra-cósmicos con otros sentidos de los que conocemos —que hacen de aliados y exploradores del Exterior más remoto—, y máquinas especiales que les transmiten impresiones y les facultan la expresión del modo más conveniente para ellos y para su comprensión por parte de los diversos tipos de oyentes. Round Hill, al igual que casi todos los puestos de observación importantes que tienen los seres en los diferentes universos, es un lugar muy cosmopolita. Naturalmente, a mí sólo me han cedido, los tipos más corrientes para mis experimentos.

«Mire... coja las tres máquinas que le señalo y póngalas encima de la mesa. Aquella más alta con las dos lentes de cristal en la cara anterior.., luego la caja con los tubos en vacío y la caja de resonancia... y, por último, la que tiene el disco metálico encima. Ahora, coja el cilindro que lleva pegada la etiqueta ‘B-67’. Súbase a esa silla estilo Windsor para alcanzarlo. ¿Pesado? Vamos, ¡un esfuerzo! Compruebe el número: B-67. No toque el cilindro nuevo y resplandeciente conectado a los dos instrumentos de ensayo... el que lleva mi nombre. Coloque el B-67 sobre la mesa donde ha puesto las máquinas.., y con pruebe que los interruptores de las tres máquinas están girados todo lo que dan de sí a la izquierda.

«Ahora, conecte el cable de la máquina con las lentes al enchufe superior del cilindro... ¡Eso es! Conecte la máquina con los tubos al enchufe inferior izquierdo, y el aparato con el disco al otro enchufe. Ahora gire todo lo que pueda a la derecha los interruptores de las máquinas.., primero la de las lentes, luego la del disco, y, por último, la de los tubos. ¡Perfecto! Le adelanto que se trata de un ser humano... igual que cualquiera de nosotros. Mañana podrá oír alguno de los otros».

Aún hoy no sé por qué obedecí tan servilmente aquella susurrante voz, ni si se me pasó por la cabeza preguntarme si Akeley estaría loco o cuerdo. Después de todo lo que había pasado, nada podía extrañarme. Pero aquellos artilugios se asemejaban tanto a las extravagantes creaciones propias de inventores y científicos chiflados, que hicieron vibrar en mi una cuerda de duda que ni siquiera la anterior disertación había pulsado. Lo que aquel ser que tenía ante mi quería dar a entender traspasaba los limites de la credulidad humana, pero ¿acaso no eran las otras cosas aún más absurdas, y si resultaban menos descabelladas ello se debía únicamente a la imposibilidad de recurrir a toda prueba tangible y concreta?

Mientras mi cerebro no cesaba de dar vueltas en medio de aquel maremagnum, llegó a mis oídos un estridente chirrido procedente de las tres máquinas conectadas al cilindro, un chirrido que pronto remitió hasta acabar prácticamente en un silencio total. ¿Qué ocurriría? ¿Iba a escuchar una voz? Y, en tal caso, ¿qué pruebas había de que no se trataba de un dispositivo de radio ingeniosamente ideado a través del cual hablaba un oculto locutor que nos observaba de cerca? Incluso hoy no me atrevería a jurar lo que oi o, simplemente, qué es lo que realmente sucedió en mi presencia. Pero lo que es seguro es que algo acaeció allí.

Por decirlo en breves y sencillas palabras: la máquina con los tubos y la caja sonora se puso a hablar, de modo tal que no cabía la menor duda de que el locutor se encontraba efectivamente allí y nos observaba. Era una voz recia, metálica, inexpresiva y totalmente mecánica. Carecía de toda modulación o expresividad, pero traqueteaba y chirriaba con una precisión y deliberación implacables.

«Mr. Wilmarth», dijo la voz, «espero no asustarle. Soy un ser humano igual que usted, aunque mi cuerpo se encuentra ahora descansando y a buen recaudo, sometido a un eficaz tratamiento vitalizador, en Round Hill, a milla y media en dirección este de aquí. Estoy con usted: mi cerebro está en el interior de ese cilindro, y veo, oigo y hablo a través de esos vibradores electrónicos. Dentro de una semana voy a atravesar el vacío, al igual que ya he hecho en muchas otras ocasiones, y espero poder disfrutar de la compañía de Mr. Akeley. Me gustaría también que usted nos acompañara. Le conozco de vista y de oídas, y he seguido muy de cerca su correspondencia con nuestro común amigo Akeley. Soy uno de los hombres que se han aliado a los seres del exterior que se hallan de visita en nuestro planeta. Los conocí en el Himalaya, y desde entonces he procurado ayudarles. A cambio, ello me ha permitido vivir experiencias que pocos hombres han podido disfrutar.

«¿Se da usted cuenta de lo que significa cuando digo que he estado en treinta y siete diferentes cuerpos celestes —planetas, estrellas apagadas y otros objetos menos definibles— ocho de los cuales no pertenecen a nuestra galaxia y dos se hallan fuera del cosmos circular de espacio y tiempo? ¡Y no he sufrido el menor daño! Me han extraído el cerebro del cuerpo por medio de unas fisuras ejecutadas con tal destreza que sería tosco calificar de operación quirúrgica. Los seres que nos visitan disponen de métodos que hacen estas extracciones sencillas y casi podría decirse que algo habitual, y el cuerpo no envejece cuando el cerebro se desprende de él. El cerebro, debo añadir, es prácticamente inmortal conservando sus facultades mecánicas y bastándole con una limitada dosis alimenticia que se administra mediante cambios intermitentes del liquido protector.

«En suma, deseo de todo corazón que se decida y nos acompañe a Mr. Akeley y a mí. Los seres que nos visitan están muy interesados en conocer a hombres cultos como usted para hablarles de los grandes abismos que la mayoría de nosotros hemos imaginado en nuestra supina ignorancia. Puede que al principio le parezcan extraños, pero estoy seguro de que esa impresión se le pasará enseguida. Creo que también vendrá Mr. Noyes... el hombre que debió traerle hasta aquí en automóvil. Desde hace años es uno de los nuestros: supongo que habrá reconocido su voz, pues es una de las que se oyen en la grabación que le envió Mr. Akeley».

Ante mi violento sobresalto, el locutor tomó un respiro un momento antes de finalizar.

«Así pues, Mr. Wilmarth, a usted le toca decidir. Permítame únicamente añadirle que un hombre con su extraordinaria afición por los temas de lo desconocido y el folklore no debiera jamás perder la oportunidad que ahora se le brinda. No hay nada que temer. Todas las transiciones son sin dolor, y hay mucho de qué disfrutar en un estado de sensación totalmente mecanizado. Cuando se desconectan los electrodos, uno queda simplemente sumido en un estado de sopor y le invaden sueños de singular intensidad y fantasía.

«Y ahora, si le parece bien, podemos levantar la sesión hasta mañana. Buenas noches... Haga girar todos los interruptores hacia la izquierda, hasta dejarlos donde estaban; da lo mismo el orden en que lo haga, aunque puede dejar para el final la máquina de las lentes. Buenas noches, Mr. Akeley. ¡Trate bien a nuestro huésped! ¿ Listo para cerrar los interruptores?».

Eso fue todo. Obedecí mecánicamente y cerré los tres interruptores, aunque no salía de mi estupor ante lo que acababa de presenciar. La cabeza me seguía dando vueltas al tiempo que oía la susurrante voz de Akeley diciendo que dejara tal como estaba todo el instrumental que había encima de la mesa. No hizo ningún comentario al respecto, aunque poco hubiera importado porque tenía embotadas mis facultades mentales. Le oí decirme que podía llevarme la lámpara a mi habitación, de lo que deduje que deseaba quedarse solo a oscuras. Sin duda, quería descansar, pues su disertación a lo largo de la tarde habría bastado para agotar a hombres incluso mejor dotados físicamente. Aun sin salir de mi aturdimiento, di las buenas noches a mi anfitrión y subí a mi habitación con la lámpara, aunque llevaba conmigo una excelente linterna.

Me alegré de salir de aquel estudio con tan extraño olor e indefinidas sensaciones vibratorias, pero no logré evitar una estremecedora sensación de temor, amenaza y anomalía cósmica al pensar en el lugar en que me encontraba. Aquella desolada y despoblada comarca, aquella sombría y misteriosamente frondosa ladera montañosa que se erguía justo detrás de la casa, aquellas huellas del camino, aquel susurrador enfermizo e inmóvil en la penumbra, aquellos infernales cilindros y máquinas, y, por encima de todo, aquella invitación a participar en la increíble operación quirúrgica y en los aún más increíbles viajes..., todo ello, tan nuevo y en tan rápida sucesión, se vino de tal modo encima de mí que me arrebató mi voluntad y casi me dejó sin recursos físicos.

El descubrimiento de que mi guía Noyes era el celebrante humano de aquel monstruoso aquelarre recogido en la grabación fono gráfica me produjo una tremenda impresión; aunque ya a ía creído percibir una lóbrega y repulsiva familiaridad en su voz. Otra impresión digna de reseñar era la que me producía mi actitud hacia mi anfitrión siempre que me detenía a analizarla; por más que hasta entonces había experimentado una instintiva atracción hacia Akeley, como se desprendía de la correspondencia que habíamos cruzado, ahora descubría que me inspiraba una marcada aversión. Su enfermedad debería haber despertado un sentimiento de compasión en mí, pero, por el contrario, me producía una especie de escalofrío. Tenía un semblante tan rígido, inerte y cadavérico... ¡Y aquel incesante susurro resultaba tan insoportable e inhumano!

Aquel susurro me pareció completamente distinto de cualquier otro hasta entonces oído. A pesar de la curiosa inmovilidad de los labios del orador, cubiertos por un poblado bigote, tenía una indudable fuerza y poder de atracción, más digno aún de destacar si se tiene en cuenta que se trataba de un asmático. Logré entender perfectamente lo que decía desde el otro extremo de la habitación, y una o dos veces me pareció que los débiles pero penetrantes sonidos no significaban tanto debilidad como deliberada contención.., las razones de lo cual francamente ignoraba. Desde el primer momento percibí algo que no me gustaba nada en el timbre de su voz. Ahora, al pasar revista a todo lo que me había llevado hasta allí, creí poder identificar tal impresión con una especie de familiaridad inconsciente como la siniestra sensación que sentí al oír por vez primera la siniestra voz de Noyes. Pero no sabría decir cuándo o dónde me había tropezado con lo que me traía a la memoria.

Una cosa era cierta: no pasaría una sola noche más en aquel lugar. Mi fervor científico se había disipado por completo entre el miedo y una cierta sensación de repugnancia, y lo único que deseaba era salir cuanto antes de aquel antro de morbosidad y monstruosas revelaciones. Ya sabia lo suficiente. Sin duda, debía ser cierto todo aquello de extrañas conexiones cósmicas... pero era algo en lo que cualquier ser humano normal no tiene por qué meterse.

Me parecía estar rodeado de diabólicas influencias que trataban de sofocar mis sentidos. No cabía ni plantearse la posibilidad de intentar dormir, pensé; así que me limité a apagar la lámpara y, sin desvestirme, me dejé caer sobre la cama. Sin duda era una precaución absurda, pero estaba listo en caso de que se presentase una contingencia inesperada: en la mano derecha tenía el revólver que había traído conmigo, y en la izquierda la linterna de bolsillo. Ni el menor sonido venia de abajo, en donde me imaginaba a mi anfitrión sentado en medio de las tinieblas y con aquella rigidez cadavérica con que me recibió.

Hasta mí llegó el tic-tac de un reloj de pared, y la normalidad del sonido me produjo una especie de sosiego. Pero también me recordó otra peculiaridad que me sorprendió mientras viajaba por la comarca: la total ausencia de vida animal. No había animales domésticos en la granja, y ahora me percataba de que ni siquiera se oían los habituales ruidos nocturnos de la fauna silvestre. Salvo por el siniestro rumor de algún que otro lejano arroyo, aquella quietud resultaba anómala... propia de los espacios siderales... y me pregunté qué intangible infortunio astral se cernía sobre la comarca. Recordé que en las antiguas leyendas los perros y otros animales habían repelido siempre la presencia de los Exteriores, y pensé en qué podrían significar aquellas huellas que se veían en el camino.

<p>VIII</p>

No me pregunten cuánto duró mi inesperado adormecimiento, ni lo que de puro sueño hubo en lo que aconteció después. Si les dijera que me desperté a determinada hora y que pude oir y ver ciertas cosas insospechadas, ustedes se limitarían a decirme que no era cierto, que no me había despertado; que todo fue un sueño hasta el momento en que sa i corriendo de la casa, me dirigí dando tumbos al cobertizo donde había visto el antiguo Ford y emprendí una enloquecida carrera sin rumbo fijo en el veterano vehículo por aquella hechizada comarca montañosa, hasta llegar —tras horas de continuo traquetear y sortear curvas por siniestros laberintos cubiertos de bosques— a un pueblo que resultó ser Townshend.

Tampoco me extrañaría lo más mínimo que pusieran en duda el resto de mi relato, y dijeran que todas las fotografías, grabaciones, sonidos de máquinas y cilindros y otras pruebas por el estilo, no eran sino retazos de la superchería de que me hizo víctima el desaparecido Henry Akeley. Hasta incluso es posible que piensen que Akeley se puso de acuerdo con otros tipos tan estrafalarios como él para urdir la absurda y retorcida patraña siguiente; interceptar el paquete echado al correo en Keene, y hacer grabar a Noyes aquel horripilante cilindro de cera. Con todo, resulta raro que no se haya identificado aún a Noyes, y que no le conociera nadie en los pueblos cercanos a la granja de Akeley, aunque, al parecer, iba con frecuencia por la comarca. Me gustaría haber retenido en la memoria la matrícula de su coche... quizás haya sido mejor así después de todo. Pues, a pesar de lo que digan los demás y a pesar de todo lo que a veces trato de decirme yo, sé positivamente que abominables influencias del exterior deben encontrarse aún al acecho en aquellas enigmáticas montañas... y que cuentan con espías y emisarios entre los hombres. Mantenerme a la mayor distancia posible de tales influencias y emisarios es todo lo que pido de la vida en adelante.

Cuando el sheriff oyó mi increíble historia, envió un grupo de hombres armados a la granja... pero Akeley se había ido ya sin dejar el menor rastro. Su holgado batín, la bufanda amarilla y las vendas para los pies estaban tirados en el suelo del estudio, cerca del sillón de la esquina, y no pudo averiguarse si el resto de su ropa se había esfumado con él. Los perros y el ganado hablan desaparecido también, y en la fachada de la casa y en alguna de las paredes interiores podían apreciarse extraños agujeros causados por proyectiles. Pero, por lo demás, no se observaba nada anormal. Ni cilindros, ni máquinas, ni las pruebas que había traído yo en mi maleta, ni ningún extraño olor o sensación vibratoria, ni huellas en el camino, ni ninguno de los objetos que acerté a ver en el último momento.

Tras mi precipitada fuga, me quedé una semana en Brattleboro interrogando a todos cuantos conocían a Akeley. Los resultados de mi investigación me convencieron de que todo aquello no había sido una invención ni un sueño. Las extrañas compras de perros, munición y productos químicos que hizo Akeley, así como el corte del cable telefónico, eran hechos incontestables; y todos los que le conocían —incluso su hijo de California— admitían que sus ocasionales referencias a estudios esotéricos tenían cierta consistencia. En opinión de los ciudadanos de pro, Akeley estaba loco, y unánimemente sostenían que todas las pruebas no eran sino meras patrañas ingeniadas con malsana astucia e inspiradas quizá por algún estrafalario cómplice; pero las gentes sencillas del campo creían firmemente en lo que decía. Akeley había enseñado a algunos campesinos las fotografías y la piedra negra y les había puesto para que la escucharan aquella horrible grabación, y sin excepción alguna encontraban las huellas y la susurrante voz semejantes a las descritas en las leyendas ancestrales.

Decían, igualmente, que desde que encontró la piedra se habían advertido visiones y sonidos sospechosos en torno a la casa de Akeley, por eso todo el mundo evitaba pasar ahora por el lugar, salvo el cartero y alguna que otra persona no fácilmente impresionable. Tanto Dark Mountain como Round Hill eran tradicionalmente considerados lugares encantados, y no logré encontrar a nadie que los hubiera explorado a fondo. A lo largo de la historia de la comarca había testimonios de desapariciones misteriosas, como la del semivagabundo Walter Brown, a quien Akeley mencionaba en sus cartas. Incluso me tropecé con un granjero que creía haber visto a uno de aquellos extaños cuerpos descender por el desbordado West River cuando las riadas, pero su testimonio era demasiado contradictorio para tomarlo en consideración.

Cuando me marché de Brattleboro me prometí no volver más a Vermont, y estaba completamente seguro de que cumpliría mi palabra. Aquellas desoladas montañas eran sin duda el puesto de observación de una espantosa raza cósmica... y mis dudas perdieron consistencia al leer que se había localizado un noveno planeta más allá de Neptuno, tal como aquellos seres habían adelantado. Los astrónomos, con una implacable propiedad que estaban lejos de sospechar, lo denominaron «Plutón». Yo estoy convencido de que se trata nada menos que del nocturnal Yuggoth... y un escalofrío se apodera de mí cuando trato de imaginarme el verdadero motivo por el que sus monstruosos habitantes deseaban que se les conociera por tal nombre en aquellos momentos. En vano trato de convencerme de que estas diabólicas criaturas no están planeando poco a poco realizar actos contra la seguridad de la tierra y de sus habitantes humanos.

Pero aún tengo que contar el final de aquella espantosa noche en la granja de Akeley. Como he dicho, finalmente me quedé sumido en un sopor algo agitado, un sueño lleno de pesadillas en que vislumbraba monstruosos paisajes. No podría precisar qué es lo que me despertó, pero sí decir que me desperté llegado a este punto. Lo primero que oí vagamente fue el amortiguado crujir de la tarima del rellano junto a mi puerta, y alguien que manipulaba desmañadamente y con sigilo en el picaporte. Empero, el ruido cesó casi al instante, así que en realidad mis primeras impresiones fueron unas voces en el estudio situado debajo de mi cuarto. Los que hablaban eran varios, y me pareció que estaban enzarzados en una discusión.

Unos segundos después estaba despierto del todo, ya que la naturaleza de aquellas voces era tal que resultaba absurda toda idea de volver a conciliar el sueño. El tono de las voces era de lo más variopinto, y nadie que hubiera escuchado aquella endiablada grabación fonográfica podía albergar la menor duda acerca de al menos dos de ellas. Por muy horrible que fuese la idea, comprendí que me encontraba bajo el mismo techo que unos desconocidos seres procedentes de los espacios abismales, pues aquellas dos voces eran, sin ningún género de duda, los diabólicos susurros que utilizan los Seres Exteriores cuando se comunican con los hombres. Las dos voces eran completamente distintas —diferían en timbre, acento e intensidad— pero ambas se caracterizaban por el mismo tono estremecedor.

La tercera voz era, sin duda, la de una de aquellas máquinas parlantes conectadas a uno de los cerebros envasados en los cilindros. Tan convencido estaba de ello como de los susurros pues la voz recia, metálica y apagada que había oído la tarde anterior, con sus chirridos y traqueteo sin inflexiones ni matiz alguno, y aquella precisión y ponderación impersonales, resultaban de todo punto inolvidables. En un primer momento no me detuve a preguntarme si la inteligencia que había detrás de aquel chirrido era idéntica a la que me había hablado a mí; pero no tardé en reflexionar que cualquier cerebro podría emitir sonidos vocales parecidos a aquellos si se lo conectaba al mismo aparato emisor de palabras, con las únicas diferencias del idioma, ritmo, velocidad y forma de pronunciación. Completando aquel espectral coloquio podían oírse dos voces humanas: una el habla tosca de un desconocido que tenía todas las trazas de un campesino, y la otra tenía el suave acento bostoniano del que fuera mi guía Noyes.

Mientras trataba de captar las palabras que de modo tan frustrante interceptaba la gruesa tarima, oí un montón de chirridos, traqueteos y ruidos producidos por algo que se movía en el cuarto de abajo así que forzosamente saqué la conclusión de que estaba lleno de seres vivos, en número muy superior a los pocos cuya voz podía identificar. La naturaleza exacta de aquellos ruidos resulta extremadamente difícil de describir, pues apenas se cuenta con elementos de comparación fiables. Los objetos parecían moverse de cuando en cuando en la habitación como si de seres conscientes se tratase; el sonido de sus pisadas se asemejaba al de un chapaleo intermitente sobre algo duro, como si los pies avanzaran por superficies irregulares de asta de toro o caucho resistente. Era, para utilizar una comparación más gráfica pero menos precisa, como si personas calzadas con zuecos sueltos y astillados arrastraran y traquetearan los pies por la barnizada tarima. Preferí no especular sobre la naturaleza y aspecto físico de los autores de aquellos sonidos.

No tardé en comprender que cualquier intento por captar una conversación coherente se vería abocado al más irremediable fracaso. Palabras sueltas —entre las que distinguí el nombre de Akeley y el mío— llegaban de vez en cuando a mis oídos, sobre todo cuando hablaba la máquina emisora de palabras, pero su verdadero significado se me escapaba debido a la falta de un contexto donde encajarías. Aún hoy me niego a extraer conclusiones definitivas de aquellas palabras, aun cuando el terrible impacto que me causaron tuvo más de sugeridor que de revelador. De lo que estaba convencido era de que justo debajo de mí se hallaba reunido un terrible y monstruoso cónclave, pero no sabría decir el motivo de sus espeluznantes deliberaciones. Resultaba extraño que me invadiera semejante sensación preñada de imágenes incuestionablemente malignas y monstruosas, a pesar de las garantías que me había dado Akeley sobre la cordialidad de los Exteriores.

Tras una paciente escucha comencé a distinguir claramente las voces, si bien apenas podía entender lo que decían. Detrás de algunos de los que hablaban me pareció captar ciertos rasgos temperamentales. Una de las voces susurrantes, por ejemplo tenía un indiscutible tono autoritario; mientras que la voz metálica, a pesar de su artificiosa estridencia y regularidad, parecía hallarse en una situación subordinada e implorante. La voz de Noyes rezumaba un tono conciliador, en tanto que las otras me fue imposible interpretarlas. No oí el ya familiar susurro de Akeley, pero sabia perfectamente que su voz no podía en modo alguno traspasar la gruesa tarima del suelo de mi habitación.

Trataré de reproducir a continuación algunas de las inconexas palabras y sonidos que llegaron hasta mí, identificando, lo mejor que pueda, a quienes las pronunciaban. Las primeras frases mínimamente inteligibles que reconocí procedían de la máquina parlante.

(La máquina parlante)

«... lo traje conmigo.., devueltas las cartas y la grabación... el final de todo... recibido... ver y oír... mal dita sea... fuerza impersonal, después de todo... cilindro nuevo y reluciente... Dios Todopoderoso...»

(Primera voz susurrante)

«... el tiempo detuvimos.., pequeño y humano... Akeley... cerebro... decir...»

(Segunda voz susurrante)

«... Nyarlathotep... Wilmarth... grabaciones y cartas... burda patraña...»

(Noyes)

(una palabra o nombre impronunciable, posiblemente N’gah-Kthun) ... inofensivo... paz... par de semanas... teatral... ya se lo advertí...»

(Primera voz susurrante)

«... ningún motivo:., plan original.., efectos... Noyes puede vigilar... Round Hill... nuevo cilindro.., coche de Noyes...»

(Noyes)

... bien... todo suyo... aquí abajo... descansar... lugar...»

(Varias voces a la vez, imposibles de distinguir)

(Muchas pisadas, incluido el peculiar sonido del arrastre o traqueteo de los zuecos.)

(Extraño sonido batiente)

(El ruido de un automóvil arrancando y echando marcha atrás.)

(Silencio)

Esto es, en sustancia, lo que captaron mis oídos mientras permanecía tumbado sin moverme en aquella cama del piso superior de la granja encantada perdida entre aquellas endemoniadas montañas. Allí estaba, tumbado y sin desvestirme, con un revólver en la mano derecha y una linterna de bolsillo en la izquierda. Como ya he dicho, me desperté del todo; pero una extraña parálisis me impidió cualquier movimiento hasta mucho después de extinguirse el último eco de aquellos ruidos. Volví a oír el machacón y lejano tic-tac del antiguo reloj de Connecticut en algún lugar del piso de abajo, y, al cabo de un rato, el sonido intermitente de unos ronquidos. Akeley debió quedarse adormecido tras aquella increíble sesión... y yo entendí perfectamente su necesidad de descansar.

No sabía qué pensar o hacer en tales circunstancias. Después de todo, ¿qué había de nuevo en todo lo que acababa de oír que no pudiera esperar de lo que ya sabía? ¿Acaso no sabía que los nefandos Exteriores tenían ahora libre acceso a la granja? Sin duda, Akeley debió verse sorprendido por una inesperada visita de aquellos seres. Pero algo había en aquella fragmentaria conversación que me produjo un tremendo escalofrío, suscitando las más grotescas y espantosas dudas y haciéndome desear fervientemente que me despertase y comprobase que no había sido sino un sueño. A mi juicio, mi subsconciente debió captar algo que aún no habla reconocido a nivel consciente. Pero, ¿y Akeley? ¿Acaso no era ml amigo y habría tratado de evitar por todos los medios que se me infligiera el menor daño? Los apacibles ronquidos que subían de la planta inferior no hacían sino dejar en ridículo todos los temores que repentinamente se habían apoderado de mí.

¿No seria posible que estuvieran aprovechándose de Akeley y lo utilizaran de cebo para atraerme a las montañas con las cartas, las fotografías y la grabación fonográfica? ¿Buscaban aquellos seres nuestra destrucción porque habíamos llegado a saber demasiado? De nuevo me vino a la cabeza el insólito y abrupto cambio operado entre la penúltima y la última carta de Akeley. Algo, mi instinto me lo decía, no encajaba nada bien en todo aquello. Las cosas no eran lo que parecían. Aquel amargo café que rehusé tomar... ¿no habría sido un intento de drogarme por parte de alguna fuerza oculta y desconocida? Tenía que hablar con Akeley y sin perder un segundo, y hacer que recobrase el sentido de las cosas. Aquellos seres le tenían hipnotizado con sus promesas de revelaciones cósmicas, pero ya era hora de que atendiese a razones. Debíamos salir de allí antes de que fuese demasiado tarde. Si Akeley carecía de la fuerza de voluntad necesaria para recobrar la libertad, trataría de infundírsela yo. Y si no lograba persuadirle para salir de allí, al menos me iría yo. Supongo que me permitiría llevarme su Ford, y luego se lo dejaría en un garaje de Brattleboro. Lo había visto en el cobertizo —la puerta estaba sin cerrar y abierta ahora que el peligro parecía haber pasado— y me imaginé que estaría listo para utilizarlo. La momentánea aversión que me produjo Akeley en el transcurso y después de la conversación que mantuvimos por la tarde habla desaparecido por completo. Se hallaba en una situación muy parecida a la mía, y debíamos correr la misma suerte. Sabiendo lo mal que se encontraba, detestaba tener que despertarle en semejante trance, pero no me quedaba otro remedio. Tal como estaban las cosas, no podía permanecer en aquel jugar hasta que amaneciera.

Finalmente me sentí con fuerzas, y me desperecé enérgicamente para recobrar el dominio de mis músculos. Levantándome con una precaución más impulsiva que premeditada, agarré el sombrero y me lo puse encima, cogí la maleta y comencé a bajar las escaleras con ayuda de la linterna. En mi nerviosismo, seguí sin soltar el revólver que llevaba en la mano derecha, y con la izquierda cogí la maleta y la linterna. En realidad no sé por qué tomé tales precauciones, pues simplemente me dirigía a despertar a la única persona a excepción de mí mismo que se hallaba en aquella casa.

Mientras bajaba medio de puntillas los crujientes escalones que llevaban al vestíbulo de entrada, pude oír con mayor nitidez que alguien dormía por los ruidos que sallan de la habitación que había a mi izquierda: el cuarto de estar en el que no había entrado. A mi derecha se abría la densa oscuridad del estudio en que había oído las voces. Abrí la puerta sin cerrar del cuarto de estar y dirigí la luz de la linterna hacia el lugar donde se oían los ronquidos, dirigiéndola finalmente a la cara de quien se encontraba allí durmiendo. Pero al instante aparté la luz de aquel rincón e inicié una sigilosa retirada hacia el vestíbulo. Esta vez mi precaución tenía un fundamento racional a la vez que instintivo: quien dormía en el sofá no era ni mucho menos Akeley, sino el que fuera mi gula, Noyes.

No me hacía una idea clara de qué era lo que realmente pasaba allí, pero el sentido común me dijo que lo más prudente era averiguar cuanto fuese posible antes de despertar a nadie. De vuelta en el vestíbulo, eché silenciosamente el cerrojo de la puerta del cuarto de estar detrás de mí, con lo que se vieron muy reducidas las posibilidades de que Noyes se despertara. Con suma precaución entré seguidamente en el oscuro estudio, donde esperaba encontrar a Akeley, ya fuese dormido o despierto, en la butaca del rincón en que solía descansar. Según avanzaba, el haz de mi linterna se posó en la gran mesa, iluminando uno de los diabólicos cilindros conectado a las máquinas visual y auditiva, a cuyo lado había una máquina parlante, lista para ser conectada en cualquier momento. Me imaginé que debía tratarse del cerebro envasado al que había oído hablar durante la horripilante alocución que hube de aguantar. Incluso se me pasó por la cabeza el perverso impulso de conectarlo a la máquina parlante y ver qué decía.

Debió advertir mi presencia, pues aquellos dispositivos visuales y auditivos no podían dejar de detectar el haz de luz de la linterna ni el débil crujir del suelo bajo mis pies. Pero, finalmente, no me atreví a tocarlo. De pasada, vi que se trataba del nuevo y reluciente cilindro con el nombre de Akeley que había visto encima del estante y que mi anfitrión me rogó que no tocara. Cuando pienso en aquel momento, no hago sino lamentar mi cobardía por no atreverme a hacer hablar al aparato. ¡Dios sabe qué misterios y espantosas dudas y cuestiones sobre su identidad podría haber despejado! Aunque, después de todo, quizá hice bien en no tocarlo.

De la mesa dirigí la linterna al rincón donde creía que estaría Akeley, pero mi sorpresa fue mayúscula al comprobar que en el butacón no habla nadie, ni dormido ni despierto. Por el suelo, arrastrando del asiento, vi el viejo y familiar batín de Akeley, y junto a él la bufanda amarilla y los grandes vendajes para los pies que tanta extrañeza me causaron. Como dudara, haciendo cábalas sobre el paradero de Akeley y por qué se habría desembarazado de repente de sus prendas de enfermo observé que había desaparecido de la habitación el extraño olor y sensación vibratoria que había experimentado antes. ¿A qué se debería? Curiosamente, caí en la cuenta de que sólo lo había notado en la proximidad de Akeley. Aquellas sensaciones eran más intensas en el rincón donde él estaba sentado, e inexistentes fuera del estudio o de las inmediaciones de su entrada. Me detuve, dejando vagar al haz de la linterna por el estudio a oscuras y devanándome los sesos por tratar de encontrar una explicación ante el nuevo cariz que tomaba el caso.

Ojalá hubiera salido sigilosamente de aquel lugar antes de dejar que la luz de la linterna volviera a recaer sobre el sillón vacío. A lo que se ve, no obré con excesiva cautela al salir, pues solté una ahogada exclamación que debió sobresaltar, aunque no despertar del todo, al centinela que dormía al otro lado del vestíbulo. Aquel grito, y los ronquidos aún no interrumpidos de Noyes, fueron los últimos sonidos que oí en aquella tenebrosa granja al pie de la oscura y frondosa cima de la montaña encantada ¡todo un foco de horror trans-cósmico entre las desoladas montañas verdes y los maldicientes arroyos de aquella espectral campiña!

Lo raro es que con la precipitación no dejara caer la linterna, la maleta y el revólver, pero lo cierto es que no perdí nada. Conseguí salir de la habitación y de la casa sin hacer más ruidos, llegar, junto con mis pertenencias, hasta el viejo Ford que se encontraba en el cobertizo y poner en marcha aquel vejestorio, y emprendí una loca huida en busca de algún lugar seguro a través de la noche oscura y sin luna. Lo que siguió fue una escena de delirio digna de la pluma de un Poe o Rimbaud o del lápiz de un Doré, pero finalmente llegué a Townshend. Eso es todo. Si aún estoy en mi sano juicio, puedo considerarme más que afortunado. A veces recelo ante lo que nos depara el futuro, sobre todo ahora que tan sorprendentemente ha sido descubierto el nuevo planeta Plutón.

Como he dicho, después de recorrer toda la habitación dejé que la luz de la linterna se posara en el vacío butacón. Por vez primera, advertí la presencia sobre el asiento de varios objetos que apenas dejaban ver los pliegues sueltos del batín. Eran los objetos, tres en total, que los investigadores no encontraron en su posterior visita a la granja. Como dije al principio, no tenían nada de horroroso en apariencia. El problema radicaba en lo que dejaban intuir. Incluso ahora hay momentos en que me asaltan dudas... momentos en los que casi llego a aceptar el escepticismo de quienes atribuyen aquella irrepetible experiencia al sueño, a los nervios o a un simple espejismo.

Los tres objetos eran dispositivos endiabladamente sofisticados, e iban provistos de ingeniosas pinzas metálicas que se conectaban a articulaciones orgánicas de las que, francamente, prefiero no hacer conjetura alguna. Espero, lo espero con toda ¡ni alma, que se tratara simplemente de las obras en cera de un escultor magistral, no obstante lo que mis más recónditos temores me inducen a pensar. ¡Dios mío! ¡Aquel susurrador en la oscuridad con su enfermizo olor y sus vibraciones! Brujo, emisario, portavoz del averno, ser ajeno a este mundo... aquel espantoso y amortiguado susurro... y todo el tiempo en aquel cilindro nuevo y reluciente del estante... pobre diablo... «Prodigiosa destreza quirúrgica, biológica, química, mecánica...

Pues lo que había encima del butacón, perfectos en apariencia hasta el menor y más inimaginable detalle, eran el rostro y las manos de Henry Wentworth Akeley.

<p>En Las Montañas De La Locura</p>
<p>1</p>

Me veo obligado a hablar, pues los hombres de ciencia han rehusado seguir mi consejo sin saber por qué. Expondré, contra mis deseos, las razones por las que me opongo a ese proyecto de invadir las tierras antárticas en busca de fósiles y de horadar y fundir las antiguas capas de hielo. Y me resisto sobre todo a hablar porque sé que mis advertencias serán inútiles.

Es inevitable, dada su naturaleza, que alguien dude de la verdad de estos hechos; pero si suprimiese lo que puede parecer extravagante e increíble no quedaría nada. Las fotografías que poseo, tanto comunes como aéreas, declararán a mi favor, pues son muy nítidas y reveladoras. Se negará sin embargo su autenticidad a causa de la posibilidad de un truco. Los dibujos a tinta, naturalmente, serán considerados simples imposturas, a pesar de la rareza de una técnica que tiene que sorprender y asombrar a los expertos.

Deberé al fin remitirme al juicio de los pocos hombres de ciencia que tienen, por una parte, bastante independencia de criterio como para juzgar mi relato a la luz de sus propios méritos o en relación con ciertos primitivos y sorprendentes ciclos míticos, y, por otra, suficiente influencia como para disuadir, al mundo de los exploradores, de todo programa temerario, y por demás ambicioso, en la región de esas montañas alucinantes. Por desgracia, yo y mis compañeros somos hombres relativamente poco conocidos, pertenecientes a una universidad de menor importancia, y tenemos muy escasas posibilidades de que se nos preste atención en asuntos raros y discutibles.

Además, ninguno de nosotros es, en sentido estricto, especialista en lo más importante de estas cosas. En mi calidad de geólogo, mi objeto al organizar la expedición de la Universidad de Miskatonic fue sólo el de procurarme algunas muestras de rocas y suelos profundos de varias partes del territorio antártico, ayudado por la notable excavadora del profesor Frank H. Pabodie, de nuestro departamento de ingeniería. No tenía yo la ambición de convertirme en un pionero en otro campo que éste, pero esperaba que la utilización de un nuevo dispositivo mecánico en lugares ya explorados anteriormente sacase a la luz materiales no obtenidos hasta ahora con los métodos comunes.

La excavadora de Pabodie, conocida ya por el público a través de nuestros informes, única por su liviandad y fácil manejo, y que combinaba el principió de las excavadoras artesianas con el de las perforadoras circulares de rocas, podía penetrar fácilmente en estratos de la más variada dureza. Pistón y bielas de acero, motor de gasolina, torre de madera desmontable, parafernalia dinamitera, encordado, palas removedoras y una tubería seccional con barrenos de diez centímetros de ancho y capaces de llegar a trescientos metros de profundidad; tres trineos de siete perros bastaban para arrastrar esa carga y los demás accesorios. Esto era posible gracias a la hábil aleación de aluminio con que estaban fabricadas la mayoría de las piezas. Cinco grandes aeroplanos Dornier, especialmente diseñados para volar a las grandes alturas del techo antártico, y provistos de ciertos dispositivos para encender el combustible y mantener su temperatura, inventados por Pabodie, podían transportas nuestra expedición desde una base en la gran barrera de hielo a varios puntos del continente; luego, nos serviríamos de los trineos.

Era nuestro propósito recorrer una región tan grande como lo permitiese una estación antártica —o más si fuese absolutamente necesario—, operando sobre todo en las cadenas de montañas y la meseta al sur del mar de Ross; regiones ya exploradas diversamente por Shackleton, Amundsen, Scott y Byrd. Cambiando frecuentemente de campamento gracias a nuestros aeroplanos e instalándonos en lugares separados por distancias bastante grandes como para que tuviesen significación geológica, esperábamos extraer una cantidad realmente excepcional de material, especialmente de los estratos precámbricos de los que se conocen tan pocas muestras antárticas. Deseábamos también obtener la mayor variedad posible de rocas fosilíferas superiores, ya que la historia de la vida primitiva en esos reinos de hielo y muerte es de una gran importancia para nuestro conocimiento del pasado de la Tierra. Se sabe que el continente antártico fue en un tiempo templado y hasta tropical, con una abundante vida vegetal y animal de la que los líquenes, la fauna marina, los arácnidos y los pingüinos de la zona norte son los únicos supervivientes. Era nuestra esperanza ampliar esa información en variedad, precisión y detalle. Cuando la simple trepanación revelara signos de fósiles, aumentaríamos el diámetro de la abertura mediante el uso de la dinamita con el fin de obtener ejemplares de condición y tamaño apropiados.

Nuestras perforaciones, de variada profundidad de acuerdo con lo que prometiesen los estratos superiores, estarían limitadas a las superficies terrestres descubiertas o semidescubiertas, o sea, inevitablemente, faldas y cerros, a causa de la capa de hielo, de uno o dos kilómetros de espesor, que cubre las partes más bajas. No podíamos perder tiempo en excavar el hielo, aunque Pabodie había ideado introducir electrodos de cobre en las perforaciones y fundir así áreas limitadas con la corriente generada por una dínamo. Este mismo plan que un grupo como el nuestro sólo podía llevar a cabo experimentalmente ha sido proyectado por la anunciada expedición Starkweather-Moore, a pesar de las advertencias que he lanzado desde nuestro retorno a la Antártida.

El público ha sabido de la expedición Miskatonic gracias a nuestros informes radiofónicos al Arkham Advertiser y a la Associated Press, y a los artículos posteriores escritos por Pabodie y por mí. Nuestro grupo estaba formado por cuatro hombres de la universidad: Pabodie, Lake, del departamento de biología, Atwood, del departamento de física —y también meteorólogo—, y yo, geólogo y comandante nominal. Nos acompañaban dieciséis asistentes; siete estudiantes graduados de Miskatonic y nueve hábiles mecánicos. De estos dieciséis, doce eran calificados pilotos aéreos, y todos, excepto dos, radiotelegrafistas competentes. Ocho de ellos conocían el arte de navegar con brújula y sextante, lo mismo que Pabodie, Atwood y yo. Además, naturalmente, nuestros dos barcos —balleneros de cascos de madera reforzados para navegar entre el hielo y provistos de motores auxiliares— llevaban su tripulación completa.

La Fundación Nathaniel Derby Pickman, con la ayuda de algunas contribuciones especiales, costeaba la expedición; de modo que pudimos prepararnos minuciosamente sin recurrir a la publicidad. Perros, trineos, máquinas, elementos de campaña, y los cinco aeroplanos desmontados fueron reunidos en Boston; allí cargamos nuestras naves. Para nuestros propósitos específicos estábamos muy bien equipados, y en lo que concernía a provisiones, transportes y campamentos aprovechamos la experiencia de nuestros más recientes y brillantes predecesores. Fue el número y la fama de estos mismos predecesores lo que hizo que nuestra propia expedición —a pesar de su amplitud— pasara casi inadvertida a los ojos del mundo.

Como anunciaron los periódicos, partimos de Boston el 2 de septiembre de 1930, y luego de atravesar el canal de Panamá nos detuvimos en Samoa y luego en Hobart, donde completamos nuestras provisiones. Ningún miembro de la expedición había visitado nunca las regiones polares, de modo que teníamos que confiar enteramente en los capitanes de nuestros barcos: J. B. Douglas, que mandaba el bergantín Arkham, y George Thorfinnssen, comandante de la goleta Miskatonic, ambos balleneros veteranos en las aguas del sur.

A medida que nos alejábamos del mundo habitado, el sol se ponía más y más hacia el norte y permanecía en el cielo más y más horas. A los 62° de latitud sur vislumbramos los primeros témpanos —lisos en su parte superior y de lados verticales—, y poco antes de llegar al círculo polar antártico, que cruzamos el 20 de octubre festejando el acontecimiento con apropiadas ceremonias, nos encontramos en dificultades con unos campos de hielo. La temperatura, cada vez más baja, me molestaba bastante tras nuestra larga travesía por los trópicos, pero me preparé resignadamente a soportar otras peores. Los curiosos efectos atmosféricos me encantaban de veras; en una ocasión un espejismo particularmente vívido —el primero que yo veía en mi vida— transformó unos témpanos distantes en las almenas de unos inimaginables castillos cósmicos.

Abriéndonos paso a través de los hielos, que no eran afortunadamente muy extensos ni de gran espesor, reencontramos el mar libre a los 67° de latitud sur y 175° de longitud este. En la mañana del 26 de octubre apareció al sur una tierra fulgurante, y antes del mediodía nos sentimos todos excitados a la vista de una inmensa y nevada cadena montañosa que cubría el horizonte. Nos encontrábamos al fin ante un puesto de avanzada de aquel gran continente casi desconocido. Estos picos eran parte, evidentemente, de la cadena del Almirantazgo, descubierta por Ross; teníamos ahora que doblar el cabo Adare y navegar hacia el sur por la costa este de la Tierra de Victoria hasta arribar a nuestra proyectada base en el estrecho de McMurdo, al pie del volcán Erebus, a 77°9' de latitud sur.

Esta última etapa de nuestro viaje sacudió vivamente nuestra imaginación. Altos picos misteriosos y estériles se alzaban sin fin hacia el oeste mientras el bajo sol septentrional de mediodía y el más bajo aún de medianoche lanzaban sus nublados rayos roji*zos sobre la nieve blanca, los hielos azules y las rocas de granito negro. Por entre las cimas desoladas soplaban las furiosas ráfa*gas intermitentes del terrible viento antártico; sus cadencias sugerían a veces vagamente el sonido de una flauta salvaje, con extensas modulaciones, y por algún motivo subconsciente me parecieron intranquilizadoras y hasta oscuramente horribles. Había algo en la escena que me recordaba los extraños paisajes asiáticos de Nicholas Roerich, y las todavía más perturbadoras descripciones de la legendaria meseta de Leng que se encuentran en el temido Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred. Lamento de veras haber hojeado ese libro monstruoso en la biblioteca de la universidad.

El 7 de noviembre, ya perdida temporalmente de vista la cadena montañosa, pasamos junto a la isla Franklin, y al día siguiente aparecieron ante nosotros, en la isla Ross, los conos del monte Terror y el monte Erebus, y más allá la larga línea de las montañas Parry. Al este se extendía la baja y blanca barrera de hielo que se elevaba verticalmente hasta casi cien metros de altura y señalaba los límites de la navegación hacia el sur. En las primeras horas de la tarde entramos en el estrecho de McMurdo y echamos anclas al pie del humeante monte Erebus. El escoriado pico, de una altura de cuatro mil metros, se alzaba contra el cielo del este como el sagrado Fujiyama en una estampa japonesa; más lejos se veía la mole fantasmal y blanca del volcán apagado conocido como monte Terror, de tres mil doscientos metros de altura.

El humo surgía del Erebus intermitentemente, y uno de nuestros estudiantes — un joven brillante llamado Danforth— señaló lo que parecía un río de lava y nos dijo que esta montaña, descubierta en 1840, había sido sin duda motivo de inspiración de Poe cuando éste escribió siete años más tarde:

... las lavas que ruedan sin descanso con sus corrientes sulfurosas por las pendientes del Yaanek en los extremos climas del polo, que ruedan gimiendo por el monte Yaanek en los reinos del polo boreal...

Danforth era un gran lector de libros fantásticos y nos había hablado mucho de Poe. Yo mismo me sentí interesado a causa de la escena antártica de la única novela corta del poeta: Las aventuras de Arthur Gordon Pym. En la costa estéril, y en la alta barrera de hielo del fondo, miríadas de grotescos pingüinos chillaban y agitaban sus aletas, y en la superficie del agua numerosas focas nadaban o dormitaban en grandes bloques de hielo flotante.

El 9 de noviembre, poco después de medianoche, desembarcamos con dificultades en la isla de Ross. Dos líneas de cables unían nuestros botes con los barcos para utilizar la descarga. Nuestras impresiones al pisar por primera vez el suelo antártico fueron muy fuertes y complejas, aunque este lugar ya había sido visitado por las expediciones de Scott y Shackleton. En la costa helada, al pie del monte Erebus, instalamos un campamento provisional; los cuarteles centrales seguirían a bordo del Arkham.

Llevamos a tierra nuestras excavadoras, los perros, los trineos, las tiendas, las provisiones, los tanques de gasolina, los equipos experimentales para fundir el hielo, las cámaras fotográficas comunes y aéreas, las piezas de los aeroplanos y otros accesorios que incluían tres transmisores de radio portátiles. El transmisor del barco enviaría comunicados a la estación del Arkham Advertiser instalada en Kingsport Head, Massachusetts. Esperábamos completar nuestra tarea en un solo verano antártico, pero si eso fuese imposible invernaríamos en el Arkham, y enviaríamos el Miskatonic al norte en busca de provisiones para otro verano.

No necesito repetir lo que ya ha publicado la prensa a propósito de nuestros primeros trabajos: la ascensión al monte Erebus; las exitosas perforaciones en la isla de Ross y la singular velocidad desarrollada por la excavadora de Pabodie aun a través de las rocas más duras; el ensayo preliminar del dispositivo para fundir el hielo; la peligrosa ascensión a la gran barrera con trineos y provisiones; y el agrupamiento de los cinco aeroplanos en la cima de la barrera. La salud de los veinte hombres y los cincuenta y cinco perros de Alaska era verdaderamente notable, aunque es cierto que hasta ese entonces no habíamos encontrado temperaturas muy bajas ni grandes tormentas. El termómetro se mantenía casi constantemente entre los diez y los veinte grados bajo cero, y los crudos inviernos de Nueva Inglaterra nos habían acostumbrado ya a rigores parecidos. El campamento instalado en la barrera tenía carácter de semipermanente, y allí almacenamos los depósitos de gasolina, las provisiones, la dinamita y otros artículos.

Sólo se necesitarían cuatro aeroplanos para transportar el material de las exploraciones; el quinto quedaría en el campamento con un piloto y dos marinos para que nos auxiliase si se perdían los otros. Más tarde, cuando ya no necesitásemos de los aparatos como medio de transporte, utilizaríamos uno o dos para que hiciesen de correo entre el depósito de la barrera y una base permanente que pensábamos instalar en la gran meseta del sur, situada a unos mil kilómetros, más allá del glaciar de Beardmore. A pesar de los casi unánimes informes sobre los vientos y tempestades que asolaban la región, decidimos prescindir de bases intermedias, arriesgándonos en beneficio de la eficiencia y la economía.

Los periódicos ya han narrado cómo el 21 de noviembre nuestra escuadrilla voló durante cuatro horas sobre las extensiones heladas, con aquellos inmensos picos que se elevaban al oeste, y los abismales silencios que devolvían el ruido de los motores. El viento no nos molestó mucho, y los inconvenientes de aquella niebla opaca con que nos encontramos fueron subsanados con ayuda de las brújulas. Entre los 83° y 84° de latitud nos encontramos ante unas elevaciones; se trataba del glaciar de Beardmore, el valle de hielo más grande del mundo. El mar helado daba lugar ahora a una ceñuda cadena montañosa. Estábamos entrando al fin en el extremo sur: un mundo blanco, muerto desde hacía millones de años. Al este vislumbramos la mole del monte Nansen, de una altura de casi cuatro mil quinientos metros.

La exitosa instalación de la base del sur en el glaciar, a los 86°7' de latitud, y a los 174°23' de longitud este, y la rapidez y efectividad con que se efectuaron perforaciones y voladuras en diversos puntos alcanzados por trineos y aviones, son de todos conocidas. Lo mismo diré de la difícil y feliz ascensión al monte Nansen de Pabodie y dos de los estudiantes —Gedney y Carroll— entre el 13 y el 15 de diciembre. Estábamos a unos dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, y como las perforaciones experimentales revelaron en algunos sitios (a sólo cuatro metros de profundidad) la presencia de tierra firme, recurrimos frecuentemente a los dispositivos de fundición y hundimos barrenos y efectuamos voladuras donde los exploradores anteriores no habían pensado pudiera haber minerales. Los granitos y gredas precámbricos así obtenidos confirmaron nuestra idea de que la meseta era de la misma naturaleza que la gran masa continental del oeste, pero en cierto modo distinta de las partes que se extienden hacia el este, bajo Sudamérica. Pensamos entonces que estas últimas formaban un continente independiente y pequeño, separado del mayor por ciertas regiones heladas de los mares de Ross y Weddell; pero Byrd negó más tarde esta hipótesis.

En ciertas gredas, dinamitadas y trabajadas con el escoplo luego de que los barrenos revelaron su naturaleza, encontramos algunas huellas y fragmentos fósiles del más alto interés: helechos, algas, trilobites, crinoineos, y moluscos tales como língulas y gasterópodos. Todos ellos parecían tener gran importancia para la historia primitiva de esas regiones. Descubrimos igualmente una huella muy curiosa, estriada y triangular, de unos treinta centímetros de ancho en su parte mayor, que Lake reconstruyó uniendo tres fragmentos de esquisto obtenidos mediante una voladura profunda. Estos fragmentos provenían de un punto situado al oeste, cerca de la cadena de la Reina Alejandra. Lake, como biólogo, pareció encontrar estos fragmentos particularmente intrigantes y provocativos, aunque para mis ojos de geólogo no presentaban sino ese efecto de rizo bastante común en las rocas sedimentarias. Como los esquistos no son más que formaciones metamórficas en las que un estrato sedimentario ha sido sometido a presión, y como basta esta última para que cualquier huella pueda ser curiosamente deformada, yo no veía motivos para sorprenderse ante esa figura con estrías.

El 6 de enero de 1931, Lake, Pabodie, Daniels, seis estudiantes, cuatro mecánicos y yo volábamos sobre el polo sur en dos de los aeroplanos cuando nos vimos obligados a descender a causa de un huracán repentino que, afortunadamente, no se convirtió en una tormenta típica.

Éste era, como dijeron los periódicos, uno de los varios vuelos de observación con que tratábamos de descubrir nuevos accidentes topográficos en áreas no alcanzadas por expediciones anteriores. Nuestros primeros vuelos fueron en este sentido decepcionantes, aunque nos suministraron magníficos ejemplos de los fantásticos y engañosos espejismos de esas regiones, de los cuales nuestro viaje por mar ya nos había anticipado algo. Montañas lejanas flotaban en el cielo como ciudades encantadas, y muy a menudo todo aquel mundo blanco se convertía en una tierra dorada, plateada y roja, como nacida de un sueño de Dunsany y plena de aventurera expectación ante la magia del sol bajo de medianoche. En los días nublados nuestros vuelos eran bastante dificultosos ya que la tierra nevada y el cielo se transformaban en un único abismo opalescente sin horizonte visible.

Al fin resolvimos trasladarnos en nuestros cuatro aeroplanos y establecer una nueva base a unos ochocientos kilómetros al este, en un punto situado en la que considerábamos por error la división continental más pequeña. Las muestras geológicas que obtuviésemos servirían para establecer comparaciones. Nuestro estado de salud seguía siendo excelente —el zumo de limón bastaba para contrarrestar los efectos de una dieta basada en alimentos envasados o salados—, y la no muy baja temperatura nos permitía prescindir de nuestros abrigos más gruesos. Estábamos entonces en verano, y si nos dábamos prisa podríamos terminar nuestras investigaciones antes del mes de abril y evitar así una fastidiosa invernada durante la larga noche antártica. Ya habíamos soportado algunas tormentas del este, pero no habíamos sufrido mayores daños gracias al ingenio de Atwood, que había hecho construir unos cobertizos rudimentarios para los aviones y había reforzado las principales instalaciones del campamento con muros de nieve. Nuestro éxito y buena suerte habían sido hasta entonces verdaderamente increíbles.

El mundo exterior conocía, por supuesto, nuestro programa, y supo asimismo de la curiosa y tozuda insistencia de Lake en hacer una incursión por el oeste —o más bien por el noroeste— antes de instalarnos definitivamente en la nueva base. Parecía que había meditado mucho —con una preocupación realmente singular— sobre la huella triangular del esquisto, y le parecía haber descubierto una cierta contradicción entre su naturaleza y el período geológico del terreno. Su curiosidad se había acrecentado sobremanera, y sentía los más vivos deseos de practicar nuevas perforaciones en la formación montañosa que corría hacia el oeste. Tenía la curiosa convicción de que esa huella pertenecía a un animal voluminoso, desconocido y del todo inclasificable; de una evolución notablemente avanzada a pesar de que la roca a que pertenecía databa del período cámbrico, si no del precámbrico, lo que excluía la probable existencia no sólo ya de organismos del más alto desarrollo, sino también de toda vida excepto en formas unicelulares o trilobíticas. Estos fragmentos y la huella debían de tener entre quinientos millones y mil millones de años.

<p>2</p>

Supongo que el público debió de manifestar un interés muy vivo ante nuestro anuncio de que Lake partía hacia el noroeste internándose en regiones donde nunca había penetrado ningún ser humano, ni siquiera con la imaginación, y a pesar de que no mencionamos sus extravagantes esperanzas de revolucionar la biología y la geología. Sus primeras perforaciones, realizadas entre el 11 y el 18 de enero en compañía de Pabodie y otros cinco hombres —y durante las cuales se perdieron dos perros al cruzar una de las grietas abiertas en el hielo por la presión—, habían dado como resultado la obtención de numerosos esquistos arqueanos. Hasta yo me interesé por la evidente profusión de marcas de fósiles en aquel estrato increíblemente antiguo. Estas marcas, sin embargo, que eran de formas de vida muy primitivas, no encerraban ninguna extrema paradoja, salvo la novedad de la abundancia de fósiles en rocas precámbricas. Por lo tanto siguió pareciéndome inoportuno interrumpir nuestro programa para un intermedio que requeriría la utilización de cuatro aeroplanos, muchos hombres, y casi todos los aparatos de la expedición. Sin embargo, no veté el plan; pero decidí no acompañar la expedición, a pesar de los ruegos de Lake, que quería contar con mis conocimientos de geología. Me quedaría en la base con Pabodie y cinco hombres preparando nuestro viaje hacia el este. Uno de los aparatos ya había comenzado a trasladar una gran cantidad de gasolina desde el estrecho de McMurdo; pero este trabajo podía interrumpirse por ahora. Conservé un trineo y nueve perros, pues no era prudente quedarse sin medios de transporte en aquel mundo muerto y desamparado.

La expedición de Lake hacia lo desconocido, como todos recordarán, envió sus comunicados desde los transmisores de onda corta de los aviones; estos mensajes fueron recogidos simultáneamente por el aparato de nuestra base y por el Arkham, anclado en el estrecho de McMurdo. De allí fueron enviados al mundo por la banda de cincuenta metros. El viaje se inició el 22 de enero a las cuatro de la mañana; dos horas más tarde recibimos el primer comunicado: Lake estaba efectuando algunas perforaciones y fundiendo el hielo en pequeña escala en un punto situado a unos trescientos kilómetros de nuestra base. Seis horas después llegó un segundo y excitado mensaje en que se nos informaba que luego de dinamitar una abertura no muy profunda se habían descubierto varios esquistos con marcas aproximadamente similares a la que tanto nos había intrigado.

Tres horas más tarde un breve boletín anunciaba la reanudación del vuelo en el seno de una furiosa tormenta. Envié inmediatamente un mensaje a Lake indicándole que no se arriesgase más, pero éste me contestó que las nuevas muestras autorizaban cualquier riesgo. Comprendí que su excitación era tanta que rehusaría obedecerme, y que yo nada podría hacer para impedir que junto con Lake fracasase toda la expedición. Me aterrorizaba la idea de que Lake y sus compañeros estaban internándose más y más en aquella blanca inmensidad de tempestades e insondables misterios de una extensión de dos mil kilómetros y que llegaba hasta las costas casi desconocidas de la Reina Mary y de Knox.

Una hora y media más y llegó aquel nuevo mensaje de Lake que alteró totalmente mi ánimo y me hizo lamentar no haberlos acompañado.

«10.05. En pleno vuelo. Luego de una tormenta de nieve hemos vislumbrado las montañas más altas de todas las que hemos encontrado hasta ahora. Pueden igualar a las del Himalaya, si se tiene en cuenta la altura de la meseta. Latitud probable: 76°15'; longitud este: 113°10'. Se extienden del este al oeste, hasta donde alcanza la vista. Hemos creído ver dos conos volcánicos humeantes. Picos oscuros y sin nieve. El viento que sopla entre ellos impide la navegación».

Después de esto mis compañeros y yo no abandonamos el receptor. La idea de esta titánica cadena montañosa, situada a mil kilómetros de nosotros, inflamaba nuestros deseos de aventura. Nos regocijamos de que nuestra expedición, ya que no nosotros mismos, hubiese sido su descubridora. Media hora más tarde Lake nos llamó:

«El aparato de Moulton ha hecho un aterrizaje forzoso; pero no hay heridos y creemos que es posible reparar los daños. Hemos trasladado lo más importante a los otros tres aviones para el momento del regreso o por si fuese necesario seguir adelante. Por ahora no hace falta utilizar los aviones como transporte. Las montañas sobrepasan todo lo imaginable. Iré a explorar con el aeroplano de Carroll. Le hemos quitado la carga.

Esto es absolutamente fantástico. Los picos más altos deben de superar los diez mil metros de altura. El Everest no puede comparárseles. Atwood tratará de establecer la altura exacta con el teodolito mientras Carroll y yo realizamos nuestro vuelo. Quizá me haya equivocado a propósito de los conos, pues el terreno parece estratificado. Posiblemente sean esquistos precámbricos junto con otras formaciones. Los contornos, recortados contra el cielo, tienen un aspecto muy curioso: secciones regulares de cubos que llegan hasta los más altos picos. Un espectáculo maravilloso bajo la luz rojo-dorada del sol bajo. Como una tierra misteriosa de ensueño o el umbral de un mundo prohibido de maravillas vírgenes. Desearíamos que usted estuviese aquí para ayudarnos a investigar».

Aunque era técnicamente hora de dormir, ninguno de nosotros pensó un momento en irse a la cama. Lo mismo debía de ocurrir en el estrecho de McMurdo, pues la base de aprovisionamiento y el Arkham recibían también los comunicados. En efecto, el capitán Douglas nos envió a todos un mensaje de congratulaciones por el importante descubrimiento, y Sherman, el operador de la base, nos dijo también unas palabras. Lamentábamos por supuesto los daños que había sufrido el aeroplano, pero teníamos la esperanza de que pudieran repararse con facilidad. A las 11 de la noche nos llegó otro mensaje de Lake:

«Estamos volando con Carroll entre los contrafuertes más altos. No hemos intentado acercarnos a los picos a causa del tiempo; lo haremos más tarde. La ascensión es difícil, pero vale la pena. Las montañas se aprietan unas contra otras; imposible ver del otro lado. Las cimas más altas exceden a las del Himalaya, y son muy curiosas. Pertenecen seguramente al sistema precámbrico. No tienen nada de volcánicas. No hay nieve más allá de los seis mil rnetros de altura.

»En las faldas de los picos más altos hay formaciones muy raras. Grandes bloques cuadrados de lados verticales y alineaciones regulares cortadas a pico como los viejos castillos asiáticos en las montañas abruptas pintadas por Roerich. Impresionan sobremanera vistas desde cierta distancia. Nos hemos acercado a algunas y Carroll cree que están formadas por fragmentos independientes, pero esto es sin duda efecto de la erosión. Las aristas parecen desgastadas y redondeadas como si hubiesen estado expuestas a las tormentas y a los cambios de clima durante millones de años.

Algunas partes, especialmente las superiores, son de rocas más claras que los estratos visibles de las pendientes; origen cristalino, es indudable. Desde cerca se advierten unas cuevas con entradas de forma curiosamente regular: cuadradas o semicirculares. Tienen que venir e investigar con nosotros. Creo haber visto un macizo cuadrado en lo alto de una de las montañas. La altura parece variar entre los nueve mil y los diez mil metros. Hemos llegado a una altura de seis mil quinientos metros; hace un frío infernal. El viento pasa y silba por los desfiladeros y las entradas de las cavernas, pero volamos bastante lejos y no hay peligro».

Lake continuó sus comentarios durante una media hora y expresó su intención de subir a pie a alguno de los picos. Le respondí que me uniría a él tan pronto como pudiese enviarme un aparato, y que Pabodie y yo estudiaríamos el mejor modo de concentrar la gasolina en vista del nuevo carácter que había tomado la expedición. Era evidente que las operaciones de Lake, lo mismo que las actividades de sus aeroplanos, requerirían una gran cantidad de combustible, y era muy probable, después de todo, que el vuelo hacia el este no pudiera efectuarse durante un tiempo. Llamé al capitán Douglas y le pedí que con la ayuda de los perros que habían quedado con nosotros llevara todo el combustible posible a la barrera de hielo. Queríamos establecer una ruta directa entre Lake y el estrecho de McMurdo.

Lake me llamó más tarde para comunicarme su decisión de establecer el campamento en el lugar en que el aeroplano de Moulton se había visto obligado a descender y donde se estaban efectuando las reparaciones. La capa de hielo era muy delgada, y dejaba ver la tierra en algunos lugares. Antes de hacer algunas incursiones en trineo, o de intentar una ascensión, iban a hacer allí mismo varias perforaciones. Nos habló de la inefable majestad del paisaje y de sus extrañas sensaciones al encontrarse al pie de aquellos vastos y silenciosos pináculos que se alzaban al cielo como una muralla en el borde mismo del mundo. Las observaciones de Atwood con el teodolito habían permitido establecer la altura de los cinco picos más elevados: entre los nueve mil y los diez mil doscientos metros de altura. Lake estaba indudablemente perturbado por la naturaleza del suelo, pues éste revelaba la existencia ocasional de prodigiosas tormentas, de una violencia superior a todas las que habíamos encontrado. Su campamento se alzaba a unos ocho kilómetros de los primeros contrafuertes. Me pareció advertir algo así como una alarma subconsciente en el mensaje —lanzado a través de un vacío de mil kilómetros— en el que nos pedía que nos apresuráramos y terminásemos cuanto antes nuestros trabajos en aquella nueva región. Iba a descansar ahora, luego de aquella jornada de apresurada y dura labor.

A la mañana siguiente hablé por radio con Lake y el capitán Douglas. Decidimos que uno de los aeroplanos de Lake vendría a nuestra base y recogería a Pabodie, a otros cinco hombres y a mí, junto con toda la gasolina que pudiese cargar. En cuanto al resto del combustible, todo dependía de que hiciésemos o no el viaje al este, así que podía esperar. Lake tenía bastante por ahora para satisfacer a las necesidades del campamento. Habría que suministrar gasolina a la base del sur. Si posponíamos nuestra incursión por el este, no la usaríamos hasta el próximo verano, y, mientras tanto, Lake enviaría un avión para que buscase una ruta directa entre esas nuevas montañas y el estrecho de McMurdo.

Pabodie y yo nos preparamos a abandonar nuestro campamento durante un tiempo más o menos largo. Si invernábamos en la Antártida podríamos volar directamente de la base de Lake al Arkham sin volver aquí. Algunas de nuestras tiendas cónicas ya habían sido reforzadas por bloques de nieve endurecida, y decidimos completar el trabajo convirtiendo el campamento en una verdadera aldea. Lake se había llevado un número considerable de tiendas, así que nuestra llegada no aparejaría mayores incomodidades. Comuniqué a Lake que Pabodie y yo estaríamos preparados para viajar hacia el norte al día siguiente.

Nuestros preparativos, sin embargo, no comenzaron hasta después de las cuatro de la tarde, pues poco antes de esa hora Lake nos envió unos mensajes extraordinarios y excitados. El día había comenzado mal, pues no habían podido descubrir, en un vuelo de reconocimiento, los estratos primitivos que formaban la mayor parte de las cimas. Casi todas las rocas eran aparentemente jurásicas y cománchicas, y esquistos pérmicos y triásicos. De cuando en cuando algunas manchas brillantes y negras sugerían la presencia de carbón. Lake estaba descorazonado, pues tenía la intención de desenterrar ejemplares de más de quinientos millones de años de antigüedad. Era evidente que si quería examinar los estratos en que había descubierto aquellas curiosas huellas, tendría que hacer un largo viaje en trineo hasta las faldas mismas de las montañas.

Resolvió, sin embargo, hacer algunas perforaciones como parte del programa general. Instaló, pues, la excavadora y puso a cinco hombres en el trabajo mientras el resto aseguraba las tiendas y reparaba el dañado avión. Se eligió para extraer las primeras muestras una roca blanda —a unos centenares de metros del campamento— y la excavadora hizo excelentes progresos sin necesidad de recurrir con mucha frecuencia a la dinamita. Tres horas más tarde, luego de la primera explosión verdaderamente fuerte, se oyeron los gritos del equipo de perforaciones, y el joven Gedney, que dirigía los trabajos, corrió al campamento con las sorprendentes noticias.

Habían descubierto una caverna. Después de las primeras perforaciones, la greda había dado lugar a una vena de terreno calcáreo cománchico en el que abundaban los fósiles diminutos: cefalópodos, corales y equinoideos, con algunos indicios de esponjas silíceas y huesos de animales vertebrados marinos — probablemente teleósteos, escualos y ganoideos—. Esto tenía ya su importancia, pues eran los primeros fósiles vertebrados que había descubierto la expedición; pero cuando poco después la cabeza del trépano atravesó de parte a parte un estrato y encontró el vacío, una intensa y redoblada ola de excitación invadió a los excavadores. Una carga de dinamita había bastado para descubrir el subterráneo secreto; y ahora, a través de una abertura de un metro y medio de largo por un metro de ancho, los miembros de la expedición pudieron contemplar una cavidad abierta hacía más de cincuenta millones de años por las aguas de un mundo tropical desaparecido.

La caverna no llegaba a los dos metros y medio de profundidad, pero se extendía indefinidamente en todas direcciones, y una fresca corriente de aire sugería que era parte de un extenso sistema subterráneo. El techo y el suelo estaban abundantemente adornados con estalactitas y estalagmitas, algunas de las cuales se unían y formaban columnas. Pero lo más importante era la abundancia de conchas y huesos que en algunos lugares casi cerraban el paso. El depósito contenía más representantes de los períodos cretáceo y eoceno (procedentes de las junglas desconocidas de helechos arbóreos y hongos mesozoicos, bosques de cicadáceas, palmeras y angiospermas terciarias) que los que el más hábil de los paleontólogos pudiera reunir o clasificar en un año. Moluscos, armaduras de crustáceos, pescados, anfibios, reptiles, pájaros y mamíferos primitivos..., grandes y pequeños, conocidos y desconocidos. No era raro que Gedney corriera al campamento, dando gritos, y no era raro tampoco que todos dejaran inmediatamente el trabajo y se precipitaran a través de aquel aire helado hacia el lugar donde la torre perforadora señalaba una nueva vía de acceso a los secretos del interior de la tierra y las desvanecidas edades.

Cuando Lake satisfizo su primer impulso de curiosidad, garabateó un mensaje en su libreta de notas y envió al joven Moulton al campamento para que lo despachara por radio. Así me enteré por primera vez del descubrimiento. Lake había identificado algunas conchas primitivas, huesos de ganoideos y placodermos, restos de laberintodontes y tecodontes, trozos de cráneos de mesosaurios, vértebras de dinosaurios, dientes y huesos de alas de pterodáctilos, fragmentos de arqueoptérix, dientes de escualos miocénicos, cráneos de aves primitivas, y otros huesos de mamíferos arcaicos como paleoterios, xifodontes, eohippi, oreodontes y titanotheres. No había huellas de mastodontes, elefantes, camellos, ciervos o animales bovinos; por lo tanto, Lake concluyó que los últimos depósitos se habían producido durante el período oligoceno, y que la caverna había permanecido seca e inaccesible por lo menos durante treinta millones de años.

Por otra parte, la preeminencia de formas de vida muy primitivas era realmente sorprendente. No había duda de que los terrenos (como lo probaba la presencia de ciertos fósiles típicos como los ventriculites) eran cománchicos, y no más antiguos. Sin embargo, la caverna contenía un número sorprendente de organismos considerados hasta entonces como pertenecientes a un período muy anterior. Hasta había peces, corales y moluscos rudimentarios de períodos tan remotos como el silúrico o el ordovícico. Era inevitable concluir que en esta parte del mundo había habido desde hacía trescientos millones de años hasta treinta millones de años atrás, una notable y única relación de continuidad orgánica. No era posible saber hasta qué punto se había mantenido esta continuidad una vez cerrada la caverna. De cualquier modo el advenimiento de los terribles hielos del pleistoceno —unos quinientos mil años atrás, y simplemente ayer comparado con la edad de esta caverna— tenía que haber puesto fin a cualquier forma primitiva que hubiese sobrevivido a su período común.

Lake no se contentó con enviar ese primer mensaje. Antes de que Moulton hubiese vuelto ya había escrito y enviado otro. Después de esto, Moulton se instaló en uno de los aeroplanos para transmitir al Arkham y a mí las numerosas posdatas que Lake enviaba con una sucesión de mensajeros. Los lectores de periódicos recordarán la excitación creada por los informes de aquella tarde, informes que tuvieron como consecuencia, luego de todos estos años, la organización de la expedición Starkweather-Moore, a la que con tanta ansiedad quiero disuadir de sus propósitos. Será mejor que copie literalmente los mensajes, tal como los envió Lake y los transcribió taquigráficamente McTighe, el operador de nuestra base:

«Fowler ha hecho un descubrimiento de la mayor importancia en los fragmentos de greda y terreno calcáreo arrancados por la explosión. Unas huellas triangulares y estriadas, idénticas a las de los esquistos arqueanos, prueban que ese organismo sobrevivió durante seiscientos millones de años sin más que unos pocos cambios morfológicos. Estas huellas cománchicas muestran ciertas señales de decadencia que no había en las anteriores. Señálese la importancia del descubrimiento en la prensa. Quizá signifique para la biología lo mismo que la teoría de Einstein significó para la matemática y la física. Puede relacionarse con mis trabajos previos y amplía las conclusiones posibles.

»Indica por lo menos que han existido en la Tierra ciclos completos de vida orgánica anteriores a la aparición de las células arcaeozoicas. Estos organismos se desarrollaron y especializaron en un pasado no inferior a mil millones de años, cuando el planeta era joven e inhabitable para cualquier forma de vida de estructura protoplasmática normal. Queda por saber cuándo, dónde y cómo se realizó este desarrollo».

Más tarde: «Examinando fragmentos de esqueletos de ciertos saurios y mamíferos primitivos, marinos y terrestres, he advertido unas curiosas lesiones locales que no pueden atribuirse a ningún carnívoro conocido. Son de dos clases: perforaciones penetrantes e incisiones que parecen talladas. En uno o dos casos, huesos cortados limpiamente. Pocos ejemplares afectados. He enviado a buscar al campamento unas linternas eléctricas. Extenderemos el área de expedición rompiendo las estalactitas».

Un poco más tarde: «Hemos encontrado un curioso fragmento de esteatita de unos quince centímetros de diámetro y unos cuatro de espesor, totalmente diferente de todas las formaciones locales. Verdoso, de edad indeterminada. Curiosamente liso y regular. Tiene la forma de una estrella de cinco puntas con los extremos rotos. En el centro y los ángulos interiores hay unas hendiduras. Difícil establecer su origen. Posiblemente efecto de la erosión. Carroll, con ayuda de una lupa, cree haber advertido otros signos de importancia geológica. Grupos de puntos minúsculos regularmente dispuestos. Los perros, cada vez más inquietos a medida que el trabajo avanza, parecen odiar esta piedra. Quizá tenga algún olor peculiar. Volveremos a informar cuando Mills regrese con luces y comencemos a trabajar en el subterráneo».

«22.15. Importante descubrimiento. Orrendorf y Watkins encontraron bajo tierra a las 21.45 un fósil monstruoso en forma de tonel, de naturaleza totalmente desconocida. Se trata quizá de un vegetal o de un ejemplar gigantesco de protozoario marino desconocido. El tejido ha sido indudablemente preservado por sales minerales. Duro como cuero, pero de una flexibilidad sorprendente en ciertos lugares. Señales de partes rotas en las extremidades y los costados. Un metro ochenta de altura; diámetro central: un metro; diámetro en los dos extremos: unos treinta centímetros. Como un tonel, con cinco notables salientes en lugar de duelas. Unas cisuras laterales, que podrían corresponder a unos tallos delgados, en la parte más ancha de esas salientes. En las hendiduras que separan las salientes hay unas excrecencias extrañas: crestas o alas que se abren y extienden como abanicos. Todas muy dañadas excepto una que alcanza extendida una longitud de dos metros. Me recuerda aciertos monstruos de las leyendas primitivas, particularmente a los Antiguos del Necronomicon.

»Estas alas, membranosas, están sostenidas por algo así como un armazón tubular. En los extremos del armazón parece haber unos orificios diminutos. Los extremos del cuerpo se han recogido sobre sí mismos y no permiten ver el interior ni adivinar si había alguna pieza anatómica. Haremos una disección cuando volvamos al campamento. No podemos decidir si es vegetal o animal; pero se trata indudablemente de un ser increíblemente primitivo. Hemos puesto a todos a la tarea de sacar estalactitas y buscar otros ejemplares. Encontramos otros huesos dañados, pero esto puede esperar. Tenemos dificultades con los perros. No pueden soportar la presencia de este curioso ser. Si no los mantuviésemos a raya, lo harían pedazos».

«23.30. Atención, Dyer, Pabodie, Douglas. Asunto de la más alta —debo decir trascendental— importancia. Que el Arkham transmita en seguida la noticia a la estación de Kingsport Head. El organismo en forma de tonel es el mismo que dejó las huellas en las rocas. Mills, Boudreau y Fowler encontraron un grupo de trece de estos seres a unos doce metros de la entrada del subterráneo. Estaban mezclados con fragmentos de esteatita curiosamente redondos, más pequeños que el anterior. Son también de forma de estrella, pero pocas de las puntas están rotas.

»De estos ejemplares, ocho se han conservado muy bien. No falta ningún apéndice. Los hemos traído a la superficie, manteniendo alejados a los perros. No toleran la cercanía de estos fósiles. Atiendan bien a nuestra descripción y repitan para mayor exactitud. Los periódicos no deben cometer errores.

»Longitud total: dos metros y medio. Torso provisto de cinco aletas salientes de un metro ochenta de diámetro. Tejido exterior gris oscuro, flexible y de gran resistencia. Alas de dos metros de largo del mismo color; se repliegan entre las salientes. Armazón tubular, con orificios en los extremos, de un color menos oscuro. Las alas extendidas son de bordes dentados. En el centro del tonel, en cada una de las partes similares a duelas, hay cinco sistemas de brazos o tentáculos flexibles, de color gris. Se aprietan contra el torso, pero extendidos alcanzan un metro de longitud. Como los brazos de los crinoideos primitivos. El tallo principal, de unos ocho centímetros de diámetro, se divide a los diez centímetros en tres secundarios de los que nacen a su vez, a los veinte centímetros, cinco pequeños tentáculos delgados, o sea un total de veinticinco tentáculos.

»En lo alto de la masa torácica hay un cuello bulboso, gris, provisto de una especie de agallas. La aparente cabeza es una estrella de cinco puntas cubierta por un vello duro de unos ocho centímetros de largo y de todos los colores del prisma.

»Esta cabeza es gruesa, de unos sesenta centímetros de una punta a otra; de cada una de las puntas nacen unos tubos amarillos y flexibles. Hay una abertura en el centro mismo de la estrella; probablemente un órgano respiratorio. Los tubos terminan en una protuberancia esférica y membranosa. La membrana se repliega con la simple presión del dedo y permite ver un globo de iris roji*zo; un ojo, evidentemente.

»De los ángulos interiores de la cabeza surgen cinco tubos roji*zos más largos que terminan en unos sacos del mismo color. Si se presiona sobre estos sacos aparece una abertura en forma de campana de cinco centímetros de diámetro con unas protuberancias blancas en forma de dientes. Cuando encontramos el ejemplar, los tubos, el vello y las puntas de la estrella se encontraban replegados contra el cuello y el torso. La flexibilidad es sorprendente a pesar de la naturaleza coriácea del tejido.

»En el extremo inferior del torso —contraparte grosera de la cabeza y sus apéndices—, un pseudocuello bulboso, de color gris claro, sin agallas, sostiene una protuberancia verdosa de cinco puntas.

»Brazos duros, de más de un metro de largo y con un diámetro de dieciocho centímetros en la base y tres en la punta. En ésta hay un triángulo membranoso de veinte centímetros de largo y quince de ancho. Se trata de la pala, aleta o pie que ha dejado sus huellas en las rocas de una época que se extiende desde mil millones a cincuenta o sesenta millones de años atrás.

»De los ángulos interiores de esta estrella nacen unos tubos roji*zos de sesenta centímetros de largo, de ocho de ancho en la base, y de dos en la punta. Orificios en los extremos. Todas las partes muy duras y correosas, pero extremadamente flexibles. Los brazos provistos de palas han servido indudablemente como medio de locomoción, marina o de otra clase. Cuando se los mueve dan la impresión de una gran fuerza muscular. Estas protuberancias estaban replegadas sobre el cuello, lo mismo que las de la cabeza.

»No es posible discernir si este organismo pertenecía al reino vegetal o al animal, aunque nos inclinamos por la segunda hipótesis. Representa probablemente un radiado de increíble desarrollo que no ha perdido sus rasgos primitivos. A pesar de ciertas características contradictorias es indudablemente similar a un equinodermo.

»Las alas nos desconciertan bastante a causa del posible hábitat marino; pero quizá sirvieron para navegar. La simetría es curiosamente similar a la de un vegetal, pues su eje atraviesa horizontalmente el torso y no verticalmente como en los animales. Fecha de aparición sobre la tierra, fabulosamente antigua, ya que precede hasta a los más simples protozoarios arqueanos hasta ahora conocidos.

»Los ejemplares intactos tienen una increíble similitud con ciertas criaturas de los mitos primitivos, de modo que es posible creer que en una época extremadamente remota existieron fuera de la Antártida. Dyer y Pabodie han leído el Necronomicon; han visto las pesadillas pintadas por Clark Ashton Smith, basadas en el texto, y comprenderán que hablo de esos Antiguos que, se dice, crearon toda la vida terrestre por broma o por error. Los entendidos han pensado siempre que esta concepción había nacido de divagaciones enfermizas sugeridas por la existencia de ciertos protozoarios tropicales muy antiguos. Recuerdan igualmente a las criaturas prehistóricas de que suele hablar Wilmarth: seres de Cthulhu, etc.

»Se ha abierto un inmenso campo a nuestro estudio. Los depósitos pertenecen probablemente al período cretáceo o al eoceno primitivo, a juzgar por los otros fósiles. Los trece ejemplares yacían bajo una masa de estalagmitas. Ha costado mucho desprenderlos, pero la dureza de los tejidos ha evitado daños irreparables. El estado de preservación es milagroso, debido posiblemente a la acción de la piedra caliza. No hemos encontrado más, pero luego reanudaremos la búsqueda. Por ahora tenemos que ocuparnos en cómo traer los ejemplares al campamento sin ayuda de los perros, que ladran furiosamente, y a quienes es imposible dominar cuando están cerca de las criaturas.

»Tenemos que manejar los trineos con nueve hombres; tres tienen que ocuparse en cuidar los perros. Vamos a establecer un puente aéreo con el estrecho de McMurdo y comenzaremos a trasladar el material. Desearía que tuviésemos aquí un verdadero laboratorio. Dyer puede avergonzarse por haber tratado de evitar esta expedición. Primero las montañas más grandes del mundo; luego esto. Si no se trata de nuestro mayor descubrimiento, no sé qué es. Como hombres de ciencia tenemos la gloria asegurada. Felicitaciones, Pabodie, por el aparato que reveló la cueva. Que el Arkham repita ahora la descripción».

Las sensaciones que Pabodie y yo experimentamos al recibir este informe son verdaderamente indescriptibles. El entusiasmo de nuestros hombres no era menor. McTighe, que había descifrado rápidamente algunos trozos a medida que llegaban, transcribió para nosotros la totalidad del mensaje tan pronto como el operador de Lake cortó la comunicación. Todos comprendimos en seguida la extraordinaria importancia del descubrimiento. Cuando el Arkham terminó de repetir la descripción, envié mis felicitaciones a Lake. Lo mismo hicieron luego Sherman, desde la estación del estrecho de McMurdo, y el capitán Douglas, desde el Arkham. Más tarde, como jefe de la expedición, escribí algunas notas para que el Arkham las transmitiese al mundo. Como era natural, nadie pensaba en dormir. Mi único deseo era el de trasladarme al campamento de Lake con toda la rapidez posible. Me sentí realmente decepcionado cuando Lake me hizo saber que una tormenta que venía de las montañas hacía imposible toda navegación aérea.

Pero una hora y media más tarde ya había olvidado mi decepción. Los nuevos mensajes de Lake informaban que los ejemplares habían sido trasladados al campamento con todo éxito. Había sido una tarea dura, pues aquellos seres eran sorprendentemente pesados. Ahora algunos de los hombres estaban construyendo un corral a una distancia conveniente del campamento para que los perros no molestasen. Los ejemplares, salvo uno que Lake trataría de disecar, quedarían afuera, sobre la nieve.

El trabajo resultó inesperadamente duro. A pesar del calor que reinaba en la tienda gracias a la estufa de petróleo, los tejidos de engañosa flexibilidad del ejemplar elegido por Lake entre los ocho que se habían conservado intactos, no perdieron nada de su naturaleza correosa. Lake no sabía cómo practicar las incisiones necesarias sin dañar las maravillas internas que esperaba encontrar. Disponía, es cierto, de otros siete ejemplares en buenas condiciones, pero no podía dañar a uno tras otro. En consecuencia hizo trasladar a la tienda un ejemplar que, aunque conservaba parcialmente aquellos órganos en forma de estrella de los extremos, tenía en muy mal estado uno de los surcos del torso.

Los resultados del examen (rápidamente comunicados por radio) fueron de veras sorprendentes y asombrosos. Sin instrumentos capaces de cortar aquel anómalo tejido era imposible efectuar una investigación minuciosa, pero lo poco que se obtuvo nos dejó estupefactos y con cierto temor. Era necesario revisar toda la ciencia biológica; la criatura no estaba relacionada con ningún sistema orgánico conocido. No había depósitos minerales, y, a pesar de una edad de quizá cuarenta millones de años, los órganos internos estaban absolutamente intactos. Aquella naturaleza correosa y casi indestructible parecía ser inherente a la organización de la criatura y provenía sin duda de algún ciclo paleógeno de evolución invertebrada que estaba más allá de toda posible imaginación. En un principio, Lake no encontró sino una materia seca, pero a medida que el aire de la tienda se iba recalentando comenzó a aparecer un líquido verdoso de olor punzante y ofensivo. No era sangre, pero sí un fluido espeso que parecía cumplir las mismas funciones. Para ese entonces los perros ya estaban en el corral, pero a pesar de la distancia sintieron aquel olor acre y difuso y se pusieron a ladrar furiosamente.

Lejos de ayudarnos a ubicar aquella extraordinaria criatura, esta disección no hizo más que aumentar el misterio. Todas las suposiciones acerca de los órganos exteriores habían sido correctas, de modo que parecía indudable que se trataba de un animal. Pero el examen interno había revelado tantas características vegetales que Lake ya no sabía qué decir. Había un aparato digestivo y circulatorio, y los desechos se eliminaban por los tubos roji*zos de la estrella de la base. Se diría, curiosamente, que el aparato respiratorio exhalaba oxígeno y no anhídrido carbónico, y había unas cámaras destinadas en apariencia a almacenar el aire que entraba en el organismo por otros dos sistemas totalmente desarrollados: agallas y poros. Se trataba indudablemente de un anfibio, y parecía estar adaptado para pasar largos períodos de invernada sin necesidad de aire. Había otras anomalías para las que no se encontró solución inmediata. Un lenguaje articulado no parecía posible, pero podía creerse en la existencia de toda una gama de sonidos musicales.

El sistema nervioso era de tal complejidad que Lake quedó estupefacto. Aunque excesivamente primitiva en algunos aspectos, la criatura tenía todo un sistema de centros y prolongaciones ganglionares que llegaban al límite del desarrollo especializado. El cerebro, de cinco lóbulos, era de gran perfección, y había indicios de un sistema sensorial, del que formaba parte el vello de la cabeza, totalmente extraño al de los organismos terrestres. Había allí probablemente más de cinco sentidos, de modo que para conocer los hábitos de aquella criatura no era posible recurrir a ninguna analogía. Debía de haber gozado, pensó Lake, de una extraordinaria sensibilidad y de funciones altamente diferenciadas. Podía relacionársela, en este sentido, con las abejas y hormigas de hoy. Se reproducía, como las criptógamas, especialmente las pteridofitas, pues llevaba depósitos de esporas en las extremidades de las alas, y se desarrollaba evidentemente de un talo o protalo.

Pero por ahora no se le podía dar un nombre. Se parecía a un protozoario, aunque era indudablemente algo más complejo. Tenía ciertos elementos vegetales, pero en sus tres cuartas partes era de estructura animal. La simetría y algunos otros atributos indicaban claramente un origen marino: y sin embargo parecía capaz de adaptarse a cualquier ambiente. Las alas, sobre todo, hablaban de hábitos aéreos. Era imposible concebir cómo había logrado evolucionar de tal modo en un mundo recién nacido. No era raro que Lake recordase la leyenda de los grandes Antiguos que habían venido de los astros, y el relato acerca de unas criaturas cósmicas que vivían en las colinas de Vermont contado por un colega de la Universidad de Miskatonic.

Naturalmente, Lake consideró la posibilidad de que las huellas precámbricas perteneciesen a una especie menos evolucionada, pero, luego de reflexionar acerca de las características de los distintos fósiles, rechazó rápidamente esta teoría demasiado cómoda. En los ejemplares más recientes se advertían signos de decadencia antes que de evolución. El tamaño de los pies había disminuido, y el conjunto de la morfología parecía más grosero y simple. Además, los nervios y órganos recientemente examinados parecían haber retrogradado desde formas más complejas. Las partes atrofiadas eran numerosas. De todos modos poco podía averiguarse, así que Lake recurrió a la mitología en busca de un nombre provisional, y llamó jocosamente a sus hallazgos «los Antiguos„.

Hacia las dos y media de la mañana, habiendo decidido tomarse un pequeño descanso, Lake cubrió los restos del organismo con un lienzo, salió de la tienda, y estudió los otros ejemplares con renovado interés. El continuo sol antártico había comenzado a ablandar los tejidos, y las puntas de las estrellas y los tentáculos de dos o tres de aquellas criaturas parecían querer desenrollarse; pero Lake no creyó que hubiese un peligro inmediato de descomposición en aquellas temperaturas bajo cero. Agrupó sin embargo a las criaturas y tendió sobre ellas la lona de una tienda para evitar la acción directa de los rayos solares. Esto ayudaría además a impedir que los perros sintiesen aquel posible olor. La inquietud hostil de estos animales se estaba convirtiendo de veras en un problema, a pesar de la distancia y los muros de nieve levantados por los hombres. Lake tuvo que sujetar los extremos de la lona con unos grandes bloques de nieve. Las gigantescas montañas parecían estar a punto de librar una terrible tempestad. Los primeros temores acerca de los repentinos vientos antárticos revivieron otra vez, y bajo la supervisión de Atwood se aseguraron las tiendas, el nuevo corral para perros, y los toscos refugios de los aeroplanos. Estos últimos, construidos con bloques de nieve, no tenían todavía la altura necesaria, y Lake ordenó a todos sus hombres que trabajasen en ellos.

Poco después de las cuatro Lake se despidió invitándonos a descansar, tal como iban a hacer él y sus compañeros cuando terminaran con las paredes. Habló un rato amablemente con Pabodie, alabando otra vez la maravillosa excavadora que había permitido realizar el descubrimiento, y Atwood envió también sus saludos y elogios. Yo le transmití mis calurosas felicitaciones, reconociendo que había estado acertado con respecto a ese viaje hacia el oeste, y acordamos que volveríamos a comunicarnos a las diez de la mañana. Antes de retirarme envié un último mensaje al Arkham pidiéndoles que escuchasen las noticias del exterior. Nuestro informe debía de haber levantado una ola de incredulidad, y ésta se mantendría sin duda hasta que aportásemos pruebas más sustanciales.

<p>3</p>

Ninguno de nosotros, creo, durmió muy continua o profundamente aquella noche. Nos lo impidió tanto la excitación provocada por el descubrimiento de Lake como la creciente furia del viento. Tan terrible era el huracán en nuestro sector que nos preguntamos con inquietud qué fuerza tendría en el campamento de Lake, situado al pie de las montañas. A las diez de la mañana McTighe trató de hablar con Lake, según habíamos acordado, pero las condiciones eléctricas de la atmósfera impidieron aparentemente la comunicación. Logramos sin embargo establecer contacto con el Arkham, y Douglas me dijo que él también había tratado vanamente de comunicarse con Lake. Nada sabía de la tormenta; en el estrecho de McMurdo había una relativa calma.

Escuchamos ansiosamente toda la mañana y multiplicamos nuestras llamadas; todo fue inútil. Alrededor del mediodía una borrasca venida del oeste nos hizo temer por la suerte de nuestro campamento, pero se desvaneció en seguida. A las dos de la tarde reapareció un momento, y a las tres, vuelta ya la calma, redoblamos nuestros esfuerzos para comunicarnos con Lake. Como éste disponía de cuatro aeroplanos, dotados de excelentes transmisores de onda corta, no podíamos imaginar que un simple accidente hubiese impedido el funcionamiento de todos los equipos. Sin embargo, aquel silencio de piedra continuaba allí e imaginábamos, alarmados de veras, la fuerza que habria tenido el huracán al pie de las montañas.

A las seis de la tarde nuestros temores habían crecido todavía más, y luego de hablar unos instantes por radio con Douglas y Thorfinnssen resolví iniciar una investigación. El quinto aeroplano, que habíamos dejado en el estrecho de McMurdo con Sherman y dos marineros, estaba listo para partir y todo indicaba que ésta era la emergencia para la que había sido reservado. Me comuniqué con Sherman y le ordené que viniera en seguida a la base del sur con los dos marineros. Las condiciones del tiempo eran aparentemente favorables. Discutimos luego quiénes formarían la patrulla, y decidimos que iríamos todos, junto con el trineo y los perros que habían quedado en la base. Nuestro avión, construido para transportar pesados aparatos, podía llevar fácilmente esa carga. De cuando en cuando tratábamos de ponernos en contacto con Lake, pero sin resultado.

Sherman, con los marineros Larsen y Gunnarsson, levantó vuelo a las siete y media y llegó a nuestra base, luego de un viaje feliz, a medianoche. En seguida nos pusimos a discutir nuestro proyecto. Era bastante arriesgado volar sobre la Antártida en un solo avión y sin bases, pero nadie retrocedió ante lo que parecía ser una inevitable necesidad. A las dos de la mañana, después de comenzar a cargar el aeroplano, nos retiramos a descansar, y cuatro horas más tarde estábamos en pie otra vez para terminar nuestro trabajo.

A las 7.15 de la mañana levantamos vuelo hacia el oeste con McTighe como piloto y diez hombres, siete perros, un trineo, combustible, provisiones, y otros accesorios, incluso el aparato de radio. El aire estaba en calma y no muy frío, y pensamos que no tendríamos dificultades en llegar al sitio designado por Lake como base de su campamento. Pero temíamos lo que podríamos encontrar, o no encontrar, al fin de nuestro viaje. Nuestras repetidas llamadas no obtenían respuesta.

Todos los incidentes de aquel vuelo de cuatro horas y media están profundamente grabados en mi memoria a causa de la posición crucial que ocupa en mi vida. Ese viaje señala la pérdida de la paz y el equilibrio con que una mente normal considera la naturaleza y sus leyes. Todos nosotros —pero principalmente el estudiante Danforth y yo— íbamos a enfrentarnos a un mundo inmenso de acechantes horrores que nada podría ya borrar de nuestras mentes; y que nunca osaríamos compartir con la humanidad. Los periódicos han reproducido los mensajes que enviamos desde el aeroplano y que narraban nuestra lucha con dos traicioneras tormentas, el momento en que vislumbramos la superficie quebrada donde Lake había llevado a cabo una de sus investigaciones tres días antes, y el espectáculo de esos raros cilindros de nieve ya advertidos por Amundsen y Byrd y que ruedan con el viento a través de las interminables llanuras heladas. Pero llegó un momento en que nuestras sensaciones no pudieron ya ser transmitidas con palabras que la prensa pudiera entender, y otro en que tuvimos que aplicarnos una estricta censura.

El marinero Larsen fue el primero en avistar la quebrada línea de conos y pináculos que se alzaba ante nosotros. Sus gritos nos llevaron a todos a las ventanillas. A pesar de la velocidad del aparato los contornos de las montañas crecían muy lentamente; comprendimos que estaban muy lejos, y que eran visibles sólo a causa de su extraordinario tamaño. Poco a poco, sin embargo, fueron levantándose ceñudamente en el cielo occidental y pudimos distinguir varias cimas desnudas y negruzcas. Recortadas contra unas nubes iridiscentes de polvo de hielo, y a la luz roji*za del polo, tenían un aspecto singularmente fantástico. Toda la escena parecía sugerir una secreta revelación en potencia. Se diría que esos picos de pesadilla eran los pilones de una puerta que daba a mundos de ensueño y a unos complejos abismos de un tiempo y un espacio remotos que trascendían todas las dimensiones. No pude dejar de sentir que eran seres malignos, montañas alucinantes cuyas faldas extremas descendían a una hondonada infinita. El fondo nublado y semiluminoso sugería vagamente un etéreo más allá, más espacial que terrestre; un testimonio de la desolación, la total lejanía y la muerte inmemorial de este mundo abismático y virgen.

Fue el joven Danforth quien nos hizo notar las curiosas regularidades que coronaban las montañas más altas. Como Lake había mencionado en sus mensajes, estas regularidades parecían ser unos bloques cúbicos, y justificaban de veras que se los comparara con las visiones de unos templos primitivos en ruinas o las nubladas cimas asiáticas tan sutil y curiosamente pintadas por Roerich. Había de veras algo muy similar a las obras de Roerich en estas tierras misteriosas. Yo lo había sentido por primera vez cuando vislumbramos la Tierra de Victoria, y ahora resucitaba en mí aquella misma impresión. Sentí también que había allí algo inquietantemente parecido a los mitos arqueanos; de un modo perturbador este reino de muerte recordaba la temible meseta de Leng tal como se la describe en algunos escritos primitivos. Los mitologistas han situado Leng en el Asia Central; pero la memoria racial del hombre —o de sus predecesores— es larga, y es muy posible que ciertos relatos se hayan originado en otras regiones y templos donde reinaba el horror, anteriores a Asia y todas las tierras conocidas. Algunos místicos osados han sugerido que los Manuscritos Pnakóticos tienen un origen prepleistoceno, y han insinuado que los devotos de Tsathoggua eran tan extraños a la humanidad como Tsathoggua mismo. Leng, cualesquiera que fuesen el tiempo y el espacio en que había existido, no era una región en la que me hubiese gustado habitar. Del mismo modo nada me complacía la proximidad de un mundo en que se habían desarrollado las monstruosidades que Lake nos había descrito. Lamentaba yo en esos momentos haber leído el horrible Necronomicon o haber hablado tanto con el folclorista Wilmarth, desagradablemente erudito, en la universidad.

Todo esto no hizo sino agravar la sensación de malestar que me inspiraban aquellos curiosos espejismos que estallaban sobre nosotros, en el cenit cada vez más opalescente, mientras avanzábamos hacia las montañas y comenzábamos a distinguir sus ondulaciones. Yo había visto docenas de espejismos polares en las últimas semanas, algunos de ellos tan increíbles y fantásticamente vívidos como el actual; pero éste parecía dotado de un amenazador simbolismo, oscuro y nuevo, y me estremecí ante la presencia de un fabuloso laberinto de paredes, torres y minaretes que surgían de los vapores de hielo por encima de nuestras cabezas.

Teníamos la impresión de encontrarnos ante una ciudad ciclópea de arquitectura desconocida para el hombre, con construcciones de un negro de ébano: monstruosas perversiones de las leyes geométricas. Había allí conos truncados, acanalados, en terrazas. Sobre ellos se elevaban unas agujas cilíndricas, en forma de bulbo, o coronadas por unos discos delgados. Algunas construcciones chatas sugerían pilas de losas rectangulares, discos y estrellas de cinco puntas. En otros casos se unían las formas del cono y la pirámide, ya solos o sobre cilindros, o cubos, u otras pirámides y conos truncados. Algunas veces unas finas agujas formaban curiosos grupos de cinco. Todas estas estructuras parecían estar unidas entre sí con puentes tubulares que se alzaban a enormes alturas. Las proporciones gigantescas daban al conjunto un aspecto terrorífico opresivo. Los espejismos no eran muy diferentes de los observados por el ballenero Scoresby en 1820, pero en este tiempo y lugar, con aquellos picos desconocidos y oscuros que se alzaban ante nosotros, con el recuerdo aún reciente del descubrimiento de aquellas criaturas, y el temor del desastre que podía haber alcanzado a la mayor parte de nuestra expedición, todos creíamos ver en él un matiz de malignidad latente y de prodigio infinitamente malvado.

Me alegré cuando el espejismo comenzó a desvanecerse, aunque en el proceso las torres y conos de pesadilla asumían momentáneamente formas distorsionadas todavía más espantosas. Cuando toda la escena se disolvió en un torbellino opalescente, comenzamos a mirar otra vez hacia la tierra y vimos que el fin de nuestro viaje estaba próximo. Las montañas desconocidas se alzaban ante nosotros como un amenazador baluarte de gigantes, y no era necesario recurrir a los gemelos de campaña para distinguir las curiosas regularidades de las cimas. Volábamos ahora sobre los contrafuertes más bajos y pudimos ver sobre la nieve un par de manchas oscuras que supusimos eran el campamento y las perforaciones de Lake. Los contrafuertes más altos se alzaban a una distancia de ocho a diez kilómetros, y formaban una línea claramente separada de la de los picos. Al fin, Ropes —el estudiante que había relevado a McTighe en el manejo del avión— comenzó a dirigir la máquina hacia la mancha situada a la izquierda y que por su tamaño debía de ser el campamento. Mientras tanto, McTighe enviaba al mundo nuestro último mensaje no censurado.

Todos, por supuesto, han leído los breves e insatisfactorios comunicados que enviamos desde entonces. Pocas horas después de nuestro aterrizaje describimos brevemente la tragedia: la expedición de Lake había sido destruida por la terrible tormenta del día anterior. Once habían muerto: el joven Gedney había desaparecido. La gente nos perdonó que no diésemos detalles, atribuyendo el hecho a nuestro estado de ánimo, y nos creyó cuando explicamos que la acción del viento había dejado los cadáveres en un estado tal que era imposible sacarlos de allí. Sin embargo, me enorgullezco de que, a pesar de nuestro horror y nuestro dolor, apenas hallamos faltado a la verdad. Lo peor era lo que no nos atrevimos a decir; lo que diré ahora, sólo para apartar a otros de unos innominables horrores.

Es cierto que el viento había hecho grandes estragos. No sé si Lake y sus compañeros habrían podido sobrevivir, aun sin aquella otra cosa. La tormenta, con su furia de enloquecidas partículas de hielo, había sido muy superior a todas las que habíamos encontrado hasta entonces. Uno de los refugios para los aviones había desaparecido casi, y la torre de perforaciones estaba totalmente destrozada. El metal de los aeroplanos y de las máquinas excavadoras parecía pulido por el hielo, y dos de las tiendas habían sido abatidas a pesar de los muros protectores. Las maderas habían perdido su pintura, y no había quedado ninguna huella en la nieve. Es cierto también que los restos de las criaturas arqueanas estaban en una condición tal que era inútil recogerlos. Nos contentamos con reunir algunos de los fragmentos de esteatita de cinco puntas que habían originado aquellas comparaciones, y algunos huesos fósiles; los más característicos pertenecían a los ejemplares tan curiosamente mutilados.

No había sobrevivido ni un solo perro, y el corral de nieve, construido con tanta prisa, ya no existía. Obra del viento, sin duda; pero el mayor destrozo, del lado más cercano a las tiendas, lo había causado la furia de los animales. Los tres trineos habían desaparecido, y culpamos a la tormenta. La perforadora y el aparato para fundir el hielo estaban demasiado dañados. No era posible un arreglo, de modo que los utilizamos para obstruir la perturbadora entrada al pasado abierta por Lake. Abandonamos del mismo modo dos de los aviones, pues no contábamos ahora más que con cuatro pilotos: Sherman, Danforth, McTighe y Ropes; Danforth, además, estaba tan nervioso que no se podía contar con él. Recogimos en cambio todos los libros y aparatos científicos que pudimos hallar. Las tiendas y pieles faltaban o ya no servían.

A eso de las cuatro de la tarde, luego de haber buscado inútilmente a Gedney con uno de los aviones, enviamos al Arkham un comunicado sobre la catástrofe. Creo que hicimos bien en mantener la calma y no decir demasiado. No hablamos de otra agitación que de la de nuestros perros. Su inquietud a propósito de los ejemplares fósiles ya era de todos conocida. No mencionamos, empero, la intranquilidad similar que sintieron al oler los fragmentos de esteatita y algunos otros objetos desparramados por la región: instrumentos científicos y maquinarias, tanto del campamento como del equipo de perforaciones, que habían sido arrastrados o destrozados por vientos dotados de una curiosidad singular.

De los catorce ejemplares biológicos, hablamos en términos muy vagos. Dijimos que poco quedaba de ellos; lo suficiente sin embargo para comprobar la exactitud de las descripciones de Lake. Nos costó mucho evitar que la emoción nos traicionara, pero no mencionamos números ni dijimos exactamente cómo habíamos encontrado aquellos ejemplares. Convinimos en que no transmitiríamos nada que pudiese sugerir que Lake y sus compañeros se hubieran vuelto locos. Encontrar seis monstruos cuidadosamente sepultados en la nieve (en unas tumbas de casi tres metros de profundidad, con túmulos en forma de estrella, y puntos exactamente iguales a los de la esteatita verdosa sacada de terrenos mesozoicos o terciarios) nos pareció verdaderamente que sería atribuido a la locura. Los otros ocho ejemplares en buen estado mencionados por Lake parecían haber desaparecido sin dejar la menor huella.

Nos preocupaba sobremanera la paz espiritual del público y nada dijimos tampoco, por lo tanto, del terrible viaje que Danforth y yo hicimos a las montañas, al día siguiente. Sólo un aeroplano muy liviano podría cruzar la cadena de montañas, así que, por suerte, nos vimos obligados a limitar la tripulación a nosotros dos. Cuando volvimos, a la una de la mañana, Danforth estaba al borde de una crisis nerviosa; pero supo guardar silencio. No tuve que pedirle que no mostrase los dibujos, ni las cosas que traíamos en los bolsillos, ni que no dijese a nuestros compañeros sino aquello que habíamos decidido comunicar al mundo, ni que ocultásemos las películas cinematográficas para revelarlas más tarde en privado. Por consiguiente, esta parte de mi relato será algo nuevo para Pabodie, McTighe, Ropes, Sherman y los otros, lo mismo que para el mundo en general. En verdad, Danforth es más discreto que yo, pues vio, o creyó ver, algo de lo que no habló ni siquiera conmigo.

Como todos saben, nuestro comunicado incluye la narración de nuestro trabajoso ascenso, una confirmación de las ideas de Lake, que opinaba que aquellos grandes picos eran de naturaleza arqueana y otros estratos primitivos que no habían sufrido mayores alteraciones desde el período cománchico, un comentario convencional acerca de la regularidad de las formaciones rocosas, la comprobación de que en las entradas de las cavernas había unas vetas calcáreas, la creencia de que ciertos desfiladeros permitirían a gente avezada cruzar la cordillera, y la indicación de que del otro lado se ocultaba una inmensa meseta tan antigua como los picos mismos. Esa meseta, unida a las montañas por unos contrafuertes no muy abruptos, se extendía a unos seis mil metros de altura; y unas grotescas formaciones rocosas atravesaban la fina capa de hielo.

Todas estas informaciones eran exactas, y dejaron satisfechos a los hombres del campamento. Atribuimos nuestra ausencia de dieciséis horas —muchas más que las requeridas por el vuelo, el aterrizaje, el reconocimiento del terreno y la recolección de algunas piedras— a unas supuestas condiciones atmosféricas desfavorables. Por suerte nuestro relato pareció lógico y veraz, y nadie sintió la tentación de emular nuestro vuelo. Si alguien lo hubiese intentado, yo habría recurrido a todos los medios para impedirlo... y no sé qué habría hecho Danforth. Durante nuestra ausencia, Pabodie, Sherman, Ropes, McTighe y Williamson habían trabajado duramente arreglando los dos mejores aviones de Lake, y a pesar del inextricable estado de los mecanismos, los aparatos estaban listos para levantar vuelo.

Decidimos cargar los aeroplanos a la mañana siguiente y partir en seguida hacia la vieja base. Éste era el mejor modo, aunque indirecto, de llegar al estrecho de McMurdo, pues atravesar regiones ignoradas podía traer nuevos peligros. No podíamos seguir explorando a causa de la trágica pérdida de vidas y la ruina de parte de la maquinaria. Las dudas y horrores que nos envolvían —aunque no conocidos por todos— me inspiraban un único deseo: escapar de este mundo austral de locura y desolación con toda la rapidez posible.

Como ya sabe el público, nuestro retorno al mundo civilizado se realizó sin dificultades. Todos los aviones llegaron a la vieja base en la tarde del día siguiente —27 de enero— luego de un vuelo sin escalas, y al otro día nos trasladamos al estrecho de McMurdo deteniéndonos sólo una vez a causa de una avería en el timón ocasionada por el viento. Cinco días más tarde el Arkham y el Miskatonic, con toda la tripulación y el equipo a bordo, salían del cada vez más grueso campo de hielo y navegaban por el mar de Ross. Las montañas de la Tierra de Victoria se alzaban al oeste contra un oscuro cielo antártico. De allí venía un viento cuyo silbido musical me helaba la sangre.

Dos semanas más tarde dejábamos atrás las últimas tierras polares y agradecíamos haber salido de aquel reino maldito donde la vida y la muerte, el espacio y el tiempo habían pactado extrañamente en épocas en que la corteza terrestre aún no estaba del todo fría.

Desde nuestro retorno hemos tratado de desanimar a todos los que quieren explorar la Antártida. Ninguno de nosotros ha revelado los horrores de los que fuimos testigos. Aun el joven Danforth, a pesar de su terrible depresión nerviosa, no ha querido hacer ninguna confidencia a los médicos. Como ya he dicho, hay algo que cree haber visto y que no quiere decir a nadie, ni aun a mí, aunque me parece que si se atreviese a hacerlo se sentiría mejor. Eso ayudaría quizá a explicar muchas cosas, aunque es posible que no se trate sino de alguna emoción terrible. Pienso eso al menos cuando Danforth, en algunos raros instantes, comienza a divagar y se interrumpe de pronto como recuperando el dominio de sí mismo.

Es difícil impedir que otros hombres traten de visitar el Sur, y algunos de nuestros esfuerzos sólo sirven probablemente para aumentar los deseos de hacer averiguaciones. Deberíamos haber recordado que la curiosidad humana es infinita y que los resultados que anunciamos al mundo bastarían para lanzar a otros a la misma búsqueda de lo desconocido. Los informes de Lake acerca de esos monstruos biológicos han excitado a los naturalistas y paleontólogos, a pesar de que hemos tenido el sentido común de no mostrar los trozos de los ejemplares enterrados, ni nuestras fotografías de los mismos. Nos hemos guardado también de exhibir los huesos con cicatrices y las esteatitas verdes. Danforth y yo hemos ocultado también cuidadosamente las fotografías y dibujos que obtuvimos en la meseta, y esas cosas que estudiamos con terror y escondimos en los bolsillos.

Pero ahora se está organizando la expedición Starkweather-Moore, que dispone ya de un equipo más completo que el nuestro. Si nadie logra disuadirlos, llegarán al centro de la Antártida para sacar de debajo del hielo algo que, creemos, terminaría con el mundo. De modo que debo dejar de lado toda reticencia y hablar de aquel mundo innominable que se oculta detrás de las montañas alucinantes.

<p>4</p>

Vuelvo con gran repugnancia a evocar el campamento de Lake para hablar francamente de lo que encontramos allí. Siento la constante tentación de suprimir detalles y dejar que las insinuaciones ocupen el lugar de los hechos y las inevitables deducciones. Espero haber dicho bastante como para referirme brevemente a lo que falta; lo que falta, es decir, el horror del campamento. Ya he hablado del terreno arrasado por el huracán, los refugios destruidos, la estropeada maquinaria, la inquietud de nuestros perros, la falta de trineos, la muerte de los hombres y los animales, la ausencia de Gedney y la insana sepultura de los seis ejemplares biológicos, conservados curiosamente a pesar de los daños sufridos, durante cuarenta millones de años. No recuerdo si dije que al examinar los cadáveres notamos la falta de uno de los perros. No pensamos mucho en eso hasta más tarde; en realidad, sólo yo y Danforth prestamos al hecho cierta atención.

Entre lo que he ocultado, lo esencial se refiere a los cuerpos, y a ciertas circunstancias que podrían dar, o no, una increíble y odiosa explicación racional a aquel caos aparente. Traté en aquel entonces de que mis hombres no prestasen mucha atención a esas circunstancias; pues era mucho más simple, mucho más normal, atribuir todo aquello al ataque de locura de un hombre de Lake. A juzgar por el aspecto de las cosas, el demoníaco viento de las montañas hubiese bastado para enloquecer a cualquier hombre en ese centro del misterio y la desolación terrestres.

La principal anormalidad era el estado en que se encontraban los cuerpos, tanto de los hombres como de los animales. Parecían haber tomado parte en un combate feroz, y estaban despedazados y mutilados de un modo inexplicable y terrible. En todos los casos era como si la muerte hubiese sobrevenido por laceración o estrangulación. En cuanto a los perros, se veía que habían sido ellos los que habían tomado la iniciativa, pues el estado de su mal construido corral demostraba que había sido roto desde dentro. Lo habían levantado a cierta distancia del campamento para apagar la furia provocada por aquellos monstruosos organismos arqueanos. Pero todas las precauciones parecían haber sido vanas. Cuando quedaron solos ante aquel monstruoso huracán, protegidos por muros de nieve de insuficiente altura, los perros debieron de haber escapado, sea para huir del viento o del olor emitido por aquellos ejemplares de pesadilla.

De cualquier manera, lo que había ocurrido era algo odioso y repugnante. Quizá debiera dejar de lado todos mis escrúpulos y decidirme a declarar lo peor. De un modo categórico, basado en observaciones de primera mano y en las deducciones más lógicas, tanto de Danforth como mías: el desaparecido Gedney no era de ningún modo responsable de los horrores que encontramos allí.

Ya he dicho que los cadáveres estaban horriblemente mutilados. Debo añadir ahora que algunos habían sido cortados y despedazados del modo más curioso. Hombres y perros habían sufrido la misma suerte. Parecía como si un carnicero hubiese quitado a los cuerpos más gruesos y sanos importantes masas de carne.

Alrededor de estos cuerpos había sal desparramada —obtenida de los saqueados cofres de provisiones de los aeroplanos—, lo que suscitaba las hipótesis más terribles. Todo esto había ocurrido en uno de los refugios, de donde habían retirado el avión. Los vientos habían borrado luego las huellas capaces de alimentar alguna teoría aceptable. Las ropas desparramadas y rotas, arrancadas de cualquier modo de los cuerpos de los hombres, no proporcionaban ningún indicio. En uno de los rincones del destruido refugio nos pareció discernir unas huellas que no eran humanas, sino similares a aquellas marcas fósiles de las que Lake había hablado tanto. Pero en la proximidad de aquellas enormes y alucinantes montañas había que cuidarse de los errores de la imaginación.

Como ya he señalado, faltaban Gedney y uno de los perros. Cuando examinábamos aquel horrible refugio, teníamos que encontrar todavía a dos de los compañeros de Lake y a dos de los perros; pero la tienda-laboratorio, en la que entramos luego de investigar las tumbas monstruosas, iba a revelarnos algo. No se encontraba en el estado en que la había dejado Lake, pues los trozos de aquel monstruo primitivo habían sido quitados de la mesa. En verdad, ya nos había parecido que una de las seis enterradas criaturas —aquella que emitía un olor particularmente desagradable— debía representar los fragmentos de la entidad que Lake había tratado de analizar. Sobre la mesa del laboratorio, y a su alrededor, había otras cosas, y no nos costó mucho comprender que eran el resultado de la disección, realizada con todo cuidado, pero por alguien curiosamente inexperto, de los cuerpos de un hombre y un perro. No mencionaré, por razones obvias, la identidad de la víctima. El instrumental quirúrgico de Lake había desaparecido, pero era evidente que había sido cuidadosamente limpiado. La estufa de petróleo faltaba también, aunque en el lugar de su emplazamiento se veía una gran cantidad de fósforos. Enterramos aquellos restos humanos junto con otros diez hombres, y los del animal con los otros treinta y cinco perros. En cuanto a los despojos que había en la mesa del laboratorio y el montón de libros con ilustraciones que, torpemente hojeados, encontramos no muy lejos de allí, estábamos demasiado sorprendidos como para pensar en eso.

De todo lo que había en el campamento, esto era lo más horrible, pero lo demás no era menos misterioso. La desaparición de Gedney, un perro, los ocho ejemplares biológicos intactos, los tres trineos, ciertos aparatos y libros científicos, materiales de escritura, linternas eléctricas y baterías, provisiones y combustible, aparatos caloríferos, tiendas, trajes de pieles y otras cosas semejantes, escapaba a toda posible hipótesis. Lo mismo ocurría con ciertas manchas de tinta en algunos trozos de papel, y las pruebas de que los comandos de los aviones y los aparatos mecánicos del campamento habían sido torpemente manipulados. Los perros parecían rehuir toda esta estropeada maquinaria. El desorden de la despensa, la desaparición de ciertos artículos, y el montón de latas de conservas abiertas del modo más inverosímil, y por los lugares más inverosímiles, presentaban un problema similar. La profusión de fósforos desparramados, intactos, rotos o consumidos, era también un enigma menor, lo mismo que las dos o tres tiendas y los trajes de pieles que presentaban curiosas desgarraduras, debidas quizá a haber intentado adaptarlos a usos inimaginables. El trato que habían recibido los cuerpos humanos y caninos, y la disparatada sepultura que habían recibido los dañados ejemplares arqueanos, estaban en armonía con este desorden propio de la locura. Considerando que podía presentarse una eventualidad como ésta, fotografiamos cuidadosamente todas las pruebas principales, y me propongo usar esas fotografías para disuadir a los miembros de la expedición Starkweather-Moore.

Luego del descubrimiento de los cadáveres en el refugio, lo primero que hicimos fue fotografiar y abrir las seis tumbas monstruosas con túmulos en forma de estrella. Advertimos en seguida el parecido de estos túmulos, adornados por dibujos de puntos, con las curiosas esteatitas verdes descritas por el pobre Lake. Cuando encontramos algunas de estas piedras en un montón de restos minerales, la semejanza se nos hizo aún más evidente. La forma de las tumbas y las piedras recordaba además la cabeza estrellada de los seres arqueanos, y concluimos que ese parecido tenía que haber influido sobremanera en las mentes excitadas de Lake y sus compañeros.

La locura —contando a Gedney como el único posible autor sobreviviente— fue la explicación que adoptamos todos de un modo espontáneo, por lo menos en voz alta; aunque no seré tan ingenuo como para negar que alguno de nosotros pudo haber imaginado alguna hipótesis que el sentido común le impidió formular. Aquella misma tarde, Sherman, Pabodie y McTighe volaron sobre la región, escrutando el horizonte con gemelos de campaña en busca de Gedney y los objetos que faltaban; pero todo fue inútil. La patrulla informó que la gigantesca barrera se extendía interminablemente, a la derecha y a la izquierda, sin ningún cambio apreciable. En algunos de los picos, sin embargo, ciertos cubos y formaciones eran aún más desnudos, y el parecido con las pinturas de Roerich tenía así un carácter doblemente fantástico. La distribución de las crípticas entradas de las cavernas en las cimas desprovistas de nieve parecía llegar, de un modo irregular, hasta donde alcanzaba la vista.

A pesar de los horrores que acabábamos de descubrir, quedaban aún en nosotros bastante entusiasmo y celo científico como para preguntarnos qué habría detrás de aquellas misteriosas montañas. Tal como lo dijimos en nuestros discretos comunicados, nos acostamos a medianoche, pero no sin antes elaborar un cuidadoso plan con el propósito de cruzar al día siguiente, a gran altura, la cadena de montañas. Llevaríamos con nosotros una cámara aérea y un equipo de geólogo. Se decidió que Danforth y yo intentásemos realizar la travesía en un aparato aligerado de peso. Nos levantamos con ese propósito a las siete de la mañana, pero unos vientos muy fuertes —mencionados en el comunicado al exterior— retrasaron nuestra salida hasta cerca de las nueve.

Ya he hablado del relato que hicimos a los hombres del campamento —y que transmitimos al mundo— al volver dieciséis horas más tarde. Tengo ahora el terrible deber de ampliar esa historia, llenando los misericordiosos blancos con lo que vimos realmente en aquel mundo de más allá de las montañas, y que llevó al fin al joven Danforth a una crisis nerviosa. Desearía poder añadir una palabra a propósito de lo que Danforth vio o creyó haber visto —aunque se trató probablemente de una ilusión—, y que quizá fue la gota de agua que hizo rebasar la copa. Todo lo que puedo hacer es repetir los confusos murmullos con que trataba de explicarme el porqué de sus temores mientras regresábamos entre aquellas montañas torturadas por el viento. Ésta será mi última palabra. Si las pruebas de que hemos sobrevivido a unos primitivos horrores no bastan para apartar a otros de la Antártida —o al menos para que no penetren demasiado bajo la superficie de ese refugio de secretos prohibidos e inhumana desolación—, la responsabilidad de unos males innominables, y quizá también inconmensurables, no será mía.

Danforth y yo, luego de estudiar las notas redactadas por Pabodie en su vuelo de la víspera, habíamos calculado que el paso más bajo y próximo se encontraba un poco a nuestra derecha, a unos siete mil metros de altura sobre el nivel del mar. Hacia este punto nos dirigimos entonces. Como el campamento estaba situado a más de cuatro mil quinientos metros de altura, la diferencia de nivel no era muy grande. Sin embargo, sentimos al subir el aire rarificado y el frío intenso, pues a causa de la mala visibilidad habíamos tenido que dejar las ventanillas abiertas. Nos habíamos puesto, naturalmente, nuestros abrigos más gruesos.

A medida que nos acercábamos a los picos oscuros y siniestros que se alzaban sobre una línea de glaciares y hendiduras cubiertas de nieve, advertíamos más y más las formaciones curiosamente regulares de las pendientes, y recordábamos de nuevo las raras pinturas asiáticas de Nicholas Roerich. Los viejos estratos rocosos batidos por el viento correspondían con exactitud a las descripciones de Lake y probaban que esos pináculos se erigían del mismo modo desde épocas sorprendentemente lejanas; quizá desde hacía cincuenta millones de años. Era imposible saber qué altura habían tenido en otro tiempo; pero todo en esta extraña región señalaba la influencia de oscuras condiciones atmosféricas poco favorables a los cambios, y aptas para retardar el acostumbrado proceso climático de desintegración de las rocas.

Pero lo que más nos fascinaba y perturbaba era aquella acumulación de cubos, murallas y cavernas. Mientras Danforth hacía de piloto yo observaba el espectáculo con mis gemelos de campaña y tomaba algunas fotografías. De cuando en cuando sustituía a mi compañero en el gobierno de la máquina —aunque mis conocimientos de navegación aérea son sólo los de un aficionado— para que Danforth pudiese contemplar la cordillera. Era fácil advertir que esas formaciones se componían principalmente de cuarcita arqueana, de color claro, totalmente distinta de las rocas de la superficie. Su regularidad llegaba a un extremo no sospechado por Lake.

Como éste había dicho, las aristas habían sido desgastadas y redondeadas por la erosión durante millones de siglos; sólo su extraordinaria dureza había impedido que desapareciesen. Muchas partes, especialmente las más cercanas a las faldas, parecían ser de la misma sustancia que las rocas de los alrededores. El conjunto no se diferenciaba mucho de las ruinas de Machu Picchu en los Andes, o los cimientos de las murallas de Kish exhumadas por la expedición del Museo de Oxford de 1929. Tanto Danforth como yo tuvimos la impresión que Lake había atribuido a la fantasía de Carroll. Sentí que mis conocimientos de geología eran totalmente inútiles para explicar la existencia de esas formaciones. Las rocas ígneas presentan a menudo curiosas irregularidades —como la famosa Calzada de los Gigantes de Irlanda—, pero esta estupenda cordillera, a pesar de que Lake había creído ver conos humeantes, era evidentemente de origen no volcánico.

Las cavernas presentaban otro enigma a causa de la regularidad de las aberturas. Eran, como había dicho el comunicado de Lake, cuadradas o semicirculares, como si una mano mágica hubiese regulado la simetría de los orificios. Su número y distribución sugerían que toda aquella zona estaba atravesada por túneles originados en estratos calcáreos desaparecidos. Desde el avión no alcanzábamos a ver el interior de las cavernas, pero nos pareció que estaban libres de estalactitas y estalagmitas. Fuera, las piedras que rodeaban las bocas eran invariablemente lisas y regulares y Danforth opinó que las huellas de la erosión parecían formar unos raros dibujos. Todavía bajo la impresión de los horrores del campamento, sugirió que esas huellas se parecían a los grupos de puntos que cubrían los trozos de esteatita verde tan odiosamente reproducidos sobre las tumbas de los monstruos.

Volábamos ya sobre los contrafuertes más elevados en el paso que habíamos elegido. De cuando en cuando observábamos el hielo y la nieve, preguntándonos si hubiésemos podido hacer el viaje con perros y trineos. Bastante sorprendidos, alcanzamos a ver que el terreno estaba libre de hendiduras y otros obstáculos, y no habría podido detener a expediciones bien equipadas como las de Scott, Shackleton o Amundsen. Casi todos los glaciares parecían terminar en unos pasos.

Apenas podría describir aquí nuestra tenaz expectación mientras nos preparábamos para rodear la última cima y contemplar un mundo virgen. Sin embargo, no teníamos por qué creer que aquellas regiones serían totalmente distintas de las que habíamos visto. La atmósfera de misterio maléfico que envolvía las montañas y el cielo opalescente visible entre las cimas era algo demasiado sutil para reproducirlo con palabras y frases. En verdad, se trataba sobre todo de un vago simbolismo psicológico y de asociaciones estéticas: poemas y cuadros exóticos y mitos arcaicos encerrados en libros prohibidos. El mismo canto del viento parecía estar animado por una malignidad consciente, y durante un instante me pareció distinguir toda una gama de sonidos musicales mientras las ráfa*gas se hundían en las bocas de las cavernas. Había algo de repulsivo en esas notas, tan inclasificable como las otras oscuras impresiones.

Nos encontrábamos ya a una altura de más de siete mil metros y habíamos dejado muy atrás la región de las nieves. Sólo veíamos unos muros rocosos y oscuros a los que cubos y cavernas prestaban un carácter sobrenatural y fantástico, similar al de un sueño. Observando la línea de los picos, me pareció ver el mencionado por Lake, con estribaciones en la punta. Se perdía a medias en una curiosa niebla, lo que explica acaso que Lake hubiese creído que había allí actividad volcánica. Ante nosotros se extendía el paso barrido por el viento, entre ceñudos pilones de bordes dentados. Más allá se abría un cielo pálido donde giraban unos vapores iluminados por el bajo sol polar; el cielo de ese misterioso y lejano dominio que ningún ojo humano había divisado hasta ahora.

Unos pocos metros más de altura y aparecería ante nosotros ese reino. Danforth y yo, que sólo podíamos comunicarnos a gritos a causa del silbido del viento y el rugido de los motores, intercambiamos una elocuente mirada. Instantes después aquella tierra antigua y extraña nos abría sus secretos incomparables.

<p>5</p>

Creo que ambos dimos un grito en el que se mezclaban la admiración, el terror, la angustia y la incredulidad. Si logramos conservar el uso de nuestras facultades, se debió sin duda a que atribuimos en seguida el espectáculo a alguna causa natural. Pensamos probablemente en las rocas grotescas del Jardín de los Dioses en Colorado, o en las peñas batidas por el viento y fantásticamente simétricas del desierto de Arizona. Hasta imaginamos quizá que se trataba de un espejismo similar al que habíamos visto al acercarnos por primera vez a aquellas montañas alucinantes. Tuvimos que haber elaborado esas normales hipótesis al contemplar aquella meseta ilimitada, marcada por los vientos, y aquel laberinto infinito de rítmicas masas de piedra, geométricamente regulares y de enorme tamaño, que alzaban sus cimas aplastadas sobre un glaciar de no más de ciento cincuenta metros de profundidad.

El efecto que causó entre nosotros aquella escena monstruosa es indescriptible. Era indudable que había allí una clara violación de toda ley natural. Allí, en una meseta increíblemente antigua, a una altura de seis mil metros, en un clima que había hecho de esta región algo inhabitable durante los últimos quinientos mil años, se extendía, hasta donde llegaba la vista, una acumulación de construcciones que sólo la desesperación podía atribuir a otra causa que a un ser consciente. Habíamos rechazado, desde un comienzo, la idea de que las murallas y cubos de la cordillera no tuviesen un origen natural, y ni siquiera habíamos considerado el asunto. ¿Cómo podía ser de otro modo cuando en la época en que esta región se había convertido en un reino helado el hombre apenas se diferenciaba de los monos superiores?

Pero ahora algo irrefutable nos sacudía la razón, pues estas masas ciclópeas de bloques cuadrados, curvos y angulares tenían ciertas características que impedían todo engaño consolador. Se trataba, muy claramente, de la ciudad que se nos había aparecido en aquel espejismo, pero dotada ahora de una realidad objetiva e ineluctable. Aquel maravilloso portento tenía, pues, al fin y al cabo, una base material. Una capa horizontal de polvo de hielo suspendida en el aire había servido para que estas construcciones de piedra proyectaran su imagen por encima de las montañas, en virtud de unas simples leyes de reflexión óptica. Naturalmente, la aparición, retorcida y exagerada, había mostrado algunas cosas que no había en la fuente real; pero ahora, sin embargo, las construcciones nos parecían más amenazadoras y odiosas que aquella imagen distante.

Sólo la increíble o inhumana proporción de esas vastas torres y murallas había evitado que desapareciesen destruidas por las ráfa*gas que habían barrido la meseta durante cientos de miles —o quizá millones— de años. «Corona Mundi... Techo del Mundo...». Las frases más extravagantes nos venían a la boca mientras contemplábamos el vertiginoso espectáculo. Volvieron a mi mente aquellos horribles mitos primitivos que no podía olvidar desde que había llegado a este mundo antártico: la demoníaca meseta de Leng, el Mi-Go o abominable hombre de las nieves del Himalaya, los Manuscritos Pnakóticos con sus prehumanas implicaciones, el culto de Cthulhu, el Necronomicon, y las leyendas hiperbóreas acerca del informe Tsathoggua, y la aún más horrible estrella asociada con esa semientidad.

La ciudad se extendía hasta donde alcanzaba la vista, a la derecha y a la izquierda, y a lo largo de los bajos contrafuertes que la separaban de las montañas, sin cambiar de tamaño. Sólo advertimos una interrupción un poco a la derecha del paso por el que habíamos venido. Nos encontrábamos, por azar, ante una parte de algo de incalculable extensión. Los primeros contrafuertes estaban salpicados por unas grotescas estructuras de piedra, y unían la terrible ciudad a los ya conocidos cubos y muros que eran evidentemente los puestos de avanzada de las montañas.

El anónimo laberinto de piedra estaba formado en su mayor parte por murallas de tres a cuarenta metros de altura y un metro y medio a tres de espesor. Los grandes bloques de piedra tenían hasta dos metros y medio de largo. Sin embargo, en algunos lugares los muros habían sido labrados directamente sobre una formación precámbrica, y los edificios, de un tamaño muy desigual, se ordenaban como formando inmensos panales o como estructuras independientes y más pequeñas. La forma general tendía a ser cónica, piramidal o truncada, aunque había también muchos cilindros y cubos perfectos, racimos de cubos, y otras formas rectangulares. Algunos edificios en forma de estrella sugerían vagamente las fortificaciones modernas. Los constructores habían usado con habilidad y abundancia el principio del arco, y en otro tiempo las cúpulas habían sido quizá numerosas.

El conjunto había sido considerablemente alterado por vientos y lluvias, y en la capa de hielo de la que surgían las torres se acumulaban bloques de piedra y restos inmemoriales. Donde el hielo era transparente podíamos ver las partes más bajas de las gigantescas estructuras, y notamos que varios puentes unían las torres a distintas alturas del suelo. En los muros exteriores se advertían las huellas de otros puentes desaparecidos. Un examen más atento reveló innumerables ventanas; en algunas se habían petrificado las persianas de madera; otras bostezaban siniestramente. Muchas de las ruinas, como era natural, carecían de techo, y los bordes superiores habían sido redondeados por la erosión. Pero algunas construcciones, cónicas, piramidales o protegidas por otros edificios de mayor altura, se conservaban intactas. Con los gemelos de campaña pudimos observar unas decoraciones escultóricas dispuestas en bandas horizontales; decoraciones que incluían aquellos curiosos dibujos de puntos cuya presencia en las piedras de esteatita verde adquiría ahora un mayor significado.

En algunos lugares la capa de hielo había cedido por alguna razón geológica, y las construcciones se habían derrumbado. En otros la piedra había sido arrasada hasta el nivel de la capa de hielo. Una larga zona, que se extendía desde el interior de la meseta hasta un acantilado de los contrafuertes, a un kilómetro y medio del paso por el que habíamos venido, estaba totalmente libre de construcciones. Tenía que ser, pensamos, el curso de un río que en la época terciaria —hacía millones de años— había atravesado la ciudad para desaparecer en algún prodigioso abismo subterráneo de la cadena montañosa. Indudablemente, ésta era una región de cavernas, hondonadas y subterráneos secretos inaccesibles para el hombre.

Cuando recuerdo nuestro estupor al encontrarnos ante aquel monstruoso sobreviviente de unas épocas que habíamos creído prehumanas, me maravilla pensar que hayamos conservado el uso de la razón. No podíamos ignorar que algo —la cronología, la ciencia, o nuestra propia mente— estaba sufriendo allí una horrible distorsión; sin embargo, logramos mantener el equilibrio necesario como para guiar el aeroplano, observar minuciosamente diversas cosas, y tomar toda una serie de fotografías. En lo que a mí se refiere, fui ayudado por mi vocación científica, pues a pesar de la inquietud y el temor que me dominaban, sentía la imperiosa curiosidad de indagar estos antiguos secretos, averiguar qué seres habían habitado allí, y qué papel habían desempeñado en el mundo.

Pues ésta no era una ciudad común. Tenía que haber sido el nudo central de un increíble y arcaico capítulo de la historia de la Tierra, cuyas ramificaciones, recordadas vagamente, y sólo en los mitos más oscuros y misteriosos, habían desaparecido de un modo total en el caos de las convulsiones geológicas anteriores a la aparición del hombre. Comparada con esta megalópolis paleógena, Atlantis y Lemuria, Commorion y Uzuldaroum, y Olathoé en el país de Lomar, parecían ciudades de hoy, ni siquiera de ayer. La ciudad sólo podía relacionarse con horrores como Valusia, R'lyeh, Ib en la tierra de Mnar, y la ciudad anónima de la Arabia Desierta. Mientras volábamos sobre esa acumulación de torres titánicas mi imaginación rompía todos los límites y asociaba fantásticamente este mundo perdido con las pesadillas inspiradas por los sucesos del campamento.

El depósito de combustible de nuestro avión, para evitar un peso excesivo, no había sido llenado del todo. Teníamos por lo tanto que ser algo prudentes en nuestras exploraciones. Volamos sin embargo bastante tiempo, luego de descender hasta una capa de aire donde apenas se sentían los efectos del viento. La cordillera no parecía tener límites, y lo mismo ocurría con la ciudad de piedra que bordeaba los contrafuertes. Volamos casi cien kilómetros a la derecha y a la izquierda y no notamos ningún cambio en aquel vasto y pétreo laberinto, extendido como un cadáver sobre los hielos eternos. Había sin embargo algunos accidentes de gran interés, como las esculturas que adornaban el cañón ocupado por el antiguo río. Las paredes de la entrada habían sido esculpidas hasta simular dos gigantescos pilones, y los motivos, parecidos a toneles, despertaron en nosotros recuerdos funestos.

Vimos también unos espacios abiertos en forma de estrella, evidentemente plazas públicas, y notamos varias ondulaciones en el terreno. Las colinas habían sido ahuecadas y convertidas en algo así como edificios; pero había por lo menos dos excepciones. Una de ellas había sido atacada de tal modo por la erosión que era imposible saber qué se había alzado en su cima; la otra tenía aún un fantástico monumento cónico esculpido directamente en la roca y algo similar a la tan conocida Tumba de la Serpiente en el antiguo valle de Petra.

Comenzamos a volar hacia el interior de la meseta y comprobamos que la ciudad era mucho menos ancha que larga. Luego de unos cuarenta kilómetros los grotescos edificios empezaron a espaciarse, y diez kilómetros después llegamos a una llanura virtualmente desierta. Más allá de la ciudad el curso del río era una línea ancha en una tierra algo abrupta que parecía elevarse ligeramente hasta desaparecer en una bruma de vapores.

Hasta entonces no habíamos aterrizado, pero no podíamos concebir la idea de abandonar la meseta sin haber intentado entrar en una de aquellas monstruosas estructuras. Por lo tanto decidimos buscar algún sitio despejado no lejos del paso para bajar allí con el avión y hacer una expedición a pie. Aunque estas pendientes estaban cubiertas en parte con restos de ruinas, pronto encontramos varios lugares apropiados. Elegimos el más cercano al paso y a eso de las 12.30 aterrizamos en un campo de nieve duro y libre de obstáculos de donde podríamos, más tarde, remontar vuelo con facilidad.

No nos pareció necesario proteger el avión con muros de nieve, pues volveríamos pronto y a esta altura apenas había vientos. Cuidamos solamente de que los esquís de aterrizaje estuviesen bien hundidos en el hielo, y que las partes vitales de la máquina quedaran bien protegidas contra el frío. Nos despojamos de nuestros abrigos más pesados, y llevamos con nosotros un pequeño equipo que consistía en una brújula, una cámara fotográfica, algunas provisiones, libretas de notas y papel, un martillo y un cincel de geólogo, algunos sacos para recoger muestras, rollos de cuerda, y unas poderosas linternas de mano. Habíamos traído este equipo en el avión contando con la posibilidad de poder efectuar un aterrizaje, tomar fotografías del suelo, hacer algunos croquis topográficos y obtener algunas muestras de rocas. Por suerte nos sobraba el papel y nos proponíamos romperlo en trozos y dejarlo caer detrás de nosotros para marcar nuestra ruta en algún laberinto en que pudiéramos penetrar. Si no encontrábamos una caverna sin corrientes de aire, tendríamos que recurrir al método de hacer señales en las rocas.

Descendimos con precaución por la pendiente de nieve endurecida hasta el laberinto de piedra que se alzaba en el oeste. Teníamos entonces el mismo presentimiento de inminentes maravillas que habíamos sentido al acercarnos al insondable paso montañoso unas cuatro horas antes. En verdad, ya nos habíamos acostumbrado a la presencia de ese increíble secreto oculto tras la barrera de picos; pero la perspectiva de entrar en unos edificios construidos por seres conscientes quizá millones de años atrás —mucho antes de que existiese la raza humana— nos inspiraba, con sus implicaciones de anormalidad cósmica, un angustioso terror. Aunque el aire rarificado de estas alturas no hacía muy fáciles los movimientos, no tuvimos dificultades en realizar nuestro propósito. Sólo unos pasos nos bastaron para llegar a unas ruinas informes al nivel del suelo. Unos cincuenta metros más allá se alzaba un edificio amurallado en forma de estrella de unos tres metros de alto. Hacia ella nos dirigimos, y, cuando tuvimos sus bloques ciclópeos al alcance de la mano, sentimos que habíamos establecido un contacto sin precedentes y casi blasfemo con épocas normalmente cerradas y vedadas a los hombres.

Esta construcción, de unos noventa metros de longitud máxima, había sido construida con piedras jurásicas de distinto tamaño, de dos a tres metros cuadrados de superficie. Unas ventanas con arco, de un metro de ancho y uno y medio de altura, se alineaban simétricamente a lo largo de las puntas de la estrella, en los ángulos interiores, y a un metro de la capa de hielo. Al mirar a través de esas aberturas observamos que las paredes eran de un metro y medio de espesor y que el interior de las mismas estaba adornado con esculturas dispuestas en bandas horizontales. Aunque tenían que haber existido originalmente partes más bajas, la capa de hielo y nieve impedía comprobarlo.

Entramos en una de las ventanas y tratamos vanamente de descifrar los casi horrendos dibujos de los muros; pero no intentamos horadar el hielo del piso. Habíamos advertido desde lo alto que en muchos edificios había menos hielo que en éste; si lográbamos entrar en alguno de los que aún conservaban el techo, encontraríamos quizá interiores libres de obstáculos. Antes de dejar el recinto lo fotografiamos cuidadosamente y estudiamos con estupor los bloques titánicos desprovistos de cemento. Deseamos que Pabodie hubiese venido con nosotros, pues sus conocimientos de ingeniería podían habernos ayudado a saber cómo habían sido movidos aquellos bloques en una época increíblemente lejana.

El trayecto de un kilómetro que recorrimos hasta llegar a la ciudad, mientras los vientos rugían vanamente entre los picos, nunca se me borrará de la memoria. Aquellos efectos ópticos sólo eran concebibles en una pesadilla. Entre nosotros y el torbellino de vapores del oeste se alzaba aquel monstruoso conglomerado de oscuras torres de piedra que volvía a impresionarnos como algo nunca visto cada vez que cambiaba la perspectiva. Era un espejismo de piedra sólida, y si no fuese por las fotografías dudaría aún de su existencia. El tipo general de las construcciones era idéntico al de aquel primer edificio; pero las formas extravagantes que adquiría en su manifestación urbana superaban cualquier posible descripción.

Esas fotografías no ilustran, por otra parte, sino una fase o dos de la infinita variedad, la masa, y lo insólito de las construcciones. Había formas geométricas para las que Euclides apenas hubiese encontrado nombre: conos truncados a muy diversas alturas y con todas las irregularidades imaginables, terrazas provocativamente desproporcionadas, agujas con raras protuberancias bulbosas, columnas rotas en curiosos grupos, estrellas grotescas de cinco brazos. A medida que nos acercábamos podíamos ver bajo el hielo transparente algunos de los puentes tubulares que unían entre sí, a diversas alturas, los edificios irregularmente distribuidos. No parecía haber calles; el único espacio abierto se encontraba a la izquierda, a un kilómetro de distancia, en el lugar donde el río había atravesado la ciudad en su camino hacia las montañas.

Nuestros gemelos de campaña mostraban que las bandas horizontales de esculturas y puntos, casi borradas, eran muy abundantes, y casi podíamos imaginar el aspecto que la ciudad había tenido en otra época. El conjunto había sido una compleja acumulación de callejuelas y avenidas retorcidas, algunas de ellas casi túneles a causa de lo numeroso de los puentes. Ahora, extendida ante nosotros, se alzaba como un sueño fantástico recortado contra una niebla oriental en cuyo extremo norte el sol bajo y roji*zo se esforzaba por lanzar algunos rayos. Y cuando, por un momento, el astro encontraba algunas nubes más densas, la escena se poblaba de sombras y adquiría un aspecto no sé por qué amenazador. Hasta el sonido del viento en las montañas parecía tener un carácter de voluntaria malignidad.

Un poco antes de llegar a la ciudad, la pendiente se hizo más abrupta, y un amontonamiento de bloques de piedra nos hizo pensar que allí se había alzado en otro tiempo una terraza. Bajo la capa de hielo, discurrimos, tenía que haber unos escalones o algo equivalente.

Cuando llegamos al fin a la ciudad misma, arrastrándonos sobre los restos de unos muros, y estremeciéndonos ante la proximidad de aquellos edificios quizá tambaleantes, nuestras sensaciones fueron tales que aún hoy me maravilla que hayamos podido conservar la serenidad. Danforth estaba francamente nervioso, y comenzó a formular unas hipótesis fuera de lugar a propósito de los sucesos del campamento. Yo mismo no podía dejar de sentir que la supervivencia de esta antiquísima pesadilla imponía ciertas conclusiones. Pero Danforth era excesivamente imaginativo, y en una calle cubierta de escombros creyó ver unas huellas sospechosas. De cuando en cuando se detenía para escuchar, según él, un sonido semejante al del viento en las montañas, pero, lo que era perturbador, también diferente. La incesante presencia de aquella estrella de cinco puntas, tanto en la planta de los edificios como en los pocos arabescos que aún había en los muros, tenía algo de siniestro que no podíamos olvidar, y nos dejaba entrever, aunque en nuestro subconsciente, la naturaleza de los constructores de esta ciudad maléfica.

Sin embargo, nuestras mentes curiosas no estaban paralizadas, y recogimos mecánicamente unas muestras de diferentes rocas. Hubiésemos deseado una colección más completa para verificar la edad del lugar. Nada en las paredes parecía posterior a las épocas jurásica y cománchica, y no encontramos en todo el lugar una sola piedra que no fuese anterior a la edad pliocena. La muerte reinaba en aquel sitio desde hacía por lo menos quinientos mil años, o quizá más.

Mientras avanzábamos por este laberinto de piedras sombrías, nos detuvimos en todas las aberturas a nuestro alcance para estudiar los interiores y ver si era posible entrar. Algunas estaban muy arriba, y otras conducían a unos restos cubiertos de hielo. Una de ellas, particularmente espaciosa, se abría sobre un abismo en apariencia sin fondo y sin ningún medio de descenso visible. A veces se nos presentaba la ocasión de estudiar la madera de las persianas y quedábamos impresionados ante su fabulosa antigüedad. Procedía sin duda de coníferas y gimnospermas mesozoicas —especialmente cicadáceas cretáceas— y palmeras y angiospermas del período terciario. Nada pudimos descubrir que fuese posterior a la época pliocénica. Las maderas habían sido ajustadas a las piedras, lo que explica que hubiesen sobrevivido a las piezas metálicas roídas por el óxido, y de las que aún se veían curiosas señales.

Luego de un tiempo cruzamos ante una fila de ventanas —en uno de los brazos de una estrella colosal— que daban a una vasta habitación, pero el piso era demasiado bajo como para descender sin la ayuda de una cuerda. Disponíamos de ella, pero mientras no fuese necesario no queríamos realizar un descenso de más de seis metros, ya que el aire rarificado nos fatigaba bastante. Esta habitación enorme había sido sin duda una sala de reuniones, y nuestras linternas eléctricas revelaron la presencia de unas sorprendentes esculturas, dispuestas en los muros en bandas horizontales y separadas por otras bandas de arabescos. Tomamos cuidadosa nota del lugar, decidiendo que si no encontrábamos otro más accesible entraríamos aquí.

Al fin descubrimos la entrada que buscábamos: un arco de dos metros de anchura y tres de alto, extremo de un puente que se alzaba a un metro y medio de la capa de hielo. El pasaje daba a un piso superior que todavía existía. El edificio accesible estaba formado por una serie de terrazas rectangulares situadas a nuestra izquierda y que miraban al oeste. Del otro lado de la avenida, en el extremo opuesto del puente, se veía un decrépito cilindro sin ventanas y con un curioso abultamiento a unos tres metros por encima del arco. El interior era muy sombrío, y la abertura parecía dar a un pozo de profundidad incalculable.

Un montón de escombros facilitaba el acceso al edificio situado a nuestra izquierda, pero dudamos un instante antes de aceptar esta ocasión tan deseada. Pues aunque nos hubiésemos atrevido a penetrar en este arcaico laberinto, era necesario tener más audacia aún para deslizarnos en el interior de una de las casas. La naturaleza terrorífica de este mundo era cada vez más evidente. Al fin, sin embargo, nos hicimos de coraje y entramos por la abertura. Nos encontramos en una habitación de suelo ajedrezado que parecía la antesala de otra larga habitación de muros esculpidos.

Observamos que en la habitación se abrían numerosos pasajes, y comprendiendo que la distribución de los cuartos podía ser de una complejidad excesiva, decidimos recurrir a los trozos de papel. Hasta ese instante nos habían bastado las brújulas, junto con frecuentes ojeadas a las cimas que asomaban entre las torres; pero desde ahora tendríamos que recurrir a algo más. Cortamos por lo tanto nuestra provisión de papel en trozos de tamaño conveniente, los colocamos en un saco que llevaría Danforth, y nos dispusimos a usarlos con toda la economía posible. Este método evitaría sin duda que nos extraviásemos, pues en el interior de la casa no parecía haber corrientes de aire. Si no fuese así, o se nos terminara la provisión de papel, recurriríamos al método de marcar las rocas.

Era imposible adivinar cuánto andaríamos. Las conexiones que unían tan frecuentemente los distintos edificios hacían suponer que pasaríamos de uno a otro por puentes situados bajo la capa de hielo. Ésta, en apariencia, apenas había penetrado en las macizas construcciones. A través del hielo transparente habíamos visto que casi no había ventanas abiertas, como si la ciudad hubiese sido abandonada voluntariamente en ese estado cuando la capa de hielo comenzó a cristalizar las partes más bajas. ¿Se había previsto la llegada del hielo, y la población se había retirado en busca de un refugio más apropiado? Era imposible saber por ahora cómo se había formado esa capa helada. Quizá tenía como origen la presión acumulada de la nieve; o las aguas, fuera de cauce, del río vecino; o el descenso de algún glaciar de la cordillera. Todo era posible en este lugar.

<p>6</p>

Sería realmente excesivo dar un relato detallado y completo de nuestras andanzas por el interior de aquella abandonada y cavernosa colmena; aquel cubil monstruoso de secretos primitivos cuyos ecos se alzaban ahora por primera vez después de innumerables años de silencio, ante las pisadas de unos seres humanos. Esto es especialmente cierto a causa de que la horrible revelación surgió del mero estudio de los muros esculpidos. Las fotografías serán por eso muy útiles para probar la verdad de mis afirmaciones. Lamentablemente, no disponíamos de mucha película virgen. Cuando se nos terminó, nos contentamos con dibujar en nuestras libretas algunos de los bajorrelieves más notables.

El edificio en que habíamos entrado era de gran tamaño y complejidad, y nos dio una singular idea de la arquitectura de aquel anónimo pasado. Las paredes interiores eran menos macizas que las exteriores, pero en los pisos más bajos se habían conservado muy bien. Era aquél un verdadero laberinto, con diferencias curiosamente irregulares entre un piso y otro, y sin aquellos pedazos de papel, sin duda nos habríamos extraviado. Decidimos explorar ante todo las partes superiores más dañadas; una ascensión de treinta metros nos llevó a la cima del edificio. Allí una hilera de cuartos sin techo y cubiertos de nieve se abría bajo el cielo polar. Llegamos a esa cima por medio de rampas o planos inclinados que hacían en todas partes las veces de escaleras. Los cuartos tenían las formas y proporciones más variadas: estrellas de cinco puntas, triángulos y cubos perfectos. Todos medían, generalmente, nueve metros por nueve de superficie, y unos seis metros de altura. Había sin embargo habitaciones mayores. Después de examinar cuidadosamente las partes más elevadas, descendimos, piso por piso, a los cuartos inferiores y nos encontramos en una verdadera confusión de salones y pasillos unidos entre sí, que cubría sin duda un área superior a la del edificio mismo. Las proporciones ciclópeas de todo aquello se hicieron muy pronto curiosamente opresivas. Había algo de profundamente inhumano en los contornos, la decoración y las sutilezas arquitectónicas de esta construcción de monstruosa antigüedad. El estudio de las esculturas nos reveló muy pronto que el laberinto tenía varios millones de años de existencia.

Aún hoy me es imposible explicar qué principios mecánicos presidían el equilibrio y la disposición de aquellas ,vastas masas de roca; aunque los constructores habían recurrido frecuentemente a los principios del arco. Los cuartos que visitamos estaban totalmente desprovistos de muebles, circunstancia que parecía probar que la ciudad había sido abandonada voluntariamente. El motivo principal de decoración eran aquellas esculturas esculpidas en casi todos los muros. Estaban dispuestas, generalmente, en bandas horizontales de casi un metro de ancho, que alternaban con otras bandas de tamaño similar y de arabes cos geométricos. A menudo, sin embargo, en las bandas de arabescos se habían incluido unas cartelas lisas con unos curiosos grupos de puntos.

La técnica, como comprobamos en seguida, era de una rara perfección, y revelaba una civilización desarrollada hasta el más alto grado, aunque totalmente ajena a la tradición artística de la raza humana. En delicadeza de ejecución ninguna escultura de las que yo había visto hasta entonces podía equiparársele. Los menores detalles de la vida vegetal o animal habían sido reproducidos con una fidelidad prodigiosa, a pesar de la vastedad de la escala, y los dibujos convencionales eran maravillas de compleja delicadeza. En los arabescos se advertía un uso profundo de principios matemáticos, y consistían en curvas y ángulos oscuramente simétricos basados en el número cinco. Las esculturas, ejecutadas según una muy curiosa perspectiva, eran de un vigor tal que nos conmovieron profundamente a pesar del abismo de años que las separaba de nuestra época. La técnica se basaba en una singular disposición de la sección transversal con la silueta de dos dimensiones, y revelaba una psicología analítica desconocida para todos los pueblos de la antigüedad. Es inútil comparar este arte con cualquiera de los representados en nuestros museos. Los que vean las fotografías le encontrarán una cierta similitud con el de algunos futuristas.

Los arabescos consistían en unos surcos grabados cuya profundidad, en las piedras no desgastadas por la erosión, era de unos tres a cinco centímetros. Las cartelas adornadas de grupos de puntos —evidentemente inscripciones en un alfabeto desconocido— formaban unas depresiones de unos cuatro centímetros, y los puntos de dos. El fondo de las esculturas era un bajorrelieve, a unos cinco centímetros de la superficie original de la pared. En algunos casos podían notarse ciertas huellas de color, aunque en la mayor parte el tiempo había borrado todo pigmento. Cuanto más se estudiaba la técnica de esas esculturas, tanto mas se las admiraba. Por encima de las convenciones, muy estrictas, era posible distinguir la habilidad y el minucioso poder de observación del creador, y en verdad las convenciones mismas servían para acentuar la esencia real de cada uno de los objetos representados. Sentimos, también, que fuera de esas reconocibles excelencias había otras que superaban los límites de nuestra percepción. Ciertos signos, aquí y allí, insinuaban unos símbolos y significaciones que para otras mentes y otros sentidos debían tener un profundo y expresivo valor.

El tema de esas esculturas era sin duda la vida en la época en que habían sido creadas, y se referían en gran parte a acontecimientos históricos. Esta última y peculiar circunstancia nos daba la posibilidad de informarnos acerca de aquella raza antiquísima, y por ese motivo nos dedicamos principalmente a fotografiar y a dibujar. En algunas de las habitaciones había varios mapas y cartas astronómicas, y otros dibujos científicos a gran escala; todos corroboraban terriblemente la verdad de lo que habíamos creído ver en las estatuas y frisos. Hoy sólo puedo esperar que mis relatos no despierten una curiosidad más grande que toda precaución. Sería realmente trágico que alguien osara visitar ese reino de muerte y horror impulsado por esta misma advertencia.

En los muros esculpidos se abrían grandes ventanas y puertas macizas de tres metros y medio de altura; unas y otras conservaban a veces sus paneles y persianas de madera petrificada —esculpida y pulida minuciosamente—. Todas las partes metálicas habían desaparecido, pero las puertas se mantenían en algunos casos en su lugar y tuvimos que hacerlas a un lado. En las ventanas era posible advertir de cuando en cuando la presencia de un curioso material transparente. Había también algunos nichos de gran tamaño, generalmente vacíos, pero que a veces guardaban unos objetos de esteatita. Los otros orificios formaban parte sin duda de sistemas de iluminación y ventilación acerca de los cuales las esculturas nos habían dado una vaga idea. Los cielos rasos eran comúnmente lisos, pero en algunos había habido unas losas de esteatita verde ahora en el suelo. Los suelos estaban también adornados con esas losas, aunque predominaba la piedra desnuda.

Como he dicho, faltaban todos los muebles: pero las esculturas se referían a unos extraños aparatos que habían llenado una vez estas salas donde resonaban ahora los ecos de las tumbas. Por encima del nivel de la capa de hielo los picos estaban generalmente cubiertos de detritos y restos de toda especie; pero más abajo apenas había obstáculos. Los cuartos y pasillos inferiores tenían sólo una capa de polvo, y a veces daban la impresión de haber sido barridos no hacía mucho. Como es natural, donde había habido algún derrumbe los cuartos inferiores estaban tan cubiertos de escombros como los superiores. Un patio central —como en otros edificios que habíamos vislumbrado desde el aire— evitaba que en las habitaciones interiores reinasen las sombras. En las salas altas, por lo tanto, apenas teníamos que usar nuestras linternas, salvo para estudiar los detalles de las esculturas. Pero bajo la capa de hielo escaseaba la luz, y en los pisos inferiores había una oscuridad absoluta.

Para dar aunque sea una idea rudimentaria de nuestros pensamientos y sensaciones al penetrar en este laberinto, vacío y silencioso desde hacía millones de años, tendría que describir un increíble caos de impresiones y recuerdos fugaces. La antigüedad aterradora y la mortal desolación del lugar hubiesen abrumado a cualquier persona sensitiva; pero es necesario añadir los inexplicables horrores del campamento, y las revelaciones que nos proporcionaron demasiado pronto las terribles esculturas murales. En el mismo instante en que llegábamos a una sección perfectamente conservada, comprendimos la horrorosa verdad, una verdad que Danforth y yo habíamos sospechado, es cierto, independientemente, pero que no nos habíamos atrevido a insinuar en voz alta. No pudimos tener ya ninguna duda misericordiosa acerca de la naturaleza de los seres que habían construido y habitado esta ciudad hacía millones de años, cuando los antecesores del hombre eran aún mamíferos primitivos, y los enormes dinosaurios se paseaban por las estepas tropicales de Asia y Europa.

Habíamos insistido en pensar hasta entonces, y para nosotros mismos, que la constante presencia del motivo de las cinco puntas tenía un único significado: la exaltación cultural o religiosa de un objeto natural arqueano de forma similar. Así el motivo principal del arte decorativo en la Creta micénica había sido la figura de un toro, el de Egipto la de un escarabajo, el de Roma las de un lobo y un águila, y el de las tribus salvajes las de algún animal totémico. Pero ahora nos veíamos obligados a enfrentarnos con una idea que el lector de estas páginas ya ha sospechado probablemente. Apenas me atrevo a transcribirla en negro sobre blanco, pero quizá no tenga que hacerlo.

Las criaturas que habían habitado y construido esta terrible ciudad en la edad de los dinosaurios no eran ciertamente dinosaurios, sino algo peor. Los dinosaurios eran una raza joven, desprovista de inteligencia; pero los constructores de la ciudad eran sabios y viejos, y habían dejado ciertas huellas en rocas que databan de mil millones de años atrás. En esa época la única vida terrestre era unas agrupaciones celulares, y no existía en realidad una verdadera vida. Estas criaturas tenían que ser los hacedores y los amos de esa vida, y en ellos se habían originado sin duda aquellos mitos a los que se refieren obras como los Manuscritos Pnakóticos y el Necronomicon. Eran éstos los «Grandes Antiguos», que habían descendido de las estrellas cuando la Tierra era joven; seres cuya sustancia se había formado a través de una misteriosa evolución, y cuyos poderes no parecían tener límites. Y pensar que la víspera Danforth y yo habíamos contemplado unos fragmentos de esa sustancia, y que el pobre Lake y sus compañeros habían visto sus cuerpos intactos.

Me es naturalmente imposible narrar en su orden las etapas que recorrimos antes de llegar a nuestro conocimiento actual de ese monstruoso capítulo de la vida prehumana. Luego del aturdimiento de la primera revelación, tuvimos que descansar un rato, y ya eran las tres de la tarde cuando iniciamos nuestra investigación sistemática. Las esculturas del edificio pertenecían a una edad relativamente tardía —quizá de hacía dos millones de años— a juzgar por los datos biológicos, geológicos y astronómicos que proporcionaban, y eran de un estilo que podría llamarse decadente por comparación con las obras que encontramos en edificios más viejos luego de cruzar unos puentes sumergidos. Uno de esos edificios, labrado en la misma roca, tenía una antigüedad de por lo menos cincuenta millones de años —o sea del eoceno inferior o el cretáceo superior— y contenía unos bajorrelieves de calidad excepcional.

Si no fuese por las fotografías, que pronto serán conocidas por todo el mundo, me resistiría a hablar de mis descubrimientos, ya que corro el peligro de que me encierren en un manicomio. Por supuesto, las partes más antiguas de la historia que alcanzamos a descifrar —y que representaban la vida preterrestre de los seres de cabeza de estrella en otros planetas, otras galaxias y otros universos— pueden ser interpretadas con facilidad como cuentos mitológicos de estos mismos seres: pero tales fragmentos incluían a veces mapas y diagramas tan increíblemente similares a los últimos descubrimientos de la matemática y la astrofísica que yo apenas sabía qué pensar. Dejaré que otros decidan cuando aparezcan las fotografías.

Como es natural, cada uno de los grupos de esculturas con que nos encontrábamos relataba sólo una fracción de la historia, y ésta sólo pudo ser reconstruida más tarde. Algunas de aquellas salas describían episodios indepen1 dientes, mientras que en otros casos una crónica ininterrumpida se sucedía de habitación en habitación y de corredor en corredor. Los mejores mapas y diagramas se encontraban en una habitación abismal, situada muy por debajo del viejo nivel del suelo: una caverna de unos sesenta metros cuadrados y de unos veinte metros de altura que tenía que haber servido como centro educativo. En las distintas habitaciones y edificios había repeticiones exasperantes, y algunos capítulos de la historia eran sin duda los favoritos de los artistas y los ocupantes de la casa. A veces, sin embargo, varias versiones del mismo tema servían para llenar lagunas y aclarar puntos oscuros.

Me maravilla aún que hayamos podido descubrir tantas cosas en tan poco tiempo. Por supuesto, todavía ahora no tenemos más que una idea muy general, y nuestras informaciones más precisas fueron obtenidas gracias al estudio posterior de las fotografías y los croquis. La actual depresión nerviosa de Danforth pudo tener como causa este estudio —los recuerdos de aquellas escenas y de la impresión que causaron en nosotros— y aquel supuesto horror que no ha querido revelar. Pero este estudio era indispensable; no podríamos hacer la menor advertencia sin dar toda la información posible, y esa advertencia es sin duda de una imperiosa necesidad. Ciertas influencias todavía presentes en esa Antártida, donde el tiempo y las leyes de la naturaleza parecen sufrir una extraña deformación, nos han convencido de que debemos desanimar a todos los posibles exploradores.

<p>7</p>

Todo lo que sabemos Danforth y yo aparecerá próximamente en el boletín oficial de la Universidad de Miskatonic. Así que me contentaré con esbozar aquí nada más que lo principal. Mito o realidad, las esculturas narran la llegada a la Tierra todavía sin vida de esos seres de cabeza de estrella y de otros que de cuando en cuando se deciden a explorar el universo. Aparentemente son capaces de atravesar el espacio interestelar con la ayuda de sus grandes alas membranosas, y se confirma así la historia que me narró hace años un colega universitario. Durante un tiempo vivieron en las profundidades del mar, construyendo ciudades fantásticas y librando feroces batallas con enemigos anónimos mediante el empleo de complicados aparatos que usaban principios desconocidos de energía. Evidentemente, sus conocimientos mecánicos y científicos sobrepasaban a los del hombre actual, aunque recurrían a sus aplicaciones más elaboradas sólo cuando se veían obligados a ello. Algunas de las esculturas sugerían que en algún lejano planeta habían pasado por una era mecánica, abandonada más tarde por ser emocionalmente insatisfactoria. Gracias a la resistencia de sus órganos y la simplicidad de sus necesidades naturales podían llevar una vida del más alto nivel sin el auxilio de la manufactura especializada.

En el mar, primero para alimentarse y luego con otros propósitos, crearon las formas originales de la vida terrestre a partir de sustancias que conocían desde hacía mucho tiempo. Luego de haber aniquilado a varios enemigos cósmicos se dedicaron a los experimentos más complicados. Habían hecho lo mismo en otros planetas, no contentándose solamente con elaborar alimentos, sino también ciertas masas protoplásmicas capaces de transformar sus tejidos en toda clase de órganos bajo influencias hipnóticas. Estas masas eran así perfectos esclavos, encargados de las labores más pesadas. (Se trataba sin duda de las criaturas viscosas que Abdul Alhazred llama Ksoggoths» en su terrible. Necronomicon, aunque aquel árabe loco no insinuó jamás que hubiesen existido en la Tierra, excepto en los sueños de quienes masticaban cierta hierba alcaloidea.) Cuando los Antiguos de cabeza de estrella lograron sintetizar sus principales alimentos y difundieron por el mundo un buen número de soggoths, dejaron que otros grupos celulares evolucionaran libremente, eliminando a aquellos que podían traer dificultades.

Con la ayuda de los soggoths, capaces de levantar pesos prodigiosos, las pequeñas ciudades submarinas se transformaron pronto en vastos e imponentes laberintos de piedra, no muy distintos de los que más tarde fueron construidos en la superficie. Los Antiguos habían llevado durante largo tiempo, en otros planetas, una vida terrestre, y sabían cómo construir en tierra firme. Mientras estudiábamos la arquitectura de esas ciudades paleógenas, incluso la de aquella cuyos corredores habíamos visitado, nos impresionó una curiosa coincidencia que hasta entonces no habíamos tratado de explicar. Las cimas de las casas, que en la ciudad antártica habían desaparecido hacía ya mucho tiempo, aparecían en los bajorrelieves con finas agujas, delicados ápices piramidales y cónicos, y terminaciones cilíndricas coronadas por discos horizontales. Esto es exactamente lo que había mostrado aquel espejismo nacido de una ciudad donde esos adornos existían desde hacía miles de años.

De la vida de los Antiguos, tanto en el mar como en la tierra, podrían escribirse volúmenes. Aquellos que vivían en el agua habían conservado el uso de los ojos (situados en las puntas de los cinco tentáculos de la cabeza), y habían cultivado las artes de la escultura y la escritura casi como los terrestres. La escritura se practicaba con un estilete en superficies blandas e impermeables. Los que vivían en los abismos, aunque dotados de un curioso órgano fosforescente para darse luz, completaban su visión con unos sentidos muy especiales situados bajo el vello prismático de la cabeza. Con estos sentidos podían prescindir de la luz. En las formas de la escultura y la escritura había variantes que implicaban diversos procesos químicos probablemente para dar a los objetos una luz fosforescente que los bajorrelieves no aclaraban del todo. Estas criaturas se movían en el agua en parte nadando —con la ayuda de los brazos laterales— y en parte arrastrándose sobre los tentáculos inferiores. Ocasionalmente recurrían al uso auxiliar de dos o más pares de aquellas alas plegables. En tierra usaban los tentáculos, pero de cuando en cuando volaban a grandes alturas y cubrían largas distancias ayudados por las alas. Las terminaciones de los brazos eran infinitamente delicadas, flexibles, fuertes y precisas, y cumplían hábilmente cualquier operación artística o manual.

La solidez de sus cuerpos era casi increíble. Ni siquiera las enormes presiones submarinas alcanzaban a causarles daño. Muy pocos parecían morir, excepto por causa violenta, y no había cementerios. El hecho de que enterraran los cadáveres — inhumados verticalmente— bajo túmulos de cinco puntas despertó en Danforth y en mí una horrorosa asociación de ideas. Se multiplicaban por medio de esporas como vegetales pteridolitos, pero, debido a su prodigiosa resistencia y longevidad, no preconizaban el desarrollo de otros protalos excepto cuando había nuevas tierras que colonizar. Los jóvenes maduraban rápidamente y recibían una educación cuya naturaleza era difícil concebir. La vida intelectual y estética estaba muy desarrollada, y daba como resultado la tenaz persistencia de unas costumbres e instituciones que describiré con mayor abundancia en mi próxima monografía. Ellas variaban de acuerdo con el lugar de residencia —tierra o mar—, pero eran esencialmente idénticas.

Aunque capaces, como los vegetales, de alimentarse de sustancias inorgánicas, eran preferentemente carnívoros. En el mar comían animales marinos crudos, pero en tierra cocinaban sus alimentos. Cazaban animales salvajes y criaban ganado, y mataban a unos y otros con unas armas cuyas curiosas huellas, en ciertos huesos fósiles, ya habían sido advertidas por nuestra expedición. Resistían maravillosamente todas las temperaturas, y podían vivir en el agua helada. Sin embargo, cuando llegaron los grandes fríos del pleistoceno —hace un millón de años — los que habitaban en tierra firme tuvieron que recurrir a medidas especiales — incluso métodos de calefacción—, hasta que al fin la temperatura los obligó a refugiarse en el mar. En la época de sus luchas prehistóricas en el espacio, decía la leyenda, eran capaces de absorber ciertas sustancias químicas, libres de las necesidades y condiciones naturales; pero en el tiempo de los grandes fríos habían olvidado cómo hacerlo. De cualquier modo, no hubiesen podido prolongar ese estado artificial indefinidamente sin sufrir daño.

Como no se acoplaban, y eran de estructura semivegetal, carecían de toda vida familiar basada en leyes biológicas; pero organizaban vastos habitáculos en los que se agrupaban —según dedujimos de las ocupaciones y diversiones que mostraban las esculturas— de acuerdo con su afinidad mental. Al amueblar las habitaciones instalaban todo en el centro, y reservaban los muros para la decoración. La luz, en tierra firme, era obtenida por medio de un dispositivo de naturaleza probablemente electroquímica. Tanto en tierra como en el mar usaban curiosas mesas, sillas y cilindros donde descansaban de pie, con los tentáculos plegados, y unos estantes donde alineaban las planchas punteadas que eran sus libros.

El sistema de gobierno era evidentemente complejo, y de estructura quizá socialista, aunque las esculturas que vimos no permiten afirmarlo con seguridad. Había un comercio abundante, tanto local como entre los diferentes centros poblados, y unas piedrecitas de esteatita verde, de forma de estrella e inscritas, servían de dinero. Aunque la cultura era principalmente urbana, existían también una ganadería y una agricultura florecientes. Había además, aunque en una escala menor, industria minera y manufacturera. Los viajes eran muy comunes, pero no se realizaban migraciones salvo con motivo de vastos movimientos de colonización. No usaban ningún medio de transporte, pues tanto en el agua como en la tierra y el aire parecían capaces de desarrollar por sus propios medios una gran velocidad. Sin embargo, las cargas eran transportadas por bestias: soggoths bajo el agua, y una gran variedad de vertebrados primitivos en los últimos años pasados en tierra firme.

Estos vertebrados, lo mismo que una infinidad de otras formas de vida — animal, vegetal, marina, terrestre y aérea—, eran producto de una evolución no dirigida que actuaba sobre las células creadas por los Grandes Antiguos. Se había permitido que se desarrollaran libremente por no haberse rebelado nunca contra sus amos. Los organismos de difícil dominación, como es natural, fueron exterminados mecánicamente. Nos llamó la atención ver que en las últimas y más decadentes esculturas aparecían unos mamíferos usados a veces como alimento y otras como divertidos bufones, y cuyos rasgos simiescos y humanos eran indudables. En la construcción de las ciudades terrestres los grandes bloques de piedra de los edificios habían sido alzados generalmente por pterodáctilos de una especie desconocida para nuestros paleontólogos.

El modo como los Antiguos sobrevivieron a diversos cambios geológicos y a las convulsiones de la corteza terrestre era casi un milagro. Aunque ninguna de sus primeras ciudades había llegado a la edad arqueana, ni la civilización ni la transmisión de los registros se habían interrumpido. En un principio, recién llegados al planeta, se habían instalado en el océano Antártico, poco tiempo después de que la materia de que está formada la Luna hubiese sido arrancada al Pacífico Sur. En esa época, según un bajorrelieve, todo el globo terrestre estaba bajo el agua, y las ciudades de piedra se extendían más y más alrededor de la Antártida. En otro mapa se veía una gran extensión de terreno alrededor del Polo Sur, donde algunos de los seres se habían instalado en forma experimental, aunque los centros principales habían sido transferidos al fondo del mar más próximo. Mapas posteriores, que mostraban la tierra como hendida y flotante, con ciertas partes que iban hacia el norte, apoyaban de un modo asombroso las teorías sobre la migración de los continentes sostenida entre nosotros por Taylor, Wegener y Joly.

Con la aparición de un nuevo continente en el Pacífico sobrevinieron tremendos acontecimientos. Algunas de las ciudades marinas fueron destruidas, pero eso no fue lo peor. Otra raza (formada por criaturas similares a pulpos y que pertenecía quizá a la progenie de Cthulhu) descendió de la infinitud cósmica y desencadenó una guerra que por un tiempo hizo que todos los Antiguos tuvieran que esconderse en el fondo del mar: golpe terrible si se tiene en cuenta que las colonias terrestres eran cada vez más numerosas. Más tarde se llegó a un acuerdo y la progenie Cthulhu se refugió en las tierras nuevas mientras que los Antiguos se reservaban el océano y las tierras de más edad. Fueron fundadas nuevas ciudades en tierra firme; la mayoría en la Antártida, pues esta región era sagrada en virtud de que en ella habían puesto pie por primera vez en el planeta. Desde entonces la Antártida fue el centro de la civilización de los Antiguos, y todas las ciudades construidas allí por la progenie de Cthulhu desaparecieron. Luego, de pronto, las tierras del Pacífico volvieron a hundirse, y con ellas la terrible ciudad de piedra de R'lyeh y todos los pulpos cósmicos, de modo que los Antiguos fueron otra vez amos únicos del planeta a pesar del vago temor que los oprimía continuamente y del que no se atrevían a hablar. Siglos más tarde sus ciudades cubrían la mayor parte del globo, y éste es el motivo por el que recomendaré en mi próxima monografía que algunos arqueólogos efectúen excavaciones con el aparato de Pabodie en ciertas regiones muy separadas entre sí.

Las migraciones se realizaron entonces, y casi constantemente, desde el mar a la tierra. Ante todo habían aparecido nuevos continentes e islas. Por otra parte los soggoths se mostraban cada vez más rebeldes. Con el paso del tiempo, como confesaban tristemente las esculturas, el arte de crear nueva vida a partir de la materia inorgánica se había perdido, de modo que los Antiguos tenían que depender de las formas ya existentes. Los grandes reptiles terrestres eran extremadamente dóciles, pero los soggoths, que se reproducían por fisión y adquirían un grado peligroso y accidental de inteligencia, representaron durante un tiempo un problema enorme.

Habían sido siempre gobernados por medio de la sugestión hipnótica, y habían modelado su sustancia plástica en diversos miembros y órganos provisionales; pero ahora ejercían esta facultad de un modo a veces independiente, aunque imitando las formas sugeridas antes. Parecían haber adquirido un cerebro cuyos poderes volitivos eran un eco de la mente de los Antiguos, pero capaz de desobedecerles de cuando en cuando. Las imágenes esculpidas de estos soggoths nos llenaron a Danforth y a mí de repugnancia y terror. Eran comúnmente entidades informes, constituidas por una jalea viscosa similar a una aglutinación de burbujas; cuando tenían una forma esférica alcanzaban un diámetro de casi cinco metros. Sin embargo, cambiaban continuamente de forma y volumen, formando órganos visuales, auditivos y de lenguaje imitados de los de sus amos ya espontáneamente o por sugestión.

Hacia mediados de la edad pérmica —cincuenta millones de años atrás— se hicieron particularmente intratables y hubo que librar contra ellos una verdadera guerra. Las imágenes de esta guerra —en la que los soggoths decapitaban a sus víctimas y las dejaban cubiertas de una baba viscosa— horrorizan todavía a pesar del abismo del tiempo. Los Antiguos habían empleado contra los rebeldes unas curiosas armas moleculares y atómicas, y habían alcanzado al fin una victoria completa. Luego, según las esculturas, habían domado a los soggoths así como los vaqueros domaron a los caballos salvajes en el oeste norteamericano. Pero durante la rebelión los soggoths habían desarrollado la capacidad de vivir fuera del agua, capacidad que no se les había inculcado, pues en tierra firme su utilidad era menor que las dificultades que presentaba su manejo.

Durante la edad jurásica los Antiguos habían sufrido una nueva invasión desde el espacio. Esta vez los monstruos eran unos crustáceos fungoides, los mismos sin duda que figuraban en ciertas leyendas de las colinas de Vermont y que las tribus del Himalaya llaman Mi-Go o abominable hombre de las nieves. Para luchar contra estos seres los Antiguos intentaron, por primera vez desde su llegada a la Tierra, volver otra vez al espacio interplanetario; pero, a pesar de todos los preparativos tradicionales, no pudieron dejar la atmósfera terrestre. Cualquiera que fuese el secreto de los viajes interestelares, éste se había perdido. Al fin los Mi-Go echaron a los Antiguos de las tierras del norte, aunque no pudieron molestar a los que vivían en el mar. Poco a poco comenzó la lenta retirada de aquella antigua raza a su hábitat antártico original.

Era curioso advertir, en la representación mural de las batallas, que la progenie de Cthulhu y los Mi-Go era de una sustancia orgánica muy distinta de la que hoy conocemos, aún más que la de los Antiguos. Tenían la facultad de efectuar ciertas transformaciones y reintegraciones imposibles para sus adversarios, y parecían proceder de los más remotos abismos del espacio cósmico. Los Antiguos, a pesar de la curiosa resistencia de sus organismos, eran estrictamente materiales, y debían de haberse originado en el contínuum espacio-tiempo; el lugar de donde venían los otros era, en cambio, inimaginable. Todo esto, por supuesto, si las anomalías atribuidas a los invasores no son meramente mitológicas. No es imposible que los Antiguos hayan ideado unas amenazas cósmicas para justificar sus ocasionales fracasos, ya que el amor por la historia y el orgullo parecían ser las características más notables de su carácter. Es significativo que sus anales no nombrasen muchas razas evolucionadas y poderosas de las que persisten oscuras leyendas.

Las metamorfosis del mundo a lo largo de las edades geológicas aparecían con una animación sorprendente en muchos mapas y escenas esculpidas. En algunos casos había que revisar nuestras ciencias, pero en otros se confirmaban las más atrevidas de las deducciones. Como ya he dicho, las hipótesis de Taylor, Wegener y Joly, según las cuales todos los continentes son fragmentos de una masa terrestre de origen antártico que la fuerza centrífuga rompió e hizo deslizar sobre una superficie técnicamente viscosa —hipótesis sugeridas por la existencia de perfiles complementarios, como los de África y América del Sur, y el modo como se alzan las grandes cadenas montañosas—, recibieron un sorprendente apoyo de esta fuente increíble.

Algunos mapas mostraban el mundo carbonífero de hace un millón de años con hendiduras y grietas significativas que separarían más tarde al África de las tierras, entonces unidas, de Europa (la Valusia de las leyendas), Asia, América y el continente antártico. Otros —y principalmente uno relacionado con la fundación de la ciudad, hacía cincuenta millones de años— mostraban los continentes actuales bien diferenciados entre sí. Y en los últimos ejemplares descubiertos —que datan quizá de la edad pliocena— el mundo de hoy aparecía con bastante. claridad a pesar de la unión de Alaska con Siberia, de Europa con Norteamérica (por Groenlandia) y de América de Sur y la Antártida (por la Tierra de Graham). En el mapa carbonífero todo el globo —tanto las masas de tierra firme como el fondo de los océanos— estaba cubierto de señales que indicaban la posición de las vastas ciudades de piedra, pero en los últimos mapas el retroceso hacia la Antártida era gradual y evidente. En el que correspondía al último período del plioceno no había ciudades en tierra firme, excepto en el continente antártico y el extremo austral de Sudamérica, ni ninguna ciudad oceánica más allá del paralelo cincuenta de latitud sur. El estudio de las tierras del norte y el interés por ellas habían desaparecido casi del todo y sólo vimos en los mapas un esbozo de las líneas costeras hecho probablemente durante algún vuelo de exploración realizado con la ayuda de aquellos abanicos membranosos.

Tema común en los bajorrelieves era la destrucción de las ciudades a consecuencia de diversos cataclismos: el surgimiento de las montañas, el desplazamiento centrífugo de los continentes, las convulsiones sísmicas. A medida que pasaban los años, las reconstrucciones eran más raras. La enorme megalópolis que yacía a nuestro alrededor, edificada a comienzos del período cretáceo, parecía haber sido el último gran centro de los Antiguos. La región parecía ser un lugar santo donde se habían instalado los primeros seres de esa raza. En la ciudad nueva —muchos de cuyos edificios reconoceríamos en las esculturas, pero que se extendía a lo largo de la cadena de montañas por casi doscientos kilómetros— habían sido conservadas algunas piedras pertenecientes a la primera ciudad, construida en los abismos submarinos, y que había surgido a la luz luego de un largo período en que se habían alterado los estratos.

<p>8</p>

Danforth y yo estudiamos con especial interés y mucha angustia todo lo que se refería a la ciudad. Los documentos abundaban y descubrimos por suerte, al nivel del suelo, una casa más nueva cuyos muros, algo dañados por un derrumbe vecino, describían un período muy posterior al del mapa plioceno. Éste fue el último lugar que examinamos minuciosamente, pues lo que descubrimos allí nos dio un nuevo e inmediato objetivo.

Nos encontrábamos, sin duda, en uno de los lugares más extraños, terribles y antiguos del mundo. No tardamos en comprender que esta tierra desierta tenía que ser la fabulosa meseta de Leng, que ni aun el autor del Necronomicon se había atrevido a describir. La enorme cadena montañosa era increíblemente larga, pues —incluidas sus estribaciones— se extendía desde la tierra de Luitpold, en la costa del mar de Weddell, hasta el otro extremo del continente. Las partes realmente elevadas formaban un arco que nacía a los 80° de latitud y 60° de longitud este, y llegaba a los 70° de latitud y 115° de longitud este. El lado cóncavo enfrentaba nuestro campamento y alcanzaba la costa cubierta de hielo cuyas colinas fueron avistadas por Wilkes y Mawson.

Pero la naturaleza había erigido unos monstruos mayores, y no muy lejos de allí. He dicho que esos picos son más altos que los del Himalaya, pero las esculturas me permiten afirmar que no son los más altos del mundo. Ese frío honor le corresponde sin duda a algo que la mayor parte de las esculturas apenas osan nombrar; otras hablan de eso con una repugnancia y un horror evidentes. Existía, parece, en esas antiguas tierras —las primeras que surgieron a la superficie luego de la aparición de la Luna y la llegada de los Antiguos— una parte que era comúnmente evitada a causa de su reputación. Las ciudades edificadas allí se derrumbaron misteriosamente antes de tiempo. Luego, cuando las convulsiones terrestres de la era cománchica asolaron la región, una prodigiosa línea de picos se alzó de pronto en medio del terrible caos, y el mundo se encontró en posesión de las más majestuosas y terribles de sus montañas.

Si la escala de las esculturas era correcta, estas cimas aborrecibles debían de alcanzar una altura de doce mil metros. Se extienden, parece, desde los 77° de latitud y los 70° de longitud este hasta los 70° de latitud y los 100° de longitud este, a unos cuatrocientos kilómetros de la ciudad muerta, de modo que si no hubiera sido por aquella niebla habríamos podido ver sus terribles picos. Su extremo norte tenía que ser visible desde la costa de la Tierra de la Reina Mary.

Algunos de los Antiguos, en los días de la decadencia, habían dirigido extrañas plegarias a esas montañas, pero ninguno se acercó a ellas ni se atrevió a insinuar qué podía haber más allá. No habían sido vistas por ningún ser humano, y mientras yo estudiaba las emociones expresadas por las esculturas, rogué que nadie las viese nunca. Hay unas colinas en la línea de la costa, detrás de la cordillera —en las tierras de la Reina Mary y el Kaiser Guillermo—, y agradezco al cielo que nadie haya sido capaz de ascender a ellas. No soy ya tan escéptico en lo que concierne a las antiguas leyendas y temores, y no me río de las concepciones del escultor. Según él los rayos se inmovilizan en esos picos siniestros, y un resplandor inexplicable nace de una de esas cimas durante toda la noche polar. Hay pues, quizá, una muy real y monstruosa amenaza en lo que dicen los Manuscritos Pnakóticos de Kadath en el Desierto Helado.

Pero las tierras que nos rodeaban eran apenas menos extrañas, aunque si quizá menos malditas. Poco después de la fundación de la ciudad se alzaron en la cadena montañosa los templos más importantes, y unas torres grotescas y fantásticas se elevaron hacia el cielo en sitios donde ahora veíamos una simple acumulación de cubos. Con el correr de los años, aparecieron las cuevas, anexas siempre a los templos. En épocas más tardías las aguas arrastraron todas las vetas calcáreas, de modo que los picos, los contrafuertes y la misma llanura se transformaron en una verdadera red de galerías y cavernas unidas entre sí. Muchas de las esculturas describían las expediciones al interior de la tierra, y el descubrimiento final de un vasto mar tenebroso en las entrañas del globo.

Esta cavidad había sido formada sin duda por el río procedente de las montañas occidentales, horribles y anónimas, y que había bordeado la cordillera de los Antiguos antes de desembocar en el océano, entre las tierras de Budd y Totten en la costa de Wilkes. Poco a poco había ido devorando la base calcárea de los picos hasta que al fin las corrientes llegaron a las aguas subterráneas y se unieron a ellas para formar un abismo más hondo. Pronto todo el río se volcó en esa caverna, y su cauce quedó definitivamente seco. Los Antiguos, comprendiendo lo que había ocurrido, y ejerciendo nuevamente sus habilidades artísticas, habían esculpido como pilones las piedras de la abertura por donde la corriente descendía hacia la oscuridad eterna.

Este río, cruzado en otro tiempo por puentes de piedra, era indudablemente aquel cuyo cauce seco habíamos visto desde el aire. Su posición en los distintos bajorrelieves nos permitió orientarnos, observar las transformaciones de la ciudad en las diversas etapas de su larga historia, y dibujar un mapa apresurado, pero minucioso, de las particularidades más salientes —plazas, edificios importantes— para que nos sirviesen de guía en exploraciones futuras. Pronto pudimos reconstruir, imaginativamente, la prodigiosa ciudad tal como había sido un millón de años, diez millones de años o cincuenta millones de años atrás, pues las esculturas reproducían con toda exactitud el aspecto de los edificios, las plazas, los barrios, las montañas y la lujuriosa vegetación de la era Terciaria. La ciudad debió de tener una maravillosa y mística belleza, y cuando la imagino olvido casi la opresión que sentí ante aquel laberinto de edad inhumana, inmenso, sin vida, extraño y bañado en una luz crepuscular y glacial. Sin embargo, de acuerdo con algunos de los bajorrelieves, sus mismos habitantes habían conocido un terror misterioso; en numerosas escenas se los veía retroceder ante algún objeto —nunca representado— que había sido encontrado en el agua y que procedía de las horribles montañas del oeste.

Sólo en la casa de más reciente construcción, con sus esculturas decadentes, descubrimos algunas referencias a la catástrofe que había llevado al abandono de la ciudad. Debía de haber esculturas de la misma edad en otras partes, a pesar de la falta de energías y aspiraciones, natural en un período de tensión e incertidumbre, y poco después tuvimos la certeza de que así era. Pero ésta fue la primera y única de las esculturas que encontramos directamente. Pensábamos seguir buscando; pero, como he dicho, ciertos hechos nos obligaron a alterar nuestros planes. Sin embargo, debía de haber un límite, pues una vez desvanecida toda esperanza de poder seguir allí, tenían que haber cesado también las decoraciones. La calamidad había sido, por supuesto, la llegada de esos grandes fríos que invadieron la Tierra, y que nunca abandonaron desde entonces las regiones polares; esos grandes fríos que, en la otra extremidad del globo, pusieron fin a las fabulosas tierras de Lomar e Hiperbórea.

Sería difícil fijar la fecha exacta en que los fríos llegaron a la Antártida. Calculamos que los períodos glaciales se iniciaron hace unos quinientos mil años, pero en los polos ese fenómeno tuvo que ocurrir antes. Toda estimación cuantitativa es sólo una hipótesis, pero es muy probable que las últimas esculturas tengan menos de un millón de años, y que el abandono de la ciudad se completase antes de la iniciación convencional del pleistoceno: hace quinientos mil años.

Las esculturas revelaban que la vegetación había disminuido gradualmente, y que al mismo tiempo se habían despoblado los campos. En las casas aparecieron aparatos de calefacción, y los viajeros invernales se envolvieron en trajes protectores. Toda una serie de cartelas (en estas últimas esculturas el arreglo de las bandas aparecía frecuentemente interrumpido) describía la constante migración hacia los refugios más cálidos: ya sea las ciudades submarinas, junto a las costas lejanas, o el laberinto subterráneo, bajo las cavernas calcáreas de las colinas.

Ese abismo vecino parecía ser el lugar que había recibido mayor número de colonos. Esto era debido, sin ninguna duda, al carácter tradicionalmente sagrado de la región; pero allí era posible, además, seguir usando los templos de las montañas, y conservar la ciudad de la meseta como residencia de verano y enlace con diversas minas. Los medios de comunicación entre la vieja y la nueva colonia fueron mejorados con la construcción de rampas y numerosos túneles directos. Sobre nuestro plano de la ciudad dibujamos cuidadosamente el trazado de estos túneles; dos de las bocas estaban a una distancia razonable, en la parte de la ciudad que bordeaba la montaña: una a quinientos metros del lecho del río, y la otra a un kilómetro en dirección opuesta.

El abismo, parecía, contaba con playas secas, pero los Antiguos construyeron la nueva ciudad bajo el agua, sin duda a causa de la uniformidad de la temperatura. La profundidad de aquel mar subterráneo parecía ser muy grande, de modo que el calor interno de la Tierra podía asegurar su habitabilidad por un período indefinido. Los Antiguos no tuvieron dificultades en adaptarse otra vez a la vida submarina, ya que no habían permitido que sus agallas se atrofiasen. Muchas esculturas mostraban cómo habían visitado a sus compañeros de raza submarinos y cómo se bañaban a menudo en las aguas profundas. La oscuridad del interior de la Tierra no podía molestar, por otra parte, a una raza largamente acostumbrada a las noches polares.

A pesar de su estilo decadente, estos bajorrelieves últimos —cuando se referían a la construcción de la nueva ciudad en los fondos del mar subterráneo— eran de una cualidad verdaderamente épica. Los Antiguos habían extraído rocas insolubles del corazón de las montañas, y habían recurrido a los trabajadores más expertos de la vecina ciudad submarina. Estos trabajadores trajeron consigo todo lo necesario: tejido de soggoth de donde nacerían obreros y bestias de carga, y materias protoplásmicas destinadas a convertirse en organismos fosforescentes para la iluminación.

Al fin, una poderosa ciudad se elevó en el fondo del mar, negro como la laguna Estigia, con un estilo arquitectónico muy similar al de la ciudad de la superficie, y con pocos signos de decadencia a causa de los precisos elementos matemáticos empleados en la construcción. Los nuevos soggoths crecieron hasta alcanzar un tamaño enorme y una inteligencia singular, y ejecutaban las órdenes con una rapidez maravillosa. Parecían comunicarse con los Antiguos imitando sus voces —una especie de sonido musical que abarcaba una gama muy amplia, de acuerdo con la disección efectuada por Lake— y se acostumbraron a obedecer a órdenes orales antes que a sugestiones hipnóticas como en los primeros tiempos. Se los dominaba, sin embargo, de un modo admirable. Los organismos fosforescentes suplían por su parte con eficacia la falta de las auroras boreales del mundo exterior.

El arte y la decoración continuaron, aunque, por supuesto, con ciertos signos de decadencia. Los Antiguos no lo ignoraban, y en ciertos casos anticiparon la política de Constantino el Grande al trasladar desde la vieja ciudad piezas escultóricas especialmente finas, tal como había hecho el emperador de Bizancio al llevar a la nueva capital, en una época de similar declinación, muestras de arte de Grecia y Asia que su propio pueblo era incapaz de concebir. Que el traslado de las piezas esculpidas no fuera más común se debió sin duda a que la ciudad terrestre no fue en un principio totalmente abandonada. Cuando se completó ese abandono —lo que ocurrió antes que el pleistoceno polar estuviese muy adelantado—, los Antiguos ya se habían acostumbrado a las nuevas formas decadentes o habían dejado de reconocer el mérito superior de las esculturas más antiguas. De cualquier modo, en las viejas y silenciosas ruinas que nos rodeaban no parecían faltar los bajorrelieves, aunque sí las estatuas y todos los objetos movibles.

Las cartelas y esculturas decadentes que relataban esta historia fueron, como he dicho, las últimas que pudimos encontrar en nuestra limitada exploración. Se veía en ellas a los Antiguos que iban y venían entre la ciudad terrestre y la ciudad de la caverna marina, y visitaban a veces a sus hermanos de la costa antártica. Por esta época tuvo que haberse presentido el destino de la ciudad, pues las esculturas representaban escenas en las que aparecían los males provocados por el frío. La navegación era cada vez más escasa, y las terribles nieves del invierno ya no se fundían del todo, ni siquiera en pleno verano. Los rebaños de saurios casi habían desaparecido, y los mamíferos soportaban mal los rigores del clima. Para poder proseguir con los trabajos de superficie había sido necesario adaptar algunos soggoths —curiosamente resistentes al frío— a la vida terrestre, cosa que hasta ese entonces los Antiguos se habían negado a hacer. En el gran río ya no había vida, y el mar de la superficie había perdido a casi todos sus habitantes, excepto focas y ballenas. Todos los pájaros habían escapado. Quedaban sólo los grandes y grotescos pingüinos.

¿Qué había ocurrido luego?, sólo puede ser motivo de conjeturas. ¿Cuánto tiempo había sobrevivido la ciudad edificada en la caverna? ¿Estaría todavía allí, como un cadáver, en la eterna negrura? ¿Se habrían helado al fin las aguas subterráneas? ¿Qué destino habrían sufrido las ciudades del océano exterior? ¿Habrían los Antiguos emigrado hacia el norte, alejándose de la capa de hielo? La geología no había descubierto indicios de su presencia. ¿Continuaba siendo el terrible Mi-Go una amenaza en la tierra del norte? ¿Podía uno saber si los oscuros e insondables abismos de las aguas profundas ocultaban algo? Estas criaturas parecían capaces de resistir cualquier presión, y los hombres de mar recogen de cuando en cuando extraños objetos. ¿La teoría de la ballena-asesina explica realmente las salvajes y misteriosas cicatrices advertidas en algunas focas una generación atrás por Borchgrevingk y sus compañeros de expedición?

Los ejemplares encontrados por el pobre Lake no caen dentro de estas conjeturas, pues el examen geológico de los terrenos prueba que han vivido en una fecha muy temprana. Tenían, parecía, no menos de treinta millones de años, y juzgamos que en aquel entonces la ciudad edificada en la caverna, y la caverna misma, no existía aún. Tenían que pertenecer a una época anterior, en la que florecía dondequiera una lujuriosa vegetación terciaria, y una ciudad floreciente se alzaba alrededor de ellos, y un ancho río se dirigía hacia el norte a lo largo de las poderosas montañas en busca de un lejano océano tropical.

Y sin embargo, no podíamos dejar de pensar en esos ejemplares, especialmente esos ocho que habían desaparecido del campamento de Lake. Había algo anormal en todo aquello: los extraños sucesos que habíamos tratado de atribuir a la locura de alguno de los hombres; aquellas terribles tumbas; la cantidad y naturaleza del m:,terial desaparecido; Gedney; la increíble resistencia de los tejidos de los monstruos, y la potencia vital que revelaban las esculturas... Danforth y yo habíamos visto bastante en aquellas últimas horas, y estábamos preparados para aceptar y guardar en silencio muchos secretos asombrosos e increíbles.

<p>9</p>

He dicho que el examen de aquellas esculturas decadentes nos obligó a alterar nuestros planes. Se trataba, por supuesto, de las vías de acceso al sombrío mundo interior, de cuya existencia nada habíamos sabido hasta entonces, y que ahora ansiábamos descubrir y atravesar. De la escala de los bajorrelieves dedujimos que una rampa descendente de algo más de un kilómetro de longitud nos llevaría a los oscuros acantilados del gran abismo; de allí unos senderos laterales conducían a la costa rocosa del oculto océano nocturno.

Contemplar realmente ese abismo fabuloso era una tentación imposible de resistir. Pero teníamos que iniciar inmediatamente la empresa, si queríamos incluirla en nuestro presente viaje.

Habíamos hecho tantos estudios y croquis bajo el nivel de la capa de hielo que las linternas eléctricas habían funcionado por lo menos cinco horas, y a pesar de las pilas secas especiales no contábamos con más de cuatro horas de luz. Pero si usábamos una sola lámpara a la vez —excepto en los lugares muy interesantes o especialmente dificultosos— podíamos contar con un apreciable margen de seguridad. No podríamos entrar sin luz en esas catacumbas ciclópeas, de modo que si queríamos realizar el viaje tendríamos que dejar de descifrar murales. Por supuesto, era nuestro propósito volver a visitar el lugar en los días, y hasta quizá las semanas, siguientes —pues la curiosidad había borrado hacía tiempo nuestra primera sensación de terror—, pero ahora teníamos que apresurarnos.

Nuestras reservas de trozos de papel no eran muy grandes, y nos resistimos a sacrificar las libretas de notas y el papel de dibujo para aumentarlas, pero al fin decidimos romper un cuaderno. Si ocurría lo peor, podíamos hacer unas marcas en la roca, y si llegábamos a perdernos, siempre —si contábamos con bastante tiempo— nos quedaría la posibilidad de volver a la luz del día por alguno de los innumerables canales. Así que al fin partimos, decididos, hacia la boca del túnel más próximo.

De acuerdo con los bajorrelieves, esa boca se encontraba a unos quinientos metros; para llegar a ella había que atravesar varios edificios todavía en buen estado, y al nivel de la capa de hielo, que seguramente no ofrecerían dificultades. La abertura estaba situada en el piso bajo de una vasta estructura de forma de estrella —probablemente un edificio público o algún lugar de ceremonias— que debía de encontrarse al pie de los primeros contrafuertes.

Como no recordábamos haber visto una construcción semejante, concluimos que sus partes superiores habrían sufrido grandes daños, o que habría quedado oculta por la capa de hielo. En este último caso la boca estaba probablemente obstruida, de modo que tendríamos que ir hasta la otra, en el norte, situada a algo más de un kilómetro. El cauce seco del río impedía que nos dirigiésemos hacia los túneles del sur, y si, en verdad, ninguno de esos dos túneles resultaba accesible, era difícil que nuestras pilas nos permitiesen llegar hasta un tercero; el más cercano estaba situado a un kilómetro y medio del segundo.

Mientras avanzábamos penosamente por el laberinto de piedra, con la ayuda de los mapas y la brújula (atravesando habitaciones y corredores arruinados o intactos, subiendo y bajando numerosas rampas, evitando puertas obstruidas y montones de escombros, ganando tiempo en los lugares libres de obstáculos, equivocándonos y rehaciendo el camino —y recogiendo en estos casos los trozos de papel que habíamos dejado atrás—, y encontrándonos de cuando en cuando con alguna abertura por la que se filtraba la luz del día), nos sentimos tentados a menudo por los muros esculpidos que encontrábamos en el camino. Muchos debían ser de una importancia histórica considerable, y sólo el propósito de repetir nuestra visita nos permitió seguir adelante. Nos contentábamos con de tenernos un momento y muy de cuando en cuando, y encender nuestra segunda linterna. Si hubiésemos tenido más películas habríamos fotografiado algún bajorrelieve, pero era imposible perder tiempo en copiar.

Vuelvo a acercarme a un punto de mi relato donde la tentación de guardar silencio, o por lo menos de contentarme con una insinuación, es muy grande. Es necesario sin embargo relatar claramente todo lo que ocurrió si quiero descorazonar a futuros exploradores. No nos encontrábamos muy lejos de la supuesta abertura del túnel —luego de cruzar un puente que partía de un segundo piso y llegaba a lo que parecía ser el extremo de una pared angular, y de descender por un ruinoso corredor donde abundaban unas esculturas decadentes y en apariencia de carácter religioso— , cuando poco después de las ocho y media el fino olfato de Danforth nos reveló algo anormal. Si hubiésemos tenido un perro con nosotros supongo que habríamos sido advertidos antes. En un principio no pudimos decir qué ocurría, pero bastaron unos pocos segundos para que despertaran en nosotros unos recuerdos demasiado definidos. No callaré más. Se trataba de un olor, un olor vago, sutil e inconfundible relacionado con aquel otro olor nauseabundo que habíamos respirado al abrir la tumba del monstruo disecado por Lake.

Por supuesto, en ese entonces no admitimos tan claramente la revelación como ahora. Había varias explicaciones posibles, y nos detuvimos un momento para conferenciar en voz baja. Luego de haber llegado hasta allí no íbamos a retroceder movidos por una vaga aprensión. De cualquier modo, lo que sospechábamos era algo increíble. Esas cosas no ocurrían en un mundo normal. Sin embargo, un oscuro instinto nos llevó a velar la luz de la linterna —ya no tentados por las siniestras esculturas que nos miraban amenazadoras desde las opresivas paredes— y a tratar de no hacer ruido mientras avanzábamos nuevamente por el piso cada vez más cubierto de escombros.

Danforth tenía no sólo un olfato sino también una vista mejor que la mía. Fue él quien advirtió el curioso aspecto de los escombros luego de haber atravesado algunas puertas semiobstruidas que conducían a cuartos y corredores situados al nivel del suelo. No tenían el aspecto que les correspondería luego de miles de años, y cuando aumentamos la intensidad de las luces, vimos en el piso unas huellas recientes. La naturaleza irregular del suelo impedía ver marcas definidas, pero los lugares más lisos sugerían que algunos objetos pesados habían sido arrastrados sobre el polvo. En una ocasión creímos discernir unas huellas paralelas, como las de un trineo. Nos detuvimos otra vez.

Durante esta pausa percibimos —ahora simultáneamente— otro olor ante nosotros. Paradójicamente, era más terrible y menos terrible que el anterior; menos terrible en sí; pero infinitamente más espantoso en este lugar, dadas las circunstancias. A no ser que pensáramos en Gedney. Se trataba, indudablemente, del olor familiar de la gasolina.

Después de esto me siento incapaz de explicar nuestra actitud. Sabíamos ahora que una parte de los horrores del campamento había invadido estas inmemoriales tumbas nocturnas, y que, por lo tanto, no podíamos dudar de la existencia de condiciones innominables —presentes o por lo menos recientes— que estaban allí, esperándonos. Y sin embargo, nos dejamos arrastrar por no sé qué fuerza irresistible: ardiente curiosidad, ansiedad, autohipnotismo, o vagas ideas de responsabilidad con respecto a Gedney. Danforth recordó unas huellas que había creído ver en las ruinas superiores, y aquel débil sonido musical que provenía aparentemente de las cavernas y que tenía una singular significación de acuerdo con los estudios de Lake. Yo evoqué, por mi parte, el estado en que habíamos encontrado el campamento, el saqueo de las provisiones, la desaparición de varios objetos, y cómo la locura de un solo superviviente podía haber concebido lo inconcebible: franquear las monstruosas montañas y descender a aquellas profundidades desconocidas.

Pero no sacamos ninguna conclusión definida. Retomamos automáticamente la marcha lanzando de cuando en cuando ante nosotros un haz luminoso. En el polvo seguían viéndose aquellas huellas, y el olor de la gasolina era cada vez más fuerte. Las ruinas se acumulaban más y más, y pronto comprobamos que era imposible seguir avanzando. No solamente no llegaríamos al túnel, sino que no podríamos ni siquiera acercarnos al edificio en que se abría la boca.

Paseamos la luz de las linternas por los muros grotescamente esculpidos del corredor, y vimos varias entradas más o menos obstruidas. De una de ellas surgía muy distintamente el olor de la gasolina, borrando cualquier otro olor. Al examinarlas más de cerca, comprobamos que había sido despejada recientemente. Cualquiera que fuese el horror que nos esperaba era indudable que esa abertura conducía a él. Nadie se asombrará de que nos quedáramos un largo rato sin movernos.

Y sin embargo, cuando nos aventuramos en aquella bóveda oscura, nuestra primera impresión fue la de haber alcanzado un anticlímax. En aquella cripta cúbica de seis metros de lado no había en apariencia nada notable, de modo que buscamos instintivamente, aunque en vano, alguna otra puerta. Sin embargo, un instante después los agudos ojos de Danforth vieron que los escombros estaban como aplastados en un cierto lugar, y hacia allí dirigimos la luz de las linternas. Lo que vimos era algo simple y enigmático. Los escombros habían sido nivelados groseramente, y sobre ellos había diversos objetos pequeños. En uno de los lados de esta zona nivelada había una apreciable cantidad de gasolina derramada cuyo olor persistía aún. En otras palabras, no podía tratarse sino de una especie de campamento establecido por seres que, como nosotros, habían sido detenidos por aquella obstrucción inexplicable mientras se encaminaban al abismo.

Seré más claro. Los objetos provenían del campamento de Lake, y eran latas abiertas de un modo tan curioso como las que habíamos encontrado en el otro campamento, fósforos consumidos, tres libros ilustrados cubiertos de manchas, una botella de tinta vacía, una estilográfica rota, trozos de pieles y lona, una pila eléctrica gastada, y un montón de papeles arrugados. Este desorden era bastante terrible, pero cuando examinamos los trozos de papel sentimos que había allí algo peor. Ya habíamos visto en el campamento de Lake algunos papeles con signos inexplicables, pero reencontrarlos en las bóvedas prehumanas de una ciudad de pesadilla era demasiado.

Gedney, loco, podía haber dibujado esos signos imitando los que había visto en las piedras de esteatita verde y en los túmulos de cinco puntas. Podía, del mismo modo, haber trazado unos croquis apresurados, más o menos inexactos, que representasen una parte de la ciudad e indicasen el camino a seguir desde un lugar situado fuera de nuestra ruta —que nosotros identificamos como una gran torre cilíndrica en los bajorrelieves, y que nos había parecido en nuestro vuelo de exploración un vasto abismo circular— hasta la estructura de cinco puntas en que nos encontrábamos en ese momento.

Podía, repito, haber trazado esos croquis. Le hubiese bastado, como a nosotros, copiar ciertos detalles de las últimas esculturas del laberinto. Pero lo que no podía haber hecho era ejecutar esos dibujos con aquella técnica tan curiosa y segura, quizá superior —a pesar del apresuramiento y el descuido— a aquélla de las esculturas decadentes de donde habían sido copiados: la técnica característica e inconfundible de los Antiguos en los días más prósperos de la ciudad muerta.

Habrá alguien que diga que Danforth y yo estábamos completamente locos. ¿Cómo no huimos inmediatamente?

No podíamos tener ya, es cierto, la menor duda acerca de lo ocurrido. Aquellos que han leído hasta aquí no necesitarán más aclaraciones. Quizá estábamos realmente locos. ¿No he dicho que aquellos picos horribles eran en verdad alucinantes? Pero creo que los hombres que se internan en el África para fotografiar y estudiar las costumbres de los animales salvajes sienten algo similar, aunque en una forma menos extrema. Aunque estábamos casi paralizados por el terror, había en nosotros una llama de celo y curiosidad que al fin triunfó sobre todo.

Naturalmente, no pensábamos enfrentarnos a aquellos —o aquello— que habían estado allí, pero suponíamos que debían de encontrarse lejos. Habrían descubierto ya otra entrada, y habrían penetrado en ese abismo que no habían visto hasta ahora y donde esperaban unos oscuros fragmentos del pasado. Y si esa entrada estaba también obstruida, se habrían dirigido hacia el norte en busca de otra. No necesitaban, recordamos, de la luz.

Cuando evoco aquellos momentos, apenas puedo saber cuáles eran exactamente nuestras emociones, y qué esperábamos encontrar. Aunque no deseáramos hallarnos cara a cara con lo que tanto temíamos, no puedo negar que tuviéramos un deseo inconsciente de espiar ciertas cosas. Nuestro celo no llegaba quizá al deseo de ver el abismo; por otra parte, se nos había presentado un objetivo más inmediato en aquella torre circular que se veía en los dibujos. Sus dimensiones impresionantes, perceptibles aun en esos apresurados diagramas, nos hacían pensar que los pisos que se hallaban bajo la capa de hielo debían de tener una peculiar importancia. Quizá encerraban maravillas arquitectónicas desconocidas aún para nosotros. Era ciertamente de una edad increíble de acuerdo con las esculturas en que aparecía, y había sido uno de los primeros edificios de la ciudad. Sus bajorrelieves, si se conservaban aún, debían de ser altamente significativos. Además nos permitiría sin duda llegar rápidamente al mundo exterior, una ruta más corta que aquella que estábamos buscando, y la misma quizá por la que esos otros seres habían descendido.

Estudiamos, pues, los terribles dibujos —que confirmaban los nuestros— y nos dirigimos hacia la torre por el camino que nuestros innominables predecesores debían de haber recorrido dos veces. La otra entrada al abismo se abría un poco más allá. No hablaré de nuestro viaje —durante el que seguimos dejando a nuestras espaldas una pista de papel—, pues fue idéntico al que nos llevó al callejón sin salida, aunque los corredores se mantenían más cerca de la superficie. De cuando en cuando encontrábamos algunas huellas perturbadoras en el polvo de los escombros, y una vez que dejamos de percibir el olor de la gasolina volvió a reinar aquel más odioso y persistente olor. A veces lanzábamos un rayo de luz a las paredes, en donde seguían figurando las omnipresentes esculturas.

Alrededor de las nueve y media, mientras atravesábamos un largo corredor abovedado, cuyo piso estaba cubierto de una capa de hielo cada vez más espesa y cuyo techo descendía gradualmente, vimos ante nosotros una claridad que nos permitió apagar la linterna. Llegábamos aparentemente a la torre circular y no debíamos de estar muy lejos del mundo exterior. El corredor terminaba en un arco sorprendentemente bajo para este mundo megalítico, pero antes de llegar pudimos ver a través de él. Más allá se extendía un espacio circular de unos sesenta metros de diámetro, cubierto de escombros y rodeado por numerosos arcos obstruidos similares al nuestro. Los muros estaban cubiertos por una banda en espiral de bajorrelieves de proporciones heroicas, y exhibía —a pesar de los destrozos causados por la erosión en aquel lugar al aire libre— un esplendor muy superior a todo lo que habíamos encontrado antes. Una espesa capa de hielo cubría el piso, e imaginamos que éste se encontraba realmente a una considerable profundidad.

Pero lo más sobresaliente era una titánica rampa de piedra que, eludiendo los arcos, se alzaba en espiral apoyándose en la pared circular de la torre, algo similar a los contrafuertes exteriores de algunos edificios de la antigua Babilonia. Sólo la rapidez de nuestro vuelo y la perspectiva que había confundido la rampa con la pared interior de la torre, nos habían impedido notar esta espiral desde el aire. Pabodie hubiese podido decirnos qué principios de ingeniería habían guiado su construcción, pero nosotros no pudimos hacer otra cosa que admirarla y maravillarnos. De cuando en cuando se alzaban aquí y allá unos pilares de piedra, aunque a nosotros nos parecían inadecuados para la función que debían cumplir. La rampa parecía llegar, intacta, hasta la cima de la torre —circunstancia realmente notable, por su exposición al aire libre— y había servido para proteger las curiosas y perturbadoras esculturas cósmicas de los muros.

Mientras salíamos a la débil luz que bañaba el piso de este monstruoso cilindro —de unos cincuenta millones de años, y sin duda la construcción más antigua que habíamos contemplado hasta entonces—, vimos que los muros se alzaban hasta una altura de veinte metros. Esto representaba una capa glacial exterior de unos ocho metros, ya que el pozo que habíamos visto desde el avión se abría en la cima de un montón de escombros de unos doce metros de altura y protegido, por lo menos en sus tres cuartas partes, por una serie de ruinas más altas. Según las esculturas, la torre original se había alzado en el centro de una inmensa plaza circular y había tenido unos ciento cincuenta o ciento ochenta metros de altura. En la cima había habido unas agujas provistas de discos horizontales, y en el borde superior unas espirales afiladas. La mayor parte de las piedras habían caído hacia afuera, suceso afortunado, ya que de otro modo habrían destruido la rampa, y el interior estaría obstruido por los escombros. La rampa había sufrido ya bastantes daños y los restos se habían acumulado de tal modo en el piso interior que los arcos habían tenido que ser despejados recientemente. Nos llevó sólo un momento concluir que ésta era de veras la ruta por la cual aquellos otros habían descendido, y que éste era también el camino lógico que debíamos seguir en nuestro ascenso a pesar de los papeles que habíamos dejado detrás. La boca de la torre no estaba muy lejos del pie de las montañas, y no más de nuestro aeroplano que el edificio en que habíamos estado hasta hacía poco, de modo que cualquier exploración subglacial que efectuásemos debía desarrollarse en esta región. Pues, cosa curiosa, a pesar de todo lo que habíamos visto y adivinado, estábamos pensando aún en otros posibles viajes. En ese momento, mientras avanzábamos con precaución sobre los escombros que cubrían el piso, vimos algo que nos hizo olvidar todo el resto: en la curva más baja de la rampa, que hasta entonces había estado oculta a nuestros ojos, se encontraban los tres trineos de Lake, muy estropeados por su viaje sobre los escombros y otros lugares poco adecuados. Llevaban una carga muy bien dispuesta que comprendía objetos memorablemente familiares: la estufa de petróleo, latas de combustible, cajas de instrumentos, provisiones, tres sacos evidentemente llenos de libros, y un cuarto cuyo contenido no pudimos adivinar... Todo procedía del campamento de Lake.

Luego de lo que habíamos encontrado en la cripta cúbica, casi estábamos preparados para este hallazgo. La verdadera conmoción se produjo cuando nos adelantamos y abrimos el saco cuyo contenido no habíamos podido descifrar. Parecía que no sólo Lake se había interesado en coleccionar ejemplares típicos. Había dos allí, ambos endurecidos por el frío, perfectamente preservados, el cuello recubierto con tela adhesiva para disimular algunas heridas, y cuidadosamente envueltos para evitar que se estropeasen. Eran los cadáveres del joven Gedney y del perro desaparecido.

<p>10</p>

Muchos nos juzgarán, quizá, tan insensibles como locos por haber pensado en el corredor del norte y el abismo casi inmediatamente. Pero podría asegurar que esos pensamientos volvieron a nosotros sólo por una circunstancia específica y repentina que despertó toda una nueva serie de especulaciones. Habíamos vuelto a cubrir al pobre Gedney y estábamos allí, sin movernos, en una especie de muda estolidez, cuando tuvimos conciencia, por vez primera, de aquellos sonidos. Eran los primeros que oíamos desde nuestro cruce de las montañas, donde el viento silbaba entre las cimas. Aunque muy familiares, su presencia en este mundo remoto y muerto fue para nosotros más grotesca e inesperada que la de cualquier otro sonido imaginable, pues parecía perturbar todas nuestras nociones de un orden cósmico.

Si se hubiese tratado de aquel curioso silbido musical que según Lake había que esperar de aquellas criaturas —y que creíamos oír en nuestra imaginación desde que habíamos dejado los horrores del campamento— nos habría parecido que armonizaba diabólicamente con aquel decorado fabuloso. Una voz de otros tiempos hubiese estado en su lugar en aquel cementerio de otros tiempos. Este sonido, en cambio, alteró profundamente todas nuestras ideas, nuestra tácita aceptación de aquella región antártica como total e irrevocablemente desprovista de signos de vida normal. Lo que oímos no fue la llamada de un monstruo de la prehistoria, devuelto a la vida, luego de miles de años, por los rayos del sol. Era un grito irónicamente normal, que habíamos oído ya muchas veces, y que nos estremecía oír aquí, donde no debía existir. Brevemente, se trataba del grito ronco de un pingüino.

El apagado sonido venía de regiones subterráneas situadas casi enfrente del corredor por donde habíamos llegado. La presencia de un ave acuática en ese mundo cuya superficie estaba uniformemente desprovista de vida sólo podía llevar a una conclusión; en consecuencia nuestro primer pensamiento fue el de verificar si aquel sonido era real. Se repetía, en verdad, continuamente, y a veces parecía venir de más de una garganta. Franqueamos una entrada, considerablemente limpia de escombros, y volvimos a dejar detrás de nosotros unos trozos de papel, sacados esta vez con una rara repugnancia de uno de los sacos de los trineos.

Cuando la capa de hielo dio lugar a un montón de escombros, vimos claramente unas curiosas marcas, y Danforth advirtió una cuya descripción es totalmente superflua. El curso indicado por las voces de los pingüinos era precisamente el que el mapa y la brújula señalaban como más cercano al túnel del norte, y nos alegró descubrir que la ruta estaba libre de obstáculos y se encontraba al nivel del suelo. El túnel, según el mapa, partía de la base de una gran estructura piramidal que desde el aire, creíamos recordar, nos había parecido muy bien conservada. A lo largo del camino la linterna iluminaba la acostumbrada sucesión de bajorrelieves, pero no nos detuvimos a examinarlos.

De pronto una forma blanca se alzó ante nosotros, y encendimos la segunda linterna. Es curioso, pero esta nueva búsqueda nos había hecho olvidar nuestros primeros terrores. Los que habían dejado los trineos en la torre circular podían volver en cualquier momento de su visita al abismo, y sin embargo su existencia no nos preocupaba. Este ser blanco y tambaleante tenía casi dos metros de alto, pero comprendimos en seguida que no era ninguna de las criaturas. Éstas eran más oscuras y grandes, y, según los bajorrelieves, se movían de un modo rápido y seguro, a pesar de su curioso equipo de tentáculos. Durante un instante fuimos presas de un terror primitivo, casi peor que el que habíamos experimentado ante la existencia de los otros. En seguida, cuando la forma blanquecina se unió a dos seres de su especie, que lo llamaban roncamente desde un arco cercano, recobramos la calma. Pues se trataba sólo de un pingüino, aunque de una especie desconocida, mayor que los pingüinos llamados reales.

Cuando nos encaminamos hacia la bóveda e iluminamos con nuestras linternas el indiferente grupo de los tres animales, comprobamos que eran todos albinos y de una especie desconocida y gigantesca. Su tamaño nos recordó algunos de los pingüinos arcaicos representados en las esculturas, y pensamos en seguida que eran descendientes de la misma especie, y que sin duda provenían de una región interior más cálida donde habían perdido toda pigmentación y el uso de los ojos. Parecía indudable que su hábitat presente era el abismo, objeto de nuestra búsqueda, y la evidencia de que aquel refugio era aún habitable provocó en nosotros las más perturbadoras y curiosas fantasías.

Nos preguntamos, también, qué habría ocurrido para que aquellos tres pájaros se hubiesen decidido a abandonar su residencia habitual. El estado y el silencio de la ciudad probaban suficientemente que no servía de residencia veraniega; por otra parte, y dada la indiferencia que nos manifestaban, parecía raro que se hubiesen asustado con las criaturas. ¿Era posible que los monstruos los hubiesen atacado con el fin de aumentar sus provisiones de carne? No creíamos que el olor que había enfurecido a los perros causara una antipatía semejante en estos pingüinos, ya que sus antecesores habían vivido en muy buenos términos con las criaturas. Lamentando —en nombre de nuestro celo científico— no poder fotografiarlos, nos encaminamos otra vez hacia las profundidades guiados de cuando en cuando por las huellas de los pingüinos.

No mucho después, la pendiente de un corredor, largo, bajo, sin puertas, y particularmente cubierto de bajorrelieves, nos hizo pensar que nos acercábamos al fin a la boca del túnel. Nos habíamos cruzado con dos pingüinos más, y oíamos otros allá abajo. De pronto, el corredor se abrió en un prodigioso espacio que nos cortó involuntariamente el aliento. Era un hemisferio perfecto e invertido de unos treinta metros de diámetro y quince de altura; a lo largo de la pared se sucedían los arcos bajos, excepto en un sitio donde una abertura de cinco metros de alto bostezaba cavernosamente quebrando la simetría de la bóveda. Era la entrada al gran abismo.

En este vasto hemisferio —cuyo techo cóncavo esculpido por un artista decadente, quería imitar la bóveda celestial— erraban tambaleándose algunos pingüinos. El túnel oscuro, de boca curiosamente cincelada, descendía hacia las tinieblas. De esa abertura críptica surgían unas corrientes de aire sensiblemente cálido y un vapor casi imperceptible. Nos preguntamos qué seres vivos podrían vivir en el abismo y las innumerables cavernas de las montañas. Nos preguntamos, también, si el humo citado por Lake, lo mismo que la niebla que habíamos creído ver alrededor de uno de los picos, no sería en realidad este vapor emanado de las profundidades de la tierra a través de algún tortuoso canal.

Ya en el interior del túnel, vimos que medía —por lo menos al comienzo— cinco metros de ancho por cinco de alto, y que paredes, bóveda y piso habían sido construidos con las mismas piedras. Las paredes estaban profusamente decoradas con dibujos convencionales, y tanto la construcción como los bajorrelieves se mantenían perfectamente conservados. El piso estaba libre de escombros, salvo en algunos sitios donde se veían unas huellas de pingüinos que se dirigían hacia el exterior y otras que iban hacia adentro. A medida que avanzábamos, aumentaba la temperatura, y pronto tuvimos que desabotonarnos los gruesos abrigos. Nos preguntamos si encontraríamos alguna manifestación ígnea en el interior, y si aquel mar sería de aguas calientes. Al cabo de un tiempo la construcción dio lugar a la roca viva, aunque el túnel conservaba las mismas proporciones y presentaba el mismo aspecto de artificial regularidad. A veces la pendiente se hacía tan empinada que se habían abierto algunos canales en el piso. De vez en cuando veíamos las bocas de pequeñas galerías no registradas en nuestros mapas, pero ninguna de ellas haría difícil el problema del retorno, y cualquiera podía servir de refugio en caso de que nos encontráramos con aquellas criaturas. El innominable olor de estos seres se percibía ahora claramente. Era sin duda una locura suicida aventurarse en aquel túnel en esas condiciones, pero la atracción de lo desconocido es mayor de lo que se cree, y no otra cosa que esa atracción era lo que nos había llevado a aquellas regiones polares. Vimos varios pingüinos que se cruzaron con nosotros, y nos preguntamos a qué distancia nos encontraríamos aún de nuestra meta. Según las esculturas el camino que llevaba al abismo era de unos dos kilómetros, pero nuestras indagaciones anteriores nos habían enseñado ya que no podíamos fiarnos mucho de la exactitud de nuestra escala.

Al cabo de unos quinientos metros, el olor se hizo muy fuerte, y comenzamos a tomar cuidadosa nota de las galerías laterales. No había ningún vapor visible como en la boca del túnel, pero esto era debido sin duda a que aquí el aire era más cálido. La temperatura no dejaba de subir, y no nos sorprendimos al encontrarnos con un descuidado montón de pieles y lonas —procedentes del campamento de Lake— destrozadas de un modo singular. No nos detuvimos. Poco más allá notamos que las galerías laterales eran más grandes y numerosas, y concluimos que debíamos de haber llegado a la región de los contrafuertes atravesada por cavernas. Al olor demasiado bien conocido se mezclaba otro apenas desagradable cuyo origen no pudimos imaginar, aunque pensamos que se trataba de organismos en descomposición y quizá hongos subterráneos. De pronto el tamaño del túnel aumentó sorprendentemente (los bajorrelieves no nos habían preparado para esto), convirtiéndose en una caverna de apariencia natural, de veinticinco metros de largo y quince de ancho, con numerosos pasajes que se perdían en las tinieblas.

Aunque la gruta parecía obra de la naturaleza, una inspección con las dos linternas demostró que había nacido de la destrucción artificial de varias paredes entre cavernas vecinas. Las paredes eran rugosas, y en el alto techo abovedado abundaban las estalactitas, pero el piso estaba libre de detritos y hasta de polvo. Lo mismo ocurría con todos los pisos de las galerías vecinas; aquella por la que habíamos venido era la única excepción. No pudimos adivinar cuál era la causa. El hedor que se había añadido al de las criaturas era aquí más intenso, tanto que casi superaba al otro. Había algo en aquel lugar, con su piso limpio y casi brillante, que nos parecía más raro y horrible que todo lo que habíamos encontrado hasta entonces.

Las proporciones regulares de la galería que se abría ante nosotros, así como los excrementos de pingüino que había en la entrada, nos hicieron comprender inmediatamente qué camino debíamos seguir. A pesar de eso resolvimos que si se presentaba, alguna nueva dificultad recurriríamos otra vez a la pista de papel, ya que no podíamos contar con huellas en el polvo. Una vez que nos introdujimos en la galería, lanzamos un haz de luz sobre las paredes del túnel, y nos detuvimos estupefactos ante el cambio radical que mostraban los bajorrelieves. Ya nos habíamos dado cuenta, es cierto, de la decadencia de esa escultura en la época en que se habían abierto los túneles, y habíamos notado la técnica inferior con que se habían ejecutado los arabescos. Pero ahora, en esta sección situada más abajo de la caverna, había una diferencia que trascendía toda posible explicación, una diferencia de naturaleza tanto como de calidad, y que implicaba una degradación profunda y calamitosa que nada de lo que habíamos observado hasta entonces había dejado entrever.

Estas nuevas obras eran toscas, groseras y faltas de toda delicadeza de detalle. Habían sido esculpidas con una profundidad exagerada en bandas que seguían el trazado de las cartelas de las secciones primitivas, pero la altura de los relieves no llegaba al nivel de la superficie general. Danforth opinó que se trataba de un segundo trabajo, una especie de palimpsesto donde los dibujos se superponían a otros anteriores, probablemente borrados. Tratados de un modo meramente decorativo y convencional, consistían en series de ángulos y espirales que seguían la tradición matemática —basada en el número cinco— de aquellos seres, pero que semejaban en verdad más una parodia que una continuidad de esa tradición. No podíamos apartar de nuestras mentes la idea de que algún sutil pero profundamente extraño elemento había sido añadido al sentido estético primitivo, elemento — supuso Danforth— que era responsable de la laboriosa sustitución. Era algo similar al arte de los Antiguos, pero perturbadoramente distinto, y yo recordé las obras híbridas de las esculturas de Palmira ejecutadas según el estilo romano. Una batería depositada en el suelo frente a uno de los relieves más característicos parecía revelar que algún otro había estado no hacía mucho observando las obras.

Como no podíamos pasar mucho tiempo en este examen, volvimos a ponernos en camino. De cuando en cuando lanzábamos un haz de luz a las paredes para ver si se había desarrollado algún nuevo cambio en las decoraciones. No advertimos nada, aunque las esculturas estaban en algunos lugares irregularmente distribuidas a causa de las bocas de los túneles, muy numerosas. Vimos y oímos pocos pingüinos, pero creímos percibir un coro lejano en algún lugar de las profundidades. El nuevo e inexplicable olor era ahora abominablemente fuerte, y apenas advertíamos el otro.

Unas bocanadas de vapor se alzaban ante nosotros revelando unos contrastes, cada vez más notables, de temperatura, y la relativa cercanía de los acantilados sin sol del gran abismo. Luego, casi inesperadamente, vimos en el piso algunos obstáculos que no eran ciertamente pingüinos, y encendimos nuestra segunda linterna después de asegurarnos de que los objetos no se movían.

<p>11</p>

Otra vez he llegado a un punto difícil de tratar. Por ese entonces, yo ya debía estar endurecido, pero hay ciertas experiencias que dejan heridas demasiado hondas como para permitir una cura, y nos sensibilizan de tal modo que el solo recuerdo resucita todo el horror original. Vimos, como he dicho, ciertos obstáculos ante nosotros, y añadiré ahora que fuimos asaltados, casi simultáneamente, por una notable intensificación de aquel olor dominante, claramente mezclado con el más conocido. La luz de las linternas borró toda duda acerca de la naturaleza de estos obstáculos, y sólo nos acercamos cuando vimos que eran tan poco peligrosos como los desenterrados en el campamento de Lake.

Estaban, en verdad, tan incompletos como la mayoría de aquéllos, pero el espeso charco de líquido verdoso probaba que la mutilación era mucho más reciente. Había sólo cuatro, aunque de acuerdo con los informes de Lake el grupo estaba compuesto de ocho individuos. Encontrarlos en este estado fue de veras una sorpresa, y nos preguntamos qué clase de lucha se habría desarrollado allí en la oscuridad.

Los pingüinos, reunidos en gran número, se defendían con furiosos picotazos, y oíamos ahora con claridad los roncos gritos de una colonia, no muy lejos. ¿Serían estos cadáveres sus víctimas? Cuando nos acercamos un poco más, abandonamos esta hipótesis, pues los picos de esos pájaros no hubiesen podido causar en tejidos tan resistentes aquellos daños terribles. Además, los grandes pingüinos nos habían parecido singularmente pacíficos.

¿Habría habido una lucha entre las criaturas, y los responsables de estas muertes eran los cuatro que faltaban? En ese caso, ¿dónde estaban ahora? ¿No muy lejos de allí y dispuestos a constituir una seria amenaza? Mientras continuábamos acercándonos, lenta y temerosamente, lanzábamos unas miradas ansiosas a las galerías laterales. Era indudable, de cualquier modo, que había sido aquella lucha lo que había alejado a los pingüinos de sus lugares de costumbre. Tenía que haberse desarrollado, por lo tanto, no muy lejos de la colonia, en el abismo, ya que no había señales de que los pájaros residiesen en las galerías. Quizá había habido una cruel persecución, y los más débiles habían huido inútilmente, tratando de llegar a los trineos ocultos. Era posible imaginarse una batalla demoníaca entre monstruosas entidades que surgían del abismo precedidas por una multitud de pingüinos aterrorizados.

He dicho que nos acercamos con temor a aquellos cadáveres. Ojalá no nos hubiésemos acercado nunca y hubiésemos huido rápidamente de aquel túnel de paredes grotescas. Sí, ojalá hubiésemos huido antes de ver lo que vimos, y antes de que en nuestras mentes se grabara con fuego algo que ya nunca podremos olvidar.

Nuestras linternas iluminaron los cadáveres y advertimos que las mutilaciones eran todas parecidas. Los cuerpos, comprimidos, retorcidos y destrozados como estaban, habían sido decapitados. La cabeza de cinco puntas no había sido cortada, sino arrancada o succionada. El olor del líquido verde, oscuro y nauseabundo que bañaba los cadáveres se perdía un poco ante aquel más nuevo y curioso olor que no habíamos dejado de sentir a lo largo del túnel, y que aquí era más intenso que en ninguna otra parte. Tan pronto como llegamos junto a los cuerpos vimos cuál era la causa, y en ese mismo instante, Danforth, recordando ciertas vívidas esculturas de la historia de los Antiguos en la edad pérmica, hacía ciento cincuenta millones de años, lanzó un grito de terror que repercutió largamente bajo las arcaicas bóvedas siniestras.

Poco faltó para que yo lo imitase, pues también había visto las esculturas, y había admirado, estremeciéndome, la habilidad con que el artista había sugerido aquella baba odiosa que recubría los cuerpos de algunos Antiguos... aquellos que los terribles soggoths habían decapitado y succionado durante la guerra de represión. Esas esculturas de pesadilla no debían haber existido; los soggoths y sus obras no son algo que puedan contemplar los ojos de los hombres. El autor del Necronomicon había tratado de afirmar, nerviosamente, que los soggoths no habían hollado nunca este planeta, y que sólo habían existido en los sueños de los aficionados a ciertas drogas... Protoplasmas informes capaces de imitar cualquier organismo... aglutinaciones viscosas de células similares a burbujas... esferoides infinitamente plásticas de cinco metros de diámetro... esclavos de las sugestiones de sus señores, y constructores de prodigiosas ciudades ... más y más rebeldes, más y más inteligentes, más y más anfibios y más y más imitativos... ¡Gran Dios!... ¿Qué locura había llevado a los Antiguos a utilizar y a representar en sus esculturas a seres semejantes?

Y ahora, mientras Danforth y yo mirábamos la baba espesa, negruzca e iridiscente que recubría esos cuerpos sin cabeza, que formaba, en una parte lisa del muro, un grupo de puntos, y que emitía aquel olor repugnante que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir, sentimos hasta sus últimos límites un terror cósmico. No era temor a las cuatro criaturas que faltaban, pues podíamos creer muy bien que no nos molestarían de nuevo. ¡Pobres diablos! Al fin y al cabo no eran malvados. Eran hombres de otras épocas y otro universo. La naturaleza les había hecho una broma diabólica y éste era su trágico retorno.

No habían sido ni siquiera crueles, pues ¿qué habían hecho, en verdad? Habían despertado al aire frío de una edad desconocida... habían sido atacados por unos cuadrúpedos cubiertos de pieles que aullaban sin cesar seguidos por unos seres simiescos y blancos... ¡Pobre Lake, pobre Gedney... y pobres Antiguos! Hombres de ciencia hasta el último instante, ¿qué habían hecho que no hubiésemos hecho nosotros? Dios, ¡qué inteligencia y qué constancia! ¡Cómo habían sabido afrontar lo increíble, del mismo modo en que sus antepasados habían sabido afrontar cosas apenas menos increíbles! Vegetales, animales, monstruos o progenie estelar... cualquiera que fuese su naturaleza, ¡eran hombres!

Habían cruzado aquellas cimas por cuyas pendientes habían vagado en otro tiempo entre helechos arbóreos. Habían descubierto la ciudad muerta, aplastada por el peso de una maldición, y habían leído como nosotros la historia de sus últimos años en los bajorrelieves. Habían tratado de reunirse con sus compañeros en aquellas profundidades fabulosas y oscuras... ¿y qué habían encontrado? Tales fueron los pensamientos que tuvimos entonces mientras nuestros ojos iban, una y otra vez, de los cadáveres decapitados y pegajosos a las horribles esculturas y los diabólicos grupos de puntos trazados con una baba reciente... Y miramos y comprendimos qué había sobrevivido y triunfado en las aguas de aquella ciudad ciclópea donde ahora comenzaban a alzarse las volutas de una niebla pálida y funesta como respondiendo al histérico grito de Danforth.

La conmoción que habíamos sufrido nos transformó en estatuas mudas e inmóviles y sólo más tarde supimos que en esos instantes habíamos pensado lo mismo. Nos quedamos así durante quince o veinte minutos interminables. La pálida niebla avanzaba hacia nosotros como empujada por una masa voluminosa... De pronto se oyó un sonido que nos hizo olvidar nuestros proyectos anteriores, y, rompiendo aquel sortilegio maléfico, nos hizo correr locamente a lo largo de los megalíticos túneles, llegar a la torre circular y subir rápida y automáticamente por la rampa hasta encontrar al fin el aire y la luz del día.

Aquel nuevo sonido no era otro que el atribuido por Lake a las criaturas que había disecado. Se trataba, me dijo Danforth más tarde, del mismo que había oído, aunque más apagado, al nivel de la capa de hielo. Tenía ciertamente una curiosa semejanza con los silbidos del viento en las cavernas. Parecerá pueril, pero añadiré algo más, aunque sólo sea para demostrar de qué modo los pensamientos de Danforth se confundían con los míos. Naturalmente, nuestra interpretación tenía como base lecturas comunes, pero Danforth había sugerido una vez que Poe había debido recurrir a unas fuentes muy poco conocidas cuando estaba escribiendo Las aventuras de Arthur Gordon Pym. Se recordará que en esa fantástica narración hay una palabra de significado desconocido, pero prodigiosa y terrible, y que gritan las aves gigantes, blancas como espectros, de aquellas malignas regiones antárticas: ¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!. Esto, debo admitirlo, es lo que creímos oír en aquel grito que venía desde esa niebla blanca.

Habíamos huido rápidamente aun antes de oír las cuatro notas, pues sabíamos muy bien que la rapidez de los Antiguos permitiría que cualquiera de ellos nos alcanzase en seguida, si así lo deseaba. No obstante, teníamos la vaga esperanza de que si llegaba a capturarnos no intentara hacernos daño, aunque sólo fuese por curiosidad científica. Al fin y al cabo, nada tenía que temer de nosotros. Juzgando que era inútil esconderse, lanzamos un haz de luz a nuestras espaldas, y vimos que la niebla se desvanecía. ¿Veríamos al fin un ejemplar completo y vivo de aquellas criaturas? Otra vez volvió a oírse aquel insidioso sonido musical: ¡Tekeli-li! ¡Tekelili!».

Luego, advirtiendo que ganábamos terreno, se nos ocurrió que nuestro seguidor estaba herido. Sin embargo, no podíamos arriesgarnos, ya que se acercaba, evidentemente, en respuesta al grito de Danforth, y no huyendo de otro ser. En cuanto al lugar donde se escondían aquellos monstruos de pesadilla, aquellas fétidas e inconcebibles montañas de protoplasma cuya raza había conquistado los abismos y había enviado algunos pioneros a esculpir las paredes y ocupar las cavernas de las montañas, no podíamos ni siquiera sospecharlo. Sentimos una verdadera angustia ante la idea de abandonar a este Antiguo, con toda probabilidad el único superviviente, a un destino horrible.

Por suerte no nos detuvimos. Las volutas de niebla habían vuelto a espesarse, y se adelantaban ahora con una velocidad cada vez mayor. Mientras tanto, los pingüinos corrían y chillaban mostrando un pánico de veras sorprendente, si teníamos en cuenta que apenas se habían fijado en nosotros. Una vez más nos llegó aquel siniestro: ¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!». Nos habíamos equivocado. La criatura no estaba herida, sino que había hecho una pausa al encontrarse con los cadáveres y aquella inscripción en la pared. Nunca sabríamos qué decía el mensaje, pero aquellas tumbas en el campamento de Lake mostraban la importancia que concedían estos seres a sus muertos. Pronto vimos la caverna a la que se abrían varios corredores, y nos alegramos de dejar a nuestras espaldas aquellas esculturas mórbidas.

La caverna nos hizo pensar que aquella criatura podía perdernos la pista en este confuso centro de corredores. Había allí varios pingüinos, presas visibles de un terror pánico. Si apagábamos todo lo posible la luz de la linterna, y si la proyectábamos directamente ante nosotros (ayudados por el aterrorizado chillido de los pájaros que taparía el ruido de nuestras pisadas) quizá pudiésemos desorientar al monstruo. Bajo los torbellinos de esta niebla, el suelo cubierto de escombros del túnel en que íbamos a entrar difería muy poco del de otras galerías sobrenaturalmente limpias. En realidad, temíamos extraviarnos en aquel laberinto de corredores.

El hecho de que hayamos sobrevivido basta para probar que la criatura se equivocó de camino, y que nosotros acertamos. La sola presencia de los pingüinos no hubiese sido suficiente, pero la niebla protegió con eficacia nuestra huida. Quiso la fortuna que aquella nube de vapores, que amenazaba a cada instante con desvanecerse, fuese bastante densa en el momento indicado. En realidad, se disipó durante un segundo cuando dejábamos el túnel y entrábamos en la bóveda, de modo que en el momento en que lanzábamos hacia atrás una temerosa mirada antes de apagar la linterna y mezclarnos con los pingüinos, alcanzamos a ver con claridad. Si el destino que levantó para nosotros aquella pantalla de niebla fue benévolo, el que nos permitió vislumbrar el monstruo fue todo lo contrario, pues esta visión nos llenó de un horror que no ha dejado de acosarnos desde entonces.

El motivo que nos hizo mirar hacia atrás fue sólo, probablemente, ese inmemorial instinto con que el perseguido trata de apreciar la naturaleza y la cercanía de su perseguidor. O quizá se trató de una tentativa automática de encontrar respuesta a un problema. En medio de nuestra huida, con todas nuestras facultades dedicadas a proteger nuestra seguridad, no habíamos estado en condiciones de observar y analizar detalles, y sin embargo nuestro cerebro siguió preguntándose acerca del significado del mensaje percibido por nuestro olfato. En seguida comprendimos de qué se trataba: nuestro alejamiento de la baba fétida, y el coincidente acercamiento de nuestro perseguidor, no habían alterado los olores como lo indicaba la lógica. Junto a los cadáveres decapitados aquella nueva y hasta entonces inexplicable fetidez había sido de veras dominante; pero ahora tendría que haber cedido su lugar al olor asociado con los Antiguos. Y, sin embargo, no era así. El nuevo olor era más puro y más insoportable.

Miramos, pues, hacia atrás, en apariencia simultáneamente, aunque es probable que el movimiento de uno fuera imitado en seguida por el otro. Nuestras dos linternas apuntaron a la bruma, más tenue en ese instante, quizá en un incoherente esfuerzo por cegar a la criatura antes de apagar las luces y sumergirnos en el laberinto, entre los pingüinos. ¡Decisión funesta! Ni Orfeo ni la mujer de Lot pagaron tan caro esa mirada hacia atrás.

Trataré de describir con claridad lo que vimos, aunque en aquel momento no quisimos creer en nuestros ojos. Las palabras son inútiles para sugerir el horror de aquel espantoso espectáculo. Paralizó dé tal modo nuestras mentes, que aún me asombra que hayamos podido atenuar la luz de las linternas y entrar en el túnel que nos llevaría a la ciudad. Sólo el instinto pudo habernos salvado, pues razón nos quedaba poca.

Danforth había perdido totalmente el dominio de sí mismo, y cuando pienso en el resto de nuestra huida, lo primero que recuerdo es su voz que entonaba una fórmula histérica. Los ecos de esas palabras, salmodiadas con una voz muy aguda, resonaron entre los chillidos de las aves, bajo las bóvedas, y los entonces —gracias a Dios— vacíos corredores que quedaban atrás. Danforth no comenzó en seguida su canto, pues si no no estaríamos vivos. Me estremezco al pensar qué habría sido de nosotros si su reacción nerviosa se hubiera presentado antes.

—South Station Under... Washington Under...Park Street Under... Kendall... Central... Havard...

—El pobre diablo enumeraba las estaciones familiares del túnel Boston-Cambridge, en nuestro suelo natal, a miles de kilómetros de distancia. Y sin embargo, la salmodia no me parecía irrelevante ni fuera de lugar. No me inspiraba sino un profundo horror, pues yo sabía muy bien qué monstruosa analogía la había sugerido. Habíamos esperado, al mirar hacia atrás, ver una terrible y móvil entidad (si lo permitía la bruma) de la que nos habíamos formado una idea bastante clara. Lo que vimos —pues las nieblas se habían aclarado demasiado— fue algo muy distinto e inconmensurablemente más detestable y odioso. Era la realización objetiva de lo que el novelista fantástico llama «las cosas que no deben ser», y si es posible compararlo a algo tendría que hablar de un enorme tren subterráneo, lanzado a toda velocidad, tal como se le ve desde el andén de una estación, en la extremidad de un túnel infinito constelado de luces coloreadas, y que llena exactamente la prodigiosa cavidad así como un pistón llena un cilindro.

Pero no estábamos en el andén de un tren subterráneo. Estábamos en las mismas vías, mientras la horrorosa y plástica columna, negra, fétida e iridiscente, venía hacia nosotros cada vez a mayor velocidad, levantando a su paso torbellinos de aquella bruma pálida. Era algo terrible, indescriptible, más enorme que cualquier tren subterráneo; un conglomerado de burbujas protoplásmicas, débilmente luminosas, y con miríadas de ojos provisionales que aparecían y desaparecían como pústulas de luz verde. Venía hacia nosotros aplastando pingüinos y deslizándose sobre aquel piso brillante que sus semejantes habían limpiado tan diabólicamente de obstáculos. De nuevo volvió a oírse el grito sobrenatural: ¡Tekeli-li! Tekeli-li!. Y al fin recordamos que los soggoths, habiendo recibido de los Antiguos vista, pensamientos y órganos plásticos, y sin otro lenguaje que aquel representado por los grupos de puntos, no tenían tampoco otra voz que las de sus amos desaparecidos.

<p>12</p>

Danforth y yo recordamos, no muy claramente, haber llegado a la vasta torre circular y haber rehecho nuestro camino a través de las habitaciones y corredores ciclópeos de la ciudad muerta. Pero todo esto no es hoy para mí sino fragmentos de un sueño donde nada se decidió libremente ni hubo ningún esfuerzo físico. Fue como si flotásemos en un mundo o dimensión nebulosos sin tiempo, causas ni orientación. La luz gris del día que bañaba el espacio circular de la torre nos calmó bastante, pero no nos acercamos a los trineos, ni miramos otra vez al pobre Gedney y el perro. Tienen una extraña y titánica tumba y espero que nada irá a turbar su reposo hasta la desaparición del planeta.

Mientras subíamos penosamente por la rampa prodigiosa, sentimos por primera vez una fatiga y un ahogo muy grandes a causa del aire enrarecido, pero no nos detuvimos hasta llegar al universo normal. Había algo de apropiado en nuestra despedida de aquellas épocas sepultadas. En el curso de nuestra ascensión por aquel cilindro de treinta metros de alto, pudimos ver a un lado una serie ininterrumpida de esculturas heroicas: el adiós de los Antiguos, grabado hacía cincuenta millones de años.

Llegamos al fin a la cima, y nos encontramos con un montón de piedras. Al oeste se veían unas murallas todavía más altas, y al este los picos de la cordillera se alzaban más allá de unos edificios tambaleantes. Al sur, el sol de medianoche bañaba con una luz roja los contornos irregulares de las ruinas, y el abandono de la ciudad parecía aún más compacto en presencia del paisaje polar. Sobre los edificios, el cielo era una masa opalescente de tenues vapores. El frío intenso nos helaba los huesos. Dejamos cansadamente en el suelo los sacos en que guardábamos el equipo, y que no habíamos soltado en el curso de nuestra desesperada huida, y luego de abotonarnos otra vez los abrigos descendimos por los montículos de piedras hacia el lugar donde nos esperaba el avión. De lo que habíamos visto en los arcaicos y secretos abismos de la tierra, no dijimos una sola palabra.

Un cuarto de hora nos bastó para llegar a la pendiente abrupta de los contrafuertes —quizá la antigua terraza por los que habíamos entrado en la ciudad —, y vimos entre las ruinas la silueta oscura del aeroplano. A medio camino, nos detuvimos para tomar aliento y, volviendo la cabeza, contemplamos por última vez el fantástico laberinto que se extendía más abajo. Notamos entonces que el cielo, más allá de la ciudad, no estaba ya velado por la bruma: los inquietos vapores se habían movido hacia el cenit y parecían a punto de dibujar unas formas curiosas, como si no se atreviesen a definir los contornos.

En el horizonte occidental se veía en ese instante una línea violeta. Allí unas cimas afiladas se alzaban, como en un sueño, contra el color rosado del cielo. Hacia ese horizonte, bañado en una luz temblorosa, subía la antigua meseta. El cauce seco del río trazaba en ella una cinta sinuosa y oscura. Durante un momento nos quedamos inmóviles y admirados ante aquella belleza cósmica, pero en seguida un vago horror comenzó a invadirnos el alma. Pues esa lejana línea violeta no podía ser sino la cordillera prohibida: punto culminante de la Tierra y centro de todo mal; puerto de horrores innominables y enigmas arqueanos; objeto venerado por aquellos que temían descubrir sus secretos; no hollada por ninguna criatura terrestre, pero visitada por siniestros relámpagos y que lanzaba en la noche polar unos rayos extraños... Se trataba sin duda de la temida Kadath del Desierto Helado que las leyendas primitivas apenas se atreven a mencionar...

Si los mapas y escenas esculpidos en los muros de la ciudad eran exactos, esas crípticas montañas violetas no podían estar a menos de cuatrocientos kilómetros, y sin embargo se destacaban claramente en aquella remota y nevada orilla, como el borde serrado de un monstruoso planeta que se alzase hacia inacostumbrados cielos. La altura de aquellos picos tenía que ser enorme, y alcanzaban sin duda unas capas atmosféricas donde sólo había unos tenues espectros gaseosos. Observándolos, pensé nerviosamente en ciertos bajorrelieves que insinuaban la naturaleza de lo que el río, ahora seco, había traído a la ciudad. Me pregunté cuánto habría de razón y cuánto de locura en aquellos temores de los Antiguos. Recordé que el extremo norte de las montañas no debía de estar muy lejos de la Tierra de la Reina Mary, donde en ese momento la expedición de sir Douglas Mawson estaba trabajando a no más de mil quinientos kilómetros de distancia. Confié en que el azar no diese a sir Douglas una idea de lo que podían ocultar aquellas costas protectoras.

Pero antes de cruzar las ruinas en forma de estrella, y llegar al aeroplano, nuestros temores se dirigieron hacia la cadena de picos, menos elevada, que debíamos franquear otra vez. Las pendientes negras, cubiertas de ruinas, se alzaban odiosamente contra el este, y cuando pensamos en las entidades amorfas que habían llegado a los picos más altos, no pudimos evitar el pánico ante la perspectiva de volar otra vez junto a aquellas cavernas donde se oía toda una gama de sonidos musicales. Para empeorar las cosas, vimos algunos signos de niebla alrededor de varias cimas, esa niebla que el pobre Lake había confundido con una actividad volcánica, y nos estremecimos al pensar en aquella similar de la que habíamos escapado, y en la abismática cuna de horrores.

El aeroplano estaba intacto, y nos pusimos nuestros más pesados abrigos. Danforth encendió el motor, y levantamos vuelo sin dificultades. Abajo volvió a extenderse la ciudad ciclópea, como había ocurrido al llegar, y comenzamos a elevarnos y a probar el viento. Muy por encima de nosotros debía de haber grandes perturbaciones, pues las nubes de polvo del cenit se movían sin cesar, pero a los siete mil metros de altura, la indicada para atravesar el paso, la navegación no ofrecía peligros. Mientras nos acercábamos a las cimas, el sonido musical del viento se oyó claramente, y vi cómo las manos de Danforth se estremecían sobre los instrumentos de gobierno. Aunque yo no era más que un piloto aficionado, pensé en esos instantes que sería más capaz que él de dirigir el avión, y cuando le hice señas de que cambiásemos de asiento, obedeció sin protestar. Traté de conservar la sangre fría y clavé los ojos en el cielo roji*zo que asomaba del otro lado del paso, resolviendo no prestar atención a las bocanadas de vapor que surgían de las cimas y deseando haberme taponado con cera los oídos, como Ulises, para alejar de mi conciencia aquellos sonidos musicales.

Pero Danforth, extremadamente nervioso, no podía estarse quieto. Yo sentía cómo se volvía, una y otra vez, mirando la ciudad que dejábamos atrás, o las montañas atravesadas de cavernas que se alzaban ante nosotros, o las cimas cúbicas, o el océano de contrafuertes nevados a nuestros pies, o el cielo de nubes grotescas sobre nuestras cabezas. Justo en el momento en que nos introducíamos en el paso, lanzó aquel grito enloquecido que casi nos lleva a la muerte. Durante un segundo perdí el gobierno de la máquina. Me recobré en seguida, pero temo que Danforth no vuelva a ser nunca el de antes.

He dicho que Danforth no quiso decirme qué último horror le hizo gritar de ese modo. Intercambiamos a gritos algunas frases antes de descender lentamente hacia el campamento, pero se refirieron casi todas al silencio que habíamos jurado guardar en el momento de dejar la ciudad de pesadilla. Había cosas, pensamos, que no era conveniente difundir, y yo no habría hablado de ellas si no fuese por la necesidad de detener a la expedición Starkweather-Moore, y a otras. Es absolutamente imprescindible, para la paz y seguridad de los hombres, que nadie sondee los abismos sombríos de ciertas regiones del globo terrestre. De otro modo, unos monstruos dormidos volverán a la vida, y unos seres de pesadilla surgirán de sus negras moradas para intentar unas nuevas y más amplias conquistas.

Danforth sólo dijo que aquel horror último era un espejismo. No estaba relacionado, declaró, con los cubos y cavernas de estas montañas alucinantes, musicales y envueltas en vapores. Se trataba de la breve visión, entre aquellas retorcidas nubes del cenit, de algo que había detrás de las montañas violetas, y que los Antiguos habían temido tanto. Muy probablemente fue una simple alucinación, nacida de las pruebas por las que acabábamos de pasar y el hecho de haber visto en el cielo, el día antes, la ciudad situada más allá de las montañas; pero para Danforth fue tan real que aún hoy sufre sus efectos.

De cuando en cuando Danforth murmura algunas frases incoherentes acerca de «el abismo negro», «la orilla del mundo», «los pioto-soggoths», «los sólidos cerrados de cinco dimensiones», «el cilindro sin nombre», «el, antiguo Pharos», «Yog-Sothoth», «la jalea protoplásmica original», «el color que cayó del cielo», «las alas», «los ojos en las tinieblas», «la escalera de la Luna», «el original, el eterno, el inmortal», y otras curiosas concepciones. Sin embargo, cuando se siente dueño de sí mismo atribuye todo esto a sus macabras lecturas. Danforth es, en verdad, uno de los pocos que se han atrevido a leer por entero la gastada copia del Necronomicon que se guarda bajo llave en nuestra biblioteca.

En el momento en que franqueábamos el paso, el cielo estaba ciertamente cubierto de vapores, y, aunque yo no miré el cenit, no me cuesta imaginar que los torbellinos de polvo de hielo hayan tomado formas extrañas. La imaginación, sabiendo que las escenas distantes pueden ser reflejadas, refractadas y magnificadas por las capas de nubes, pone fácilmente el resto. Naturalmente, Danforth no insinuó ninguno de esos horrores específicos hasta que su memoria pudo recurrir a sus lecturas. No pudo haber visto tanto con una sola y breve mirada.

En aquel momento no hizo más que repetir esos sonidos cuyo origen es demasiado obvio: «¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!».

<p>La Sombra Sobre Insmouth</p>
<p>I</p>

Durante el invierno de 1927-28, los agentes del Gobierno Federal realizaron una extraña y secreta investigación sobre ciertas instalaciones del antiguo puerto marítimo de Innsmouth, en Massachusetts. El público se enteró de ello en febrero, porque fue entonces cuando se llevaron a cabo redadas y numerosos arrestos, seguidos del incendio y la voladura sistemáticos —efectuados con las precauciones convenientes— de una gran cantidad de casas ruinosas, carcomidas, supuestamente deshabitadas, que se alzaban a lo largo del abandonado barrio del muelle. Las personas poco curiosas no prestarían atención a este suceso, y lo consideraron sin duda como un episodio más de la larga lucha contra el licor.

En cambio, a los más perspicaces les sorprendió el extraordinario número de detenciones, el desacostumbrado despliegue de fuerza pública que se empleó para llevarlas a cabo, y el silencio que impusieron las autoridades en torno a los detenidos. No hubo juicio, ni se llegó a saber tampoco de qué se les acusaba; ni siquiera fue visto posteriormente ninguno de los detenidos en las cárceles ordinarias del país. Se hicieron declaraciones imprecisas acerca de enfermedades y campos de concentración, y más tarde se habló de evasiones en varias prisiones navales y militares, pero nada positivo se reveló. La misma ciudad de Innsmouth se había quedado casi despoblada. Sólo ahora empiezan a manifestarse en ella algunas señales de lento renacer.

Las quejas formuladas por numerosas organizaciones liberales fueron acalladas tras largas deliberaciones secretas; los representantes de dichas sociedades efectuaron algunos viajes a ciertos campos y prisiones, y como consecuencia, tales organizaciones perdieron repentinamente todo interés por la cuestión. Más difíciles de disuadir fueron los periodistas; pero finalmente, acabaron por colaborar con el Gobierno. Sélo un periódico —un diario sensacionalista y de escaso prestigio por esta razón— hizo referencia a cierto submarino capaz de grandes inmersiones que torpedeó los abismos de la mar, justo detrás del Arrecife del Diablo. Esta información, recogida casualmente en una taberna marinera, parecía un tanto fantástica ya que el arrecife, negro y plano, queda por lo menos a milla y media del puerto de Innsmouth.

Los campesinos de los alrededores y las gentes de los pueblos vecinos lo comentaron mucho, pero se mostraron extremadamente reservados con la gente de fuera. Llevaban casi un siglo hablando entre ellos de la moribunda y medio desierta ciudad de Innsmouth y lo que acababa de suceder no había sido más tremendo ni espantoso que lo que se comentaba en voz baja desde mucho años antes. Habían sucedido cosas que les enseñaron a ser reservados, de modo que era inútil intentar sonsacarles. Además, sabían poca cosa en realidad, porqué la presencia de unos saladares extensos y despoblados dificultaba mucho la llegada a Innsmouth por tierra firme, y los habitantes de los pueblos vecinos se mantenían alejados.

Pero yo voy a transgredir la ley de silencio impuesta en torno a esta cuestión. Estoy convencido de que los resultados obtenidos son tan concluyentes que, aparte un sobresalto de repugnancia, mis revelaciones sobre lo que hallaron los horrorizados agentes que irrumpieron en Innsmouth no pueden causar ningún daño. Por otra parte, el asunto podría tener más de una explicación. Tampoco sé exactamente hasta qué punto me han contado toda la verdad, pero tengo muchas razones para no desear indagar más a fondo, ya que el caso, y el recuerdo de lo que pasó, me obliga a tomar severas medidas.

Fui yo quien, a primera hora de la mañana del 16 de julio de 1927, huyó frenéticamente de Innsmouth, y quien suplicó horrorizado al Gobierno que abriese una investigación y actuase en consecuencia, petición que dio origen a todo el episodio relatado. Yo estaba firmemente resuelto a permanecer callado mientras el asunto estuviera reciente en la memoria de todos, pero ahora que ya ha pasado el tiempo y el público ha perdido interés y curiosidad, tengo un extraordinario deseo de contar, en voz muy baja, las horas escasas y terribles que pasé en aquel puerto de tan siniestra reputación, sobre el que se cierne una sombra blasfema y mortal. El mero hecho de contarlo me ayudará a recobrar la confianza en mis facultades, a convencerme de que no fui simplemente la primera víctima de una pesadilla colectiva. Me servirá además para decidirme a mirar de frente cierto paso terrible que aún tengo que dar.

Nunca había oído hablar de Innsmouth hasta la víspera del día en que lo vi por primera y —hasta ahora— última vez. Celebraba mi mayoría de edad dando la vuelta a Nueva Inglaterra —turismo, antigüedades, interés genealógico— y había planeado ir directamente desde el antiguo pueblo de Newburyport a Arkham, de donde provenía la familia de mi padre. No tenía coche y viajaba en tren, en trolebús o en coches de línea, buscando siempre el itinerario más barato. En Newburyport me dijeron que para ir a Arkham debía tomar el tren. Y fue en el despacho de billetes de la estación donde, al vacilar ante el elevado precio del billete, oí hablar por vez primera de Innsmouth. El empleado, hombre corpulento de rostro sagaz y un acento que no era de la región, consideró con simpatía mis esfuerzos por ahorrar y me sugirió una solución que hasta entonces nadie me había propuesto.

—Creo que podría coger el autobús viejo —dijo después de cierta vacilación— aunque por aquí nadie suele cogerlo. Pasa por Innsmouth... Puede que haya oído usted hablar del pueblo ese... A la gente no le gusta. El conductor es de allí, un tal Joe Sargent, y nunca coge viajeros de aquí ni de Arkham. No me explico de qué vive esa empresa. El precio del billete debe ser bastante barato, pero nunca lleva más de dos o tres personas... y todas de Innsmouth. Sale de la Plaza, delante de la Droguería Hammond, a las diez de la mañana y a las siete de la tarde, a no ser que hayan cambiado de horario últimamente. Parece una cafetera rusa... Jamás me he metido dentro de ese trasto.

Esta fue la primera noticia del siniestro pueblo de Innsmouth. Cualquier referencia a un pueblo que no viniera en los mapas ordinarios o no estuviera registrado en las guías actuales de viajes me habría interesado, pero además, la extraña manera que tuvo e! empleado de mencionarlo acabó de suscitar en mi ánimo una verdadera curiosidad. Pensé que un pueblo capaz de inspirar tal aversión entre los vecinos debía de ser curioso y digno de atención turística. Puesto que estaba antes de llegar a Arkham, me detendría en él... Así que pedí al empleado que me informase un poco más. Cautamente, y con aire de saber más de lo que decía, exclamó:

—¿Innsmouth? Sí, es un pueblo bastante raro. Está en la desembocadura de Manuxet. Era casi una ciudad, un puerto relativamente importante, antes de la guerra de 1812, pero se ha arruinado durante los últimos cien años o por ahí. Ya no pasa ni el ferrocarril... Hace años que se dejó abandonada la línea que lo unía con Rowley.

»Debe haber más casas vacías que habitantes, y no hay comercio ni industria, excepto la pesca y las nasas. La gente prefiere venir aquí o a Arkham o a Ipswich para hacer sus negocios. Años atrás había algunas fábricas, pero ahora no queda más que una refinería de oro que además se pasa largas temporadas sin funcionar.

»Sin embargo, esa refinería fue un buen negocio en sus tiempos, y el viejo Marsh, el dueño, debe de ser más rico que Creso. Es un viejo maniático y extravagante que no sale de su casa para nada. Dicen que ha contraído una enfermedad de la piel o que le ha salido alguna deformidad, y no se deja ver. Es nieto del capitán Obed Marsh, que fue el fundador del negocio. Parece que su madre era extranjera, dicen que procedía de los Mares del Sur; así que se armó la gorda cuando se casó con una muchacha de Ipswich, hace cincuenta años. A la gente de por aquí no le gustan los de Innsmouth, y si alguno lleva sangre de Innsmouth procura siempre ocultarlo. Pero a mi modo de ver, los hijos y los nietos de Marsh tienen un aspecto normal. Me los señalaron una vez que pasaron por aquí... Y ahora que lo pienso, parece que los hijos mayores no vienen últimamente. Al viejo no lo he llegado a ver nunca.

»¿Que por qué las cosas andan tan mal en Innsmouth? Bueno, muchacho, no debe preocuparse usted de lo que se oye por ahí, Les cuesta empezar, pero en cuanto dicen dos palabras seguidas, ya no paran. Se han pasado los últimos cien años chismorreando sobre lo que pasa en Innsmouth, y me figuro que están más asustados que otra cosa. Algunas historias que se cuentan son de risa. Por ejemplo, dicen que el viejo capitán Marsh negociaba con el diablo y sacaba trasgos del infierno para traérselos a vivir a Innsmouth, y también que celebraban una especie de culto satánico y sacrificios espantosos, cerca de los muelles, y que lo descubrieron allá por el año 1845 más o menos... Pero yo soy de Panton, Vermont, y no me trago esas historias.

»Tenía usted que oír lo que cuentan los viejos del arrecife de la costa... El Arrecife del Diablo lo llaman. En muchas ocasiones sobresale por encima de las olas, y cuando no, aparece a flor de agua, pero ni siquiera se puede decir que sea una isla. Según cuentan, se ve a veces una legión entera de demonios en ese arrecife, desparramados por allí o saliendo y entrando de unas cuevas que hay en la parte alta de la roca. Es una peña abrupta y desigual, a bastante más de una milla de la costa. Ultimamente los marineros solían desviarse bastante para evitarla.

»Los marineros que no procedían de Innsmouth, se entiende. Una de las cosas que tenían contra el capitán Marsh era que, al parecer, atracaba allí algunas veces por la noche, cuando la marca lo permitía, Puede que atracara, porque la roca es interesante, y hasta es posible que fuese en busca de algún tesoro pirata; pero lo que decían es que negociaba con los demonios de allí. Para mí, la pura realidad es que fue el capitán quien verdaderamente le dio fama de siniestro al arrecife.

»Eso fue antes de la epidemia de 1846, en que murió más de la mitad de la población de Innsmouth. No se llegó a explicar completamente qué fue lo que pasó, pero seguro que se trataba de alguna enfermedad exótica, traída de China o de alguna parte, por mar. Debió de ser terrible; hubo desórdenes por culpa de eso, y pasaron cosas horribles que no creo que hayan llegado a trascender fuera del pueblo. El caso es que con eso se arruinó para siempre. No volvió a repetirse la hecatombe, pero ahora apenas vivirán allí trescientas o cuatrocientas personas.

»Pero lo único que hay en el fondo de la actitud de la gente es un simple prejuicio racial... y no lo censuro. Siento aversión por la gente de Innsmouth y no me gustaría ir a ese pueblo por nada del mundo. Me figuro que usted tendrá idea —aunque ya veo por su acento que es occidental— de la cantidad de barcos nuestros, de Nueva Inglaterra, que acostumbran a tocar los puertos extraños de Africa, de Asia, de los Mares del Sur y de cualquier parte, y la de gente rara que a veces se traen para acá. Habrá oído hablar seguramente del hombre de Salem que regresó después casado con una china, y puede que sepa también que todavía queda un puñado de isleños procedentes de Fidji, por ahí por Cape Cod.

»Bueno, algo de eso debe haber detrás de la gente de Innsmouth. El lugar siempre estuvo separado del resto de la comarca por marismas y riachuelos, y no podemos estar seguros de lo que pasaba en realidad, pero está bastante claro que el viejo capitán Marsh debió traerse a casa a unos tipos extraños, cuando tenía sus tres barcos en actividad, allá por los años veinte o treinta. Ciertamente, la gente de Innsmouth posee unos rasgos extraños; hoy en día... no sé cómo explicarlo, pero es una cosa que te pone la carne de gallina. Lo notará usted un poco en Sargent, si coge el autobús. Algunos tienen la cabeza estrecha y rara, con la nariz chata y aplastada; y tienen también unos ojos fijos que parece que nunca parpadean, y una piel que no es como la piel normal que tenemos los demás; es áspera y costrosa, y a los lados del cuello la tienen arrugada o como replegada. Se quedan calvos muy jóvenes, también. Los más viejos son los que peor aspecto tienen... Bueno, en realidad creo que no he visto nunca a un tipo de ésos verdaderamente viejo. ¡Me figuro que se morirán de mirarse en el espejo! Los animales les tienen aversión... Solían tener muchos problemas con los caballos, antes de aparecer el automóvil.

»Nadie de por aquí, ni de Arkham ni de Ipswich, quieren tratos con ellos. Por lo demás, se comportan con sequedad cuando vienen al pueblo o cuando alguien intenta pescar en sus caladeros. Lo raro es el tamaño del pescado que sacan siempre en las aguas del puerto, si no hay nada más por allí cerca... ¡Pero intente pescar usted en este sitio y verá lo que tardan en echarlo! Antes solían venir en tren... Después, cuando la compañía abandonó el ramal, se daban una caminata para tomarlo en Rowley... Ahora viajan en autobús.

»Sí, hay un hotel en Innsmouth; se llama Gilman House, pero me parece que no es gran cosa. Yo le aconsejaría que no se quedara. Es mejor que pase la noche aquí y mañana por la mañana coge el autobús de las diez; luego puede salir de allí a las ocho de la tarde, en el que va a Arkham. Hubo un inspector de Hacienda que paró en el Gilman hará unos dos años, y sacó de allí un sinfín de impresiones desagradables. Parece que tienen una multitud de gentes extrañas en ese hotel, porque el buen hombre no paró de oír en las otras habitaciones unas voces que le producían escalofríos. Decía que hablaban en un idioma extranjero, pero lo peor era una voz extraña que hablaba de cuando en cuando. Le sonaba tan poco humana —como un chapoteo, decía él— que no se atrevió ni a desnudarse para meterse en la cama. Total: que pasó la noche en vela y apagó la luz a las primeras luces de la madrugada. Las conversaciones duraron casi toda la noche.

»Lo que más le chocó al hombre ese —Casey se llamaba—, era la forma con que le miraba la gente de Innsmouth; parecían talmente como policías vigilándole. La refinería Marsh le pareció bastante rara... Se trata de una vieja fábrica situada a orillas del Manuxet, en su desembocadura. Lo que contó estaba de acuerdo con ]o que yo sabía ya. Libros mal llevados, ninguna cuenta clara, y el negocio no se veía por ninguna parte. Además, ha habido siempre cierto misterio sobre la forma como los Marsh obtienen el oro que refinan. Nunca se ha visto que hicieran muchas compras de oro, pero hasta hace unos años enviaban por barco cantidades enormes de lingotes.

»Se solía hablar de ciertas joyas extrañas que los marineros v los trabajadores de la refinería vendían en secreto, o que llevaban a veces las mujeres de la familia Marsh. Se decía que el capitán Obed conseguía el personal de su empresa en los puertos tropicales; parece que sus barcos zarpaban llenos de abalorios y baratijas, como si fueran a establecer tratos con los nativos. Otros pensaban —y lo piensan todavía— que había encontrado un antiguo escondrijo de piratas en el Arrecife del Diablo. Pero lo extraño es que el viejo capitán murió hace sesenta años, y desde la Guerra Civil no ha salido de Innsmouth ni un solo barco de gran calado. Y a pesar de todo los Marsh siguen comprando baratijas para salvajes, sobre todo cuentas de vidrio y chucherías, según me han contado. A lo mejor es que a los de Innsmouth les gusta adornarse con eso... Bien sabe Dios que han estado a punto de caer al mismo nivel que los caníbales de los Mares del Sur y los salvajes de Guinea.

»La plaga del cuarenta y seis debió de llevarse lo mejor del pueblo. En todo caso los únicos que vienen de allí son gentes sospechosas; y los Marsh y los demás ricachos son tan sospechosos como ellos. Como le digo, no serán más de cuatrocientos en todo el pueblo, a pesar de lo grande que es. Son lo que en el Sur llaman 'blancos desarrapados', o sea, tipos huraños y disimulados, llenos de secretos y misterios. Cogen mucho pescado y marisco, y lo exportan en camiones. Es anormal la cantidad de toneladas de pescado que sacan de ese trozo de costa.

»Nadie ha podido averiguar lo que hacen en ese pueblo. Las escuelas oficiales del Estado y las oficinas del censo de población se han estrellado una y otra vez con ellos. Puede apostar a que las visitas de inspección no son bien recibidas en Innsmouth. Yo personalmente he oído de más de un encargado de negocios del Gobierno que ha desaparecido allí. Se ha hablado mucho también de uno que se volvió loco y ahora está en el sanatorio. Sin duda le dieron un susto tremendo a ese pobre hombre.

»Por eso no pasaría yo la noche allí, en su lugar. Nunca he estado en el pueblo ese ni me apetece ir, pero me figuro que visitarlo de día no supone riesgo alguno... A pesar de todo, la gente de por aquí le aconsejaría que no lo hiciera. Si está usted haciendo turismo y buscando cosas antiguas, Innsmouth es un lugar que le interesará.»

Después de lo que me contó el buen hombre aquel, me pasé casi toda la tarde en la Biblioteca Pública de Newburyport, buscando datos sobre Innsmouth. Luego pregunté a las gentes de las tiendas, del restaurante, incluso en el parque de bomberos, pero pude comprobar que era más difícil de lo que había predicho el empleado de la estación sacarles algo en limpio. Por lo demás, no disponía de tiempo para vencer su instintivo recelo. Me pareció que desconfiaban por alguna razón, como si fuera sospechoso todo aquel que se interesara demasiado por Innsmouth. En la Y.M.C.A. (Young Men’s Christian Association, es decir, Asociación Cristiana de Jóvenes.) donde me había hospedado, el sacerdote trató de disuadirme pintándome ese pueblo como un lugar malsano y decadente. En la biblioteca, muchos adoptaron esa misma actitud. Era evidente que a los ojos de las personas de formación Innsmouth era meramente un caso exagerado de degeneración cívica.

Los manuales de historia del Condado de Essex que me sirvieron en la biblioteca decían bien poco: que el pueblo se fundó en 1643, que era célebre por sus astilleros, antes de la Revolución, y que llegó a gozar de gran prosperidad naval a principios del siglo XIX; más tarde, se convirtió en centro industrial de segundo orden, gracias al aprovechamiento de las aguas del Manuxet como fuente de energía. Se referían muy veladamente a la epidemia y a los desórdenes de 1846, como si constituyesen un descrédito para todo el condado.

También se decía poca cosa de su proceso de decadencia, aunque el capítulo final era bien elocuente. Después de la Guerra Civil, toda la vida industrial de la localidad quedó reducida a la Marsh Refining Company, y el mercado de lingotes de oro constituía tan sólo un pequeño residuo de lo que había sido su comercio, aparte la eterna pesca. Pero la pesca se pagaba cada día menos, a medida que bajaba el precio de la mercancía debido a la competencia de las grandes empresas, aunque nunca hubo escasez de pescado alrededor del puerto de Innsmouth. Los extranjeros se asentaban raramente por allí. Se decía que lo había intentado cierto número de polacos y portugueses, pero que fueron expulsados de una manera singularmente enérgica.

Lo más interesante de todo era una breve nota referente a ciertas joyas vagamente asociadas a la localidad de Innsmouth. Evidentemente, el caso había impresionado a toda la región, ya que el libro hacía referencia a determinadas piezas que se hallaban en el Museo de la Universidad del Miskatonic, de Arkham, y en el salón de exhibiciones de la Sociedad de Estudios Históricos de Newburyport. Las descripciones fragmentarias de tales joyas eran escuetas y frías, pero me causaron una impresión difícil de definir. Todo aquello me resultaba tan singular y excitante, que no se me iba de la cabeza, y a pesar de la hora avanzada, decidí acercarme a ver la pieza que se conservaba en la localidad. Por lo visto era un objeto grande, de extrañas proporciones, muy parecido a una tiara.

El bibliotecario me dio una nota de presentación para el conservador de la sociedad. El conservador resultó ser una tal Anna Tilton, soltera, que vivía allí cerca, Tras una breve explicación, la anciana se mostró muy amable y me sirvió de guía. El museo de la sociedad era notable en verdad, pero mi estado de ánimo era tal, que no tuve ojos más que para el raro objeto que relumbraba en la vitrina del rincón, bajo el foco de luz eléctrica.

No fue mi sensibilidad estética lo que me hizo abrir literalmente la boca ante el sobrenatural esplendor de aquella portentosa fantasía que descansaba sobre un cojín de terciopelo rojo. Incluso ahora sería incapaz de describirlo con precisión, aunque no cabía duda de que era una tiara, como decía la inscripción que había leído. Su parte delantera era muy elevada, y su contorno ancho y curiosamente irregular, como si hubiera sido diseñada para una cabeza caprichosamente elíptica. Parecía de oro, aunque poseía una misteriosa brillantez que hacía pensar en una aleación con otro metal de igual belleza y difícilmente identificable. Su estado de conservación era casi perfecto. Me podría haber pasado horas enteras estudiando los sorprendentes y enigmáticos adornos —unos, simplemente geométricos, otros, sencillos motivos marinos—, cincelados o moldeados con maravillosa habilidad.

Cuanto más la miraba, más fascinado me sentía, y en esta fascinación encontraba algo inquietante e inexplicable. Al principio pensé que era una extraña calidad artística lo que me desasosegaba. Todos los objetos de arte que había visto anteriormente pertenecían a algún estilo o a alguna tradición nacional o racial conocida, o a alguna de esas tendencias modernas que rompen con toda tradición. Pero aquella tiara no estaba en ninguno de los dos casos. Denotaba claramente una técnica muy definida, de gran madurez y perfección, aunque totalmente distinta de cualquier otra, oriental u occidental, antigua o moderna. Jamás había visto algo parecido. Era como si aquella preciosa obra de artesanía perteneciese a otro planeta.

Pero no tardé en darme cuenta de que mi turbación se debía a otra causa, quizá igualmente poderosa, esto es, a sus extraños motivos ornamentales que sugerían desconocidas fórmulas matemáticas y secretos remotos hundidos en inimaginables abismos del tiempo y del espacio. La naturaleza representada en los relieves, invariablemente acuática, resultaba casi siniestra. Había unos monstruos fabulosos, extravagantes y malignos, unos seres mitad peces y mitad batracios que me obsesionaban hasta el extremo de despertar en mí una especie de pseudo-recuerdos. Era como si yo mismo tuviera de ellos una vaga memoria, remota y terrible, que emanase de las células secretas donde duermen nuestras imágenes ancestrales más espantosas. Me daba la impresión de que cada rasgo de aquellos horrendos peces-ranas desbordaba la última quintaesencia de una maldad inhumana y desconocida.

En curioso contraste con el aspecto de la tiara, estaba su breve y sórdida historia. Según me contó miss Tilton, en 1873 cierto individuo de Innsmouth, borracho, la había empeñado por una suma ridícula poco antes de morir en una riña, en una tienda de State Street. La Sociedad de Estudios Históricos la adquirió directamente del prestamista, y desde el primer momento la colocó en uno de los lugares más destacados de su salón, con una etiqueta en la que se indicaba que probablemente provenía de la India oriental o de Indochina, aunque ambas suposiciones eran francamente problemáticas.

Miss Tilton, comparando todas las hipótesis posibles sobre el origen de la tiara y su presencia en Nueva Inglaterra, se sentía inclinada a creer que había formado parte de algún tesoro pirata descubierto por el viejo capitán Obed Marsh. A favor de esta suposición estaba el hecho de que los Marsh, al enterarse del paradero de la joya, habían intentado adquirirla ofreciendo una suma elevadísima que todavía mantenían pese a la firme determinación de la sociedad de no vender.

Mientras la amable señora me acompañaba hasta la puerta, me aclaró que su hipótesis sobre el origen pirata de la fortuna de los Marsh estaba muy extendida entre los intelectuales de la región. Ella nunca había estado en Innsmouth, pero sentía aversión hacia sus habitantes, según dijo, a causa de su degeneración moral y cultural. Incluso me aseguró que los rumores existentes acerca de cierto culto satanista practicado en Innsmouth encontraba apoyo en el hecho de que hubieran ganado allí numerosos adeptos determinados ritos secretos que habían terminado por absorber a todas las iglesias ortodoxas.

Esos ritos eran practicados por la llamada «Orden Esotérica de Dagon», y se trataba sin duda de alguna religión pagana y degenerada de origen oriental que había sido importada, al parecer, en una época en que la pesca había escaseado. Era lógico, en cierto modo, que las gentes sencillas la hubiesen aceptado, ya que de pronto, a partir de su instauración, la pesca había vuelto a ser próspera y abundante. La «Orden» no tardó en alcanzar una gran preponderancia en el pueblo, sustituyendo por completo a la francmasonería e instalándose incluso en la antigua logia masónica de New Church Green.

Todo esto, según la piadosa miss Tilton, constituía un argumento decisivo para rehuir la diabólica y mísera ciudad de Innsmouth. A mí en cambio me despertó un enorme interés por visitarla. A la curiosidad arquitectónica e histórica que sentía se sumaba ahora un entusiasmo antropológico, de tal modo que, en mi reducida habitación de la Y.M.C.A. sólo pude conciliar el sueño cuando ya empezaba a clarear.

<p>II</p>

A la mañana siguiente, poco antes de la diez, cogí la maleta y me situé ante la Droguería Hammond, en la Plaza del Mercado, a esperar el autobús de Innsmouth. Cuando ya faltaba poco para llegar, observé que los paseantes se alejaban de la parada. El empleado de la estación no había exagerado la repugnancia que sentían en la localidad por los habitantes de Innsmouth. Al poco tiempo apareció, retemblando por State Street, un coche de línea bastante viejo, pintado de verde sucio. Dio la vuelta y frenó al lado de donde yo estaba. En seguida me di cuenta de que era el que yo esperaba. Encima del parabrisas se adivinaba el casi ilegible cartel: Arkham-Innsmouth-Newb...port.

Sólo venían tres pasajeros, tres hombres más bien jóvenes, morenos, mal vestidos y de semblante hosco. Cuando el vehículo se detuvo, bajaron los tres y, con paso torpe y desmañado, echaron a andar en silencio por State Street, casi de manera furtiva. El conductor bajó también del coche y le vi desaparecer en el interior de la droguería. «Este debe ser el tal Joe Sargent que mencionó el empleado de la estación», pensé, y antes de reparar en ningún detalle, sentí que me embargaba como una oleada de instintiva aversión, tan incontenible como inexplicable. De pronto, me pareció muy natural que la gente de la localidad no deseara subir a semejante autobús ni visitar la población donde vivía aquella chusma.

Cuando volvió a salir de la droguería, me fijé más en él y traté de descubrir el motivo por el que me había causado tan mala impresión. Era un hombre flaco, de hombros caídos y uno setenta de estatura o tal vez menos. Llevaba un traje azul raído y una deshilachada gorra de golf. Debía tener unos treinta y cinco años, aunque las dos arrugas que le surcaban el cuello a ambos lados le hacían parecer más viejo, si no se fijaba uno en su rostro inexpresivo y apagado. Tenía la cabeza estrecha y unos ojos saltones de color azul claro que no pestañeaban; su barbilla y su frente eran deprimidas, y tenía unas orejas más bien rudimentarias y atrofiadas. Sus labios eran grandes y abultados; sus mejillas, cubiertas de poros abiertos y de costras, daban la sensación de carecer casi totalmente de barba, aparte algunos pelos amarillos tan irregularmente repartidos por la cara, que junto con las rugosidades de la piel, más que otra cosa parecían calvas producidas por alguna enfermedad. Sus manos enormes, surcadas de venas, eran de un increíble gris azulado; tenía los dedos sorprendentemente cortos y desproporcionados, como encogidos hacia adentro de sus tremendas palmas. Al dirigirse hacia el autobús, noté su forma de bamboleante de andar. Sus pies eran igualmente desmesurados, y cuanto más se los miraba, más difícil me parecía que pudiera encontrar zapatos a su medida.

La mugre que llevaba encima lo hacía más repugnante aún, Sin duda trabajaba o haraganeaba por los muelles pesqueros, a juzgar por el olor que traía consigo. Era imposible averiguar qué mezcla de sangres habría en sus venas. Sus rasgos no parecían asiáticos, polinesios ni negroides, pero evidentemente eran extranjeros. Sin embargo, más que una característica racial, aquellos rasgos me parecían una degeneración biológica.

Me quedé cortado de pronto, al darme cuenta de que no había ningún otro pasajero en el autobús. No me gustó la idea de viajar solo con semejante conductor. Pero se acercaba la hora de salida, y tuve que decidirme. Subí al coche, le tendí un dólar y dije escuetamente: «Innsmouth». Me miró con sorpresa durante un segundo, mientras me devolvía cuarenta centavos, pero no dijo nada. Me senté detrás de él, junto a una ventanilla, para poder contemplar la costa durante el viaje.

Por fin arrancó el cacharro de una sacudida y pronto dejó atrás los viejos edificios de State Street, retemblando estrepitosamente y soltando un humo espeso por el tubo de escape. Me dio la impresión de que la gente que pasaba por la acera evitaba mirar al autobús... o al menos, disimulaba. Luego doblamos a la izquierda por High Street y el camino se hizo más suave. Cruzamos por delante de unos edificios majestuosos que databan de los primeros tiempos de la República y luego dejamos atrás varias casas de campo de estilo colonial, más antiguas aún. Después de atravesar Lower Green y Parker River, salimos finalmente a una zona costera larga y monótona.

Era un día de calor y de sol. El paisaje de arena, de juncales, de maleza desmedrada, se hacía cada vez más desolado a medida que avanzábamos. A nuestro lado se extendía el agua azul y la raya arenosa de Plum Island. Después de desviarnos de la carretera general que seguía a Rowley e Ipswich, tomamos un camino que siguió bordeando el litoral. No se veían casas, y según estaba el firme de la carretera, el tráfico por aquel paraje debía de ser muy escaso. Los negros postes del teléfono sostenían tan sólo dos cables.

De cuando en cuando, cruzábamos unos decrépitos puentes de madera tendidos sobre pequeñas rías que, cuando la marca estaba alta, contribuían a aislar aún más la región.

De cuando en cuando se veían tocones ennegrecidos y cimientos de vallas desmoronadas que emergían de la arena. Recordé que en uno de los libros de historia que había manejado se decía que, anteriormente, aquella había sido una comarca fértil y muy poblada. El cambio sobrevino al parecer a raíz de la epidemia que había asolado la ciudad de Innsmouth en 1846, pero la gente lo había achacado a ciertos poderes malignos y ocultos. De hecho, el mal radicaba en la absurda tala de toda la arboleda cercana a la playa, que había privado al suelo de su mejor protección contra la arena que ahora lo invadía todo.

Finalmente, perdimos de vista Plum Island y apareció la inmensa extensión del Atlántico a nuestra izquierda. El estrecho camino comenzó a subir por una cuesta pronunciada.

Experimenté una sensación extraña al ver la cima solitaria que se elevaba ante nosotros, donde el camino, herido de surcos, se encontraba con el cielo. Era como si el autobús fuera a continuar su ascensión abandonando la tierra para fundirse con el misterio ignorado de un más allá invisible. El olor a mar nos llegaba cargado de aromas presagiosos. La espalda encorvada y rígida del conductor y su cráneo grotesco se me antojaban cada vez más repugnantes. Por detrás tenía la cabeza casi tan despoblada de pelo como su cara. Apenas le crecían unas pocas hebras amarillentas en su piel rugosa y grisácea.

Coronamos la cuesta. Desde arriba se podía contemplar toda la extensión del valle donde el Manuxet desembocaba en el mar, justo al norte de una larga muralla de acantilados que culmina en Kingston Head y tuerce después hacia Cape Ann. En la bruma lejana del horizonte se alcanzaba a distinguir el perfil confuso del promontorio donde se alzaba aquel caserón antiguo del que tantas leyendas se habían contado. Pero de momento, toda mi atención se centró en el panorama inmediato que se abría ante mí: habíamos llegado frente al tenebroso pueblo de Innsmouth.

Era un núcleo urbano muy extenso, de casas apretadas, pero carente de signos de vida. Apenas si salía un hilo de humo de toda la maraña de chimeneas. Tres elevados campanarios descollaban rígidos y leprosos contra el azul de la mar. A uno de ellos se le había desmoronado el capitel. Los otros dos mostraban los negros agujeros donde antaño estuvieran las esferas de sus relojes. La inmensa marca de techumbres inclinadas y buhardillas puntiagudas formaban un paisaje desolador. A medida que avanzábamos carretera abajo, descubrí que muchos de los tejados estaban totalmente hundidos. Había algunas casas grandes de estilo georgiano, con tejados de cuatro aguas, cúpulas y galerías acristaladas. La mayoría de ellas estaban lejos de la mar, y una o dos vi que todavía se conservaban en buen estado. En el espacio que había entre unas y otras, se veía la línea herrumbrosa del ferrocarril abandonado, invadida de yerba, bordeada por los postes del telégrafo sin cables ya, y las huellas borrosas de los viejos caminos de carro que iban a Rowley y a Ipswich.

El abandono y la ruina se hacían más evidentes en el barrio marinero, junto a los muelles. Sin embargo, en su mismo centro se alzaba la blanca torre de un edificio de ladrillo muy bien conservado, que parecía como una pequeña fábrica. El puerto, invadido por los bancos de arena, estaba protegido por un antiguo espigón de piedra, sobre el que se distinguían las menudas figuras de algunos pescadores sentados. En la punta del espigón se veían los cimientos circulares de un faro derruido. En el puerto se había formado una lengua de arena sobre la cual había unas chozas miserables, algunos botes amarrados y unas cuantas nasas diseminadas. El único sitio en que parecía haber profundidad era donde el río, una vez pasado el edificio de la torre blanca, daba la vuelta hacia el sur y vertía sus aguas en el océano, al otro lado del espigón.

Los muelles de embarque estaban podridos de un extremo a otro. Los más ruinosos eran los de la parte sur. Y allá lejos, mar adentro, pese a la marca alta, pude distinguir una raya larga y negra que apenas afloraba del agua y que al instante ejerció sobre mí una atracción singular y maligna. Era, sin duda alguna, el Arrecife del Diablo. Por un momento, mientras lo contemplaba, tuve la sorprendente sensación de que me estaban haciendo señas desde allá, lo que me produjo un inmenso malestar.

No encontramos a nadie por el camino. Empezamos a cruzar por delante de una serie de granjas desiertas y desoladas. Después vinieron unas pocas casas habitadas, cuyas ventanas estaban tapadas con harapos. En los estercoleros se amontonaban las conchas y el pescado estropeado. Algunos individuos trabajaban con aire ausente en sus jardines yermos y sacaban almejas en la orilla, siempre en medio de un penetrante olor a pescado. Unos grupos de niños sucios y de cara simiesca jugaban en los portales invadidos por la yerba. Había algo en aquella gente que resultaba más inquietante aún que los lúgubres edificios. Casi todos tenían los mismos rasgos faciales y los mismos gestos, cosa que producía una repugnancia instintiva e irremediable. Por un instante me pareció que aquellos rasgos me recordaban algún cuadro visto anteriormente, en circunstancias excepcionalmente horribles. Pero este pseudorecuerdo fue muy fugaz.

Al llegar el autobús a la zona llana donde se alzaba el pueblo comencé a oír el murmullo monótono de una cascada en medio de un silencio impresionante. Las casas, desconchadas y torcidas, se fueron arrimando unas a otras, alineándose a ambos lados de la carretera, y ésta se convirtió en calle. En algunos sitios se veía el pavimento adoquinado y restos de las aceras de baldosa que en otro tiempo habían existido. Todas las casas estaban aparentemente desiertas. De cuando en cuando, entre las paredes maestras, se abría el vacío de algún edificio derrumbado. En todas partes reinaba un olor nauseabundo e insoportable de pescado.

No tardaron en comenzar los cruces y las bocacalles. Las calles que salían a la izquierda en dirección de la costa estaban desempedradas, llenas de suciedad y de inmundicias. Aún no había visto a nadie en el pueblo, pero al fin se veían algunos signos de vida: cortinas en algunas ventanas, un cascado automóvil detenido junto al bordillo... El pavimento y las aceras se iban perfilando cada vez más y, aunque casi todas las casas eran bastante viejas —edificios de madera y ladrillo de principios del siglo XIX— se veía que todavía estaban en condiciones. Fascinado por el interés de cuanto veía, me olvidé del olor repugnante y de la sensación opresiva que había experimentado al principio.

Pero no había de llegar yo a mi punto de destino sin recibir otra impresión tremendamente desagradable. El autobús desembocó en una especie de plaza flanqueada por dos iglesias, en cuyo centro había un círculo de césped pelado y seco. En la calle que salía a la derecha se alzaba un edificio con columnas. La fachada, pintada de blanco en tiempos atrás, estaba ahora gris y desconchada. Las letras doradas y negras del frontis estaban tan borrosas que me costó bastante descifrar la inscripción: «Orden Esotérica de Dagon». Se trataba, pues, de la antigua logia masónica, actualmente consagrada a un culto degradante. Mientras me esforzaba por descifrar dicha inscripción, sonaron los sordos tañidos de una campana rajada que vinieron a distraer mi atención. Entonces me volví rápidamente y miré al otro lado de la plaza.

Los toques de campana provenían de una iglesia de piedra, de falso estilo gótico, que parecía mucho más antigua que el resto de los edificios de Innsmouth. Tenía a un lado una torre cuadrada, achaparrada, cuya cripta de cerradas ventanas era desproporcionadamente alta. El reloj de la torre carecía de manillas, pero sabía que aquellos golpes sordos correspondían a las once. Y de repente, todas mis reflexiones se esfumaron ante la inesperada aparición de una figura tan horrenda, que me estremecí aun sin haber tenido tiempo de verla bien. La puerta de la cripta estaba abierta y formaba un rectángulo de oscuridad. Y al mirar casualmente, cruzó ese rectángulo algo que provocó en mí una fugaz impresión de pesadilla.

Era un ser vivo, el primer ser vivo, aparte el conductor, que veía dentro del casco urbano. De haber tenido los nervios más tranquilos, probablemente no habría encontrado nada aterrador en ello, porque un momento después me daba cuenta de que se trataba tan sólo de un sacerdote. Ciertamente vestía una extraña indumentaria, adoptada tal vez cuando la Orden de Dagon había decidido modificar el ritual de las iglesias locales. Creo que lo primero que me llamó la atención, lo que me llenó de aquel repentino horror, fue la alta tiara que llevaba. Se trataba de una reproducción exacta de la que miss Tilton me había mostrado la noche anterior. Sin duda fue esta coincidencia la que desató mi imaginación y me hizo ver algo siniestro en el rostro vislumbrado y en el atavío de aquella silueta que cruzó pesadamente el umbral de la puerta. Un segundo después resolví que no había ninguna razón para sentir ese horror que parecía nacer como un recuerdo maligno y olvidado. ¿No era natural que el misterioso ritual del lugar hubiese hecho adoptar a sus ministros ciertos ornamentos sacerdotales que resultasen especialmente familiares a la comunidad... por haber sido hallados en un tesoro, por ejemplo?

Unos poquísimos jóvenes de aspecto repelente se dejaron ver por las aceras. Se trataba de individuos aislados o de silenciosos grupos de dos o tres. En la planta baja de los edificios había algunas tiendas pequeñas de rótulos sucios y despintados. Vi también en las calles uno o dos camiones aparcados. El ruido de la caída del agua se fue haciendo intenso, hasta que apareció ante nosotros la profunda garganta del río, sobre la cual se extendía un ancho puente de hierro que desembocaba en un plaza amplia. Al pasar por el puente, miré a uno y otro lado, y observé que había unas cuantas fábricas en las márgenes cubiertas de maleza, así como en la parte baja del camino. Allá lejos, por debajo del puente, el agua era muy abundante. A mi derecha, río arriba, se veían dos poderosos saltos de agua, y otro por lo menos río abajo, a la izquierda. El ruido era ensordecedor desde el puente. Luego dimos la vuelta a una plaza espaciosa al otro lado del río, y paramos a la derecha, delante de un caserón alto, pintado de amarillo y coronado por una cúpula. Sobre la puerta, un letrero medio borrado proclamaba que aquello era Gilman House.

Me alegré de bajar del autobús. Inmediatamente después, procedí a consignar mi maleta en el sórdido vestíbulo del hotel. Sólo había una persona a la vista, un hombre de edad, que carecía de lo que yo había dado en llamar «pinta de Innsmouth». Decidí no hacer preguntas indiscretas; recordaba las cosas raras que se contaban de este hotel. Así que salí a dar una vuelta por la plaza. El autobús se había ido ya. Me entretuve en inspeccionar el sitio. A un lado, la plaza daba a un solar pedregoso tras el cual se extendía el río. Al otro extremo había un semicírculo de edificios de ladrillo con tejados oblicuos que seguramente databan de 1800. De allí se abrían varias calles en abanico. Por la noche, habida cuenta de la escasez de farolas, estas calles tendrían una iluminación bastante pobre. Pensé con alivio en mi proyecto de marcharme de allí antes del anochecer. Los edificios se conservaban todos en bastante buenas condiciones y albergaban quizá una docena de establecimientos comerciales de lo más corriente: una sucursal de una gran cadena de tiendas de comestibles, un restaurante de aspecto triste, una droguería, un almacén de pescado al por mayor y, en el extremo de la plaza, no lejos del río, las oficinas de la única industria del pueblo, las Refinerías Marsh. Habría unas diez personas por allí, y cuatro o cinco automóviles y camiones aparcados junto a la acera. Evidentemente, se trataba del centro comercial de Innsmouth. Hacia oriente se podían ver los azules parpadeos del puerto, sobre los que se alzaban las ruinas de tres antiguos campanarios, muy bellos en su lúgubre desolación. Cerca de la orilla, al otro lado del río, se veía sobresalir una torre blanca por detrás de un edificio que debía ser la refinería Marsh.

Después de pensarlo un rato, decidí empezar mis indagaciones en la tienda de comestibles. Tratándose de una sucursal, era probable que sus dependientes no fueran de Innsmouth, como así resultó. En efecto, el único empleado era un muchacho de unos diecisiete años cuyo aspecto franco y simpático prometía abundante información. Daba la impresión de que estaba deseoso de charlar, y no tardé en descubrir que no le gustaba el pueblo, ni su olor a pescado, ni sus furtivos habitantes. Para él era un alivio poder hablar con cualquier forastero. Era de Arkham y vivía con una familia que procedía de Ipswich. Siempre que podía, hacía una escapada para visitar a su familia. A ésta no le gustaba que trabajase en Innsmouth, pero la empresa lo había destinado allí y él no deseaba dejar el empleo.

Dijo que en Innsmouth no había biblioteca pública ni cámara de comercio, pero que no me sería difícil orientarme por las calles. Seguramente encontraría monumentos de interés. Donde yo me había apeado era Federal Street. De aquí nacía en dirección a poniente una serie de calles residenciales —Broad, Washington, Lafayette y Adams—. y al otro lado estaba el miserable barrio marinero. En ese barrio —cuya arteria era Main Street-encontraría unas viejas iglesias muy bellas de estilo georgiano, completamente abandonadas. Sería conveniente que yo no llamara demasiado la atención por aquellas inmediaciones, especialmente al norte del río, ya que el vecindario era gente hosca y mal encarada. Incluso se decía que algunos forasteros habían llegado a desaparecer.

Ciertos lugares eran prácticamente territorio prohibido, según había aprendido a costa de disgustos. Por ejemplo, no era aconsejable rondar por los alrededores de la refinería Marsh, ni por las proximidades de cualquiera de los templos que aún se hallaban abiertos al culto ni por delante del edificio de la Orden de Dagon situado en New Church Green. Los cultos que se practicaban eran muy extraños. Todos ellos habían sido enérgicamente desautorizados por sus respectivas iglesias de fuera de Innsmouth. Las sectas locales, aun cuando conservaban sus primitivos nombres, practicaban las más extrañas ceremonias y utilizaban unas vestiduras sacerdotales sumamente raras. Sus credos heréticos y misteriosos hacían alusión a ciertas metamorfosis prodigiosas, a consecuencia de las cuales se obtenía la inmortalidad material en este mundo. El pastor del muchacho, el doctor Wallace, de Arkham, le había instado a que no frecuentara ninguna iglesia de Innsmouth.

En cuanto a la gente, él apenas sabía nada. Eran huidizos; se les veía raramente y vivían como los animales en sus madrigueras, de modo que resultaba muy difícil imaginarse a qué se dedicaban, aparte la eterna pesca. A juzgar por las cantidades de licor clandestino que consumían, se debían de pasar la mayor parte del día en estado de embriaguez. Parecían unidos por una especie de misteriosa camaradería, y sentían un gran desprecio por el resto del mundo, como si fueran ellos los elegidos para otra vida mejor. Su aspecto —en particular aquellos ojos fijos e imperturbables que no pestañeaban jamás-era lo que más le repelía de ellos. Después, sus voces roncas de acento inhumano. Era lo más desagradable del mundo oírles cantar por la noche en la iglesia, en especial durante sus grandes festividades —que ellos denominaban renacimientos—, celebradas dos veces al año, el 30 de abril y el 31 de octubre.

Eran muy aficionados al agua, y siempre estaban nadando en el río y en el puerto. Las competiciones hasta el lejano Arrecife del Diablo eran muy frecuentes, y viéndoles, daba la sensación de que todos estaban en condiciones de participar en esta dura prueba deportiva. Pensándolo bien, uno se daba cuenta de que las únicas personas que aparecían en público eran jóvenes. Incluso entre éstos, a los mayores se les notaban ya ciertos signo de degeneración. Era muy raro encontrar adultos sin rastro de desviación biológica alguna, como el viejo empleado del hotel, y uno se preguntaba qué ocurría con los viejos. ¿No sería tal vez la «pinta de Innsmouth» un extraño fenómeno patológico que les iba minando el organismo a medida que transcurrían los años?

Naturalmente, sólo una grave enfermedad podía acarrear tales y tan grandes modificaciones anatómicas en las personas que alcanzaban la madurez... modificaciones tan profundas, que incluso llegaban a afectar a la forma del cráneo. En ese caso, la cosa ya no sería tan desconcertante, puesto que se trataría de una enfermedad. De todas formas, el muchacho me dio a entender que era muy difícil sacar conclusiones concretas sobre el asunto, ya que jamás se llegaba a conocer personalmente a los viejos del lugar, por mucho que viviese uno entre ellos.

Dijo además que estaba convencido de que había individuos más repugnantes que los que se veían por la calle, pero que los encerraban en determinados lugares. Se oían cosas la mar de raras. Decían que las casas del puerto se comunicaban entre sí mediante una serie de subterráneos secretos, y que el barrio era un auténtico vivero de monstruos deformes. Era imposible saber qué clase de sangre les corría por las venas, si es que les corría alguna. Cuando llegaba al pueblo algún enviado del Gobierno o alguna personalidad, solían ocultar a los tipos más señaladamente repulsivos.

Añadió que era inútil preguntarles nada sobre el lugar. El único capaz de hablar era un viejo que vivía en el asilo de la salida del pueblo, y que solía pasear por las calles próximas al parque de bomberos. Este venerable personaje, Zadok Allen, tenía noventa y seis años y estaba algo tocado de la cabeza, además de ser el borrachín del pueblo. Era un individuo huidizo y extraño que siempre miraba de soslayo como si temiese algo. Estando sereno, no se le podía sacar una palabra del cuerpo. Sin embargo, era incapaz de rechazar cualquier invitación y, una vez bebido, contaba las historias más asombrosas del mundo.

De todos modos, pocos datos útiles podría sacar de él, ya que no decía más que disparates, cosas prodigiosas y horrores imposibles, propios de una mente desequilibrada. Nadie le creía, pero a los de Innsmouth no les gustaba verle beber y charlar con extraños. No era prudente que le vieran a uno haciéndole preguntas. Probablemente, las descabelladas habladurías que corrían por ahí provenían de él.

Es cierto que algunos habitantes de Innsmouth que procedían de otras localidades afirmaban haber visto escenas horribles, pero las aterradoras historias del viejo Zadok, unidas a la deformidad de los habitantes, eran suficientes para provocar todo tipo de supersticiones y fantasías. Ninguno de los forasteros que vivían en el pueblo se atrevía a salir de noche. Se decía que era peligroso. Además, las calles estaban siempre oscuras.

Por lo que se refiere al comercio, la abundancia de pescado era casi increíble; de todos modos, en Innsmouth se obtenía menos beneficio cada día. Los precios bajaban continuamente y la competencia aumentaba. Como es natural, el verdadero negocio del pueblo era la refinería, cuyas oficinas estaban en la plaza, unos portales más allá. El viejo Marsh nunca se dejaba ver. A veces se veía pasar su automóvil con las cortinillas echadas.

Corría toda suerte de rumores acerca de la transformación que había sufrido el viejo Marsh. En sus tiempos había sido siempre muy atildado y se decía que vestía aún una elegante levita de tiempos del rey Eduardo, aunque se la habían tenido que adaptar a ciertas deformidades. Al principio dirigían sus hijos la oficina de la plaza, pero últimamente se habían retirado de la vida pública, dejando el peso del negocio a la generación más joven. Tanto ellos como sus hermanas habían sufrido un cambio muy extraño, especialmente los mayores, y se decía que estaban muy mal de salud.

Por lo visto, una de las hijas de Marsh era verdaderamente horrible. Según se decía, parecía un reptil. Iba siempre ataviada con una gran cantidad de joyas fantásticas; hasta llevaba una tiara del mismo estilo que la del museo, por lo que me dijo el muchacho. El mismo se la había visto en la cabeza más de una vez. Sin duda provenía de algún tesoro escondido por los piratas o los demonios. Los curas —o los pastores, o como se les llamase a esos extraños sacerdotes— usaban también tiaras de ese tipo. Pero rara vez se les veía. Me confesó que él no había visto más que una, la de la muchacha, aunque corría el rumor de que existían varias en la ciudad.

Además de los Marsh, había otras tres familias de elevada posición: los Waite, los Gilman y los Eliot. Todas eran gente retraída. Vivían en casas inmensas, a lo largo de Washington Street. Se decía que con ellos vivían secuestrados ciertos familiares que sufrían también horribles deformaciones y cuyo fallecimiento había sido certificado oficialmente.

Como en muchas calles habían desaparecido los rótulos, el muchacho me dibujó un plano rudimentario pero bien detallado del pueblo, para que pudiera orientarme. Después de examinarlo un momento, consideré que me iba a servir de gran ayuda. Le di las gracias y me lo guardé en el bolsillo, No me gustaba la idea de ir a comer al restaurante que había visto, así que le compré un poco de queso y galletas para tomar un bocado más adelante. El programa que me había trazado consistía en deambular por las calles principales, hablar con alguien que no fuese de allí si tenía ocasión de ello, y coger el autobús de las ocho para Arkham. A primera vista se notaba que el pueblo era un caso extremado de decadencia colectiva. En fin, yo no soy sociólogo, de manera que limité mis observaciones a la arquitectura.

Empecé a buen paso mi recorrido sistemático por las sórdidas calles de Innsmouth. Después de cruzar el puente, me desvié hacia el fragor de los saltos de agua que había río abajo. Pasé junto a la refinería Marsh, de la que no salía ruido alguno ni se notaba la menor actividad. El edificio estaba situado junto al río, cerca del puente y de una confluencia de calles que debió de ser el primitivo centro comercial del pueblo, desplazado después por la actual Plaza Mayor.

Volví a cruzar la garganta por el puente de Main Street, y desemboqué en un paraje tremendamente desolado. Los montones de cascote y los tejados fundidos formaban una línea mellada y fantástica que se recortaba contra el cielo. Por encima, severo y decapitado, destacaba el campanario de una antigua iglesia. En Main Street había algunas casas habitadas al parecer, pero sus puertas y ventanas estaban cerradas con tablas clavadas. Más abajo, unos edificios ruinosos y abandonados abrían sus ventanas como negras órbitas vacías sobre las calles empedradas. Algunos de aquellos edificios se inclinaban peligrosamente a causa de los hundimientos del suelo. Reinaba un silencio imponente. Tuve que armarme de valor para atravesar aquel lugar en dirección al puerto. Ciertamente, la impresión sobrecogedora que produce una casa desierta aumenta cuando el número de casas se multiplica hasta formar una ciudad de completa desolación. El interminable espectáculo de callejones desiertos y fachadas miserables, la infinidad de cuchitriles oscuros, vacíos, abandonados a las telarañas y a la carcoma, provocan un temor que ninguna filosofía puede disipar.

En Fish Street estaba todo tan desierto como en la arteria principal, aunque ofrecía un aspecto diferente. Había muchos almacenes, construidos de piedra y ladrillo, que todavía se conservaban en buen estado. Water Street era casi idéntica, salvo que tenía enormes espacios despejados en el lado de la mar, donde antes hubo muelles y embarcaderos, hoy hundidos. No se veía un alma, a excepción de los escasos pescadores del lejano espigón. Sólo se oían los blandos lametones de las olas en el puerto, y el rumor lejano de los saltos del Manuxet. Una creciente inquietud se iba apoderando de mí. Volví la cabeza y miré hacia atrás furtivamente. Luego atravesé el vacilante puente de Water Street. El otro, el de Fish Street, estaba en ruinas según el plano.

Al otro lado del río encontré indicios de cierta actividad: manufacturas de preparación y embalaje del pescado, algunas chimeneas humeantes, techumbres reparadas, ruidos indeterminados y unos pocos individuos que caminaban bamboleantes por los callejones mal empedrados. No obstante, este barrio resultaba aún más deprimente que la desolación del distrito sur. Las gentes aquí tenían más acentuada su deformidad que las del centro. Varias veces me recordaron, de manera confusa, algo tremendo y grotesco que no conseguí identificar. Evidentemente, la proporción de sangre extranjera era en éstos mayor que en los de los demás barrios, a no ser que la «pinta de Innsmouth» fuese una enfermedad, en cuyo caso debía estar causando estragos en este sector. De cuando en cuando también se oían crujidos, carreras presurosas, ruidos extraños y roncos que me hicieron pensar, no sin cierto nerviosismo, en los pasadizos ocultos que había mencionado el muchacho de la tienda. Y de pronto, me di cuenta de que aún no les había escuchado pronunciar una sola palabra, y que deseaba con toda mi alma que no llegara ese momento. Me estremecía con sólo imaginar el sonido de sus voces.

Después de detenerme a contemplar las dos iglesias —hermosas, aunque ya en ruinas— de Main y de Church Street, apreté el paso para salir cuanto antes de aquel inmundo barrio marinero. A continuación, mi objetivo debería haber sido lógicamente el templo de New Church Green, pero sin saber bien por qué, no me atreví a pasar otra vez por delante de aquella iglesia, en cuya cripta había vislumbrado la fugaz silueta de aquel extraño sacerdote con tiara. Además, el muchacho de la tienda me había advertido que las iglesias, lo mismo que el local de la Orden da Dagon, no eran lugares aconsejables para forasteros.

Por consiguiente, continué por Main Street hasta Martin Street, luego tomé la dirección opuesta a la mar; crucé Federal Street por arriba de Green Street, y me interné en el arruinado barrio aristócrata: Broad, Washington, Lafayette y Adams Street. Aunque sus avenidas, majestuosas y antiguas, tenían un pésimo pavimento, conservaban aún una magnífica arboleda y no habían perdido totalmente su primitiva dignidad.

Los edificios, unos tras otros, llamaban la atención. La mayoría eran casas decrépitas, rodeadas de jardincillos totalmente abandonados. De cuando en cuando se veía alguna vivienda habitada. En Washington Street había una fila de cuatro o cinco edificios muy bien conservados, con sus jardines impecables. Pensé que el más suntuoso de todos —rodeado de parterres inmensos que se extendían a todo lo largo de la calle, hasta Lafayette Street—, debía de ser la casa del viejo Marsh, el infortunado propietario de la refinería.

En ninguna de estas calles encontré alma viviente. Me extrañaba la completa ausencia de perros y gatos en Innsmouth. Otra cosa que me chocó fue que, incluso en las mejores mansiones, las ventanas de los áticos y del tercer piso permanecían firmemente cerradas y clavadas con tablas. El disimulo y el misterio parecían generales en esta extraña ciudad de silencio y de muerte. Por otra parte, no podía sustraerme a la sensación de que en todo momento me vigilaban unos ojos ocultos, taimados y fijos que no parpadeaban jamás.

Me sacudió un escalofrío al oír los tres toques de la campana cascada. Demasiado bien recordaba la iglesia de donde provenían esos tañidos. Siguiendo por Washington Street hacia el río, fui a parar a una zona que antiguamente debió de ser industriosa y comercial. Frente a mí se alzaban las ruinas de una factoría, otros edificios en el mismo estado, y los restos de una estación de ferrocarril. Más allá, el antiguo puente ferroviario cruzaba la garganta a la derecha de donde yo estaba.

A la entrada del puente había un cartel que prohibía el paso, pero me arriesgué y pasé otra vez a la orilla sur, donde volví a tropezarme con individuos furtivos de torpe andar que me miraban con disimulo. También se volvieron hacia mí otros rostros, más normales éstos, pero con expresión de curiosidad y desconfianza. Innsmouth se me estaba haciendo intolerable por momentos. Torcí por Paine Street y me encaminé hacia la Plaza con la esperanza de coger algún vehículo que me llevara a Arkham, para no esperar hasta la salida del siniestro autobús.

Fue entonces cuando descubrí el cochambroso parque de bomberos y encontré al viejo —cara colorada, hirsuta la barba, ojos aguanosos, y vestido con unos andrajos indescriptibles— sentado en un banco allí enfrente y hablando con un par de bomberos mal vestidos, aunque de aspecto normal. Naturalmente, no podía ser otro que Zadok Allen, el chiflado bebedor cuyos relatos sobre Innsmouth tenían fama de espantosos e increíbles.

<p>III</p>

No sé qué oscura fatalidad vino a torcer los planes que me había trazado. Mi propósito era únicamente admirar las bellezas arquitectónicas; y aun así, tenía prisa por llegar a la Plaza. Quería ver si podía marcharme en seguida de aquel pueblo siniestro. Pero al ver al viejo Zadok Allen se despertó en mí un nuevo interés y empecé a caminar más despacio.

Ya sabía que lo único que podía oír del viejo era una serie de historias absurdas y disparatadas. Se me había advertido, además, que era peligroso que le vieran a uno hablando con él. Sin embargo, no pude resistir la tentación de abordar a un viejo testigo de la decadencia del pueblo, cargado de recuerdos sobre los buenos tiempos en que zarpaban los barcos y funcionaban las factorías. Al fin y al cabo, el relato más desquiciado tiene la mayoría de las veces un fondo de realidad... y era seguro que el viejo Zadok había presenciado las calamidades que cayeron sobre Innsmouth durante los últimos noventa años. La curiosidad me empujaba más allá de lo prudencial. Por otra parte, en mi presunción juvenil me creía capaz de desentrañar la verdad que podía encerrar la confusa versión que probablemente le sacaría con ayuda del whisky.

No podía abordarle allí mismo, claro está, porque los bomberos tratarían de impedirlo. Pensé en la manera de hacerlo. Me haría con una botella de contrabando. El muchacho de la tienda me había dicho dónde me lo podían vender. Después pasaría por el parque de bomberos como por casualidad, y le hablaría en cuanto se me presentara la ocasión. El dependiente me había dicho también que el viejo Zadok era muy inquieto, y que rara vez permanecía sentado dos horas seguidas.

Me resultó fácil —aunque no barato— hacerme con un cuarto de botella de whisky en la trastienda de un establecimiento de artículos diversos que había a la salida de la Plaza, en Eliot Street. El tipo que me despachó tenía la misma «pinta de Innsmouth» que los demás, aunque fue muy amable a su modo, tal vez por estar acostumbrado a tratar con los forasteros —carreteros, compradores de oro y gentes así— que estaban de paso en el pueblo.

Al llegar a la plaza vi que estaba de suerte: por la esquina del Gilman House, surgiendo de Paine Street, apareció nada menos que la flaca figura del mismísimo Zadok Allen. Como tenía pensado, atraje su atención ostentando la botella. No tardé en comprobar, al torcer por Paine Street en busca de un lugar solitario, que el viejo me seguía con paso torpe.

Me orienté por el plano del muchacho de la tienda. Busqué un paraje desierto y abandonado que había visto antes, al sur del barrio del puerto, donde no se veían más seres vivientes que los pescadores, allá lejos. Crucé unas pocas manzanas más y perdí de vista incluso a estos testigos remotos. Llegué, por fin, a un embarcadero abandonado, realmente solitario. Allí podía interrogar a mis anchas al viejo Zadok sin que nadie nos viera. Antes de llegar a Main Street, oí un «¡eh, señor!» débil y jadeante a mi espalda. Dejé que el viejo me alcanzara y le permití que echara un buen trago.

Empecé a tantearle mientras caminábamos en medio de aquella desolación, entre fachadas ruinosas y torcidas. Pronto me di cuenta de que el viejo no soltaba la lengua tan pronto como yo había supuesto. Finalmente llegamos a un solar invadido de yerba, rodeado de unas tapias desmoronadas, excepto por donde daba a un muelle cubierto de algas. Las rocas musgosas, junto al agua, proporcionaban unos asientos aceptables y el lugar estaba al resguardo de miradas indiscretas, oculto por un malecón en ruinas que teníamos atrás. Pensé que éste era el sitio ideal para mantener una larga conversación, así que conduje allí a mi compañero, y tomamos asiento en las rocas. El ambiente era de abandono y de muerte; el olor a pescado resultaba insufrible, pero nada me haría desistir de mi propósito.

Tenía unas cuatro horas por delante, si quería coger el autobús de las ocho para Arkham. Le pasé otro poco la botella al viejo y, mientras, me dispuse a tomar mi escasa comida. Procuré que el viejo no bebiera demasiado porque no deseaba que su locuacidad se convirtiera en sopor. Al cabo de una hora, empezó a dar muestras de ceder en su obstinada reserva, aunque para desilusión mía, continuó soslayando mis preguntas sobre Innsmouth y su tenebroso pasado. Se limitaba a hablar de temas generales, poniendo de manifiesto un gran conocimiento de la actualidad periodística y una marcada tendencia a filosofar a la manera sentenciosa de los campesinos.

Llevábamos ya casi dos horas, y yo empezaba a temerme que el cuarto de whisky no iba a ser suficiente. Me pregunté si no sería mejor ir un momento a comprar más. Pero justo cuando me disponía a levantarme, la casualidad hizo lo que mis preguntas no habían logrado hasta el momento, y las divagaciones del anciano tomaron un derrotero que al instante despertó mi interés. Yo estaba de espaldas a esa mar cargada de olor de pescado, pero el viejo estaba de cara, y su mirada errante tropezó con la línea baja y distante del Arrecife del Diablo, que en aquella hora aparecía con claridad y casi fascinante, por encima de las olas. La visión pareció disgustarle, porque masculló una serie de confusas imprecaciones que terminaron en un susurro confidencial y una mirada de soslayo. Se inclinó hacia mí, me cogió de la solapa, y empezó a hablar en voz muy baja:

—Ahí empezó todo... en este maldito lugar. De ahí viene todo lo malo, de las aguas profundas. Para mí que es la boca del infierno... No hay sonda, por larga que sea, que llegue hasta el fondo. El capitán Obed fue quien tuvo la culpa... Quiso llegar demasiado lejos, y se metió en tratos con ciertas gentes de los Mares del Sur.

»Todo andaba mal en aquellos tiempos. El comercio era un fracaso, las fábricas se arruinaban y los corsarios mataron a nuestros mejores hombres en la Guerra de 1812. Otros naufragaron, como los del bergantín Elizy y el lanchón Ranger, que eran de Gilman los dos. Obed Marsh tenía una flota de tres barcos: el bergantín Columby, el Hetty,y la corbeta Sumatra Queen. Fue el único que siguió con el tráfico de las Indias Orientales y el Pacífico, aparte la goleta Malary Bride, de Esdras Martin, que hizo una salida el año veintiocho.

»Nunca ha habido otro como el capitán Obed... ¡hijo de Satanás! ¡Je, je! Todavía me parece que lo veo soltando pestes y llamando idiotas a todos porque iban a la iglesia y aguantaban sus miserias sin protestar. Decía que había dioses mejores, que las divinidades de las Indias proporcionaban pescado a cambio de los sacrificios, y que ésos sí que escuchaban las plegarias de las gentes.

»Matt Eliot, su mejor amigo, también hablaba bastante, también. Sólo que incitaba a las gentes a hacer herejías de paganos. Según decía, había una isla al este de Othaheite con una gran cantidad de ruinas de piedra, más viejas que lo más antiguo que nadie pueda conocer. Decía que era como la Ponapé de las Carolinas, sólo que con unos rostros esculpidos como los de la isla de Pascua. Allí cerca había también un islote volcánico, donde existían unas ruinas completamente estropeadas, como si hubieran estado mucho tiempo bajo el agua, y representaban unos monstruos espantosos.

»Pues bien, señor, Matt les decía a las gentes que los nativos aquellos tenían todo el pescado que les cabía a bordo, y ajorcas valiosas, y brazaletes, y coronas, todo fundido en no sé qué especie de oro, con motivos labrados imitando los seres monstruosos esculpidos en las ruinas del islote. Eran como ranas que parecían peces o peces que parecían ranas, y estaban en todas las posturas talmente como seres humanos. Nadie sabía de dónde habían sacado aquellos tesoros ni cómo se las arreglaban para pescar tanto, cuando en las islas vecinas apenas se sacaba para malvivir. Conque Matt también se extrañó, lo mismo que el capitán Obed. Y éste observó, además, que cada año desaparecía la flor de la juventud, y que no se veían viejos. A la vez empezó a notar que algunos tipos tenían un aspecto demasiado raro, aun para ser canacos.

»Por último, Obed descubrió la verdad. No sé cómo se las arregló, pero empezó comprándoles los objetos de oro que usaban. Les preguntó de dónde los sacaban y si había más, y finalmente le sacó toda la verdad al viejo jefe.

Walakea se llamaba. Otro que no fuera Obed, no se habría creído lo que le contó el viejo del demonio, pero el capitán leía en los ojos de las personas como en un libro abierto. ¡Je, je! A mí tampoco me cree nadie cuando me pongo a contarlo, y supongo que usted tampoco... aunque ahora que me fijo, tiene usted la misma mirada que el viejo Obed.»

La voz del viejo se hizo aún más susurrante. Su acento era tan sincero y terrible que me estremecí, aun cuando sabía que su relato no era más que una fantasía de borracho.

»Pues bien, señor; Obed se enteró de cosas de las que mucha gente no a oído hablar de la vida... ni las creería nadie si las oyera. Parece que estos canacos sacrificaban montones de muchachos y muchachas a una especie de divinidades que vivían bajo la mar, y obtenían toda clase de favores a cambio. Se reunían con aquellos seres en el islote, entre las extrañas ruinas, y parece que las imágenes monstruosas de peces-ranas estaban copiadas de aquellos seres. Seguramente eran esas bestias que salen en todos los cuentos de sirenas y cosas por el estilo. Tenían muchas ciudades en el fondo, y la propia isla había salido de las profundidades. Parece que, cuando el islote salió a la superficie, todavía quedaban algunos de estos seres vivos entre las ruinas, y los canacos se dieron cuenta de que debía haber muchos más en el fondo del océano. Conque, en cuanto se atrevieron, empezaron a hablar con ellos por señas, y llegaron finalmente a un acuerdo.

»A esos seres les gustaban los sacrificios humanos. Hacía mucho habían subido también a la superficie y habían hecho sacrificios, pero finalmente habían perdido contacto con el mundo de arriba. Sabe Dios lo que harían con las víctimas; me figuro que Obed prefirió no preguntarlo. Pero a los paganos no les importaba demasiado, porque atravesaban una racha difícil y estaban desesperados. Así que, dos veces al año, entregaban cierto número de jóvenes a los seres de la mar: la noche de Walpurgis y la de Difuntos. También les daban algunas baratijas talladas que sabían hacer. A cambio, las bestias marinas se comprometían a darles grandes cantidades de pescado y ciertos objetos de oro macizo.

»Pues como digo, los nativos se reunían con esos seres en el islote volcánico... Iban en canoas con las víctimas y demás, y regresaban con las joyas de oro que les entregaban. Al principio, los seres aquellos no querían ir a la isla grande, pero de pronto, un día, dijeron que sí, que querían ir. Se conoce que les apetecía mezclarse con la gente y festejar con ellos sus días señalados, la noche de Walpurgis y la de Difuntos. Como ve, podían vivir dentro o fuera del agua. O sea, que eran anfibios, como decimos nosotros. Los canacos les advirtieron que los habitantes de las demás islas los matarían si se enteraban de que estaban allí, pero ellos dijeron que no se preocuparan, que tenían poderes suficientes para destruir a toda la raza humana, menos a los que tenían no sé qué señales o signos de los que ellos llamaban 'Primordiales'. Pero como no querían líos, se ocultaban cuando alguien visitaba la isla.

»Cuando les llegó la época de celo a aquellos seres con pinta de sapo, los canacos pusieron reparos, pero entonces se enteraron de algo que les hizo cambiar de opinión. A lo que parece, los seres humanos tenemos como cierto parentesco con estas bestias marinas, porque todas las formas de vida han salido del agua y sólo necesitan un pequeño cambio para volver a ella otra vez. Las criaturas aquellas dijeron a los canacos que si se mezclaban sus sangres, nacerían hijos de apariencia humana al principio, pero que después se irían pareciendo a ellos cada vez más, hasta que finalmente regresarían al agua para reunirse con los enjambres de seres que bullen en los abismos del agua. Y aquí viene lo importante, joven: que cuando se volvieran peces-sapos como ellos y regresaran al agua, no morirían ya jamás. Esas bestias no mueren nunca, excepto si se las mata de forma violenta.

»Pues bien, señor; para cuando Obed conoció a los isleños, ya les corría por las venas mucha sangre de pez que les venía de las bestias. Cuando envejecían y empezaba a notárseles, no tenían más remedio que esconderse hasta que les venían ganas de irse a la mar. Algunos tenían más sangre de bestia que otros, y también se daba el caso del que no llegaba a cambiar lo suficiente para vivir en el fondo; pero en fin, casi todos se convertían en monstruos como ya se les había advertido. Los que se parecían más a ellos de nacimiento se iban antes; los que nacían más humanos, vivían en la isla, a veces hasta pasados los setenta años, aunque bajaban a menudo al fondo de la mar para ensayar a ver. Y los que se habían ido ya, volvían como de visita, de manera que a veces un hombre podía charlar con el tatarabuelo de su tatarabuelo, que había regresado a las aguas doscientos años antes o así.

»Ya nadie pensaba en morir... salvo en lucha con los de otras islas, o si los sacrificaban a los dioses marinos, o si los mordía una serpiente, o también si cogían una enfermedad antes de regresar a las aguas. Sencillamente, se pasaban la vida esperando que les viniese el cambio, que ya se habían acostumbrado a él y no les parecía tan horrible. Pensaban que la transformación valía la pena, y me figuro que Obed pensaría lo mismo cuando meditó lo que le había contado el viejo Walakea. Sin embargo, Walakea era uno de los pocos que no tenía mezcla de sangre en las venas. Era de la familia real, y sólo se casaban con los de las familias reales de otras islas.

»Walakea le enseñó a Obed una gran cantidad de ritos y conjuros relacionados con aquellas bestias marinas, y le mostró algunos hombres que ya estaban muy a medio convertir, pero jamás le permitió ver a ninguno completamente transformado. Por último, le dio un chisme bastante raro de plomo o algo parecido, y le dijo que atraía a los famosos peces-ranas en cualquier lugar del agua, siempre que hubiese un nido de ellos abajo. Lo único que tenía que hacer era echar aquel chisme al agua y recitar correctamente las plegarias y demás. Walakea le dijo que los peces-ranas estaban diseminados por todo el mundo, de manera que se podía encontrar un nido y llamarlos con toda facilidad.

»A Matt no le gustaba nada el asunto y le pidió a Obed que se mantuviese alejado de la isla, pero el capitán estaba ansioso por ganar dinero, y tan baratos encontró aquellos objetos de oro, que acabaron siendo su especialidad. Las cosas continuaron de esta manera durante unos años, hasta que Obed sacó el oro suficiente para poner en marcha la refinería en el edificio de una vieja fábrica de Waite. No vendía las joyas tal como le venían a las manos porque la gente habría hecho demasiadas preguntas. Pero a veces, alguno de su tripulación robaba alguna que otra pieza y la vendía por su cuenta. Otras veces, Obed permitía que las mujeres de su familia se adornaran con ellas, como hacen todas las mujeres del mundo.

»Pues bien, hacia el año treinta y ocho —tenía yo entonces siete años—, Obed se encontró con que los isleños habían desaparecido. Parece ser que los de las otras islas habían oído contar lo que pasaba, y decidieron cortar por lo sano. Para mí que debían tener algunos de esos viejos símbolos mágicos que, como decían los monstruos marinos, eran lo único que les asustaba. Ya se sabe que los canacos son unos linces, y no le quiero decir, si ven aparecer de pronto una isla con ruinas más antiguas que el diluvio, lo que tardan en ir a ver de qué se trata. El caso es que no dejaron títere con cabeza, ni en la isla grande ni en el islote volcánico, salvo las ruinas, que eran demasiado grandes para derribarlas. En determinados lugares dejaron unas piedras pequeñas como talismanes que llevaban grabado encima un signo de esos que llaman ahora la svástica. Debían de ser símbolos de los Primordiales. En resumen: que lo destruyeron todo, que no dejaron ni rastro de aquellos objetos de oro, y que ningún canaco de los alrededores quería decir después ni una palabra del asunto. Incluso juraban que nunca había vivido nadie en aquella isla.

»Naturalmente, a Obed le sentó muy mal, porque para él suponía el fin de su negocio. Todo Innsmouth sufrió las consecuencias también, porque en aquellos tiempos, lo que beneficiaba al armador beneficiaba al mismo tiempo a la población. La mayoría de las gentes de por aquí tomó las cosas con resignación; pero estaban arruinados, porque la pesca se agotaba y ninguna de las fábricas marchaba bien.

»Entonces Obed empezó a maldecir a las gentes por pasarse la vida rezando estúpidamente al Dios de los cristianos, que no servía para nada. Les dijo que él conocía otros pueblos que rezaban a ciertos dioses que concedían de verdad lo que se les pedía, y dijo que si conseguía un puñado de hombres decididos a secundarle, él se las apañaría para encontrar la protección de esos poderes capaces de proporcionarles abundante pesca y también algo de oro.

Naturalmente, los marineros del Sumatra Queen, que habían estado en la isla, comprendieron en seguida lo que quería decir, y a ninguno le hizo mucha gracia tener que arrimarse a los monstruos marinos; pero había muchos que no sabían nada de aquello y les hizo mucha impresión lo que Obed dijo de estos dioses nuevos (o viejos, según se mire), y empezaron a preguntarle cosas sobre esa religión que tanto prometía.»

Aquí el anciano se detuvo tembloroso, soltó un gruñido y se sumió en una silenciosa meditación. Lanzó una mirada por encima del hombro con nerviosismo, y luego volvió a contemplar fascinado la línea negra del lejano arrecife. Le pregunté algo y no me contestó. Comprendí que debía dejarle terminar la botella. La desquiciada historia que estaba escuchando me interesaba profundamente porque, a mi entender, se trataba de una especie de alegoría que expresaba de manera simbólica el ambiente malsano de Innsmouth visto a través de una fantasía desbordante e influida por todo tipo de leyendas exóticas. Ni por un momento se me ocurrió creer que el relato tuviera el menor fundamento, y sin embargo, en él palpitaba un auténtico terror, tal vez por el hecho de aludir a aquellas joyas extrañas que tanto me recordaban a la tiara que había visto en Newburyport. Después de todo, lo más probable era que aquel ornamento procediera de alguna isla perdida, y que el extravagante relato de Zadok fuera una patraña más del difunto Obed, y no un delirio suyo de borrachín.

Le alargué la botella, y el viejo la apuró hasta la última gota. Soportaba el alcohol de una manera asombrosa; a pesar de la cantidad de whisky ingerido, no se le trabó la lengua ni una vez. Después de apurar la botella lamió el gollete y se la metió en el bolsillo. Luego comenzó a cabecear y a susurrar para sí cosas inaudibles. Me acerqué más a él para ver si le entendía alguna palabra, y me pareció sorprenderle una sonrisa burlona tras sus bigotes hirsutos y manchados. Efectivamente, estaba hablando. Y pude entender que decía:

—Pobre Matt... No se estuvo quieto, no. Intentó poner a la gente de su parte y habló muchas veces con los predicadores, pero no sirvió de nada... Al sacerdote congregacionista lo echaron del pueblo, el metodista se largó, al anabaptista, que se llamaba Resolved Babco*ck, no se le volvió a ver... ¡Ira de Jehová! Yo no era más que un chiquillo, pero oí lo que oí, y vi lo que vi... Dagon y Astharoth... Belial y Belcebú... El Becerro de Oro y los ídolos de Canaan y de los filisteos... Abominaciones de Babilonia... Mene, mene tekel, upharsin.

Nuevamente se detuvo. Me pareció, por la mirada aguanosa de sus ojos azules, que se encontraba muy cerca de la embriaguez. Pero cuando lo sacudí levemente del hombro, se volvió con asombrosa vivacidad y soltó unas cuantas frases aún más sibilinas:

—Conque no me cree, ¿eh? ¡Je, je, je!... Entonces dígame usted, joven, ¿por qué se iba el capitán Obed de noche en bote, junto con otros veinte tipos, al Arrecife del Diablo, y allí se ponían a cantar todos a voz en cuello, que podía oírseles desde cualquier parte del pueblo cuando el viento venía de la mar? ¿Por qué, eh? ¿y por qué arrojaba unos bultos pesados al agua por un lado del Arrecife donde ya puede usted echar un escandallo como de aquí a mañana, que no le llegará jamás al fondo? ¿Y me puede decir qué hizo él con aquel chisme de plomo que le dio Walakea? Vamos, dígame, ¿eh? ¿y me puede explicar qué letanías entonaban todos juntos en la noche de Walpurgis y en la de Difuntos? ¿y por qué los nuevos sacerdotes de las iglesias, que habían sido antes marineros, se vestían con extraños atuendos y se ponían esas especies de coronas de oro que Obed había traído? ¿Eh?

Los aguanosos ojos azules de Zadok Allen tenían ahora un brillo maníaco, casi demencial, y erizados los sucios pelos de su barba descuidada. Debió percatarse de mi involuntario gesto de aprensión, porque se echó a reír con perversidad.

—¡Je, je, je, je! Empieza a ver claro, ¿eh? Seguramente le habría gustado estar en mi pellejo en aquel entonces, y ver por la noche, desde lo alto de mi casa, las cosas que pasaban en la mar. ¡Bueno! yo era pequeño, pero también son pequeños los conejos y tienen grandes orejas, y lo que es yo, ¡no me perdía ni palabra de lo que contaban del capitán Obed y de los que salían con él al arrecife! ¡Je, je, je! ¿y la noche que subí al terrado con el catalejo de mi padre, y vi el arrecife lleno de formas que se echaban al agua en el momento de salir la luna? Obed y los demás estaban en el bote, en la parte de acá, pero aquellas formas se zambulleron por el otro lado, donde el agua es más profunda, y no volvieron a aparecer. ¿Le habría gustado ser chiquillo y estar solo allá arriba viendo aquellas formas que no eran humanas?... ¡Je, je, je!

El anciano se estaba volviendo histérico, cosa que me empezó a alarmar. Me puso en el hombro su mano nudosa y se me aferró de manera convulsiva.

—Imagínese que una noche se asoma por el terrado y ve que en el bote de Obed se llevan un bulto pesado, que lo echan al agua por el otro lado del arrecife, y luego se entera usted al día siguiente de que ha desaparecido de su casa un muchacho. ¿Qué le parece? ¿Ha vuelto a ver usted a Hiram Gilman, por casualidad? ¿y a Nick Pierce, y a Luelly Waite, y a Adoniram Southwick, y a Henry Garrison, eh? ¿Los ha visto usted? ¡Pues yo tampoco!... Bestias que hablaban por señas con las manos... eso las que tenían manos de verdad...

»Pues bien, señor; fue entonces cuando Obed empezó a levantar cabeza de nuevo. Sus tres hijas comenzaron a llevar adornos de oro que nunca se les había visto antes, y volvió a salir humo por las chimeneas de la refinería. A los demás también se les vio prosperar. De pronto empezó a haber abundante pesca, de manera que no tenía uno más que echar las redes y cargar, y sabe Dios las toneladas de pescado que embarcábamos para Newburyport, Arkham y Boston. Fue entonces cuando Obed consiguió que se tendiera el ferrocarril. Algunos pescadores de Kingsport oyeron hablar de lo que se cogía por aquí y se vinieron en sus chalupas, pero todos desaparecieron y no volvió a saberse de ellos. Justamente en ese tiempo se organizó la Orden Esotérica de Dagon. Compraron la logia masónica y la convirtieron en su cuartel general... ¡Je, je, je! Matt era masón y se quiso negar a que vendieran la logia... Pero justamente entonces desapareció.

»Fíjese bien que yo no digo que Obed quisiera que las cosas pasaran igual que en aquella isla de canacos. Estoy por asegurar que al principio no quería que la gente llegara a mezclar su sangre con las bestias marinas, para luego engendrar hijos que andando el tiempo regresaran a las aguas y se volvieran inmortales. El lo que quería era el oro, y estaba dispuesto a pagarlo bien pagado, y me figuro que en principio los demás estarían conformes...

»Por el año cuarenta y seis, el pueblo dio mucho que hablar. Ya desaparecía demasiada gente, y los sermones de los domingos eran cosa de locos... Y a todas horas se hablaba del arrecife. Creo que algo puse yo también de mi parte porque fui y le conté a Selectman Mowry lo que había visto desde el terrado de casa. Una noche salió la pandilla de Obed en dirección al arrecife, y oí un tiroteo entre varios botes. Al día siguiente, Obed y treinta y dos más estaban en la cárcel. Todo el mundo se preguntaba qué habría pasado exactamente y de qué se les acusaba. ¡Dios mío, si hubiéramos podido prever lo que había de pasar dos semanas después, porque en todo ese tiempo no se había echado ni un solo bulto más a la mar!»

Se notaban en Zadok Allen los síntomas del terror y el agotamiento. Dejé que guardara silencio durante un rato. Yo no hacía más que mirar el reloj con recelo. La marea había cambiado. Ahora empezaba a subir, y parecía como si el ruido de las olas despejara un poco al pobre viejo. Me alegré porque seguramente con la pleamar, el olor a pescado se atenuaría algo. De nuevo me incliné para oír las palabras que susurraba en voz baja.

—Aquella noche espantosa... los vi. Yo estaba arriba en el terrado... eran como una horda... El arrecife estaba atestado. Se echaban al agua y venían nadando hasta el puerto, y por la desembocadura del Manuxet... ¡Dios mío, qué cosas pasaron en las calles de Innsmouth aquella noche! Llegaron hasta nuestra puerta y la golpearon, pero mi padre no quiso abrir... Luego salió por la ventana de la cocina con su escopeta en busca de Selectman Mowry, a ver qué se podía hacer... Hubo gran cantidad de muertos y heridos, disparos, gritos por todas partes... En Old Square, en Town Square, en New Church Green. Las puertas de la cárcel fueron abiertas de par en par... Hubo proclamas... Gritaban traición... Después, cuando vinieron al pueblo las autoridades del Gobierno y encontraron que faltaba la mitad de la gente, se dijo que había sido la peste... No quedaban más que los partidarios de Obed y los que estaban dispuestos a no hablar... Ya no volví a ver a mi padre...

El anciano jadeaba, sudaba copiosamente. Su mano me atenazaba el hombro con furia.

—A la mañana siguiente, todo había vuelto a la normalidad. Pero los monstruos habían dejado sus huellas... Obed tomó el mando y dijo que las cosas iban a cambiar. Vendrían otros a nuestras ceremonias para orar con nosotros, y ciertas casas albergarían a determinados huéspedes... bestias marinas que querían mezclar su sangre con la nuestra, como habían hecho entre los canacos, y no sería él quien lo impidiera. Obed estaba muy comprometido en el asunto. Parecía como loco. Decía que nos traerían pescado y tesoros, y que había que darles lo que querían.

»Aparentemente, todo seguiría igual, pero nos dijo que teníamos que esquivar a los forasteros por nuestro propio bien. Todos tuvimos que prestar el Juramento de Dagon. Más tarde, hubo un segundo y un tercer juramento, que prestaron algunos de nosotros. Los que hiciesen servicios especiales, recibirían recompensas especiales —oro y demás—. Era inútil rebelarse porque en el fondo del océano había millones de ellos. No tenían interés en aniquilar al género humano, pero si no obedecíamos, nos enseñarían de qué eran capaces. Nosotros no teníamos conjuros contra ellos, como los de las islas de los Mares del Sur, porque los canacos no revelaron jamás sus secretos.

»Había que ofrecerles bastantes sacrificios, proporcionales baratijas y albergarlos en el pueblo cuando se les antojara. Entonces nos dejarían en paz. A ningún forastero se le debía permitir que fuera por ahí con historias... En otras palabras: prohibido espiar. Los que formaban el grupo de los fieles —o sea, los de la Orden de Dagon— y sus hijos, no morirían jamás, sino que regresarían a la Madre Hydra y al Padre Dagon, de donde todos hemos salido... ¡Iä! ¡Iä! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Ph'ngluimglw'nafhCthulhu R'lyeh wgah-nagl fhtagn!...»

El viejo Zadok estaba empezando a delirar. ¡Pobre hombre, a qué lastimosas alucinaciones se veía arrastrado por culpa de la bebida y de su aversión al mundo desolado que le rodeaba! Prorrumpió en lamentaciones, y las lágrimas le surcaron sus mejillas arrugadas corriendo a ocultarse entre los pelos de la barba.

—¡Dios mío, qué no habré visto yo desde mis quince años! ¡Mene, mene tekel, upharsin! Las personas desaparecían, se mataban entre sí... Cuando fueron contándolo por Arkham, Ipswich y por ahí, dijeron que todos estábamos locos, lo mismo que piensa usted ahora de mí. Pero, ¡Dios mío, la de cosas que he visto! Me habrían matado hace tiempo por lo que sé, de no haber prestado el Primero y el Segundo Juramento. Eso es lo que me protege, a menos que un jurado formado por ellos demuestre que he contado deliberadamente lo que sé... El Tercer Juramento no lo quise prestar... Antes muerto que prestarlo.

»Cuando la Guerra Civil, la cosa se puso aun peor, porque los niños que habían nacido en el cuarenta y seis empezaron a hacerse mayores, por lo menos algunos de ellos. Yo estaba asustado. No se me había vuelto a ocurrir ponerme a espiar después de aquella noche, y no he vuelto a ver de cerca a ninguna de esas criaturas... ninguna que fuera de pura sangre, quiero decir. Me marché a la guerra, y si hubiera tenido un poco de sentido común me habría establecido lejos de aquí. Pero me escribieron diciendo que las cosas no iban mal. Me figuro que eso lo decían porque las tropas del Gobierno habían ocupado el pueblo. Eso fue en el sesenta y tres. Después de la guerra, fuimos de mal en peor otra vez. La gente volvió a no hacer nada, las fábricas y las tiendas empezaron a cerrar, el comercio marítimo se paralizó, la arena invadió la dársena del puerto, y se abandonó el ferrocarril. Pero esas cosas seguían nadando en la mar y en el río y pululando por el arrecife. Y cada vez se iban tapiando más ventanas en los pisos superiores de las casas, y cada vez se oían más ruidos en edificios que se suponían deshabitados...

»La gente cuenta muchas cosas de nosotros. Algo ha oído usted también, a juzgar por las preguntas que me hace. Dicen que si se ven ciertas cosas por aquí, y se habla también de joyas extrañas que aparecen aún de cuando en cuando, no siempre fundidas del todo... Total: nada. Y en el fondo, no creen lo que dicen. Piensan que los objetos de oro provienen de un botín que escondieron los piratas y están convencidos de que las gentes de Innsmouth son de sangre extranjera o padecen no sé qué enfermedad. Por otra parte, aquí tratan de echar a los forasteros tan pronto como ponen los pies; y si se quedan, no les dejan demasiadas ganas de curiosear, sobre todo por la noche... Los animales, recuerdo yo, se encabritaban en cuanto se les ponía delante alguien de aquí, los caballos en particular; más adelante, con el automóvil, desapareció ese problema.

»En el cuarenta y seis, el capitán Obed se casó en segundas nupcias, pero a su segunda mujer nadie la ha visto jamás... Decían que él no quería dar ese paso, pero que lo obligaron. Y esta nueva esposa le dio tres hijos; dos de ellos desaparecieron a temprana edad, pero el tercero, una niña, salió tan normal como usted o como yo, y la mandaron a estudiar a Europa. Finalmente, Obed consiguió casar a esta hija con un pobre desgraciado de Arkham que no sospechaba el pastel. Ahora sería distinto. Nadie quiere tener ya relaciones con gente de Innsmouth. Barnabas Marsh, que lleva hoy la refinería, es nieto de Obed y de su primera mujer, o sea, es hijo de Onesiphorus, el mayor de Obed, pero su madre es otra de las que nadie vio en la calle.

»Justamente, Barnabas está ahora a punto de sufrir el cambio, No puede ya cerrar los ojos y ha perdido la forma humana. Se dice que todavía lleva ropas, pero pronto tendrá que regresar a las aguas. Quizá ya lo haya intentado. Suelen acostumbrarse poco a poco, antes de marcharse definitivamente. No se le ha visto en público desde hace lo menos diez años. ¡No sé que podrá sentir su pobre mujer! Ella es de Ipswich, y los de allí estuvieron a punto de linchar a Barnabas, hace cincuenta años, cuando supieron que la cortejaba. Obed murió en el setenta y ocho, y toda la generación siguiente ha desaparecido ya. Los hijos de la primera esposa murieron, los demás... sabe Dios...»

El ruido de la creciente marea iba haciéndose cada vez más intenso, al tiempo que el humor lacrimoso del anciano dio paso a un estado de alerta. Se interrumpía a cada momento, miraba de reojo en dirección al arrecife, y a pesar de lo descabellado que resultaba su relato, me contagió su actitud recelosa. La voz de Zadok se hizo más chillona; era como si tratara de levantarse el ánimo hablando más fuerte.

—¿Por qué no dice nada, eh usted? ¿Le gustaría vivir en un pueblo como éste, donde todo se pudre y se corrompe, donde hay unos monstruos escondidos que se arrastran y aúllan y ladran y brincan en sus celdas tenebrosas y en las buhardillas de cada esquina? ¿Eh? ¿Le gustaría oír noche tras noche los aullidos que salen de las iglesias y del local de la Orden de Dagon, a sabiendas de quién los lanza? ¿Le gustaría oír el vocerío que se levanta de ese arrecife de Satanás, cada noche de Walpurgis y cada noche de Difuntos? ¿Eh? Pero usted piensa que estoy completamente chiflado, ¿verdad? ¡Pues bien, señor!, ¡todavía no le he contado lo peor!

Zadok gritaba ahora enloquecido, y su voz me producía una tremenda turbación.

—¡Malditos seáis! ¡No me miréis así, que lo único que he dicho es que Obed Marsh está en el infierno, y que se lo tiene merecido! ¡Je, je...! ¡He dicho en el infierno! No podéis hacerme nada. Yo no he hecho ni he dicho nada a nadie...

»Ah, está usted aquí, joven! En efecto, nunca he dicho nada a nadie, pero ahora mismo lo voy a decir. Siéntese ahí y escúcheme, muchacho, porque esto es un secreto: Ya le he dicho que a partir de aquella noche no volví a espiar, ¡Pero así y todo, uno se entera de las cosas!

»Quiere saber lo verdaderamente espantoso, eh? Pues bien, ahí va: lo espantoso no es lo que han hecho esos peces infernales, sino ¡lo que van a hacer! Llevan años subiendo al pueblo cosas que se traen de los abismos del agua. Las casas que hay al norte del río, entre Water Street y Main Street, están repletas de demonios de esos y de cosas que se han traído, y cuando estén preparados... digo que cuando estén preparados... ¿ ha oído hablar alguna vez del shoggoth?

»¡Eh! ¿Me escucha? Le estoy diciendo que yo sé lo que son... que los vi una noche, cuando.., ¡eh-ahhh-ah! ¡e'yahhh!»...

El viejo lanzó de pronto un alarido que casi me hizo perder el sentido. Miraba hacia esa mar de fétidos olores con unos ojos que se le salían de las órbitas, y su cara era una máscara de horror, digna de una tragedia griega. Su garra huesuda se clavó dolorosamente en mi hombro, y no me soltó cuando me volví a mirar hacia el punto donde miraba él.

No había nada. Sólo la marea creciente y una serie de olas que rompían aisladas, lejos de la línea larga y espumosa de las rompientes. Pero entonces Zadok comenzó a zarandearme, y me volví hacia él. Su helado terror dio paso a una tempestad de movimientos nerviosos y expresivos. Por fin recobró la voz, una voz temblona y susurrante.

—¡Váyase de aquí! ¡Váyase; nos han visto...! ¡Váyase, por lo que más quiera! No se quede ahí... Lo saben ya... Corra, de prisa. Márchese de este pueblo.

Otra ola pesada rompió contra las ruinas del embarcadero abandonado, y el loco susurro del viejo se convirtió en un alarido inhumano que helaba la sangre:

—¡E-yaahhh!... ¡Yhaaaaaaa!...

Antes de que yo pudiese recobrarme de mi sorpresa, soltó mi hombro y se lanzó como loco hacia la calle, torciendo en dirección norte, por delante de la ruinosa fachada del almacén.

Eché un vistazo al mar, pero seguí sin ver nada. Cuando llegué a Water Street y miré a lo largo de la calle, no había ya el menor rastro de Zadok Allen.

<p>IV</p>

Es difícil describir el estado de ánimo que me embargó después de este episodio lastimoso, tan insensato y conmovedor como grotesco y terrorífico. El muchacho de la tienda de comestibles me había preparado de antemano, y no obstante, la realidad me había dejado aturdido y confuso. Aunque era un relato pueril, la absurda seriedad y el horror del viejo Zadok me habían producido una alarma que venía a aumentar mi sentimiento de aversión hacia aquel pueblo que parecía envuelto por una sombra intangible.

Ya reflexionaría más adelante sobre aquella historia, para ver lo que tenía de cierto. Por el momento, deseaba no pensar más en ello. Se me estaba echando el tiempo encima de manera peligrosa: eran las siete y cuarto por mi reloj, y el autobús para Arkham salía de la Plaza a las ocho, así que traté de orientar mis pensamientos hacia lo práctico y caminé a toda prisa por las calles miserables y desiertas en busca del hotel donde había consignado mi maleta, delante del cual tomaría mi autobús.

La dorada luz del atardecer comunicaba a los decrépitos tejados y chimeneas cierto encanto místico y sereno. No obstante, me sentía receloso. Instintivamente, miraba hacia atrás con disimulo. Pensaba con alivio en verme lejos del maloliente pueblo de Innsmouth, y ojalá hubiese otro vehículo que no fuera el del siniestro Sargent. Sin embargo, no quería correr. A cada paso surgían detalles arquitectónicos que valía la pena contemplar; además, tenía tiempo de sobra.

Estudié el plano del dependiente de la tienda y me metí por Marsh Street, que no conocía, para salir a Town Square. Cerca de la esquina de Fall Street empecé a ver grupos esporádicos de gentes furtivas que hablaban en voz baja. Al llegar por fin a la Plaza, vi que casi todos los haraganes se habían congregado alrededor de la puerta de Gilman House. Parecía como si aquella infinidad de ojos saltones e inmóviles estuvieran fijos en mí, mientras pedía mi maleta en el vestíbulo. Interiormente hacía votos por que no me tocara de compañero de viaje ninguno de aquellos tipos desagradables.

Un poco antes de la ocho, apareció petardeando el autobús con tres viajeros. Un individuo de aspecto equívoco, desde la acera, dijo unas palabras incomprensibles al conductor. Sargent bajó el saco del correo y un rollo de periódicos, y entró en el hotel. Mientras, los viajeros —los mismos hombres a quienes había visto llegar a Newburyport aquella mañana— se encaminaron a la acera con su paso bamboleante y cambiaron con un ocioso algunas desmayadas palabras guturales, en una lengua que de ningún modo era inglés. Subí al coche vacío y ocupé el mismo asiento que cogí al venir, pero no hice más que sentarme, cuando reapareció Sargent y empezó a hablarme con un repugnante acento gutural.

Al parecer estaba yo de mala suerte. El motor no iba bien; había podido llegar a Innsmouth, pero era imposible continuar el viaje hasta Arkham. No, era imposible repararlo esta misma noche; tampoco había otro medio de transporte. Sargent lo sentía mucho, pero yo tenía que parar en el Gilman. Probablemente el conserje me haría un precio asequible. No se podía hacer otra cosa. Casi anonadado por este contratiempo imprevisto, y realmente atemorizado ante la idea de pasar allí la noche, dejé el autobús y volví a entrar en el vestíbulo del hotel donde el conserje del turno de noche —un tipo hosco y de raro aspecto— me dijo que en el penúltimo piso tenía una habitación, la 428, que era grande aunque sin agua corriente, que costaba un dólar la noche.

A pesar de lo que me habían contado en Newburyport sobre este hotel, firmé en el registro, pagué mi dólar, dejé que el conserje recogiera mi maleta, y subí tras él los tres tramos de crujientes escaleras; finalmente recorrimos un pasillo polvoriento y desierto, y llegamos a mi habitación. Era un lúgubre cuartucho trasero con dos ventanas y un mobiliario barato y gastado. Las ventanas daban a un patio oscuro, cerrado entre dos bajos edificios abandonados, y desde ellas podía contemplarse todo un panorama de tejados decrépitos que se extendía hacia poniente, hasta las marismas que rodeaban la población. Al final del pasillo había un cuarto de baño, reliquia deprimente que constaba de una taza de mármol, una bañera de estaño, una luz bastante floja, cuatro paredes despintadas y numerosas tuberías de plomo.

Como aún era de día, bajé a la Plaza a ver si podía cenar, Y una vez más observé que los ociosos me miraban de manera especial. La tienda de comestibles estaba cerrada, así que no tuve más remedio que entrar en el restaurante. Me atendieron un hombre de cabeza estrecha y ojos inmóviles, y una moza de nariz aplastada y unas manos increíblemente bastas y desmañadas. Como no había mesas, tuve que cenar en el mostrador, lo que me permitió comprobar que, afortunadamente, casi toda la comida era de lata. Tuve bastante con un tazón de sopa de verduras y regresé en seguida a la fría habitación del Gilman. Al entrar cogí el periódico de la tarde y una revista llena de cagadas de mosca que había en un estante desvencijado, junto al pupitre del conserje.

Cayó el crepúsculo y se hizo de noche. Encendí la única luz, una bombilla mortecina que colgaba sobre la cama de hierro, y continué como pude la lectura que había comenzado. Me pareció conveniente mantener la imaginación ocupada en cosas saludables. No quería darle más vueltas a las cosas raras que pasaban en aquel pueblo sombrío, al menos mientras estuviese dentro de sus límites. La descabellada patraña que le había oído al viejo bebedor no me auguraba sueños muy agradables. Me daba cuenta de que debía apartar de mí la imagen de sus ojos aguanosos y enloquecidos.

Tampoco debía pensar en lo que el inspector de Hacienda había contado al empleado de la estación de Newburyport sobre Gilman House, y sobre las voces de sus huéspedes nocturnos... Asimismo, era menester apartar de mi imaginación el rostro que había vislumbrado bajo una tiara en la negra entrada de la cripta, porque en verdad, pensar en él me causaba una impresión de lo más desagradable. Quizá me hubiera resultado más sencillo desechar todas esas inquietudes si mi habitación no hubiese sido un lugar tremendamente lúgubre. Además del hedor a pescado que era general en todo el pueblo, reinaba allí dentro una atmósfera de humedad estancada, lo que me sugería inevitablemente emanaciones de putrefacción y de muerte.

Otra cosa que me inquietaba era que la puerta de mi habitación carecía de cerrojo. Se veía claramente que lo había tenido y, a juzgar por las señales, lo habían debido quitar recientemente. Sin duda se había estropeado, como tantas otras cosas de este cochambroso edificio. En mi nerviosismo, rebusqué por allí y encontré un cerrojo en el armario que me pareció igual que el que había tenido la puerta. Nada más que para tranquilizar esta tensión de nervios que me dominaba, me dediqué a colocarlo yo mismo con la ayuda de una navaja que siempre llevo conmigo. El cerrojo encajaba perfectamente. Me sentí aliviado al ver que quedaría bien cerrado cuando me fuera a acostar. No es que yo lo estimara realmente necesario, pero cualquier cosa que contribuyera a mi seguridad me ayudaría también a descansar. Las dos puertas laterales que comunicaban con las habitaciones contiguas tenían su correspondiente cerrojo, y pude comprobar que estaban pasados.

No me desnudé. Decidí estar leyendo hasta que me entrase sueño. Entonces me quitaría la chaqueta, el cuello, los zapatos, y me echaría a dormir un poco. Saqué la linterna de la maleta y la metí en el bolsillo del pantalón con el fin de poder consultar el reloj si me despertaba a media noche. Pasó algún tiempo y el sueño no me venía. Cuando me paré a analizar mis pensamientos, me di cuenta de que inconscientemente estaba tenso, alerta, con el oído atento, a la espera de algún sonido que me produciría un miedo infinito, aun sin saber por qué. El relato del inspector debió de influir en mi imaginación más de lo que yo suponía. Traté de reanudar la lectura, pero no lo conseguí.

Llevaba un rato así, cuando me pareció oír que crujían los escalones y los pasillos, como si alguien caminase con sigilo. Me dije que seguramente los demás huéspedes empezaban a ocupar sus habitaciones. No se oían voces. Con todo, me dio la impresión de que en aquellos ruidos había un no sé qué furtivo. Aquello no me gustó, y empecé a pensar si no sería mejor pasar la noche en vela. Los tipos de aquel pueblo eran sospechosos por demás, y era indudable que habían ocurrido varias desapariciones. ¿Me encontraba en una posada de ésas donde se asesina a los viajeros para robarles? Desde luego, yo no tenía aspecto de nadar en la abundancia. ¿O acaso la gente del pueblo odiaba hasta ese extremo a los visitantes curiosos? ¿Les había molestado mi curiosidad? Porque, evidentemente, me habían visto recorrer plano en mano los barrios más característicos de la localidad... Pero de pronto, pensé que muy asustado tenía que hallarme para que unos pocos crujidos casuales me pusieran en ese estado de excitación. De todos modos, sentí no tener un arma a mano.

Finalmente, vencido por un agotamiento que nada tenía que ver con el sueño, eché el recién instalado cerrojo, apagué la luz, y me tumbé en la cama sin despojarme de la chaqueta, ni del cuello ni de los zapatos. La oscuridad parecía amplificar todos los ruidos menudos de la noche. Me invadió un sinfín de pensamientos desagradables. Lamenté haber apagado la luz, pero me sentía demasiado cansado para levantarme y volverla a encender. Luego, después de un largo rato y tras una serie de crujidos claros y distintos que procedían de la escalera y el corredor, oí un roce suave e inconfundible en el que se concretaron instantáneamente todas mis aprensiones. Ya no cabía duda: con cautela, de una manera furtiva y a tientas, estaban tratando de abrir con una llave la cerradura de mi puerta.

La sensación de peligro que me invadió en ese momento no fue demasiado turbadora, quizá, por los vagos temores que venía experimentando. De modo instintivo, aunque sin una causa definida, me hallaba en guardia, lo que suponía en cierto modo una ventaja para enfrentarme con la prueba real que me aguardaba. Con todo, la concreción de mis vagas conjeturas en una amenaza real e inmediata constituyó para mí una profunda conmoción. Ni por un momento se me ocurrió que el que estaba manipulando en la cerradura de mi cuarto se habría equivocado. Desde el primer instante sentí que se trataba de alguien con malas intenciones, así que me quedé quieto, callado como un muerto, en espera de los acontecimientos.

Al cabo de un rato cesó el apagado forcejeo y oí que entraban en una habitación contigua a la mía. Luego intentaron abrir la cerradura de la puerta que comunicaba con mi cuarto. Como es natural, el cerrojo aguantó firme, y el suelo crujió al marcharse el intruso. Poco después se oyó otro chirrido apagado. Estaban abriendo la otra habitación contigua, y a continuación probaron a abrir la otra puerta de comunicación, que también tenía echado el cerrojo. Después, los pasos se alejaron hacia las escaleras. Fuera quien fuese, había comprobado que las puertas de mi dormitorio estaban cerradas con cerrojo y había renunciado a su proyecto. De momento, como tuve ocasión de ver.

La presteza con que concebí un plan de acción demuestra que, subconscientemente, me estaba temiendo alguna amenaza, y que durante horas enteras había estado maquinando, sin darme cuenta, las posibilidades de escapar.

Desde el principio comprendí que el desconocido que había intentado abrir representaba un peligro con el que no debía enfrentarme, sino huir cuanto antes. Tenía que salir del hotel lo más pronto posible, y desde luego, no debía emplear la escalera ni el pasillo.

Me levanté sin hacer ruido. Enfoqué la llave de la luz con mi linterna. Mi intención era coger algunas cosas de la maleta, echármelas en el bolsillo y huir con las manos libres. Le di al interruptor pero no sucedió nada: habían cortado la corriente. Estaba claro que el misterioso ataque había sido preparado con todo detalle, aunque ignoraba con qué finalidad. Mientras reflexionaba, sin quitar la mano del interruptor, oí un apagado crujido en el piso de abajo; me pareció distinguir un rumor como de conversación, pero un momento después pensé que me había confundido. Se trataba sin duda alguna de gruñidos roncos y graznidos mal articulados, cosa que guardaba muy poca relación con cualquier lenguaje humano conocido. Luego pensé con renovada insistencia en lo que el inspector de Hacienda había oído una noche en este mismo edificio ruinoso y pestilente.

Con ayuda de la linterna cogí lo que necesitaba de mi maleta, me lo metí todo en los bolsillos, me puse el sombrero y me acerqué de puntillas a la ventana para calcular las posibilidades de mi descenso. A pesar de las reglas de seguridad establecidas por la ley, no había escalera de incendios en este lado del hotel, y mis ventanas correspondían al cuarto piso. Como he dicho, daban a un patio lóbrego y encajonado entre dos edificios, ambos con sus tejados inclinados que alcanzaban hasta el cuarto piso. Sin embargo, no podía saltar a ninguno de los dos desde mis ventanas, sino desde dos habitaciones más allá, a uno o a otro lado. Inmediatamente me puse a calcular las probabilidades de llegar a una cualquiera de ellas.

Decidí no arriesgarme a salir al pasillo, donde mis pasos serían oídos sin duda alguna, y donde me tropezaría con dificultades insuperables para entrar en la habitación elegida. Unicamente podría tener acceso a través de las puertas laterales, menos sólidas, que comunicaban unas habitaciones con otras. Tendría que forzar las cerraduras y los cerrojos arremetiendo con el hombro, caso de encontrarlas cerradas por el otro lado. Me pareció que era lo más factible, porque las puertas no tenían aspecto de resistir mucho. Pero no podría hacerlo sin ruido. Tendría que contar con la rapidez y la posibilidad de llegar a la ventana antes de que cualesquiera fuerzas hostiles tuvieran tiempo de abrir la puerta correspondiente al pasillo. Reforcé la de mi propia habitación apuntalándola con la mesa de escritorio que arrastré cautelosamente para hacer el menor ruido posible.

Me daba cuenta de que mis probabilidades eran muy escasas, pero estaba enteramente dispuesto a afrontar cualquier eventualidad. Aun cuando lograse alcanzar otro tejado, no habría resuelto el problema por completo, porque me quedaría aún la tarea de llegar al suelo y escapar del pueblo. A mi favor estaban la desolación y la ruina de los edificios vecinos y el gran número de claraboyas que se abrían en sus tejados.

Consulté el plano del muchacho de la tienda, La mejor dirección para salir del pueblo era hacia el sur, así que miré primero la puerta de comunicación correspondiente. Se abría hacia mí; por lo tanto, después de descorrer el cerrojo y comprobar que la puerta no se abría, consideré que me iba a ser muy difícil forzarla. Por consiguiente, abandoné esa dirección y corrí la cama contra la puerta para impedir cualquier ataque desde esta habitación. La otra puerta se abría hacia el otro lado. Ese debía de ser mi camino, a pesar de comprobar que estaba cerrada con llave y que tenía el cerrojo echado por el otro lado. Si podía llegar al tejado del edificio de ese lado, que correspondía a Paine Street, y conseguía bajar al suelo, quizá pudiese cruzar el patio en cuatro saltos y atravesar uno de los dos edificios para salir a Washington Street o Bates Street. También podía saltar directamente a Paine Street, dar un rodeo hacia el sur y meterme por Washington Street. En cualquier caso, tenía que dirigirme a Washington Street como fuese, y huir de los alrededores de Town Square. Sería preferible evitar Paine Street, ya que el parque de bomberos podía estar abierto toda la noche.

Mientras meditaba todo esto contemplé la inmensa marea de tejados ruinosos que se extendía bajo la luz de la luna. A la derecha, la negra herida de la garganta del río hendía el panorama. Las fábricas abandonadas y la estación de ferrocarril se aferraban como lapas a un lado y a otro. Detrás se veían las vías herrumbrosas y la carretera de Rowley que atravesaban la llanura pantanosa, punteada de montículos cubiertos de seca maleza. A la izquierda, en un área más cercana, y cruzada por numerosas corrientes de agua salitrosa, la estrecha carretera de Ipswich brillaba con el blanco reflejo de la luna. Desde la ventana del hotel no alcanzaba a ver la carretera que iba hacia el sur, hacia Arkham, donde pensaba dirigirme.

Estaba reflexionando, hecho un mar de dudas, sobre el momento más oportuno para poner en práctica este plan, cuando percibí abajo unos ruidos indefinidos a los que siguió inmediatamente un crujido pesado en las escaleras. Irrumpió el débil parpadeo de una luz por el montante de la puerta, y el entarimado del corredor comenzó a gemir bajo un peso considerable. Oí unos ruidos guturales, puede que de origen humano, y finalmente sonaron unos fuertes golpes en mi puerta.

Por un momento me limité a contener la respiración y a esperar. Me pareció que transcurría una eternidad. Y de repente, el olor a pescado comenzó a hacerse más penetrante. Después se repitieron las llamadas con insistencia, más impacientes cada vez. Comprendí que había llegado el momento de actuar. Descorrí el cerrojo de la puerta lateral y me dispuse a cargar contra ella para abrirla. Los golpes eran cada vez más fuertes; tal vez disimularían el ruido que iba a hacer yo. Por fin comencé a embestir una y otra vez contra la delgada chapa, sin preocuparme del dolor que me producía en el hombro. La puerta resistió más de lo que había calculado, pero continué en mi empeño. Mientras tanto, el alboroto del pasillo iba en aumento delante de mi puerta.

Finalmente cedió la puerta contra la que estaba cargando, pero con tal estrépito que los de fuera tuvieron que oírlo. Los golpes se convirtieron en violentas arremetidas, y a la vez, oí un fatídico sonido de llaves en las dos puertas vecinas a la mía. Me precipité a la otra habitación y conseguí echar el cerrojo a la puerta del vestíbulo antes de que la abrieran, pero entonces oí cómo trataban de abrir con una llave la tercera puerta, la de la habitación cuya ventana pretendía alcanzar.

Por un instante, me sentí totalmente desesperado. Me iban a atrapar en una habitación cuya ventana no me ofrecía salida posible. Una oleada de horror me invadió al descubrir, a la luz de mi linterna, las huellas que habían dejado en el polvo del suelo los intrusos que habían tratado de forzar la puerta lateral. Después, gracias a un acto puramente automático, desprovisto de toda lucidez, corrí a la siguiente puerta de comunicación y me dispuse a derribarla.

La suerte me fue favorable... La puerta de comunicación no sólo no tenía echada la llave, sino que estaba entreabierta. Entré en un salto y apliqué la rodilla y el hombro a la puerta del vestíbulo, que en ese momento se estaba abriendo. Cogí desprevenido al que trataba de abrir, de suerte que conseguí pasar el cerrojo, cosa que hice también en la otra puerta que acababa de franquear. Durante los breves instantes de alivio que siguieron, oí que disminuían las embestidas contra las otras dos puertas, mientras crecía un confuso alboroto en mi primitiva habitación, cuya puerta lateral había atrancado yo con la cama. Evidentemente, el tropel de mis asaltantes había entrado por la habitación contigua del otro lado y se lanzaba tras de mí por el mismo camino. En ese mismo momento oí cómo introducían una llave en la puerta del pasillo de la habitación siguiente. Estaba rodeado.

La puerta lateral que daba a esta habitación estaba abierta de par en par. No había tiempo de contener la del vestíbulo, que ya la estaban abriendo. Lo único que pude hacer fue echar el cerrojo de la puerta lateral de comunicación, igual que había hecho en la de enfrente, y colocar la cama contra una, la mesa de escritorio contra otra, y el aguamanil contra la del pasillo. Debía confiar en estas barreras improvisadas hasta que hubiera saltado por la ventana al tejado del edificio de Paine Street. Pero aun en este trance supremo, el horror que yo sentía no se debía a la fragilidad del dispositivo de defensa. Lo que a mí me horrorizaba era que ninguno de mis perseguidores —aparte ciertos jadeos, gruñidos y ladridos apagados— había pronunciado una sola palabra inteligible y humana.

Mientras corría los muebles y me precipitaba hacia la ventana, se oyó una carrera espantosa por el pasillo hacia la habitación contigua a la que me encontraba yo. Cesaron las embestidas en el otro lado. Era evidente que la mayoría de mis adversarios se estaba congregando ante la débil puerta lateral. Afuera, la luna bañaba el tejado de abajo. Calculé que era un salto arriesgado, debido a la inclinación que tenía el sitio donde había de aterrizar.

De acuerdo con mi plan, elegí la ventana más meridional que tenía el cuarto. Quería saltar en la vertiente del tejado que daba al patio y escabullirme por la claraboya más cercana. Una vez dentro de uno de aquellos edificios, tenía que contar con que me perseguirían. Pero confiaba en poder alcanzar la planta baja y evadirme por una de las puertas abiertas del patio, desembocar finalmente en Washington Street, y salir del pueblo en dirección sur.

El alboroto de la habitación vecina era terrible. La puerta comenzó a ceder. Los asaltantes habían traído un objeto pesado y lo estaban empleando como ariete. No obstante, la cama aún se mantenía firme contra la puerta, de forma que todavía tenía la posibilidad de huir. La ventana estaba flanqueada por pesados cortinajes de terciopelo, suspendidos de una barra mediante anillas de latón. Descubrí que en el exterior había unos sólidos ganchos para sujetar los batientes de la ventana. Viendo que aquello me proporcionaba los medios de evitar un salto peligroso, di un tirón a las colgaduras y las arrojé al suelo con barra y todo. Rápidamente enganché dos anillas en el gancho exterior y solté el cortinaje al vacío. Los pesados pliegues llegaban sobradamente al tejado. Comprobé que las anillas y el gancho podían soportar mi peso y luego me deslicé por la improvisada escala, dejando atrás para siempre el siniestro edificio de Gilman House.

Puse pie en las sueltas pizarras del tejado. La pendiente era muy pronunciada. Conseguí llegar a una de las claraboyas sin resbalar. Me volví para mirar la ventana por donde había salido. Aún estaba a oscuras. Allá lejos, entre las desmoronadas chimeneas de la parte norte, se veían diversas luces. Se trataba del edificio de la Orden de Dagon, de la iglesia anabaptista y de la iglesia congregacionista, cuyo recuerdo me producía escalofríos. Como no vi a nadie en el patio, confié en poder salir por allí antes de que cundiera la alarma general. Enfoqué mi linterna por la claraboya y vi que no había escalones que me permitieran bajar. No obstante, la altura no era excesiva, de modo que me dejé caer, yendo a parar a una habitación llena de polvo y atestada de cajas medio deshechas y de barriles.

El sitio era lúgubre, pero apenas me produjo impresión alguna. Me precipité inmediatamente por unas escaleras que descubrí gracias a la linterna. Miré la hora: eran las dos de la madrugada. Los peldaños crujieron levemente bajo mi peso. Corrí escaleras abajo, crucé una especie de granero, en la segunda planta, y llegué a la planta baja. Reinaba en ella la más completa desolación; sólo el eco respondía al ruido de mis pasos presurosos. Por fin llegué al vestíbulo. En un extremo se veía un débil rectángulo de luz que recortaba la puerta que daba a Paine Street. Tomé la otra dirección y me encontré con que la puerta de atrás también estaba abierta. Bajé cinco peldaños de piedra y me hallé al fin en el patio de losas y césped.

La luz de la luna no llegaba hasta aquí, pero se veía el camino sin necesidad de linterna. Algunas de las ventanas de Gilman House estaban débilmente iluminadas, e incluso me pareció oír ruido en su interior. Caminé cautelosamente en dirección a la salida que daba a Washington. Encontré varias puertas abiertas y elegí la más cercana. Atravesé un pasillo oscuro y al llegar al otro extremo, vi que la puerta de la calle estaba sólidamente cerrada. Decidí probar en otro edificio. Volví a tientas sobre mis pasos, pero me detuve en seco junto a la puerta del patio.

Por una puerta del Gilman salía un enjambre de siluetas dudosas... Agitaban sus linternas en la oscuridad; el graznido horrible de sus voces se mezclaba con unos gritos apagados en lengua extraña. Las figuras se movían de manera incierta. Me di cuenta de que no sabían qué dirección había tomado, y no obstante, me sacudió un escalofrío de horror. No se distinguían bien sus figuras, pero su andar encogido y bamboleante me producía una inexplicable repugnancia. Lo más desagradable era la figura extraña coronada con su tiara, ya familiar para mí, que avanzaba al frente de la comitiva. Al ver cómo aquellas figuras se desplegaban por todo el patio, mis temores aumentaron. ¿Y si no encontrara ninguna salida a la calle? El olor a pescado se hizo tan intenso, que dudé si sería capaz de soportarlo sin desmayarme. Nuevamente me metí a tientas, en busca de una salida. Abrí una puerta y entré en una habitación vacía; las ventanas estaban cerradas, pero carecían de falleba. Alumbrándome con la linterna pude abrir las contraventanas. Un momento después salté al exterior y cerré cuidadosamente la ventana, dejándola como la había encontrado.

Estaba, pues, en Washington Street. Por el momento no se veía un alma, ni había más luz que la de la luna. Sin embargo, a lo lejos, y en distintas direcciones, se oían roncos gruñidos, carreras precipitadas, y una especie de pataleo que no era exactamente un ruido de pasos. No tenía tiempo que perder. Sabía orientarme en la oscuridad, de modo que casi agradecí que estuvieran apagadas las luces de las calles, como es costumbre en las poblaciones rurales atrasadas. Algunos ruidos provenían del sur; no obstante, persistí en mi deseo de escapar en esa dirección. Sabía que encontraría gran número de portales desiertos donde podría refugiarme, caso de tropezarme con alguien.

Caminaba de prisa, con cautela, pegado a las fachadas ruinosas. Aunque iba desaliñado por culpa de mi fuga precipitada, nada había en mí que llamara especialmente la atención. Tal vez pudiera pasar desapercibido si me cruzaba con algún transeúnte. En Bates Street me metí en un portal abierto y aguardé a que cruzaran dos individuos bamboleantes que venían en dirección contraria. Volví a salir en seguida y proseguí mi camino. Me acercaba a la plaza donde Eliot Street y Washington Street se cruzan oblicuamente. Aunque este barrio me era desconocido, me pareció peligroso a juzgar por el plano del muchacho de la tienda. La luna daría de lleno en la plaza, pero era inútil intentar evitarla; cualquier otra dirección supondría una serie de rodeos que me harían perder mucho tiempo y supondrían más ocasiones de que me vieran. Lo único que me cabía hacer era cruzar por las buenas imitando lo mejor posible el andar bamboleante, característico de aquella gente, y esperar que nadie se fijara en mí.

No tenía idea de cómo habían organizado exactamente la persecución ni qué motivos tenían para perseguirme. En el pueblo parecía haber una agitación insólita, aunque estaba convencido de que todavía no se había propagado la noticia de mi huida del Gilman. Naturalmente tenía que desviarme en seguida de Washington Street y tomar alguna otra calle en dirección sur. El grupo que había salido del hotel en mi persecución venía sin duda tras de mí. Probablemente había dejado huellas en el polvo de la última casa, y no les resultaría difícil averiguar por dónde había logrado salir a la calle.

La plaza estaba tal como yo temía: plenamente iluminada por la luna. En su centro se alzaban los restos de un parque rodeado de una verja de hierro. Por fortuna no había un alma en los alrededores, pero me pareció oír un rumor lejano, procedente quizá de Town Square. South Street era una calle amplia que conducía hacia el puerto, cuesta abajo. Desde ella se dominaba una gran perspectiva de mar. Deseé fervientemente que no hubiera nadie mirando hacia la calzada, mientras la atravesaba bajo el resplandor de la luna.

Avancé sin obstáculo. No se oía ningún ruido alarmante. Al final de la calle la superficie del agua reverberaba esplendorosa bajo la brillante luz de la luna, y al contemplarla sentí un sobresalto de terror. Allá, muy lejos del espigón, se alzaba la confusa silueta del Arrecife del Diablo, e involuntariamente me vinieron a la imaginación las terribles historias que me había contado el viejo Zadok, según las cuales esta roca desgarrada daba acceso a regiones desconocidas, preñadas de horrores y monstruos inconcebibles.

De improviso, brotaron unos destellos intermitentes en el lejano arrecife. Eran claros y distintos, y despertaron en mí un pánico cerval. Mis músculos se tensaron a punto de dispararse en alocada fuga, contenidos tan sólo por una especie de fascinación semihipnótica. Y para empeorar las cosas, otros destellos vinieron a responder desde la elevada cúpula del Gilman.

Hice un esfuerzo por dominar mi nerviosismo porque aún seguía expuesto a cualquier mirada inoportuna, y reanudé mi fingida marcha bamboleante. Pero mientras tuve la mar a la vista, mis ojos siguieron fijos en aquel ominoso arrecife. De momento, no comprendí lo que significaban los destellos. Tal vez formasen parte de algún rito extraño relacionado con el Arrecife del Diablo. Puede también que hubiera atracado alguna embarcación en aquella roca siniestra. Torcí a la izquierda y rodeé el parque abandonado. El océano brillaba bajo una luz espectral. Fascinado por el centelleo de aquellos faros enigmáticos, no lograba apartar la vista del arrecife. Fue entonces cuando sufrí la impresión más violenta hasta el momento. Fue tal mi horror que, olvidándome del riesgo que suponía, me lancé frenéticamente a la carrera por la calle negra y vacía, flanqueada de portales desiertos y ventanas sin cristales. Bajo la luz de la luna había divisado en las aguas miles y miles de formas que nadaban en dirección al pueblo. Incluso podría decir, a pesar de la distancia, que aquellas cabezas y aquellos brazos que se agitaban entre las olas eran tan deformes y anormales, que no encuentro palabras para describirlos.

Mi carrera terminó antes de llegar a la primera esquina, porque en ese momento oí a mi izquierda el rumor inequívoco de una persecución en toda regla: pasos enérgicos, gritos guturales, ruido de motores... En el acto tuve que cambiar todos mis planes. Me habían cortado la carretera sur, de modo que debía buscar otra salida de Innsmouth. Paré y me refugié en un portal abierto. Después de todo, había tenido la suerte de salir de la zona iluminada por la luna antes de que mis perseguidores aparecieran por la esquina.

La segunda reflexión que me hice fue menos tranquilizadora. Puesto que la persecución se llevaba a cabo por otra calle, era evidente que no me seguían los pasos. No sabían dónde me encontraba, pero no cabía duda de que su conducta obedecía a un plan general encaminado a cortarme la salida. Esto requería que se vigilasen todas las carreteras por igual, lo que me obligaría a huir a campo través y mantenerme alejado de todas las carreteras. Pero, ¿cómo escapar, si toda la región era pantanosa y estaba plagada de canales y marismas? Durante unos momentos, me sentí vencido por una negra desesperación, angustiado por la rapidez con que aumentaba el tufo insoportable de pescado.

Entonces recordé el ferrocarril abandonado de Innsmouth a Rowley, cuya sólida línea de balasto, cubierta de zarzas, se extendía aún hacia el noroeste, desde la derruida estación situada junto a la garganta del río. Era posible que no se les ocurriera pensar en ella, puesto que las tupidas zarzas la hacían casi impracticable. Desde la ventana del hotel la había contemplado, y conocía su situación exacta. Los primeros tramos eran demasiado visibles desde la carretera de Rowley y desde cualquier torre del pueblo, pero quizá pudiera arrastrarme entre la maleza sin ser visto. En todo caso, éste era el único medio de evasión, y no tenía alternativa.

Me introduje en el vestíbulo de la casa desierta en cuyo portal me había refugiado, y consulté una vez más el plano a la luz de la linterna. El primer problema era llegar a la antigua vía del tren. Lo mejor sería avanzar hacia Babson Street, torcer luego a poniente hasta Lafayette Street, dar un rodeo en vez de cruzar la plaza como antes y desviarme a continuación hacia el norte zigzagueando por Lafayette, Bates, Adams y Bank Street. Esta última calle bordea la garganta del río y conduce hasta la misma estación. Metiéndome por Babson Street evitaría cruzar la plaza o desembocar en una calle amplia.

Eché a correr y crucé a la derecha de la calle con el fin de avanzar pegado a la fachada y meterme por Babson Street sin que me vieran. Aún se oía cierto alboroto en Federal Street. Al mirar hacia atrás me pareció ver un destello de luz cerca del edificio del que acababa de salir. Ansioso por llegar a Washington Street, continué corriendo. con la esperanza de no tropezarme con nadie. En la esquina de Babson Street vi con sobresalto que una de las casas estaba habitada, a juzgar por las cortinas de una de las ventanas, pero no había luces en el interior y pasé sin dificultad.

En Babson Street, que es perpendicular a Federal Street, corría riesgo de ser descubierto; por tanto, me pegué cuanto pude a los torcidos y ruinosos edificios. Dos veces me detuve en un portal, al notar que aumentaban los ruidos tras de mí. El cruce de las dos calles se abría amplio y desolado bajo la luna, pero mi camino no me obligaba a cruzarlo.

Durante el segundo que estuve parado, comencé a oír una nueva serie de ruidos confusos; poco después pasaba un automóvil por el cruce, a gran velocidad, y se metía por Eliot Street, entre Babson y Lafayette.

Un momento después —y precedida de una insoportable tufarada de pescado-desembocó una multitud de seres torcidos y grotescos que caminaba torpemente en la misma dirección. Sin duda era el grupo destinado a vigilar la salida hacia Ipswich, puesto que dicha carretera es una prolongación de Eliot Street. Entre ellos iban dos figuras envueltas en inmensas túnicas, una de las cuales llevaba una puntiaguda diadema que relumbraba pálidamente a la luz de la luna. La forma de andar de esta última era tan ajena a los movimientos humanos, que sentí escalofríos. Me pareció que aquella criatura caminaba a saltos.

Cuando desapareció el último de la expedición seguí mi camino. Atravesé la esquina de la calle Lafayette y crucé en cuatro saltos Eliot Street. El alboroto se oía ahora más lejos, por Town Square. Lo que más miedo me daba era tener que cruzar otra vez la ancha calle South, que bordeaba el puerto; pero no tenía otro remedio. Si quedaba algún rezagado en Eliot Street, lo más probable sería que me descubriese inmediatamente. En él último momento decidí que era mejor aminorar la marcha y cruzar como antes, fingiendo el andar bamboleante de los nativos de Innsmouth.

Cuando apareció de nuevo la vista de la mar —esta vez a la derecha— me hice el firme propósito de no mirar. Pero fue inútil. Mientras caminaba con paso vacilante, pegado a las fachadas, me volvía de cuando en cuando y miraba de reojo. No había ningún barco a la vista, lo que, a decir verdad, no me sorprendió. En cambio me quedé perplejo al descubrir un bote de remos que ponía proa a los muelles abandonados. Iba cargado con un bulto envuelto en un paño de hule. Los remeros, cuyas siluetas se vislumbraban a lo lejos, tenían un cuerpo particularmente deforme. Aún se distinguían algunos nadadores en el agua. Muy lejos, en el negro arrecife, se veía un débil resplandor fijo, distinto de la luz parpadeante que había observado anteriormente. Era un resplandor extraño, de un color que me fue imposible identificar. Por encima de los tejados asomaba la alta cúpula del Gilman, completamente oscura. El olor a pescado, que había disminuido últimamente, comenzó pronto a dejarse sentir con una intensidad insoportable.

No había acabado de cruzar la calle, cuando vi que a lo largo de Washington Street avanzaba un grupo procedente del distrito norte. Cuando llegaron a la amplia explanada, desde la cual acababa yo de contemplar el pavoroso panorama bajo la luna, pude fijarme en ellos sosegadamente, sin que me vieran, desde la distancia de una manzana de casas tan sólo... Me quedé aterrado ante la bestial deformidad de sus rostros, ante su forma casi animal de andar. Uno de los individuos se movía exactamente igual que un mono; sus largos brazos rozaban el suelo de cuando en cuando. Otro —envuelto en extraños ropajes y tocado con una tiara— avanzaba a saltos. Me pareció el mismo grupo que había visto en el patio de Gilman House. Era, pues, la patrulla que más seguía de cerca mis pasos. Algunos se volvieron en dirección mía, y yo me sentí traspasado de terror. Con un esfuerzo supremo, seguí la marcha bamboleante que había adoptado. Todavía ignoro si me vieron o no. Si me vieron, mi estratagema debió de dar resultado, porque cruzaron la explanada sin cambiar de dirección y sin dejar de gruñir y farfullar en una jerga gutural y repulsiva absolutamente incomprensible.

Una vez protegido por las sombras seguí corriendo como antes y dejé atrás las casas ruinosas y fantasmales de aquel barrio desolado. Después crucé a la otra acera, doblé la esquina siguiente y me metí por Bates Street, pegado a los edificios. Pasé por delante de dos casas en cuyo interior había una luz; una de ellas tenía abiertas las ventanas del piso superior. Pero no me vio nadie. Al torcer por Adams Street sentí cierta tranquilidad, aunque me llevé un susto repentino, al ver salir a un hombre de un portal oscuro y venir directamente hacia mí haciendo eses. Pero iba demasiado bebido y ni siquiera me llegó a ver. De esta forma llegué sano y salvo a las lúgubres ruinas de los almacenes de Bank Street.

Ni un alma se movía en la absoluta quietud de la calle junto a la garganta del río. El ruido sordo del salto de agua ahogaba totalmente el rumor de mis pasos. Había una buena tirada hasta la estación derruida; los muros de ladrillo de los almacenes me parecían aún más amenazadores que las fachadas que había dejado atrás. Finalmente llegué a los arcos de la antigua estación —o lo que quedaba de ellos— y me fui directamente al extremo donde arrancaba la vía.

Los raíles estaban oxidados y llenos de orín, aunque casi intactos; más de la mitad de las traviesas estaban aún en buenas condiciones. Era muy difícil andar —y más, correr— por una superficie semejante. De todos modos procuré adoptar mi paso al terreno, hasta que logré caminar con cierta rapidez. Durante un trecho, la línea férrea se ceñía al borde del río para desembocar finalmente en un gran puente cubierto que cruzaba el precipicio a una altura de vértigo. El estado de este puente determinaría mi camino a seguir. Si era buenamente posible, lo cruzaría; si no, tendría que aventurarme otra vez por las calles y buscar el puente más próximo, si aún era practicable.

El viejo puente brillaba espectralmente a la luz de la luna. Las traviesas se encontraban en buen estado, al menos en el primer tramo. Encendí una linterna y entré. Una nube de murciélagos despavoridos pasó por encima de mí y estuvo a punto de derribarme. A mitad de camino, vi un peligroso vacío entre las traviesas. Por un momento pensé que no lo podría salvar. Finalmente me arriesgué. Di un salto desesperado y por fortuna caí bien al otro lado.

Cuando salí de aquel túnel horrible respiré con alivio. Los viejos raíles cruzaban River Street, después describían una curva y se adentraban en una zona cada vez menos urbanizada, en la que a la vez disminuía también el nauseabundo olor a pescado que reinaba en todo Innsmouth. La gran profusión de matorrales y zarzas me obstaculizaban el paso y me desgarraban las ropas, aunque no por eso dejaba yo de agradecer su presencia, porque podían servirme de escondrijo en caso de peligro: no ignoraba que una buena parte de mi camino era visible desde la carretera de Rowley.

Muy pronto empezó la región pantanosa. La vía la atravesaba sobre un terraplén de poca altura cubierto de una maleza algo menos tupida. Luego venía una especie de isla de terreno firme, algo más elevado, y la línea la atravesaba encajonada en una zanja obstruida por arbustos y zarzas.

Daba gusto caminar protegido por la zanja, teniendo en cuenta sobre todo que, según había podido apreciar desde la venta del Gilman, la línea férrea se hallaba en este punto peligrosamente próxima a la carretera de Rowley, la cual venía a cruzarla al final de la zanja para desviarse después y perderse de vista. Pero de momento debía actuar con prudencia.

Antes de entrar en la zanja miré hacia atrás. Nadie me seguía. Los viejos campanarios y los tejados ruinosos de Innsmouth resplandecían grandiosos y etéreos bajo la mágica luz de la luna. Esta visión me hizo pensar en el aspecto que debió de tener el pueblo antes de que la tenebrosa sombra se abatiera sobre él. Luego miré el campo, y lo que vi me heló la sangre.

Al principio me pareció observar cierto movimiento ondulante allá lejos, hacia el sur. Era como si una muchedumbre interminable saliese del pueblo por la carretera de Ipswich. La distancia era considerable y no se distinguía con exactitud, pero no me gustó nada aquella columna en movimiento. Ondeaba demasiado y relucía asombrosamente bajo la luna de poniente. Incluso me pareció oír ruidos y voces, pero el viento me impidió cerciorarme. Era algo así como un patear y rugir de bestias, peor aún que los gruñidos de las patrullas del pueblo.

Por la cabeza me pasó toda clase de conjeturas desagradables. Pensé en aquellos seres aún más deformes que, según se decía, se ocultaban en las casas miserables del puerto. También me vinieron a la imaginación los terribles nadadores que había vislumbrado confusamente en el agua. A juzgar por los grupos que había visto hasta el momento, y los que con toda seguridad habrían salido por las demás carreteras, el número de mis perseguidores debía de ser inconcebible, sobre todo teniendo en cuenta que Innsmouth era un pueblo casi deshabitado.

¿De dónde había salido la densa multitud que componía aquella marea ondulante y lejana? ¿Acaso los vetustos edificios supuestamente desiertos rebosaban efectivamente de una vida insospechada y secreta? ¿O es que había desembarcado una legión de seres extraños de aquel arrecife del infierno? ¿Quiénes eran? ¿Por qué estaban allí? ¿Serían las patrullas de las otras carreteras igualmente numerosas?

Me interné en la maleza de la cortadura, y pugnaba por abrirme camino con dificultad, cuando otra vez se extendió el abominable olor a pescado. ¿Había cambiado el viento repentinamente y venía ahora de la mar? Así debía de ser, en efecto, porque también empezaron a oírse horribles murmullos guturales en estos parajes hasta entonces silenciosos. Y una cosa distinguí que me desagradó aún más: un ruido blando, como el de un animal que caminara a saltos por un suelo mojado. No sé por qué, lo asocié con aquella ondulante columna que se movía en la carretera de Ipswich.

No tardaron en aumentar los ruidos y el olor, de manera que me paré, mortalmente asustado, dando gracias al cielo de hallarme a cubierto en la zanja. Recordé que era en este punto donde la carretera de Rowley cruzaba la vía, antes de alejarse definitivamente. La horda se acercaba, así que me tumbé en el suelo y decidí esperar a que pasara y se perdiera a lo lejos. Gracias a Dios, aquellas criaturas no empleaban perros para rastrear, aunque bien mirado, de poco les habría valido con el olor que imperaba en toda la región. Encogido bajo los arbustos, me sentí seguro aun cuando sabía que mis perseguidores cruzarían la vía por delante de mí a menos de cien metros de distancia. Yo podría verlos, pero ellos a mí no, a no ser que se diera una funesta casualidad.

Me estremecí ante la idea de verlos de cerca. Contemplé el terreno bañado por la luna, por donde pronto habrían de desfilar, y pensé que aquel trozo de naturaleza iba a verse irremediablemente contaminado para siempre. Sin duda se trataría de los seres más monstruosos y horribles que cobijaba el pueblo de Innsmouth... No me sería agradable recordar el espectáculo después.

El hedor se hizo más opresivo; los ruidos fueron en aumento, hasta convertirse en una bestial algarabía de graznidos, aullidos y ladridos, sin el menor asomo de lenguaje humano. ¿Eran ésas realmente las voces de mis perseguidores? ¿O llevaban perros después de todo? Sin embargo, yo no había visto ningún animal de cuatro patas en mis paseos por Innsmouth. El ruido de cuerpos blandos y pesados se hizo mayor. ¡Jamás me atrevería a mirar las monstruosas criaturas que lo producían! Mientras los oyese caminar —o saltar— por delante de mi escondite, mientras aquellos seres horribles no se perdieran en la distancia, mantendría los ojos firmemente cerrados. La borda estaba ya muy cerca... El aire vibraba de roncos gruñidos, el suelo casi se estremecía al ritmo extraño de sus pisadas. Contuve la respiración y concentré todas mis fuerzas en mantener los párpados apretados.

Ni siquiera hoy puedo afirmar si lo que sucedió a continuación fue una espantosa realidad o tan sólo una pesadilla. Las ulteriores medidas represivas adoptadas por el Gobierno a consecuencia de mis denuncias desesperadas, permitirán suponer que, efectivamente, se trataba de una abominable realidad. Pero ¿no es posible también que retorne una alucinación en una atmósfera irreal e hipnótica como la que envolvía aquella ciudad poblada de espectros? Lugares como ése conservan propiedades extrañas y tal vez sus tenebrosas tradiciones afecten a la mente de los hombres que se aventuran por sus calles desoladas y hediondas, sus techumbres vencidas y sus campanarios desmoronados. ¿Acaso no es posible que un germen de locura contagiosa aceche en lo más profundo de Innsmouth como una maldición? ¿Quién sería capaz de saberlo con certeza, después de haber oído la confesión de Zadok Allen? Por cierto, que las autoridades del Gobierno jamás encontraron al pobre Zadok, ni supieron explicar lo que había sido de él. ¿Dónde acaba la locura y empieza la realidad? ¿Es posible que incluso mi último temor no sea más que una engañosa ilusión?

Pero voy a intentar describir lo que me pareció ver aquella noche, bajo la burlesca luz de la luna; el desfile de toda una cohorte de endriagos que, realidad o no, apareció por la carretera de Rowley mientras permanecí agazapado entre las zarzas. Porque como es natural, mi propósito de permanecer con los ojos cerrados fracasó rotundamente. Era ridículo proponerme una cosa así. ¿Cómo iba a estarme sin mirar, mientras una legión de seres deformes cruzaba a saltos torpes, aullando y croando a cien metros escasos de donde me encontraba yo?

Antes de que aparecieran me creía preparado para afrontar lo peor. Ya había visto bastantes cosas desagradables en el término de un día, y no imaginaba que fuera posible que superasen en monstruosidad y deformidades a los que me habían perseguido por las calles. Logré mantener los ojos apretados hasta que el ronco clamor se hizo ensordecedor. Pasaban en ese momento por delante de la zanja, en el cruce de la carretera y la vía... Entonces no pude resistir más, y abrí los ojos.

Eso fue el fin. Desde entonces siento que mi equilibrio mental se ha roto para siempre, y que he perdido toda confianza en la integridad de la naturaleza y el espíritu del hombre. Ni dando crédito al extraño relato del viejo Zadok en sus menores detalles habría podido imaginar la realidad demoníaca y blasfema que presencié. Intencionadamente estoy procurando soslayar el horror de describirla. ¿Es posible que sobre este planeta se hayan engendrado tales abominaciones, y que unos ojos humanos hayan visto en carne y hueso lo que hasta ahora pertenecía solamente al reino de la pesadilla y la locura?

Y sin embargo, lo vi. Era una manada interminable de seres inhumanos que avanzaban a brincos, graznando y balando bajo el reflejo espectral de la luna; una zarabanda grotesca y maligna de delirante fantasía. Unos llevaban enormes tiaras doradas... otros iban ataviados con ropajes extraños... Había uno, el que iba en cabeza, que vestía una amplia levita que no conseguía disimular su enorme joroba, y un pantalón a rayas; un sombrero de fieltro coronaba el bulto deforme que hacía las veces de cabeza.

Tenían todos un color gris verdoso, con el vientre blanquecino. La mayoría era de piel reluciente y resbaladiza, y sus dorsos jorobados estaban cubiertos de escamas. Sus figuras recordaban vagamente al antropoide, pero sus cabezas parecían de pez, con unos ojos prodigiosamente saltones que no parpadeaban jamás. A ambos lados del cuello les palpitaban las agallas, y sus grandes zarpas tenían dedos palmeados. Brincaban de manera irregular, unas veces erguidos, otras a cuatro patas. Su voz era una especie de aullido o graznido, pero evidentemente, constituía un lenguaje con todos los matices de expresión que les faltaban a sus semblantes impasibles.

Y no obstante, pese a su monstruosidad, me resultaban en cierto modo familiares. Demasiado bien sabía yo quiénes eran. ¿Acaso no tenía aún fresca en mi memoria la imagen de la tiara de Newburyport? Se trataba de los mismos peces-ranas cuyas imágenes abominables ornaban la joya de oro.... pero vivos y en todo su horror. Y de repente, comprendí por qué razón me impresionó tantísimo el sacerdote de la tiara que vislumbré en la cripta de la iglesia. Esa fue la visión fugaz de la horda impura. Eran miles y miles, verdaderos enjambres, aunque desde mi escondite no podía abarcar toda la carretera. Por fortuna, un momento después se borró de mis ojos aquella visión dantesca y sufrí un desvanecimiento misericordioso El primero en toda mi vida.

<p>V</p>

Me despertaron los suaves rayos del sol. Me encontraba en medio de unos matorrales, en la zanja del ferrocarril. Me levanté y salí tambaleándome a la carretera. No había una sola huella en el barro fresco, ni olor a pescado en el aire. Los tejados ruinosos y los deshechos campanarios de Innsmouth asomaban grisáceos por el sudoeste, pero no se veía ni un ser viviente en toda la zona desolada de las marismas. Mi reloj andaba todavía. Eran más de las doce.

Tenía una vaga idea de lo que había sucedido, pero en el fondo de mi mente palpitaba el sentimiento de algo tremendamente espantoso. Debía alejarme a toda costa de la sombra maligna de Innsmouth, así que traté de valerme de mis miembros entumecidos y fatigados. A pesar de la debilidad, del hambre, el horror y el aturdimiento, me sentí al cabo con fuerzas para caminar, y emprendí la marcha, sin prisas ya, por la enfangada carretera de Rowley. Al anochecer me encontraba en Rowley, bien comido y con ropas presentables. Cogí el tren de la noche para Arkham, y al día siguiente me presenté a las autoridades locales para hacer unas largas declaraciones, que repetí a mi llegada a Boston. El público ya conoce las consecuencias de mi denuncia, y verdaderamente me gustaría no tener nada más que añadir. Tal vez la locura se está apoderando de mí. Puede que me encuentre bajo la amenaza de un horror —acaso de un prodigio— aún mayor.

Como es fácil comprender, renuncié al resto del programa —viajes de interés arquitectónico y arqueológico, visitas a museos, etcétera— que con tanto entusiasmo había confeccionado. Tampoco quise contemplar cierta pieza de orfebrería que, según me habían dicho, se guardaba en el Museo de la Universidad del Miskatonic. En cambio, aproveché mi estancia en Arkham para recoger algunos datos genealógicos de mi familia que, desde hacía tiempo tenía ganas de poseer. Cierto que dichos datos eran poco precisos, pero ya los ordenaría más adelante, cuando tuviera tiempo. El conservador de los archivos históricos de Arkham, Mr. Lapham Peabody, me ayudó con gran amabilidad y manifestó un interés excepcional cuando le dije que era nieto de Eliza Orne, de Arkham, nacida en 1867 y casada con James Williamson, de Ohio, a la edad de diecisiete años.

Al parecer, un tío materno mío había estado allí muchos años antes, en busca de los mismos datos que a mí me interesaban, y la familia de mi abuela había sido —o aún lo era-objeto de comidillas en la localidad. Mr. Peabody dijo que poco después de la Guerra Civil, cuando se casó el padre de mi abuela, Benjamin Orne, se suscitaron violentas discusiones debido a que el linaje de la novia era particularmente enigmático. Lo único que se averiguó fue que era huérfana y que pertenecía a una rama de los Marsh establecida en New Hampshire y que, al parecer, era prima de los Marsh del condado de Essex. Pero se había educado en Francia y ella misma sabía muy poco de su familia. Su tutor —un sujeto cuyo nombre no resultaba familiar a los habitantes de Arkham— había depositado fondos en un banco de Boston para su manutención y el pago de una institutriz francesa. Al cabo de cierto tiempo, el tutor dejó de dar señales de vida, de suerte que la institutriz asumió este papel por decisión de un tribunal. La francesa —hace ya muchos años que murió— era muy reservada. Había quienes decían que de haber contado todo lo que sabía esa mujer, se habrían podido aclarar muchos misterios.

Pero lo más desconcertante era que nadie había podido hallar ninguna referencia a los presuntos padres de la muchacha —Enoch Marsh y Lydia Meserve— entre las familias conocidas de New Hampshire. Muchos han opinado que tal vez mi bisabuela fuese hija natural de algún Marsh de elevada posición. Lo cierto es que tenía los mismos ojos de los Marsh. Sea como fuere, el caso es que murió muy joven al nacer su única hija, es decir, mi abuela materna. Como yo acababa de pasar por un trance muy desagradable en el que se había visto implicado el nombre de Marsh, no me hizo ninguna gracia encontrármelo en mi propio árbol genealógico. Tampoco me agradó que el señor Peabody me dijera que yo tenía los ojos típicos de los Marsh. De todas formas, le di las gracias por los datos que me había proporcionado y tomé una gran cantidad de datos y referencias bibliográficas relativos a la familia Orne, de la que había abundante documentación en los archivos.

De Boston fui directamente a Toledo, a casa. Poco después marché a Maumee, donde pasé un mes reponiéndome de la dura prueba. En el mes de septiembre volví a la Universidad de Oberlin para cursar mi último año, y durante todo ese curso me dediqué a mis estudios y a otras actividades igualmente saludables. Sólo tuve ocasión de recordar los horrores pasados con motivo de las visitas ocasionales que me hicieron las autoridades encargadas de llevar adelante la campaña suscitada por mis declaraciones. A mediados de julio —justo un año después de mi aventura en Innsmouth— pasé una semana en Cleveland con la última familia de mi difunta madre. Durante esos días me dediqué a confrontar los nuevos datos genealógicos que había recogido en Arkham, con diversas notas, historias familiares y documentos testamentarios que conservaba allí mi familia. Mi objeto era restablecer un árbol genealógico familiar completo y coherente.

Mentiría si dijese que disfruté con este trabajo; el ambiente de la casa de los Williamson siempre me había deprimido. En él había como una continua tensión morbosa. De pequeño, a mi madre no le gustaba que fuera a visitar a sus padres; en cambio, cuando su padre venía a Toledo, ella lo trataba con mucho cariño. Mi abuela materna era de Arkham, y siempre me inspiró un sentimiento extraño, casi de terror. Cuando murió, creo que no lo sentí en absoluto. Tenía yo entonces ocho años. Decían que había muerto de pena por el suicidio de mi tío Douglas, que era su hijo mayor. Este tío Douglas es precisamente el que se pegó un tiro al regreso de un viaje a Nueva Inglaterra, en el curso del cual había consultado los archivos de la Sociedad de Estudios Históricos de Arkham.

Este tío Douglas se parecía mucho a mi abuela, y tampoco me había gustado nunca. Ambos tenían una expresión de fijeza en la mirada, como si no pestañeasen, que me producía una vaga y desagradable inquietud. Mi madre y mi tío Walter no eran así; se parecían a su padre. En cambio el pobre Lawrence, mi primo, hijo de Walter, había sido el vivo retrato de nuestra abuela; al menos hasta que su estado mental hizo necesario recluirle para siempre en un hospital psiquiátrico. Hace cuatro años que no lo he visto, pero mi tío me dio a entender una vez que su estado mental y físico era deplorable. Esta fue probablemente la causa principal de la muerte de su madre que ocurrió dos años antes.

Mi familia de Cleveland la componían mi abuelo y su hijo Walter, viudo ya; pero la casona que habitaban conservaba el ambiente denso y enrarecido de los viejos tiempos. Esta atmósfera me resultaba tan desagradable, que procuré terminar cuanto antes mis investigaciones. Mi abuelo me proporcionó abundante material sobre los Williamson, pero en lo que respecta a los Orne, tuve que recurrir a mi tío Walter, que puso a mi disposición las carpetas donde se guardaban cartas, recortes, legados, fotografías y miniaturas de la familia.

Repasando las cartas y los retratos de los Orne, empecé a sentir una especie de terror hacia mis antepasados. Como he dicho, mi abuela y mi tío Douglas me habían inquietado siempre. Ahora, años después de haber desaparecido, contemplé sus rostros con un profundo sentimiento de aversión. Al principio no podía comprender la razón, pero poco a poco se fue imponiendo a mi subconsciente una especie de comparación, cuya remota posibilidad se negaba a admitir mi razón, Era innegable que la expresión característica de aquellos dos rostros me sugerían algo que antes no habría podido ni sabido comprender. En cambio ahora la sola idea de aceptarla me producía un pánico inenarrable.

Pero aún. sentí una impresión mucho más violenta cuando mi tío me mostró las joyas de los Orne que se guardaban en la caja fuerte de un banco. Algunas de ellas eran exquisitas, realmente primorosas, pero había un estuche con extrañas piezas de orfebrería que habían pertenecido a mi misteriosa bisabuela. Mi tío casi habría preferido no abrir el estuche. Dijo que las piezas estaban adornadas con detalles grotescos y repulsivos, y que nunca, a juicio suyo, habían sido llevadas en público. Sin embargo, mi abuela disfrutaba contemplándolas a solas. Sobre tales joyas habían circulado vagas leyendas que les atribuían cierto poder maléfico. La institutriz de mi bisabuela había dicho que no era conveniente ponérselas en Nueva Inglaterra, pero que en Europa se podían llevar sin peligro.

Al comenzar a desenvolver los objetos, mi tío me pidió que no me dejase impresionar por el extraño efecto de horror que producían los dibujos. Los habían visto varios artistas y arqueólogos; todos aseguraron que se trataba de verdaderas obras de arte, y elogiaron mucho su belleza. Sin embargo, ninguno logró identificar con qué metal habían sido elaboradas las piezas, ni a qué estilo o escuela podían adscribirse. En total se trataba de dos brazaletes, una tiara y una especie de pectoral, Este último estaba ornado con ciertas figuras en relieve de una extravagancia casi insoportable.

Mientras escribo estoy tratando de contener violentamente mis emociones, pero en aquel momento mi cara debió de reflejarlas en el acto. Mi tío se alarmó; dejó a medio desenvolver las joyas y se me quedó mirando con ojos atónitos. Le rogué que continuara, y él me obedeció con renovada repugnancia. Parecía temer alguna reacción mía cuando apareciese la primera pieza, una tiara, pero dudo mucho que se esperase lo que realmente sucedió. De todos modos, yo tampoco me lo esperaba. Lo que pasó fue sencillamente que caí desvanecido, sin decir palabra, igual que en la zanja del ferrocarril, entre las zarzas, el año anterior.

A partir de ese momento mi vida ha sido una pesadilla de lucubraciones y pensamientos tenebrosos. Y a no sé dónde termina la espantosa realidad y dónde comienza la locura. Mi bisabuela era una Marsh de origen desconocido, y su marido había vivido en Arkham... Pero, ¿no dijo el viejo Zadok que Obed Marsh había logrado casar a la hija que le diera su monstruosa segunda esposa, con un individuo de Arkham? ¿Y no había aludido el viejo borracho al parecido de mis ojos con los del capitán Obed? Y también en Arkham el conservador me había dicho que yo tenía los ojos típicos de los Marsh. ¿Era, pues, Obed Marsh mi tatarabuelo? Y entonces, ¿quién, o mejor dicho, qué había sido mi tatarabuela? Pero quizá todo esto no fueran más que desvaríos. Aquellos ornamentos de oro pálido pudieron ser comprados por el padre de mi bisabuela, quienquiera que fuese, a algún marinero de Innsmouth. Y aquella expresión de fijeza impasible de los rostros de mi abuela y mi tío Douglas, el que se suicidó, tal vez no fuese sino un engaño de mis sentidos, pura fantasía nacida de mi experiencia de Innsmouth, cuyo recuerdo aún me hacía estremecer. Pero si. es así, ¿por qué entonces se había quitado la vida mi tío, precisamente después de indagar sobre sus antepasados?

Durante más de dos años he luchado por apartar de mí todos esos pensamientos, algunas veces con éxito. Mi padre me consiguió un empleo en una compañía de seguros, y yo me consagré febrilmente a mi ocupación rutinaria para no pensar. En el invierno de 1930-31, no obstante, empezaron los sueños. Al principio me venían de manera esporádica y solapada; luego, a medida que pasaban las semanas, se hicieron más frecuentes y más vívidos. Ante mí se abrían en sueños grandes espacios acuáticos por los que yo flotaba a través de inmensos pórticos sumergidos y de murallas ciclópeas cubiertas de algas. En un principio soñé con peces grotescos que me acompañaban en mis vagabundeos submarinos. Después comenzaron a aparecer otras formas que me llenaban de horror al despertar, pero que durante el sueño no me causaban el más ligero temor... yo era uno de ellos, llevaba sus mismos adornos, recorría con ellos las sendas de la mar, y juntos orábamos en sus grandiosos templos subacuáticos.

Al despertar no lograba acordarme de todo, pero los fragmentos que recordaba habrían bastado para hacerme pasar por un loco, o quizá por un poeta maldito. Por otra parte, sentía un impulso irracional a apartarme de la vida sana y ordinaria que llevaba, y a lanzarme a las tinieblas y la locura. Combatí este impulso, y mi lucha desesperada fue arruinando mi salud. Finalmente me vi obligado a dejar mi colocación y a vivir encerrado, como un inválido. Sufría alguna desconocida enfermedad del sistema nervioso, que a veces incluso me impedía cerrar los ojos.

Por entonces empecé a estudiarme en el espejo con creciente ansiedad. Nunca es agradable contemplar los lentos estragos que produce la enfermedad, pero en mi caso había algo más, algo sutil e inexplicable. Mi padre debió notarlo también, porque comenzó a mirarme con asombro y casi con espanto. ¿Qué me estaba sucediendo? ¿Acaso me iba pareciendo cada vez más a mi abuela y a mi tío Douglas?

Una noche tuve un sueño terrible. Soñé que me encontraba con mi abuela bajo la mar. Vivía ella en un palacio fosforescente, lleno de terrazas, rodeado de extraños jardines donde nacían corales leprosos y monstruosas flores submarinas, y salía a recibirme con una amabilidad casi burlona. Me dijo que había sufrido una gran metamorfosis y que había regresado a las aguas, que ella no había muerto, sino que había huido a un reino maravilloso que su hijo Douglas había llegado a sospechar, pero cuyos prodigios —destinados también a él— había despreciado al suicidarse. Este reino también me estaba destinado a mí. No podría sustraerme a mi destino. Sería inmortal y viviría para siempre con aquellos que ya existían cuando el hombre aún no había aparecido sobre la faz de la tierra.

También encontré a la misteriosa abuela de mi abuela. Durante ocho mil años, Pth'thya-l'yi-tal era su nombre, había vivido en Y'ha-nthlei, adonde había regresado después de la muerte de su esposo Obed Marsh. Y'ha-nthlei no había sido destruida cuando los hombres de la tierra habían arrojado explosivos a la mar. La habían dañado, pero no destruido. Los Profundos no pueden ser exterminados jamás, aun cuando a veces la magia arcaica de los Primordiales, hoy olvidada, consiga reducirlos a la impotencia. Ahora descansan, pero algún día, cuando despierten plenamente, se levantarán de nuevo para exigir el tributo que el Gran Cthulhu anhela. Ese día atacarán una ciudad más grande que Innsmouth. Su intención es extenderse por toda la superficie del globo, y para ello cuentan con algo terrible que les ayudará en la lucha. Pero el día aún no había llegado. Yo tenía que cumplir una penitencia por haber provocado la muerte de muchos de sus compañeros de tierra firme, pero el castigo no sería duro. Este fue el sueño en que vi por vez primera a un shoggoth. Al verlo, di un grito espantoso y me desperté. Esa misma mañana comprobé ante el espejo que mi rostro tenía, de manera inconfundible, la pinta de Innsmouth.

Por ahora no me he pegado un tiro como mi tío Douglas. He comprado una pistola y a punto he estado de acabar con mi vida, pero tuve un sueño que me disuadió. Mi horror y mi ansiedad se han ido relajando, y en ocasiones me siento extrañamente atraído por las desconocidas profundidades de la mar. Ya no temo a las regiones submarinas. Cuando estoy dormido oigo y hago cosas más bien raras, y me despierto exaltado, gozoso, sin la menor sombra de temor. Creo que no debo esperar como los demás a que me venga la metamorfosis. Si lo hiciera, probablemente mi padre me encerraría en un sanatorio, como encerraron a mi pobre primo Lawrence. Un futuro prodigioso me aguarda en los abismos, y no tardará. ¡Iä-R'lyeh! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Iä! ¡Iä! No, no me pegaré un tiro... ¡Yo no estoy destinado al suicidio!

Urdiré un plan para que pueda escapar mi primo del manicomio y correremos juntos hacia la mágica ciudad de Innsmouth. Nadaremos hasta el arrecife, nos sumergiremos en los negros abismos hasta la ciclópea Y'ha-nthlei,la de las mil columnas. Y allí, en compañía de los Profundos, viviremos por siempre en un mundo de maravilla y de gloria.

<p>Los Sueños De La Casa De La Bruja</p>

Walter Gilman no sabía si fueron los sueños los que provocaron la fiebre, o si fue la fiebre la causa de los sueños. Detrás de todo se agazapaba el horror lacerante y mohoso de la antigua ciudad y de la execrable buhardilla donde escribía, estudiaba y luchaba con cifras y fórmulas cuando no estaba dando vueltas en la mezquina cama de hierro. Sus oídos se estaban sensibilizando de manera poco natural e intolerable, y ya hacía tiempo que había parado el reloj barato de la repisa de la chimenea, cuyo tictac había llegado a parecerle como un tronar de artillería. Por la noche, los rumores de la ciudad oscurecida, el siniestro corretear de las ratas en los endebles tabiques y el crujir de las ocultas tablas en la centenaria casa bastaban para darle la sensación de barahúnda. La oscuridad siempre estaba llena de inexplicables ruidos, y no obstante Gilman se estremecía a veces temiendo que aquellos sonidos se apagaran y le permitieran oír otros rumores más leves que acechaban detrás de ellos.

Se encontraba en la inmutable ciudad de Arkham, llena de leyendas, de apiñados tejados a la holandesa que se tambaleaban sobre desvanes donde las brujas se ocultaron de los hombres del Rey en los oscuros tiempos coloniales. Y en toda la ciudad no había lugar más empapado en recuerdos macabros que el desván que albergaba a Gilman, pues precisamente en esta casa y en este cuarto se había ocultado Keziah Mason, cuya fuga de la cárcel de Salem continuaba siendo inexplicable. Aquello ocurrió en 1692: el carcelero había enloquecido y desvariaba acerca de algo peludo, pequeño y de blancos colmillos que había salido corriendo de la celda de Keziah, y ni siquiera Cotton Mather pudo explicar las curvas y ángulos dibujados sobre las grises paredes de piedra con algún líquido rojo y pegajoso.

Posiblemente Gilman no debiera haber estudiado tanto. El cálculo no euclidiano y la física cuántica bastan para violentar cualquier cerebro, y cuando se los mezcla con tradiciones folklóricas y se intenta rastrear un extraño fondo de realidad multidimensional detrás de las sugerencias espantosamente crueles de las leyendas góticas y de los fantásticos susurros junto a una esquina de la chimenea, apenas puede esperar encontrarse completamente libre de una cierta tensión mental. Gilman era de Haverhill, pero sólo después de haber ingresado en el colegio universitario de Arkham empezó a asociar sus conocimientos matemáticos con las fantásticas levendas de la magia antigua. Algo había en el ambiente de vieja ciudad que actuaba oscuramente sobre su imaginación. Los profesores de la Universidad de Miskatonic le habían recomendado que fuera más despacio y habían reducido voluntariamente sus estudios en varios puntos. Además, le habían prohibido consultar los dudosos tratados antiguos sobre secretos ocultos que se guardaban bajo llave en la biblioteca de la Universidad. Pero estas precauciones llegaron tarde, de modo que Gilman pudo obtener algunos terribles datos del temido Necronomicón de Abdul Alhazred, del fragmentario Libro de Eibon, y del prohibido Unausspreclichen Kulten de Von Junzt, que correlacionó con sus fórmulas abstractas sobre las propiedades del espacio y la conexión de dimensiones conocidas y desconocidas.

Sabía que su cuarto estaba en la antigua Casa de la Bruja; en realidad lo había alquilado por tal motivo. En los archivos del Condado de Essex figuraban numerosos datos acerca del proceso contra Keziah Mason y lo que esta mujer había admitido bajo presión del tribunal de Oyer y Terminer fascinó a Gilman hasta un punto realmente irrazonable. Keziah le había hablado al juez Hathorne de líneas y curvas que podían trazarse para señalar direcciones, a través de los muros del espacio, hacia otros espacios de más allá insinuando que tales líneas y curvas eran utilizadas frecuentemente en ciertas reuniones de medianoche celebradas en el sombrío valle de la piedra blanca, situado más allá de la Loma del Prado, y en el islote desierto del río. También había hablado del Hombre Negro, del juramento que ella había prestado y de su nuevo nombre secreto, Nahab. Tras de lo cual trazó aquellas figuras en la pared de su celda y desapareció.

Gilman creía cosas extrañas acerca de Keziah, y sintió un raro estremecimiento al enterarse de que la casa en que había vivido la anciana seguía en pie después de más de doscientos treinta y cinco años. Cuando oyó los rumores que corrían por Arkham entre susurros acerca de la persistente presencia de Keziah en la antigua casa y en los estrechos callejones, acerca de marcas irregulares, como de dientes humanos, observadas en ciertos durmientes de aquella y de otras casas, acerca de los gritos infantiles oídos la víspera del Día de Mayo y en el Día de Todos los Santos, del hedor percibido en el ático del viejo edificio precisamente después de esos días temidos, y acerca de la cosa pequeña y peluda, de afilados dientes, que rondaba por la vieja casa y por laciudad y acariciaba a la gente curiosamente con el hocico en las oscuras horas que preceden al amanecer, decidió vivir allí a toda costa. Una habitación resultaba fácil de obtener, pues la casa era impopular y dificil de alquilar y desde hacía tiempo se dedicaba a alojamiento barato. No hubiera podido decir lo que esperaba encontrar allí, pero sabía que deseaba estar en aquel edificio donde alguna circunstancia había dado, más o menos repentinamente, a una vulgar anciana del siglo XVII, un atisbo de profundidades matemáticas tal vez más atrevidas que las más modernas elucubraciones de Planck, Heisenberg, Einstein y de Sitter.

Estudió las maderas y las paredes de yeso en busca de dibujos crípticos en los lugares accesibles donde se había desprendido el empapelado, y al cabo de menos de una semana logró alquilar el ático del este en donde se decía que Keziah se había dedicado a la brujería. Había estado desalquilado desde el principio, ya que nadie se había mostrado dispuesto a ocuparlo por mucho tiempo, pero el patrón polaco tenía miedo de alquilarlo. Sin embargo, nada en absoluto le ocurrió a Gilman hasta que le dio la fiebre. Ninguna Keziah fantasmal merodeó en los sombríos pasillos o en los aposentos, ninguna cosa pequeña y peluda se deslizó al interior del tétrico cuarto para hocicar a Gilman, ni éste encontró rastros de los conjuros de la bruja pese a su constante búsqueda. Algunas veces, paseaba por el oscuro laberinto de callejuelas sin pavimentar y que olían a moho, donde las misteriosas casas pardas de ignorada antigüedad se inclinaban, se tambaleaban v hacían muecas burlonas a través de las ventanas de pequeños cristales. Sabía que allí habían ocurrido en otros tiempos cosas extrañas, y flotaba en el aire una vaga sugerencia de que quizá no todo lo perteneciente a aquel pasado anómalo había desaparecido, al menos en las callejuelas más oscuras, estrechas e intrincadamente retorcidas. En dos ocasiones remó también hasta el maldecido islote del río e hizo un croquis de los extraños ángulos descritos por las hileras de piedras grises cubiertas de crecido musgo que allí se alzaban y cuyo origen era oscuro e inmemorial.

La habitación de Gilman era de buen tamaño pero de forma irregular; la pared del norte se inclinaba perceptiblemente hacia el interior mientras que el techo, de poca altura, bajaba suavemente en igual dirección. Aparte de un evidente agujero correspondiente a un nido de ratas y los rastros de otros tapados, no había entrada ninguna, ni señales de que la hubiera habido, al espacio que debía de existir entre la pared inclinada y la recta pared exterior de la parte norte de la casa, aunque desde el exterior se veía una ventana que había sido tapiada en un tiempo muy remoto. El desván situado encima del techo, que debía haber tenido inclinado el suelo, era asimismo inaccesible. Cuando Gilman subió con una escalera al desván lleno de telarañas que quedaba directamente encima de su habitación, encontró vestigios de una abertura antigua hermética y pesadamente cerrada con antiguos tablones y asegurada con fuerte estacas de madera, corrientes en la carpintería de los tiempos coloniales. Sin embargo, el casero, a pesar de sus muchos ruegos, se negó a permitirle investigar lo que había de trás de aquellos espacios cerrados.

A medida que transcurría el tiempo, aumentó su interés por la pared y el techo de su cuarto, pues comenzó a adivinar en los extraños ángulos de la construcción un significa do matemático que parecía brindar vagos indicios a su objetivo. La vieja hechicera podía haber tenido muy buenas razones para vivir en una habitación de extraños ángulos ¿acaso no decía haber traspasado los límites del mundo espacial conocido a través de ciertos ángulos? Su interés fu desviándose gradualmente de los espacios vacíos situados a otro lado de las paredes inclinadas, pues ahora parecía que la finalidad de tales superficies atañía al lado del cual se encontraba.

La fiebre y los sueños comenzaron a principios de febrero. Durante algún tiempo, parece que los extraños ángulos de la habitación de Gilman tuvieron sobre él un raro efecto casi hipnótico; y, a medida que el sombrío invierno avanzaba, se encontró contemplando con creciente intensidad la esquina en donde el techo descendente se unía con la pared inclinada. En aquella época, le preocupó gravemente su incapacidad para concentrarse en sus estudios y comenzó a temer seriamente por los resultados de los exámenes parciales. También le molestaba aquel exacerbado sentido de la audición. La vida se había convertido para él en una persistente y casi insufrible cacofonía, y tenía la constante y amedrentadora impresión de percibir otros sonidos procedentes, tal vez, de regiones situadas más allá de la vida, temblando al mismo borde de la percepción. En cuanto a ruidos concretos, los peores eran los que hacían las ratas en los antiguos tabiques. A veces, su rascar parecía no sólo furtivo, sino deliberado. Cuando llegaba desde más allá de la pared inclinada del norte, estaba mezclado con una especie de castañeteo seco; y cuando procedía del desván situado encima del techo inclinado, clausurado hacía más de un siglo, Gilman siempre se preparaba para lo peor, como si esperara algo horrible que sólo aguardara su momento antes de bajar para aniquilarlo totalmente.

Los sueños estaban más allá del límite de la cordura, y Gilman pensaba que eran resultado conjunto de sus estudios de matemáticas y de sus lecturas sobre leyendas populares. Había estado pensando demasiado en las vagas regiones que, según sus fórmulas, tenían que existir más allá de las tres dimensiones conocidas, y en la posibilidad de que la vieja Keziah Mason, guiada por alguna influencia imposible de conjeturar, hubiera encontrado la puerta de acceso a aquellas regiones. Los amarillentos legajos del juzgado del distrito que contenían el testimonio de aquella mujer y el de sus acusadores sugerían terriblemente cosas fuera del alcance de la experiencia humana, y las descripciones del frenético y pequeño objeto peludo que le hacía las veces de demonio familiar eran desagradablemente realistas, a pesar de ser increíblemente detalladas.

Ese ser, de tamaño no mayor que el de una rata grande y al que las gentes del pueblo llamaban caprichosamente «Brown Jenkin», parecía haber sido fruto de un notable caso de sugestión colectiva, pues en 1692 no menos de doce personas atestiguaron haberío visto. También los rumores recientes acerca de él coincidían de una manera desconcertante e incomprensible. Los testigos decían que tenía el pelo largo y forma de rata, pero que la cara, con afilados dientes y barba, era diabólicamente humana, en tanto que sus zarpas parecían diminutas manecillas. Llevaba recados de la vieja al diablo y se alimentaba con la sangre de la hechicera que sorbía como un vampiro. Su voz era una especie de risita detestable y podía hablar todos los idiomas. De las múltiples monstruosidades que Gilman veía en sus pesadillas ninguna le provocaba tanto pavor y repugnancia como aquel malvado y diminuto híbrido, cuya imagen se le presentaba en forma mil veces más odiosa de lo que su mente despierta había deducido de los viejos legajos y los rumores modernos.

Las pesadillas de Gilman consistían por lo general en soñar que caía en abismos infinitos de inexplicable crepúsculo coloreado y llenos de confusos sonidos, abismos cuyas propiedades materiales y de gravitación Gilman ni siquiera podía concebir. En sus sueños ni caminaba ni trepaba, ni volaba ni nadaba, ni reptaba; pero siempre experimentaba una sensación de movimiento, en parte voluntaria y en parte involuntario. No podía juzgar bien acerca de su propio estado, pues brazos, piernas y torso siempre le resultaban imposibles de ver, desvanecidos en alguna clase de alteración de la perspectiva; pero percibía que su organización física y sus facultades quedaban transmutadas de manera mágica y proyectadas oblicuamente, aunque conservando una cierta grotesca relación con sus proporciones y propiedades normales.

Los abismos no estaban vacíos, sino poblados de indescriptibles masas anguladas de sustancia de colorido ajeno a este mundo, algunas de las cuales parecían orgánicas y otras inorgánicas. Algunos de los objetos orgánicos tendían a despertar vagos recuerdos dormidos, aunque no podía formarse una idea consciente de lo que burlonamente imitaban o sugerían. En los últimos sueños empezó a distinguir categorías independientes en las que los objetos parecían dividirse y que suponían en cada caso una especie radicalmente distinta de normas de conducta y de motivación básica. De estas categorías, una le pareció que incluía objetos algo menos ilógicos y desatinados en sus movimientos que los pertenecientes a las demás.

Todos los objetos, tanto los orgánicos como los inorgánicos, eran completamente indescriptibles, e incluso incomprensibles. A veces Gilman comparaba los inorgánicos a prismas, a laberintos, a grupos de cubos y planos, y a edificios ciclópeos; y las cosas orgánicas le daban sensaciones diversas, de conjuntos de burbujas, de pulpos, de ciempiés, de ídolos indios vivos y de intrincados arabescos vivificados por una especie de animación ofidia. Todo cuanto veía era indescriptiblemente amenazador y terrible, y si uno de los entes orgánicos parecía, por sus movimientos, haberse fijado en él, sentía un terror tan espantoso y horrible que generalmente se despertaba sobresaltado. De cómo se movían los entes orgánicos no podía decir más que de cómo se movía él mismo. Con el tiempo observó otro misterio: la tendencia de ciertos entes a aparecer repentinamente procedentes del espacio vacío, o a desvanecerse con igual rapidez. La confusión de gritos y rugidos que retumbaba en los abismos desafiaba todo análisis en cuanto a tono, timbre o ritmo, pero parecía estar sincronizada con vagos cambios visuales de todos los objetos indefinidos, tanto orgánicos como inorgánicos. Gilman experimentaba el continuo temor de que pudiera elevarse hasta algún grado insufrible de intensidad durante alguna de sus oscuras e implacables fluctuaciones.

Pero no era en estas vorágines de alienación total cuando veía a Brown jenkin. Aquel horror abominable estaba reservado para ciertos sueños más ligeros y vívidos que le asaltaban inmediatamente antes de caer profundamente dormido. Gilman permanecía echado en la oscuridad, luchando para mantenerse despierto, cuando una leve claridad parecía relucir en torno a la centenaria habitación revelando en una neblina violácea la convergencia de los planos angulados que de manera tan insidiosa se habían apoderado de su mente. El horror parecía salir del agujero de las ratas en el rincón y avanzar hacia él, deslizándose por las tablas del suelo combado, con una maligna expectación en su diminuto y barbado rostro humano; pero, afortunadamente, el sueño siempre se desvanecía antes que la aparición se acercara demasiado a él para acariciarlo con el hocico. Tenía los dientes diabólicamente largos, afilados y caninos. Gilman trataba de taponar el agujero de las ratas todos los días, pero noche tras noche los verdaderos habitantes de los tabiques roían la obstrucción, fuera lo que fuera. En una ocasión hizo que el casero clavara una lata sobre el orificio, pero a la noche siguiente las ratas habían abierto un nuevo agujero, y al hacerlo habían empujado o arrastrado un curioso trocito de hueso.

Gilman no informó de su fiebre al doctor, pues sabía que si ingresaba en la enfermería de la Universidad no podría pasar los exámenes, para cuya preparación necesitaba todo su tiempo. Aun así, le suspendieron en cálculo diferencial y en psicología general superior, aunque le quedaba la esperanza de recuperar el terreno perdido antes de terminar el curso.

En marzo, un nuevo elemento entró a formar parte de su sueño preliminar, y la forma de pesadilla de Brown jenkin comenzó a verse acompañada por una nebulosa sombra que fue asemejándose cada vez más a una vieja encorvado. Este nuevo elemento le trastornó más de lo que pudiera explicar, pero acabó por decidir que era igual a una vieja con la que se había encontrado dos veces en el oscuro laberinto de callejas de los abandonados muelles. En aquellas ocasiones, la mirada maliciosa, sardónica y aparentemente injustificada de la bruja, casi le había hecho estremecer, especialmente la primera vez, cuando una rata de gran tamaño, que atravesó la boca en sombras de un callejón vecino, le hizo pensar irrazonablemente en Brown jenkin. Y pensó que aquellos temores nerviosos se estaban reflejando ahora en sus desordenados sueños.

No podía negar que la influencia de la vieja casa era nociva, pero los restos de su morboso interés le retenían allí. Se dijo que las fantasías nocturnas se debían sólo a la fiebre, y que cuando desapareciera se vería libre de las monstruosas visiones. No obstante, aquellas apariciones tenían una absorbente vivacidad y resultaban convincentes, y siempre que despertaba conservaba una vaga sensación de haber vivido gran parte de lo que recordaba. Tenía la horrenda certidumbre de haber hablado en sueños olvidados con Brown jenkin y con la bruja, los cuales le habían apremiado para que fuese a alguna parte con ellos a encontrarse con un tercer ser más poderoso.

Hacia finales de marzo empezó a mejorar en matemáticas, aunque las otras asignaturas le fastidiaban de un modo creciente. Estaba adquiriendo una habilidad intuitiva para resolver ecuaciones riemannianas, y asombró al profesor Upham con su comprensión de la cuarta dimensión v de otros problemas que sus compañeros ignoraban. Una tarde se discutió la posible existencia de curvaturas caprichosas en el espacio y de puntos teóricos de aproximación, o incluso de contacto, entre nuestra parte del cosmos y otras regiones diversas tan remotas como las estrellas más lejanas o los mismos vacíos transgalácticos, e incluso tan fabulosamente distantes como unidades cósmicas hipotéticamente concebibles más allá del continuo tiempo-espacio einsteniano. La forma en que Gilman trató el tema dejó admirados a todos, aunque algunas de sus ilustraciones hipotéticas provocaron un aumento de las siempre abundantes habladurías sobre su nerviosa y solitaria excentricidad. Lo que hizo que los estudiantes sacudieran la cabeza fue su teoría sobriamente enunciada de que un hombre con conocimientos matemáticos fuera del alcance de la mente humana podía pasar de la Tierra a otro cuerpo celeste que se encontrara en uno de los infinitos puntos de la configuración cósmica.

Para ello, dijo, sólo serían necesarias dos etapas: primero, salir de las esfera tridimensional que conocemos, y segundo, regresar a la esfera de las tres dimensiones en otro punto, tal vez infinitamente lejano. Que esto se pudiera hacer sin perder la vida era concebible en muchos casos. Cualquier ser procedente de un lugar del espacio tridimensional podría sobrevivir probablemente en la cuarta dimensión; y la supervivencia en la segunda etapa dependería de qué parte extraña del espacio tridimensional eligiera para su reentrada. Los habitantes de algunos planetas podían vivir en otros, incluso en astros pertenecientes a otras galaxias o a similares fases dimensionales de otro continuo espacio-tiempo, aunque, naturalmente, debía existir un inmenso número de ellos mutuamente inhabitables, aunque fueran cuerpos o zonas espaciales matemáticamente yuxtapuestos.

También era posible que los habitantes de una zona dimensional determinada pudieran soportar la entrada en muchos dominios desconocidos e incomprensibles de dimensiones más numerosas, o indefinidamente multiplicadas, de dentro o de fuera del continuo tiempo-espacio dado, y lo contrario podría darse. Esto era cuestión de conjetura, aunque se podía estar bastante seguro de que el tipo de mutación que supondría pasar de un plano dimensional dado al plano inmediatamente superior no destruiría la integridad biológica tal como la entendemos. Gilman no podía explicar muy claramente las razones que tenía para esta última suposición, pero su vaguedad en este punto quedaba más que compensada por su claridad al tratar otros temas muy complejos. Al profesor Upham le causó especial placer su demostración de la relación que existía entre las matemáticas superiores y ciertas fases de la magia transmitidas a lo largo de los milenios desde tiempos de indescriptible antigüedad, humanos o prehumanos, cuando se tenían mayores conocimientos acerca del cosmos y de sus leyes.

Alrededor del 1 de abril, Gilman estaba muy preocupado porque la fiebre no desaparecía. También le inquietaba lo que sus compañeros de hospedaje decían acerca de su sonambulismo. Parece que se ausentaba frecuentemente de la cama, y los crujidos de la madera del suelo de su habitación a ciertas horas de la noche despertaron más de una vez al huésped de la habitación de abajo. Aquel sujeto habló también del ruido de pies calzados durante la noche; pero Gilman estaba seguro de que en esto se equivocaba, porque sus zapatos y también el resto de la ropa siempre estaban en su sitio por la mañana. En aquella casa vieja y deteriorada podían experimentarse las sensaciones más absurdas. ¿Acaso el propio Gilman no estaba seguro de oír, en pleno día, ciertos ruidos, aparte del rascar de las ratas, procedentes de las negras bóvedas situadas más allá de la pared inclinada v del techo descendente? Sus oídos, de sensibilidad patológica, comenzaron a captar débiles pasos en el desván, cerrado desde tiempo inmemorial, encima de su habitación, y algunas veces la ilusión de tales pasos tenía un realismo angustioso.

Sin embargo, sabía que su sonambulismo era cierto, pues dos noches habían encontrado vacía su habitación con toda la ropa en su lugar. Se lo había asegurado Frank Elwood, el compañero de estudios, cuya pobreza le había obligado a hospedarse en aquella escuálida casa, de manifiesta impopularidad. Elwood había estado estudiando hasta la madrugada, y subió para que Gilman le ayudara a resolver una ecuación diferencial, encontrándose con que no estaba en su cuarto. Había sido algo atrevido de su parte abrir la puerta, que no estaba cerrada con llave, después de llamar y no recibir respuesta, pero necesitaba ayuda y pensó que a Gilman no le importaría demasiado que lo despertara suavemente. Pero Gilman no estaba allí ninguna de las dos veces, y cuando Elwood le contó lo sucedido se preguntó dónde podía haber estado vagando, descalzo y sólo con sus ropas de dormir. Decidió investigar el asunto si continuaban las noticias acerca de sus paseos sonámbulos, y pensó en esparcir harina sobre el suelo del pasillo para averiguar a dónde se dirigían sus pisadas. La puerta era la única salida concebible, ya que la estrecha ventana daba al vacío.

Avanzado el mes de abril, llegaron a oídos de Gilman, aguzados por la fiebre, las dolientes plegarias de un hombre supersticioso que arreglaba telares llamado Joe Mazurewicz, y cuya habitación se encontraba en la planta baja. Mazurewicz había contado absurdas historias acerca del fantasma de la vieja Keziah y de aquel ser husmeante, peludo y de dientes afilados, afirmando que algunas veces le perseguían de tal manera que sólo su crucifijo de plata (que con ese propósito le había regalado el padre lwanicki, de la iglesia de San Estanislao) podía darle algún alivio. Ahora rezaba porque se acercaba el Sabbath de las brujas. La víspera del primero de mayo era la Noche de Walpurgis, cuando los espíritus infernales vagaban por la tierra y todos los esclavos de Satanás se congregaban para entregarse a ritos y actos indecibles. Siempre era una mala fecha en Arkham, aunque la gente de categoría de la avenida Miskatonic y de las High y Saltonstall Streets pretendían no saber nada acerca de ello. Ocurrirían cosas desagradables, y probablemente desaparecerían uno o dos niños. Joe sabía de estas cosas, pues su abuela, en su país de origen, lo había oído de labios de la suya. Lo más prudente era rezar el rosario en este período. Hacía tres meses que ni Keziah ni Brown jekin se habían acercado a la habitación de joe, ni a la de Paul Choynski, ni a ningún otro sitio, y esto era un mal síntoma. Algo deberían estar tramando.

El día 16, Gilman fue al consultorio del médico y se sorprendió al comprobar que su temperatura no era tan alta como había temido. El médico le interrogó a fondo y le aconsejó que fuese a ver a un especialista de los nervios. Gilman se alegró de no haber consultado al médico de la Universidad, un hombre más inquisitivo. El viejo Waldron, que ya anteriormente le había restringido el trabajo, le hubiera obligado a tomarse un descanso, cosa imposible ahora que estaba a punto de obtener grandes resultados con sus ecuaciones. Se encontraba indudablemente próximo a la frontera entre el universo conocido y la cuarta dimensión, y nadie era capaz de predecir hasta dónde podría llegar.

A veces se preguntaba sobre el motivo de tan extraña confianza, incluso cuando pensaba así. ¿Provenía este peligroso sentido de inminencia de las fórmulas con que cubría tantos papeles día tras día? Los pasos amortiguados, furtivos e imaginarios del clausurado desván le alteraban. Y ahora, además, tenía la creciente sensación de que alguien estaba tratando de persuadirle constantemente de que hiciera algo terrible que no podía hacer. ¿Y el sonambulismo? ¿A dónde iba algunas noches? ¿Qué era aquella leve sugerencia de sonido que a veces parecía vibrar a través de la confusión de rumores identificables, incluso a plena luz del día y en plena vigilia? Su ritmo no correspondía a nada terreno, como no fuera a la cadencia de uno o dos innombrables cantos de aquelarre, y algunas veces temía que correspondieran a ciertos atributos de los vagos gritos o rugidos oídos en aquellos abismos soñados totalmente extraños.

En tanto los sueños se iban haciendo atroces. En la fase preliminar más ligera la vieja malvada se le aparecía claramente, y Gilman comprendió que era la que le había atemorizado en los barrios pobres. La encorvado espalda, la nariz ganchuda y la barbilla llena de arrugas eran inconfundibles, y sus ropas pardas e informes eran las que él recordaba. La cara de la vieja tenía una expresión de horrible malevolencia y exultación, y cuando Gilman despertaba podía recordar una voz cascada que persuadía y amenazaba. Gilman tenía que conocer al Hombre Negro e ir con ellos hasta el trono de Azatoth, en el mismo centro del Caos esencial. Esto era lo que decía la bruja. Tendría que firmar en el libro de Azatoth con su propia sangre y adoptar un nuevo nombre secreto, ahora que sus investigaciones independientes habían llegado tan lejos. Lo que le impedía ir con ella v Brown Jenkin y el otro al trono del Caos, en torno del cual tocan las agudas flautas descuidadamente, era porque había visto el nombre «Azatoth» en el Necronomicón, v sabia que correspondía a un mal primordial demasiado horrible para ser descrito.

La vieja se materializaba siempre cerca del rincón donde se unían la pared inclinada y el techo descendente. Parecía cristalizarse en un punto más cercano al techo que al suelo, y cada noche se acercaba un poco más y era más visible antes de que el sueño se desvaneciera. También Brown jenkin estaba un poco más cerca del final, y sus colmillos amarillentos relucían odiosamente en la fosforescencia sobrenatural de color violeta. Su repulsiva risita de tono agudo resonaba continuamente en la cabeza de Gilman, y por la mañana recordaba cómo había pronunciado las palabras «Azatoth» y «Nyarlathotep».

En los sueños más profundos todas las cosas eran también más visibles, y Gilman tenía la sensación de que los abismos en penumbra crepuscular que le rodeaban eran los de la cuarta dimensión. Los entes orgánicos, cuyos movimientos parecían inconsecuentes y sin motivo, eran probablemente proyecciones de formas vitales procedentes de nuestro propio planeta, incluidos los seres humanos. Lo que fueran los otros en su propia esfera, o esferas dimensionales, no se atrevía a pensarlo. Dos de las cosas movedizas menos incongruentes, un conjunto bastante grande de iridiscentes burbujas esferoidales alargadas, y un poliedro mucho más pequeño de colores desconocidos y ángulos formados por superficies y que cambiaban a gran velocidad, parecían observarle y seguirle de un lado a otro o flotar delante de él a medida que cambiaba de posición entre gigantescos prismas, laberintos, racimos de cubos y planos, y formas que casi eran edificios; y continuamente los gritos y rugidos se hacían cada vez más estentóreos, como si acercaran algún monstruoso clímax de insoportable intensidad.

En la noche del 19 al 20 de abril sucedió algo nuevo. Gilman estaba moviéndose, medio involuntariamente, por los abismos en penumbra con la masa burbujeante y el pequeño poliedro flotando delante, cuando percibió los ángulos de extraña regularidad que formaban los bordes de unos gigantescos grupos de prismas vecinos. Unos segundos después se hallaba fuera del abismo tembloroso, de pie en una rocosa ladera bañada por una intensa y difusa luz de color verde. Estaba descalzo y en ropa de dormir, y cuando trató de andar encontró que apenas podía levantar los pies. Un torbellino de vapor ocultaba todo menos la pendiente inmediata, y se estremeció al pensar en los sonidos que podían surgir de aquel vapor.

Vio entonces dos formas que se le acercaban arrastrándose con gran dificultad: la vieja y la pequeña cosa peluda. La bruja se puso trabajosamente de rodillas y consiguió cruzar los brazos de singular manera, en tanto que Brown jenkin señalaba en cierta dirección con una zarpa horriblemente antropoide que levantó con evidente dificultad. Movido por un impulso involuntario, Gilman se arrastró en la dirección señalada por el ángulo que formaban los brazos de la bruja y la diminuta garra del diabólico engendro, y antes de dar tres pasos arrastrando los pies se encontró nuevamente en los ensombrecidos abismos. Bullían a su alrededor formas geométricas, y cayó vertiginosa e interminablemente, para acabar despertando en su lecho, en la buhardilla demencialmente inclinada de la vieja casa embrujada.

Por la mañana se sintió sin fuerzas para nada, y no asistió a ninguna de las clases. Alguna desconocida atracción dirigía su vista en una dirección al parecer incongruente. pues no podía evitar el mirar fijamente a cierto punto vacío del suelo. Según fue avanzando el día, su mirada sin vista cambió de situación, y para mediodía había dominado el impulso de contemplar el vacío. A eso de las dos salió a comer, y mientras recorría las angostas callejuelas de la ciudad se encontró girando siempre hacia el sudeste. Con gran esfuerzo se detuvo en una cafetería de Church Street, y después del almuerzo sintió el misterioso impulso con mayor intensidad.

Tendría que consultar a un especialista de los nervios después de todo, pues tal vez aquello estuviera relacionado con su sonambulismo, pero mientras tanto podría intentar al menos romper por sí mismo el morboso encantamiento. Indudablemente, era aún capaz de resistir el misterioso impulso, de modo que se dirigió deliberadamente y muy decidido hacia el norte por Garrison Street. Cuando llegó al puente que cruza el Miskatonic le corría un sudor frío, y se agarró a la barandilla de hierro mientras contemplaba el islote de mala fama, cuyas regulares ringleras de antiguas piedras en pie parecían cavilar sombríamente en medio del sol de la tarde.

Y algo le sobresaltó entonces. Pues había un ser vivo claramente visible en el desolado islote, y al volver a mirar se dio cuenta de que era la extraña vieja cuyo siniestro aspecto tanto le había impresionado en sus sueños. También se movían las altas hierbas cerca de ella, como si algún otro ser vivo se estuviese arrastrando por el suelo. Cuando la vieja empezó a volverse hacia él, Gilman huyó precipitadamente del puente v se refugió en el laberinto de callejas del muelle. Aunque el islote estaba a buena distancia, sintió que un maleficio monstruoso e invencible podía brotar de la sardónica mirada de aquella figura encorvado y vieja vestida de marrón.

La atracción hacia el sudeste todavía continuaba, y Gilman tuvo que hacer un gran esfuerzo para arrastrarse hasta la vieja casa y subir las desvencijadas escaleras. Estuvo varias horas sentado, silencioso y enajenado, mientras su mirada se iba volviendo paulatinamente hacia el Oeste. A eso de las seis, su aguzado oído oyó las dolientes plegarias de Joe Mazurewicz dos pisos más abajo; cogió desesperado el sombrero y salió a la calle dorada por el atardecer, dejando que el impulso que lo empujaba hacia el Sudeste lo llevara adonde quisiera. Una hora más tarde la oscuridad le encontró en los campos abiertos que se extendían más allá de Hangmas Brook, mientras las estrellas primaverales parpadeaban sobre su cabeza. El fuerte impulso de andar se estaba transformando gradualmente en anhelo de lanzarse místicamente al espacio, y entonces, repentinamente, supo de dónde procedía la fortísima atracción.

Era del cielo. Un punto definido entre las estrellas ejercía dominio sobre él y lo llamaba. Al parecer era un punto situado en algún lugar entre la Hidra y el Navío Argos, y comprendió que hacia él se había sentido impulsado desde que despertó poco después de amanecer. Por la mañana había estado debajo de él, y ahora se encontraba aproximadamente hacia el sur, pero deslizándose hacia el oeste. ¿Qué significaba esta novedad? ¿Se estaba volviendo loco? ¿Cuánto duraría? Afianzándose en su resolución, dio la vuelta y se encaminó una vez más hacia la siniestra casa.

Mazurewicz le estaba aguardando en la puerta y parecía ansioso y reticente a la vez por susurrarle alguna nueva historia supersticiosa. Se trataba de la luz maléfica. joe había participado en los festejos de la noche anterior —era el Día del Patriota en Massachussetts—, regresando a casa después de medianoche. Al mirar hacia arriba desde afuera, le pareció al principio que la ventana de Gilman estaba a oscuras, pero luego vio en el interior el tenue resplandor de color violeta. Quería advertirle sobre ese resplandor, ya que en Arkham todos sabían que era la luz embrujada que rodeaba a Brown Jenkin y al fantasma de la propia bruja. No lo había mencionado antes, pero ahora tenía que decirlo, porque significaba que Keziah y su familiar de largos colmillos andaban detrás del joven. Algunas veces, Paul Chovnski, Dombrowski, el casero, y él habían creído ver el resplandorfiltrándose por entre las rendijas del clausurado desván, encima de la habitación que ocupaba el señor, pero los tres habían acordado no hablar del asunto. Sin embargo, más le valdría al señor buscar habitación en algún otro lugar y pedir un crucifijo a algún buen sacerdote como el padre lwanicki.

Mientras charlaba el buen hombre, Gilman sintió que un pánico desconocido le aferraba la garganta. Sabía que Joe debía estar medio borracho al regresar a casa la noche antes, pero la mención de una luz violácea en la ventana de la buhardilla tenía una espantosa importancia. Aquella era la clase de luz que envolvía siempre a la vieja y al pequeño ser peludo en los sueños más ligeros y claros que precedían a su hundimiento en abismos desconocidos, y la idea de que una persona despierta pudiera ver la soñada luminosidad resultaba inconcebible. Sin embargo, ¿de dónde había sacado aquel hombre tan extraña idea? ¿Acaso no se había limitado él a vagar dormido por la casa, sino que también había hablado? No, joe dijo que no. Pero tendría que averiguarlo. Tal vez Frank Elwood pudiera decirle algo, aunque le molestaba mucho preguntarle.

Fiebre.... sueños insensatos..., sonambulismo..., ilusión de ruidos.... atracción hacia un punto del cielo.... y ahora la sospecha de decir dormido cosas de loco... Tenía que dejar de estudiar, ver a un psiquiatra y procurar dominarse. Cuando subió al segundo piso se detuvo ante la puerta de Elwood, pero vio que el otro estudiante había salido. Siguió subiendo a disgusto hasta su habitación, y en ella se sentó a oscuras. Su mirada continuaba sintiéndose atraída hacia el sur, pero también se encontró aguzando el oído para captar algún ruido en el clausurado desván de arriba, y medio imaginando que una maléfica luminosidad violácea se filtraba a través de una rendija muy pequeña del techo inclinado y bajo.

Aquella noche, mientras Gilman dormía, la luz violeta cayó sobre él con inusitada intensidad, y la bruja y el pequeño ser peludo se acercaron más que nunca y se mofaron de él con agudos chillidos inhumanos y diabólicas muecas. Gilman se alegró de hundirse en los abismos crepusculares, aunque la persecución de aquel grupo de burbujas iridiscentes y del pequeño y caleidoscópico poliedro resultaba amenazadora e irritante. Luego sobrevino un cambio, cuando vastas superficies convergentes de una sustancia de aspecto escurridizo aparecieron encima y debajo de él, cambio que culminó con una llamarada de delirio y un resplandor de luz desconocida y extraña, en la cual se mezclaban demencial e inextricablemente el amarillo, el carmesí y el índigo.

Estaba medio tumbado en una alta azotea de fantástica balaustrada que dominaba una infinita selva de exóticos e increíbles picos, superficies planas equilibradas, cúpulas, minaretes, discos horizontales en equilibrio sobre pináculos e innumerables formas aún más descabelladas, unas de piedra, otras de metal, que relucían magníficamente en medio de la compuesta y casi cegadora luz que sobre todo ello derramaba un cielo polícromo. Mirando hacia arriba vio tres discos prodigiosos de fuego, todos ellos de diferente color 5 situados a distinta altura por encima de un curvado hori’zonte, infinitamente lejano, de bajas montañas. Detrás de él se elevaban filas de terrazas más altas hasta donde alcanzaba la vista. La ciudad se extendía a sus pies hasta donde alcanzaba la vista, y Gilman deseó que ningún sonido brotara de ella.

El suelo del cual se levantó fácilmente era de una piedra veteada y bruñida que no pudo identificar, y las baldosas estaban cortadas en formas caprichosas, que más que asimetricas le parecieron estar basadas en alguna simetría irrracional, cuyas leyes era incapaz de entender. La balaustrada lellegaba hasta el pecho y estaba delicada y fantásticamente forjada, y a lo largo del barandal se veían intercaladas, de trecho en trecho, pequeñas figuras de grotesca concepción y exquisita talla. Las figuras lo mismo que la balaustrada parecían ser de un metal brillante, cuyo color no se podía adivinar en el caos de mezclados fulgores, y cuya naturaleza invalidaba todas las conjeturas. Representaban algún objeto acanalado en forma de barril y con delgados brazos horizontales que salían como radios de rueda de un anillo central y con abultamientos o bulbos que salían de la cabeza y de la base. Cada uno de estos bulbos era el eje de un sistema de cinco brazos, largos, planos, rematados en triángulos dispuestos alrededor del eje, como los brazos de una estrella de mar, casi horizontales, pero ligeramente curvados desde el barril central. La base del bulbo inferior se fundía en el largo barandal con un punto de contacto tan delicado que varias figuras se habían roto y desprendido. Medían éstas alrededor de cuatro pulgadas y media de altura, Y los aguzados brazos tenían un diámetro máximo de unas dos pulgadas v media.

Cuando Gilman se levantó, las losas le dieron una sensación de calor en los pies. Estaba completamente solo, y lo primero que hizo fue acercarse a la balaustrada y contemplar con vértigo la infinita y ciclópea ciudad que se extendía a casi dos mil pies por debajo de la terraza. Mientras escuchaba, le pareció que una rítmica confusión de tenues sonidos musicales que recorrían una amplia escala diatónico ascendía desde las estrechas calles de abajo, y deseó poder ver a los habitantes del lugar. Al cabo de un rato se le nubló la vista, y hubiera caído al suelo de no haberse agarrado instintivamente a la reluciente balaustrada. Su mano derecha fue a dar en una de las figuras que sobresalían, y el contacto pareció infundirle cierta fortaleza. Sin embargo, la presión era excesiva para la exótica delicadeza de aquel objeto metálico, y la figura erizada se le rompió en la mano. Aún medio mareado, continuó apretándola mientras su otra mano se agarraba a un espacio vacío en la lisa balaustrada.

Pero ahora sus oídos hipersensibles captaron algo a sus espaldas, y Gilman volvió la cabeza y miró a través de la horizontal terraza. Vio cinco figuras que se acercaban silenciosamente, aunque sus Movimientos no eran furtivos; dos de ellas eran la vieja y el animalejo peludo y de afilados colmillos. Las otras tres fueron las que le redujeron a la inconsciencia, pues eran representaciones vivas, de unos ocho pies de altura, de las equinodérmicas figuras de la balaustrada, que avanzaban valiéndose de las vibraciones de los brazos inferiores de estrella de mar que agitaban como una araña mueve las patas...

Gilman despertó en la cama, empapado de sudor frío v con una sensación de escozor en la cara, manos y pies. Saltando al suelo, se lavó y vistió con frenética rapidez, como si le fuera indispensable salir de la casa lo antes posible. No sabía adónde quería ir, pero comprendió que tendría que sacrificar las clases otra vez. La extraña atracción hacia aquel punto situado entre la Hidra y el Navío Argo había disminuido, pero otra fuerza todavía más potente la había reemplazado. Ahora notaba que tenía que dirigirse hacia el norte, infinitamente al norte. Sintió miedo de cruzar el puente desde el cual se veía el islote en medio del río Miskatonic, de modo que se dirigió al puente de la avenida Peabody. Tropezaba a menudo, pues ojos y oídos permanecían encadenados a un altísimo punto del vacío cielo azul.

Después de una hora aproximadamente, consiguió un mayor dominio de sí mismo y vio que se había alejado mucho de la ciudad. Todo cuanto le rodeaba tenía la estéril tristeza de las salinas, y el estrecho camino que se alejaba delante de él conducía a Innsmouth, esa antigua ciudad abandonada que la gente de Arkham estaba, curiosamente poco dispuesta a visitar. Aunque la atracción hacia el norte no había disminuido, la resistió como había aguantado la otra y finalmente acabó por descubrir que casi podía contrarrestarlas una con otra. Regresó a la ciudad y, luego de tomar una taza de café en un bar, se arrastró hacia la biblioteca pública y allí estuvo hojeando distraídamente una serie de revistas amenas. Unos amigos observaron lo quemado que estaba por el sol, pero Gilman no les habló de su paseo. A las tres almorzó algo en un restaurante y observó que la atracción o se había atenuado o se había dividido. Se metió en un cine barato para matar el tiempo, y vio la misma película una y otra vez sin prestarle atención.

A eso de las nueve de la noche volvió a casa y entró en ella lentamente. Joe Mazurewicz estaba allí mascullando oraciones y Gilman subió apresuradamente a su buhardilla sin detenerse para ver si Elwood estaba en casa. Fue al encender la débil luz cuando le atenazó la sorpresa. Vio inmediatamente que sobre la mesa había algo que no debía estar allí, y una segunda ojeada no dejó lugar a dudas. Tumbada sobre un costado, pues no podía tenerse en pie, estaba la exótica y erizada figura que en el monstruoso sueño había arrancado de la fantástica balaustrada. No le faltaba ningún detalle. El asomado centro en forma de barril, los delgados brazos radiados, los abultamientos en los dos extremos y los delgados brazos de estrella de mar, ligeramente curvados hacia afuera, que salían de aquellos abultamientos; todo estaba allí. A la luz de la bombilla, el color parecía ser una especie de gris iridiscente veteado de verde; y Gilman pudo ver, en medio de su horror y de su asombro, que uno de los abultamientos acababa en un borde irregular y roto correspondiente al anterior punto de unión con la soñada balaustrada.

Tan sólo el estar próximo al estupor le impidió gritar. Aquella fusión de sueño y realidad resultaba imposible de soportar. Aturdido, tomó el objeto bajó tambaleándose a la habitación de Dombrowski, el casero. Las dolientes plegarias del supersticioso Mazurewicz se oían todavía en los humedos pasillos, pero a Gilman ya le tenían sin cuidado. Dombrowski estaba en casa y le acogió amablemente. No. no había visto nunca aquel objeto y nada sabía acerca de ello. Pero su mujer le había dicho que había encontrado una cosa rara de latón en una de las camas cuando limpiaba a mediodía, y tal vez fuera aquello. Dombrowski llamó a su mujer y ella entró contoneándose como un pato. Sí, era aquello. Lo había encontrado en la cama del señor, en la parte más cercana a la pared. Le había parecido raro, pero, claro, el señor tenía tantas cosas raras en la habitación, libros, objetos curiosos, cuadros... Desde luego, ella no sabía nada acerca de aquella figura.

De modo que Gilman volvió a subir las escaleras más desconcertado que nunca, convencido de que estaba todavía soñando o de que su sonambulismo le había llevado a extremos inconcebibles y a robar en lugares desconocidos. ¿En dónde habría cogido aquel extraño objeto? No recordaba haberío visto en ningún museo de Arkham. Claro que de algún sitio había tenido que salir; y el verlo mientras lo cogía en sueños debía haber provocado la escena de la terraza con la balaustrada. Al día siguiente haría algunas cautelosas indagaciones, e iría a consultar al especialista en enfermedades nerviosas.

En tanto, trataría de vigilar su sonambulismo. Al subir al piso de arriba y cruzar el pasillo de la buhardilla, esparció en el suelo algo de harina que había pedido prestada al casero después de explicarle francamente para qué la quería. Entró en su cuarto, puso el aguzado objeto sobre la mesa .se echó en la cama, completamente agotado mental v físicamente, sin detenerse para desnudarse. Desde el hermético desván le llegó el apagado rumor de uñas y pasos de patas, diminutas, pero se encontraba demasiado cansado para preocuparse por ello. Aquella misteriosa atracción hacia el norte comenzaba de nuevo a ser fuerte, aunque ahora parecía proceder de un lugar del cielo mucho más cercano.

A la cegadora luz violeta del sueño, la vieja y el pequeño ser peludo de afilados colmillos se presentaron de nuevo, con mayor claridad que en ninguna ocasión anterior. Esta vez llegaron hasta él, y Gilman sintió que las secas garras de la bruja le agarraban. Sintió también que le sacaban violentamente de la cama y le conducían al vacío espacio, y durante un momento oyó los rítmicos rugidos y vio el amorfo crepúsculo de los abismos difusos que hervían a su alrededor. Pero el momento fue fugaz, pues inmediatamente se encontró en un pequeño y descuidado recinto limitado por vigas y tablones sin cepillar que se elevaban para juntarse en ángulo por encima de él y formaban un curioso declive bajo sus pies. En el suelo había cajones achatados colmados de libros muy antiguos en diversos estados de conservación, y en el centro había una mesa y un banco, al parecer sujetos al suelo. Encima de los cajones había una serie de pequeños objetos de forma y uso desconocidos, y a la brillante luz violeta Gilman creyó ver un duplicado de la erizada figura que tanto le había intrigado. A la izquierda, el suelo bajaba bruscamente dejando un hueco negro y triangular del cual surgió, tras un segundo de secos ruidos, el odioso ser peludo de amarillentos colmillos y barbado rostro humano.

La bruja, con una horrible mueca, todavía le tenía agarrado, y al otro lado de la mesa estaba en pie una figura que Gilman no había visto nunca, un hombre alto y enjuto de piel negrísima, aunque sin el menor rasgo negroide en sus facciones, completamente desprovisto de pelo o barba, y que como única indumentaria llevaba una túnica informe de pesada tela negra. No se le veían los pies a causa de la mesa y el banco, pero debía de ir calzado, pues cuando se movía se oía ruido como de zapatos. No hablaba, ni había expresión alguna en su rostro.

Unicamente señaló un libro de prodigioso tamaño que esttaba abierto sobre la mesa en tanto que la bruja le ponía a Gilman en la mano derecha una inmensa pluma de ave color gris. Se respiraba un clima de miedo aterrador, y se llegó a la culminación cuando el ser peludo trepó hasta el hombro de Gilrnan agarrándose a sus ropas, descendió por su brazo izquierdo y finalmente le hundió los colmillos en la muñeca justo por debajo del puño de la camisa. Cuando brotó la sangre, Gilman se desmayó.

Se despertó el día 22 con la muñeca izquierda dolorida y vio que el puño de la camisa estaba manchado de sangre seca. Sus recuerdos eran muy confusos, pero la escena del hombre negro en el espacio desconocido permanecía muy clara en su memoria. Supuso que las ratas le habían mordido mientras dormía, provocando el desenlace del terrible sueño. Abrió la puerta y vio que la harina que había esparcido sobre el suelo del pasillo estaba intacta, exceptuando las enormes pisadas del hombre que se hospedaba en el otro extremo de la buhardilla. De modo que esta vez no había andado en sueños. Pero algo tenía que hacer para acabar con las ratas. Hablaría con el dueño. Una vez más trató de tapar el agujero de la parte baja de la pared inclinada metiendo a presión una vela que parecía tener el tamaño indicado. Le zumbaban los oídos terriblemente, como con el eco de algún espantoso ruido percibido en sueños.

Mientras se bañaba y mudaba de ropa, trató de recordar qué había soñado después de la escena que vio en el espacio iluminado de violeta, pero en su mente no cristalizó nada concreto. La escena debía haber correspondido al desván clausurado de arriba, que tan violentamente había comenzado a obsesionarle, pero las impresiones posteriores eran débiles y confusas. Percibió señales de vagos abismos envueltos en una luz crepuscular, y de otros aún más vastos y oscuros que quedaban más allá, abismos sin ninguna sugerencia fija. Le habían llevado hasta allí los grupos de burbujas y el pequeño poliedro que siempre se le escapaba; pero ellos, como él mismo, se habían transformado en jirones de niebla en aquel vacío ulterior de oscuridad definitiva. Algo le había precedido, un jirón mayor que a veces se condensaba y adquiría una forma vaga, y Gilman pensó que su avance no se había producido en línea recta, sino más bien a lo largo de las curvas.y espirales de alguna vorágine etérea que obedecía a leyes desconocidas para la física y las matemáticas de cualquier cosmos concebible. Finalmente, hubo una insinuación de inmensas sombras que saltaban, de una monstruosa pulsación semiacústica y del monótono sonido de flautas invisibles; pero nada más. Gilman llegó a la conclusión de que esto último procedía de lo que había leído en el Necronomicón acerca de la insensata entidad, Azatoth, que impera sobre el tiempo y el espacio desde un negro trono en el centro del Caos.

Cuando se lavó la sangre de la muñeca, comprobó que la herida era muy leve y Gilman sintió curiosidad por la posición de los dos diminutos pinchazos. Se dio cuenta que no había sangre en la sábana donde había estado acostado, un hecho muv raro considerando la gran cantidad que manchaba su piel v el puño de la camisa. ¿Habría estado caminando dormido por la habitación y la rata le había mordido mientras estaba sentado en una silla, o detenido en alguna posición menos lógica? Examinó todos los rincones buscando manchas de sangre, pero no encontró ninguna. Pensó que tendría que esparcir harina en la habitación además de hacerlo en el pasillo, aunque, después de todo, no necesitaba más pruebas de su sonambulismo. Sabía que caminaba dormido, y debía curarse de ello. Tendría que pedirle a Frank Elwood que le ayudara. Aquella mañana, los extraños impulsos procedentes del espacio parecían menos fuertes, describir lo que escuchó, su voz se convirtió en un susurro inaudible.

Elwood no podía imaginar qué había impulsado a los supersticiosos a murmurar, pero suponía que sus imaginaciones respondían al continuo trasnochar de Gilman, a su sonambulismo y a la proximidad de la Noche de Walpurgis, tradicionalmente temida. Era evidente que Gilman hablaba dormido y al escuchar por el ojo de la cerradura, Desrochers había imaginado lo de la luz violácea. Esas gentes ignorantes estaban siempre dispuestas a suponer que habían visto cualquier cosa extraña de la que hubieran oído hablar. En cuanto a un plan de acción, lo mejor sería que Gilman se trasladara a la habitación de Elwood y evitara dormir solo. Si empezaba a hablar o se levantaba dormido, Elwood le despertaría, si es que él estaba despierto. Además, debía ver a un psiquiatra con urgencia. En tanto llevarían la figura a varios museos y a ciertos profesores para tratar de identificarla diciendo que la habían encontrado en un montón de escombros. Y Dombrowski tendría que poner veneno para acabar con aquellas ratas.

Reconfortado por la compañía de Elwood, Gilman asistió a clase aquel día. Continuaban acosándole extraños impulsos, pero consiguió vencerlos con considerable éxito. Durante un descanso mostró la extraña figura a varios profesores que se mostraron profundamente interesados, aunque ninguno de ellos pudo arrojar ninguna luz sobre su naturaleza u origen. Aquella noche durmió en un diván que Elwood le pidió al patrón que subiera a la segunda planta, y por primera vez en varias semanas durmió completamente libre de pesadillas. Pero continuaba teniendo algo de fiebre, y los rezos de Mazurewicz seguían molestándole.

En los días sucesivos, Gilman se vio casi totalmente libre de síntomas morbosos. Elwood le dijo que no había manifestado ninguna tendencia a hablar o a levantarse dormido; en tanto, el patrón estaba poniendo veneno contra las ratas por todas partes. El único elemento perturbador era la charla de los supersticiosos extranjeros, cuya imaginación se encontraba muy excitada. Mazurewicz insistía en que debía conseguir un crucifijo, y finalmente le obligó a aceptar uno que había sido bendecido por el buen padre lwanicki. También Desrochers tuvo algo que decir; insistió en que había oído pasos cautelosos en el cuarto vacío que quedaba encima del suyo las primeras noches que Gilman se había ausentado de él. Paul Choynski creía oír ruidos en los pasillos y escaleras por la noche, y aseguró que alguien había tratado de abrir suavemente la puerta de su habitación, en tanto que Mrs. Dombrowski juraba que había visto a Brown Jenkin por primera vez desde la noche de Todos los Santos. Pero estos ingenuos informes poco significaban y Gilman dejó el barato crucifijo de metal colgando del tirador de un cajón de la cómoda de su amigo.

Durante tres días Gilman y Elwood recorrieron los museos locales tratando de identificar la extraña imagen erizada, pero siempre sin éxito. Sin embargo, el interés que provocaba era enorme, pues constituía un tremendo desafío para la curiosidad científica la completa extrañeza del objeto. Uno de los pequeños brazos radiados se rompió; lo sometieron a análisis químico, y el profesor Ellery encontró platino, hierro y telurio en la aleación, pero mezclados con ellos había al menos otros tres elementos de elevado peso atómico que la química era incapaz de clasificar. No solamente no correspondían a ningún elemento conocido, sino que ni siquiera encajaban en los lugares reservados para probables elementos en el sistema periódico. El misterio sigue hoy sin resolver, aunque la figura está expuesta en el museo de la Universidad Miskatónica.

En la mañana del 27 de abril apareció un nuevo agujero hecho por las ratas en la habitación en que se hospedaba aunque les reemplazó otra sensación todavía más inexplicable. Era un vago e insistente impulso de escapar de su actual estado, sin ninguna sugerencia de la dirección concreta en que deseaba huir. Cuando cogió la extraña figura que tenía sobre la mesa, le pareció que la antigua atracción del norte se hacía más intensa, pero, aun así, ésta quedaba dominada por la nueva y asombrosa necesidad.

Llevó la erizada imagen a la habitación de Elwood, tratando de no escuchar las dolientes plegarias del reparador de telares, que subían desde la planta baja. Elwood estaba allí, gracias a Dios, y al parecer se movía por su cuarto. Tenían tiempo para charlar un rato antes de salir para desayunar e ir al Colegio, y Gilman le contó apresuradamente sus recientes sueños y temores. Su amigo se mostró muy comprensivo y estuvo de acuerdo en que había que hacer algo. Le impresionó el aspecto enfermizo que presentaba su compañero y notó que estaba muy quemado por el sol, como otros lo habían notado la semana anterior. Sin embargo, no fue mucho lo que pudo decirle. No había visto a Gilman andar en sueños, y no tenía la menor idea de lo que podía ser la curiosa imagen. Pero había oído al canadiense francés que se hospedaba debajo de Gilman conversando con Mazurewicz una noche. Hablaban del temor que les inspiraba la próxima Noche de Walpurgis, para la que sólo faltaban pocos días, e intercambiaban comentarios compasivos sobre el pobre y predestinado Gilman. Desrochers se había referido a los pasos nocturnos de pies calzados y descalzos que resonaban en el techo de su cuarto, que quedaba debajo del de Gilman, y a la luz violácea que había visto una noche en que se había decidido a subir para fisgar a través del ojo de la cerradura de la puerta de Gilman. Pero, según dijo a Mazurewicz, no se había atrevido a mirar cuando había percibido aquella luz por las rendijas de la puerta. También había oído hablar en voz baja, pero cuando empezó a describir lo que escuchó, su voz se convirtió en un susurro inaudible.

Elwood no podía imaginar qué había impulsado a los supersticiosos a murmurar, pero suponía que sus imaginaciones respondían al continuo trasnochar de Gilman, a su sonambulismo y a la proximidad de la Noche de Walpurgis, tradicionalmente temida. Era evidente que Gilman hablaba dormido y al escuchar por el ojo de la cerradura, Desrochers había imaginado lo de la luz violácea. Esas gentes ignorantes estaban siempre dispuestas a suponer que habían visto cualquier cosa extraña de la que hubieran oído hablar. En cuanto a un plan de acción, lo mejor sería que Gilman se trasladara a la habitación de Elwood y evitara dormir solo. Si empezaba a hablar o se levantaba dormido, Elwood le despertaría, si es que él estaba despierto. Además, debía ver a un psiquiatra con urgencia. En tanto llevarían la figura a varios museos y a ciertos profesores para tratar de identificarla diciendo que la habían encontrado en un montón de escombros. Y Dombrowski tendría que poner veneno para acabar con aquellas ratas.

Reconfortado por la compañía de Elwood, Gilman asistió a clase aquel día. Continuaban acosándole extraños impulsos, pero consiguió vencerlos con considerable éxito. Durante un descanso mostró la extraña figura a varios profesores que se mostraron profundamente interesados, aunque ninguno de ellos pudo arrojar ninguna luz sobre su naturaleza u origen. Aquella noche durmió en un diván que Elwood le pidió al patrón que subiera a la segunda planta, y por primera vez en varias semanas durmió completamente libre de pesadillas. Pero continuaba teniendo algo de fiebre, y los rezos de Mazurewicz seguían molestándole.

En los días sucesivos, Gilman se vio casi totalmente libre de síntomas morbosos. Elwood le dijo que no había manifestado ninguna tendencia a hablar o a levantarse dormido; en tanto, el patrón estaba poniendo veneno contra las ratas por todas partes. El único elemento perturbador era la charla de los supersticiosos extranjeros, cuya imaginación se encontraba muy excitada. Mazurewicz insistía en que debía conseguir un crucifijo, y finalmente le obligó a aceptar uno que había sido bendecido por el buen padre lwanicki. También Desrochers tuvo algo que decir; insistió en que había oído pasos cautelosos en el cuarto vacío que quedaba encima del suyo las primeras noches que Gilman se había ausentado de él. Paul Choynski creía oír ruidos en los pasillos y escaleras por la noche, y aseguró que alguien había tratado de abrir suavemente la puerta de su habitación, en tanto que Mrs. Dombrowski juraba que había visto a Brown jenkin por primera vez desde la noche de Todos los Santos. Pero estos ingenuos informes poco significaban y Gilman dejó el barato crucifijo de metal colgando del tirador de un cajón de la cómoda de su amigo.

Durante tres días Gilman y Elwood recorrieron los museos locales tratando de identificar la extraña imagen erizada, pero siempre sin éxito. Sin embargo, el interés que provocaba era enorme, pues constituía un tremendo desafío para la curiosidad científica la completa extrañeza del objeto. Uno de los pequeños brazos radiados se rompió; lo sometieron a análisis químico, y el profesor Ellery encontró platino, hierro y telurio en la aleación, pero mezclados con ellos había al menos otros tres elementos de elevado peso atómico que la química era incapaz de clasificar. No solamente no correspondían a ningún elemento conocido, sino que ni siquiera encajaban en los lugares reservados para probables elementos en el sistema periódico. El misterio sigue hoy sin resolver, aunque la figura está expuesta en el museo de la Universidad Miskatónica.

En la mañana del 27 de abril apareció un nuevo agujero hecho por las ratas en la habitación en que se hospedaba Gilman, pero Dombrowski lo tapó durante el día. El veneno no estaba produciendo mucho efecto, pues se continuaban oyendo carreras y rasgueos en el interior de las paredes.

Elwood volvió tarde aquella noche y Gilman se quedó levantado esperándole. No quería dormir solo en una habitación, especialmente porque al atardecer le había parecido ver a la repulsiva vieja cuya imagen se había trasladado de manera tan horrible a sus sueños. Se preguntó quién sería y qué habría estado cerca de ella golpeando una lata en un montón de basura que había a la entrada de un patio miserable. La bruja pareció verle y dedicarle una maliciosa mueca, aunque esto quizá fue cosa de su imaginación.

Al día siguiente, los dos muchachos estaban muy cansados y comprendieron que dormirían como troncos cuando llegara la noche. Por la tarde hablaron de los estudios matemáticos que tan completa y quizá perjudicialmente habían absorbido a Gilman, y especularon acerca de su conexión con la antigua magia y con el folklore, cosa que parecía oscuramente probable. Hablaron de la bruja Keziah Mason, y Elwood convino en que Gilman tenía buenas razones científicas para pensar que la vieja podía haber tropezado casualmente con conocimientos extraños e importantes. Los cultos secretos a que se entregaban estas hechiceras guardaban y transmitían frecuentemente secretos sorprendentes desde antiguas... olvidadas épocas; y no era de ninguna manera imposible que Kezhiah hubiera dominado el arte de atravesar los muros dimensionales. La tradición subraya la inutilidad de las barreras materiales para detener los movimientos de una bruja, y ¿quién puede decir qué hay en el fondo de las antiguas leyendas que hablan de viajes a lomos de una escoba a través de la noche?

Faltaba por ver si un estudiante moderno podía adquirir poderes similares tan sólo mediante investigaciones matemáticas. Conseguirlo, según Gilman, podía conducir a situaciones peligrosas e inconcebibles, pues ¿quién podría predecir las condiciones imperantes en una dimensión adyacente pero normalmente inalcanzable? Por otra parte, las posibilidades pintorescas eran enormes. El tiempo podía no existir en ciertas franjas del espacio, y al entrar y permanecer en ellas se podría conservar la vida y la edad indefinidamente, sin padecer jamás metabolismo o deterioro orgánico, excepto en cantidades insignificantes y como resultado de las visitas al propio planeta o a otros similares. Por ejemplo, se podría pasar a una dimensión sin tiempo y volver de ella tan joven como antes en un período remoto de la historia de la Tierra.

Resultaba imposible conjeturar si alguien había intentado conseguirlo. Las leyendas son vagas y ambiguas, y en épocas históricas todas las tentativas de cruzar espacios prohibidos parecen estar mezcladas a extrañas y terribles alianzas con seres y mensajeros del exterior. Existía la figura inmemorial del delegado o mensajero de poderes ocultos y terribles, el «Hombre Negro» de los aquelarres y el «Niarlathotep» del Necronomicón. Existía también el desconcertante problema de los mensajeros inferiores o intermediarios, esos seres semianimales y extraños híbridos que la leyenda nos presenta como familiares de las hechiceras. Cuando Gilman y Elwood se fueron a acostar, demasiado cansados para continuar hablando, oyeron a Joe Mazurewicz entrar tambaleándose en la casa, medio borracho, y se estremecieron al oír los tonos angustiados de sus plegarias.

Aquella noche Gilman volvió a ver la luz violeta. Oyó en sueños rascar y mordisquear al otro lado de la pared, y le pareció que alguien trataba torpemente de abrir la puerta. Y entonces vio a la bruja y al pequeño ser peludo avanzando hacia él por la alfombra. El rostro de la hechicera estaba iluminado por una inhumana exultación y el pequeño monstruo de colmillos amarillentos dejaba oír su apagada risita burlona mientras señalaba la forma de Elwood, profundamente dormido en el diván del extremo opuesto de la habitación. El temor le paralizó y le impidió gritar. Como en otra ocasión, la horrenda bruja agarró a Gilman por los hombros, lo sacó de la cama de un tirón y lo dejó flotando. De nuevo, una infinidad de abismos rugientes pasaron ante él como un rayo, pero al cabo de unos instantes le pareció encontrarse en un callejón oscuro, fangoso, desconocido y hediondo con paredes de casas viejas y medio podridas alzándose en torno suyo por todos lados.

Delante de él estaba el hombre negro de flotantes vestiduras que había visto en el espacio poblado de picos de su otro sueño, en tanto que la hechicera, más cerca de él, le hacía señales y muecas imperiosas para que se acercara. Brown jenkin se estaba restregando con una especie de cariño juguetón contra los tobillos del hombre negro ocultos en gran parte por el barro. A la derecha había una puerta abierta que el hombre negro señaló silenciosamente. La bruja echó a andar sin que se borrase su mueca, arrastrando a Gilman por las mangas del pijama. Subieron una escalera que crujía amenazadoramente y sobre la cual la hechicera parecía proyectar una tenue luz violácea, y finalmente se detuvieron ante una puerta que se abría en un rellano. La hechicera anduvo en el picaporte y abrió la puerta, indicando a Gilman que aguardara v desapareciendo en el interior.

El oído hipe’rsensible del muchacho captó un espeluznante grito ahogado, y pasados unos momentos, la bruja salió de la habitación llevando una pequeña forma inerte que tendió a Gilman como ordenándole que lo cogiera. La vista de este bulto y la expresión de su rostro rompieron el encanto. Aún demasiado aturdido para gritar, se precipitó imprudentemente por la ruidosa escalera hasta llegar al barro de la calle, deteniéndose sólo cuando le encontró y le sofocó el hombre negro que allí aguardaba. Poco antes de perder el sentido, oyó la aguda risita del pequeño monstruo de afilados colmillos, semejante a una rata deforme.

La mañana del día 29, Gilman se despertó sumido en una vorágine de horror. En el mismo instante en que abrió los ojos se dio cuenta de que algo horrible había ocurrido, pues se encontraba en su vieja buhardilla de paredes y techo inclinados, tendido sobre la cama deshecha. Le dolía el cuello inexplicablemente, y cuando con un gran esfuerzo se sentó en la cama, vio con espanto que tenía los pies y la parte baja del pijama manchados de barro seco. A pesar de lo nebuloso de sus recuerdos, supo que había estado andando dormido. Elwood debía haber estado demasiado profundamente dormido para oírle y detenerle. Vio sobre el suelo confusas pisadas y manchas de barro, que, curiosamente, no llegaban hasta la puerta. Cuanto más las miraba, más extrañas le parecían, pues, además de las que reconoció como suyas había unas marcas más pequeñas, casi redondas, como las que podían dejar las patas de una silla o de una mesa, con la salvedad de que la mayoría estaban partidas por la mitad. También había curiosos rastros de barro dejados por ratas que partían de un nuevo agujero de la pared y a él volvían. Un total asombro y el miedo a la locura atormentaban a Gilman cuando se encaminó hasta la puerta tambaleándose, y vio que al otro lado no había huellas. Cuanto más recordaba su horrible sueño, más terror sentía, y los lúgubres rezos de Mazurewicz dos pisos más abajo acrecentaron su desesperación. Bajó a la habitación de Elwood, le despertó y comenzó a contarle lo sucedido, pero Elwood no podía imaginar lo que había ocurrido. ¿Dónde podía haber estado Gilman? ¿Cómo había regresado a su cuarto sin dejar huellas en el pasillo? ¿Cómo se habían mezclado las manchas de barro con aspecto de huellas de muebles con las suyas en la buhardilla? Eran preguntas que no tenían respuesta. Luego estaban aquellas oscuras marcas lívidas del cuello, como si hubiera tratado de ahorcarse. Se las tocó con las manos, pero vio que no se ajustaban a ellas ni siquiera aproximadamente. Mientras hablaban, entró Desrochers para decirle que habían oído un tremendo estrépito en el piso de arriba a altas horas de la noche. No, nadie había subido la escalera después de las doce, aunque poco antes había oído pasos apagados en la buhardilla, y también otros que bajaban cautelosamente y que habían despertado sus sospechas. Añadió que era una época del año muy mala para Arkham. Sería mejor que Gilman llevara siempre el crucifijo que Joe Mazurewicz le había dado. Ni siquiera durante el día se estaba seguro; después del amanecer se habían oído unos ruidos extraños, especialmente el grito agudo de un niño, rápidamente sofocado.

Gilman asistió a clase mecánicamente aquella mañana, pero le fue imposible concentrarse en los estudios. Se sentía poseído de un indecible temor y de una especie de expectación Y parecía estar aguardando algún golpe demoledor. A mediodía almorzó en el University Spa, y cogió un periódico del asiento de al lado mientras esperaba el postre. Pero no llegó a comerlo nunca, pues una noticia de la primera página del periódico le dejó sin fuerzas y con la mirada desvariada y sólo fue capaz de pagar la cuenta y volver a la habitación de Elwood con pasos vacilantes.

La noche anterior se había producido un extraño secuestro en Ornes Gangway; un niño de dos años, hijo de una obrera llamada Anastasia Wolejko que trabajaba en una lavandería había desaparecido sin dejar rastro. La madre, al parecer, temía tal acontecimiento desde hacía algún tiempo, pero los motivos que aducía para explicar sus temores fueron tan grotescos que nadie los tomó en serio. Dijo que había visto a Brown jenkin rondando su casa de vez en cuando desde principios de marzo, y que sabía, por sus muecas y risas, que su pequeño Ladislas estaba señalado para el sacrificio en el aquelarre de la Noche de Walpurgis. Había pedido a su vecina, Mary Czanek, que durmiera en su cuarto y tratara de proteger al niño, pero Mary no se había atrevido. No pudo recurrir a la policía, porque no creían en tales cosas. Todos los años se llevaban a algún niño de esta forma, desde que ella podía recordar. Y su amigo Pete Stowacki no había querido ayudarla, porque deseaba librarse del niño.

Pero lo que más impresionó a Gilman fueron las declaraciones de un par de trasnochadores que pasaron caminando por la entrada del callejón poco después de medianoche. Reconocieron que estaban bebidos, pero ambos aseguraron haber visto a tres personas vestidas de manera estrafalaria entrando en el callejón. Una de ellas, según dijeron, era un negro gigantesco envuelto en una túnica, la otra una vieja andrajosa y el tercero un muchacho blanco con su ropa de dormir. La vieja arrastraba al muchacho, y una rata mansa iba restregándose contra los tobillos del negro y hundiéndose en el barro de color oscuro.

Gilman permaneció sentado toda la tarde sumido en estupor, y Elwood, que ya había leído los periódicos y conjeturado ideas terribles con lo que allí se decía, así le encontró cuando llegó a casa. Esta vez no podían dudar de que algo muy grave había ocurrido y los estaba amenazando. Entre los fantasmas de las pesadillas y las realidades del mundo objetivo se estaba cristalizando una monstruosa e inconcebible relación, y solamente una intensísima vigilancia podría evitar acontecimientos todavía más horrorosos. Gilman tenía que consultar a un psiquiatra, antes o después, pero no precisamente ahora cuando todos los periódicos se ocupaban del rapto.

Lo que había sucedido era muy enigmático, y por el momento tanto Gilman como Elwood suponían en voz baja las cosas más descabelladas. ¿Acaso Gilman había conseguido inconscientemente un éxito mayor del que suponía, con sus estudios sobre el espacio y sus dimensiones? ¿Había salido realmente de nuestro entorno terrestre, para llegar a lugares no adivinados e inimaginables? ¿En dónde había estado, si es que había estado en algún sitio, aquellas noches de demoníaco extrañamiento? Los abismos en penumbra resonando con sonidos terribles, la loma verde, la terraza abrasadora, la atracción de las estrellas, el negro torbellino final, el hombre negro, el callejón embarrado y la escalera, la vieja bruja y el horror peludo de afilados colmillos, los grupos de burbujas y el pequeño poliedro, el extraño tostado de su piel, la herida de la muñeca, la imagen inexplicada, los pies manchados de barro, las señales en el cuello, las leyendas y temores de los extranjeros supersticiosos..., ¿qué significaha todo aquello? ¿Hasta qué punto podían aplicarse a un caso semejante las leyes de la cordura?

Ninguno de los dos pudo conciliar el sueño aquella noche, pero al día siguiente no fueron a clase y estuvieron dormitando durante horas. Eso fue el 30 de abril; con el crepúsculo llegaría la diabólica hora del aquelarre que todos los extranjeros y los viejos supersticiosos temían. Mazurewicz regresó a casa a las seis de la tarde con la noticia de que la gente susurraba en el molino que el aquelarre tendría lugar en el oscuro barranco al otro lado de Meadow Hill, donde se levanta la antigua piedra blanca, en un paraje extrañamente desprovisto de toda vegetación. Algunos habían informado a la policía aconsejando que buscaran allí al desaparecido niño de la Wolejko, aunque no creían que se hiciera nada. joe insistió en que el joven estudiante no dejara de llevar el crucifijo que colgaba de la cadena de níquel, y Gilman le obedeció para complacerle dejando que le pendiera por debajo de la camisa.

Avanzada la noche, los dos muchachos estaban sentados medio dormidos en sus sillas, arrullados por los rezos del mecánico de telares en el piso de abajo. Gilman escuchaba a la par que cabeceaba, y sus oídos, sobrenaturalmente agudizados, parecían esforzarse en captar algún sutil y temido murmullo casi apagado por los ruidos de la vieja casa. Recuerdos malsanos de cosas leídas en el Necronomicón y en el Libro Negro brotaron en su mente, y se encontró balanceándose ajustando los movimientos a execrables ritmos supuestamente pertenecientes a las más grotescas ceremonias del aquelarre, cuyo origen se decía se remontaba a un tiempo y a un espacio ajenos a los nuestros.

Al cabo se dio cuenta de que estaba tratando de escuchar los infernales cánticos de los celebrantes en el distante y tenebroso valle. ¿Cómo sabía él tanto acerca de la cuestión? ¿Cómo conocía la hora en que Nahab v su acólito iban a aparecer con la rebosante vasija que seguiría al gallo y a la cabra negros? Vio que Elwood se había quedado dormido y trató de llamarle para que despertara. Pero algo le cerró la garganta. No era dueño de sí mismo. ¿Acaso habría firmado en el libro del hombre negro después de todo?

Y, entonces, su febril y anormal sentido del oído captó las lejanas notas llegadas en alas del viento. A través de millas de colinas, de prados y de callejones, llegaron hasta él, y las reconoció pese a todo. La hoguera ya estaría encendida y los danzarines dispuestos a iniciar el baile. ¿Cómo evitar el marchar hacia allí? ¿En qué red había caído? Las matemáticas, las leyendas, la casa, la vieja Keziah, Brown jenkin... y ahora advirtió que había un agujero recién abierto por las ratas en la pared cerca de su diván. Por encima de los distantes cánticos y de las más cercanas preces de Mazurewicz oyó otro ruido: el sonido de algo que escarbaba furtivamente, pero con decisión, en la pared. Temió que fuera a fallar la luz eléctrica. Y entonces vio la colmilluda y barbada carita asomando por el agujero de las ratas, la maldita cara que acabó por darse cuenta de que se parecía sorprendente y burlonamente a la de la hechicera, y oyó el rumor de alguien que andaba en la puerta. Estallaron ante él los abismos oscuros y llenos de gritos, y se sintió inerme en la presa informe de las agrupaciones iridiscentes de burbujas. Ante él, corría velozmente el pequeño poliedro caleidoscópico y en todo el vacío envuelto en turbulencia se percibió un aumento y una aceleración de la vaga configuración tónica que parecía presagiar un clímax indecible e inaguantable. Le pareció saber lo que iba a ocurrir: la monstruosa explosión del ritmo de Walpurgis, en cuyo cósmico timbre se concentrarían todos los torbellinos primitivos y postreros del espacio-tiempo que yacen más allá de las masas de materia y algunas veces trascienden en medidas reverberaciones y penetran levemente todos los niveles de entidad dando un espantable significado en todos los mundos a ciertos temidos períodos.

Pero todo se desvaneció en un segundo. Ahora estaba otra vez en el espacio angosto y picudo bañado por una luz violácea, con el suelo inclinado, las cajas de libros, el banco y la mesa, los extraños objetos y el abismo triangular a cada lado. Sobre la mesa había una figura blanca y pequeña, la figura de un niño desnudo e inconsciente, y al otro lado estaba la monstruosa vieja de horrible expresión con un brillante cuchillo de grotesco mango en la mano derecha y un cuenco de metal de color claro, de extrañas proporciones, curiosos dibujos cincelados y delicadas asas laterales, en la izquierda. Entonaba alguna especie de cántico ritual en una lengua que Gilman no pudo entender, pero que parecía algo citado cautelosamente en el Necronomicón.

A medida que la escena se aclaraba, Gilman vio a la hechicera inclinarse hacia delante y extender el bol vacío a través de la mesa. Incapaz de dominar sus emociones, Gilman alargó los brazos, tomó el cuenco con ambas manos y advirtió al hacerlo que pesaba poco. En el mismo momento, el repulsivo Brown Jenkin trepó sobre el borde del triangular vacío negro de la izquierda. La bruja le hizo señas a Gilman de que mantuviera el cuenco en determinada posición, mientras ella alzaba el enorme y grotesco cuchillo hasta donde se lo permitió su mano derecha sobre la pequeña víctima. El ser peludo de afilados colmillos continuó el desconocido ritual riendo entre dientes, en tanto que la bruja mascullaba repulsivas respuestas. Gilman sintió que un profundo asco dominaba su parálisis mental y emotiva, y que el cuenco de liviano metal le temblaba en las manos. Un segundo más tarde el rápido descenso del cuchillo rompía el encantamiento y Gilman dejaba caer el cuenco con ruido semejante al tañido de una campana en tanto que sus dos manos se agitaban frenéticamente para detener el monstruoso acto.

En un instante llegó hasta el borde del piso en declive, rodeando la mesa, y arrancó el cuchillo de las garras de la bruja arrojándolo por el agujero del angosto abismo triangular. Pero, pasados unos instantes, las garras asesinas se cerraban sobre su cuello, en tanto que la arrugada cara adquiría una expresión de enloquecida furia. Sintió que la cadena del crucifijo barato se le hundía en la carne, y en medio del peligro se presentó cómo afectaría la vista del objeto a la diabólica vieja. La fuerza de la hechicera era completamente sobrehumana, pero mientras ella trataba de estrangularle, Gilman se abrió la camisa con esfuerzo y tirando del símbolo de metal, rompió la cadena y lo dejó libre.

Al ver la cruz, la bruja pareció ser víctima del pánico y aflojó su presa lo suficiente como para que Gilman pudiera zafarse de ella. Se liberó de las garras que le atenazaban el cuello y hubiera arrastrado a la bruja hasta el borde del abismo si aquellas garras no hubieran recobrado nuevas fuerzas para cerrarse de nuevo sobre su cuello. Esta vez Gilman decidió responder de igual manera y agarró la garganta de la hechicera con sus propias manos. Antes que ella pudiera darse cuenta de lo que él hacía, le rodeó el cuello con la cadena del crucifijo y un momento después apretó lo suficiente hasta cortarle la respiración. Cuando ya se agotaba la resistencia de la hechicera, Gilman notó que algo le mordía en el tobillo y vio que Brown jenkin había acudido en defensa de su amiga. Con un salvaje puntapié lanzó a aquel engendro al interior del abismo y lo oyó quejarse desde el fondo de algún lugar lejano.

No sabía si había matado a la bruja, pero la dejó sobre el suelo en donde había caído, y, al volverse, vio sobre la mesa algo que casi acabó con los últimos vestigios de su razón. Brown Jenkin, dotado de fuertes músculos y cuatro manos diminutas de demoníaca destreza, había estado ocupado mientras la bruja trataba de estrangularlo. Los esfuerzos de Gilman habían sido en vano. Lo que él había evitado que hiciera el cuchillo en el pecho de la víctima, lo habían logrado, en una muñeca, los colmillos amarillentos del peludo engendro y el cuenco que había caído al suelo, estaba lleno junto al pequeño cuerpo sin vida.

En su soñado delirio Gilman oyó el diabólico cántico del ritmo inhumano del aquelarre llegando desde una distancia infinita, y supo que el hombre negro tenía que estar allí. Los confusos recuerdos se mezclaron con la matemática, y se le antojó que su inconsciente conocía los ángulos que necesitaba para guiarse y regresar al mundo normal, solo y sin ayuda, por primera vez. Se sintió seguro de encontrarse en el desván, herméticamente cerrado desde tiempo inmemorial, de encima de su habitación, pero le parecía muy dudoso escapar a través del suelo en declive o de la trampa cerrada hacía tantos años. Además, huir de un desván soñado, ¿no le conduciría sencillamente a una casa imaginada, a una proyección anómala del lugar que realmente buscaba? Se encontraba completamente ofuscado en cuanto a la relación sueño-realidad de lo que había experimentado.

El tránsito por aquellos vagos abismos sería terrible, pues el ritmo de Walpurgis estaría vibrando, y al final tendría que oír el latido cósmico que tanto temía y que hasta ahora había estado velado. Incluso podía percibir una apagada sacudida monstruosa cuyo ritmo sospechaba demasiado claramente. En la noche del Sabbath siempre se hacía más sonora y resonaba a través de los mundos para convocar a los iniciados a ritos indescriptibles. La mitad de los cánticos de la noche del Sabbath se ajustaban al ritmo de aquel latido escuchado suavemente que ningún oído humano podría soportar en su desvelada plenitud espacial. Gilman también se preguntó si podría fiarse de sus instintos para regresar parte del espacio que le correspondía. ¿Cómo estar seguro de no aterrizar en aquella ladera de luminosidad violácea de un planeta lejano, en la terraza almenada sobre la ciudad de monstruos provistos de tentáculos, en algún lugar situado más allá de nuestra galaxia, o en las negras vorágines de ese postrer vacío de Caos, en donde reina Azatoth, el demonio-sultán desprovisto de mente?

Inmediatamente antes de lanzarse, se apagó la luz violeta y Gilman quedó en la más completa oscuridad. La bruja, la vieja Keziah, Nahab, aquello debía significar su muerte. Y mezclados con los remotos cánticos de la noche del Sabbath, y con los quejidos de Brown jenkin en el abismo inferior, le pareció oír otros gemidos más frenéticos que llegaban desde profundidades desconocidas. joe Mazurewicz, sus conjuros contra el Caos Reptante, que ahora se convertía en un aullido de triunfo, mundos de sardónica realidad que invadían los torbellinos de sueños febriles, lá, ShubNiggutah, El Macho Cabrío con el Millar de Crías...

Encontraron a Gilman en el suelo de la buhardilla de extraños rincones mucho antes de que amaneciera, pues el terrible grito había hecho acudir inmediatamente a Desrochers y a Choynski, a Dombrowski y a Mazurewicz, e incluso había despertado a Elwood, que dormía en su sillón. Estaba vivo, con los ojos abiertos y fijos, pero parecía medio inconsciente. Tenía en el cuello las señales dejadas por las manos asesinas, y una rata le había mordido en el tobillo. Tenía la ropa muy arrugada y el crucifijo de Joe había desaparecido. Elwood pensó atemorizado, rehusando imaginar la respuesta, qué nueva fórmula había adoptado el sonambulismo de su amigo. Mazurewicz estaba medio aturdido por una «señal» que decía haber recibido en respuesta a sus preces y se persignó frenéticamente cuando se oyó el chillido de una rata que llegaba desde el otro lado de la pared inclinada.

Una vez acomodado Gilman en la cama, en la habitación de Elwood, enviaron a buscar al Dr. Malkowski, un médico de la vecindad de probada discreción. Le puso éste dos inyecciones hipodérmicas que le relajaron y le sumieron en un sueño reparador. El enfermo recobró el conocimiento varias veces durante el día y narró a Elwood algunos pasajes de sus pesadillas más recientes. Fue un proceso muy penoso, y desde el principio se puso de manifiesto un hecho desconcertante.

Gilman, cuyos oídos habían mostrado últimamente una anormal sensibilidad, estaba completamente sordo. Volvieron a llamar al Dr. Malkowski sin tardanza y éste dijo que Gilman tenía los dos tímpanos rotos como resultado de algún estruendo superior al que cualquier ser humano pudiera concebir o soportar. Cómo había podido oír semejante ruido en las últimas horas sin que despertara todo el valle del Miskatonic, era más de lo que el honrado médico podía decir.

Elwood escribió su parte de la conversación, y así pudieron comunicarse los dos amigos. Ninguno de los dos podía explicarse aquel caótico asunto y decidieron que lo mejor que podían hacer era pensar en ello lo menos posible. Pero estuvieron de acuerdo en marcharse de aquella maldita casa lo antes posible. Los periódicos de la noche hablaron de una batida llevada a cabo por la policía poco antes del amanecer en un desfiladero de más allá de Meadow Hili, donde alborotaban unos curiosos noctámbulos, mencionando que la piedra blanca había sido objeto de supersticiones desde hacía mucho tiempo. No se habían practicado detenciones, pero entre los fugitivos que huyeron se creyó ver a un negro enorme. En otra columna se decía que no se habían encontrado rastros del niño desaparecido, Ladislas Wolejko.

El horror que coronó todo sobrevino aquella misma noche. Elwood jamás lo olvidaría, y no pudo volver a clase durante el resto del curso debido a la crisis nerviosa que sufrió como consecuencia de ello. Le pareció oír a las ratas del otro lado del tabique durante toda la velada, pero les prestó poca atención. Fue luego, mucho después de que Gilman y él se hubieran acostado, cuando comenzaron los atroces gritos. Elwood saltó de la cama, encendió la luz y se acercó hasta el sofá en que dormía su amigo. Gilman daba gritos de naturaleza realmente inhumana, como si estuviera sometido a una tortura indescriptible. Se retorcía bajo las sábanas, y una gran mancha roja empezaba a extenderse en las mantas.

Elwood apenas se atrevió a tocarle, pero, poco a poco, fueron disminuyendo los gritos y la agitación. Para entonces, Dombrowski, Choynski, Desrochers, Mazurewicz Y el huésped del piso alto se habían reunido en la puerta dé la habitación, y el casero había enviado a su mujer a telefonear al Dr. Malkowski. Un grito se les escapó a todos cuando algo que parecía una rata de gran tamaño saltó del ensangrentado lecho y huyó por el suelo hasta un nuevo agujero recién abierto en la pared. Cuando llegó el médico comenzó a retirar las ropas de la cama, Walter Gihnan muerto.Sería una atrocidad hacer algo más que insinuar lo que causó la muerte a Gilman. Casi tenía un túnel abierto en el cuerpo, y algo le había comido el corazón. Dombrowski, desesperado porque el veneno que había esparcido contra las ratas no había surtido efecto, rescindió su contrato de alquiler y antes de que transcurriera una semana se había ido con todos sus antiguos huéspedes a una casa destartalada pero menos vieja, situada en Walnut Street. Durante algún tiempo lo peor fue mantener callado a Mazurewicz, pues el taciturno mecánico de telares jamás estaba sobrio y siempre andaba gimiendo y mascullando acerca de espectros y cosas terribles.

Parece que aquella última y espantosa noche joe se había agachado para ver de cerca las huellas rojas que había dejado la rata desde la cama de Gilman hasta el agujero de la pared. Sobre la alfombra aparecían confusas, pero había un trozo de suelo al descubierto desde el borde de la alfombra hasta el friso de la pared. Allí Mazurewicz encontró algo monstruoso, o creyó encontrarlo, pues nadie se mostró de acuerdo con él a pesar de la indudable extrañeza de las huellas. Las marcas del suelo eran muy diferentes de las dejadas habitualmente por las ratas, pero ni siquiera Choynski y Desrochers quisieron reconocer que eran como huellas de cuatro diminutas manos humanas.

Nunca se volvió a alquilar la casa. Tan pronto como la dejó Dombrowski, empezó a cubrirla el manto de la desolación definitiva, pues la gente la rehuía, tanto por su mala fama como por el pésimo olor que en ella se advertía. Tal vez el veneno contra las ratas del inquilino anterior había surtido efecto después de todo, pues al poco tiempo de su partida, la casa se convirtió en una pesadilla para la vecindad. Los funcionarios de Sanidad encontraron que el mal olor procedía de los espacios cerrados que rodeaban la buhardilla del este de la casa y dedujeron que el número de ratas muertas debía de ser enorme. Pero decidieron que no valía la pena abrir y desinfectar aquellos lugares tanto tiempo clausurados, ya que el hedor desaparecería pronto y el vecindario no era muy exigente. De hecho, siempre circularon rumores acerca de hedores inexplicables en la Casa de la Bruja inmediatamente después de la víspera del Día lo de Mayo y de la noche de Todos los Santos. Los vecinos se resignaron por desidia, pero el mal olor fue un elemento más en contra de aquel lugar. Finalmente, la casa fue declarada inhabitable por las autoridades.

Los sueños de Gilman y las circunstancias que los rodearon no han sido explicados nunca. Elwood, cuyas ideas sobre aquel episodio son a veces casi enloquecedoras, volvió a la Universidad el otoño siguiente y se graduó en el mes de junio. A su regreso notó que los comentarios habían disminuido en la ciudad, y, en efecto, pese a ciertos rumores que aún circulaban sobre risas fantasmales que resonaban en la casa desierta, rumores que duraron casi tanto tiempo como el propio edificio, no se ha vuelto a murmurar acerca de las apariciones de la vieja Keziah o de Brown Jenkin desde que Gilman murió. Fue una suerte que Elwood no se encontrara en Arkham después, aquel año en que ciertos sucesos hicieron que se reanudaran bruscamente los rumores acerca de pasados horrores. Por supuesto, oyó hablar del asunto más tarde y sufrió los indecibles tormentos de oscuras y desconcertadas conjeturas, pero peor habría sido que hubiera estado allí y hubiera visto las cosas que probablemente habría visto.

En marzo de 1931, un gran vendaval arrancó el tejado y la gran chimenea de la Casa de la Bruja, entonces ya abandonada, y muchos ladrillos, tejas cubiertas de moho, tablones medio podridos y vigas se derrumbaron sobre el desván atravesando el suelo. Todo el piso de la buhardilla quedó sembrado de escombros, pero nadie se tomó la molestia de limpiar hasta que le llegó a la casa la hora de la demolición. Esto ocurrió en diciembre y cuando se procedió a limpiar lo que había sido habitación de Gilman y se encargó esta labor a unos obreros que se mostraron aprensivos y poco deseosos de hacerla, comenzaron los rumores. Entre los escombros caídos a través del derrumbado techo inclinado, los obreros descubrieron ciertas cosas que les llevaron a interrumpir su trabajo yllamar a la policía. Ésta requirió posteriormente la presencia de un juez de primera instancia y de varios profesores de la Universidad. Había allí huesos, triturados y astillados, pero fácilmente identificables como humanos, huesos cuya evidente contemporaneidad no encajaba con la remota fecha en que tuvieron que ser introducidos en el desván de bajo techo inclinado, cerrado desde muchísimo tiempo atrás a todo ser humano. El médico forense dictaminó que algunos de los huesos correspondían a un niño pequeño, en tanto que otros, que se encontraron mezclados con jirones de tela podrida de color oscuro, pertenecían a una mujer más bien pequeña y de edad avanzada. El cuidadoso examen de los escombros permitió también encontrar gran cantidad de huesos de ratas atrapadas en el derrumbamiento, y otros huesos más antiguos roídos de tal modo por unos pequeños colmillos que fueron y son aún motivo de controversia y reflexión.

Se hallaron también trozos de libros y papeles, y un polvo amarillento consecuencia de la total desintegración de volúmenes y documentos todavía más antiguos. Todos los libros y papeles sin excepción parecían ser de magia negra en sus formas más avanzadas y espantosas, y la fecha evidentemente reciente de algunos de ellos sigue siendo un misterio tan inexplicable como la presencia allí de huesos humanos. Un misterio todavía mayor es la absoluta hom*ogeneidad de la complicada y arcaica caligrafía encontrada en una gran diversidad de papeles cuyo estado y filigrana hacen pensar en diferencias temporales de por lo menos ciento cincuenta o doscientos años. Para algunos, el mayor misterio de todos es la variedad de objetos, completamente inexplicables, encontrados entre los escombros en diverso estado de conservación y deterioro, cuya forma, materiales, manufactura y finalidad no ha sido posible explicar. Uno de los objetos que interesó profundamente a varios profesores de la Universidad Miskatónica, es una reproducción muy estropeada y parecida a la extraña imagen que Gilman donó al museo del centro, excepto que es de gran tamaño, está tallada en una rara piedra azul en lugar de ser de metal, y tiene un pedestal de insólitos ángulos con jeroglíficos indescifrables.

Los arqueólogos y los antropólogos todavía están tratando de explicar los raros dibujos grabados sobre un cuenco aplastado, de metal ligero, cuya parte interior mostraba cuando se encontró unas sospechosas manchas de color oscuro. Los extranjeros y las crédulas comadres muestran igual asombro acerca de un moderno crucifijo de níquel con la cadena rota hallado entre los escombros y que Joe Mazurewicz identificó temblando como el que le había regalado al pobre Gilman hacía muchos años. Creen algunos que las ratas arrastraron el crucifijo hasta el desván cerrado, en tanto que otros piensan que debió quedar tirado en algún rincón del cuarto que ocupó Gilman. Y aun hay otros, entre ellos el mismo Joe, que sostienen teorías demasiado descabelladas y fantásticas para que pueda creerlas ninguna persona sensata. Cuando se derribó la pared inclinada de la habitación de Gilman, se vio que el espacio triangular cerrado que quedaba entre el tabique y el muro norte de la casa contenía una cantidad muy inferior de escombros, incluso teniendo en cuenta su tamaño, que la propia buhardilla. Pero fue encontrado allí un horrible depósito de materiales de mayor antigüedad y que dejó a los obreros paralizados de espanto. En pocas palabras, el suelo era un verdadero osario de huesos infantiles, unos bastante recientes, mientras que otros retrocedían en infinita gradación hasta un período tan remoto que su pulverización era casi total. Sobre esa profunda capa de huesos descansaba un gran cuchillo de evidente antigüedad, de forma grotesca y exótica, y muy ornado, sobre el cual se habían acumulado los escombros. En medio de esos desechos, embutido entre un tablón caído y un montón de ladrillos de la chimenea, había un objeto destinado a provocar en Arkham mayor perplejidad, disimulado temor y rumores supersticiosos que los que hubiera despertado cualquier otra cosa hallada en la casa maldita. Era el esqueleto, parcialmente aplastado, de una enorme rata enferma cuyas anomalías anatómicas todavía son tema de discusión y motivo de singular reticencia entre los miembros del departamento de anatomía de la Universidad. Es muy poco lo que ha trascendido acerca de ese esqueleto, pero los obreros que lo descubrieron susurran con voz autorizada acerca de los largos pelos de color castaño oscuro relacionado con él.

Los huesos de las diminutas patas, según los rumores, hacen pensar en la capacidad prensil típica de un mono diminuto más que de una rata, mientras que el pequeño cráneo con sus afilados colmillos de color amarillo es extraordinariamente anómalo y, visto desde ciertos ángulos, se asemeja a una parodia, degradada de manera monstruosa y en miniatura, de un cráneo humano. Los obreros se santiguaron aterrados cuando encontraron este blasfemo vestigio, pero luego encendieron velas de agradecimiento en la iglesia de San Estanislao porque pensaron que aquella risita aguda y fantasmal ya nunca se volveria a oír.

<p>A Través De Las Puertas De La Llave De Plata</p>
<p>I</p>

En una inmensa sala de paredes ornadas con tapices de extrañas figuras y suelo cubierto con alfombras de Boukhara de extraordinaria manufactura e increíble antigüedad, se hallaban cuatro hombres sentados en torno a una mesa atestada de documentos. En los rincones de unos trípodes de hierro forjado que un negro de avanzadísima edad y oscura librea alimentaba de cuando en cuando, emanaban los hipnóticos perfumes del olíbano, mientras en un nicho profundo, a uno de los lados, latía acompasado un extraño reloj en forma de ataúd, cuya esfera estaba adornada de enigmáticos jeroglíficos, y cuyas cuatro manecillas no giraban de acuerdo con ningún sistema cronológico de este planeta. Era una estancia turbadora y extraña, pero muy en consonancia con las actividades que se desarrollaban en ella. Porque allí, en la residencia de Nueva Orleans del místico, matemático y orientalista más grande de este continente, se estaba ventilando el reparto de la herencia de un sabio, místico, escritor y soñador no menos eminente, que cuatro años antes había desaparecido de este mundo.

Randolph Carter, que durante toda su vida había tratado de sustraerse al tedio y a las limitaciones de la realidad ordinaria evocando paisajes de ensueño y fabulosos accesos a otras dimensiones, desapareció del mundo de los hombres el 7 de octubre de 1928, a la edad de cincuenta y cuatro años. Su carrera había sido extraña y solitaria, y había quienes suponían, por sus extravagantes novelas, que habían debido sucederle cosas aún más extrañas que las que se conocían de él. Su asociación con Harley Warren, el místico de Carolina del Sur cuyos estudios sobre la primitiva lengua naakal de los sacerdotes himalayos tan atroces consecuencias tuvieron, fue muy íntima. Efectivamente, Carter había sido quien —una noche enloquecedora y terrible, en un antiguo cementerio— vio descender a Warren a la cripta húmeda y salitrosa de la que nunca regresó. Carter vivía en Boston, pero todos sus antepasados procedían de esa región montañosa y agreste que se extiende tras la vetusta ciudad de Arkham, llena de leyendas y brujerías. Y fue allí, entre esos montes antiguos, preñados de misterio, donde, finalmente, había desaparecido él también.

Parks, su viejo criado, que murió a principios de 1930, se había referido a cierto cofrecillo de madera extrañamente aromática, cubierto de horribles adornos que había encontrado en el desván, a un pergamino indescifrable, y a una llave de plata labrada con raros dibujos que contenía la arqueta. En torno a estos objetos, el propio Carter había mantenido correspondencia con otras personas. Carter, según dijo, le había contado que esta llave provenía de sus antepasados y que le ayudaría a abrir las puertas de su infancia perdida, y de extrañas dimensiones y fantásticas regiones que hasta entonces había visitado sólo en sueños vagos, fugaces y evanescentes. Un día, finalmente, Carter había cogido el cofrecillo con su contenido, y se había marchado en su coche para no volver más.

Más tarde habían encontrado el coche al borde de una carretera vieja y cubierta de yerba que, a espaldas de la desolada ciudad de Arkham, atraviesa las colinas que habitaron un día los antepasados de Carter, de cuya gran residencia sólo queda el sótano ruinoso, abierto de cara al cielo. En un bosquecillo de olmos inmensos había desaparecido en 1781 otro de los Carter, no muy lejos de la casita medio derruida donde la bruja Goody Fowler preparaba sus abominables pociones, tiempo atrás. En 1692, la región había sido colonizada por gentes que huían de la caza de brujas de Salem, y aún ahora conserva una fama vagamente siniestra, aunque debida a unos hechos difíciles de determinar. Edmund Carter había logrado huir justo a tiempo del Monte de las Horcas, adonde le querían llevar sus conciudadanos, pero todavía corrían muchos rumores acerca de sus hechizos y brujerías. ¡Y ahora, al parecer, su único descendiente había ido a reunirse con él!

En el coche habían encontrado el cofrecillo de horribles relieves y fragante madera, así como el pergamino indescifrable. La llave de plata no estaba. Se supone que Carter se la había llevado consigo. Y no se tenían referencias del caso. La policía de Boston había dicho que las vigas derrumbadas de la vieja morada de los Carter mostraban cierto desorden, y alguien había encontrado un pañuelo en la siniestra ladera rocosa cubierta de árboles que se eleva detrás de las ruinas, no lejos de la terrible caverna llamada de las Serpientes.

Fue entonces cuando las leyendas que corrían por la región sobre la Caverna de las Serpientes cobraron renovada vitalidad. Los campesinos volvieron a hablar en voz baja de las prácticas impías a las que el viejo Edmund Carter el brujo se había entregado en aquella horrible gruta, a lo que ahora venía a añadirse la extraordinaria afición que el propio Randolph Carter había mostrado de niño por ese lugar. Durante la infancia de Carter, la venerable mansión se había mantenido en pie, con su anticuada techumbre de cuatro vertientes, habitada sólo por su tío abuelo Christopher. El la había visitado con frecuencia, y había hablado de modo especial sobre la Caverna de las Serpientes. Las gentes recordaban que más de una vez se había referido a una grieta que había en un rincón ignorado de la cueva, y hacían cábalas sobre el cambio que había experimentado a raíz de un día que pasó entero dentro de la caverna, a los nueve años de edad. Esto había sucedido en octubre, y desde entonces parecía haber adquirido una inusitada facultad de predecir acontecimientos futuros.

La noche en que desapareció Carter, había llovido, y nadie pudo encontrar la menor huella de los pasos que dio al bajar del coche. En el interior de la Caverna de las Serpientes se había formado un barro líquido y viscoso, debido a las grandes filtraciones de agua. Sólo los rústicos ignorantes murmuraron sobre ciertas huellas que habían creído descubrir en el sitio donde los grandes olmos sobresalían por encima de la carretera y en la siniestra pendiente próxima a la Caverna de las Serpientes donde había sido encontrado el pañuelo. Pero, ¿quién iba a hacer caso de aquellos rumores, según los cuales esas huellas eran idénticas a las que dejaban las botas de puntera cuadrada que había usado Randolph Carter cuando era niño? Esa historia era tan insensata como aquella otra de que habían visto las huellas inconfundibles de las botas de Benjiah Corey, que según decían iban al encuentro de las huellas pequeñas de la carretera. El viejo Benjiah Corey había sido el criado del señor Carter cuando Randolph era muy joven, pero hacía treinta años que había muerto.

Debieron ser esos rumores —añadidos a las manifestaciones que el propio Carter había hecho a Parks y a otros sobre su suposición de que la labrada llave de plata le ayudaría a abrir las puertas de su perdida infancia— los que indujeron a ciertos investigadores ocultistas a declarar que el desaparecido había conseguido dar la vuelta a la marcha del tiempo, regresando, a través de cincuenta y cuatro años, a ese día de octubre de 1883 en que, siendo niño, había permanecido tantas horas en la Caverna de las Serpientes. Sostenían que, cuando salió aquella noche de la cueva, Carter había logrado de algún modo viajar hasta 1928 y volver. ¿Acaso no sabía después las cosas que habrían de suceder más tarde? Y no obstante, jamás se había referido a suceso alguno posterior a 1928.

Uno de estos sabios —un viejo excéntrico de Providence, Rhode Island—, que había mantenido una larga y estrecha correspondencia con Carter tenía una teoría aún más complicada: decía que no sólo había regresado a la niñez, sino que había alcanzado un grado de liberación aún mayor, pudiendo recorrer ahora a capricho los paisajes prismáticos de sus sueños infantiles. Tras haber sufrido una extraña visión, este hombre publicó un relato sobre la desaparición de Carter, en el que insinuaba la posibilidad de que éste ocupase el trono de ópalo de Ilek-Vad, fabulosa ciudad de innumerables torreones, asentada en lo alto de los acantilados de cristal que dominan ese mar crepuscular en que los gnorri, barbudas criaturas provistas de aletas natatorias, construyen sus singulares laberintos.

Fue este anciano, Ward Phillips, quien más enérgicamente se opuso al reparto de los bienes de Carter entre sus herederos —todos ellos primos lejanos— alegando que éste aún seguía con vida en otra dimensión del tiempo, y que muy bien podría ser que regresara un día. Contra este argumento se alzó uno de los primos, Ernest K. Aspinwall, de Chicago, diez años mayor que Carter, que era un abogado experto y combativo como un joven cuando se trataba de batallas forenses. Durante cuatro años la contienda había sido furiosa; pero la hora del reparto había sonado, y esta inmensa y extraña sala de Nueva Orleans iba a ser el escenario del acuerdo.

La casa pertenecía al albacea testamentario de Carter para los asuntos literarios y financieros: el distinguido erudito en misterios y antigüedades orientales, Etienne-Laurent de Marigny, de ascendencia criolla. Carter había conocido a De Marigny durante la guerra, cuando ambos servían en la Legión Extranjera francesa, y en seguida se sintió atraído por él a causa de la similitud de gustos y pareceres. Cuando, durante un memorable permiso colectivo, el erudito y joven criollo condujo al ávido soñador bostoniano a Bayona, en el sur de Francia, y le enseñó ciertos secretos terribles que ocultaban las tenebrosas criptas inmemoriales excavadas bajo esa ciudad milenaria y henchida de misterios, la amistad entre ambos quedó sellada para siempre. El testamento de Carter nombraba como albacea a De Marigny, y ahora este estudioso infatigable presidía de mala gana el reparto de la herencia. Era un triste deber para él porque, como le pasaba al viejo excéntrico de Rhode Island, tampoco él creía que Carter hubiera muerto. Pero, ¿qué peso podían tener los sueños de dos místicos frente a la rígida ciencia mundana?

En aquella extraña habitación del viejo barrio francés, se habían sentado en torno a la mesa unos hombres que pretendían tener algún interés en el asunto. La reunión se había anunciado, como es de rigor en estos casos, en los periódicos de las ciudades donde se suponía que pudiera vivir alguno de los herederos de Carter. Sin embargo, sólo había allí cuatro personas reunidas escuchando el tic-tac singular de aquel reloj en forma de ataúd que no marcaba ninguna hora terrestre, y el rumor cristalino de la fuente del patio que se veía a través de las cortinas. A medida que pasaban las horas lentamente, los semblantes de los cuatro se iban borrando tras el humo ondulante de los trípodes que cada vez parecían necesitar menos los cuidados de aquel viejo negro de furtivos movimientos y creciente nerviosidad.

Los presentes eran el propio Etienne de Marigny, hombre enjuto de cuerpo, moreno, elegante, de grandes bigotes y aspecto joven; Aspinwall, representante de los herederos, de cabellos blancos y rostro apoplético, rollizo, y con enormes patillas; Phillips, el místico de Providence, flaco, de pelo gris, nariz larga, cara afeitada y cargado de espaldas; el cuarto era de edad indefinida, delgado, rostro moreno y barbudo, absolutamente impasible, tocado de un turbante que denotaba su elevada casta brahmánica. Sus ojos eran negros como la noche, llenos de fuego, casi sin iris, y parecía mirar desde un abismo situado muy por detrás de su rostro. Se había presentado a sí mismo como el swami Chandraputra, un adepto venido de Benarés con cierta información de suma importancia. Tanto De Marigny como Phillips —que habían mantenido correspondencia con él— habían reconocido inmediatamente la autenticidad de sus pretensiones esotéricas. Su voz tenía un acento singular, un tanto forzado, hueco, metálico, como si el empleo del inglés resultara difícil a sus órganos vocales; no obstante, su lenguaje era tan fluido, correcto y natural como el de cualquier anglosajón. Su indumentaria general era europea, pero las ropas le quedaban flojas y le caían extraordinariamente mal, lo cual, sumado a su barba negra y espesa, su turbante oriental y sus blancos mitones, le daba un aire de exótica excentricidad.

De Marigny, manoseando el pergamino hallado en el coche de Carter, decía:

—No, no he podido descifrar una sola letra del pergamino. El señor Phillips, aquí presente, también ha desistido. El coronel Churchward afirma que no se trata de la lengua naakal, y que no tiene el menor parecido con los jeroglíficos de las mazas de guerra de la Isla de Pascua. Los relieves del cofre, en cambio, recuerdan muchísimo a las esculturas de la Isla de Pascua. Que yo recuerde, lo más parecido a estos caracteres del pergamino (observen cómo todas las letras parecen colgar de las líneas horizontales) es la caligrafía de un libro que poseía el malogrado Harley Warren. Le acababa de llegar de la India, precisamente cuando Carter y yo habíamos ido a visitarle, en 1919, y no quiso decirnos de qué se trataba. Aseguraba que era mejor que no supiéramos nada, y nos dio a entender que acaso su origen fuera extraterrestre. Se lo llevó consigo aquel día de diciembre en que bajó a la cripta del antiguo cementerio, pero ni él ni su libro volvieron a la superficie otra vez. Hace algún tiempo le envié aquí, a nuestro amigo el swami Chandraputra, el dibujo de alguna de aquellas letras, hecho de memoria, y una fotocopia del manuscrito de Carter. El cree que podrá aportar alguna luz sobre tales caracteres después de realizar ciertas investigaciones y consultas. En cuanto a la llave, Carter me envió una fotografía. Sus extraños arabescos no son letras, pero parece como si perteneciesen a la misma tradición cultural que el pergamino. Carter decía siempre que estaba a punto de resolver el misterio, aunque nunca llegó a darme detalles. Una vez casi se puso poético hablando de todo este asunto. Aquella antigua llave de plata, según decía, abriría las sucesivas puertas que impiden nuestro libre caminar por los imponentes corredores del espacio y del tiempo, hasta el mismo confín que ningún hombre ha traspasado jamás desde que Shaddad, empleando su genio terrible, construyó y ocultó en las arenas de la pétrea Arabia las prodigiosas cúpulas y los incontables alminares de Irem, la ciudad de los mil pilares. Según escribió Carter, han regresado santones hambrientos y nómadas enloquecidos por la sed, para hablar de su pórtico monumental y de la mano esculpida sobre la clave del arco; pero ningún hombre lo ha cruzado y ha vuelto después para decirnos que sus huellas atestiguan su paso por las arenas del interior. Carter suponía que la llave era precisamente lo que la mano ciclópea intentaba agarrar en vano. Lo que no sabemos es por qué razón no se llevó Carter el pergamino lo mismo que la llave. Tal vez lo olvidaría, o quizá se abstuvo al recordar que su amigo llevaba consigo un libro de parecidos caracteres al descender a la cripta, y no regresó. O sencillamente, puede que no tuviera nada que ver con la empresa que él pretendía llevar a cabo.

Al interrumpirse De Marigny, el anciano señor Phillips dijo con voz áspera y chillona:

—Sólo podemos conocer los vagabundeos de Carter por nuestros propios sueños. Yo he estado en lugares muy extraños en mis sueños, y he oído cosas muy raras y significativas en Ulthar, al otro lado del río Skai. Parece que el pergamino no debía de hacerle falta, ya que Carter, lo que pretendía era regresar al mundo de los sueños de su niñez, y ahora es rey de Ilek-Vad.

El señor Aspinwall se puso aún más apoplético y farfulló:

—¿Por qué no hacen que se calle ese viejo loco? Ya hemos tenido bastantes tonterías de ese tipo. El problema ahora es hacer el reparto, y ya es hora de que nos pongamos a ello.

Por primera vez habló el swami Chandraputra con su voz singularmente metálica y lejana:

—Señores, en todo este asunto hay algo más de lo que ustedes piensan. El señor Aspinwall no hace bien en burlarse de la veracidad de los sueños. El señor Phillips tiene una idea incompleta de la cuestión, quizá porque no ha soñado lo suficiente. Por mi parte, he soñado muchísimo. En la India soñamos todos mucho, y ésta parece ser también la costumbre de los Carter. Usted, señor Aspinwall, es primo suyo por parte de madre, y por lo tanto no es Carter. Mis propios sueños, y algunas otras fuentes de información, me han revelado ciertas cosas que todavía siguen oscuras para ustedes. Por ejemplo, Randolph Carter dejó olvidado ese pergamino que no pudo descifrar, pero le habría sido muy conveniente llevárselo. Como ven ustedes, he llegado a enterarme de muchas cosas que le sucedieron a Carter desde que, hace cuatro años, en el atardecer del siete de octubre, abandonó su coche y se fue con la llave de plata.

Aspinwall soltó una risotada, pero los demás quedaron en suspenso, presos de un renovado interés. El humo de los trípodes aumentaba, y el tic-tac extravagante de aquel reloj en forma de ataúd pareció convertirse en los puntos y rayas de algún mensaje telegráfico remoto y terrible, procedente de los espacios exteriores. El hindú se echó hacia atrás, cerró los ojos casi por completo y siguió hablando en su tono ligeramente forzado, aunque con fluidez. Y a medida que hablaba, fue tomando forma ante su auditorio el cuadro de lo que había sucedido a Randolph Carter.

<p>II</p>

«Las colinas que se extienden más allá de la ciudad de Arkham están impregnadas de extraña magia por algo, quizá, que el viejo hechicero Edmund Carter invocaría de las estrellas, o que haría emerger de las más profundas criptas de la tierra, cuando se refugió en aquellos parajes al huir de Salem en 1692. Tan pronto como Randolph Carter volvió a las colinas, comprendió que se encontraba cerca de las puertas que sólo unos pocos hombres temerarios y execrados han logrado abrir a través de las titánicas murallas que separan el mundo y lo absoluto. Presentía que aquí y ahora podría poner en práctica con éxito el mensaje, descifrado meses antes, que se ocultaba en los arabescos de aquella enmohecida e increíblemente antigua llave de plata. Ahora sabía cómo hacerla girar y cómo alzarla bajo los rayos del sol poniente, y qué fórmulas ceremoniales debían entonarse en el vacío, al dar la novena y última vuelta. En un lugar tan próximo al vértice transdimensional y a la puerta mística, era imposible que la llave fallara en la misión para la que había sido creada. Era seguro que Carter descansaría aquella noche de su perdida niñez, por la que nunca había dejado de suspirar.

»Salió del coche con la llave en el bolsillo, y caminó cuesta arriba por la serpeante carretera, adentrándose en el corazón de aquella comarca embrujada y sombría. Cruzó las tapias de piedra cubiertas de enredadera, el bosque de árboles amenazadores y ramaje retorcido, el huerto abandonado, la granja desierta de rotas ventanas abiertas, y las ruinas sin nombre. A la hora del crepúsculo, cuando las lejanas agujas de campanario de Kingsport relucían con resplandores roji*zos, sacó la llave, le dio las vueltas necesarias y entonó las fórmulas requeridas. Sólo más adelante se dio cuenta de la prontitud con que surtió efecto este ritual.

»Luego, en la creciente oscuridad del crepúsculo, oyó una voz del pasado: la del viejo Benjiah Corey, el criado de su tío abuelo. ¿No hacía treinta años que había muerto Benjiah? ¿Pero treinta años a partir de qué fecha? ¿En qué año estaba ahora? ¿Dónde había estado? ¿Qué tenía de raro que Benjiah le estuviera llamando hoy, 7 de octubre de 1833? ¿Acaso no llevaba fuera de casa mucho más rato de lo que tía Martha le tenía dicho? ¿Qué llave era esta que llevaba en el bolsillo de la blusa, en vez del pequeño catálogo que le regalara su padre al cumplir los nueve años? ¿No la había encontrado en el desván de casa? ¿Atravesaría el pórtico que sus ojos perspicaces habían descubierto entre las rocas desgarradas del fondo de aquella cueva interior que se abría tras la Caverna de las Serpientes? Todo el mundo relacionaba ese lugar con Edmund Carter el hechicero. La gente no quería pasar por allí; nadie más que él había descubierto la grieta de la roca, ni se había escurrido por ella hasta la gran cámara interior donde se encontraba el portón. ¿Qué manos habrían tallado la roca viva formando como un pórtico de templo? ¿Quizá las del viejo Edmund, el hechicero, o acaso las de otros seres invocados por él y que actuaban bajo su mandato?

»Aquella noche, el pequeño Randolph cenó con tío Chris y tía Martha en el viejo caserón del enorme tejado.

»A la mañana siguiente se levantó temprano, cruzó el huerto de manzanos, y se internó por la arboleda de arriba, donde estaba oculta la Caverna de las Serpientes, tenebrosa y amenazante, entre grotescos e hinchados robles. Sentía en su interior una insospechada ansiedad, y ni siquiera se dio cuenta de que se le había caído el pañuelo, al registrarse el bolsillo para ver si traía la llave. Se deslizó a través del negro orificio con intrépida seguridad, alumbrándose el camino con las cerillas que había cogido del cuarto de estar. Un momento después, se había colado a través de la grieta de la roca, y se hallaba en la inmensa gruta interior, cuya rocosa pared final recordaba la forma de un pórtico labrado intencionadamente en la piedra. Allí permaneció en pie, ante la pared húmeda y goteante, silencioso, aterrado, encendiendo cerilla tras cerilla mientras la contemplaba. ¿Aquella prominencia que emergía de la clave del arco sería acaso la gigantesca mano esculpida? Entonces sacó la llave, hizo ciertos movimientos y entonó determinados cánticos cuyo origen recordaba confusamente. ¿Habría olvidado algo? El sólo sabía que deseaba cruzar la barrera que le separaba de las regiones ilimitadas de sus sueños, de los abismos donde todas las dimensiones se disuelven en lo absoluto.

<p>III</p>

»Resulta difícil explicar con palabras lo que sucedió entonces. Fue una sucesión de paradojas, de contradicciones, de anomalías que no tienen cabida en la vida vigil, pero que llenan nuestros sueños más fantásticos, donde se aceptan como cosa corriente, hasta que regresamos a nuestro mundo objetivo, estrecho, rígido, encorsetado por los principios de una lógica tridimensional.»

Al proseguir su relato, el hindú tuvo que evitar muchos escollos para no dar la impresión de delirios triviales y pueriles, en vez de transmitir la experiencia de un hombre trasladado a su niñez a través de los años. El señor Aspinwall, disgustado, dio un bufido y dejó prácticamente de escuchar.

«El ritual de la llave de plata, tal como lo había llevado a cabo Randolph Carter en aquella cueva tenebrosa y oculta en el interior de otra cueva, tuvo un resultado inmediato. Desde el primer movimiento, desde la primera sílaba que había pronunciado, sintió el aura de una extraña y pavorosa mutación. Su percepción del espacio y del tiempo experimentó un trastorno profundísimo y perdió las nociones que conocemos nosotros como movimiento y duración. Imperceptiblemente, conceptos tales como el de edad o el de localización espacial dejaron de tener significado alguno. El día anterior, Randolph Carter había saltado milagrosamente un abismo de años. Ahora no había ya diferencia alguna entre niño y hombre. Sólo existía la entidad Randolph Carter, dotada de cierta cantidad de imágenes que habían perdido ya toda conexión con las escenas terrestres y las circunstancias con que habían sido adquiridas. Poco antes estaba en el interior de una caverna, en cuya pared del fondo parecían destacarse vagamente los trazos de un arco monstruoso y de una mano gigantesca esculpida. Ahora no había ya ni caverna ni ausencia de caverna, ni paredes ni ausencia de paredes. Había un fluir de sensaciones no tanto visuales como cerebrales, en medio de las cuales la entidad que era Randolph Carter captaba y archivaba todo lo que su espíritu percibía, aun sin tener clara conciencia de cómo tales impresiones llegaban hasta él.

»Cuando hubo concluido el ritual, Carter se dio cuenta de que no se hallaba en ninguna región descrita por los geógrafos de la Tierra, ni en época alguna cuya fecha pudieran determinar los historiadores. Sin embargo, lo qué estaba sucediendo le era en cierto modo familiar. En los misteriosos fragmentos pnakóticos figuraban alusiones a procesos análogos y, una vez descifrados los símbolos grabados en la llave de plata, todo un capítulo del Necronomicon, obra del árabe loco Abdul Alhazred, había adquirido significado. Acababa de abrir una puerta. No se trataba de la Ultima Puerta, desde luego, sino de la que daba acceso, desde el tiempo terrenal, a aquella extensión de la Tierra situada fuera del tiempo, en la que, a su vez, se halla la Ultima Puerta. Esta comunica con los pavorosos misterios del Vacío Final que se extiende más allá de todos los mundos, de todos los universos y de toda la materia.

»Ante ella habría un Guía verdaderamente terrible, un Guía que había morado en la Tierra hace millones de años, cuando la existencia del hombre ni siquiera podía imaginarse, cuando formas ya olvidadas pululaban por el planeta cubierto todavía de vapores, construyendo extrañas ciudades entre cuyas ruinas retozaron más tarde los primeros mamíferos. Carter recordaba la manera vaga con que el abominable Necronomicon describía a este Guía:

»Y hay quienes se han atrevido a asomarse al otro lado del Velo, y a aceptarle a El como guía —había escrito el árabe loco— mas habrían dado muestras de mayor prudencia no aceptando trato alguno con El; porque está en el Libro de Thoth cuán terrible es el precio de una simple mirada. Y aquellos que entraren no podrán volver jamás, porque en los espacios infinitos que transcienden nuestro mundo existen formas tenebrosas que atrapan y envuelven. La Entidad que fluctúa en la noche, y la Malignidad capaz de desafiar al Signo Arquetípico, y la Horda que vigila el portal secreto de cada tumba y medra con lo que se forma en los moradores de ésta.. todos estos Horrores son inferiores al del que guarda el umbral, al de ESE que guiará al temerario, más allá de todos los mundos, hasta el Abismo de los devoradores innominados. Porque EL es ‘UMR AT-TA WIL, El Más Antiguo, nombre que el escriba traduce por EL DE LA VIDA PROLONGADA’.

»En medio del caos, sus recuerdos y su imaginación presentaron ante él confusas imágenes de perfiles inciertos; pero Carter sabía que no tenían consistencia, puesto que sólo eran proyecciones de su propia mente. Pero también se daba cuenta de que esas imágenes no habían aparecido en su conciencia por azar, sino más bien a causa de la realidad inmensa, inefable y sin dimensiones que le rodeaba, la cual se esforzaba por expresarse en los únicos símbolos que él podía comprender. Ningún espíritu de la Tierra es capaz de captar directamente —sino sólo por símbolos— las formas indecibles que se entrelazan en los tortuosos abismos exteriores al tiempo y a las dimensiones que conocemos.

»Delante de Carter se desplegó una vaporosa formación de siluetas y de escenas confusas que le sugirieron de algún modo las eras primordiales de la Tierra, sepultadas en un pasado de millones y millones de años. Monstruosas formas de vida se movían con lentitud a través de escenarios fantásticos como jamás han aparecido ni en los más delirantes sueños del hombre, en medio de vegetaciones increíbles, de acantilados, de montañas y de edificios distintos en todo a los que el hombre construye. Había ciudades bajo el mar, y estaban habitadas; y había torres que se alzaban en los desiertos, y de ellas despegaban globos y cilindros, y también criaturas aladas, y regresaban a ellas después de cruzar los espacios. Carter veía todo esto, aunque las imágenes no guardaban clara relación entre sí, ni tampoco con él. Y él mismo no poseía forma ni posición estables, sino sólo vagas intuiciones de forma y posición proporcionadas por su imaginación en continuo movimiento.

»Carter habría deseado encontrar regiones encantadas de sus sueños infantiles, donde las galeras navegaban curso arriba por el río Oukranos y cruzaban las doradas agujas de Thran, donde las caravanas de elefantes vagaban por las junglas perfumadas de Kle, más allá de los palacios olvidados de columnas de marfil que duermen intactos y fascinantes bajo la luna. Pero, intoxicado por visiones más vastas y profundas, apenas si sabía ahora lo que buscaba. En su mente despertaron pensamientos de infinito y blasfemo atrevimiento; y comprendió que se enfrentaría al Temible Guía sin temor, y que le preguntaría cosas monstruosas y terribles.

»De pronto, el cambiante cortejo de impresiones pareció fijarse. Había grandes masas de enormes rocas erguidas, cubiertas de unos relieves extraños e incomprensibles que se ordenaban según las leyes de alguna geometría ignorada e invertida. La luz se filtraba de un cielo de color indeterminado, tomaba direcciones desconcertantes y contradictorias, y, casi como un ser dotado de intencionalidad, jugaba por encima de algo que parecía una especie de semicírculo de pedestales hexagonales cubiertos de jeroglíficos gigantescos y coronados por unas formas veladas e indefinidas.

»Había, además, otra figura que no ocupaba ningún pedestal, sino que parecía cernerse o flotar sobre la vaporosa superficie horizontal que parecía ser el suelo. No tenía silueta estable, pero adoptaba formas fugaces que sugerían remoto antepasado del hombre o acaso algún ser que hubiese seguido una evolución paralela a la humana. Su tamaño, sin embargo, era aproximadamente el de la mitad de un hombre normal. Como las figuras de los pedestales, parecía pesadamente embozado en una especie de tejido de color neutro. Carter no descubrió en el tejido ninguna abertura para mirar. Pero sin duda no la necesitaba la criatura embozada, ya que debía pertenecer a una clase de seres de estructuras y facultades totalmente ajenas al mundo físico que conocemos.

»Un momento después, Carter comprobó que así era, en efecto, ya que la Silueta había hablado directamente a su espíritu sin recurrir a ningún lenguaje ni emitir un solo sonido. Y aunque el nombre con que se dio a conocer era pavoroso y terrible, Randolph Carter no se dejó vencer por el miedo. Al contrario, contestó sin emplear tampoco ningún sonido ni lenguaje, y le rindió el homenaje que había aprendido del Necronomicon. Porque esta silueta era nada menos que la de Aquel ante quien ha temblado el mundo entero desde que Lomar emergió de las aguas y los Hijos de las Brumas de Fuego habían bajado a la Tierra para enseñarle al hombre la Sabiduría Arquetípica. Era, en efecto, el espantoso Guía y Guardián del Umbral: UMR AT-AWIL, El Más Antiguo, cuyo nombre ha traducido el escriba por EL DE LA VIDA PROLONGADA.

»El Guía estaba enterado, puesto que El todo lo sabe, del viaje y la llegada de Carter, y también de que éste buscador de sueños y secretos se mantenía sin miedo ante su presencia. De El no irradiaba horror ni malignidad alguna, y Carter comenzó a preguntarse si las alusiones horrendas y blasfemas del árabe loco no obedecerían a la envidia y al deseo jamás cumplido de haber hecho lo que él estaba a punto de realizar. O acaso el Guía reservase su horror y su malignidad para aquellos que le temían. Como la comunicación telepática continuaba, Carter acabó finalmente por interpretar el mensaje en forma de palabras:

»‘Soy, en efecto, ese Más Antiguo que tú sabes —dijo el Guía—. Los Primigenios y Yo te hemos estado esperando. Aunque has tardado mucho, te doy la bienvenida. Tienes la llave y has abierto la Primera Puerta. Ahora tienes que atravesar la Ultima Puerta, que ya está preparada para tu prueba. Si tienes miedo, no debes seguir. Todavía puedes regresar sin peligro donde viniste Pero si decides proseguir... ’

»Hubo un silencio ominoso, pero la irradiación seguía siendo amistosa. Carter no dudó un segundo, porque ardía en deseos de seguir adelante.

»‘Continuaré —replicó—, y te acepto como Guía.’

»Al recibir esta respuesta, el Guía pareció hacer un gesto, a juzgar por los movimientos del tejido en que se hallaba embozado, que podían obedecer al hecho de haber levantado un brazo. Después hizo otra señal, y gracias a sus conocimientos de lo oculto, Carter entendió que estaba muy cerca de la Ultima Puerta. La luz adquirió entonces una coloración inexplicable y las siluetas de los pedestales hexagonales se hicieron más definidas. Al perfilarse más, tomaron un mayor parecido con el hombre, aunque Carter sabía que no podían ser hombres. Sobre sus cabezas tapadas llevaban unas mitras altas de inciertos colores que recordaban extrañamente a las de las abominables figuras talladas por algún escultor olvidado a lo largo de los barrancos rocosos de cierta montaña inmensa y prohibida de Tartaria. Entre los repliegues de sus tupidos velos aparecían unos cetros largos cuyos pomos esculpidos representaban un misterio grotesco y arcaico.

»Carter adivinó quiénes eran y de dónde provenían, así como a Quién servían; y también sospechaba cuál era el precio de su servicio. Pero aún se consideraba dichoso, porque en una aventura tan extraordinaria, podría aprender todos los secretos del universo. La condenación —se dijo— es sólo una palabra que circula entre aquellos cuya ceguera les lleva a condenar a todos los que ven, aunque sea con un solo ojo. Se asombraba de la inmensa variedad de quienes hablaban sin ton ni son de los perversos Primigenios, como si Ellos pudieran abandonar sus sueños eternos para desatar su cólera sobre la humanidad. Esto sería tan absurdo —pensó— como imaginar un mamut ensañándose con una lombriz».

»Luego las figuras de los pedestales hexagonales le saludaron inclinando sus extraños cetros esculpidos e irradiando un mensaje telepático que él entendió:

»‘Te saludamos a ti, El Más Antiguo; y a ti, Randolph Carter, que por tu audacia te has convertido en uno de los nuestros.’

»Carter vio entonces que había un pedestal vacío que, con un gesto, El Más Antiguo le indicó que estaba reservado para él. Y vio también otro pedestal, más alto que los demás, en el centro de la fila —que no era semicírculo, ni elipse, ni parábola, ni hipérbola-que formaban todos ellos. ‘Este debe ser el trono del propio Guía’, pensó. Caminando y subiendo de manera singular e indefinible, Carter fue a ocupar su sitio, y al hacerlo, vio que el Guía se había sentado también.

»Gradualmente y como entre brumas, fue distinguiendo un objeto que El Más Antiguo sostenía entre los pliegues para que lo vieran, o lo captaran con un sentido equivalente, sus embozados compañeros.

Era una gran esfera, o algo parecido, de un metal oscuramente iridiscente; y al mostrarla el Guía, una sorda e intensa impresión de sonido comenzó a latir como un pulso que no se parecía a ningún ritmo de la Tierra. Era algo así como un cántico, o lo que una imaginación humana podría haber interpretado como tal. Luego, el objeto parecido a una esfera comenzó a adquirir luminosidad, igual que si brillara con una luz fría y pulsátil de color indefinible, y Carter comprobó que sus destellos se acompasaban con el ritmo extraño de los cánticos. Entonces, todas las siluetas mitradas de los pedestales iniciaron un singular balanceo, siguiendo el mismo ritmo inexplicable, mientras los nimbos de una luz indefinible —semejante a la de la esfera— envolvían sus cubiertas cabezas.

El hindú interrumpió su relato y miró con curiosidad el reloj de forma de ataúd, con su esfera cubierta de jeroglíficos y sus cuatro manecillas, cuyo tic-tac desconcertante seguía un ritmo ajeno a la Tierra.

»—A usted, señor De Marigny —dijo súbitamente a su sabio anfitrión— no es preciso hablarle del ritmo particularmente extraño que seguían las embozadas siluetas de los pedestales hexagonales con sus cánticos y balanceos. Además de Carter, es usted el único en América que ha sentido alguna premonición de la Dimensión Exterior. Supongo que este reloj se lo enviaría el yogui de quien solía hablar el pobre Harvey Warren, el vidente que decía haber sido el único que había estado en Yian-Ho, escondido reducto de la antiquísima Leng, llevándose ciertas cosas de aquella ciudad pavorosa y prohibida. Me pregunto qué objetos delicados conocerá usted de allá. Si mis sueños y lecturas no me engañan, esa ciudad fue construida por quienes conocían bastante bien la Primera Entrada. Pero seguiré mi relato.

»Por último —prosiguió el swami— el balanceo y los cánticos cesaron, los nimbos fosforescentes que rodeaban sus cabezas, ahora caídas e inmóviles, palidecieron y las figuras se hundieron extrañamente en sus pedestales. La esfera, no obstante, continuó palpitando con inexplicable luz. Carter comprendió que los Primigenios dormían de nuevo como cuando los viera por primera vez, y se preguntó de qué sueños cósmicos les habría sacado su llegada. Lentamente, fue abriéndose camino en su espíritu el auténtico sentido de esos cánticos extraños: había sido un ritual de iniciación, y El Más Antiguo había cantado para inducir en sus Compañeros una nueva categoría de sueño cuyos ensueños permitieran abrir la Ultima Puerta para pasar la cual la llave de plata servía de pasaporte. Y comprendió que en lo más hondo de ese sueño profundo, los Primigenios contemplaban las insondables inmensidades de las infinitas dimensiones exteriores, y que así cumplían lo que su presencia les había exigido. El Guía no compartía este sueño, sino que parecía seguir dándoles instrucciones mediante una irradiación sutil y sin palabras. Sin duda les imponía las imágenes de aquello que quería que soñaran sus Compañeros; y Carter comprendió que cuando cada Primigenio soñase el sueño ordenado, nacería el germen de una manifestación visible para sus ojos terrestres. Cuando los sueños de todas las Siluetas se fundieran en una unidad, surgiría esta manifestación, y todo lo que él desease se materializaría mediante concentración. El había visto cosas parecidas en la Tierra: en la India, donde la voluntad de un círculo de adeptos, combinada y proyectada, puede hacer que un pensamiento tome sustancia tangible; y en la arcaica Atlaanât, de la que muy pocos se atreven a hablar.

»Carter no sabía a ciencia cierta en qué consistía la Ultima Puerta, ni cómo debía atravesarla; pero se sintió invadido por un sentimiento de tensa expectación. Tenía conciencia de poseer alguna clase de corporeidad y de llevar la llave fatal en la mano. Las masas descollantes de roca que se alzaban frente a él parecían como una muralla informe, hacia el centro de la cual se sentían sus ojos irresistiblemente atraídos. Y entonces, de súbito, sintió que la irradiación mental del Más Antiguo había dejado de fluir.

»Por primera vez se dio cuenta de lo absurdo y terrible que puede ser el silencio mental y físico. Durante las primeras fases de su aventura percibía aún cierto ritmo, que acaso no fuera sino el latido lejano y secreto de la extensión tridimensional de la Tierra. Pero, ahora, la quietud del abismo parecía haberlo inmovilizado todo. A pesar de su conciencia de poseer un cuerpo físico, no consiguió oír su propia respiración. El resplandor de la esfera de ‘Umr at-Tawil’ se había quedado inmóvil y petrificado. Un halo imponente, más resplandeciente aún que los nimbos que rodearon las cabezas de las Siluetas, brillaba aterradoramente en torno al cráneo amortajado del espantoso Guía.

»Un vértigo infinito invadió a Carter, cuyo sentimiento de orientación había desaparecido por completo. Las luces extrañas parecían poseer la calidad de la más impenetrable negrura acumulada sobre las mismas tinieblas. En torno a los Primigenios, tan solitarios sobre sus tronos hexagonales, reinaba una atmósfera de la más pasmosa lejanía. Luego se sintió arrebatado hacia unas profundidades inconmensurables, notando sobre su rostro los efluvios de un cálido perfume. Era como si flotara en un mar tórrido y roji*zo, un mar de vino embriagador cuyas olas espumosas rompieran contra unas costas de bronce incandescente. Un gran temor le invadió al vislumbrar aquella vasta extensión marina cuyo oleaje rompía en costas lejanas. Pero el tiempo del silencio había terminado: las olas le hablaban con un lenguaje sin sonidos ni palabras articuladas:

»‘El-Hombre-Que-Conoce-La-Verdad está más allá del bien y del mal —entonaba una voz que no era voz—. El Hombre-Que-Conoce-La-Verdad ha comprendido la identidad de lo Uno y el Todo. El-HombreQue-Conoce-La-Verdad ha comprendido que la Ilusión es la Realidad Unica y que la Sustancia es la Gran Impostora.’

»Y entonces, en aquellas elevadas construcciones rocosas hacia las cuales se sentían sus ojos atraídos tan irresistiblemente, apareció el perfil titánico de un arco semejante al que recordaba haber visto hacía muchísimo tiempo en aquella cueva oculta en el interior de otra cueva, en la lejana e irreal superficie de la Tierra tridimensional.

»Se dio cuenta de que había utilizado la llave de plata, de que la había movido instintivamente, sin previo aprendizaje, de acuerdo con un ritual muy semejante al que le sirvió para abrir la Primera Puerta. Ahora comprendió que aquel mar rosado y embriagador que lamía sus mejillas no era sino la masa impenetrable de la sólida muralla, que se disolvía ante su conjuro y ante el vórtice en que se habían concentrado los pensamientos de los Primigenios. Guiado aún por una instintiva y ciega determinación siguió avanzando en el vacío..., y atravesó la Ultima Puerta.

<p>IV</p>

»La progresión de Randolph Carter a través de aquel ciclópeo espesor de muralla era como un vertiginoso precipitarse a través de los insondables abismos interestelares. Sentía, a una gran distancia, el oleaje triunfante y celeste de dulzura mortal; después, un batir de alas enormes y como el gorjeo o murmullo de unos seres ignorados en la Tierra y en el sistema solar. Miró hacia atrás, y vio, no una entrada sólo, sino una multitud de puertas, en algunas de las cuales clamaban ciertas Formas que él procuró no recordar.

»Y, de repente, experimentó un terror más grande aún que el que le produjeron aquellas Formas, un terror del que no podía sustraerse porque radicaba en él mismo. Al traspasar la Primera Puerta, había perdido algo de su propia consistencia, sumiéndose en dudas sobre la forma de su cuerpo y su afinidad con los objetos brumosos y difusos que le rodeaban; sin embargo, no se había alterado su sentido de la propia unidad. Había seguido siendo Randolph Carter, un punto fijo en el caos polidimensional. Ahora, una vez cruzada la Ultima Puerta, se dio cuenta, en un instante de miedo aniquilador, de que no era una persona, sino muchas personas a la vez.

»Se encontraba en muchos lugares al mismo tiempo. En la Tierra, a siete de octubre de mil ochocientos ochenta y tres, un niño llamado Randolph abandonaba la Caverna de las Serpientes, salía a la luz apacible de la tarde, bajaba corriendo la ladera rocosa, cruzaba el huerto de manzanos retorcidos y entraba en casa de tío Christopher, situada en las colinas de Arkham; y no obstante, en ese mismo momento, que sin saber cómo también pertenecía a primeros de mil novecientos veintiocho, una sombra vaga que también era Randolph Carter se hallaba sentada sobre un pedestal entre los Primigenios, en la prolongación tridimensional de la Tierra. Al mismo tiempo, había un tercer Randolph Carter, en el amorfo e ignorado abismo del cosmos que se extiende más allá de la Ultima Puerta. Y en otras zonas, en un caos de escenas cuya infinita multiplicidad y monstruosa diversidad le arrastraban al borde de la locura, había una ilimitada confusión de seres que eran tan él mismo como la manifestación espacial que ahora se hallaba al otro lado de la Ultima Puerta.

»Había docenas de Carter en cada época conocida o supuesta de la historia de la Tierra, y en aquellas edades del planeta, aún más remotas, que escapan a todo conocimiento y conjetura. Los había bajo forma humana y no humana, vertebrada e invertebrada, dotada de conciencia y desprovista de ella, animal y vegetal. Y más aún los había que no tenían nada en común con la vida terrestre, que se agitaban de manera repugnante en otros planetas, sistemas, galaxias y continuos cósmicos. Veía esporas de vida eterna que vagaban de mundo en mundo, de universo en universo, y todas eran igualmente él mismo. Alguna de estas visiones le recordaba ciertos sueños —confusos y vívidos a la vez, fugaces y duraderos— que había tenido durante muchos años desde que comenzó a soñar; y algunas de ellas le resultaban pasmosas, fascinantes, casi horriblemente familiares, lo cual era inexplicable según la lógica terrestre.

»Ante esta experiencia, Randolph Carter se sintió poseído por un supremo horror; horror que ni siquiera pudo sospechar aquella noche espantosa en que dos hombres se aventuraron, bajo la luna menguante, en cierta necrópolis horrenda y antigua, de la que sólo uno de ellos pudo regresar. Ni la muerte, ni la fatalidad, ni la ansiedad pueden producir la insoportable desesperación que resulta de perder la propia identidad. Sumergirse en la nada supone caer en un olvido apacible; pero tener conciencia de existir y saber, no obstante, que ya no se es un ser definido, distinto de los demás seres, que ya no se posee la propia mismidad, es la indecible culminación del horror y de la angustia.

»Sabía que en Boston había existido un Randolph Carter, pero no estaba seguro de si él —el fragmento componente de la entidad que ahora se hallaba al otro lado de la Ultima Puerta— había sido ése o algún otro. Su yo había sido aniquilado; y no obstante, él —si es que efectivamente podía, ante aquella absoluta falta de existencia individual, decir él con entera propiedad— tenía conciencia de ser igualmente una legión de yos. Era como si su cuerpo se hubiese transformado repentinamente en una de esas efigies de brazos y cabezas múltiples que se adoran en los templos de la India, y contemplase el conglomerado resultante de un atolondrado intento de distinguir su cuerpo original de dichas reproducciones, si es que realmente (¡qué idea majestuosa!) había un original distinto de las infinitas encarnaciones.

»En medio de estas espantosas reflexiones, el fragmento de Randolph Carter que había atravesado la Ultima Puerta fue arrebatado de lo que parecía el colmo del horror para ir a parar a los negros abismos de otro horror aún más profundo, que esta vez procedía del exterior. Era una fuerza personal que súbitamente apareció frente a él, envolviéndole, penetrándole, invadiéndole. Además de poseer presencia concreta, parecía también formar parte de él mismo y coexistir asimismo con todo tiempo y todo espacio. No hubo imagen visual alguna, pero la sensación de entidad y la horrible idea de una combinación de los conceptos de localización, identidad e infinidad, le causaron un terror paralizante que superaba cualquier experiencia que las personalidades de Carter fueran capaces de soportar en sus existencias.

»Frente a este espantoso prodigio, el fragmento Carter olvidó la pérdida de su identidad. Ante él —y dentro de él— resplandecía una entidad que era Todo-en-Uno y Uno-en-Todo, a la vez ilimitada e infinitamente idéntica a sí misma. No pertenecía a un solo continuo espacio temporal, sino que formaba parte de la misma esencia animada del torbellino caótico de la vida y del ser; del último, del absoluto torbellino de confines y que rebasa tanto el campo de la fantasía como el de la matemática. Era, seguramente, Aquel a quien en algunos cultos secretos de la Tierra daban el nombre de Yog-Sothoth, y entre otros adoraban con nombres distintos; Aquel a quien los crustáceos de Yuggoth llaman Eldel-Más-Allá, prosternándose ante él, y los seres vaporosos de la nebulosa espiral representan con un signo intraducible. Pero, en un instante de clarividencia, el fragmento Carter comprendió cuán triviales y fraccionarias son todas estas concepciones.

»Y entonces, el Ser se dirigió al fragmento Carter mediante unos efluvios prodigiosos que herían, quemaban y ensordecían mediante una concentración de energía que consumía al que la recibía, con su insospechable violencia, y que poseía un ritmo extraterrestre semejante al extraño balanceo de los Primigenios y al parpadeo de las monstruosas luces de aquella turbadora región situada detrás de la Primera Puerta. Era como si los soles y los mundos y los universos se hubieran concentrado en un punto cuya verdadera posición espacial se hubieran propuesto aniquilar con un impacto de irresistible furia. Pero, en medio de un terror inmenso, se atenúan otros terrores menores: pareció como si aquellas oleadas aislasen de alguna manera al Carter que estaba Más-Allá-de-la-Puerta-Ultima de toda la infinita multiplicidad de los demás Carter, lo cual le restituyó, por así decir, cierto sentimiento de identidad. Pronto fue capaz de empezar a traducir aquellos efluvios en formas lingüísticas por él conocidas, y disminuyeron sus sensaciones de horror y opresión. El espanto se convirtió en sagrado pavor, y lo que le había parecido diabólico y blasfemo, adquirió ahora la apariencia de una rnajestad inefable.

»Randolph Carter —parecía decir—, mis manifestaciones en la extensión de tu planeta, que son los Primigenios, te han enviado a mí porque, aun cuando podías haber regresado a las regiones menores del sueño que perdiste con tu infancia, sin embargo, has alzado el vuelo hacia más grandes y más nobles anhelos e intereses. Deseabas navegar por el Oukranos, buscar las olvidadas ciudades de marfil de Kled, el país de las orquídeas, y ocupar el trono de ópalo de Ilek-Vad, cuyas torres fabulosas e innumerables cúpulas se elevan poderosas hacia una única estrella roja que brilla en un firmamento extraño a tu Tierra y a toda la materia. Ahora, después de haber atravesado las dos Puertas, deseas cosas más elevadas aún. No huyes como un niño de una visión desagradable a un sueño placentero, sino que te sumerges como un hombre en el último y más recóndito de los secretos que yace detrás de todas las visiones y de todos los sueños.

»Lo que deseas es de mi complacencia; y yo estoy dispuesto a concederte lo que sólo he otorgado once veces a seres de tu planeta; y de ellas, cinco a los que tú llamas hombres, o a seres parecidos al hombre. Estoy dispuesto , a mostrarte el Ultimo Misterio, cuya contemplación aniquila a los débiles de espíritu. Pero antes de contemplar el primero y último de los misterios, todavía eres libre de regresar, si quieres, por las dos Puertas, porque el Velo aún no te ha sido retirado de los ojos».

<p>V</p>

«La brusca interrupción de aquellas ondas sumió a Carter en el silencio frío y espantoso de una absoluta desolación. Por todos lados sentía el agobio de la ilimitada inmensidad del vacío. Sin embargo, sabía que el Ser estaba aún allí. Después, formuló mentalmente las palabras cuyo significado deseaba transmitir al vacío:

»‘Acepto. No retrocederé.’

»Las ondas brotaron nuevamente, y Carter entendió que el Ser le había oído. Y entonces emanó de aquel Espíritu ilimitado una corriente de sabiduría y comprensión que abrió ante él horizontes nuevos y le preparó para contemplar una visión del cosmos que jamás habría esperado llegar a tener. Le explicó cuán infantil y estrecha es la noción de un mundo tridimensional, y qué infinidad de direcciones existen además de las conocidas de abajo-arriba, delante-detrás y derecha-izquierda. Le mostró la pequeñez huera y presuntuosa de los dioses de la Tierra, con sus mezquinos intereses humanos y sus odios, cóleras, amores y vanidades ruines, sus apetencias de honores y sacrificios, y sus exigencias de que se les tribute una fe contraria a toda razón y naturaleza.

»La mayor parte de estas revelaciones se traducían por sí mismas en palabras ante Carter, pero en cambio le llegaban otras a través de otros sentidos. Quizá con la vista, o tal vez con la imaginación, se daba cuenta de que se hallaba en una región cuyas dimensiones eran ajenas a las que el ojo y el entendimiento humano pueden concebir. En las sombras de lo que al principio había sido como una concentración de poder, y luego como un vacío ilimitado, percibía ahora un torbellino de fuerzas creadoras que aturdían sus sentidos. Desde algún punto de vista inconcebiblemente elevado, dominó un panorama de formas prodigiosas cuyas múltiples dimensiones rebasaban cualquier idea de ser, tamaño y contorno que su entendimiento hubiera podido concebir hasta entonces, a pesar de haber consagrado su vida al estudio de lo misterioso y lo oculto. Empezaba a comprender vagamente por qué podía existir a un tiempo un niño llamado Randolph Carter en una casa de campo de Arkham en el año mil ochocientos ochenta y tres, una forma brumosa sobre un pedestal hexagonal al otro lado de la Primera Puerta, el fragmento que ahora se hallaba ante la Presencia del abismo ilimitado, y todos los demás Carter que percibía su imaginación o sus sentidos.

»Luego, las ondas más intensas trataron de aumentar su capacidad de comprensión, ajustándole a la multiforme entidad de la que el fragmento que actualmente era su yo constituía una parte infinitesimal.

Le hicieron saber que cada figura espacial no es más que el resultado de la intersección, en un plano, de una figura correspondiente que posee además otra dimensión, como el cuadrado resulta de la sección de un cubo, o el círculo de la de una esfera. El cubo y la esfera, con sus tres dimensiones, corresponden a su vez a la sección de otras figuras de cuatro dimensiones, que los hombres conocen sólo por sueños y conjeturas; y éstas a su vez, son sección de otras figuras de cinco dimensiones, y así sucesivamente, hasta remontarse a la inalcanzable infinitud arquetípica. El mundo de los hombres y de los dioses humanos es tan sólo una fase infinitesimal de un ser infinitésimo: la fase tridimensional de la pequeña totalidad que termina en la Primera Puerta, donde ‘Umr at-Tawil dicta sus sueños a los Primigenios’. Aunque los hombres la proclamen como única y auténtica realidad, y tachen de irreal todo pensamiento sobre la existencia de un universo original de dimensiones múltiples, la verdad consiste en todo lo contrario. Lo que llamamos sustancia y realidad es sombra e ilusión, y lo que llamamos sombra e ilusión es sustancia y realidad.

»El tiempo —siguieron informándole aquellas ondas— es inmóvil y no tiene principio ni fin. Es erróneo considerarlo como movimiento y causa de todo cambio. En realidad, el tiempo en sí mismo es una ilusión, porque, a excepción de la visión estrecha de los seres de dimensiones limitadas, no existen cosas tales como pasado, presente y futuro. Los hombres comprenden el tiempo en tanto que significa cambio; ahora bien, el cambio también es una ilusión. Todo lo que fue, es y será, existe simultáneamente.

»Estas revelaciones llegaban a Carter con tan sobrenatural solemnidad que le impedían toda duda. Aun cuando casi escapasen a su comprensión, sentía que eran ciertas a la luz de aquella realidad cósmica final que desmiente toda perspectiva parcial y toda visión estrecha; por su parte, había ahondado en las más profundas cuestiones filosóficas como para liberarse de la servidumbre que impone toda concepción fragmentaria y parcelada. ¿Acaso no se había basado todo este viaje al trasmundo en una convicción de la irrealidad de lo fragmentario y parcial?

»Tras un silencio impresionante, las ondas continuaron diciéndole que lo que los habitantes de las regiones de menos dimensiones llaman cambio, no es más que una simple función de sus conciencias, las cuales contemplan el mundo desde diversos ángulos cósmicos. Las Figuras que se obtienen al seccionar un cono parecen variar según el ángulo del plano que lo secciona, engendrando el círculo, la elipse, la parábola o la hipérbola, sin que el cono experimente cambio alguno; y del mismo modo, los aspectos locales de una realidad inmutable e infinita parecen cambiar con el ángulo cósmico de observación. Los débiles seres de los mundos inferiores son esclavos de esta diversidad de ángulos de conciencia, ya que, aparte alguna rara excepción, no llegan a dominarlos. Sólo unos pocos seres versados en materias prohibidas han logrado una ínfima parte de ese dominio, conquistando de este modo el tiempo y el cambio. Pero las entidades que habitan más allá de las Puertas dominan todos los ángulos. Y pueden contemplar a voluntad, ya las miríadas de facetas distintas del cosmos en su forma fragmentaria y sometida al cambio, ya la inmutable totalidad no deformada por perspectiva alguna.

»Las ondas callaron otra vez, y Carter empezó a comprender vagamente, preso de terror, el último sentido de aquella pérdida de la individualidad que al principio le había horrorizado. Su intuición fue articulando los datos de las distintas revelaciones, acercándose más y más a la comprensión del misterio. Comprendió que gran parte de esta espantosa revelación —la división de su yo en millares de duplicados terrestres— habría podido llegar a revelársele al atravesar la Primera Puerta, si la magia de ‘Umr at-Tawil’ no lo hubiera impedido con el fin de que pudiera utilizar con precisión la llave de plata para abrir la Ultima Puerta. Deseoso de una mayor claridad, emitió ondas telepáticas para preguntar más detalles sobre la relación entre sus múltiples manifestaciones: entre el fragmento que había traspasado la Ultima Puerta, el que aún se alzaba sobre el pedestal hexagonal detrás de la Primera Puerta, el niño de mil ochocientos ochenta y tres, el hombre de mil novecientos veintiocho, las diversas formas primitivas de vida que constituían sus antepasados y que habían ido configurando su ego, y los abominables habitantes de remotísimas edades y universos perdidos que en su primer destello de percepción absoluta había identificado consigo mismo. Poco a poco, las ondas del Ser surgieron como respuesta, tratando de esclarecer lo que casi estaba fuera de la comprensión humana.

»Todas las estirpes de los seres pertenecientes a dimensiones limitadas prosiguieron las ondas y todas las fases evolutivas de cada uno de esos seres, son meras manifestaciones de un ser arquetípico y eterno. Cada ser aislado —hijo, padre, abuelo, y así sucesivamente— y cada fase evolutiva de un mismo ser —niño, muchacho, joven, hombre— es tan sólo una de las infinitas facetas de ese mismo ser arquetípico y eterno, originada por una variación del ángulo de la conciencia-plano que lo corta. Randolph Carter en todas sus edades, Randolph Carter y todos sus antepasados, humanos y prehumanos, terrestres y preterrestres, no son sino meras facetas de un ‘Carter’ último y eterno, exterior al espacio y al tiempo, proyecciones fantasmales diferenciadas únicamente por el ángulo con que el plano de la conciencia había incidido en cada caso sobre el arquetipo eterno.

»Una ligera modificación del ángulo podría convertir al sabio de hoy en niño de ayer; a Randolph Carter en Edmund Carter, el brujo que huyó de Salem a las montañas de Arkham en mil seiscientos noventa y dos, o en Pickman Carter, que empleó extraños procedimientos para rechazar a las hordas mongolas de Australia; al Carter humano en una de aquellas entidades primordiales que habitaron en la arcaica Hyperborea y adoraron al negro y pastoso Tsathoggua, después de huir de Kythamil, el planeta doble que un día giró en torno a Arcturus; al Carter terrestre en un antepasado remotísimo y rudimentario, morador del propio Kythamil, o incluso en las criaturas aún más remotas de las transgalácticas Stronti, o en una conciencia etérea y tetradimensional de un continuo espacio-temporal aún más antiguo, o en una mente vegetal del futuro, habitante de un cometa radiactivo de órbita inconcebible. Y así sucesivamente en infinitos ciclos cósmicos.

»Los arquetipos —vibraron las ondas—, son los pobladores del Ultimo Abismo; son informes, inefables, y en los mundos inferiores apenas los vislumbran, unos pocos soñadores. Por encima de todos ellos está el mismo ser que comunica estas revelaciones, el cual, en verdad, es justamente el arquetipo del propio Carter. El insaciable deseo de Carter y de todos sus antepasados por descubrir los secretos cósmicos era el resultado natural de la procedencia del propio Arquetipo Supremo. En cada mundo, todos los grandes hechiceros, todos los grandes pensadores, todos los grandes artistas, son facetas de El.

»Casi desfallecido de pavor, pero exultante a la vez de una alegría terrible, la conciencia de Randolph Carter rindió homenaje a aquella Entidad trascendente de la cual derivaba. Y como de nuevo cesaron las ondas, meditó en el silencio imponente, pensando en extraños tributos, en cuestiones aún más extrañas, y en ruegos aún mayores. Pero a su cerebro ofuscado fluían contradictoriamente imágenes de paisajes insólitos y revelaciones imprevistas. Se le ocurrió que, si aquellos descubrimientos eran realmente ciertos, podría visitar corporalmente todas aquellas edades infinitamente lejanas y aquellas regiones del universo que hasta entonces sólo conocía en sueños. Le bastaría con poseer el poder mágico de cambiar el ángulo del plano de su conciencia. ¿Y no le proporcionaría esa magia la llave de plata? ¿No había transformado al principio a un hombre de mil novecientos veintiocho en un niño de mil ochocientos ochenta y tres, y después en algo absolutamente exterior al tiempo y al espacio? Era fantástico, pero a pesar de su aparente falta de corporeidad, sabía que tenía aún la llave consigo.

»Mientras duraba el silencio, Randolph Carter emitió los pensamientos y dudas que le asaltaban. Sabía que, en este abismo final, se hallaba situado en un punto equidistante de cada una de las facetas de su arquetipo, humanas o no humanas, terrestres o extraterrestres, galácticas o transgalácticas; y sentía una curiosidad febril por conocer las otras facetas de su ser, especialmente las más alejadas en tiempo y lugar del año terrestre de mil novecientos veintiocho, o las que más le habían obsesionado en sueños durante su vida. Se daba cuenta de que su Entidad arquetípica podía enviarle corporalmente, si quería, a cualquiera de esas fases de vida pasadas y lejanas con sólo modificar el plano de incidencia de su psique. Y así, pese a las maravillas que había presenciado, ardía en deseos de experimentar ese otro prodigio de caminar, en carne y hueso, por los escenarios increíbles y grotescos que sus visiones nocturnas le habían mostrado de manera fragmentaria.

»Sin pretenderlo deliberadamente, estaba rogando a la Presencia que le trasladara a un mundo fantástico y crepuscular cuyos cinco soles multicolores, ignoradas constelaciones, barrancos sombríos y vertiginosos habitados por seres con garras y hocico de tapir, extrañas torres metálicas, inexplicables túneles y misteriosos cilindros flotantes, se había deslizado una y otra vez en sus sueños. Presentía vagamente que aquel mundo era el que sin duda estaría más en contacto con los demás universos, y anhelaba explorar a fondo los paisajes que tan sólo había vislumbrado, y navegar por los espacios hacia aquellos mundos aún más remotos con los que traficaban los habitantes de zarpas y hocico de tapir. No había tiempo para el temor. Como en todas las crisis de su insólita vida, una aguda curiosidad cósmica se imponía por encima de toda otra consideración.

»Cuando las ondas reanudaron sus espantosas vibraciones, Carter entendió que su terrible petición había sido escuchada. El Ser le habló de los tenebrosos abismos que tendría que atravesar, de la desconocida estrella quíntuple de cierta galaxia insospechada en torno a la cual gira ese mundo extraño, y de los horribles moradores de madrigueras contra los que perpetuamente lucha la raza de garras y hocico. Le habló también de cómo el ángulo del plano de su conciencia y la relación existente entre este ángulo y las coordenadas espacio-temporales del mundo deseado debían inclinarse simultáneamente con el fin de hacer retornar a ese mundo aquella faceta de Carter que ya había habitado allí.

»La Presencia le aconsejó que conservara los símbolos, por si alguna vez deseaba regresar de aquel mundo remoto y ajeno que había escogido, y él replicó con una afirmación impaciente, pues sentía que la llave de plata seguía en su poder, y sabía que en ella estaban grabados dichos símbolos, ya que con ella había logrado inclinar a la vez su plano personal y el universal cuando regresó a mil ochocientos ochenta y tres. Y entonces el Ser, comprendiendo su impaciencia, le hizo saber que estaba dispuesto a llevar a cabo la monstruosa transposición. Las ondas cesaron bruscamente y sobrevino un instante de tensa quietud, de espantosa e inenarrable expectación.

»Luego, sin previo aviso, percibió un zumbido y un batir de tambores que fueron en aumento hasta convertirse en un tronar aterrador. Una vez más se sintió Carter en el punto focal de una intensa concentración de energía que le abrasaba, que le destrozaba, que le desintegraba con aquel ritmo insoportable del espacio exterior que ya iba conociendo. Y sin embargo, no sabía exactamente si tal energía era el fuego irresistible de una estrella fulgurante o el frío petrificador del abismo final. Ante él brotaron franjas y rayos de color enteramente ajenos a cualquier espectro luminoso de nuestro universo, trenzándose y entrelazándose mientras cobraba conciencia de ir desplazándose a una prodigiosa velocidad. Y muy fugazmente, vislumbró una figura solitaria sentada sobre un trono de apariencia hexagonal.

<p>VI</p>

El hindú interrumpió su relato y observó que De Marigny y Phillips le miraban absortos. Aspinwall pretendía ignorarle y mantenía los ojos ostensiblemente fijos en los papeles que tenía ante sí. El ritmo extraño del reloj en forma de ataúd tomó un sentido nuevo y ominoso, en tanto que las vaharadas de los trípodes excesivamente recargados se entrelazaban componiendo siluetas fantásticas e inexplicables, combinándose de manera inquietante con las grotescas figuras de las tapicerías movidas por el viento. El viejo negro que los había llenado se había ido, tal vez porque la tensión creciente que reinaba le había asustado. El orador reanudó el monólogo con su lenguaje trabajoso y fluido, después de una ligera vacilación.

—«Todo esto les habrá parecido difícil de creer —dijo—, pero aún más increíble les van a parecer las cosas materiales y tangibles que vienen a continuación. Esa es nuestra forma de proceder. Lo maravilloso resulta doblemente increíble al trasladarlo de las regiones vagas de los sueños posibles a este mundo tridimensional. No me extenderé mucho en ello porque resultaría una historia muy distinta. Sólo les contaré lo que estrictamente deben saber.

»Carter, después de aquel torbellino de extraña y policroma cadencia, creyó hallarse por un momento en uno de sus sueños más antiguos y reiterativos. Como tantas veces en sus vagabundeos oníricos, se encontraba ahora entre multitudes de seres con zarpas y hocico, y caminaba por las calles de un laberinto metálico inexplicablemente construido, bajo los fulgores de una luz solar de variados colores; y al mirar hacia abajo, vio que su cuerpo era como el de los demás: rugoso, parcialmente cubierto de escamas y articulado de manera singular, muy semejante al de un insecto, aunque recordaba rudimentariamente la forma humana. Aún llevaba consigo la llave de plata, pero ahora la sujetaba con una zarpa repugnante.

»Un momento después desapareció la sensación de estar soñando, y se encontró más como si acabara de despertar. El abismo último, el Ser, la entidad llamada Randolph Carter y perteneciente a una absurda y remota raza aún no nacida en quién sabe qué mundo futuro, formaban parte de los sueños que insistentemente visitaban al hechicero Zkauba, habitante del planeta Yaddith. Eran sueños tan persistentes que obstaculizaban el cumplimiento de sus deberes, consistentes en preparar hechizos para mantener a los dholes en sus madrigueras, y llegaban a confundirse con sus recuerdos de miríadas de mundos que había visitado con su envoltura de luz. Y ahora parecían más reales que nunca. Esta llave de plata que tenía en su zarpa derecha, imagen exacta de una que había soñado, no indicaba nada bueno. Debía descansar y reflexionar, y consultar las tablillas de Nhing para ver qué debía hacer. Subió a un muro de metal por un callejón apartado de los lugares de gran afluencia, entró en su aposento y se acercó a los estantes donde se apilaban las tablillas grabadas.

»Siete fracciones de día más tarde, Zkauba se acuclilló en su prisma, sobrecogido y desesperado, porque la verdad que. acababa de descubrir le había abierto un nuevo caudal de vivencias. Nunca más volvería a conocer la paz de ser una unidad. Efectivamente, en todo tiempo y espacio se vería desdoblado: Zkauba, el hechicero de Yaddith, disgustado por la idea de que en el futuro sería un repugnante mamífero de la Tierra llamado Carter, cosa que por otra parte ya había sido; y Randolph Carter, de la ciudad terrestre de Boston, que temblaba de terror ante aquella criatura de zarpas y hocico que había sido él en el pasado y en la que se había convertido nuevamente.

»Durante las unidades de tiempo que transcurrieron en Yaddith —graznó el swami, cuya voz trabajosa empezaba a dar muestras de cansancio— sucedieron cosas que constituyen en sí otra historia y no pueden relatarse en cuatro palabras. Hubo expediciones a Stronti, y a Mthura, y a Kath, y a otros mundos de las veintiocho galaxias accesibles a las envolturas luminosas de las criaturas de Yaddith, y viajes de ida y vuelta a través de millones y millones de años, realizados con ayuda de la llave de plata y de otros muchos símbolos que los hechiceros de Yaddith conocían. Hubo luchas tremendas con los pálidos y viscosos dholes que moran en las madrigueras de aquel minado planeta. Hubo pavorosas sesiones de estudio en bibliotecas donde se acumulaba una ingente masa de sabiduría recogida de diez mil mundos vivos o muertos. Hubo violentas discusiones con otros espíritus de Yaddith, incluso con el del Archiantiguo Buo. Zkauba no confesó a nadie lo que le había sucedido a su personalidad, pero cuando en él predominaba el fragmento Randolph Carter, se dedicaba frenéticamente a estudiar todos los medios posibles para regresar a la Tierra, y a la humana forma, y practicaba desesperadamente el lenguaje humano con sus extraños órganos vocales tan poco aptos para ello.

»El fragmento Carter no tardó en comprobar con horror que la llave de plata no servía para regresar a la forma humana. Según dedujo demasiado tarde de cosas que recordaba, de sus propios sueños y de la sabiduría de Yaddith, esta llave había sido forjada en Hyperborea, en la Tierra, y sólo tenía poder sobre los ángulos de conciencia de los seres humanos. No obstante, podía cambiar el ángulo planetario y enviar a su poseedor a través del tiempo sin que su cuerpo sufriera mutación alguna. Había un hechizo adicional que confería a la llave ilimitados poderes, de los que de otro modo carecía; pero este hechizo también había sido descubierto por el hombre en sus inalcanzables regiones del espacio, y jamás podría ser reproducido por los hechiceros de Yaddith. Se hallaba escrito en el pergamino indescifrable que acompañaba a la llave de plata en su cofrecillo de horribles adornos, y Carter se lamentaba amargamente de habérselo olvidado. El Ser ahora inaccesible del abismo ya le había advertido que debía conservar los símbolos, y sin duda había creído que no le faltaba ninguno.

»A medida que el tiempo pasaba, se esforzaba en ahondar más y más en la monstruosa ciencia de Yaddith, con objeto de hallar un medio para regresar al abismo de la Entidad omnipotente. Con sus nuevos conocimientos, podría haber sacado mucho provecho del enigmático pergamino; pero ese otro poder, en las circunstancias presentes, era pura ironía. Había ocasiones, sin embargo, en que predominaba la faceta

Zkauba, y entonces se esforzaba por borrar los turbadores recuerdos de Carter que tanto le angustiaban.

»Así transcurrieron períodos de tiempo más largos de lo que el cerebro humano puede concebir, ya que los seres de Yaddith mueren tras prolongados ciclos biológicos. Después de muchos centenares de revoluciones, el fragmento Carter se fue imponiendo sobre el fragmento Zkauba, y se pasó grandes períodos calculando la distancia espacial y temporal que habría entre Yaddith y la Tierra habitada por los hombres. Las cifras eran inconcebibles —incalculables millones de años luz— pero la sabiduría inmemorial de Yaddith permitió a Carter comprender todas estas cosas. Ejercitó su poder de orientarse en sueños hacia la Tierra, y aprendió muchas cosas acerca de nuestro planeta que jamás había sabido antes. Pero no podía soñar con la fórmula del pergamino que necesitaba.

»Finalmente concibió un plan insensato para huir de Yaddith y empezó a prepararlo tan pronto como descubrió una droga para mantener perpetuamente aletargado al fragmento Zkauba, sin por ello anestesiar los recuerdos y conocimientos de éste. Pensó que sus cálculos le permitirían realizar un viaje en una de las envolturas luminosas, como ningún ser de Yaddith lo había realizado jamás: un viaje corporal, a través de innumerables millones de años de increíbles extensiones galácticas, hasta el sistema solar y la Tierra misma. Una vez en la Tierra, aunque encarnado en un ser de zarpas y hocico, podría encontrar de algún modo el pergamino de extraños jeroglíficos que había dejado en su coche abandonado en Arkham, y descifrarlo; y con su ayuda, y la de la llave, recuperar su aspecto terrestre normal.

»No ignoraba los peligros de la empresa. Sabía que cuando inclinara el ángulo planetario hacia el período requerido (cosa imposible de hacer durante su veloz trayectoria por el espacio), Yaddith sería un mundo muerto, dominado por los triunfantes dholes, y que su huida en la envoltura luminosa estaría expuesta a graves eventualidades. Sabía asimismo que habría de suspender su vida, a la manera de un iniciado, para soportar un viaje de millones de años a través de abismos insondables. Y sabía también que —en caso de rematar con éxito el viaje— debería inmunizarse contra las bacterias y demás condiciones terrestres hostiles a un cuerpo de Yaddith. Además, debería adoptar algún medio de fingir la forma humana de los habitantes de la Tierra, hasta que lograra encontrar y descifrar el pergamino, y recuperar de verdad esa forma. En caso contrario, sería descubierto probablemente por las gentes que le matarían, horrorizadas ante una criatura que les resultaba inconcebible. Y debería llevar consigo algo de oro —fácil de obtener en Yaddith— para desenvolverse durante su búsqueda.

»Los planes de Carter se fueron realizando lentamente. Se proveyó de una envoltura luminosa de dureza excepcional, capaz de soportar tanto una prodigiosa transición temporal como un vuelo sin igual a través del espacio. Comprobó todos los cálculos y orientó una y otra vez sus sueños hacia la Tierra, tratando de aproximarse lo más posible a mil novecientos veintiocho. Practicó la suspensión de las funciones vitales. Descubrió los agentes bactericidas que necesitaba y logró calcular la fuerza de gravedad a la cual debía acostumbrarse. Modeló con gran habilidad una máscara de cera y confeccionó un atuendo que le permitiera desenvolverse entre los hombres como un ser humano normal y corriente, e inventó un hechizo doblemente poderoso con el que podría contener a los dholes en el momento de su partida del negro y consumido planeta Yaddith de inconcebible futuro. Tuvo también la precaución de hacerse con una buena provisión de drogas —imposibles de obtener en la Tierra— para mantener aletargado al fragmento Zkauba, hasta poder despojarse del cuerpo de Yaddith; y tampoco dejó de hacer acopio de una pequeña reserva de oro para utilizarlo en la Tierra.

»El día de la partida estaba hecho un mar de dudas y recelos. Subió a la plataforma de lanzamiento con el pretexto de trasladarse a la triple estrella Nython, y se metió en la envoltura de brillante metal. Tenía el sitio justo para llevar a cabo el ritual de la llave de plata y comenzó a ejecutarlo mientras se elevaba lentamente la envoltura. Se originó un torbellino aterrador, se oscureció la luz del día y sintió un dolor punzante e intolerable. El cosmos pareció tambalearse como gobernado por un dios loco, y en la negrura del firmamento danzaron constelaciones nuevas.

»Inmediatamente, Carter sintió un nuevo equilibrio. El frío de los abismos interestelares corroía el exterior de su envoltura, y pudo observar desde su interior que flotaba libremente en el espacio. El edificio de metal del que acababa de despegar se había hundido en ruinas años antes. Por debajo de él, el suelo estaba plagado de gigantescos dholes; y mientras los miraba, uno de ellos se incorporó varios centenares de pies y tendió hacia él una extremidad blancuzca y viscosa. Pero sus hechizos surtieron efecto y un momento después se alejaba de Yaddith sin haber sido alcanzado.

<p>VII</p>

»En aquella rara habitación de Nueva Orleans, de la que había huido instintivamente el viejo criado negro, la voz del swami Chandraputra se hizo aún más ronca:

—»Señores —continuó—, no voy a pedirles que crean estas cosas hasta que no les haya mostrado una prueba irrefutable. Mientras tanto, cuando les hable de los millares de años de luz, de los millares de años de tiempo, y de los billones de kilómetros que Randolph Carter empleó en cruzar los espacios en su cuerpo abominable e inhumano, protegido por una envoltura de metal electroactivo, pueden considerarlo como pura fantasía. Carter había regulado cuidadosamente la duración de su suspensión vital, disponiendo que ésta concluyera pocos años antes de aterrizar en la Tierra en mil novecientos veintiocho.

»Nunca olvidará ese despertar. Recuerden, señores, que antes de provocarse aquel letargo de millones de siglos, había vívido conscientemente durante miles de años terrestres en medio de los prodigios extraños y horribles de Yaddith. Sintió la intensa mordedura del frío, cesaron los sueños amenazadores, y se asomó por los portillos de la envoltura. Las estrellas, las constelaciones, las nebulosas, se desparramaban por todo el firmamento... Y, finalmente, sus contornos adoptaron la majestad de las constelaciones de la Tierra que él conocía.

»Algún día podrá contarse su descenso al sistema solar. Vio Kynarth y Yuggoth en el borde, paso muy cerca de Neptuno y vislumbró los infernales hongos blancuzcos que ensucian la superficie, descubrió cierto secreto inenarrable a su paso por las nieblas de Júpiter, vio el horror que mora en uno de sus satélites, y contempló las ruinas ciclópeas esparcidas sobre el disco roji*zo de Marte. Al aproximarse a la Tierra, la vio como un tenue creciente que aumentaba de tamaño de manera alarmante. Aflojó la velocidad, aunque la emoción de regresar le impulsara a no perder ni un instante. Pero no pretendo contarles esas sensaciones tal como yo las he sabido del propio Carter.

»Bien; finalmente, Carter se mantuvo inmóvil en las capas superiores de la atmósfera terrestre, en espera de que la luz del día iluminase el hemisferio occidental. Quería tomar tierra en el mismo lugar de donde había partido: cerca de la Caverna de las Serpientes, en los montes de Arkham. Si alguno de ustedes ha estado fuera de su hogar durante mucho tiempo —y sé que uno de ustedes sí lo ha estado—, que calcule lo que le tuvo que emocionar la visión de las ondulantes colinas de Nueva Inglaterra, de los grandes olmos y los huertos de árboles nudosos y viejos cercados de piedra.

»Al despuntar el día, tomó tierra en el prado extiende más abajo de la antigua propiedad de los Carter, y se alegró de poderlo hacer en el silencio y la soledad. Era otoño, lo mismo que cuando partió, y el perfume de las colinas fue como un bálsamo para su espíritu. Se las arregló para subir la envoltura por la ladera, hasta el bosque, y ocultarla en la Caverna de las Serpientes; pero no consiguió hacerla pasar por la grieta hasta la cueva interior. Allí mismo cubrió su cuerpo extraño con las ropas humanas y la máscara de cera. La envoltura quedó en aquel lugar durante un año, hasta que ciertas circunstancias le obligaron a buscarle otro escondite.

»Se fue andando a Arkham, lo cual le sirvió para acostumbrarse a manejar su cuerpo en posturas humanas y en las condiciones ambientales de la Tierra, y entró en un banco para cambiar el oro por dinero. Hizo también ciertas indagaciones haciéndose pasar por un extranjero que ignoraba el inglés, y descubrió que estaba en mil novecientos treinta, sólo dos años después de la época a la que había pretendido llegar.

»Naturalmente, su situación era horrible. Le era imposible dar a conocer su identidad, estaba forzado a vivir en guardia en todo momento, tenía ciertas dificultades respecto a la alimentación, y necesitaba disponer de su droga extraña para mantener aletargado el fragmento Zkauba. Por todo ello se daba cuenta de que debía actuar con la mayor rapidez posible. Marchó a Boston y tomó una habitación en el ruinoso barrio de West End, donde pudo vivir sin grandes gastos y en el más oscuro anonimato, y comenzó inmediatamente a hacer indagaciones sobre los bienes y efectos de Randolph Carter. Fue entonces cuando se enteró de lo ansioso que estaba el señor Aspinwall, aquí presente, por efectuar el reparto de la herencia, y supo con cuánta valentía se empeñaban el señor De Marigny y el señor Phillips en conservarla intacta.

»El hindú hizo una reverencia, pero su rostro barbudo, atezado e impasible no manifestó expresión alguna.

—»Por medios indirectos —prosiguió—, Carter consiguió al fin una copia del pergamino perdido, y comenzó el penoso trabajo de descifrarlo. Celebro poder decir que he tenido la satisfacción de ayudarle en este trabajo; porque efectivamente, recurrió muy pronto a mí, y por mediación mía entró en contacto con otros místicos repartidos por el mundo. Me fui a vivir con él a Boston, en un pésimo tugurio de Chambers Street. En cuanto al pergamino, me complazco en poder sacar de dudas al señor De Marigny. Permítame que le diga que la lengua en que están escritos estos jeroglíficos no es naacal, sino r’lyehiana, idioma que fue traído a la Tierra, hace innumerables eras geológicas, por los descendientes de Cthulhu. Naturalmente, se trata de la traducción de un original hyperbóreo, millones de años más antiguo, escrito en la primordial lengua Tsath-yo.

»Hizo falta más tiempo para traducirlo de lo que Carter había calculado, pero en ningún momento se dio por vencido. A principios de este año hizo grandes progresos gracias a un libro que le trajeron del Nepal, y no cabe duda de que lo logrará antes que pase mucho tiempo. Desgraciadamente, sin embargo, ha surgido una dificultad. Se le ha terminado la droga que mantiene aletargado al fragmento Zkauba. Pero esta calamidad no es tan grande como él temía. La personalidad de Carter domina cada vez más en ese cuerpo, y cuando Zkauba logra alcanzar cierta preponderancia, cosa que sucede durante períodos cada vez más breves y sólo cuando experimenta alguna inusitada excitación, se suele quedar demasiado confundido para contrarrestar el trabajo de Carter. No puede encontrar la envoltura de metal, que podría llevarle de regreso a Yaddith; una vez estuvo a punto de encontrarla, pero Carter, aprovechando que el fragmento Zkauba había vuelto a sumirse en su letargo, la escondió en otro lugar. El único daño que ha hecho Zkauba ha sido asustar a unas cuantas personas y dar origen a ciertos rumores terroríficos que han circulado entre los polacos y los lituanos del barrio de West End, de Boston. Hasta el momento, no ha llegado a estropear del todo el cuidadoso disfraz preparado por el fragmento Carter, aunque a veces lo arroja de tal manera, que ha tenido que recomponerlo por algunos sitios. Yo he visto lo que hay debajo de ese disfraz... y no resulta agradable de ver.

»Hace un mes, Carter leyó el anuncio de esta reunión, y comprendió que debía actuar rápidamente para salvar sus bienes. No podía esperar a terminar de descifrar el pergamino y recobrar su forma humana. Por esta razón, me ha enviado, para que yo actúe en su nombre.

»Señores, yo les aseguro formalmente que Randolph Carter no ha muerto; que se halla temporalmente en una situación excepcional, pero que dentro de dos o tres meses a lo sumo podrá presentarse en su verdadera forma, y exigir la restitución de sus bienes. Estoy dispuesto a presentarles pruebas de ello si es necesario. Por lo tanto, les ruego que suspendan esta reunión por tiempo indefinido».

<p>VIII</p>

De Marigny y Phillips se quedaron mirando al hindú como hipnotizados, mientras Aspinwall emitía una serie de gruñidos y resoplidos. Por fin, el malhumor del viejo abogado estalló en una furia incontenible, y dio un puñetazo en la mesa con su mano de hinchadas venas apopléticas. Cuando pudo hablar, parecía más bien que ladraba:

—¿Cuánto tiempo hay que soportar esta payasada? Llevo una hora escuchando a este loco, a este impostor[14], y ahora tiene la desfachatez de decir que Carter está vivo..., ¡y de pedir que se aplace la distribución de la herencia sin una razón justificada! ¿Por qué no echa a la calle a este bribón, De Marigny? ¿Pretende usted que nos dejemos tomar el pelo por un charlatán o un majadero?

De Marigny, sereno, alzó la mano con sosiego:

—Reflexionemos con calma. Esta historia es muy singular y hay en ella algunas cosas que yo, como ocultista no del todo ignorante, considero muy lejos de ser imposible. Además, desde mil novecientos treinta he venido recibiendo cartas del swami que concuerdan con el relato.

Al interrumpirse, el viejo señor Phillips aventuró:

—El swami Chandraputra ha hablado de pruebas. A mí también me parece que hay cosas muy significativas en esta historia, y también yo he recibido muchas cartas del swami que lo confirman. Pero algunas de estas declaraciones parecen excesivas. ¿No nos puede usted mostrar alguna prueba tangible?

Con el rostro impasible, el swami sacó un objeto del bolsillo de sus ropajes holgados Y contestó con su voz ronca:

—Aunque ninguno de ustedes haya visto jamás la llave de plata, el señor De Marigny y el señor Phillips sí la han visto en fotografía. ¿Les resulta entonces esto familiar?

Nerviosamente, colocó sobre la mesa, con su enorme mano enfundada en blancos mitones, una pesada llave de plata enmohecida, de unos doce o trece centímetros de largo, de una artesanía exótica y absolutamente desconocida, y cubierta de punta a punta por jeroglíficos sumamente extraños. De Marigny y Phillips dejaron escapar una exclamación.

—¡Eso es! —exclamó De Marigny—. La fotografía no miente. ¡No puede haber error!

Pero Aspinwall ya había soltado su respuesta:

—¡Locos! ¿Qué prueba eso? ¡Si esa es la llave que realmente perteneció a mi primo, este extranjero, este condenado negro, tendrá que explicarnos cómo ha venido a parar a sus manos! Randolph Carter desapareció con esa llave hace cuatro años. ¿Cómo sabemos que no se la robó y le asesinó después? Mi primo estaba medio chiflado y tenía relación con gente más chiflada aún. Vamos a ver, negro: ¿de dónde has sacado esa llave? ¿Has matado a Randolph Carter?

El semblante del swami, normalmente tranquilo, no se inmutó; pero sus hundidos ojos negros llamearon peligrosamente en el fondo de sus órbitas y habló con gran dificultad.

—Le ruego que se domine, señor Aspinwall. Hay otra clase de prueba que podría enseñarles, pero el efecto que les causaría no sería agradable. Seamos razonables. Aquí tengo algunos papeles que evidentemente han sido escritos en mil novecientos treinta, y con letra inconfundible de Randolph Carter.

Sacó con torpeza un gran sobre del interior de sus holgadas vestiduras y se lo tendió al furioso apoderado, mientras De Marigny y Phillips presenciaban la escena hechos un mar de confusiones, y con una incipiente sensación de terror insuperable.

—La escritura, por supuesto, es casi ilegible, pero recuerde que Randolph Carter no tiene en la actualidad las manos bien adaptadas para la escritura humana.

Aspinwall ojeó los papeles; estaba visiblemente perplejo, pero no cambió de actitud. En la estancia reinaba una tensa excitación y un temor apenas reprimido. El ritmo extraño del reloj en forma de ataúd resultaba completamente diabólico para De Marigny y Phillips, pero al abogado no parecía impresionarle en absoluto.

Aspinwall habló otra vez:

—Esto parece una falsificación muy bien hecha. Y si no lo es, puede que Randolph Carter se encuentre en poder de algún desaprensivo que lo tenga secuestrado. Sólo cabe hacer una cosa: arrestar a este impostor. De Marigny, ¿quiere usted telefonear a la policía?

—Aguarde todavía —contestó el anfitrión—. No considero necesario que intervenga la policía en este caso. Tengo una idea. Señor Aspinwall, este caballero hindú es un ocultista de verdadero talento que afirma estar en íntima comunicación con Randolph Carter. ¿Se quedaría usted satisfecho si contestara a ciertas preguntas cuya respuesta sólo podría conocer alguien que estuviera en estrecho contacto con él? Conozco a Carter y puedo hacer preguntas de esta índole. Permítame traer un libro que, según creo, podrá servirnos de prueba.

Se dirigió hacia la puerta para ir a la biblioteca, y Phillips, perplejo, le siguió maquinalmente. Aspinwall permaneció en su sitio escrutando con atención al hindú que estaba sentado frente a él, con su rostro impasible. De repente, cuando Chandraputra recogía con torpeza la llave y se la guardaba en el bolsillo, el abogado soltó un grito gutural:

—¡Ah, cielos, ya lo entiendo! Este bribón está disfrazado. A mí no me hace creer que es un indio del Asia. Esa cara... ¡No es una cara, es una máscara! La idea me la ha debido dar su historia, pero es verdad. No la mueve por nada, y el turbante y la barba le ocultan los bordes. ¡Este tipo es un vulgar criminal! Ni siquiera es extranjero. Me he venido dando cuenta por su manera de hablar. Y miren esos mitones. Sabe que puede dejar huellas dactilares. ¡Maldita sea, se la voy a arrancar!...

—¡Alto! —la voz ronca y extraña del swami denotaba un terror ultraterreno-le he dicho que había otra forma de probarle lo que digo, si era necesario, y le advertí que no me provocara. Este viejo entrometido tiene razón: no soy un indio de verdad. Este rostro es una máscara, pero el que hay debajo no es humano. Ustedes también lo han sospechado, me he dado cuenta hace unos minutos. No resultaría nada agradable que me quitara la máscara. Déjalo estar, Ernest. De todos modos tengo que decírtelo ya: yo soy Randolph Carter.

Nadie se movió. Aspinwall soltó un gruñido e hizo un gesto vago. De Marigny y Phillips, desde el otro extremo de la habitación, veían el congestionado rostro del viejo y la espalda de la figura con turbante que se alzaba ante él. En el anormal latido del reloj había algo espantoso, y el humo de los trípodes y las figuras de los tapices parecían moverse al son de una danza macabra. El abogado, fuera de sí, rompió el silencio:

—¡No; no eres mi primo, ladrón... no me asustarás! Tus razones tendrás para no querer que te veamos la cara. Seguramente porque sabemos quién eres. ¡Fuera esa máscara!

Al abalanzarse contra él, el swami le agarró la mano con las suyas, enfundadas en los mitones, y emitió un extraño grito, mezcla de dolor y sorpresa. De Marigny quiso interponerse entre los dos, pero se detuvo desconcertado cuando el grito de protesta del falso hindú se transformó en una especie de zumbido o rechinamiento inexplicable. Aspinwall tenía el rostro congestionado y enfurecido, y lanzó su mano libre a la espesa barba de su oponente. Esta vez consiguió cogerla, y de un tirón frenético, desprendió del turbante el rostro de cera, que quedó colgando de la mano del abogado.

En el mismo instante, Aspinwall dejó escapar un grito ahogado y Phillips y De Marigny vieron que su cara se contraía en la convulsión más salvaje, en la más espantosa mueca de horror que nunca vieran en rostro humano. Entre tanto, el falso swami había soltado su otra mano y se había quedado de pie, como atontado, emitiendo una serie de ruidos entrecortados de lo más incomprensible. Luego, la figura del turbante se acurrucó en una postura muy poco humana y comenzó a arrastrarse de manera singular hacia el reloj en forma de ataúd, que seguía marcando un ritmo cósmico anormal. Su cara descubierta estaba en ese momento vuelta hacia otro lado, y De Marigny y Phillips no podían ver lo que el abogado había puesto al descubierto. Centraron su atención en Aspinwall, que se había desplomado en el suelo. El encanto se había roto... Pero cuando se acercaron al viejo, estaba muerto.

Al volverse rápidamente hacia el swami, que retrocedía resollando, De Marigny vio cómo de uno de sus brazos colgantes se desprendía un enorme mitón blanco. Las vaharadas del olíbano eran espesas, y todo lo que logró ver de la mano descubierta fue una cosa larga y negra. Antes que el criollo pudiera llegar hasta la figura que retrocedía, el anciano señor Phillips le retuvo por el hombro.

—¡No! —susurró—. No sabemos con qué nos vamos a enfrentar. La otra faceta, ya sabe, Zkauba, el hechicero de Yaddith...

La figura del turbante había llegado junto al extraño reloj, y los dos hombres presenciaron a través de la humareda cómo una zarpa negra manipulaba en la alargada puerta cubierta de jeroglíficos. Aquella manipulación produjo un extraño golpeteo. Luego, la figura entró en la caja de forma de ataúd y cerró la tapa después.

De Marigny no pudo contenerse, pero cuando se acercó y abrió el reloj, estaba vacío. Seguía palpitando con el ritmo cósmico y misterioso que subyace en todos los accesos del éxtasis místico. En el suelo habían quedado un enorme mitón blanco y un hombre muerto con una máscara en su mano crispada; ni un solo rastro más.

Transcurrió un año, y no se oyó hablar más de Randolph Carter. Sus bienes siguen intactos aún. Las señas de Boston, desde donde un tal «swami Chandraputra» había enviado información a diversos místicos entre los años 1930 y 1932, correspondían al domicilio de un extraño hindú, pero éste se había ausentado poco antes de la reunión de Nueva Orleáns, y no se le volvió a ver desde entonces. Era, al parecer, un individuo moreno, inexpresivo y con barba. El dueño de la casa cree que la máscara de color oscuro que le mostraron se parece muchísimo a él. Sin embargo, jamás se sospechó que hubiera relación alguna entre el desaparecido hindú y las pesadillescas apariciones sobre las que tanto murmuraban los eslavos del barrio. Las colinas de Arkham fueron registradas en busca de la «envoltura metálica», pero sin resultado. Sin embargo, un empleado del First National Bank de Arkham recuerda que en octubre de 1930, un extranjero con turbante cambió por dinero cierta cantidad de barras de oro.

De Marigny y Phillips no saben qué pensar del caso. Después de todo, ¿qué pruebas hay sobre él? Un relato, una llave que podía haber sido imitada de una de las fotografías que Carter había distribuido en 1928, algunos documentos... Ninguna de estas pruebas era concluyente. Había un extranjero enmascarado, pero, ¿vivía alguien que hubiera visto lo que ocultaba la máscara? En medio de la tensión nerviosa y del humo del olíbano, aquella desaparición en el interior del reloj podía muy bien explicarse como una alucinación sufrida por ambos. Los hindúes conocen muchos secretos de la hipnosis. La razón proclama que el swami era un criminal que había tratado de apoderarse de la herencia de Randolph Carter. Pero la autopsia decía que Aspinwall había muerto de un ataque. ¿Fue sólo un arrebato de cólera lo que provocó el desenlace? Hay ciertos detalles en esa historia...

En una inmensa estancia con tapices de extrañas figuras y ambiente impregnado por el humo del olíbano, Etienne-Laurent de Marigny se sienta a menudo a escuchar el ritmo anómalo de ese reloj en forma de ataúd, cubierto de extraños jeroglíficos.

<p>El Ser Del Umbral</p>
<p>I</p>

Admito que he disparado seis balas la cabeza de mi mejor amigo. Ahora bien, pese a esta confesión, me propongo demostrar que no puedo considerarme un asesino. Muchos dirán que estoy loco tal vez bastante más loco que el hombre a quien di muerte en una de las celdas del manicomio de Arkham. Confió en que mis lectores juzguen los elementos que iré relatando, los contrapongan con las evidencias conocidas y lleguen a preguntarse si alguien podría haber tenido una conducta distinta a la mía frente a un horror como el que debí experimentar, ante aquel ser en el umbral.

Hasta cierto momento, muy al comienzo, no alcancé a ver más que locura en las singulares historias que paulatinamente me fueron envolviendo. Aún hoy me pregunto si mi percepción era la correcta o si. a pesar de mi convicción, también yo no estaré extraviado en la demencia. No puedo saberlo a ciencia cierta; sin embargo existen otros que pueden contar, sí quieren, cosas muy extrañas acerca de Edward y Asenath Derby. Ni siquiera los pragmáticos policías saben cómo explicar aquella visita final cuya memoria tratan de abandonar. Rutinariamente han elaborado la endeble teoría de un terrible escarnio o venganza de unos criados despedidos, pero aun ellos saben en su fuero íntimo que la verdad es más vasta, terrible y casi increíble. Como decía, afirmo que no soy el asesino de Edward Derby. Por el contrario: he sido un vengador y con mi acto ahorré al mundo un horror que, si sobreviviera, podría haber causado una insospechable devastación en toda la humanidad. Junto a nuestros rutinarios senderos cotidianos existen regiones de sombras; de tanto en tanto algún alma maligna avanza desde ellos hacia nosotros. Si alguien advierte esa incursión tiene la obligación moral de aniquilarla sin piedad sí no quiere exponerse a pagar un inmenso y terrible precio. Edward Pickman Derby era alguien a quien conocía de toda la vida. Si bien ocho años menor que yo, lo cierto era que cuando yo tenía dieciséis, ya manteníamos muchos intereses en común. Nunca he conocido a un estudiante más genial que él: a los siete era ya un consumado poeta de versos lóbregos, fantásticos, morbosos, que causaban el asombro de sus preceptores. Tal vez la razón de su precocidad deba buscarse en la esmerada educación privada que recibió desde muy temprano y en los excesivos mimos que colmaron su existencia. Fue hijo único, con fragilidades físicas que fueron desvelo de sus amantísimos padres, quienes no dejaban que en ningún momento estuviera fuera del alcance de la vista y de sus excedidos cuidados. Nunca nadie lo vio fuera de su casa sin estar flanqueado por su niñera y podría decirse que jamás llegó a jugar libremente con los demás niños. Todos estos factores operaron sin duda alguna forjando en el joven Derby una vida interior peculiar, reservada, reprimida, con una sola vía de escape: la imaginación.

Consecuentemente, sus estudios lo revelaron como un joven sorprendente, de noble capacidad, y su pasión por escribir me maravilló desde un comienzo, pese a que lo aventajaba en casi diez años. Por esa época yo mismo estaba atraído por singulares inclinaciones artísticas hacía lo grotesco, característica que me hizo encontrar en aquel joven un espíritu gemelo. Compartíamos un mismo entusiasmo por lo tenebroso y lo fantástico, pasión que descargábamos inicialmente en la antigua, decrépita y ciertamente amenazante ciudad en la que ambos vivíamos: la encantada y mágica Arkham, cuyos arracimados y desvencijados tejados de tipo holandés y desbastadas balaustradas georginas desgranaban el paso del tiempo junto a las márgenes de las sibilantes y negras aguas del río Miskatonic.

Con el correr del tiempo, terminé por decidirme a seguir estudios de arquitectura y archivé el proyecto de ilustrar un libro con los siniestros poemas de Edward, sin que ese renunciamiento significara la menor mella para nuestra amistad. El exuberante talento del joven Derby continuó manifestándose con el mismo brillo de sus primeros tiempos y apenas cumplidos los dieciocho años, una recopilación de sus oníricos poemas, titulada Azathoth and Others Horrors, provocó una encrespada reacción entre la crítica. Por entonces mantenía una estrecha correspondencia con el famoso poeta baudelairiano Justín Geoffrey. el autor de The People of the Monolith, el mismo que murió en medio de alaridos en 1926 en un manicomio, tras visitar un ominoso poblado de Hungría cuya memoria es mejor no conservar.

Sin embargo, en materia de autoestima y resolución de cuestiones prácticas, la mimada existencia a que había sido acostumbrado convertía a Edward en un verdadero desastre. Al cabo del tiempo, su salud fue mejorando; todo lo contrario ocurrió con sus costumbres de dependencia infantil inculcadas por padres extraordinariamente sobreprotectores. Era natural entonces que de mayor mostrara una exasperante incapacidad para cuestiones tales como viajar solo, tomar decisiones o asumir responsabilidades. Rápidamente advirtió que sin duda su futuro no estaba en el campo de los negocios o en el profesional. pero ni él ni la familia se preocuparon demasiado puesto que el patrimonio familiar era lo suficientemente cuantioso como para demorarse siquiera en estas preocupaciones. En plena madurez conservaba el mismo aspecto de rozagante y engañosa juventud de sus tiempos de estudiante. Rubio, de ojos azules, con el cutis de un niño; sólo después de muchos sacrificios lograba que los demás reparasen en sus intentos de dejarse el bigote. Su voz era suave y nítida; la tranquila vida que llevaba le permitía conservar un saludable y estilizado aspecto juvenil desestimando ‘la proverbial panza que delataba casi siempre una madurez prematura. Tenía una estatura conveniente y sus hermosas facciones le habrían permitido ser un cotizado galán sí su timidez no hubiese representado una infranqueable barrera para tales frivolidades que en él siempre eran conjuradas con una prudente reclusión en el mundo de los libros.

Sus padres lo llevaban a Europa todos los veranos, por lo que no demoró demasiado en captar con perspicacia los rasgos más nítidos del pensamiento y la expresión artística del viejo continente. Paralelamente, su talento, de extracción claramente asociable a Poe, fue degradándose mientras Otros fantasmas e inclinaciones artísticas iban naciendo en él. Era el tiempo en que nos sumíamos en interminables discusiones. Por entonces yo ya había conseguido licenciarme en Harvard, había trabajado en un estudio de arquitecto en Boston, había contraído enlace y había regresado a Arkham a ejercer la profesión. Me había instalado en la casa familiar de Saltonstalí Street, ya que mi padre decidió trasladarse a Florida debido a su salud. Todas las tardes recibía la visita de Edward, con lo que en poco tiempo fue considerado como un familiar más de la casa. Era inconfundible su manera de tocar el timbre o de golpear en el llamador, características que con el tiempo acabaron convirtiéndose en contraseña. Así, todos nos preparábamos después de la cena para escuchar los tres golpes secos que, luego de una pausa, eran acompañados de otros igualmente secos. La frecuencia con que yo iba a su casa era mucho menor, donde me entretenía en admirar los antiguos volúmenes que con ritmo sostenido acrecentaba su biblioteca.

Derby obtuvo su licenciatura en la Universidad de Miskatonic; era natural que así fuese ya que sus padres no le habrían dejado vivir por nada del mundo fuera del alcance de sus cuidados personales. Llegó a la Universidad a los dieciséis años y tres años después ya era licenciado en literatura francesa e inglesa, con las mejores notas en todas las materias, excepto en matemáticas y ciencias. Hizo escasas y nulas amistades con los demás estudiantes, por más que fue perceptible una cierta admiración por ese grupo de jóvenes a los que cabria denominar “audaces”, “bohemios”, “vanguardistas”, cuyas costumbres iconoclastas, lenguaje ingenioso y poses irritantes le habría gustado imitar.

El tránsito por esas regiones literarias lo empujó hacia los rincones esotéricos y mágicos, saberes sobre los que la biblioteca de Miskatoníc contaba, y aún cuenta, con volúmenes de una riqueza que la han hecho justamente famosa. Se convirtió en un voraz especialista en estos temas. A espaldas de sus padres, se entregaba a consumir cosas tales como el horrible, Book of Echínoderm, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt y el ancestral Necronomicón del enajenado árabe Abdul Alhazred. Edward contaba con veinte años cuando nació mi primer y único hijo, y pareció muy complacido al saber que le pondría de nombre Edward Derby Upton como homenaje a él.

Cumplidos los veinticinco años, Edward era hombre afamado por su inmensa cultura, poeta y narrador de relatos muy conocidos entre el público, pero no obstante en su obra aparecía con claridad la carencia de relaciones humanas y el exceso de formación puramente libresca que aquejaba a su autor. Sin duda, yo era su amigo más cercano. El me proporcionaba una cantera inagotable de tópicos teóricos. Por su parte, él buscaba mí opinión sobre los temas que no quería consultar con sus padres. Continuaba soltero, aunque cabe señalar que más por timidez, negligencia y sobreprotección paterna que por genuina opción al celibato. Al desatarse la guerra, su mala salud y los rasgos más ostensibles de su personalidad determinaron que se quedara en casa. Mi destino inicial fue Plattsburg, aunque en los hechos nunca llegué a cruzar el Atlántico.

Así transcurrió el tiempo. Cuando Edward tenía treinta y cuatro años, falleció su madre, hecho que lo sumió en una suerte de bloqueo psicológico que le produjo una inactividad total. Su padre se lo llevó de nuevo a Europa, donde logró reponerse de la enfermedad en forma aparentemente total. Poco después se sintió asaltado por una extraña euforia, como si se hubiera liberado de un opresivo cautiverio. Fueron los tiempos en que se le veía siempre junto al grupo de estudiantes a los que se consideraba “vanguardistas” y tomó parte en ciertos actos de gran turbulencia.

Cierta vez fue objeto de un chantaje y debió pagar —con dinero que le presté yo— una crecida suma para que alguien no contara al padre su intervención en un asunto por cierto turbio. Los rumores que circulaban sobre la violenta banda de Miskatonic eran realmente alarmantes. Se llegó a hablar de magia negra y de ejecución de actos que estaban más allá de todo lo sensatamente creíble.

<p>II</p>

Asenath Waite apareció en la vida de Edward cuando éste tenía treinta y ocho años. Por entonces ella debía tener unos veintitrés y tomaba curso especial sobre la metafísica de la Edad Media en la Universidad de Miskatonic. La hija de un buen amigo mío era amiga de la infancia de la muchacha —habían cursado juntas la escuela Hall de Kingsport—, pero últimamente se veía obligada a rehuirla a causa de la mala fama de la joven. Esta era morena, pequeña y muy atractiva pese a sus ojos saltones; sin embargo, algo indefinible en su expresión hacía que la gente sensible evitara su trato. A los demás, los ahuyentaba el origen de la joven y los temas que excluyentemente monopolizaban su conversación. Era descendiente de la rama de los Waite de Innsmouth; generación tras generación, se habían urdido docenas de tétricas leyendas sobre la devastada y semiabandonada población de lnnsmouth y sus habitantes. Aún hoy se oye hablar de horrendos pactos firmados alrededor de 1850 y de un abominable ser “no del todo humano” que se imbricó en las más antiguas familias del hoy casi inexistente puerto de pescadores, historias todas que sólo un yanqui de antigua prosapia puede lucubrar y difundir con el debido sentimiento de horror.

Volviendo a Asenath, su situación genealógica se complicaba por ser hija de Ephraim White y por representar el fruto de sórdidas relaciones que éste había mantenido en plena senectud con una desconocida a la que nunca nadie consiguió ver. Ephraím vivía en una arruinada mansión de Washington Street. Los conocedores del lugar —hay que establecer que la gente de Arkham hace lo posible para evitar el paso por Innsmouth— contaban que las ventanas de la buhardilla siempre permanecían tapiadas con gruesos tablones burdamente clavados y que al caer la noche se oían extrañas voces en el interior de la destartalada casa. El viejo Waite tenía fama de haber sido en sus tiempos mozos un gran conocedor de los temas de magia y se dice que por entonces podía causar o sofocar temporales en el mar. Por mi parte, de joven lo había visto una o dos veces, cuando había venido a Arkham a consultar unos antiquísimos volúmenes dedicados a saberes arcanos que enriquecían la biblioteca de la Universidad. Recuerdo que me resultaron insoportables el patibulario y melancólico mirar y las completamente descuidadas matas de barba que colgaban de la cara. Murió loco en circunstancias nunca debidamente aclaradas, poco antes de que la hija llegara a la escuela Hall. La muchacha tenía rasgos del padre, en especial su a veces diabólica mirada.

Mí amigo, el padre de la muchacha que había sido compañera de Asenath, me recordó muchos episodios curiosos cuando empezó a divulgarse la relación entre ella y Edward. Según esos datos. Asenath se hacia pasar por maga en la escuela y, en efecto, asombraba a sus compañeros con algunos prodigios en verdad inexplicables. Sostenía que podía desencadenar tormentas, pero su habilidad más notoria era la capacidad de predecir con exactitud cuanto se proponía o le proponían. Los animales rehuían su presencia y, a distancia, con unos casi imperceptibles movimientos de una mano derecha hacia aullar a cualquier perro. Otras veces demostraba conocimientos prodigiosos y hablaba lenguas absolutamente inusuales para una adolescente.

Mucho más alarmantes eran los casos completamente verificados de su influencia sobre otras personas. Manejaba el hipnotismo como si fuera un juego de niños. La compañera que era mirada fijamente a los ojos por Asenath tenía la sensación de estar en proceso de transmutación de la personalidad, como si quien estuviera bajo hipnosis pasara a habitar el cuerpo de la hechicera y consiguiera mirar desde otro punto a su verdadero cuerpo, en el que resaltaban unos ojos siempre resplandecientes .con una expresión de enajenación. Famosas eran las afirmaciones de Asenath acerca de la naturaleza de la conciencia y de su independencia de la estructura física. La única insatisfacción que revelaba la joven era la de no haber nacido varón, pues. según ella, el cerebro del hombre poseía unas facultades cósmicas singulares, de alcance infinito. Sí tuviera el cerebro de un hombre, decía, estaría en condiciones no sólo de igualar sino hasta de sobrepasar al padre en el manejo de las fuerzas cósmicas.

Edward conoció a Asenath en una de las reuniones que celebraba la “vanguardia” universitaria. Al día siguiente, cuando vino a yerme, no era capaz de hablar otra cosa que no fuera la joven Waite. Según él, compartían los mismos intereses e inclinaciones intelectuales y, además, estaba encantado con su aspecto físico. Por mi parte, nunca había visto a Asenath, pero tenía referencias de ella. Y ellas me hacían parecer lamentable que Edward estuviera tan locamente enamorado de semejante mujer, pero me cuidé mucho de decirle nada, pues bien sé que las criticas suelen hacer más vigorosas estos encaprichamientos. Por su parte, el joven Derby parecía dispuesto a no hablar del asunto a su padre.

Las semanas siguientes, Derby las dedicó a hablarme sólo de Asenath. Por entonces ya eran de dominio público los amores otoñales de Edward, a pesar de que él distaba mucho de representar la edad que tenía y no hacía mal papel junto a tan peculiar belleza. No importaba demasiado un incipiente abdomen producto de su descuido físico y en el rostro no había asomos de arrugas. Por su parte, Asenath tenía a ambos lados de los ojos las características patas de gallo que suelen verse en las personalidades férreas como consecuencia de las tensiones constantes a que están expuestas.

Finalmente, un día Edward vino a yerme en compañía de la muchacha y entonces pude comprobar que la corriente de afecto entre ellos no era unilateral. Ella permanecía casi comiéndoselo con la mirada y supe que la relación de ambos sabría vencer cualquier obstáculo que se le opusiera. Pocos días después de aquella ocasión llegó hasta mí casa el anciano señor Derby, hombre que me inspiraba el mayor de los respetos y admiración. Enterado de la nueva amistad de su hijo, había logrado sonsacarle toda la verdad al joven. Edward pensaba en matrimonio y ya se había puesto la búsqueda de casa en el barrio residencial de la ciudad. Perfectamente al tanto de la influencia que solía ejercer sobre el joven Derby, el padre había acudido a mi para rogarme que hiciera algo con el fin de evitar tal destino, pero, decidido a ser honesto antes que caritativo, le transmití mis serias dudas de un logro en aquel sentido. El punto no era esta vez el carácter poco firme de Edward, sino el extraordinariamente fuerte de la mujer. El sempiterno niño que era Edward había transferido la dependencia de la imagen paterna a otra imagen mucho más poderosa y sobre eso nada se podía hacer.

Un mes después se celebró la boda ante el juez de paz, según deseo de la novia. Convencí al señor Derby para que no se opusiera y así él, mi mujer yo asistimos a la ceremonia. Los demás invitados eran unos cuantos estudiantes universitarios más que “vanguardistas” francamente exaltados. Asenath compró la vieja finca de Crowninshield, ubicada en campo abierto al final de High Street, donde pensaba instalarse la pareja de recién casados, luego de un corto viaje a Inssmouth. de donde traerían tres criados, algunos libros y unos pocos utensilios para el nuevo hogar. Daba la impresión de que lo que volcó a Asenath hacia Arkham no fue tanto una consideración hacia Edward y su padre, sino más bien la satisfacción de su deseo de estar cerca de la Universidad, de la biblioteca y de su grupo de jóvenes universitarios.

Al volver a ver a Edward tras su luna de miel, lo noté algo cambiado. Por complacer a su esposa se había afeitado el incipiente bigote, pero eran perceptibles Otros cambios. Se mostraba más reservado, más pensativo, más triste. En un comienzo no pude establecer si me gustaba o no el cambio operado en mi amigo, pero era evidente, que parecía haber madurado. Tal vez el matrimonio fuese algo que lo ayudara. Me contó que Asenath se había quedado en casa pues estaba muy atareada con el imponente montón de libros y objetos que habían traído desde Innsmouth —pronunció este nombre y se estremeció— y, además, se ocupaba personalmente de arreglar la casa y la finca de Crowninshield.

Esa casa —que era la de Asenath— tenía un aspecto bastante desagradable, pero allí la joven había aprendido cosas sorprendentes a partir de ciertos objetos que se encontraban en ella. Con la ayuda de Asenath. Edward hacía grandes progresos en materia de conocimientos esotéricos. Algunos experimentos que le enseñaba la joven eran ciertamente drásticos —tanto que Edward nunca se animó a detallármelos—, pero no tenía dudas sobre las intenciones de su esposa. Los tres criados eran muy extraños. Dos de ellos eran incalculablemente ancianos y habían trabajado para el viejo Ephrairn; de tanto en tanto se referían a él y la madre de Asenath de un modo inexplicable. La tercera era una joven trigueña de rasgos deformes y que constantemente despedía olor a pescado.

<p>III</p>

A partir de entonces fui viendo a Edward cada vez menos. Al principio pasaban hasta tres semanas sin que sonaran en mi puerta los tres golpes familiares seguidos de los otros dos. Cuando me visitaba —o cuando muy excepcionalmente iba yo a su casa— era notorio su desinterés por conversar de los temas que hasta en entonces nos habían sido comunes. Se mostraba muy reservado para referirse a los estudios esotéricos que antes tan animadamente solía describir y discutir, y nunca mencionaba a su mujer. Esta se veía terriblemente envejecida desde el momento de la boda hasta el extremo que parecía ser la mayor de la pareja. La decisión se había tornado mucho más marcada en su rostro y una serie de detalles de por sí indescriptibles confluían para darle un aspecto decididamente repulsivo. Esa impresión caló tanto en mí mujer como en mí hijo, por lo que al cabo de poco tiempo dejamos de visitarlos, circunstancia que, según Edward —con su proverbial falta de tacto—, provocaba gran alivio en Asenath. De tanto en tanto, los Derby emprendían algún viaje; por lo general comunicaban que el destino era Europa, pero a veces Edward sugería lugares bastante más lóbregos.

Un año después del matrimonio, la gente rumoreaba acerca de los cambios experimentados por Edward. Sí bien la variación advertida era de orden fundamentalmente psicológicos, las habladurías no pasaban por alto ciertos otros datos de interés. Se decía que en algunas ocasiones Edward adoptaba conductas en absoluto compatibles con su naturaleza para nada robusta. Se decía, por ejemplo que, por más que antes de casarse no sabía conducir, ahora se le veía constantemente entrar y salir de Crowninshield manejando el poderoso Packard de Asenath e introducirse con una envidiable habilidad en el enmarañado tránsito ciudadano. En esos momentos, dejaba la impresión de estar regresando de algún sitio o de disponerse a emprender algún viaje, aunque nadie podía establecer ni el sitio de partida ni el de llegada; la gente sólo podía asegurar que la mayor parte de las veces se le veía transitar por el camino que lleva a lnnsmouth.

Estos cambios no cayeron bien. Para la gente, ahora Edward se parecía mucho a su mujer y al viejo Ephraim, al menos en ciertas ocasiones. Otras veces lo veían regresar, muchas horas después de haber salido; con un aspecto ausente y negligentemente tirado sobre el asiento trasero del coche, que era conducido por un chofer especialmente contratado para tal efecto. Quienes le conocían de vieja data reparaban el acentuamiento de la pusilanimidad que desde siempre lo había acompañado. En tanto el rostro de Asenath mostraba un aceleradísimo envejecimiento, el de Edward denotaba una mayor inmadurez, excepto en los pocos momentos en que se teñía con esporádicas manchas de tristeza. Era difícil entenderlo. A esa altura, los Derby prácticamente no frecuentaban los ambientes de universitarios desprejuiciados, no tanto porque tales formas de vida los hubiesen hastiados, sino más bien debido a que los estudios e inclinaciones que absorbían su tiempo espantaban incluso a los más osados de aquellos estudiantes.

Durante el tercer año de su matrimonio, Edward comenzó a confiarme muy esporádicamente que sentía temor e insatisfacción. De vez en cuando dejaba caer la enigmática observación de que las cosas habían llegado demasiado lejos” y más a menudo se refería a una cierta necesidad de “recobrar la identidad”. Inicialmente no hice caso de tales manifestaciones, pero como él insistiera, con mucho tacto, me animé a hacerle preguntas, sobre todo porqué no podía apartar de la memoria lo que había oído a la hija de mi amigo sobre la capacidad de Asenath para dominar por hipnosis a sus compañeras de estudios, quienes sostenían que durante los trances sentían que habitaban otro cuerpo desde el que miraban al suyo propio en otro lugar de la habitación. Edward recibía mis inquisiciones con una mezcla de alarma y tranquilidad, pero llegado hasta cierto punto de la confesión, la cerraba prometiéndome que ya más adelante hablaríamos sin ninguna clase de obstáculos.

Poco después falleció el padre del joven Derby y entonces no supe que llegaría el momento en que yo me alegraría de que hubiese abandonado este mundo en aquel momento. Edward se sintió lógicamente afectado por la pérdida, pero dentro de una modalidad que sólo cabría dominar normal. Desde su boda, sólo había visto a su padre unas pocas veces. Asenath se las había ingeniado para que concentrara en ella toda la necesidad de Edward de volcar en alguien los vínculos familiares. La gente comentaba que en realidad poco le había importado la muerte del padre y asociaban la pérdida del afecto filial al aumento de la petulancia que ostentaba sentado ante el volante del auto. Mi amigo sintió una profunda necesidad de mudarse a la vieja casa familiar, pero no pudo convencer a Asenath; quien manifestó obstinadamente sentirse muy a gusto donde estaba.

Los Derby conservaban apenas una amistad, una mujer que también era amiga de mi esposa. Cierta vez le confió que en ocasión de llegar hasta más allá del final de High Street para hacer una visita a los Derby, fue sorprendida al llegar por una de aquellas raudas y ostentas salidas de Edward frente al volante. Se acercó a la puerta tocó el timbre y acudió la horrible criada para anunciarle que Asenath tampoco se encontraba en la casa. Mientras se retiraba, pudo ver el interior de la casa y junto a la biblioteca de Edward alcanzó a divisar fugazmente un rostro con una indecible expresión de dolor y desesperanza. En principio lo confundió con el de Asenath, pese a lo que habitualmente mostraban los rasgos de la mujer de Edward, pero más tarde la amiga de mi esposa no tuvo dudas de que los ojos de aquel rostro eran sin duda alguna los tristes y melancólicos del propio Edward.

Mi amigo aumentó la frecuencia de las visitas y ciertas veces consiguió explayarse sobre algunas de sus enigmáticas afirmaciones. Lo que dijo en esas raras ocasiones no es de fácil credibilidad ni siquiera en Arkham pero la lógica con que volcó entonces las cuestiones esotéricas que lo preocupaban, amenazaban con perturbar el equilibrio mental del espectador más sensato. Se refería a siniestras reuniones en lugares apartados, a fantásticas ruinas en el corazón de Maine, bajo las que se encontraban infinitas escaleras que conducían a abismos indescriptibles, a peculiares ángulos que permitían ingresar a otras dimensiones del tiempo y el espacio, a transmutaciones de la personalidad, a otros mundos, a otros espacios y otros tiempos.

Para afirmar su discurso, de tanto en tanto me aportaba objetos que me producían una total perplejidad. Eran objetos de extraños colores y texturas, con curvas o planos que escandalizarían a cualquier geometría conocida Ante mi curiosidad, sólo se limitaba a informarme que procedían del exterior y que Asenath era quien sabía cómo conseguirlos. Con voz cargada de temor, solía mencionar al viejo Ephraim Waite, a quien sólo había visto un par de veces en la biblioteca de la Universidad; su miedo giraba en torno a la duda sobre si el viejo se encontraba realmente muerto, en sentido físico y también espiritual.

En determinados momentos interrumpía abruptamente su relato quedando todo él como suspendido en el vacío. Entonces no podía dejar de pensar que la interrupción era obra de Asenath, quien molesta por lo que mi amigo me confesaba, desde la distancia, por algún procedimiento, extraordinario, lo dejaba sin habla. Y, efectivamente, algo debió haber sospechado, puesto que poco después sus palabras y miradas hacia mí estaban inequívocamente cargadas de una terrible ferocidad Derby también comenzó a tener enormes dificultades para llegar hasta mi casa: aunque declarase ir a otro lugar, al encaminarse hacia casa, una fuerza inexplicable lo paralizaba o su mente quedaba en blanco sin poder discernir ya adonde se dirigía. Sólo llegaba hasta mi casa cuando Asenath se hallaba lejos, “lejos dentro de su propio cuerpo”, como llegó a decir cierta vez. Pero ella siempre terminaba enterándose de los movimientos de Edward, porque para eso tenía a los criados que vigilaban celosamente los desplazamientos de su marido. Lo cual demuestra que nunca consideró necesario adoptar medidas más contundentes para cortar de cuajo nuestra relación.

<p>IV</p>

Un día de agosto, recibí un telegrama desde Maine. Hacía unos dos meses que no veía a Edward y sólo sabía de él que se encontraba afuera por cuestiones de negocios. Creía que Asenath lo acompañaba, pero la gente rumoreaba que en la casa, tras las cortinas de las ventanas del primer piso, se entreveía a alguien. Se hablaba también de las compras que realizaban los criados. En el telegrama, el alguacil de Chesuncook me hablaba de un loco con la ropa totalmente destrozada que había salido del bosque, delirando y mencionando mi nombre para pedirme ayuda. Chesuncook es una zona boscosa y abrupta que rodea a Maine. Estuve todo un día traqueteando sobre el lomo de impresionantes barrancos antes de llegar en coche al lugar citado por el alguacil. Encontré a Edward encerrado en una pieza de la granja que hacía las veces de cárcel; estaba mitad delirante, mitad apático. Enseguida me reconoció y me propinó un torrente de palabras cuyo sentido se me escapaba.

—¡Por amor de Dios! ¡El infierno de los shoggoths! Hay que descender de los seis mil escalones...allí está lo abominable... ¡Ia!... ¡Shub-Niggurath!... La figura en el altar... el aullido de quinientos.., el encapuchado decía “Kamog, Kamog”... es el nombre secreto de Ephraim en el aquelarre... y yo estaba allí... Asenath prometió que nunca me llevaría... Un instante antes estaba encerrado bajo llave en la biblioteca.., y de pronto estaba ella allí con mi cuerpo... el más atroz de los infiernos.., el reino de las tinieblas.., el cancerbero custodia la puerta... apareció un shoggoth... vi cómo cambiaba de forma... no lo pude aguantar... la mataré si vuelve a enviarme a ese lugar... lo mataré a él... mataré lo que sea... lo haré con mis propias manos...

Más de una hora pasé tratando de tranquilizarlo. Finalmente lo conseguí. Le compré ropa en el pueblo y al día siguiente volvimos a Arkham. El furioso delirio había dado paso a un reconcentrado silencio, pero cuando pasamos por Augusta se puso a mascullar como si la simple vista de una ciudad le despertara recuerdos odiosos. Era evidente que no deseaba volver a su casa y tomando en consideración los delirios que le inspiraba su mujer —estados que atribuí a alguna experiencia hipnótica a que ella lo habría sometido— decidí que lo más conveniente sería no llevarlo a su hogar. Por lo tanto, lo albergué en mi casa por algún tiempo, conciente de los problemas que semejante decisión podría acarrearme con Asenath. Con el tiempo lo ayudaría en los trámites para lograr el divorcio, ya que resultaba indudable que seguir con aquella mujer significaría el suicidio para Edward. Mientras cavilaba acerca de estos temas, mi acompañante dormitaba en el asiento junto a mí mientras yo conducía.

Ya de noche, cuando pasábamos por Portland, Derby volvió a mascullar una violenta ristra de insultos destinados a Asenath. Era innegab1e que la mujer había quebrado el equilibrio nervioso de mi amigo y ahora no conseguía escapar de una red de alucinaciones que tejía en torno a ella. En voz baja, con toda claridad, me confió que la circunstancia por la que entonces atravesaba no era más que una dentro de una larga serie. Se lamentaba que llegaría el día en que ya no podría escapar de las redes tendidas por la mujer. Sí ahora lo soltaba, sin duda que se debía a que no le era posible otra cosa, ya que aún era incapaz de apresarlo por demasiado tiempo. Casi constantemente se apoderaba de su cuerpo, luego se iba cualquier parte para participar en singulares ritos, mientras lo dejaba a él encerrado en el piso superior dentro de su cuerpo de mujer. Algunas veces no lograba someterlo por demasiado tiempo y así, de pronto, Edward se reencontraba con su cuerpo en cualquier lugar, por lo general horrible. Fue lo que sucedió cuando lo encontró el alguacil a la vera del denso bosque. Supe que no era la primera vez que se veía obligado a regresar a casa desde tremendas distancias, suplicándole a alguien de buena voluntad que se ocupara de manejar el coche.

Con el transcurso del tiempo, los lapsos por los que se apoderaba de su cuerpo eran mayores. Asenath procuraba ser hombre y esto era lo que explicaba sus intentos con el pobre Edward. El joven Derby tenía características ideales para sus proyectos: una esclarecida inteligencia en una débil voluntad. Tal vez no estuviese lejano el día en que se apropiaría definitivamente de su cuerpo para transformarse en un gran hechicero, como su padre, mientras que Edward quedaría confinado dentro de aquella carcasa femenina que ni siquiera cabía pensar como humana.

Derby hablaba y mascullaba en el asiento contiguo al mío. En un momento determinado giré la cabeza y lo contemplé: pude verificar entonces una impresión previa que había recibido. Aunque parezca un contrasentido, daba la impresión de encontrarse en mejores condiciones físicas que nunca, lucía más robusto y no se notaba en su cuerpo las flacideces propias de su indolencia para el cuidado físico. Era como si por primera vez en su holgada existencia estuviese obligado a a1guna actividad física sostenida, circunstancia que me llevó a inferir que Asenath era la responsable de aquel nuevo dinamismo corporal y mental en mi amigo. Sin embargo, en aquellos precisos instantes las manifestaciones de su mente eran más bien deplorables, puesto que de su boca sólo escapaban incoherencias acerca de su mujer, de la magia negra, del viejo Ephraim y de otros dislates. A veces reconocía algunos de los nombres que pronunciaba por la memoria que conservaba de inconsistentes y esporádicas frecuentaciones de volúmenes dedicados a saberes esotéricos. El hilo de la conversación, monólogo mejor dicho, de Edward era discontinuo; cada poco se detenía y parecía como si estuviera tornando aliento para emprender una revelación final y agobiante.

—Dan, Dan, ¿recuerdas sus Ojos feroces, la descuidada barba que nunca encaneció? Una vez me asestó su mirada terrible. Nunca lo olvidaré. Ahora esa mirada está en los ojos de ella. Sé por qué. El viejo encontró en el Necronomicón la fórmula. No sé bien en qué página está, pero cuando lo averigüe podrás leerlo y enterarte. Enterarte de por qué me encuentro en este estado lamentable. Paso de... de... de un cuerpo a Otro y luego a otro... Así nunca morirá... El fuego de la vida... él sabe cómo apagarlo.., sabe cómo hacerlo brillar incluso una vez que el cuerpo ha muerto... Si te doy algunas pistas, podrás adivinar... Escúchame Dan... ¿Tienes idea de por qué mi mujer evita escribir con una inclinación de las letras hacia la izquierda? ¿Viste alguna vez algún texto escrito por el viejo Ephraim? ¿Sabes por qué sentí morirme cuando ví el modo en que escribía Asenath? Asenath... ¿existe realmente una persona con ese nombre?... ¿Por qué se dijo que se había encontrado veneno en las vísceras del viejo Ephraim? Nunca oíste los rumores de los Gilman acerca del modo en que gritaba el viejo cuando se volvió loco y Asenath lo recluyó en el acolchado cuarto de la buhardilla, el mismo donde había estado el otro?... Tal vez allí sólo se encontraba encerrada el alma del viejo... ¿Se puede determinar quién encerró a quién? ¿Recuerdas que el viejo buscó durante muchísimo tiempo alguien que tuviese una gran inteligencia y muy poca voluntad? ¿Recuerdas cómo maldecía a su hija por no ser varón? ¿Puedes decirme, Daniel Upton, qué siniestro cambio ocurrió en aquella pesadillesca casa en la que el monstruo implacable manejaba a aquella confiada, pusilánime y no del todo humana criatura su antojo? ¿No se produjo acaso un cambio como el que ahora está ocurriendo conmigo? ¿Sabes por qué ese ser llamado Asenath escribe de manera peculiar cuando nadie la ve, de una manera en que no es posible diferenciar su escritura de la de...?

En ese preciso instante sucedió aquello. La voz de Derby venía haciéndose cada vez más estridente a medida que avanzaba en su monólogo hasta lindar con el inminente grito histérico, cuando súbitamente se apagó tras un chasquido en apariencia metálica. Recordé que en mi casa otras veces también se había interrumpido intempestivamente, como obedeciendo Órdenes; no tuve dudas de que alguna poderosa onda mental de Asenath le ordenaba callar. Sin embargo, esta vez la situación se tomaba mucho más horrible. Los rasgos de la cara de Edward se retorcieron hasta volverla prácticamente irreconocible; en tanto su cuerpo era presa de espantosas convulsiones. Era como si todos sus huesos y músculos y nervios se vieran obligados a adoptar violentamente una posición, una tensión, una personalidad diferente.

Me ganó el horror. Sentí un indecible malestar, una aguda repugnancia y mis manos dejaron de sujetar el volante. El ser que tenía junto a mí en el asiento ya no era la del amigo de toda la vida; era una monstruosa criatura que parecía provenir de los espacios siderales e irradiaba desconocidas y malsanas fuerzas.

Durante mi indecisión horrorizada, mi nuevo compañero de viaje me arrebató el volante y me obligó a cambiar de asiento con él. Era noche sin luna y las luces de Portland resplandecían tenuemente a nuestras espaldas, por lo que casi no pude verle el rostro. Percibí el fulgor que se desprendía de sus ojos y comprobé que la gente tenía toda la razón cuando afirmaba que a veces se convertía en un arrogante desatado al mando del volante. No podía creer que el indolente y apocado Edward Derby estuviera dándome órdenes y demostrando tal petulante soberbia como conductor, precisamente él, quien nunca se atrevía a entablar una discusión y que siempre se mostraba orgulloso de no saber conducir. Pero entonces esa era la situación y en medio de mí desasosiego lo único que me aliviaba era que toda la escena transcurriese sin que él se decidiera a abrir la boca.

Al pasar por Biddeford y Saco, las luces me permitieron comprobar que mantenía la boca apretada con fuerza y renové mí estremecido horror al reencontrar el fulgor de sus ojos. Pude verificar también algo que había oído; durante esos trances se parecía mucho a su esposa y al viejo Ephraim. Eran desagradables sus actitudes, sus gestos no parecían naturales, Pero lo más perturbador era la clara conciencia deque aquel hombre, a quien toda la vida había conocido como Edward Pickman Derby, no era más que un extraño, una endemoniada presencia proveniente de algún averno sideral.

Al retomar un tramo oscuro de la carretera volvió a hablar con una voz que casi no pude reconocer corno, la de mi amigo. Era mucho más áspera, más cortante y tanto su acento como el énfasis de la pronunciación diferían radicalmente de los que yo podía recordar. En el fondo de aquella voz subyacía una yeta de ironía agresiva, también en las antípodas de la pseudoironía desenfadada y algo torpe que Edward solía manejar; ahora se había cargado de algo siniestro, maligno, corrosivo.

—Espero que no te preocupes por el acceso que tuve hace un rato, mi querido Upton —me dijo mi acompañante—. Sabes muy bien como son mis nervios. Te pido disculpas por las molestias que te causo y te agradezco mucho qué me lleves a casa. Te pido que olvides todas la majaderías que haya podido decir acerca de mi mujer y, en general, todos los demás dislates con que te haya abrumado. Son las consecuencias de dedicarme excesivamente a una materia como la mía. Mi filosofía se asienta sobre conceptos y nociones muy extrañas, y cuando la mente no resiste comienza a imaginar toda clase de delirios. Voy a tomarme un prolongado descanso. Es posible que no nos veamos durante algún tiempo. Pero no vayas a pensar que es culpa de Asenath. Tal vez este viaje te resulte incomprensible en muchos de sus aspectos, pero en realidad tiene una explicación sencilla. En los bosques del norte existen unas ruinas pertenecientes a los indios, por lo general piedras, de gran valor para el folklore; Asenath y yo nos hemos dedicado intensivamente a su estudio. Ha sido un trabajo extenuante que bien puede hacer que uno pierda momentáneamente la lucidez. Cuando llegue a casa mandaré a alguien para que busque el coche. Y, como te decía, me tomaré al menos un mes de vacaciones.

Ignoro si por mi parte llegué a pronunciar palabra alguna, pues la transmutación de mi amigo me tenía paralizado. Experimentaba una creciente sensación de enfrentar un inexplicable horror cósmico y lo único que me obsesionaba era que aquel viaje terminara de una vez por todas. Derby insistía en no abandonar el volante y con cierto alivio noté la velocidad con que dejábamos atrás Portsmouth y Newburyport.

Cuando llegamos al cruce donde la carretera principal se desvía para evitar el paso por Innsmouth, tuve miedo de que el conductor optara por aquel lugar infausto. Afortunadamente no lo hizo, con lo que pasamos rápidamente por Rowley y por Ipswich hasta que al fin llegamos a nuestro destino. Era poco antes de la medianoche cuando llegamos a Arkham y vimos cómo la luz en la vieja casa de Crowninshield seguía encendida. Derby se bajó; apresuradamente me volví a mi casa Con una eufórica sensación de alivio. Alivio también me causaba la advertencia de Derby de que pasaría algún tiempo antes de que volviésemos a vemos.

El tiempo que siguió a aquel viaje terrible fue una época de desbocados rumores. La gente decía que ahora se veía a Edward cada vez más en su versión dinámica y petulante y que, por el contrario, casi no se veía nunca a Asenath; Derby sólo me visitó una vez; llegó fugazmente en el coche de Asenath para llevarse unos libros que me había prestado. Me dirigió unas pocas palabras de cortesía, ya que cuando se encontraba en su impostación dinámica y arrogante no tenía qué decirme. En esos momentos tampoco aparecía la característica de los tres golpes en la puerta seguidos por los otros dos. Volvió a ocurrirme lo mismo que la noche en que lo dejé frente a su casa, cuando se retiró sentí un profundo alivio.

Promediado setiembre, Edward se ausentó por una semana; uno de los más activos integrantes del grupo “vanguardista” de estudiantes dejó caer la hipótesis de que habría ido hasta Nueva York a reunirse con el cabecilla de culto prohibido en Inglaterra. Por mi parte, no podía dejar de pensar en el horrible viaje que hicimos desde Maine. La transmutación que tuve ocasión de presenciar me afectó mucho y no cejaba en el intento de darle una. explicación a aquel horrible enigma.

La gente de los alrededores comenzó a hablar acerca de los lastimeros sollozos que provenían. de la vieja casa de Crowninshield. Parecían de mujer y, según algunos, pertenecían a Asenath, quien las escasas veces en que podía vérsela, daba la impresión de estar bajo una fuerte represión. Llegó a pensarse en dar cuenta a la policía para que abriera una investigación de los hechos, pero la idea fue abandonada cuando sorpresivamente apareció Asenath en la calle conversando animadamente con un grupo de conocidos a los que pedía disculpas por las molestias que podría haber causado el reciente ataque de histeria que había afectado a un visitante en cuestión, pero la rotunda y convincente presencia de la mujer fue más que suficiente como para aventar todas las suposiciones.

A mediados de octubre, una tarde en mi puerta la sucesión de los tres golpes seguidos por los otros dos. Abrí y me encontré con Edward de los viejos tiempos, al que no veía desde el preciso momento en que experimentó el cambio durante el viaje a Maine. Se le veía tenso, presa de emociones encontradas y mientras yo cerraba la puerta tras él noté como echaba una temerosa mirada a sus espaldas.

Fuimos hasta mi estudio y me pidió un trago para tranquilizarse. Preferí no preguntarle nada y dejé que fuese él quien estableciera los hilos de la conversación. Pasó un rato antes de empezar a monologar con voz sobresaltada.

—Asenath se fue. Anoche, mientras los criados estaban ausentes, hablé con ella y le arranqué la promesa de que dejaría de acosarme. Por supuesto que tengo algunas garantías de las que aún no te he hablado. La obligué a que me dejara tranquilo. Se puso furiosa, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Puso unas pocas ropas en las maletas y salió para Nueva York. Apenas pudo tomar el expreso de las ocho y veinte para Boston. Ahora todos volverán a murmurar, como siempre, pero me tiene bien sin cuidado. No cuentes a nadie que tuvimos una disputa; será bueno que digas tan sólo que Asenath ha emprendido un largo viaje de estudios. Es probable que se quede a vivir con esos fanáticos. ¡Cómo me gustaría que se quedara en la costa oeste y pidiera el divorcio! Al menos, me prometió que se mantendría alejada de mí y que no me molestaría. No sabes lo horrible que era, Dan... me robaba el cuerpo... estaba tomando mi lugar... me había convertido en un prisionero. Opté por la pasividad, dejándole llevar la delantera, pero tenía que estar constantemente en guardia. Con mucho cuidado podía lograrlo, ya que ella no es capaz de leer mis pensamientos en detalle. Apenas podía saber que yo estaba elaborando alguna rebelión, pero me salvaba el hecho de que ella creyese que yo era más pusilánime de lo que en realidad soy. Nunca imaginé que podría dominarla... pero me había reservado uno o dos conjuros que afortunadamente funcionaron.

Derby repitió el gesto de la mirada atemorizada por encima del hombro y apuró un generoso trago de Whisky.

—Hoy de mañana eché a esos endemoniados criados. Fue al regresar y protestaron con energía, pero al fin se fueron. Son de Innsmouth y responden incondicionalmente a Asenath. Voy a buscar a los antiguos criados de mi padre, ya que he decidido mudarme a casa de inmediato. Sé que debo parecerte loco, Dan, pero piensa en las historias de Arkham y convendrás conmigo que en ella hay elementos suficientes como para respaldar lo que te he contado... y lo que te contaré, Tú mismo fuiste testigo de una de esas mutaciones. ¿Lo recuerdas? Fue en tu propio coche. En un determinado momento Asenath se apoderó de mí... me expulsó de mi cuerpo. Recuerdo que fue en el preciso instante en que me disponía a contarte qué clase de ser es Asenath. Ahí fue cuando se apoderó de mí y yo me vi súbitamente instalado en mi biblioteca, que los malditos criados cerraban bajo llave y en aquel diabólico cuerpo que ni siquiera es humano. Se trataba de ella, y no de mí, quien te acompañó durante el resto del viaje, ella, como un lobo feroz dentro de mi cuerpo. No pudo escapársete la diferencia.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras proseguía. Por supuesto que había notado el cambio. ¿Cómo no hacerlo? Pero, ¿era verosímil semejante explicación? El monólogo de Edward era incontenible.

—Salvarme, Dan, salvarme era mi único objetivo. Debía hacerlo. El designio de Asenath era apoderarse de mí para siempre en ocasión del día de Todos los Santos. Ese día oficiaban un aquelarre pasando Chesuncook y con el sacrificio ritual yo ya no tendría escapatoria. Quedaría para siempre en manos de ella... ella habría sido para siempre yo y yo habría sido ella. Para el resto de los tiempos. Habría cumplido entonces su sueño de ser un hombre de carne y hueso. Supongo que luego trataría de deshacerse de mí, dando muerte a su ex cuerpo conmigo adentro, tal como lo hizo antes.

Llegado a este punto de su relato, el rostro de Edward fue presa de una descomunal tensión; se inclinó más hacia mí y bajando la voz, casi en un susurro, continuó:

—En el coche se me ocurrió que ella no es Asenath sino el mismísimo viejo Ephraim. En verdad ya antes lo había sospechado, pero en aquel momento tuve la evidencia. Es posible comprobarlo en su caligrafía cuando está desprevenida. A veces escribe largos textos con la misma letra del viejo. Este se refugió en el cuerpo de su hija cuando sintió que iba a morir. Ella fue la única persona a mano con el cerebro adecuado y una personalidad apocada. Se apoderó de su cuerpo de manera permanente, igual que lo que ella pretendió hacer conmigo. Luego envenenó el anciano cuerpo donde había alojado a su hija. ¿Acaso no has visto relucir docenas de veces en los ojos de Asenath los diabólicos ojos del viejo? ¿No has reparado que esa misma mirada aparece en mis ojos cuando ella se apodera de mí?

Derby debió detenerse para retomar aliento. No me atrevía a decir nada. Al cabo de un momento el tonó de su voz volvió a ser normal. Para mí, Edward estaba loco rematado, pero por cierto que no sería yo quien lo empujara a un manicomio. Tal vez todo volviese a la normalidad con el paso del tiempo y la ausencia de Asenath. Era evidente que mi amigo estaba lo suficientemente escaldado como para volver a sus prácticas de ocultismo.

—Con el tiempo te contaré otras cosas que ignoras. Ahora me siento muy cansado. Ya te hablaré sobre los horrores en que me involucré por causa de Asenath, horrores que aún alientan entre nosotros por causa de unos cuantos fanáticos que se encargan de mantenerlos vivos. Hay gente capaz de hacer ciertas cosas que nadie debería hacer. He sido uno de ellos, pero todo eso ya acabó para mí. Si estuviese a mi cargo la biblioteca de Miskatonic, yo mismo reduciría a cenizas el maldito Necronomicón y todos los libros de su estirpe. Pero ahora Asenath ya no podrá apoderarse de mí. Pronto abandonaré esa casa y volveré a mi hogar. Sé que puedo contar contigo. Te he hablado de esos diabólicos criados... en especial de lo que son capaces si la gente insiste en preguntarse acerca del paradero de Asenath. ¿Te das cuenta de que no puedo dar la dirección de ella? Quien quiera indagar podría malinterpretar nuestra separación y sé muy bien que algunos de esos fanáticos tienen ideas y métodos contundentes. Sé que estarás de mi parte si llega a ocurrir algo... incluso si me veo obligado a decirte cosas que te provocarán una gran perturbación....

Casi naturalmente, Edward se quedó en casa aquella noche, alojado en una de las habitaciones de huéspedes; por la mañana parecía mucho más tranquilo. Examinamos sus planes para el regreso al hogar familiar; por mi parte sentía la necesidad de que no perdiera tiempo alguno en la implementación del proyecto. Durante las siguientes semanas nos encontramos muy frecuentemente. En nuestras reuniones no se mencionó casi ninguna cosa extraña; la conversación se concentraba exclusivamente en las tareas de restauración que se practicaban sobre la vieja casa de los Derby y sobre los viajes que planeábamos realizar el próximo verano.

Asenath había desaparecido completamente de nuestras conversaciones; por cierto que el tema desagradaba profundamente a Edward. Mientras tanto, en la ciudad corrían rumores acerca de la singular pareja que vivía en Crowninshield aunque a esa altura esto no significaba novedad alguna. Sin embargo, no me gustó lo que una vez oí decir al banquero de Derby en el club de Miskatonic: que Edward remitía frecuentemente cheques a algunos vecinos de Innsmouth llamados Moses y Abigail Sargent y Eunice Babson. Temí que mi amigo estuviese siendo víctima de un chantaje por parte de los malditos criados. Edward nunca me comunicó nada al respecto.

Yo esperaba con ansiedad la llegada del verano y de las vacaciones para realizar los viajes que habíamos planeado con Edward. Sin embargo, la salud de mi amigo no progresaba con la rapidez deseable. Aun en sus escasos momentos de alegría, subyacían matices de histeria y la sucesión de estados de depresión y aprensión ocupaban buena parte de su día. En diciembre, la casa de los Derby quedó en condiciones de habitarse, pero inexplicablemente Edward demoraba la mudanza. Detestaba y temía a la casa de Crowninshield, pero algo misterioso lo retenía a ella. Todos los días recurría a un nuevo pretexto para demorar el traslado de sus cosas a la casa familiar. Cierta vez se lo hice notar y entonces pareció más asustado que de costumbre. El viejo mayordomo de su padre —a quien había ubicado y contratado— llegó a confiarme acerca de los extraños merodeos de Edward por la casa, especialmente por el sótano, de sus malos presentimientos al respecto. Le pregunté si había recibido alguna correspondencia de Asenath, pero el anciano me confirmó que no había visto carta alguna en el correo.

Sería hacia la Navidad cuando una tarde Derby sufrió un ataque mientras se encontraba de visita en mi casa. Yo dirigía la conversación hacia el viaje que proyectábamos hacer durante el verano cuando, de repente, Derby lanzó un grito y saltó de la silla en que estaba sentado, adquiriendo su rostro un aire de espantoso e irrefrenable temor; su expresión reflejaba un pánico y aversión tales como sólo las más infernales pesadillas pueden producir en una mente sana.

«¡Mi cerebro! ¡Mi cerebro! ¡Dios mío, Dan!... tira con fuerza... desde la lejanía... golpea... desgarra... esa bruja... ahora mismo... Ephraim... ¡Kamog! ¡Kamog! El averno de los shoggoths!... ¡Iä! ¡ Shub-Niggurath! ¡El Chivo con las Mil Crías!... La llama... la llama... más allá del cuerpo, más allá de la vida... en las profundidades de la tierra... ¡Oh, Dios mío!...»

Volví a sentarle en la silla y le obligué a beber un vaso de vino, mientras su agitación daba paso a una mortecina apatía. No opuso la menor resistencia, pero sus labios no cesaban de moverse como si estuviera hablándose a sí mismo. Al instante advertí que era a mí a quien trataba de hablar, y pegué el oído a su boca en un intento de captar sus débiles palabras.

«Otra vez, otra vez.., trata de volver a hacerlo..., debía suponerlo..., nada puede detener esa fuerza, ni la lejanía, ni los conjuros, ni la muerte... se abalanza una y otra vez, sobre todo por la noche... no puedo escapar... es horrible... ¡Oh, Dios mío! Dan, si te hicieras una mínima idea de lo horrible que es todo esto...»

Luego cayó en una especie de sopor, le coloqué unos almohadones debajo del cuerpo y dejé que el sueño se apoderase de él. No llamé al médico, pues sabía muy bien lo que iba a decir sobre su estado mental y quería dejar obrar a la naturaleza.., si es que aún podía albergarse alguna esperanza. Edward se despertó a medianoche y entonces le acosté en el piso de arriba, pero al despertarme a la mañana siguiente se había ido ya. Había salido sin hacer ruido, y cuando le llamé por teléfono en su casa el mayordomo me dijo que se encontraba dando vueltas por la biblioteca.

La salud de Edward se agravó mucho a partir de aquella noche. Ya no venía a visitarme, si bien ahora yo iba a verle todos los días. Siempre me lo encontraba sentado en la biblioteca, con la mirada perdida en el vacío como si estuviese escuchando algo fuera de lo normal. A veces hablaba razonando, pero siempre sobre temas intrascendentes. La menor mención de su enfermedad, de futuros planes o de Asenath le hacía montar en cólera. Su mayordomo dijo que sufría espantosos ataques por la noche, en el curso de los cuales llegaba a producirse lesiones.

Tras consultar detenidamente con su médico de cabecera, su banquero y su abogado, me decidí finalmente a que fuera a verle su médico junto con dos especialistas. A las primeras preguntas que le formularon Edward sufrió unos violentos espasmos que le hicieron digno de la mayor compasión, y aquella misma tarde se lo llevaron forcejeando, en un coche cubierto, al sanatorio de Arkham. Hube de hacerme cargo de su curacion y le visitaba dos veces por semana. Sus gritos estridentes, sus pavorosos murmullos y su terrible e insaciable repetición de frases como «Tenía que hacerlo..., tenía que hacerlo... se apoderará de mí... se apoderará de mí... allá abajo... allá abajo en las tinieblas... ¡Madre! ¡Madre! ¡Dan! ¡Salvadme!... ¡Salvadme!», casi me hacían saltar las lágrimas.

Si había posibilidades de que se recuperase es algo que nadie se atrevía a vaticinar, pero en todo caso me esforcé por no perder el optimismo. Si lograba salir de aquélla, Edward iba a necesitar una casa, por lo que mandé trasladar a toda su servidumbre a la mansión de los Derby que, a no dudar, sería el lugar elegido por él de conservar el sano juicio. No supe qué hacer con la finca de Crowninshield, con su ingente mobiliario y todas aquellas colecciones de las más inexplicables cosas. Así que, de momento, opté por no hacer nada en ella, limitándome a decirles a los criados de Derby que fuesen por allí una vez por semana a limpiar el polvo de las habitaciones principales y a ordenar al encargado de la calefacción que encendiera la caldera en tales días.

La contrariedad definitiva tuvo lugar unas fechas antes de la Candelaria y, para cruel ironía, vino precedida de un falso destello de esperanza. A últimas horas de una mañana de enero, telefonearon del sanatorio para decir que Edward había recobrado repentinamente la razón. Según decían, su memoria se había resentido mucho, pero no cabía duda de que se hallaba en su sano juicio. Naturalmente, durante algún tiempo debía seguir en observación, pero apenas podían albergarse dudas sobre cuál sería el desenlace. Si todo iba bien, en una semana le darían de alta.

Loco de contento por la noticia que acababan de darme, me dirigí rápidamente al hospital, pero me quedé anonadado al entrar tras una enfermera en la habitación de Edward. El paciente se levantó para saludarme, alargándome la mano con una cordial sonrisa, mas al instante advertí que se encontraba en aquel estado extrañamente sobreexcitado tan opuesto a su natural forma de ser, tenía aquella engreída personalidad que tan indeciblemente horrible me había parecido y de la que el mismo Edward dijo en cierta ocasión que no era sino el alma intrusa de su mujer. Era exactamente la misma mirada abrasadora —la misma de Asenath y del viejo Ephraim— y la misma expresión firme de la boca, y cuando hablaba pude notar la misma lúgubre y aguda ironía en su voz, aquella profunda ironía que tanto hacía pensar en la inminencia de un mal. De nuevo me encontraba ante la persona que había conducido mi coche aquella noche cinco meses atrás, la persona que no había vuelto a ver desde aquella breve visita en que olvidó la vieja señal del timbre y suscitó temores harto difusos en mí, y ahora me producía la misma tenebrosa sensación de espantosa demencia e inefable horror cósmico.

Me estuvo hablando en tono afable de los trámites que debía hacer para salir de allí, ante lo cual sólo me quedó asentir a pesar de sus fallos de memoria sobre hechos bien recientes. Pero me dio la impresión de que le sucedía algo terrible, inexplicable, erróneo y anormal. Aquella criatura encerraba horrores que no podía discernir. Sin duda, estaba en su sano juicio, pero ¿era el mismo Edward Derby que había conocido? De lo contrario, ¿quién o qué era, y dónde estaba el verdadero Edward? ¿Estaría en libertad o confinado en algún lugar? ¿O quizás habría desaparecido de la faz de la tierra? Se percibía una sensación de abominable sarcasmo en todo cuanto aquella criatura decía; sus ojos, muy parecidos a los de Asenath, reflejaban una ironía harto desconcertante al aludir a ciertas palabras sobre la libertad ganada años atrás gracias a un confinamiento de lo más estricto. Debí comportarme con suma torpeza, pero lo cierto es que me alegré al salir de allí.

Aquel día y el siguiente no cesé de devanarme los sesos reflexionando sobre el problema.

¿Qué había sucedido? ¿Qué inteligencia miraba a través de aquellos ojos ajenos a la cara de Edward? Apenas podía pensar en otra cosa que en tan terrible y complejo enigma, hasta el punto de que hube de dejar a un lado mi trabajo cotidiano. Al día siguiente por la mañana llamaron del hospital para decir que el estado del paciente seguía igual, y ya avanzada la tarde estuve a punto de sufrir una crisis nerviosa —un estado pasajero que admito, aunque otros dirán que tiñó de color la visión que tuve después. No tengo nada que decir al respecto, salvo que ninguna locura mía puede llegar a explicar toda la evidencia.

<p>V</p>

Fue por la noche —tras aquella segunda tarde— cuando el más espantoso horror se abatió sobre mí, sumiéndome en un pánico atroz y atenazador del que jamás lograré verme libre. Todo comenzó por una llamada de teléfono al filo de la medianoche. Yo era la única persona levantada en toda la casa y, somnoliento, descolgué el auricular que había en la biblioteca. No parecía haber nadie al aparato, y ya estaba a punto de colgar e irme a la cama cuando mi oído creyó captar un tenue sonido al otro extremo de la línea. ¿Sería acaso alguien que tenía grandes dificultades para hablar? Escuché atentamente y me pareció oír una especie de chapoteo semilíquido —un «glub... glub... glub...»— que daba extrañamente la impresión de evocar una palabra inarticulada e ininteligible o una sucesión de sílabas entrecortadas. Seguidamente, pregunté «¿Quién es?», pero por toda respuesta volví a oír aquel «glub... glub... glub... glub». No me quedó más remedio que suponer se trataba de un ruido automático; pero imaginando que quizá se debiese a que el aparato estaba estropeado y sólo podía escucharse desde él pero no hablar, añadí «No puedo oírle. Cuelgue, por favor, y llame a información». Al instante oí cómo colgaban el auricular al otro extremo del hilo.

Esto, como decía, sería sobre la medianoche poco más o menos. Cuando más tarde se investigó la procedencia de la llamada pudo averiguarse que fue hecha desde la vieja casa de Crowninshield, pese a que aún faltaba media semana hasta el día en que le correspondía a la criada ir por allí. Me limitaré a dar una idea aproximada de lo que se encontró al entrar en la casa: una barahúnda en el trastero más recóndito del sótano, huellas, tierra, un armario desvalijado apresuradamente, huellas enigmáticas en el teléfono, papel de escribir desmañadamente utilizado y un detestable hedor que impregnaba todos los rincones de la casa. Estos idiotas de policías se han forjado sus harto manidas teorías y andan tras los criados despedidos, los cuales han desaparecido de la vista ante el actual estado de cosas. La policía habla de una horrible venganza por lo que se les hizo, y dicen que me incluyeron a mi en ella por ser el mejor amigo y consejero de Edward.

¡Serán majaderos! ¿Cómo pueden pensar que esos mamarrachos supieron imitar aquella escritura? ¿Acaso se figuran que fueron ellos los culpables de lo que más tarde sucedería? ¿Pero tan ciegos están que no ven los cambios operados en el cuerpo que fue de Edward? Por lo que a mí se refiere, ahora creo cuanto Edward Derby me dijo. Hay horrores que rebasan los confines mismos de la vida y que ni siquiera sospechamos, y sólo de vez en cuando la maligna curiosidad humana pone a nuestro alcance. Ephraim... Asenath... el diablo los atrapo en sus redes, y ellos acabaron con Edward y ahora tratan de hacer otro tanto conmigo.

¿Acaso tengo garantías de estar a salvo? Esos poderes sobreviven a la vida corpórea. Al día siguiente —por la tarde, tras recuperarme del estado de postración en que me encontraba y lograr ponerme en pie y articular algunas palabras coherentemente— fui al manicomio y le maté de varios tiros por el bien de Edward y de la humanidad entera, pero ¿cómo estar seguro hasta tanto no le incineren? Conservan el cuerpo para que varios médicos efectúen en él una absurda autopsia, pero sostengo que deben incinerarlo. Deben incinerar a aquel que no era Edward Derby cuando le disparé. Me volveré loco si no lo hacen, pues es muy probable que yo sea la siguiente víctima. Pero no me falta coraje, y no dejaré que se apoderen de mi los monstruosos terrores que están continuamente al acecho. Ephraim, Asenath, Edward, ¿quién de los tres vive? Pero a mi no me arrebatarán mi cuerpo... ¡No dejaré que me cambien por ese cadáver acribillado a balazos que hay en el manicomio!

Pero trataré de contar coherentemente el horror final y definitivo. No hablaré de lo que la policía se empeña en ignorar, de las historias que corren sobre ese ser raquítico, grotesco y maloliente con el que al menos tres transeúntes que pasaban por High Street se tropezaron al filo de las dos de la madrugada y de las huellas que se han encontrado en ciertos lugares. Sólo diré que serían las dos cuando el timbre y la aldaba me despertaron; timbre y aldaba, los dos, uno detrás de otro y con un repique vacilante, como una sofocada desesperación, y en ambos casos tratando de imitar la antigua señal de Edward de tres llamadas seguidas de otras dos.

Tras despertar de un profundo sueño mi mente se vio sumida en un mar de confusión. Derby en la puerta... ¡y recordaba la vieja contraseña! En su nueva personalidad no parecía recordarla... ¿Habría vuelto Edward a su estado normal? ¿Le habrían soltado antes de lo previsto o se habría escapado? Posiblemente, pensé mientras me enfundaba en una bata y bajaba aprisa las escaleras, el hecho de recobrar su identidad le habría producido irritación y delirio, tras lo que le habrían anulado el alta forzándole a emprender una desesperada huida en pos de la libertad. Fuese lo que fuese, volvía a ser mi buen y viejo amigo Edward, ¡claro que podía contar con mi ayuda!

Al abrir la puerta a aquellas tinieblas arqueadas por la sombra de los olmos, una corriente de viento insoportablemente fétido casi me hizo rodar por los suelos. Sofocado por la náusea que invadió todo mi cuerpo, pude ver en el umbral una figura raquítica y jorobada. Los golpes en la puerta eran sin duda de Edward, pero ¿quién era aquel pestilente y canijo mamarracho? ¿Dónde podría haberse metido Edward en tan escaso tiempo? El último timbrazo que dio apenas había sonado un segundo antes de abrir yo la puerta.

Quien llamaba al timbre llevaba encima un abrigo de Edward, los bajos rozaban el suelo, y las mangas, si bien estaban vueltas, le cubrían por completo las manos. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de ala plegada y una bufanda de seda negra le ocultaba el rostro. Al dirigirme hacia él con paso vacilante, aquella figura emitió un sonido semilíquido semejante al que había oído por teléfono

—«glub... glub...»— y, espetado en la punta de un largo lápiz, me alargó un papel grande, escrito con apretujada letra. Aún bajo los efectos de aquel repugnante y extraño hedor, cogí el papel y traté de leerlo bajo la luz de la puerta.

No había la menor duda, aquella era la letra de Edward. Pero ¿por qué habría escrito la nota cuando podía perfectamente llamar al timbre? ¿y por qué era tan torpe, fea y temblorosa su escritura? Apenas podía descifrar nada en aquella semipenumbra, así que retrocedí unos pasos hacia el vestíbulo mientras el raquítico mensajero me seguía maquinalmente a duras penas, deteniéndose una vez traspuesto el umbral. El olor que despedía aquel extraño personaje era verdaderamente insoportable y rogué (no en vano, a Dios gracias) para que mi mujer no se despertara y se viese frente a semejante criatura.

Luego, a medida que leía el papel, sentí que mis piernas comenzaban a flaquear y mi vista se nublaba por completo. Cuando recobré el sentido me hallaba tendido en el suelo, todavía con aquella endiablada hoja de papel entre las manos, crispadas por el espanto que se había apoderado de mí. He aquí lo que decía:

«Dan, vé al sanatorio y mátalo. ¡Aniquílalo! Ya no es Edward Derby. Asenath se apoderó de mi, pero hace tres meses y medio que está muerta. Mentí al decirte que se había ido. La maté. Me vi obligado a hacerlo. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, pero en aquel momento estábamos solos y me encontraba en mi auténtico cuerpo. Vi un candelabro y le descargué un fuerte golpe con él en la cabeza. De haber seguido con vida se habría apoderado definitivamente de mí el día de Todos los Santos.

La enterré en el trastero más recóndito del sótano, bajo unas viejas cajas, y borré todas las huellas. A la mañana siguiente, los criados sospecharon lo que había sucedido, pero son tantos los secretos que esa gente oculta en sus entrañas que no se atrevieron a ir a contárselo a la policía. Los despedí, pero sólo Dios sabe qué intentarán hacer, al igual que otros sectarios de su culto.

Por unos instantes pensé que todo iba bien, pero al cabo de un rato sentí como si me desgarrasen el cerebro. Sabía perfectamente de qué se trataba, debía haberlo recordado. Un alma como la de Asenath —o la de Ephraim— se separa a medias pero sigue con vida hasta después de la muerte, en tanto dura el cuerpo. Asenath estaba apoderándose de mí —intercambiaba su cuerpo con el mío—, estaba usurpando mi cuerpo al tiempo que me introducía en su cadáver enterrado allá en el sótano.

Sabía muy bien lo que me esperaba, por eso perdí el control y tuvieron que encerrarme en el manicomio. Luego lo que me temía sucedió. Me encontré asfixiado por las tinieblas dentro del cadáver putrefacto de Asenath y enterrado en el sótano bajo unas cajas. Ella debía estar ocupando mi cuerpo en el sanatorio para siempre, pues ya había pasado Todos los Santos y el sacrificio valdría aun cuando ella no estuviese presente... Ella estaría sana, recuperada y lista para cernir su amenaza sobre el mundo. Estaba desesperado, y pese a todo me las arreglé para escapar de allí.

Me encuentro demasiado débil para intentar hablar —ni siquiera pude hablar por teléfono—, pero aún me quedan fuerzas para escribir. Confío en que me recuperaré y en que sean escuchadas las siguientes palabras y recomendación que te hago: mata a ese taimado demonio si valoras en algo la paz y el bienestar del mundo. Y asegúrate de que se incinera el cadáver. Si no lo haces, seguirá viviendo, irá pasando de un cuerpo a otro eternamente, y huelga todo comentario sobre qué pueda hacer. No te dejes atrapar por la magia negra, Dan, es algo verdaderamente diabólico. Hasta siempre, has sido un excelente amigo. Cuenta a la policía cualquier patraña que creas que puedan tragarse. No sabes cuánto siento haberte metido en todo esto. A no tardar, espero disfrutar de paz, pues la vida de este monstruo que me atenaza no puede prolongarse mucho más. Espero que esta nota llegue a tus manos. ¡Y mata a ese monstruo! ¡Mátalo!

Tuyo, Ed.»

Sólo al cabo de un buen rato acabé de leer la segunda mitad de tan desconcertante carta, .pues al final del tercer párrafo caí desmayado al suelo. Volví a perder el sentido al ver y oler aquello que obstruía el umbral, por donde se filtraba el aire caliente. El mensajero no volverá a moverse ni a recobrar la conciencia.

El mayordomo, hombre bastante más duro que yo, no desfalleció ante el espectáculo que se ofreció a su vista en el vestíbulo a la mañana siguiente, sino que llamó a la policía. Cuando llegaron los agentes ya me habían metido en la cama, en la habitación de arriba; pero aquello otro, aquella informe masa, seguía yaciendo allí donde se había desplomado por la noche. Era tal el hedor que despedía que los policías hubieron de taparse la nariz con un pañuelo.

Lo que encontraron a la postre dentro de la extraña y variopinta indumentaria de Edward fue esencialmente, una monstruosidad licuada. Encontraron también unos cuantos huesos... y un cráneo aplastado. Posteriormente y por una prótesis dental que llevaba, pudo identificarse aquel cráneo como el de Asenath.

<p>El Clérigo Malvado</p>

Un hombre grave que parecía inteligente, con ropa discreta y barba gris, me hizo pasar a la habitación del ático, y me habló en estos términos:

—Sí, aquí vivió él..., pero le aconsejo que no toque nada. Su curiosidad lo vuelve irresponsable. Nosotros jamás subimos aquí de noche; y si lo conservamos todo tal cual está, es sólo por su testamento. Ya sabe lo que hizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo de todo al final, y no sabemos dónde está enterrado. Ni la ley ni nada lograron llegar hasta esa sociedad.

—Espero que no se quede aquí hasta el anochecer. Le ruego que no toque lo que hay en la mesa, eso que parece una caja de fósforos. No sabemos qué es, pero sospechamos que tiene que ver con lo que hizo. Incluso evitamos mirarlo demasiado fijamente.

Poco después, el hombre me dejó solo en la habitación del ático. Estaba muy sucia, polvorienta y primitivamente amueblada, pero tenía una elegancia que indicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había estantes repletos de libros clásicos y de teología, y otra librería con tratados de magia: de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Hermes Trismegisto, Borellus y demás, en extraños caracteres cuyos títulos no fui capaz de descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había una puerta, pero daba acceso tan sólo a un armario empotrado. La única salida era la abertura del suelo, hasta la que llegaba la escalera tosca y empinada. Las ventanas eran de ojo de buey, y las vigas de negro roble revelaban una increíble antigüedad. Evidentemente, esta casa pertenecía a la vieja Europa. Me parecía saber dónde me encontraba, aunque no puedo recordar lo que entonces sabía. Desde luego, la ciudad no era Londres. Mi impresión es que se trataba de un pequeño puerto de mar.

El objeto de la mesa me fascinó totalmente. Creo que sabía manejarlo, porque saqué una linterna eléctrica —o algo que parecía una linterna— del bolsillo, y comprobé nervioso sus destellos. La luz no era blanca, sino violeta, y el haz que proyectaba era menos un rayo de luz que una especie de bombardeo radiactivo. Recuerdo que yo no la consideraba una linterna corriente: en efecto, llevaba una normal en el otro bolsillo.

Estaba oscureciendo, y los antiguos tejados y chimeneas, afuera, parecían muy extraños tras los cristales de las ventanas de ojo de buey. Finalmente, haciendo acopio de valor, apoyé en mi libro el pequeño objeto de la mesa y enfoqué hacia él los rayos de la peculiar luz violeta. La luz pareció asemejarse aún más a una lluvia o granizo de minúsculas partículas violeta que a un haz continuo de luz. Al chocar dichas partículas con la vítrea superficie del extraño objeto parecieron producir una crepitación, como el chisporroteo de un tubo vacío al ser atravesado por una lluvia de chispas. La oscura superficie adquirió una incandescencia roji*za, y una forma vaga y blancuzca pareció tomar forma en su centro. Entonces me di cuenta de que no estaba solo en la habitación... y me guardé el proyector de rayos en el bolsillo.

Pero el recién llegado no habló, ni oí ningún ruido durante los momentos que siguieron. Todo era una vaga pantomima como vista desde inmensa distancia, a través de una neblina... Aunque, por otra parte, el recién llegado y todos los que fueron viniendo a continuación aparecían grandes y próximos, como si estuviesen a la vez lejos y cerca, obedeciendo a alguna geometría anormal.

El recién llegado era un hombre flaco y moreno, de estatura media, vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana. Aparentaba unos treinta años y tenía la tez cetrina, olivácea, y un rostro agradable, pero su frente era anormalmente alta. Su cabello negro estaba bien cortado y pulcramente peinado y su barba afeitada, si bien le azuleaba el mentón debido al pelo crecido. Usaba gafas sin montura, con aros de acero. Su figura y las facciones de la mitad inferior de la cara eran como la de los clérigos que yo había visto, pero su frente era asombrosamente alta, y tenía una expresión más hosca e inteligente, a la vez que más sutil y secretamente perversa. En ese momento —acababa de encender una lámpara de aceite— parecía nervioso; y antes de que yo me diese cuenta había empezado a arrojar los libros de magia a una chimenea que había junto a una ventana de la habitación (donde la pared se inclinaba pronunciadamente), en la que no había reparado yo hasta entonces. Las llamas consumían los volúmenes con avidez, saltando en extraños colores y despidiendo un olor increíblemente nauseabundo mientras las páginas de misteriosos jeroglíficos y las carcomidas encuadernaciones eran devoradas por el elemento devastador. De repente, observé que había otras personas en la estancia: hombres con aspecto grave, vestidos de clérigo, entre los que había uno que llevaba corbatín y calzones de obispo. Aunque no conseguía oír nada, me di cuenta de que estaban comunicando una decisión de enorme trascendencia al primero de los llegados. Parecía que lo odiaban y le temían al mismo tiempo, y que tales sentimientos eran recíprocos. Su rostro mantenía una expresión severa; pero observé que, al tratar de agarrar el respaldo de una silla, le temblaba la mano derecha. El obispo le señaló la estantería vacía y la chimenea (donde las llamas se habían apagado en medio de un montón de residuos carbonizados e informes), preso al parecer de especial disgusto. El primero de los recién llegados esbozó entonces una sonrisa forzada, y extendió la mano izquierda hacia el pequeño objeto de la mesa. Todos parecieron sobresaltarse. El cortejo de clérigos comenzó a desfilar por la empinada escalera, a través de la trampa del suelo, al tiempo que se volvían y hacían gestos amenazadores al desaparecer. El obispo fue el último en abandonar la habitación.

El que había llegado primero fue a un armario del fondo y sacó un rollo de cuerda. Subió a una silla, ató un extremo a un gancho que colgaba de la gran viga central de negro roble y empezó a hacer un nudo corredizo en el otro extremo. Comprendiendo que se iba a ahorcar, corrí con la idea de disuadirlo o salvarlo. Entonces me vio, suspendió los preparativos y miró con una especie de triunfo que me desconcertó y me llenó de inquietud. Descendió lentamente de la silla y empezó a avanzar hacia mí con una sonrisa claramente lobuna en su rostro oscuro de delgados labios.

Sentí que me encontraba en un peligro mortal y saqué el extraño proyector de rayos como arma de defensa. No sé por qué, pensaba que me sería de ayuda. Se lo enfoqué de lleno a la cara y vi inflamarse sus facciones cetrinas, con una luz violeta primero y luego rosada. Su expresión de exultación lobuna empezó a dejar paso a otra de profundo temor, aunque no llegó a borrársele enteramente. Se detuvo en seco; y agitando los brazos violentamente en el aire, empezó a retroceder tambaleante. Vi que se acercaba a la abertura del suelo y grité para prevenirlo; pero no me oyó. Un instante después, trastabilló hacia atrás, cayó por la abertura y desapareció de mi vista.

Me costó avanzar hasta la trampilla de la escalera, pero al llegar descubrí que no había ningún cuerpo aplastado en el piso de abajo. En vez de eso me llegó el rumor de gentes que subían con linternas; se había roto el momento de silencio fantasmal y otra vez oía ruidos y veía figuras normalmente tridimensionales. Era evidente que algo había atraído a la multitud a este lugar. ¿Se había producido algún ruido que yo no había oído? A continuación, los dos hombres (simples vecinos del pueblo, al parecer) que iban a la cabeza me vieron de lejos, y se quedaron paralizados. Uno de ellos gritó de forma atronadora:

—¡Ahhh! ¿Conque eres tú? ¿Otra vez?

Entonces dieron media vuelta y huyeron frenéticamente. Todos menos uno. Cuando la multitud hubo desaparecido, vi al hombre grave de barba gris que me había traído a este lugar, de pie, solo, con una linterna. Me miraba boquiabierto, fascinado, pero no con temor. Luego empezó a subir la escalera, y se reunió conmigo en el ático. Dijo:

—¡Así que no ha dejado eso en paz! Lo siento. Sé lo que ha pasado. Ya ocurrió en otra ocasión, pero el hombre se asustó y se pegó un tiro. No debía haberle hecho volver. Usted sabe qué es lo que él quiere. Pero no debe asustarse como se asustó el otro. Le ha sucedido algo muy extraño y terrible, aunque no hasta el extremo de dañarle la mente y la personalidad. Si conserva la sangre fría, y acepta la necesidad de efectuar ciertos reajustes radicales en su vida, podrá seguir gozando de la existencia y de los frutos de su saber. Pero no puede vivir aquí, y no creo que desee regresar a Londres. Mi consejo es que se vaya a Estados Unidos.

—No debe volver a tocar ese... objeto. Ahora, ya nada puede ser como antes. El hacer —o invocar— cualquier cosa no serviría sino para empeorar la situación. No ha salido usted tan mal parado como habría podido ocurrir..., pero tiene que marcharse de aquí inmediatamente y establecerse en otra parte. Puede dar gracias al cielo de que no haya sido más grave.

—Se lo explicaré con la mayor franqueza posible. Se ha operado cierto cambio en... su aspecto personal. Es algo que él siempre provoca. Pero en un país nuevo, usted puede acostumbrarse a ese cambio. Allí, en el otro extremo de la habitación, hay un espejo; se lo traeré. Va a sufrir una fuerte impresión..., aunque no será nada repulsivo.

Me eché a temblar, dominado por un miedo mortal; el hombre barbado casi tuvo que sostenerme mientras me acompañaba hasta el espejo, con una débil lámpara (es decir, la que antes estaba sobre la mesa, no el farol, más débil aún, que él había traído) en la mano. Y lo que vi en el espejo fue esto:

Un hombre flaco y moreno, de estatura media, y vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana, de unos treinta años, y con unos lentes sin montura y aros de acero, cuyos cristales brillaban bajo su frente cetrina, olivácea, anormalmente alta.

Era el individuo silencioso que había llegado primero y había quemado los libros.

Durante el resto de mi vida, físicamente, yo iba a ser ese hombre.

<p>El Libro</p>

Mis recuerdos son muy confusos. Apenas si sé cuando empezó todo; es como si, en determinados momentos, contemplase visiones de los años transcurridos a mi alrededor, mientras que, otras veces, parece que el presente se difumina en un punto aislado dentro de una palidez informe e infinita. Ni tan siquiera sé a ciencia cierta cómo expresar lo sucedido. Mientras hablo, tengo la vaga sensación de que necesitaré sostener lo que voy a decir con ciertas pruebas extrañas y, posiblemente, terribles. Mi propia identidad parece escabullirse. Es como si hubiese sufrido un fuerte golpe; producido, quizá, por el advenimiento de algún proceso monstruoso que tuvo lugar en los hechos que me acontecieron.

Estos ciclos de experiencia tienen sus inicios en aquel libro carcomido. Recuerdo el lugar donde lo encontré; apenas si estaba iluminado, escondido al lado del río cubierto de brumas por donde fluyen unas aguas negras y aceitosas. El edificio era muy viejo, las enormes estanterías atesoraban cientos de libros decrépitos que se acumulaban sin fin en habitaciones y corredores sin ventanas. Había, además, masas informes de volúmenes amontonados descuidadamente por el suelo; y fue en uno de estos montones donde encontré el tomo. Al principio no sabía cómo se titulaba ya que le faltaban las primeras páginas; pero lo abrí por el final y ví algo que enseguida llamó mi atención.

Se trataba de una especie de fórmula —una pequeña lista de cosas que hacer y decir— que sonaban como algo oscuro y prohibido; pero seguí leyendo y descubrí ciertos párrafos en los que se mezclaban la fascinación y la repulsión, ocultos en las amarillentas páginas, antiguas y extrañas, poseedoras de los secretos del universo que yo ansiaba conocer. Era una ¡ave —una guía— a ciertas puertas y entradas que los magos y, habían soñado y musitado cuando el hombre era joven, y que conducían a lugares más allá de las tres dimensiones conocidas, a regiones de extrañas vidas y materias. Durante años los hombres no habían sabido reconocer su esencia vital, ni sabían dónde encontrarla, pero el libro era realmente antiguo, No estaba impreso; había sido escrito por la mano de algún monje loco que había comunicado a aquellas palabras latinas ciertos conocimientos prohibidos de horripilante antigüedad.

Recuerdo que el viejo vendedor temblaba asustado, e hizo un curioso gesto con sus manos cuando me lo llevé. Se negó a aceptar dinero por el libro, pero hasta mucho después no descubrí el porqué. Mientras me escurría por los estrechos callejones portuarios, laberintos cubiertos de bruma, tenía la vaga sensación de ser seguido por unos pies invisibles que se arrastraban tras de mí. Las casas decrépitas y antiguas que se erguían a mi alrededor parecían animadas de una vida malsana, como si una ráfa*ga de maligno entendimiento las hubiese animado. Sentía como si aquellas abombadas paredes y buhardillas, hechas de ladrillo y cubiertas de musgo —con redondas ventanas que parecían espiarme—, tratasen de cerrarme el paso y aplastarme... aunque sólo había leído una pequeña porción de los oscuros secretos que contenía el libro, antes de cerrarlo y salir con él bajo el brazo.

Recuerdo con qué ansiedad leí el libro, pálido, encerrado en la habitación del ático que me servía de refugio en mis extraños descubrimientos. La enorme casona permanecía caldeada, pues había salido pasada la medianoche. Creo que vivía con algún familiar —aunque los detalles son inciertos— y sé que tenía muchos sirvientes. No sé exactamente qué año era; desde entonces he conocido muchas edades y dimensiones, y mi noción del tiempo ha terminado por desvanecerse. Estuve leyendo a la luz de las velas —recuerdo el incesante gotear de la cera derretida—, y mientras me llegaba el sonido de lejanas campanas que tañían de cuando en cuando. Prestaba una atención especial al sonido de aquellas campanas, como si temiera escuchar algo muy lejano, un son extraño y especial.

Y entonces se produjo una especie de golpear y arañar en la ventana abuhardillada que se abría sobre un laberinto de tejadillos. Sucedió nada más acabar de pronunciar en voz alta el noveno verso de un conjuro primordial, y supe, aterrorizado, cuál era su significado. Pues aquel que atraviesa el umbral siempre lleva una sombra consigo, y ya nunca vuelve a estar solo. Yo la había evocado; el libro era realmente todo lo que había sospechado. Aquella noche atravesé la puerta que conduce a un abismo de tiempo y dimensiones cruzadas, y cuando el amanecer me sorprendió en el ático descubrí en las paredes v anaqueles de la habitación aquello que nunca antes había visto.

Desde entonces el mundo no era para mí lo mismo que antes. Mezclado con el presente, siempre había un poco del pasado y un poco del futuro, y todos los objetos que alguna vez me parecieron familiares me resultaban ahora extraños bajo la nueva perspectiva que tenían mis enfebrecidos ojos. Desde aquel momento me ví envuelto en un fantástico sueño poblado de formas desconocidas y medio recordadas, y cada vez que cruzaba un nuevo umbral me costaba más reconocer los objetos de la estrecha esfera a la que tanto tiempo había pertenecido. Lo que descubrí sobre mi propio yo, nadie puede saberlo; cada vez hablaba menos y permanecía más tiempo solo, y la locura rondaba mi alrededor. Los perros me re huían, pues captaban la sombra que me acompañaba. Pero seguí leyendo, adentrándome en libros ocultos y prohibidos, en manuscritos y fórmulas que ahora ansiaba conocer, y atravesaba puertas espaciales y existencias y regiones que se abren más allá del universo conocido.

Recuerdo bien la noche que tracé los cinco círculos concéntricos de fuego en el suelo, y canté, erguido en el círculo central, aquella monstruosa letanía que invocaba al mensajero de Tartaria. Las paredes se difuminaron mientras era arrastrado por un tenebroso viento a través de abismos fantasmagóricos y grises, en los que relucían, a infinidad de metros por debajo de mí, los picos crueles de desconocidas montañas Después hubo un momento de total oscuridad y luego la luz de millones de estrellas que dibujaban extrañas constelaciones. Por fin descubrí una verdosa llanura en la lejanía, debajo de mí, y vislumbré las empinadas torres de una ciudad cuya mampostería es totalmente ajena a la tierra. Según me iba acercando a la ciudad, distinguí un enorme edificio hecho a base de piedras en mitad de un paraje desolado, y sentí que el miedo se apoderaba de mí, atenazándome. Grité, debatiéndome aterrorizado y, después de un lapsus de oscuridad, me encontré de nuevo en mi buhardilla, tirado en el suelo sobre los cinco círculos concéntricos de fuego. El vagabundeo de aquella noche no había sido más fantástico que los de muchas, otras; pero había sentido más terror debido a la certeza de saber que me había acercado más a aquellos abismos y mundos exteriores. Desde entonces fui más cauteloso con mis conjuros, pues no quería perderme, separarme de mi cuerpo, del mundo, y vagar por abismos desconocidos de los que jamás podría volver.

De cualquier forma, y en la situación en la que me encontraba, mi capacidad para reconocer los objetos y escenas normales iba desapareciendo poco a poco según adquiría nuevos conocimientos, haciendo que mi visión de la realidad se tomase inesacta, geométrico y distorsionada. Mi sentido del oído también se vio afectado. El tañido de las distantes campanas me parecía más ominoso, terroríficamente etéreo, como si el son me Regase a través de extraños golfos y lejanas regiones, donde las almas atormentadas gritan eternamente su pena y dolor. Según pasaban los días me iba alejando más y más de lo que me rodeaba, los eones se separaban de los cánones terrestres, ocultándose entre lo innominable. El tiempo se convirtió en algo incierto, y mis recuerdos de acontecimientos y gentes que había conocido antes de adquirir el libro se desvanecieron en una neblina de irrealidad que evitaba todos mis desesperados intentos de recuperar.

Recuerdo la primera vez que escuché las voces; voces inhumanas, sibilinas, que parecían provenir de las regiones más exteriores del tenebroso espacio, donde seres amorfos se inclinan y bailan ante un ídolo fétido y monstruoso creado por el devenir infinito de los siglos. Con el advenimiento de estas voces comencé a tener unos sueños de espantosa intensidad, pesadillas mortales en las que soles negros y verdes brillaban sobre grotescos monolitos y ciudades malignas que se elevan, torre sobre torre, como queriendo escapar de sus condicionantes terrestres. Pero todos estos sueños y pesadillas no eran nada comparados con el terrorífico coloso que más tarde emergió de mi consciencia; incluso ahora me es imposible recordar aquel horror en toda su magnitud, pero cuando pienso en ello siento una sensación de vastedad, de una enormidad desconocida, y veo tentáculos que ondulan y se contraen, como si estuviesen dotados de inteligencia propia y de una maligna vileza. Y alrededor del coloso danzaban monstruosidades deformes, cuyas voces entonaban un canto salvaje y cacofónico:

«Mwlfgab pywfg)btagn Gh’tyaf nglyf lgbya.»

Estos horrores me acompañaban siempre, al igual que la sombra del más allá.

Y aun así continuaba estudiando los libros y manuscritos, y seguía atravesando las oscuras puertas que conducen a des conocidas dimensiones, donde unos seres tenebrosos me instruían en artes tan infernales que incluso la más prosaicas de las mentes sería incapaz de soportar.

Recuerdo la forma en que descubrí el título del libro; la noche estaba muy avanzada y yo hojeaba las polvorientas páginas cuando descubrí un párrafo que arrojó cierta luz sobre el origen del misterioso volumen:

“Nyarlathotep reina en Sharnoth, más allá del espacio y del tiempo; sumido en las sombras de su palacio de ébano espera su segundo advenimiento y, en compañía de sus siervos Y acólitos, celebra impíos festines en lo más profundo de la noche.

Que nadie se interponga con conjuros y encantamiento... que le conciernen, pues quedaría atrapado sin remedio. Que cuide el ignorante, lo dice el Libro Negro, pues terrible es en verdad la ira de Nyarlathotep.”

Yo ya había encontrado referencias al Libro Negro en secretos manuscritos: este legendario tomo fue escrito hace siglos por el gran hechicero Alsophocus, que vivía en las tierras de Erongil antes de que los antiguos hombres dieran sus primeros pasos inseguros sobre la tierra.

El misterio había quedado aclarado; realmente me hallaba ante el blasfemo Libro Negro. Con este conocimiento comence a devorar verazmente todas las enseñanzas que contenía e1 volumen; aprendí fórmulas para ocultar, invocar y crear seres, y me sentía poderoso por el dominio de tales fuerzas. Descubrí nuevas entradas y puertas, los demonios de las más oscuras regiones estaban bajo mi poder; pero aún había barreras que no podía atravesar, los negros abismos del espacio que se extienden más allá de Fomalhaut, donde el horror último acecha, rodeado de sibilantes blasfemias más viejas que las estrellas. Buceé en el De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn, y en Cultes des Goules, de Comte d’Erlette, en busca de más antiguos secretos, pero todos aquellos misterios primigenios eran nada comparados con las enseñanzas que contenía esotérico Libro Negro. Este volumen mostraba ciertos encantamientos de tan terrible poder que incluso el mismísimo Alhazred habría temblado ante su sola contemplación: la llamada de Boromir, los oscuros secretos del Trapezoedro resplandeciente —aquella ventana abierta al espacio y al tiempo— y la invocación de Cthulhu desde su palacio oceánico la acuática ciudad de R’Iyeh; todos aquellos secretos estaban allí guardados, esperando al valiente, o loco, que fuera lo suficientemente temerario para utilizarlos.

Me hallaba en la cima de mi poder; el tiempo se expandía o se contraía a mi voluntad, y el universo no encerraba ningún secreto que yo no conociese. Mis ataduras con los acontecimientos mundanos se quebraron a causa de mis estudios secretos, y mi poder se hizo tan grande que llegué a intentar imposible, el paso de la última y terrorífica puerta, el umbral que se abre a los oscuros secretos del más allá, donde los Primigenios aguardan prisioneros, planeando su próximo retorno a la tierra, de la cual fueron expulsados por los Dioses Antiguos. Lleno de vanidad supuse que yo —una diminuta mota de polvo en mitad de un vasto cosmos de tiempo— podría atravesar los negros abismos del espacio que se extienden más allá de las estrellas, donde reina la anarquía y el caos, volver con la mente intacta y libre de los horrores de cientos de eones de antigüedad que allí moran.

De nuevo tracé los cinco círculos concéntricos de fue sobre el suelo y me situé en el centro, invocando a los pode inimaginables con un hechizo tan inconcebiblemente terrible que mis manos temblaban mientras hacía los misteriosos si nos y símbolos. Las paredes se disolvieron y un poderoso viento oscuro me arrastró a través de abismos sin fondo y grises regiones de materia informe. Viajaba más rápido que el pensamiento, pasando sobre planetas sin luz y desconocidas regiones que bullían a inconmensurable distancia; las estrellas discurrían con tanta rapidez que parecían regueros de luz entremezclándose en el espacio, haces luminosos resaltando contra la oscuridad etérea más negra que las fabulosas profundidades de Shung.

Trascurrió un minuto —o un siglo— y aún seguía volando vertiginosamente. Las estrellas escaseaban cada vez más; agrupadas en montoncitos, parecían buscar compañía en toda aquella desolación; todo lo demás permanecía igual. Me sentía terriblemente solo en aquel viaje; colgando suspendido en el espacio y el tiempo, como si no avanzase, aunque la velocidad debía ser increíble, y mi espíritu se revelaba ante la soledad horrible, la quietud y el silencio de la nada; era como un hombre sepultado en vida en un sepulcro inmenso y oscuro. Pasaron los eones y vi cómo se desvanecía el último grupo de estrellas, las últimas luces en un espacio milenario; más allá no había nada excepto una oscuridad impenetrable, el fin del universo. De nuevo volví a gritar horrorizado, mas en vano; mi búsqueda interminable siguió a través de corredores silenciosos y muertos.

Continué viajando durante una eternidad interminable, y nada cambiaba excepto el ritmo de los latidos de mi corazón. Y entonces empezó a hacerse visible una tenue luz verdosa; había pasado a través de una ausencia de tiempo y materia; había atravesado el Limbo. Ahora me encontraba más allá del universo, a inconcebible distancia del cosmos conocido; había cruzado el último umbral, la última puerta que se abría al olvido. Delante brillaban los dos soles de mis visiones, entre los que fui conducido a lo que ahora parecía una velocidad lentísima; alrededor de estos prodigios de colores negros y verdes, rotaba un solo planeta; adiviné su nombre: Shamoth.

Floté suavemente alrededor de esta negra esfera y, mientras me aproximaba, pude contemplar la verdosa llanura que se extendía debajo de mí, sobre la que descansaba la gigantesca y laberíntico ciudad de mis primeras pesadillas, y que parecía deforme y desproporcionado bajo la luz antinatural. Fui guiado sobre los tejados de la muerta ciudad, contemplando los desvencijados muros y erosionados pilares que resaltaban como cuchillos contra la oscura línea del cielo. No se movía nada, pero tenía la sensación de que allí habitaba algo vivo, un ser corrompido y lleno de maldad que conocía mi presencia.

Mientras descendía a la ciudad recobré mis sentidos físicos; sentí frío, un frío helador, y mis dedos estaban entumecidos. Descendí al borde de un espacio abierto, en cuyo centro se erguía un gigantesco edificio con una puerta enorme y abovedada que bostezaba tenebrosa como las fauces de algún terrible animal primigenio. De este edificio emanaba un aura de palpable malevolencia; me quedé petrificado por la sensación de terror y desesperación que me invadió, y, mientras permanecía inmóvil ante el monstruoso edificio, recordé aquel pequeño párrafo del Libro Negro:

«En un espacio abierto en el centro de la ciudad se yergue el palacio de Nyarlathotep. Aquí se pueden aprender todos los secretos, aunque el precio de tales conocimientos es verdaderamente horrible.»

Supe sin ningún género de dudas que aquél era el cubil del taimado Nyarlathotep. Aunque el pensamiento de entrar en aquella estructura me asqueaba, caminé descuidadamente atravesando la puerta, como si una mente que no era la mía guiara mis piernas. Atravesé aquel enorme portalón metiéndome en una oscuridad tan profunda como la que había soportado en mi largo viaje espacial. Poco a poco la impenetrable oscuridad fue dando paso a la verdosa luz que iluminaba la superficie del planeta; y en aquella tétrica luminosidad con. templé lo que nadie debería ver nunca.

Me hallaba en una larga sala abovedada sostenida por pilares de ébano; a ambos lados se delineaban unas criaturas con formas de pesadilla. Allí estaba Khnum, y Anubis, con cabeza de zorro, y Taveret, la Madre, horriblemente obesa. Grotescos seres encorvados, espiando, y tenebrosas existencias que me observaban con malignidad; entre todas estas criaturas amorfas e infernales, mi cuerpo luchaban contra mi alma. Unas garras me asieron por brazos y piernas, y mi estómago se revolvió de asco ante el contacto de la carne putrefacto. El aire estaba Heno de gritos y aullidos mientras las figuras danzaban con obscenidad a mi alrededor, deleitándose en un ritual blasfemo y depravado; y al final de la enorme sala, perdido en la distancia, se ocultaba el horror último, el terrible coloso negro de mis visiones, el amo del palacio, Nyarlathotep.

El Primigenio me observó atentamente, su mirada quemaba mis entrañas, llenándome de un horror tan espantoso que cerré los ojos para evitar aquella visión de infinita maldad. Bajo aquella mirada mi ser se contrajo, desvaneciéndose, como si estuviese siendo absorbida por una fuerza irresistible. Perdí la poca identidad que me quedaba; mis poderes necrománticos que, ahora lo sabía, no eran nada comparados con los del habitante de este oscuro mundo, desaparecieron, perdiéndose en el ignoto universo para no ser jamás recuperados.

Bajo aquella mirada, mi mente y mi alma se llenaban de ' un espanto aterrador; no podía hacer nada mientras él absorbía mi existencia, quitándome la vida poco a poco. La desesperación hizo presa en mí, pero estaba indefenso, y era incapaz de hacer frente a la irresistible fuerza que me apresaba. Apenas sin sentirlo, algo se iba esfumando de mi ser, algo insustancial, pero totalmente necesario para mi futura existencia; no podía hacer nada, había ido demasiado lejos y ahora estaba pagando el error. Mi visión se nubló con miles de rayos; imágenes de mi casa y mi familia flotaban ante mis ojos y luego se desvanecían como si nunca hubiesen existido. Y entonces, lentamente, sentí cómo cambiaba, disolviéndome en la no existencia.

Me elevé, sin cuerpo, escurriéndome sobre las cabezas de aquella hueste de pesadilla, a través de la fría mampostería de piedra de aquel palacio que ya no era un obstáculo para mi avance, hasta que salí a la diabólica luz verdosa de la superficie del planeta. No estaba vivo ni muerto, aunque la muerte hubiese sido mucho mejor. La ciudad se desparramaba debajo de mí, mostrándome todo su esplendor y malignidad, y sobre aquel tétrico edificio que era el palacio de Nyarlathotep vi una masa amorfa que salía, extendiéndose por toda la ciudad. Se fue agrandando poco a poco hasta que ocultó la ciudad de mi vista, y cuando había cubierto toda la región que podía contemplar, se contrajo de nuevo, transformándose en el negro coloso de mis visiones. Comencé a temblar aterrorizado, pero según me iba alejando de la ciudad, ganando altura, la escena se fue reduciendo de tamaño y contemplé la escena con un poco menos de miedo.

Poco a poco, la masa de tierra que se extendía debajo de mí fue tomando el aspecto de una esfera mientras me alejaba, introduciéndome en las negras profundidades del espacio. Colgando sin sentido, mientras nada se movía a mi alrededor, o en las regiones del Primigenio, me aterrorizaba pensar en el último acto del drama que yo había desatado. De la superficie del planeta surgió un rayo de luz o energía, que cruzó el espacio, perdiéndose en su infinidad, dirigiéndose, estaba seguro, al planeta que me había visto crecer. A partir de entonces todo estuvo en calma, y quedé totalmente solo en aquel universo más allá de las estrellas.

Mis recuerdos se desvanecían; pronto no me quedaría ninguna memoria de mi pasado, pronto todos los vestigios de mi humanidad se esfumarían. Y mientras permanecía suspendido en el espacio y el tiempo por toda la eternidad, sentí algo difícil de explicar. Una sensación de paz, de una paz que ni la muerte podría dar; aunque esa paz era perturbado por un recuerdo, un recuerdo que yo esperaba que pronto se borrase de mi mente. No recuerdo cómo sabía esto, pero estaba más seguro de ello que de mi propia existencia. Nyarlathotep ya no volvería a pisar la superficie de Sharnoth, jamás se reuniría con su corte en aquel enorme palacio negro, pues aquel rayo de luz que viajaba en el espacio tenebroso llevaba consigo algo más.

En una pequeña buhardilla, débilmente iluminada, un cuerpo se estiraba, poniéndose en pie. Sus ojos eran dos trozos de carbón al rojo, y una diabólica sonrisa cruzaba su rostro; y mientras observaba los tejadillos de la ciudad a través de la pequeña ventana, sus brazos se elevaron en un gesto de triunfo.

Había atravesado las barreras creadas por los Dioses Antiguos; estaba libre, libre para caminar por la tierra una vez más, libre para manejar la mente de los hombres y esclavizar sus almas. Era aquel al que yo había dado la oportunidad de escapar, yo que, a causa de mis ansias de poder, le había procurado los medios para volver a la tierra.

Nyarlathotep caminaba por la tierra con la forma de un hombre, pues cuando me robó mis recuerdos y mi ser, también retuvo mi aspecto físico. En mi cuerpo moraba ahora la esencia inmortal de Nyarlathotep el Terrible.

<p>La Sombra De Otro Tiempo</p>
<p>I</p>

Después de veintidós años de pesadillas y terrores, de aferrarme desesperadamente a la convicción de que todo ha sido un engaño de mi cerebro enfebrecido, no me siento con ánimos de asegurar que sea cierto lo que descubrí la noche del 17 al 18 de julio de 1935, en Australia Occidental. Hay motivos para abrigar la esperanza de que mi experiencia haya sido, al menos en parte, una alucinación, desde luego justificada por las circunstancias. No obstante, la impresión de realidad fue tan terrible, que a veces pienso que es vana esa esperanza.

Si no he sido víctima de una alucinación, la humanidad deberá estar dispuesta a aceptar un nuevo enfoque científico sobre la realidad del cosmos, y sobre el lugar que corresponde al hombre en el loco torbellino del tiempo. Deberá también ponerse en guardia contra un peligro que la amenaza. Aunque este peligro no aniquilará la raza entera, acaso origine monstruosos e insospechados horrores en sus espíritus más intrépidos.

Por esta última razón exijo vivamente que se abandone todo proyecto de desenterrar las ruinas misteriosas y primitivas que se proponía investigar mi expedición.

Sí, efectivamente, me encontraba despierto y en mis cabales, puedo afirmar que ningún hombre ha vivido jamás nada parecido a lo que experimenté aquella noche, lo cual, además, constituía una terrible confirmación de todo lo que había intentado desechar como pura fantasía. Afortunadamente no hay prueba alguna, toda vez que, en mi terror, perdí el objeto que —de haber logrado sacarlo de aquel abismo— habría constituido una prueba irrefutable.

Cuando me enfrenté con aquel horror estaba solo, y hasta la fecha no lo he relatado a nadie. No pude impedir que los demás continuasen excavando en dirección a tal objeto, pero la suerte y la arena evitaron accidentalmente que lo encontraran. Ahora debo hacer una relación completa de los hechos, no sólo en beneficio de mi propio equilibrio mental, sino como advertencia para todos los lectores serios.

Estas páginas, muchas de las cuales —las primeras sobre todo— resultarán familiares al lector asiduo de la prensa general y científica, están escritas en el camarote del barco que me trae de regreso a casa. Se las entregaré a mi hijo, el profesor Wingate Peaslee, de la Universidad del Miskatonic, único miembro de mi familia que ha permanecido a mi lado durante la extraña amnesia que me afectó durante tanto tiempo y la persona más al tanto de las circunstancias y detalles que concurrieron en mi caso. De todo el mundo, probablemente será él quien menos se burle de lo que voy a contar sobre aquella noche fatal.

No le he dicho nada antes de embarcar, porque pienso que es mejor para él revelárselo por escrito. Leyendo y releyendo estas páginas con calma, podrá formarse una idea mucho más exacta y convincente que la que podría proporcionarle en cuatro palabras atropelladas.

Que él haga de este relato lo que crea más conveniente; no me importa que lo dé a conocer, con las debidas aclaraciones, en donde más convenga. Teniendo en cuenta, pues, que quienes lleguen a leerlo pueden no estar al corriente de la fase inicial de mi caso, he hecho un resumen bastante detallado de los antecedentes.

Me llamo Nathaniel Wingate Peaslee, y quienes recuerden mis artículos periodísticos de hace unos quince años —o los artículos, y cartas que publiqué en revistas de psicología hace un par de lustros— sabrán quién soy. En la prensa aparecieron muchos detalles acerca de la extraña amnesia que me sobrevino entre 1908 y 1913, amnesia que fue relacionada en gran parte con las horrendas tradiciones de brujería existentes en la pagana ciudad de Arkham, Massachusetts que, como ahora, constituía entonces mi lugar de residencia. Con todo, me habría gustado saber si no hubo algún elemento de locura hereditaria en los primeros años de mi vida. Este es un hecho de enorme importancia para mí, ya que si no hubo tal cosa, la sombra de horror que se abatió sobre mí procedía irremisiblemente del exterior.

Puede que los pasados siglos de tinieblas hayan hecho a la ruinosa ciudad de Arkham particularmente vulnerable a ciertas amenazas preternaturales; pero parece dudoso, a la luz de los distintos casos que posteriormente tuve ocasión de estudiar. Sin embargo, hasta donde he podido indagar, mis antecedentes familiares son normales por completo. Lo que sobre mí se abatió provenía del exterior, estoy persuadido de ello, pero aún no me atrevo a afirmar de dónde.

Soy hijo de Jonathan Peaslee y de Hannah Wingate, ambos procedentes de antiguas y sanas familias de Haverhill. He nacido y me he criado en Haverhill —en la vieja mansión de Boardman Street, cerca de Golden Hill— y no fui a Arkham hasta 1895, año en que ingresé en la Universidad del Miskatonic como auxiliar de economía política.

Durante los trece años que siguieron, mi vida transcurrió apacible y feliz. En 1896, me casé con Alicia Keezer, natural de Haverhill, y mis tres hijos, Robert, Wingate y Hannah, nacieron en 1898, 1900 y 1903, respectivamente. En 1898 fui ascendido a profesor adjunto y, en 1902, a catedrático. En ninguna ocasión sentí el menor interés por el ocultismo o la psicología patológica.

La extraña crisis de amnesia me sobrevino un jueves, el 14 de mayo de 1908. Su comienzo fue completamente repentino, aunque más tarde recordé ciertas visiones breves y caóticas que me habían turbado en gran manera horas antes, y que sin duda constituían los síntomas premonitorios. Sentía, además, fuertes dolores de cabeza, y una extraña sensación, totalmente nueva para mí: era como si alguien tratara de apoderarse de mis pensamientos.

La cosa me ocurrió a eso de las diez y veinte de la mañana, mientras dictaba una clase de historia y tendencias actuales de la economía política ante numerosos alumnos de tercer año y unos pocos de segundo. Empecé por ver extrañas formas danzantes y a sentir que me encontraba en una habitación desconocida que no era el aula de la Universidad.

Mis pensamientos y discurso se desviaron del tema, y los estudiantes comprendieron que algo grave me ocurría. Entonces, sentado donde estaba, me sumí en un estupor del que nadie podría sacarme. Pasaron cinco años, cuatro meses y trece días, antes de recobrar el uso de mis facultades.

Lo que voy a relatar a continuación, como es natural, lo he sabido a través de otras personas. Permanecí en un coma profundo por espacio de dieciséis horas y media, a pesar de ser trasladado a mi casa, Crane Street 27, y de prestárseme una magnífica asistencia médica.

A las tres de la madrugada del día 15 de mayo, abrí los ojos y comencé a hablar; pero el médico y mi familia no tardaron en alarmarse vivamente por el cambio de mi expresión y mi lenguaje. Estaba claro que yo no recordaba mi identidad ni mi pasado, aunque por alguna razón, parecía como si yo pretendiera ocultar esta inmensa laguna de mi memoria. Mi mirada expresaba extrañeza al contemplar a las personas que me rodeaban, y mis músculos faciales ejecutaban gestos desconocidos por completo.

Incluso mi habla parecía torpe y extraña. Empleaba mis órganos vocales de modo torpe y vacilante, y mi dicción tenía un tono curioso, como si pronunciase trabajosamente un idioma aprendido en los libros. Mi acento era bárbaro, como el de un extranjero, y mi lenguaje abundaba en arcaísmos y expresiones gramaticalmente incomprensibles.

Unos veinte años después, el más joven de los médicos tuvo ocasión de recordar, impresionado y hasta con cierto horror, una de aquellas extrañas frases mías. Pues últimamente la misma frase que entonces pronuncié ha comenzado a ponerse de moda, primero en Inglaterra y luego en Estados Unidos. A pesar de tratarse de una expresión rebuscada e indiscutiblemente nueva, reproduce hasta en sus más nimios pormenores las mismas palabras del extraño paciente que fui en 1908.

Después del ataque no tardé en recobrar la fuerza física, aunque hube de necesitar numerosas sesiones de reeducación antes de lograr emplear coordinadamente mis manos, piernas y aparato locomotor en general. A causa de éste y otros obstáculos inherentes a mi cuadro amnésico, estuve sometido durante largo tiempo a rigurosos cuidados médicos.

Cuando observé que habían fracasado mis intentos por ocultar la falta de memoria, lo admití abiertamente, y me mostré ansioso de recibir toda clase de información. En efecto, los médicos pudieron comprobar que yo llegué a perder todo interés por mi propia persona tan pronto como me di cuenta de que el caso de amnesia era aceptado como cosa natural.

Observaron que mi máximo interés se orientaba hacia determinadas cuestiones de la historia, de la ciencia, del arte, del lenguaje y de las tradiciones populares —algunas tremendamente oscuras y otras de una simpleza pueril— que, en la mayoría de los casos, yo desconocía por completo.

Al mismo tiempo observaron que poseía ciertos conocimientos asombrosos, muchos de ellos casi ignorados por la ciencia. Pero, al parecer, yo trataba de ocultarlos, en vez de exhibirlos. En ocasiones aludía, inadvertidamente y con seguridad inusitada, a acontecimientos ocurridos en edades oscuras, muy anteriores a todos los ciclos aceptados por la historia. Pero al ver la sorpresa que producían, trataba de hacer pasar mis alusiones por una broma. Y mi manera de referirme al futuro causó pavor más de una vez.

Pronto dejé de manifestar esos misteriosos destellos de asombroso saber. Algunos observadores los atribuyeron a una hipócrita reserva por mi parte, más que a una disminución de los excepcionales conocimientos que se vislumbraban tras de mis palabras. Por otra parte, se mantenía mi desmesurada avidez por asimilar la lengua, las costumbres y las perspectivas del mundo en el futuro. Era como si yo fuese un investigador, venido de tierras remotas y extrañas.

En cuanto me lo autorizaron comencé a frecuentar asiduamente la biblioteca de la Universidad. Poco después inicié los preparativos de aquellos viajes extraordinarios y aquellos cursos especiales que di en diversas universidades americanas y europeas, que tantos comentarios provocaron a continuación.

En ningún momento perdí contacto con sabios y eruditos, aprovechando que mi caso gozaba de alguna celebridad entre los psicólogos de aquel tiempo. En varias conferencias fui presentado como un caso típico de desdoblamiento de la personalidad, a pesar de que, de vez en cuando, sorprendía a los conferenciantes con algunos síntomas inexplicables o con cierta sombra de ironía cuidadosamente velada.

No obstante, casi nadie me demostró simpatía o afecto. Había algo en mi aspecto y en mi manera de hablar, que suscitaba temor y aversión en aquellos con quienes me relacionaba. Era como si yo fuese un ser infinitamente alejado de todo lo equilibrado y normal. Mi presencia les producía una vaga sensación que les hacía pensar en abismos incalculables de distancia.

Ni siquiera mi propia familia constituía una excepción. Desde el momento en que me recobré del colapso, mi mujer me miró con extremada aversión y horror, jurando que yo era un desconocido que usurpaba el cuerpo de su marido. En 1910, obtuvo el divorcio judicial, y no consintió en verme ni aun después de haber vuelto a la normalidad, en 1913. Estos sentimientos eran compartidos por mi hijo mayor y mi hija pequeña; desde entonces, no he vuelto a ver a ninguno de ellos.

Sólo mi hijo segundo, Wingate, fue capaz de vencer el terror y la repugnancia que mi cambio despertaba. Se daba cuenta, indudablemente, de que yo era un extraño. Pero, aunque tenía ocho años de edad, mantuvo la firme confianza de que al fin recobraría mi propia identidad. Cuando esto sucedió, vino a buscarme, y los tribunales me confiaron su custodia. Durante los años subsiguientes, me ayudó en los estudios que emprendí, y hoy, con sus treinta y cinco años, es profesor de psicología de la Universidad de Miskatonic.

Pero, en verdad, no me sorprende el horror que provocaba a los demás... Efectivamente, el espíritu, la voz y la expresión del semblante del ser que despertó el 15 de mayo de 1908, no eran de Nathaniel Wingate Peaslee.

No pretendo extenderme hablando de mi vida entre 1908 y 1913, ya que los lectores pueden averiguar los pormenores de mi caso consultando —como he tenido que hacer yo mismo— las columnas de periódicos y revistas científicas de esa época.

Cuando se me autorizó a disponer de mis propios recursos económicos, me dediqué a viajar y a estudiar en diversos centros culturales. Mis viajes, no obstante, eran en extremo singulares, ya que a menudo suponían prolongadas estancias en parajes remotos y desolados.

En 1909 pasé un mes en el Himalaya. En 1911 llamé la atención sobremanera a causa de la expedición que emprendí, en camello, a los ignorados desiertos de Arabia. Nunca he conseguido saber qué sucedía en aquellos viajes.

Durante el verano de 1912 fleté un barco y zarpé con rumbo al Artico, hasta el norte de archipiélago de Spitzberg. A mi regreso di muestras de decepción.

A finales de ese mismo año pasé unas semanas solo, adentrándome por el vasto sistema de cavernas de Virginia occidental, por sus negros laberintos, más allá de donde haya alcanzado jamás la huella del hombre. Nadie se ha atrevido después a repetir esta hazaña.

Mis estancias en las universidades se caracterizaban por una asimilación de conocimientos anormalmente rápida, como si mi segunda personalidad tuviera una inteligencia enormemente superior a la mía propia. He descubierto también que mis capacidades de lectura y de estudio eran extraordinarias. Me bastaba con hojear un libro para dominarlo a fondo. Mi habilidad para interpretar figuras complicadas en un instante, era verdaderamente asombrosa.

En ocasiones se llegó a rumorear que yo poseía el poder de influir sobre el pensamiento y la voluntad de los demás, aunque por lo visto, procuraba yo disimular esta facultad.

También se habló de mis relaciones con los dirigentes de diversas sectas ocultistas y con eruditos sospechosos de mantener dudosos contactos con los hierofantes de cultos abominables tan antiguos como el mundo. Estos rumores, cuyo fundamento no se pudo demostrar entonces, se veían alentados por la conocida temática de mis lecturas, puesto que en las bibliotecas no se pueden consultar libros raros sin que trascienda el secreto.

Hay pruebas palpables —mis anotaciones marginales— de que estudié a conciencia libros tales como el Cultes de Goules del conde d'Erlette, De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, los fragmentos que se conservan del enigmático Libro de Eibon, y el terrible Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred. Y es innegable, además, que durante el tiempo de mi sorprendente cambio, renació una perversa actividad en numerosos cultos secretos.

En el verano de 1913 comencé a dar muestras de aburrimiento y desinterés, e insinué a varias personas que cabía esperar en mí un pronto cambio. Les dije que volvían a mí algunos recuerdos de mi vida anterior, pero me juzgaron insincero, considerando que todos los detalles que yo mencionaba podían proceder de mis antiguas notas personales.

Hacia mediados de agosto regresé a Arkham y abrí mi casa de Crane Street, cerrada durante todo este tiempo. Instalé allí un artefacto de raro aspecto, cuyas piezas habían sido construidas por diferentes fabricantes americanos y europeos de aparatos de precisión, y lo mantuve celosamente oculto de toda persona inteligente que pudiera comprender de qué se trataba.

Los pocos que llegaron a verlo —un obrero, una sirvienta y la nueva ama de llaves— decían que era como un armazón de varillas, ruedas y espejos. Tenía unos sesenta centímetros de alto, treinta de ancho y otros treinta de espesor. En el centro tenía instalado un espejo circular convexo. Todo esto ha sido confirmado por los fabricantes de las distintas piezas.

La noche del viernes 26 de septiembre despedí al ama de llaves y a la criada hasta el mediodía del día siguiente. Las luces de la casa permanecieron encendidas hasta muy tarde. Un hombre flaco, moreno, de aspecto extranjero, llegó en un automóvil y entró.

Era alrededor de la una, cuando se apagaron las luces. A las dos y cuarto, un policía que pasaba por allí observó que reinaba la tranquilidad más completa. El auto del extranjero seguía estacionado junto a la acera. Pero a eso de las cuatro ya no estaba allí.

A las seis de la mañana una voz titubean te y exótica pidió por teléfono al doctor Wilson que viniese a mi casa para sacarme del extraño estado letárgico en que había caído. Esta llamada —hecha desde larga distancia— fue localizada más tarde. La efectuaron desde un teléfono público de la Estación del Norte, de Boston, pero no lograron descubrir el menor rastro del flaco extranjero.

Cuando el doctor llegó a casa me encontró inconsciente en el cuarto de estar, sentado en una butaca, ante la mesa. En su pulimentada superficie había unas arañazos que indicaban el lugar donde se había colocado un objeto de peso considerable. El extraño artefacto había desaparecido y no volvió a saberse de él. Es indudable que se lo había llevado el individuo moreno y flaco que estuvo allí.

En la chimenea de la biblioteca hallaron gran cantidad de ceniza: era todo cuanto quedaba de las anotaciones tomadas por mí durante el periodo de mi enfermedad. El doctor Wilson comprobó que mi respiración era agitada; pero después de una inyección hipodérmica, volvió a hacerse regular.

A las once y cuarto de la mañana del día 27 de septiembre experimenté violentas sacudidas, y mi semblante, hasta entonces rígida coma una máscara, comenzó a dar muestras de cierta expresividad. El doctor Wilson advirtió que aquella expresión no correspondía ya a mi segunda personalidad. Más bien parecía como si recobrara mi identidad primitiva. Alrededor de las once y media murmuré unas cuantas palabras incomprensibles, sin relación alguna con ningún lenguaje humano. Daba la sensación de que me revolvía contra algo. Luego, justo después de mediodía, cuando ya habían regresada el ama de llaves y la criada, empecé a decir en inglés:

—...De las economistas ortodoxos de ese periodo, Jevons representa la tendencia predominante a establecer correlaciones científicas. Su intento de relacionar el ciclo económico de prosperidad y crisis con el ciclo físico de las manchas solares constituye, sin embargo, la cúspide de...

Nathaniel Wingate Peaslee había regresado; según su tiempo vital todavía se hallaba en una mañana de 1908, ante sus alumnos de economía política que le escuchaban con atención.

<p>II</p>

Mi reintegración a la vida normal fue larga, dolorosa y difícil. Perder cinco años crea más complicaciones de las que se pueden imaginar, y en mi caso, quedaba además un sinnúmero de cuestiones por resolver.

Lo que me contaron sobre mis actividades posteriores a 1908 me dejó anonadado, pero traté de considerar el asunto lo más filosóficamente posible. Finalmente, una vez lograda la custodia de mi hijo Wingate, me instalé con él en mi casa de Crane Street y procuré reanudar mis tareas docentes, ya que la Facultad me había ofrecido cariñosamente mi antigua cátedra.

Me incorporé a mi trabajo en febrero de 1914, y a él me dediqué durante un año. En este tiempo me di cuenta de que, después de aquel largo periodo de amnesia, yo no era el de antes. Aunque me hallaba mentalmente sano —así lo creía, al menos—, y conservaba íntegra mi propia personalidad, había perdido el vigor y la energía de otros tiempos. Continuamente me acosaban sueños vagos y extrañas ideas, y cuando el estallido de la Guerra Mundial orientó mi interés hacia temas históricos, me di cuenta de que consideraba las épocas y las acontecimientos de manera sumamente extraña.

Mi concepción del tiempo —mi capacidad para distinguir entre sucesión y simultaneidad— había sufrido una sutil alteración, de modo que me forjaba quiméricas ideas sobre la posibilidad de vivir en una época determinada y proyectar mi espíritu por toda la eternidad, para conocer las edades pasadas y futuras.

La guerra originó en mí extrañas impresiones: era como si recordarse algunas de sus últimas consecuencias, como si supiera cuál iba a ser su desenlace, y pudiera contemplar retrospectivamente los hechos que se desarrollaban en el presente. Todos estos pseudo-recuerdos venían acompañados de fuertes dolores de cabeza, y la clara sensación de que entre ellos y mi conciencia se alzaba alguna barrera psicológica.

Cuando tímidamente confiaba mis impresiones a los demás, observaba que reaccionaban de la manera más diversa. Casi todos me miraban can desconfianza. Los matemáticas, en cambio, me hablaban de los últimos adelantos de la ciencia que cultivaban: de la teoría de la relatividad, que entonces sólo era conocida en los medios científicos, pera que más adelante llegaría a ser mundialmente famosa. Según decían, el doctor Albert Einstein había logrado reducir el tiempo a una simple dimensión.

Sin embargo, los sueños y sentimientos turbadores se apoderaron de mí hasta tal extremo que en 1915 me vi obligado a abandonar mis actividades docentes. Algunas de mis sensaciones anormales fueron tomando un cariz inquietante. En ocasiones, por ejemplo, me sentía dominado por la convicción de que, en el curso de mi amnesia, me había sobrevenido un cambio espantoso; que mi segunda personalidad procedía, sin duda, de regiones ignoradas, como si una fuerza desconocida y remota se hubiera aposentado en mí, mientras mi verdadera personalidad era desplazada de mi propio interior.

Este es el motivo de que entonces me entregase a vagas y espantosas especulaciones sobre cuál habría sido el paradero de mi auténtica mismidad durante los años en que el intruso había ocupado mi cuerpo. La singular inteligencia y la extraña conducta de ese intruso me turbaban cada vez más, a medida que me enteraba de nuevos detalles, a través de conversaciones, periódicos y revistas.

Las rarezas que tanto habían desconcertado a los demás parecían armonizar terriblemente con ese trasfondo de conocimientos impíos que emponzoñaba los abismos de mi subconsciente. Me dediqué a investigar todos los datos y examiné escrupulosamente los estudios y los viajes efectuados por el otro durante mis años de oscuridad.

No todas mis inquietudes eran de índole especulativa. Los sueños, por ejemplo, eran cada vez más vívidos y detallados. Como sabía la opinión que merecían a la mayor parte de la gente, raras veces los mencionaba, excepto a mi hijo o a algún psicólogo de mi confianza. Pero finalmente comencé un estudio científico de otros casos de amnesia, con el fin de averiguar hasta qué punto las visiones que yo parecía eran características de esa afección. Con ayuda de psicólogos, historiadores, antropólogos y especialistas en enfermedades mentales, realicé un estudio exhaustivo que comprendía todos los casos de desdoblamiento de la personalidad recogidos en la literatura médica desde los tiempos de los endemoniados hasta el momento actual; pero los resultados, más que consolarme, me inquietaron doblemente.

No tardé mucho tiempo en comprobar que mis sueños diferían radicalmente de los que solían darse en los casos auténticos de amnesia. No obstante, descubrimos unos pocos casos que me tuvieron desconcertado durante años por su semejanza con mi propia experiencia. Algunos no eran más que relatos fragmentarios de antiguas historias populares; otros eran casos registrados en los anales de la medicina. En una o dos ocasiones, se trataba únicamente de confusas referencias entremezcladas con historias bastante vulgares por lo demás.

De este modo averiguamos que, pese a la rareza de mi afección, se habían presentado casos análogos, a largos intervalos, desde los mismos orígenes de la historia. A veces, en un periodo de varios siglos se presentaban uno, dos y hasta tres casos; a veces, no se presentaba ninguno. Al menos, ninguno de que quedase constancia.

En esencia, se trataba siempre de lo mismo: una persona de alto nivel intelectual se veía dominada por una segunda naturaleza que le obligaba a llevar, durante un periodo más o menos largo, una existencia absolutamente extraña, caracterizada al principio por una torpeza verbal y motora, y más tarde por la adquisición masiva de conocimientos científicos, históricos, artísticos y antropológicos. Este aprendizaje se llevaba a cabo con un entusiasmo febril y denotaba una prodigiosa capacidad de asimilación. Luego, el sujeto regresaba a su propia personalidad, que, en lo sucesivo, se veía atormentada por unos sueños vagos, indeterminados, en los que latían recuerdos fragmentarios de algo espantoso que había sido borrado de su mente.

La enorme semejanza de aquellas pesadillas con la mía —incluso en algunos detalles insignificantes— no dejaba lugar a dudas sobre su íntima relación. En dos de aquellos casos por los menos, se daban ciertas circunstancias que me resultaban familiares, como si, a través de algún medio cósmico inimaginable, hubiera tenido noticia de ellos. En otros, se mencionaba claramente un desconocido artefacto, idéntico al que había estado en mi casa antes de mi regreso a la normalidad.

Otra cosa que llegó a preocuparme durante la investigación fue la frecuencia con que ciertas personas no afectadas por dicha enfermedad sufrían parecida clase de pesadillas.

Estas últimas personas eran mayormente de inteligencia mediocre o inferior, y algunas tan primitivas, que no se las podía considerar como vectores aptos para la adquisición de una ciencia y unos conocimientos preternaturales. Durante un segundo, se veían inflamados por una fuerza ajena; pero en seguida volvían a su estado anterior, quedándoles apenas un recuerdo débil, evanescente, de horrores inhumanos.

En los últimos cincuenta años se habían presentado por lo menos tres casos de estos. Uno de ellos hace tan sólo quince años. ¿Acaso se trataba de una entidad desconocida que tanteaba a ciegas, a través del tiempo, desde el fondo de algún abismo insospechado de la naturaleza? En tal caso, ¿no serían estos casos las manifestaciones de unos experimentos monstruosos, cuyo objetivo era preferible ignorar para no perder la razón?

Estas eran las fantásticas divagaciones a las que me entregaba continuamente, excitado por las diversas creencias míticas que iba descubriendo en el curso de mis investigaciones. No cabía duda, pues, de que había determinadas historias —persistentes desde la más remota antigüedad y desconocidas, al parecer, tanto por las víctimas de amnesia como por los médicos que habían estudiado sus casos más recientes— que formaban como un plan asombroso y terrible destinado a raptar la mente de los hombres, como había ocurrido en mi caso. Aún ahora tengo miedo de referir la naturaleza de esos sueños, y las ideas que me asaltaban con mayor intensidad cada vez. Era de locura. A veces creía que, de verdad, me estaba volviendo loco. ¿Acaso era víctima de algún tipo de alucinación que afectaba a los que habían sufrido una laguna en la memoria? En ese caso no sería del todo inverosímil que el subconsciente, en un esfuerzo por llenar un vacío confuso con pseudo-recuerdos, diera lugar a extravagantes aberraciones de la imaginación.

Aunque yo me inclinaba más bien por una interpretación basada en los mitos populares, las teorías basadas en dichos esfuerzos del subconsciente gozaban de mayor preponderancia entre los alienistas que me ayudaban en mi búsqueda de casos similares al mío, y que compartieron mi asombro ante el exacto paralelismo que solíamos descubrir.

Para los psiquiatras mi estado no podía diagnosticarse como verdadera enfermedad mental, sino más bien como trastorno neurótico. De acuerdo con las normas psicológicas más científicas, alentaron todo intento por mi parte de buscar datos que aportaran alguna luz en este asunto, en vez de pretender inútilmente soslayarlo, yo tenía en cuenta, especialmente, la opinión de aquellos médicos que me habían estudiado durante el tiempo que estuve dominado por la otra personalidad.

Mis primeros trastornos no fueron de índole visual, sino que se relacionaban con las cuestiones abstractas que ya he mencionado. Y experimenté, también al principio, un sentimiento vago y profundo de inexplicable horror: consistía en una extraña aversión a contemplar mi propia figura, como si temiese que mis ojos fueran a descubrir algo ajeno e inconcebiblemente repugnante.

Cuando por fin me atrevía a mirarme, y percibía mi figura humana y familiar, sentía invariablemente un raro alivio. Pero para lograr ese descanso tenía que vencer primero un miedo infinito. Evitaba los espejos por sistema, y me afeitaba en la barbería.

Pasé mucho tiempo sin relacionar estos sentimientos inquietantes con las visiones fugaces que pronto comenzaron a asaltarme cada vez más, y la primera vez que lo hice, fue con motivo de la extraña sensación que tenía de que mi memoria había sido alterada artificialmente.

Tenía la convicción de que tales visiones poseían un significado profundo y terrible para mí, pero era como si una influencia externa y deliberada me impidiese captar ese significado. Luego, empecé a sentir esas anomalías en la percepción del tiempo, y me esforcé desesperadamente por situar mis visiones oníricas en sus correspondientes coordenadas tempoespaciales.

Al principio, más que horribles, las visiones propiamente dichas eran meramente extrañas. En ellas, me hallaba en una cámara abovedada cuyas elevadísimas arquivoltas de piedra casi se perdían entre las sombras de las alturas. Cualquiera que fuese la época o lugar en que se desarrollaba la escena, era evidente que los constructores de aquella cámara conocían tanta arquitectura, por lo menos, como los romanos.

Había ventanales inmensos y redondos, puertas rematadas en arco y pedestales o altares tan altos como una habitación ordinaria. Sobre los muros se alineaban vastos estantes de madera oscura, con enormes volúmenes que mostraban incomprensibles descripciones jeroglíficas en sus lomos.

En su parte visible, los muros estaban construidos con bloques en los que había esculpidas unas figuras curvilíneas, de diseño matemático, e inscripciones análogas a las que mostraban los enormes libros. La sillería, de granito oscuro, era de proporciones megalíticas. Los sillares estaban tallados de forma que la cara superior, convexa, encajaba en la cara cóncava inferior de los que descansaban encima.

No había sillas, pero sobre los inmensos pedestales o altares había libros desparramados, papeles, y ciertos objetos que tal vez fuesen material de escritorio: un recipiente de metal purpúreo, curiosamente adornado, y unas varas con la punta manchada. A pesar de la gran altura de dichos pedestales, sin saber cómo, los veía yo desde arriba. Algunos de ellos tenían encima grandes globos de cristal luminoso que servían de lámparas, y artefactos incomprensibles, construidos con tubos de vidrio y varillas de metal.

Las ventanas, acristaladas, estaban protegidas por un enrejado de aspecto sólido. Aunque no me atreví a asomarme por ellas, desde donde me encontraba podía divisar macizos ondulantes de una singular vegetación parecida a los helechos. El suelo era de enormes losas octogonales. No había ni cortinajes ni alfombras.

Más adelante tuve otras visiones. Atravesaba por ciclópeos corredores de piedra, y subía y bajaba por inmensos planos inclinados, construidos con idéntica y gigantesca sillería. No había escaleras por parte alguna, ni pasadizo que no tuviera menos de diez metros de ancho. Algunos de los edificios, en cuyo interior me parecía flotar, debían de tener una altura prodigiosa.

Bajo tierra había, también, numerosas plantas superpuestas, y trampas de piedra, selladas con flejes de metal, que hacían pensar en bóvedas aún más profundas, donde acaso moraba un peligro mortal.

En tales visiones tenía la sensación de hallarme prisionero, y en torno a mí flotaba un horror desconocido. Me daba la impresión de que los burlescos jeroglíficos curvilíneos de los muros habrían significado la perdición de mi espíritu, de haberlos sabido interpretar.

Luego, andando el tiempo, empecé a soñar con grandes espacios abiertos. Desde los ventanales redondos y desde la gigantesca terraza del edificio, contemplaba extraños jardines, y una enorme extensión árida, con una alta muralla ondulada, a la que conducía una rampa más elevada que las demás.

A uno y otro lado de las vastas avenidas, que medirían unos setenta metros de anchura, se aglomeraba un sinfín de edificios gigantescos, cada uno de los cuales poseía su propio jardín. Estos edificios eran de aspecto muy variado, pero casi ninguno de ellos tenía menos de trescientos metros de alto, ni más de sesenta metros cuadrados de superficie. Algunos parecían realmente ilimitados; sus fachadas superaban sin duda los mil metros de altura, perdiéndose en los cielos brumosos y grises.

Todas las construcciones eran de piedra o de hormigón, y la mayor parte de ellas pertenecía al mismo estilo arquitectónico curvilíneo del edificio donde me encontraba yo. En vez de tejado, tenían terrazas planas cubiertas de jardines y rodeadas de antepechos ondulados. Algunas veces las terrazas eran escalonadas, y otras, quedaban grandes espacios abiertos entre los jardines. En las enormes avenidas me pareció vislumbrar cierto movimiento, pero en mis primeras visiones me fue imposible precisar de qué se trataba.

En determinados parajes llegué a descubrir unas torres enormes, oscuras, cilíndricas, que se elevaban muy por encima de cualquier otro edificio. Su aspecto las distinguía radicalmente del resto de las construcciones. Se hallaban en ruinas y, a juzgar por ciertas señales, debían ser prodigiosamente antiguas. Estaban construidas con bloques rectangulares de basalto, y en su extremo superior eran ligeramente más estrechas que en la base. Aparte de sus puertas grandiosas, no se veía el menor rastro de ventana o abertura. Asimismo, observé que había otros edificios más bajos, todos ellos desmoronados por la acción erosiva de un tiempo incalculable, que parecían una versión arcaica y rudimentaria de las enormes torres cilíndricas. En torno a todo este conjunto ciclópeo de edificios de sillería rectangular, se cernía un inexplicable halo de amenaza, análogo al que envolvía a las trampas selladas.

Los jardines eran tan extraños que casi causaban pavor. En ellos crecían desconocidas formas vegetales que sombreaban amplios senderos flanqueados por monolitos cubiertos de bajorrelieves. Predominaba una vegetación criptógama que recordaba a una especie de helechos descomunales, unos verdes y otros de un color pálido enfermizo, como los hongos.

Entre ellos se alzaban unos árboles inmensos y espectrales que parecían calamites, y cuyos troncos, semejantes a cañas de bambú, alcanzaban alturas increíbles. También había otros empenachados, como cicas fabulosas, y arbustos grotescos de color verde oscuro, y otros mayores que, por su aspecto, podrían tomarse por coníferas.

Las flores eran pequeñas y descoloridas, distintas de cualquier especie conocida, y se abrían entre el verdor de los amplios macizos geométricos.

En unas cuantas terrazas o jardines colgantes se veían otras especies de flores, mucho más grandes, de vivos colores y formas mórbidas y complicadas, producto, seguramente, de sabias hibridaciones artificiales. Y había ciertos hongos de formas, dimensiones y matices inconcebibles, cuya disposición ornamental ponía de manifiesto la existencia de una desconocida, pero indiscutible tradición jardinera. En los grandes parques parecía como si se hubiese procurado conservar las formas irregulares y caprichosas de la naturaleza. En las azoteas, en cambio, se hacía patente el arte del podador.

El cielo estaba casi siempre húmedo y plomizo, y algunas veces presencié lluvias torrenciales. De cuando en cuando, no obstante, aparecían fugazmente el sol —un sol inmenso— y la luna, que era distinta de la nuestra, aunque nunca llegué a apreciar en qué consistía la diferencia. De noche, rara vez se despejaba el cielo lo suficiente para dejar a la vista las constelaciones, pero cuando esto sucedió, me resultaron casi totalmente irreconocibles. Sus contornos recordaban a veces los de las nuestras, pero no eran iguales. A juzgar por la posición de unas pocas que logré situar, debía hallarme en el hemisferio sur de la tierra, no muy lejos del Trópico de Capricornio.

El horizonte se veía siempre brumoso, como envuelto en nieblas fantásticas, pero pude vislumbrar que, más allá de la ciudad, se extendían selvas de árboles desconocidos —Calamites, Lepidodendros, Sigillarias—, que, en la lejanía, parecían temblar engañosamente entre los vapores cambiantes del horizonte. De cuando en cuando, me parecía ver algún movimiento en el cielo, pero en mis primeras visiones no llegué nunca a determinar de qué se trataba.

En el otoño de 1914 empecé a soñar que flotaba por encima de la ciudad y sus alrededores. Así descubrí que los temibles bosques de árboles manchados, rayados o jaspeados como animales, eran atravesados por larguísimas carreteras que, en ocasiones, conducían a otras ciudades parecidas a la que me obsesionaba en mis sueños.

Vi también edificios fantásticos y lúgubres, de piedra negra o iridiscente, situados en regiones yermas donde reinaba un perpetuo crepúsculo, y volé sobre unas calzadas ciclópeas que atravesaban pantanos tan oscuros que apenas podía distinguir medianamente su vegetación húmeda y gigantesca.

Una vez pasé por una inmensa llanura salpicada de ruinas de basalto, erosionadas por el tiempo, y cuyo trazado recordaba el de las oscuras torres sin ventanas de la ciudad que era mi verdadera obsesión.

En otra oportunidad, al pie de una ciudad inmensa de cúpulas y arcos fabulosos, batiendo contra un muelle de rocas colosales, contemplé la mar ilimitada y gris, sobre la cual se movían grandes sombras informes y cuya superficie se enturbiaba con inquietantes burbujas.

<p>III</p>

Como he dicho, estas visiones no fueron en un principio de carácter terrorífico. Sin duda, muchas personas han soñado cosas aún más extrañas, cosas que son el producto de una mezcla inconexa de detalles de la vida diaria, de cuadros y lecturas, fundidos fantásticamente por los caprichos de sueño.

Durante un tiempo, aun cuando nunca había tenido ningún sueño de este género, acepté mis visiones como cosa natural. Me dije que muchos de los elementos fantásticos de esas visiones procedían de causas triviales, aunque demasiado numerosas para poderlas identificar; otros, en cambio, eran probablemente una interpretación onírica de mis conocimientos elementales sobre la flora y el clima de hace ciento cincuenta millones de años, es decir, de la Edad Pérmica o Triásica.

En el curso de algunos meses, no obstante, el elemento terrorífico fue rápidamente en aumento, a medida que mis sueños iban tomando un aspecto inequívoco de recuerdos, y yo los relacionaba cada vez más con mis preocupaciones abstractas, con la sensación de que en mi memoria había sido borrado algo muy importante, con mi sorprendente concepción del tiempo, con la impresión de que, entre 1908 y 1913, había morado un intruso en mí, y con la inexplicable aversión que me causaba posteriormente mi propia persona.

Cuando comenzaron a aparecer determinados detalles de mis sueños, mi horror se centuplicó. En octubre de 1915 comprendí al fin que debía hacer algo. Fue entonces cuando emprendí el estudio intensivo de los casos de amnesia y visiones. Pensé que así podría objetivar mi estado de confusión y liberarme de la ansiedad que me oprimía.

Sin embargo, como he dicho antes, el resultado fue diametralmente opuesto a lo que había previsto. Mi angustia aumentó al descubrir que otras personas habían tenido idénticos sueños a los míos, y que algunos casos, además, se remontaban a épocas en que no cabía admitir ninguna clase de conocimiento geológico, y por consiguiente, ninguna idea sobre el paisaje de las edades prehistóricas.

Y lo que es más, en muchos de estos casos se especificaban ciertos pormenores y ciertas explicaciones que se relacionaban con los inmensos edificios y los selváticos jardines. Mis propias visiones eran ya bastante terroríficas en sí, pero lo que daban a entender o afirmaban algunos otros soñadores era pura locura y blasfemia. Lo peor de todo fue que la lectura de aquellas experiencias que contaban suscitó en mí nuevos sueños, aún más descabellados, y un presagio de revelaciones venideras. No obstante, casi todos los médicos me aconsejaron proseguir mi investigación.

Estudié psicología sistemáticamente y, por las mismas razones que yo, mi hijo Wingate me secundó, iniciando entonces los estudios que le llevaron por último a la cátedra que ocupa actualmente. En 1917 y 1918 me matriculé en varios cursos especiales de la Universidad del Miskatonic. Entretanto, continué examinando infatigablemente infinidad de documentos médicos, históricos y antropológicos, lo que me obligaba también a efectuar diversos viajes a algunas bibliotecas apartadas para leer los libros sobre artes ocultas y prohibidas, en las cuales parecía tan febrilmente interesada mi segunda personalidad.

Algunos de estos volúmenes eran, efectivamente, los mismos que había consultado yo durante mi periodo amnésico. Lo desconcertante de estos libros eran las anotaciones marginales y las correcciones en el texto, escritas en una caligrafía y un lenguaje que, en cierto modo, hacían pensar en algo ajeno por completo al hombre.

Casi todas estas anotaciones estaban redactadas en las lenguas respectivas de los diferentes libros, lenguas que el misterioso glosador parecía conocer sobradamente, aunque de modo académico. Sin embargo, en el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt figuraba una anotación que difería alarmantemente de las anteriores. Consistía en unos jeroglíficos curvilíneos, trazados con la misma tinta que las correcciones en alemán, pero en ellos no se reconocía ningún alfabeto humano. Y estos jeroglíficos eran asombrosa e inequívocamente análogos a los caracteres que constantemente se me aparecían en sueños, caracteres cuyo significado a veces, de manera fugaz, creía conocer o estaba a punto de recordar.

Para completar mi total confusión muchos bibliotecarios me aseguraron que, teniendo en cuenta mis anteriores indagaciones y las fechas en que había consultado los volúmenes en cuestión, era muy posible que todas estas notas hubiesen sido realizadas por mí durante mi estado de enajenación. Sin embargo, esto está en contradicción con el hecho de que yo ignoraba, y todavía ignoro, tres de aquellos idiomas.

Una vez reunidos los datos dispersos, antiguos y modernos, antropológicos y médicos, me encontré con una mezcla medianamente coherente de mitos y alucinaciones, cuya índole demencial me dejó completamente ofuscado. Sólo una cosa me consolaba: el hecho de que tales mitos existieran desde tiempos remotos. No podía siquiera imaginar qué ciencia olvidada había sido capaz de introducir tan atinadas descripciones de los paisajes paleozoicos o mesozoicos en aquellas fábulas primitivas. Pero el caso es que allí estaban, y, por lo tanto, existía una base real sobre la que cabía elaborar un modelo fijo de alucinaciones.

La amnesia creaba sin duda los rasgos generales de los mitos, pero después, los detalles fantásticos con que los propios enfermos enriquecían sus experiencias morbosas influían en las víctimas posteriormente, adoptando un extraño matiz de pseudo-recuerdo. Yo mismo, durante mis años de enajenación, había leído y oído infinidad de leyendas primitivas, como puso de manifiesto mi ulterior investigación. ¿No era natural, pues, que mis sueños sufrieran la influencia de los datos asimilados durante mi estado secundario?

Había mitos que se relacionaban con ciertas leyendas oscuras sobre la existencia de un mundo prehumano, y especialmente con las de origen hindú, que hablan de espantosos abismos de tiempo y forman parte del saber de los actuales teósofos.

El mito primordial y los modernos casos de amnesia coincidían en suponer que el género humano es tan sólo una —quizá la más insignificante— de las razas altamente evolucionadas que han gobernado los misteriosos destinos de nuestro planeta. Según esto, hubo seres de forma inconcebible que habían levantado torres hasta el cielo y ahondado en los secretos de la naturaleza, antes que el primer anfibio, remoto antepasado del hombre, saliese de las cálidas aguas de la mar, hace trescientos millones de años.

Algunos de aquellos seres habían bajado de las estrellas; otros eran tan viejos como el cosmos; otros se desarrollaron vertiginosamente de gérmenes de la tierra, tan alejados de los primeros orígenes de nuestro ciclo evolutivo, como éstos de nosotros mismos. En tales mitos se hablaba de miles de millones de años, y de misteriosas relaciones con otras galaxias y otros universos. En ellos, sin embargo, no existía el tiempo tal como lo concibe el hombre.

Pero la mayor parte de esas leyendas y esas visiones se refería a una raza relativamente tardía, de constitución extraña y complicada, distinta de cualquier forma de vida conocida por la ciencia actual, que se había extinguido tan sólo cincuenta millones de años antes de la aparición del hombre. Según los mitos había sido la raza más poderosa de todas, porque únicamente ella había. conquistado el secreto del tiempo.

Esta raza conocía la ciencia de todas las civilizaciones pasadas y futuras de la Tierra, ya que sus espíritus más poderosos poseían la facultad de proyectarse en el pasado y en el futuro, salvando incluso abismos de millones de años, con objeto de estudiar el saber de cada época. De las conquistas de esta raza derivaban todas las leyendas de profetas, incluidas las pertenecientes a ciclos mitológicos humanos.

Sus inmensas bibliotecas conservaban innumerables textos y grabados que resumían toda la historia de la Tierra. En ellos se describía cada una de las especies que existieron o llegarían a existir, con especial referencia a sus artes, sus realizaciones, sus lenguas y su psicología.

Gracias a esta ciencia incalculable, la Gran Raza tomaba de cada era y de cada forma de vida, las ideas, las artes y las técnicas que mejor convinieran a sus propias condiciones y circunstancias. El conocimiento del pasado, logrado mediante una especie de proyección mental que nada tenía que ver con nuestros cinco sentidos, era más difícil de conseguir que el del futuro.

El método para conocer el porvenir era más sencillo y material. Con ayuda de ciertos aparatos, la mente se proyectaba en el tiempo futuro tanteando su camino por medios extrasensoriales, hasta que localizaba la época deseada. Luego, después de varios ensayos preliminares, se apoderaba de uno de los mejores ejemplares de la forma de vida dominante en dicho periodo. Para ello, se introducía en el cerebro del organismo escogido y le imponía sus propias vibraciones, en tanto que la mente así desplazada se hundía en la noche de los tiempos, hasta la misma época del intruso, en cuyo cuerpo permanecía hasta que se efectuase el proceso inverso.

Entre tanto, la mente desplazada, se proyectaba a su vez hacia la época y el cuerpo del espíritu invasor, era cuidadosamente vigilada. Se impedía que dañase el cuerpo que ocupaba, y se le extraían todos los conocimientos útiles por medio de interrogatorios especiales, que a menudo se realizaban en su propia lengua, cuando la Gran Raza era capaz de expresarse en ella, merced a anteriores exploraciones del futuro.

Si el espíritu secuestrado provenía de un cuerpo cuyo idioma no podía reproducir la Gran Raza por falta de órganos adecuados, se recurría a unas máquinas ingeniosísimas, en las cuales era posible reproducir cualquier lengua extraña como en un instrumento musical.

Los miembros de la Gran Raza eran como enormes conos rugosos de unos cuatro metros de altura y tenían la cabeza y los demás órganos situados en el extremo de unos tentáculos retráctiles que les nacían en el mismo vértice del cono. Se comunicaban entre sí por medio de castañeteos y roces ejecutados con las garras o pinzas en que terminaban dos de sus cuatro miembros tentaculares, y avanzaban dilatando y contrayendo una capa muscular viscosa situada en la parte inferior de sus bases, de unos tres metros de diámetro.

Una vez disipado el aturdimiento del espíritu cautivo, y —suponiendo que viniese de un cuerpo totalmente distinto a los de la Gran Raza— perdido ya el horror por la forma extraña de su nuevo cuerpo provisional, se le permitía estudiar su situación y adquirir la portentosa sabiduría de esa raza.

Con las debidas precauciones, y a cambio de determinados servicios, se le permitía recorrer aquel extraño mundo en gigantescas aeronaves o en inmensos vehículos semejantes a embarcaciones atómicas que surcaban las grandes carreteras, y penetrar libremente en las bibliotecas que guardaban documentos sobre el pasado y el futuro del planeta.

Esto reconciliaba a muchos espíritus cautivos con su destino. Y no era de extrañar, puesto que se trataba únicamente de inteligencias muy elevadas, para las cuales el descubrimiento de los misterios insondables de la Tierra —capítulos concluidos de un pasado inconcebiblemente remoto y torbellinos vertiginosos del tiempo por venir— constituye siempre, a pesar de los horrores que puedan salir a la luz, la suprema experiencia de la vida.

En ocasiones, algunos eran autorizados a reunirse con otras inteligencias cautivas procedentes del futuro; de este modo, era posible cambiar impresiones con otros seres inteligentes de cien mil o un millón de años antes o después de sus propias épocas. Y a todos se les invitaba a escribir, cada uno en su lengua, detallados informes de sus respectivos periodos, los cuales pasaban a engrosar los grandes archivos centrales.

Puede añadirse que había ciertos cautivos cuyos privilegios eran infinitamente superiores a los de los demás. Eran los desterrados a perpetuidad, seres del futuro despojados de sus cuerpos por los espíritus más elevados de la Gran Raza que, abocados a la muerte, trataban de evitar así la extinción de sus inteligencias.

Tales desterrados melancólicos no eran tan numerosos como sería de esperar, ya que la longevidad de la Gran Raza reducía su apego a la vida, especialmente entre sus individuos superiores, capaces de proyectarse indefinidamente hacia tiempos remotos. De estos casos de proyección permanente se habían derivado muchos de aquellos desdoblamientos duraderos de personalidad recogidos en la historia, incluso en la del género humano.

En cuanto a los casos ordinarios de exploración, cuando la mente proyectada en el futuro había aprendido lo que deseaba, construía un aparato como el que le había permitido su viaje por el tiempo, e invertía el procedimiento de proyección. Así regresaba a su cuerpo y época, mientras el espíritu cautivo recuperaba su correspondiente cuerpo orgánico del futuro.

Sólo era imposible esta restitución cuando uno u otro de los cuerpos fallecía durante el periodo de intercambio. En tales casos, naturalmente, el espíritu explorador —como el de los que habían huido de la muerte— se veía obligado a vivir la vida de un cuerpo extraño del futuro, o bien el alma cautiva —como la de los desterrados perpetuos— tenía que terminar sus días en el pasado bajo la forma de la Gran Raza.

Este destino era menos horrible cuando el espíritu cautivo pertenecía también a la Gran Raza, lo cual no era raro, ya que, como es natural, dicha raza estaba profundamente interesada en su propio futuro. El número de desterrados perpetuos de la Gran Raza era escaso, debido a las tremendas penas con que castigaban a los moribundos que pretendían usurpar un cuerpo futuro de su propia estirpe.

Por medio de la proyección, dichas sanciones se infligían a los espíritus transgresores en sus propios cuerpos futuros recién invadidos. A veces eran obligados incluso a efectuar la restitución del cuerpo usurpado.

Se habían descubierto —y corregido— casos muy complejos de desplazamiento de espíritus exploradores, o mentes ya cautivas, provocados por otros individuos procedentes de diversas épocas del pasado. Desde el descubrimiento de la proyección mental, había en todas las épocas un porcentaje pequeño pero reconocible de los individuos de la Gran Raza, pertenecientes a edades pretéritas, que permanecían en sus cuerpos prestados durante un tiempo más o menos largo.

Cuando una mente cautiva de origen extranjero era restituida a su propio cuerpo futuro, se la purificaba mediante una complicada hipnosis mecánica de todo cuanto hubiera aprendido en la época de la Gran Raza. Esta purificación se hacía en atención a ciertas consecuencias catastróficas que podían acarrear con el traslado de esas enormes cantidades de saber a un mundo futuro.

Siempre que el saber de la Gran Raza se había filtrado hasta otras edades, se habían producido —y seguirían produciéndose en ciertos momentos de la historia— grandes desastres. Según las viejas crónicas, eran precisamente dos de esas filtraciones, las que habían permitido a la humanidad descubrir lo poco que sabía acerca de la Gran Raza.

En la actualidad, de aquel mundo remoto y distante apenas quedaban unas cuantas ruinas ciclópeas en algún rincón apartado y en los abismos oceánicos, y los textos fragmentarios de los terribles Manuscritos Pnakóticos.

De esta forma, la mente liberada regresaba a su propia época con una visión muy vaga de su estancia en ese otro mundo. Se le extirpaba la mayor cantidad posible de recuerdos, de manera que en la mayoría de los casos sólo conservaba un vacío de sueños nebulosos de ese periodo. Algunos espíritus recordaban más que otros, y el azar, conjuntando a veces los recuerdos brumosos, había permitido en ocasiones que el futuro vislumbrase fugazmente su propio pasado prohibido.

Indudablemente en ninguna época de la historia de la Tierra ha dejado de haber sectas místicas o esotéricas que venerasen en secreto esos vislumbres de otro mundo. En el Necronomicon se menciona a este respecto que entre los seres humanos ha existido un culto de esta naturaleza, encaminado a facilitar el regreso de los espíritus procedentes de la época de la Gran Raza.

Y mientras tanto, la Gran Raza misma, bordeando los límites de la omnisciencia, se dedicaba a intercambiar sus espíritus con los moradores de otros planetas, y a explorar sus pasados y sus futuros. Asimismo, trataba de remontarse, cara al pasado, hasta el origen de aquel orbe negro, perdido en el espacio y el tiempo, de donde procedía su propia herencia intelectual, ya que sus espíritus eran más viejos que sus estructuras orgánicas.

Los habitantes de un orbe agonizante e incalculablemente antiguo, conocedores de los últimos secretos, habían buscado en el porvenir un mundo, unas especies nuevas capaces de garantizarles larga vida. Una vez determinada la raza del futuro que reunía las condiciones más idóneas para albergarlos, sus espíritus emigraron a ella en masa. Así fue cómo se apoderaron de los seres cónicos que habían poblado nuestra tierra hace un billón de años.

De este modo surgió la Gran Raza en la Tierra, en tanto que los espíritus desposeídos fueron proyectados por millares hacia el pasado, y se vieron condenados a morir en el horror de unos organismos extraños que pertenecían a un mundo extinguido. Más tarde, la Gran Raza tendría que enfrentarse nuevamente con la muerte, si bien lograría sobrevivir, una vez más, lanzando al futuro a sus espíritus más selectos, que ocuparían los cuerpos de otra especie biológica de mayor longevidad.

Tal era la epopeya que parecía desprenderse del conjunto de mitos y alucinaciones estudiados por mí. Cuando, en 1920, terminé de poner en orden los resultados de mi investigación, sentí un alivio en la ansiedad que me había dominado al principio. Después de todo, y a pesar de los desvaríos suscitados por oscuras emociones, ¿no era explicable todo lo que me pasaba?

Una eventualidad cualquiera pudo haberme inclinado a estudiar las ciencias esotéricas durante mi estado de amnesia, y de ahí que leyese todas esas horrendas historias y me relacionara con los miembros de cultos antiguos y maléficos, lo cual me había proporcionado material suficiente para los sueños y los trastornos emocionales que llevaba padeciendo desde que recobré la memoria.

Por lo que se refiere a esas notas marginales, escritas en fantásticos jeroglíficos y lenguas desconocidas para mí, que los bibliotecarios me atribuían, tampoco eran decisivas. Podía haber aprendido someramente esas lenguas durante mi amnesia. En cuanto a los jeroglíficos, sin duda los había forjado mi fantasía a partir de las descripciones leídas en las viejas leyendas, introduciéndolos después en mis sueños.

Traté de comprobar algunos pormenores dirigiéndome a ciertos dirigentes de cultos secretos, pero nunca conseguí establecer relaciones satisfactorias con ellos.

A veces, el paralelismo existente entre tantos casos de épocas tan distintas me preocupaba como al principio; pero me tranquilicé, diciéndome que las leyendas terroríficas estaban indudablemente más extendidas en el pasado que en el presente.

Era probable que todas las demás víctimas de crisis análogas a la mía hubiesen sabido a fondo, y desde mucho tiempo atrás, los relatos que llegaron a mi conocimiento durante mi amnesia. Al perder la memoria se habían tomado a sí mismos por los personajes de tales fantasías, por los fabulosos invasores que suplantaban el espíritu de los hombres, y emprendían la búsqueda de un saber que creían poder conseguir en un imaginario pasado prehumano.

Después, cuando recobraban la memoria, invertían el mismo proceso asociativo y ya no se tomaban a sí mismos por espíritus intrusos, sino por los propios cautivos. De ahí que los sueños y pseudo-recuerdos se ajustasen al modelo mitológico comúnmente admitido.

A pesar de que esta explicación resultaba un tanto rebuscada, me pareció la más verosímil, y a ella me atuve. Las demás no tenían pies ni cabeza. Por otra parte, había un crecido número de psicólogos y antropólogos eminentes que coincidía conmigo.

Cuanto más reflexionaba, más convincente me parecía mi razonamiento. Puede decirse que, hasta el final, dispuse de un baluarte realmente eficaz contra las visiones y las sensaciones desagradables que todavía me asaltaban. ¿Que veía cosas extrañas durante la noche? No eran más que producto de mis lecturas y de lo que había oído. ¿Que tenía sensaciones desagradables y pseudo-recuerdos? Se trataba solamente de un reflejo de lo que había asimilado durante mi amnesia. Ninguno de mis sueños, ninguna de mis sensaciones, podían tener significado real.

Fortalecido por esta filosofía mi equilibrio nervioso mejoró considerablemente, aun cuando las visiones se fueron haciendo más frecuentes y circunstanciadas. En 1922 me sentí capaz de reanudar mis actividades habituales.

Aprovechando mis conocimientos últimamente adquiridos, me hice cargo de una cátedra de Psicología en la Universidad.

Hacía tiempo que mi antigua cátedra de Economía Política había sido cubierta. Además, los métodos de enseñanza de esa disciplina habían variado muchísimo desde mis tiempos. Por si fuera poco, mi hijo se hallaba a la sazón ampliando estudios, con vistas a conseguir su actual cátedra, y con frecuencia trabajábamos juntos.

<p>IV</p>

No obstante, continué tomando notas minuciosamente de los sueños extravagantes que me asaltaban, cada vez más frecuentes y más vívidos. Me dije que tales descripciones eran muy valiosas desde el punto de vista psicológico. Mis visiones tenían ese horrible no sé qué de recuerdos dudosos, pero yo hacía lo posible por desechar esta impresión, y lo conseguía.

Cuando hablaba de estos fantasmas en mis notas, los trataba como si fueran reales; en cambio, en cualquier otra circunstancia, los apartaba de mí como caprichosos desvaríos de la noche. Aunque jamás he mencionado tales asuntos en mis conversaciones, lo cierto es que —como suele suceder en estos casos— la gente había tenido noticia de ello y habían corrido ciertas habladurías sobre mi salud mental. Lo gracioso es que estas habladurías circulaban sólo entre gentes de escasos conocimientos; jamás en una tertulia de médicos o psicólogos.

Poca cosa diré aquí sobre mis visiones posteriores a 1914, ya que existen datos e informes a disposición de los que deseen consultarlos. Es evidente que, con el tiempo, iba disminuyendo de algún modo la inhibición de mi memoria, puesto que la extensión de mis visiones fue gradualmente en aumento, aunque seguían siendo fragmentos incoherentes, inmotivados al parecer.

En mis sueños me pareció adquirir una mayor libertad de movimientos. Flotaba a través de muchos y extraños edificios de piedra, yendo de unos a otros por unos pasadizos subterráneos de inmensas proporciones que parecían constituir su vía de acceso habitual. A veces, en el piso de los recintos inferiores, me tropezaba con aquellas gigantescas trampas selladas, de las cuales emergía un aura de amenaza.

Veía también unos estanques enormes, pavimentados de mosaico, y unas estancias repletas de curiosos e inexplicables utensilios de mil clases diferentes. Recorría cavernas colosales que contenían maquinarias complicadas, cuyos contornos me resultaban enteramente desconocidos y que producían un ruido que llegué a percibir solamente después de soñar con ellas durante muchos años. Quiero hacer constar aquí que la vista y el oído son los dos únicos sentidos que he utilizado en ese mundo de quimeras.

El verdadero horror comenzó en mayo de 1915, cuando vi por primera vez un ser vivo. Esto sucedió antes de que mis estudios pusieran de manifiesto lo que cabía esperar de aquella mezcla de pura ficción y de historias clínicas. Al disminuir mis barreras mentales, empecé a distinguir grandes masas vaporosas en distintas partes del edificio y en las calles.

Las visiones se hicieron más consistentes y nítidas, hasta que por fin fui capaz de percibir sus monstruosos perfiles con inquietante facilidad. Eran algo así como unos conos enormes, iridiscentes, de unos tres o cuatro metros de altura y otros tantos de diámetro en sus bases; parecían hechos de alguna sustancia rugosa y semielástica. De su vértice nacían cuatro tentáculos flexibles, cilíndricos, de unos treinta centímetros de espesor, y de la misma sustancia rugosa que el resto.

Estos tentáculos se retraían a veces hasta casi desaparecer; otras veces, se alargaban hasta alcanzar cuatro metros de longitud. Dos de ellos terminaban en enormes garras o pinzas. En el extremo del tercero había cuatro apéndices rojos en forma de trompetas. El cuarto terminaba en un globo irregular amarillento, de medio metro de diámetro, provisto de tres grandes ojos oscuros situados horizontalmente en su mitad.

Esta cabeza estaba coronada por cuatro pedúnculos delgados y grises, rematados a su vez por unas excrecencias que parecían flores, y en su parte inferior colgaban ocho antenas o palpos verdosos. La gran base del cuerpo cónico estaba orlada por una sustancia gris, elástica y contráctil que constituía el aparato locomotor de ese organismo.

Sus movimientos, aunque inofensivos, me horrorizaban aún más que su apariencia. Resultaba malsano ver unos objetos monstruosos comportándose como seres humanos. Sin embargo, esas criaturas estaban inequívocamente dotadas de inteligencia: se movían por las grandes habitaciones, cogían libros de los estantes y los llevaban a las mesas o viceversa, a veces escribían con presteza valiéndose de una curiosa varilla que empuñaban con las antenas verdosas de la parte inferior de la cabeza. Sus enormes pinzas les servían para coger los libros y también para comunicarse mediante un lenguaje que consistía en una especie de castañeteo.

Estos seres no usaban vestidos, pero llevaban unas bolsas o alforjas colgando de la parte superior del tronco... Normalmente llevaban la cabeza y el miembro que la soportaba a la altura del vértice del cono, pero la bajaban y subían con frecuencia.

Los otros tres grandes tentáculos, cuando se hallaban en estado de reposo, solían colgar a los lados del cono, retraídos hasta la mitad de su longitud. Por la velocidad con que leían, escribían y manejaban sus máquinas —en las mesas había varias de ellas que al parecer se relacionaban de algún modo con el pensamiento—, saqué la conclusión de que su inteligencia era incomparablemente superior a la del hombre.

Más tarde llegué a verlos en todas partes: pululaban en salones y corredores, manejaban sus máquinas en las criptas abovedadas, recorrían sus vastas carreteras a bordo de gigantescos vehículos en forma de barcos. Dejé de tenerlos miedo, ya que resultaban perfectamente naturales en su medio ambiente.

Luego empecé a ser capaz de percibir diferencias entre distintos individuos. Algunos parecían sufrir cierta invalidez; físicamente eran idénticos a los demás, pero sus gestos y costumbres los diferenciaban, no sólo de la mayoría, sino incluso entre sí.

Escribían sin cesar; y sin embargo, no utilizaban jamás los jeroglíficos curvilíneos tan característicos de los demás, sino una gran variedad de alfabetos. Con todo, no estoy muy seguro de esto porque mis visiones habían perdido mucha nitidez. Me pareció que algunos empleaban nuestro habitual alfabeto latino. La mayoría de estos individuos enfermos, eso sí, trabajaba mucho más lentamente que sus congéneres.

Durante mucho tiempo yo era en mis sueños como una conciencia incorpórea dotada de un campo visual más amplio de lo normal, que flotaba libremente en el espacio, aunque utilizaba para desplazarme los medios de transporte y las vías de acceso habituales en ese mundo. Hasta agosto de 1915 no me empezó a atormentar el problema de mi existencia corporal. Y digo atormentar porque, aunque de manera abstracta al principio, dicho problema se me planteó al reaccionar —¡horrible asociación!— mi repugnancia a contemplar mi propio cuerpo con el contenido de mis sueños y visiones.

Durante algún tiempo mi principal preocupación en sueños había sido evitar la visión de mi propio cuerpo, y recuerdo cuánto agradecí entonces la total ausencia de espejos en aquellas extrañas habitaciones. Pero me sentía muy turbado por el hecho de que siempre veía las enormes mesas —cuya altura no sería inferior a tres metros y medio— como si mis ojos se encontrasen al mismo nivel, por lo menos, que su superficie.

Y entonces comencé a sentir cada vez más la morbosa tentación de mirarme. Una noche, por fin, no pude resistir. Al primer golpe de vista no vi absolutamente nada. Un momento después supe por qué: mi cabeza estaba situada al final de un cuello flexible de una longitud increíble. Encogiendo este cuello y mirando atentamente hacia abajo, distinguí una forma cónica y rugosa, iridiscente, cubierta de escamas, de unos cuatro metros de altura y otros tantos de diámetro en la base. Aquella noche desperté a medio Arkham con mi alarido, al saltar como loco de los abismos del sueño.

Sólo después de repetir el mismo sueño, una y otra vez, durante semanas enteras, conseguí acostumbrarme a esta monstruosa visión de mí mismo. Comprobé desde entonces que, en mis visiones, me movía corporalmente entre los demás seres desconocidos, que leía como ellos en los terribles libros de los estantes interminables, y que pasaba horas enteras escribiendo en las grandes mesas, con un punzón, manejado gracias a las antenas que me colgaban de la cabeza.

En mi memoria perduraban retazos de lo que leí y escribí entonces. Estudié las crónicas horribles de otros mundos y otros universos, y tuve conocimiento de las vidas sin forma que palpitan más allá de todo universo. Leí las historias de extraños seres que habían poblado el mundo en tiempos olvidados, y los anales de ciertas criaturas de prodigiosa inteligencia y cuerpo grotesco, que lo habitarían millones de años después que muriese el último hombre.

Asimismo leí capítulos enteros de la historia del hombre, cuyo contenido no sospecharía jamás un erudito de nuestros días. La mayoría de estos textos estaban escritos en los caracteres jeroglíficos que estudiaba yo con ayuda de unas máquinas zumbadoras, y que correspondía a un lenguaje verbal aglutinante de raíz diversa a la de cualquier idioma humano conocido.

Había otros volúmenes que estaban redactados en lenguas distintas, igualmente desconocidas, que, sin embargo, aprendí por el mismo método. De los idiomas utilizados en aquel mundo, había poquísimos que conociese yo. Las numerosas y muy expresivas ilustraciones, intercaladas a veces en los textos y, otras, encuadernadas en volúmenes aparte, constituían para mí una ayuda inapreciable. Y si no recuerdo mal, durante toda aquella temporada compaginé mis lecturas y estudios con la redacción, en inglés, de una crónica de mi propia época. Al despertar de tales sueños, sólo recordaba algunos detalles mínimos e inconexos de los idiomas desconocidos que había dominado; en cambio, en mi memoria quedaban flotando frases enteras de la historia que yo escribía en inglés.

Aun antes de que mi personalidad vigil estudiase los casos similares al mío o los viejos mitos de donde sin duda procedían los sueños, ya sabía yo que los seres de ese mundo onírico pertenecían a la raza más grande del mundo, a la raza que había conquistado el tiempo y había enviado espíritus exploradores a todas las eras del universo. Sabía también que yo había sido arrancado de mi época, mientras un intruso ocupaba mi cuerpo, y que algunos de los demás cuerpos cónicos alojaban mentes capturadas de manera similar. En mis sueños, me comuniqué —mediante el castañeteo de mis pinzas— con los espíritus exiliados que procedían de todos los rincones del sistema solar.

Había un espíritu que viviría, en un futuro incalculablemente lejano, en el planeta que llamamos Venus, y otro que había vivido en uno de los satélites de Júpiter hace seis millones de años. Entre los moradores de la Tierra, conocí varios representantes de cierta raza semivegetal y alada, de cabeza estrellada, que había dominado la Antártida paleocena; a un espíritu perteneciente al pueblo reptil de la legendaria Valusia; a tres de los seres peludos que habían adorado a Tsathoggua en Hiperbórea, antes de la aparición del género humano; a uno de los abominables Tcho-Tchos; a dos de los arácnidos que poblarán la última edad de la Tierra; a cinco de la raza de coleópteros que sucederá inmediatamente al hombre, y a la cual un día, ante una amenaza insoslayable y terrible, la Gran Raza trasladaría en masa sus espíritus más aventajados. Igualmente, conocí a varios individuos procedentes de distintas ramas de la humanidad.

Tuve ocasión de conversar con el espíritu de Yiang-Li, filósofo del cruel imperio del Tsan-Chan, que florecerá en el año 5000 de nuestra era; con el de un general de cierto pueblo moreno de cabeza enorme, que gobernó en Africa del Sur 50.000 años antes de Cristo; con el de un monje florentino del siglo XII, llamado Bartolomeo Corsi; con el de un rey de Lomar, que reinó en aquel terrible país polar, cien mil años antes de que los amarillos Inutos viniesen de Oriente a someterlo.

Conversé con el espíritu de Nug-Soth, mago de los conquistadores negros que invadirán el mundo en el año 16000 de nuestra era; con el de un romano llamado Titus Sempronius Blaesus, que había sido cuestor en tiempos de Sila; con el de un egipcio de la decimocuarta dinastía llamado Khephnés, que me reveló el horrible secreto de Nyarlathotep; con el de un sacerdote del reino central de Atlantis; con el de James Woodville, señor de Suffolk en tiempos de Cromwell; con el de un astrónomo peruano del periodo preincaico; con el de un médico australiano, Nevel Kingston-Brown, que morirá en el año 2518 d. J.; con el de un archimago del reino de Yhe, perdido en el Pacífico; con el de Theodotides, oficial greco-bactriano del año 200 a. J.; con el de un anciano francés del tiempo de Luis XIII, llamado Pierre-Louis Montagny; con el de Crom-Ya, caudillo cimerio del año 15000 antes de Jesucristo; y con tantos otros, que no puedo retener los sorprendentes secretos y las turbadoras maravillas que me revelaron.

Todas las mañanas me despertaba con fiebre. Cuando los datos aprendidos en sueños podían caer dentro del campo de la ciencia actual, me lanzaba desesperadamente a los libros para comprobar su veracidad o error. Los hechos tradicionalmente conocidos adquirían así nuevos y dudosos aspectos, y yo me maravillaba ante aquellas fantasías oníricas capaces de añadir detalles tan atinados y sorprendentes a la historia de la ciencia.

Me estremecí ante los misterios que oculta el pasado, y temblé por las amenazas que el futuro nos depara. Prefiero no consignar aquí lo que insinuaban los seres post-humanos sobre el destino final de nuestra especie.

Después del hombre vendría una poderosa civilización de escarabajos, de cuyos cuerpos se apoderarían los miembros más selectos de la Gran Raza, cuando se abatiera sobre su mundo ancestral una terrible catástrofe. Después, al concluir el ciclo de la Tierra, sus espíritus emigrarían nuevamente a través del tiempo y el espacio, y se alojarían en los cuerpos de unos seres bulbosos y vegetales que habitan el planeta Mercurio. Pero aun después de su emigración, nacerían especies nuevas que se aferrarían patéticamente a nuestro planeta ya frío, y abrirían galerías hasta su mismo centro, antes del desenlace final.

Entre tanto, en mis sueños —impulsado en parte por mi propio deseo, y en parte por las promesas que se me habían hecho de concederme mayor libertad de movimiento y más oportunidades de estudio—, seguía escribiendo infatigablemente la historia de mi propia época, que habría de enriquecer la biblioteca central de la Gran Raza. Esta biblioteca se albergaba en una colosal estructura subterránea, próxima al centro de la ciudad. La llegué a conocer perfectamente gracias a mis frecuentes consultas y visitas.

Concebido para durar tanto como la misma raza que lo construyera, y para resistir las más violentas convulsiones de la tierra, este titánico archivo sobrepasaba a todos los demás edificios en tamaño y solidez.

Los documentos, escritos o impresos en grandes hojas de una especie de celulosa extraordinariamente resistente, estaban encuadernados en volúmenes que se abrían por su parte superior y se guardaban en estuches individuales de un metal grisáceo, inoxidable e increíblemente ligero. Cada estuche estaba decorado con motivos matemáticos y llevaba el título grabado en los jeroglíficos curvilíneos de la Gran Raza.

Los volúmenes, así protegidos, estaban ordenados en hileras de cofres rectangulares, fabricados con el mismo metal inoxidable, que se cerraban mediante un complicado sistema de cerrojos, La historia que yo estaba escribiendo tenía ya asignado un lugar en uno de los cofres de la parte inferior, reservada a los vertebrados, en la sección dedicada a las civilizaciones de la humanidad y de las razas reptilianas y peludas que le habían precedido en nuestro planeta.

Ningún sueño me proporcionó un cuadro completo de la vida cotidiana de ese mundo. Sólo capté retazos brumosos e inconexos que ni siquiera guardaban orden de sucesión. Tengo, por ejemplo, una idea muy imprecisa de la forma en que se desarrollaba mi propia vida en el mundo de los sueños; sin embargo, me parece que tenía una gran habitación de piedra para mi uso personal. Mis limitaciones como prisionero fueron desapareciendo gradualmente, de forma que algunas noches soñé que viajaba por las titánicas calzadas de la selva y que visitaba ciudades extrañas y exploraba las enormes torres sin ventanas, las torres negras y ruinosas que tan extraordinario terror inspiraban a la Gran Raza. Hice también largos viajes por mar en unos buques inmensos de muchas cubiertas e increíble velocidad, y expediciones por regiones salvajes en cohetes aerodinámicos de propulsión eléctrica.

Más allá del vasto y cálido océano se alzaban otras ciudades de la Gran Raza, y en un lejano continente vi los toscos poblados de unas criaturas aladas de negro hocico, que evolucionarían como estirpe dominante cuando la Gran Raza hubiese enviado a sus espíritus más selectos hacia el futuro para huir del horror que amenazaba. Los paisajes, siempre llanos, se caracterizaban por un verdor fresco y exuberante. Las pocas colinas que se destacaban eran bajas y, a menudo, de naturaleza volcánica.

Podría escribir libros enteros sobre los animales que poblaban aquel mundo. Todos eran salvajes, puesto que el elevado nivel técnico de la Gran Raza había suprimido los animales domésticos y permitía una alimentación enteramente vegetal o sintética. Toscos reptiles de gran tamaño surgían vacilantes de las ciénagas brumosas, agitaban sus alas en una atmósfera densa y pesada, o surcaban los lagos y los mares. Entre ellos, me pareció reconocer prototipos arcaicos y rudimentarios de los pterodáctilos, laberintodontos, plesiosaurios, y demás dinosaurios conducidos por la paleontología. No descubrí aves ni mamíferos.

En tierra y en las ciénagas rebullían serpientes, lagartos y cocodrilos, y los insectos zumbaban incesantemente entre la lujuriante vegetación. Mar afuera unos monstruos insospechados lanzaban altas columnas de espuma al cielo vaporoso. En una ocasión descendí al fondo del océano en un submarino gigantesco, provisto de proyectores que permitían contemplar unas torpes criaturas acuáticas de pavorosa magnitud, y ruinas de arcaicas ciudades sumergidas. Allá, en los abismos más oscuros, abundaban también corales, peces, crinoideos, braquiópodos y un sinfín de formas de vida.

En mis sueños saqué muy poco en claro sobre la fisiología, psicología, costumbres e historia de la Gran Raza. Gran parte de las observaciones que aquí hago, han sido deducidas de mis estudios, más que de mis sueños propiamente dichos.

En efecto, llegó el momento en que mis lecturas e investigaciones rebasaron mis sueños en muchos aspectos, de suerte que, en ocasiones, no eran más que una corroboración de lo que había estudiado.

La época en que se situaban mis sueños correspondía al final de la Era Paleozoica o principios del Mesozoico, hace unos ciento cincuenta millones de años. Los cuerpos ocupados por la Gran Raza no correspondían a ningún estadio evolutivo conocido por la ciencia; sin duda eran eslabones perdidos que no habían dejado descendencia en nuestro planeta. Biológicamente poseían una estructura orgánica hom*ogénea y diferenciada, a mitad de camino entre el vegetal y el animal.

Su actividad celular y metabólica era de tales características, que apenas sentían fatigas y no necesitaban dormir. El alimento, ingerido mediante unos apéndices rojos en forma de trompeta que se alojaban en uno de sus tentáculos retráctiles, era semilíquido y en nada se parecía al de los animales hoy existentes.

Sólo poseían dos órganos de los que llamamos nosotros sensoriales: la vista y el oído. Este último se localizaba en unas excrecencias parecidas a flores que les crecían en la parte superior de la cabeza. Pero, además, poseían muchos otros sentidos, incomprensibles para mí, que nunca sabían utilizar correctamente los espíritus cautivos que habitaban sus cuerpos. Sus tres ojos estaban situados de tal modo que les proporcionaba un campo visual mucho más amplio que el nuestro. Su sangre era una especie de licor verde oscuro muy espeso.

Carecían de sexo. Se reproducían por medio de semillas o esporas que llevaban formando racimos cerca de la base, y que germinaban solamente bajo el agua. Para el desarrollo de sus crías utilizaban grandes estanques de escasa profundidad. Debo señalar a este respecto que, en razón de lalongevidad de esa raza —unos 400 o 500 años por término medio— sólo permitían la germinación de un número muy limitado de esporas.

Las crías defectuosas eran eliminadas tan pronto como se manifestaba su anomalía. Al carecer de tacto e ignorar el dolor, reconocían la enfermedad y la proximidad de la muerte mediante síntomas accesibles a la vista o al oído.

El muerto se incineraba en medio de grandes ceremonias. De cuando en cuando, como he dicho anteriormente, un espíritu sagaz escapaba de la muerte proyectándose hacia el futuro; pero tales casos no eran frecuentes. Cuando esto ocurría, el espíritu desposeído era tratado con suma benevolencia hasta la total desintegración de su recién adquirida morada.

La Gran Raza constituía una sola nación, aunque de características muy variadas, según las regiones. Estaba dividida en cuatro provincias que únicamente tenían de común las instituciones fundamentales. En todas ellas imperaba un sistema político y económico que recordaba a nuestro socialismo, aunque con cierto matiz fascista. La riqueza se distribuía racionalmente. El poder ejecutivo lo detentaba una pequeña junta de gobierno elegida mediante votación por los ciudadanos capaces de superar ciertas pruebas psicológicas y culturales. La estructura de la familia era sumamente laxa, aunque se reconocía la existencia de ciertos vínculos entre los individuos del mismo linaje y los jóvenes eran educados generalmente por sus padres.

Sus semejanzas con las actitudes e instituciones humanas se ponían de relieve en el terreno del pensamiento abstracto y en lo que tienen de común todas las formas de vida orgánica. Se parecían igualmente a nosotros en aquello que nos habían copiado, ya que la Gran Raza sondeaba el futuro para sacar de él lo que le conviniese.

La industria, mecanizada en alto grado, exigía muy poco tiempo de cada ciudadano; las horas libres, que eran muchas, se empleaban en actividades intelectuales y estéticas de todas clases.

Las ciencias habían alcanzado un nivel increíble, y el arte era un componente esencial de la vida, aunque en el periodo de mis sueños comenzaba ya a declinar. La tecnología se veía enormemente estimulada por la constante lucha por la supervivencia, y por la necesidad de proteger los edificios de las grandes ciudades contra los prodigiosos cataclismos geológicos de aquellos días primigenios.

El índice de criminalidad era sorprendentemente bajo; una policía eficaz se encargaba de mantener el orden. Los castigos oscilaban entre la pérdida de los privilegios y la pena de muerte, pasando por el encarcelamiento y lo que llamaban «penalización emocional». La justicia nunca se administraba sin estudiar minuciosamente los motivos del criminal.

Las guerras eran poco frecuentes, pero terribles y devastadoras. Durante los últimos milenios, aparte algunas guerras civiles, llevaron a cabo grandes expediciones bélicas contra los Primordiales, alados y de cabeza estrellada, que ocupaban las regiones antárticas. Había un ejército enorme, pertrechado con unas terribles armas eléctricas parecidas a nuestras actuales cámaras fotográficas, que se mantenía siempre alerta por si surgiera una amenaza concreta que jamás se mencionaba, pero relacionada, evidentemente, con las negras ruinas sin ventanas y las trampas selladas de los subterráneos.

Jamás confesaban abiertamente el horror que inspiraban aquellas ruinas de basalto y aquellas trampas. A lo sumo, se referían a esos lugares prohibidos de manera recelosa. Era igualmente significativo el hecho de que no encontrara ninguna referencia a este temor en los libros que pude consultar. Creo que era el único tabú de la Gran Raza, y me dio la impresión de que tenía alguna relación, no sólo con las luchas pasadas, sino también con ese peligro futuro que un día forzaría a la Gran Raza a enviar al futuro sus espíritus más elevados.

Todo era confuso en mis sueños, pero este asunto en particular estaba envuelto en sombras aún más desorientadoras. Por otra parte, las crónicas lo eludían... o habían eliminado de ellas, por alguna razón, toda referencia a esta cuestión. En mis sueños, como en los de los demás, no era posible descubrir pista alguna. Los miembros de la Gran Raza silenciaban el problema, de manera que lo único que sabía era lo que me habían contado algunas mentes cautivas de singular perspicacia.

Según me dijeron, lo que tanto terror inspiraba a la Gran Raza eran ciertos seres espantosos y arcaicos, parecidos a los pólipos, que llegaron desde unos universos inconmensurablemente distantes, y dominaron la Tierra y otros tres planetas más del sistema solar, hace seiscientos millones de años. Poseían una constitución sólo parcialmente material —según lo que nosotros entendemos por materia—, y su tipo de conciencia y medios de percepción diferían muchísimo de los de cualquier organismo terrestre. Por ejemplo, carecían de vista, por lo que su mundo perceptible era una extraña mezcla de impresiones no visuales.

Sin embargo, estas entidades eran lo bastante corpóreas para manejar objetos materiales cuando se hallaban en aquellas zonas cósmicas donde había materia, y necesitaban alojamientos de un tipo muy peculiar. Aunque sus sentidos podían atravesar todas las barreras materiales, su propia sustancia no poseía esta facultad. Determinados tipos de energía eléctrica podían destruirlas totalmente. Podían desplazarse por el aire, a pesar de carecer de alas o de cualquier otro medio de vuelo. Sus mentes eran de tal índole, que la Gran Raza no había podido efectuar con ellas ningún intercambio.

Cuando estas criaturas llegaron a la Tierra, construyeron poderosas ciudades de basalto con grandes torres sin ventanas, y devoraron todos los seres vivos que encontraron. Entonces fue cuando llegaron los espíritus de la Gran Raza, procedentes de aquel oscuro mundo transgaláctico que, según las turbadoras y discutibles Arcillas de Eltdown, recibe el nombre de Yith.

Merced a su prodigiosa técnica, no les fue difícil a los recién llegados sojuzgar a las voraces criaturas y recluirlas en las cavernas subterráneas que, comunicadas con sus torres de basalto, habían comenzado a habitar.

Luego sellaron las entradas y, abandonando a su suerte a las criaturas ancestrales, ocuparon la mayoría de sus grandes ciudades y conservaron algunos de sus edificios principales por temor más que por indiferencia o interés científico o histórico,

Pero con el transcurso del tiempo, se comenzaron a percibir ciertos signos ominosos de que las entidades prisioneras crecían en fortaleza y número, y ensanchaban su mundo inferior. En algunas ciudades remotas habitadas por la Gran Raza, y en ciertos pueblos abandonados —lugares en que el mundo subterráneo no había sido sellado o carecía de una vigilancia eficaz— se llegaron a producir irrupciones esporádicas que revistieron un carácter especialmente horrible.

Después de aquellos conatos de invasión adoptaron mayores precauciones y cerraron casi todos los accesos a las regiones inferiores. En algunas bocas de entrada se colocaron trampas selladas con objeto de disponer de ciertas ventajas estratégicas sobre los monstruos, en caso de que consiguieran surgir por algún lugar inesperado.

Las irrupciones de estas criaturas debieron de ser espantosas, ya que habían llegado a modificar de forma permanente la psicología de la Gran Raza, a la que inspiraban tal horror, que ninguno de sus miembros se atrevía a hacer comentarios sobre ellos. Por mucho que quise, no pude obtener ni la menor descripción de su aspecto.

A lo sumo, se hacían alusiones veladas a su proteica plasticidad, y a que atravesaban temporadas en que se hacían visibles. En una ocasión, alguien insinuó que eran capaces de dominar los vientos y utilizarlos con fines bélicos. Parece ser que con estos seres se asociaban también ciertos ruidos sibilantes y determinadas huellas de pies enormes, dotados de cinco dedos, que aparecieron en algunos parajes desolados.

Era evidente que el futuro cataclismo tan desesperadamente temido por la Gran Raza —cataclismo que un día arrojaría millones de espíritus superiores a los abismos del tiempo para invadir los cuerpos extraños de una especie aún no existente— se relacionaba con una última irrupción victoriosa de los seres primordiales encarcelados.

Mediante sus proyecciones espirituales en el tiempo, la Gran Raza había pronosticado un horror tal, que supondría una insensatez todo intento de afrontarlo. Los saqueos estarían motivados por el deseo de venganza, más que por un intento de reconquistar el mundo exterior, como demostraba la historia posterior del planeta: los espíritus sucesores de la Gran Raza vivirían sin que su paz se viera turbada por las entidades primordiales.

Quizás estos seres se habituasen a los abismos interiores de la Tierra y, puesto que la luz nada significaba para ellos, los prefiriesen a la superficie, siempre castigada por las tempestades. Quizá, también, se fuesen debilitando en el transcurso de milenios. Pero fuere cual fuese la causa se sabía que, para cuando los espíritus de la Gran Raza encarnasen en los escarabajos post-humanos, la terrible amenaza habría desaparecido por completo.

Entre tanto, no obstante la radical eliminación del tema en conversaciones y documentos, la Gran Raza mantenía una prudente vigilada armada. Y siempre, en todo momento, la sombra de terror se cernía en torno a las trampas selladas y las antiquísimas torres sin ventanas.

<p>V</p>

Ese es el mundo del que, cada noche, mis sueños me traían un caos de imágenes confusas. No me creo capaz de dar una idea exacta del horror y el espanto que tales imágenes despertaban en mí, entre otras cosas porque lo que sentía yo dependía de algo intangible y puramente subjetivo: la viva apariencia de pseudo-recuerdos.

Como he dicho mis estudios me fueron protegiendo gradualmente contra esa impresión, puesto que me suministraban toda clase de explicaciones racionales e interpretaciones psicológicas. Esta beneficiosa influencia se vio fortalecida por la costumbre que engendra siempre la repetición. A pesar de todo, el terror vago y solapado me volvía de cuando en cuando. Pero no me hundía en él como antes, y a partir de 1922 inicié una vida normal de trabajo y esparcimiento.

Con el paso de los años empecé a pensar que mi experiencia —junto con los casos clínicos y los mitos emparentados con el tema— debería ser resumida y publicada en beneficio de la ciencia. Por esta razón preparé una serie de artículos que referían brevemente todo el asunto, y los ilustré con bocetos rudimentarios de las formas, escenas, motivos ornamentales y jeroglíficos que recordaba de mis sueños.

Estos artículos aparecieron periódicamente, durante los años 1928 y 1929, en la Revista de la Sociedad Americana de Psicología, pero no llamaron grandemente la atención. Entretanto seguía tomando nota de mis sueños con el mismo interés, aun cuando el material que se me iba amontonando adquiría dimensiones francamente excesivas.

El 10 de julio de 1934, la Sociedad de Psicología me remitió una carta que vino a ser el preludio al último acto de esta experiencia enloquecedora. Traía matasellos de Pilbarra (Australia occidental), y su remitente resultó ser un ingeniero de minas sumamente acreditado. El sobre contenía unas fotografías muy curiosas y una carta cuyo texto reproduciré íntegramente con el fin de que todos los lectores comprendan el tremendo efecto que produjo en mí.

Durante algún tiempo permanecí en tal estado de perplejidad que no supe qué hacer. Aunque más de una vez se me había ocurrido que aquellas leyendas debían de tener alguna base real en que apoyarse, no por ello estaba preparado para enfrentarme, de repente, nada menos que con una reliquia tangible de ese mundo perdido en la noche de los tiempos. Allí, en aquellas fotografías, sobre un fondo arenoso, y con frío e incontrovertible realismo, se veían unos bloques de piedra, erosionados, roídos por las aguas, desgastados por las tempestades, pero perfectamente reconocibles: eran los sillares —convexos en la cara superior, cóncavos por la inferior— de las murallas gigantescas de mis sueños.

Al examinar las fotografías con una lupa, descubrí en aquellas piedras los restos medio borrados de motivos ornamentales y jeroglíficos curvilíneos tan horriblemente significativos para mí. Pero aquí reproduzco la carta, que ya es elocuente por sí misma:

49 D a m p i e r St.,

Pilbarra (Australia Occidental)

18 de mayo, 1934.

Prof. N. W. Peaslee

c/o Soc. Americana de Psicología

30 E. 41st St.,

New York City, U.S.A.

Muy señor mío:

Una reciente conversación con el Dr. E. M. Boyle de Perth, junto con los artículos publicados por usted, me han decidido a escribirle esta carta para ponerle al corriente de lo que he visto en el Gran Desierto Arenoso, situado al este de nuestros distritos auríferos. A juzgar por sus referencias a ciertas leyendas que hablan de ciudades construidas con sillares ciclópeos ornados con extraños dibujos y jeroglíficos, debo haber realizado un descubrimiento muy importante.

Los obreros indígenas siempre han hablado mucho de unas «grandes piedras marcadas»; parece que sienten gran temor hacia ellas y las relacionan de algún modo con sus antiguas tradiciones sobre Buddai, gigantesco anciano que, según ellos, duerme desde hace siglos bajo tierra, con la cabeza apoyada sobre uno de sus brazos, y que algún día despertará y devorará el mundo.

En algunos relatos muy antiguos y casi olvidados se mencionan enormes habitáculos subterráneos, construidos con grandes piedras, de los que nacen unos pasadizos que conducen a regiones cada vez más profundas, donde han sucedido cosas horribles. Los obreros indígenas pretenden que, una vez, un grupo de guerreros fugitivos de una batalla se introdujo por uno de esos pasadizos, y no volvió a salir. Poco después de su desaparición surgió un viento horrible por la boca de la galería. Pero estos relatos, por lo general, suelen ser muy poco fidedignos.

Lo que tengo que decirle es mucho más positivo. Hace dos años, con motivo de unas prospecciones que tuvimos que efectuar a ochocientos kilómetros al este del desierto, descubrí numerosos bloques de piedra labrada, muy erosionados, cuyo volumen sería, aproximadamente, de 100x60x60 cms.

Al principio no logré ver ninguna de las señales de que hablaban mis obreros, pero al examinarlos con más detenimiento, descubrí unas líneas profundamente cinceladas, todavía visibles a pesar de la erosión. Eran unas curvas singulares que se ajustaban a lo que los indígenas habían tratado de explicar. En total, habría unos treinta o cuarenta bloques, en un área de medio kilómetro a la redonda; algunos de ellos estaban casi totalmente enterrados en la arena.

A continuación inspeccioné el lugar, haciendo un cuidadoso reconocimiento con mis instrumentos. De los diez o doce bloques que me parecieron más característicos, saqué varias fotografías. Las incluyo en la carta para que usted se forme una idea.

Di cuenta de mi descubrimiento al Gobierno de Perth, pero no me han contestado. Poco después conocí al Dr. Boyle, quien había leído sus artículos en la Revista de la Sociedad Americana de Psicología y, en el curso de una conversación, mencioné las citadas piedras. En seguida se interesó por aquello, y cuando le enseñé las fotos, me dijo muy excitado que las piedras y las señales eran exactamente iguales a las que usted describía.

Fue él quien pensaba haberle escrito a usted, pero lo ha ido dejando. Mientras tanto, me envió las revistas en donde aparecieron sus artículos. Por sus dibujos y descripciones, me he dado cuenta de que mis piedras son, sin ninguna duda, de la misma naturaleza que las citadas por usted, como podrá apreciar en las fotos que le envío. Más adelante se lo ratificará el Dr. Boyle en persona.

Comprendo lo importante que todo esto es para usted. No cabe duda de que nos hallamos ante las ruinas de una civilización desconocida y anterior a cualquier otra, que ha servido de base a las leyendas que usted cita.

Como ingeniero de minas tengo conocimientos de geología y puedo asegurarle que estos bloques son tan incalculablemente antiguos que me llenan de pavor. En su mayor parte son de arenisca y granito, pero uno de ellos está formado, casi con toda seguridad, por una especie de cemento u hormigón.

Todos ellos muestran las huellas profundas de la acción del agua, como si esta parte del mundo hubiera permanecido sumergida durante muchos siglos, para emerger nuevamente después. Esto supone cientos de miles de años, o quizá más. No quiero pensarlo.

En vista del interés con que usted ha investigado las leyendas y todo lo que con ellas se relaciona, no dudo que le interesará realizar una expedición al desierto para efectuar excavaciones. El Dr. Boyle y yo estamos dispuestos a colaborar en este trabajo si usted o alguna organización pueden aportar los fondos necesarios para esta empresa.

Podemos conseguir una docena de mineros para llevar a cabo los trabajos de excavación. No hay que contar con los indígenas, ya que sienten un temor casi obsesivo hacia ese lugar. Boyle y yo no hemos revelado nada a nadie porque consideramos que es a usted, naturalmente, a quien corresponde la prioridad de cualquier descubrimiento u honor.

Desde Pilbarra, y en tractor, podremos tardar unos cuatro días en llegar a la zona de las excavaciones. El tractor es el medio de locomoción que empleamos para transportar nuestros aparatos. El punto exacto al que debemos dirigirnos está situado al suroeste de la carretera de Warburton, construida en 1873, y a unos doscientos kilómetros al sudeste de Joanna Spring. También podríamos embarcar la impedimenta y remontar el curso del río De Grey, en lugar de partir de Pilbarra... Pero todo esto puede hablarse más adelante.

Las piedras están situadas, sobre poco más o menos a 22° 3’ 14’’ latitud Sur, y 125° 0’ 39" longitud Este. El clima es tropical y las condiciones de vida en el desierto son muy duras.

Si usted quiere, podemos mantener correspondencia acerca de este tema. Por mi parte, estoy verdaderamente deseoso de colaborar en cualquier proyecto que usted decida emprender. Después de haber leído sus artículos me siento hondamente impresionado por el alcance de todo este asunto. El Dr. Boyle le escribirá más adelante. Si desea usted comunicarse rápidamente conmigo puede cablegrafiar a Perth.

Con la esperanza de recibir prontas noticias de usted, le saluda atentamente,

Robert B. F. Mackenzie.

Los resultados inmediatos de esta carta pueden deducirse por la prensa. Tuve la suerte de conseguir apoyo económico de la Universidad del Miskatonic; por su parte, Mr, Mackenzie y el Dr. Boyle resolvieron hábilmente todos los problemas que se plantearon en la lejana Australia. No quisimos dar demasiadas explicaciones a los periodistas sobre nuestros propósitos, ya que el asunto podía prestarse a comentarios socarrones por parte de la prensa sensacionalista. Tan sólo se dijo que partíamos para investigar ciertas ruinas que acababan de descubrirse en alguna parte de Australia. En otra crónica se dio cuenta de nuestros preparativos.

Me acompañarían el profesor William Dyer, del departamento de Geología de la Universidad (que había sido jefe de la expedición a la Antártida, organizada por nuestra Universidad en 1930-31), Ferdinand C. Ashley, del departamento de Historia Antigua, y Tyler M. Freeborn, del departamento de Antropología. Vendría, además, mi hijo Wingate.

Mr. Mackenzie vino a Arkham a primeros de 1935, y colaboró en nuestros últimos preparativos. Resultó ser un hombre de unos cincuenta años, extraordinariamente competente y afable, muy culto también y, sobre todo, muy acostumbrado a viajar por Australia.

Había dejado varios tractores esperándonos en Pilbarra, y fletamos un pequeño vapor para remontar el río hasta dicha localidad. Ibamos equipados para efectuar una excavación seria y metódica; pretendíamos examinar hasta la menor partícula de arena, sin alterar la posición de ninguno de los objetos que descubriésemos.

Zarpamos de Boston a bordo del Lexington, el 28 de marzo de 1935. Tuvimos un viaje apacible. Atravesamos el Atlántico y el Mediterráneo, cruzamos el Canal de Suez, y recorrimos el Mar Rojo y el Océano Indico, hasta llegar a nuestro punto de destino. La costa baja y arenosa de Australia occidental me deprimió; también me produjo una impresión desagradable la pequeña localidad minera, lo mismo que la desolada zona aurífera donde cargamos los tractores.

El Dr. Boyle, que salió a esperarnos, era un hombre maduro, agradable e inteligente. Sus conocimientos de psicología le permitieron entablar largas e interesantes discusiones con mi hijo y conmigo.

Cuando finalmente se puso en marcha nuestra expedición, compuesta de dieciocho miembros, por las áridas extensiones de arena y rocas, todos nos sentíamos llenos de esperanza y ansiedad. El viernes, 31 de mayo, vadeamos un afluente del río De Grey y nos adentramos en el reino de la absoluta desolación. A medida que avanzábamos por aquella región que había sido escenario del mundo ancestral de mis leyendas, me empezó a dominar un auténtico terror. Era como si los sueños turbadores y los pseudo-recuerdos me acosaran allí con fuerza renovada.

El lunes, 3 de junio, vimos por primera vez los bloques medio enterrados. No puedo describir la emoción con que toqué con mis manos un fragmento de aquella sillería ciclópea, idéntica en todos los conceptos a la de los edificios soñados. En su superficie había huellas inequívocas del cincel, y me estremecí al reconocer el diseño curvilíneo que, después de tantos años de atormentadas pesadillas y de búsquedas penosas, se había convertido en un símbolo de horror.

Al cabo de un mes de excavaciones habíamos sacado a la luz 1.250 bloques, unos más desgastados que otros. En su mayoría se trataba de megalitos, convexos por arriba y cóncavos por abajo. Había otros de menor tamaño, más planos y de superficie lisa, que tenían forma cuadrada u octogonal, como los de los pavimentos de mis sueños; por último, también descubrimos unos pocos bloques curvados, extraordinariamente sólidos, que bien podían proceder de bóvedas o arquivoltas, o tal vez de arcos que enmascaran unos ventanales redondos.

A medida que avanzábamos en la excavación, ahondando en dirección noroeste, descubríamos más bloques sueltos; pero no tropezamos con ningún rastro de construcción. El profesor Dyer estaba impresionado por la desmesurada edad de aquellas piedras, en las que Freeborn halló ciertos símbolos que parecían coincidir con algunas leyendas papúes y polinesias de tiempo inmemorial. El estado en que se hallaban los bloques y lo enormemente esparcidos que estaban, hacían pensar en abismos vertiginosos de tiempo y cataclismos geológicos de cósmica violencia.

Disponíamos de una avioneta y mi hijo Wingate la utilizaba para inspeccionar, desde alturas diferentes, el inmenso desierto de roca y arena, en busca de contornos o desniveles de terreno que denotasen la presencia de nuevos bloques o estructuras arquitectónicas. Sus resultados fueron, sin embargo, negativos, pues siempre que creía haber observado algún indicio interesante, al día siguiente se encontraba con que había desaparecido a consecuencia de los movimientos de la arena arrastrada por el viento.

Una o dos de estas pistas efímeras, no obstante, me afectaron desagradablemente. Era como si armonizaran horriblemente con algo que había soñado o había leído, aunque no lograba recordar qué. Y se me despertó una tremenda sensación de familiaridad, que me hizo mirar con recelo aquel terreno estéril y abominable.

En la primera semana de julio empecé a sentir una inexplicable mezcla de emociones, ante los parajes que se extendían al nordeste del campamento. Era horror y curiosidad... y algo más: era como una ilusión desconcertante y tenaz de que todo aquello me era conocido.

Traté de quitarme esas ideas de la cabeza con toda clase de argumentos psicológicos. También empecé a padecer de insomnio, pero esto casi me alegró, porque durmiendo menos, tenía menos tiempo para soñar. Adquirí la costumbre de dar largos paseos de noche, yo solo por el desierto. Solía dirigirme adonde mis extraños y nuevos impulsos me empujaban inconscientemente: hacia el norte o el nordeste.

Durante estos paseos me tropezaba, a veces, con restos casi sepultados de antiguas sillerías. Aunque en esta zona se veían menos bloques que en el lugar donde habíamos empezado nuestros trabajos, estaba seguro de que debían abundar bajo tierra. El terreno era más accidentado que en nuestro campamento, y soplaban con fuerza unos vientos que arrastraban las dunas, dejando al descubierto porciones de rocas antiguas para ocultarlas después.

Yo estaba ansioso por iniciar las excavaciones en esta zona y, al mismo tiempo, tenía miedo de lo que pudiéramos descubrir. Bien claro veía que mi nerviosismo empeoraba inexplicablemente.

Como muestra de mi pésimo equilibrio mental, citaré la extraña reacción que tuve ante un singular descubrimiento que hice en uno de mis paseos nocturnos. Fue la noche del 11 de julio. La luz de la luna inundaba el paisaje con su misteriosa palidez sobrenatural.

Esa noche me alejé algo más que de costumbre y descubrí una piedra grande, muy distinta de los bloques que habíamos desenterrado hasta entonces. Estaba casi totalmente sepultada. Me agaché y aparté la arena con las manos; luego la examiné atentamente a la luz de mi linterna.

A diferencia de los demás sillares éste estaba tallado en ángulos perfectamente rectos, sin superficies cóncavas ni convexas. Parecía de basalto, no de granito, ni de arenisca u hormigón, como los otros.

Súbitamente me incorporé, di la vuelta y eché a correr a toda velocidad hacia el campamento. Fue una huida completamente inconsciente e irracional, y sólo cuando estuve cerca de mi tienda comprendí por qué había huido. Entonces descubrí el motivo de mi horror. Con piedras como aquélla había soñado yo; a ellas se referían también las leyendas ancestrales, y siempre aparecían vinculadas a los más espantosos horrores de aquella remota edad legendaria.

La piedra había formado parte de las ruinas basálticas que inspiraban a la fabulosa Gran Raza un santo temor; era un vestigio de aquellas altas torres sin ventanas que construyeron las terribles criaturas semimateriales, las que dominaban los vientos, que luego fueron confinadas en los abismos inferiores, bajo losas selladas y vigiladas día y noche.

Permanecí sin poderme dormir hasta el alba; al clarear el día, comprendí que era necio dejarme dominar por la sombra de una quimera imposible. En vez de asustarme debería haber sentido entusiasmo ante un descubrimiento capital.

Al levantarnos todos conté a los demás mi hallazgo. Dyer, Freeborn, Boyle, mi hijo y yo, salimos a ver el extraño bloque. Pero sufrimos una decepción. Yo no podía precisar el lugar exacto de la piedra, y el viento había alterado por completo el paisaje de dunas arenosas.

<p>VI</p>

Llego ahora a la parte crucial de mi aventura, la más difícil de relatar, puesto que ni siquiera estoy completamente seguro de que sea cierta. A veces siento la penosa convicción de que no fue un sueño ni una pesadilla, y es esa duda, precisamente —habida cuenta de las trascendentales consecuencias que implicaría mi experiencia, de ser efectivamente real—, la que me impulsa a escribir esta relación.

Mi hijo —que es un psicólogo competente, y que además ha estudiado el asunto a fondo y con cariño— podrá juzgar mejor que nadie lo que voy a decir.

Permítaseme, antes que nada, contar una serie de hechos que mis compañeros de expedición pueden corroborar. En la noche del 17 al 18 de julio, después de un día ventoso, me retiré temprano, pero no pude dormirme. Poco después de las once, decidí salir a dar un paseo. Como de costumbre, impulsado por mi extraña desazón, enderecé mis pasos hacia el nordeste. Al abandonar el campamento me crucé con uno de nuestros mineros —un australiano llamado Tupper—, y nos saludamos.

La luna, en cuarto menguante ya, brillaba en el cielo claro e inundaba aquellas arenas ancestrales con un resplandor lívido, leproso, que para mí tenía cierto matiz de perversidad. Ya no hacía viento y, hasta unas cinco horas después, no se volvió a levantar el más ligero soplo, como pueden atestiguar Tupper y los otros que me vieron caminar por las dunas en dirección nordeste.

A eso de las tres y media de la madrugada se levantó un furioso vendaval que despertó a todo el mundo y derribó tres tiendas. El cielo estaba despejado, y el desierto brillaba aún bajo el resplandor enfermizo de la luna. Cuando mis compañeros de expedición fueron a reconocer las tiendas notaron mi ausencia; pero conociendo mi costumbre de pasear no se alarmaron. No obstante, tres de nuestros hombres —precisamente australianos los tres— dijeron que notaban algo siniestro en el ambiente.

Mackenzie le explicó al profesor Freeborn que tales presentimientos se debían a la influencia de ciertas supersticiones de los nativos relacionadas con los fuertes vientos que, de tarde en tarde, azotaban las arenas bajo un cielo claro. Según murmuraban tales vientos surgían de grandes «cabañas» subterráneas de piedra, donde habían sucedido cosas terribles, y sólo soplaban en las proximidades de las grandes piedras marcadas. A eso de las cuatro cesó el viento tan repentinamente como había empezado, dejando unas dunas de formas insólitas y nuevas.

Eran las cinco pasadas. La luna, hinchada y fungosa, se hundía ya en occidente cuando me presenté en el campamento, tambaleante, sin sombrero, sin linterna, con las ropas desgarradas y el rostro arañado y cubierto de sangre. La mayoría de los hombres se había vuelto a acostar. Sólo el profesor Dyer estaba fuera, fumando en pipa delante de su tienda. Al verme en aquel estado, llamó al Dr. Boyle, y entre los dos me acostaron en mi tienda. Mi hijo se despertó al oír el alboroto y se unió inmediatamente a ellos. Entre los tres, me obligaron a permanecer echado hasta que cogiera el sueño.

Pero no me pude dormir. Me hallaba en un estado de excitación extraordinario. Lo que me había sucedido en nada se parecía a mis experiencias anteriores. Más tarde insistí en relatárselo.

Les conté que, después de caminar un rato, me sentí cansado y decidí tumbarme en la arena y dormir un poco. Les dije que entonces tuve unos sueños aún más espantosos que los de otras veces, y al despertarme violentamente el repentino huracán, mis nervios sobreexcitados estallaron. Huí, preso de pánico, tropezando con las piedras medio enterradas, cayendo al suelo a cada paso y destrozándome las ropas de ese modo. Debí quedarme dormido mucho tiempo; de ahí mi larga ausencia.

Gracias a un enorme esfuerzo de voluntad conseguí no traicionarme. Así, pues, nada dije que pudiera hacerles sospechar algo fuera de lo normal. Sí les indiqué, en cambio, que era necesario cambiar todos los planes de trabajo y no seguir excavando en dirección nordeste.

Las razones que aduje eran bien inconsistentes: dije que en esa dirección había muy pocos bloques, que no convenía contrariar a los mineros supersticiosos, que quizá la Universidad redujera su subvención, y otros muchos desatinos y mentiras. Como es natural, nadie prestó la menor atención a tales argumentos; ni siquiera mi hijo, cuya preocupación por mi salud era evidente.

Al día siguiente me levanté y estuve vagando por el campamento, pero no tomé parte en las excavaciones. A causa de mi estado de nervios decidí regresar a casa lo antes posible, y mi hijo me prometió llevarme en la avioneta hasta Perth —a casi dos mil kilómetros al sudoeste— en cuanto hubiera inspeccionado la región que yo no quería de ninguna manera que se inspeccionara.

Se me ocurrió que, si lo que yo había contemplado estaba todavía a la vista, tal vez aquello podía servir de advertencia a mis compañeros, aun a costa de hacer yo el ridículo. Era muy probable que me secundaran los mineros, tan empapados de supersticiones locales. Accediendo a mis deseos mi hijo sobrevoló esa tarde todo el terreno por donde había paseado yo la noche anterior. Pero ya no había nada anormal.

Lo mismo que había sucedido con el bloque de basalto, sucedió esta vez: la arena había borrado toda señal de mi descubrimiento. Por un instante casi lamenté haber perdido cierto objeto espantoso en mi huida..., pero ahora sé que debo dar gracias a Dios por ello, ya que, así, aún me cabe la posibilidad de explicar mi terrible aventura como una simple ilusión, sobre todo si, como espero fervientemente, no consiguen encontrar jamás ese abismo diabólico.

Wingate me llevó a Perth el 20 de julio; pero no quiso abandonar la expedición, y regresó al desierto. Estuvimos juntos hasta el 25 de julio, día en que el vapor zarpó con rumbo a Liverpool. Ahora, en el camarote del Empress, después de mucho meditarlo, he decidido que al menos mi hijo se entere de todo.

Hasta aquí he hablado de hechos sabidos, de hechos que se pueden comprobar. He querido exponerlos de este modo para salir al paso de cualquier eventualidad. Ahora contaré, lo más brevemente posible, lo que yo viví y sentí aquella noche, cuando me ausenté del campamento.

Con los nervios de punta, dominado por esa perversa ansiedad que me impulsaba hacia el nordeste, caminé bajo el resplandor maléfico de la luna. Por todas partes había bloques de piedra medio sepultados por la arena, abandonados desde tiempo inmemorial.

La edad incalculable del desierto, y la torva amenaza que flotaba sobre él como un aura, me oprimían más que nunca; sin poderlo evitar, recordé mis sueños dislocados, las espantosas leyendas en que se basaban, y el terror que el desierto inspiraba, con sus cavernas de piedra, a los nativos y a los mineros.

Y sin embargo, seguí caminando como si acudiese a una cita horrible, cada vez más acometido de turbadoras fantasías y pseudo-recuerdos. Pensé en algunas de las configuraciones de ciertos montículos que había visto desde la avioneta, y me pregunté por qué razón me parecían tan siniestras y familiares. Algo horrible pugnaba por forzar las puertas de mi memoria, mientras otra fuerza desconocida trataba de cerrarle el paso.

La noche estaba en calma, sin viento, y la arena pálida ondulaba como las olas de una mar inmóvil. Yo iba sin rumbo, pero como empujado por la mano del destino. Mis sueños se derramaban en el mundo vigil, y se me antojaba que cada megalito clavado en la arena pertenecía a alguno de los infinitos recintos y corredores prehumanos, cubiertos de bajorrelieves, jeroglíficos y símbolos, que tan bien conocía yo.

A ratos me parecía ver incluso aquellos monstruos cónicos, omniscientes, atareados en sus trabajos cotidianos, y no me atrevía a mirar mi cuerpo por miedo a verlo como el de ellos. Alucinación y realidad se superponían. Veía los bloques medio enterrados, y a la vez, los aposentos y corredores; veía el malévolo resplandor de la luna, y a la vez las lámparas de luminoso cristal; y en el desierto, los helechos ondulaban bajo las redondas ventanas. Estaba despierto, y al mismo tiempo, soñaba.

No sé durante cuánto tiempo, o hasta dónde, ni, verdaderamente, en qué dirección exacta había caminado, cuando percibí por primera vez el montón de piedras desenterradas por el viento. Nunca había visto una agrupación tan grande de piedras en el curso de nuestras excavaciones, y me sentí tan impresionado, que al punto se desvanecieron todas mis visiones fabulosas.

Ya no vi más que el desierto, la luna malévola y las ruinas de un pasado insospechado y remoto. Me acerqué a examinarlas con la luz de mi linterna. El viento había dejado al descubierto una aglomeración chata y circular de megalitos y rocas algo menores, de unos quince metros de diámetro y unos dos metros de altura.

Desde el primer momento me di cuenta de que en estas piedras había algo que las diferenciaba de todas las demás. Por una parte eran más numerosas; pero además, mostraban unas figuras grabadas en sus caras que llamaban poderosamente la atención.

Pero los bajorrelieves eran muy parecidos a los que habíamos estudiado en otros sillares. La diferencia era mucho más sutil. Cada bloque, aisladamente, no me decía nada; la impresión me la producía el abarcar el conjunto con una sola mirada.

Y por fin comprendí la verdad. Los dibujos curvilíneos de aquellos bloques se relacionaban entre sí, formando parte de un mismo motivo ornamental. Por primera vez se me daba el descubrir, en este desierto antiquísimo, un núcleo arquitectónico que conservara su emplazamiento original. La obra de sillería estaba derruida y fragmentada, es cierto, pero su unidad era evidente.

Comencé a trepar penosamente por el montón de piedras. Aparté la arena con las manos. Me esforcé por interpretar las variaciones de tamaño, forma y estilo de los dibujos, en busca del nexo que existía entre ellos.

Al cabo de un rato logré adivinar vagamente la índole de la estructura desaparecida, y recomponer mentalmente los dibujos que un día cubrieron los muros primitivos. La perfecta identidad de estos detalles con los de algunos escenarios de mis sueños me dejó mudo de horror.

Aquellas ruinas pertenecían a un corredor ciclópeo de diez metros de ancho y otros tantos de alto, pavimentado con losas octogonales y cubierto por una sólida bóveda. A la derecha se abrirían sin duda varias estancias y, de su extremo más alejado, arrancaría uno de aquellos planos inclinados que conducían a otros sótanos más profundos aún.

Al ocurrírseme esta idea sufrí un violento sobresalto. La verdad es que no podía haberme venido a la cabeza por la sola visión de aquellos bloques.

¿Cómo sabía yo que este corredor correspondía a un sótano? ¿Cómo sabía que la rampa de subida tenía que haberse hallado detrás de mí? ¿Cómo sabía que el largo pasillo subterráneo que conducía a la Plaza de los Pilares debería estar situado a mi izquierda, en el piso inmediatamente superior? ¿Cómo sabía yo que la sala de máquinas y el túnel que llevaba hasta los archivos centrales debieron estar situados dos plantas más abajo? ¿Cómo sabía que en el fondo, cuatro plantas más abajo, habría una de aquellas horribles trampas selladas? Aturdido por aquella irrupción del mundo de mis sueños, me di cuenta de que estaba temblando y bañado en un sudor frío.

Luego, como último detalle intolerable, sentí una débil corriente de aire frío que ascendía a ras de suelo desde una depresión cercana al centro del montón de rocas. Como antes, mis visiones desaparecieron repentinamente y me encontré nuevamente bajo la luz perversa de la luna, en medio del desierto severo, ante el túmulo arcaico y derruido. Me hallaba, en verdad, en presencia de algo real y tangible, aunque henchido de misterios infinitos, ya que aquella corriente de aire sólo podía significar la presencia de un abismo enorme, oculto bajo los megalitos de la superficie.

Lo primero que me vino a la cabeza fueron las leyendas locales sobre recintos subterráneos, ocultos bajo las rocas talladas, en donde suceden cosas horrorosas y nacen los vendavales. Después, volvieron mis sueños y sentí que los oscuros pseudo-recuerdos se agolpaban en mi mente. ¿Qué clase de lugar había debajo de mí? ¿Qué fuente primaria e inconcebible de ciclos mitológicos y de obsesionantes pesadillas estaba a punto de descubrir?

Sólo vacilé un instante. Al momento se apoderó de mí una fuerza más acuciante que la curiosidad, el interés científico y más aun que mi propio terror.

Tuve la sensación de que me movía casi automáticamente, como impulsado por un destino inexorable. Me guardé la linterna en el bolsillo y, con una energía que jamás creí poseer, arranqué un fragmento enorme de roca, y luego otro, y otro, hasta que brotó de las profundidades una fuerte corriente cuya humedad contrastaba con el aire seco del desierto. Comenzó a perfilarse una negra hendidura, y al final, una vez apartadas todas las rocas que pude mover, la leprosa luz de la luna reveló una abertura lo bastante ancha para darme paso.

Saqué mi linterna y enfoqué su luz en las tinieblas. El caos de piedras desmoronadas formaba una abrupta pendiente hacia abajo.

Entre ella y el nivel del desierto se abría, bostezante, un abismo de impenetrable negrura. En la parte superior se veía el arranque de una bóveda de enormes proporciones, de suerte que, en aquel punto, las arenas del desierto se extendían directamente sobre una de las plantas de un edificio gigantesco, construido en los mismos albores de la Tierra... Cómo se conservaba después de millones de años, y después de tantas convulsiones geológicas, es cosa que ni siquiera pretendí entonces —ni ahora tampoco— adivinar.

Cada vez que lo pienso, la sola idea de bajar a ese abismo así, de pronto, yo solo, y sin que nadie conociese mi paradero, se me antoja el colmo de la locura. Quizá lo fuese, pero aquella noche me aventuré sin vacilar por aquellas tinieblas subterráneas.

De nuevo se manifestó el impulso fatal que parecía dirigir mis actos desde el principio. Encendiendo la linterna a ratos para no gastar pila, emprendí un descenso disparatado por el tenebroso declive. Cuando encontraba buen punto de sujeción para los pies y manos, avanzaba de frente; si no, me volvía de cara al montón de piedras para agarrarme a tientas.

Con ayuda de la linterna descubrí a ambos lados de la pendiente, oscuros y distantes, los muros deshechos de la caverna. Frente a mí, en cambio, sólo había oscuridad.

En el curso de mi bajada perdí la noción del tiempo. Me encontraba tan agitado, tan lleno de vagos recelos y sospechas, que la realidad objetiva me parecía incalculablemente alejada. No experimentaba ninguna sensación física; incluso el miedo se había petrificado como una gárgola inerte, incapaz de despertar mi terror.

Por último llegué al suelo sembrado de bloques caídos, pedazos de roca, arena y detritus de todo género. A ambos lados, y a unos diez metros, se alzaban los muros macizos que culminaban en inmensas arquivoltas. Aunque con dificultad, se veía que estaban esculpidas, pero era imposible distinguir la naturaleza de las esculturas.

Lo que más me impresionó fue el techo abovedado. La luz de la linterna no conseguía iluminarlo, pero sí permitía distinguir con claridad el arranque de los monstruosos arcos. Y tan exacta era su similitud con lo que había soñado, que me estremecí violentamente, sobrecogido de horror.

Allá arriba, en la abertura, una débil mancha luminosa delataba el mundo exterior bañado por la luz de la luna. Una vaga alarma del instinto me aconsejaba no perderla de vista, ya que era la única referencia para mi regreso.

Avancé hacia el muro de la izquierda, cuyos motivos ornamentales se conservaban mucho mejor. El suelo, lleno de escombros, ofrecía casi tantas dificultades como la pendiente por la que acababa de descender, pero me las arreglé para abrirme paso.

No recuerdo cuánto había avanzado cuando me detuve, levanté unos bloques, aparté con el pie los cascotes para ver el pavimento, y me quedé estupefacto al reconocer las grandes losas octogonales, que aún se mantenían unidas.

Al llegar a una distancia conveniente del muro, paseé detenidamente la luz de la linterna sobre las desgastadas cinceladuras. Se notaba que el agua había erosionado la piedra arenisca, pero en su superficie se distinguían unas incrustaciones muy curiosas que no me sería posible explicar.

En algunos sitios las piedras estaban muy sueltas, casi desprendidas. Me preguntaba durante cuántos miles de años más podría conservar su forma este edificio primigenio, soportando las sacudidas de la tierra.

Pero fueron los motivos ornamentales lo que más me impresionó. A pesar de su estado de erosión podían distinguirse de cerca con relativa facilidad, y fue una oleada de pánico lo que sentí al ver lo familiares que me resultaban. Pero, en fin de cuentas, no era extraño que esta venerable obra arquitectónica me resultara tan familiar.

En efecto, sus características esenciales debieron impresionar terriblemente a los que forjaron los mitos, quienes las incorporaron a sus teorías esotéricas. El estudio de tales teorías, que llevé a cabo durante mi periodo de amnesia, había impreso imágenes muy vivas en mi subconsciente.

Pero, ¿cómo explicar la absoluta exactitud con que concordaba cada línea y cada espira de esos dibujos extraños, con los motivos ornamentales que había soñado yo durante más de veinte años? ¿Qué oscura y olvidada iconografía era capaz de reproducir, con todo detalle, los dibujos que tan persistente, puntual e invariablemente visitaban mis sueños noche tras noche?

No se trataba, pues, de ninguna casualidad, ni de un semejanza remota. Puedo afirmar, sin la menor sombra de duda, que el antiquísimo corredor en el que me encontraba, me era tan familiar como mi propia casa de Crane Street, en Arkham. Es cierto que mis sueños me habían mostrado el lugar en su estado original, aún no deteriorado, pero no por eso era menos asombrosa la identidad. En esta reliquia de un pasado real, me podía orientar con sobrecogedora facilidad.

En una palabra sabía dónde estaba. Y no sólo conocía la disposición del edificio, sino también la situación de éste en aquella ciudad soñada. Me daba cuenta con insoslayable certidumbre de que era capaz de dirigirme a cualquier punto de aquella construcción o de aquella ciudad escapada al paso de los tiempos. En nombre del Cielo, ¿qué significaba todo aquello? ¿Cómo había llegado a saber lo que sabía? ¿Qué tremenda realidad se ocultaba tras aquellos relatos antiguos de seres que habían vivido en este laberinto de rocas primordiales?

Las palabras sólo pueden expresar un pálido reflejo del tumultuoso horror que me consumía por dentro. Conocía este lugar. Sabía lo que había debajo de mí, y recordaba las innumerables plantas que se habían alzado sobre el corredor en el cual me encontraba, antes de que se desintegraran en polvo, ruinas y desierto. Pensé con estremecimiento que el débil resplandor lunar que se filtraba por la abertura ya no me era tan necesario.

Me sentía desgarrado entre un deseo loco de huir y una curiosidad febril por continuar el camino que me señalaba mi fatalidad. ¿Qué había sucedido en esta megalópolis monstruosa durante los millones de años transcurridos desde la época remota en que se centraban mis sueños? De todos los laberintos subterráneos que habían minado la ciudad, comunicando entre sí las torres gigantescas, ¿cuántos habían resistido las conmociones de la corteza terrestre?

¿Había dado con todo un mundo primigenio, enterrado bajo las arenas? ¿Sería capaz de encontrar aún la casa del maestro escribano, la torre donde S'gg'ha, cautivo de la raza de carnívoros vegetales de cabeza estrellada, procedente de la Antártida, había labrado ciertas ilustraciones en los entrepaños vacíos de los muros?

¿Estaría aún abierto y transitable, en el segundo sótano, el corredor que daba acceso a la sala de los espíritus cautivos? En aquella sala, el espíritu de un ser increíble y semiplástico que habitará en el vacío interior de un desconocido planeta transplutoniano, dentro de dieciocho millones de años, guardaba una figurilla de terracota modelada por él mismo.

Cerré los ojos y puse todo mi empeño en un inútil y supremo esfuerzo por apartar de mi conciencia estos residuos de sueños quiméricos. Entonces percibí, inequívocamente, una corriente de aire frío y húmedo que brotaba de abajo. A mis pies, no muy lejos de donde estaba, se abría, sin duda alguna, una inmensa sucesión de negros abismos que llevaban miles y miles de años silenciosos y vacíos.

Pensé en las cámaras tenebrosas, en los corredores y los planos inclinados, tal como los había visto en mis sueños. ¿Estaría abierto aún el paso a los archivos centrales? Al evocar los terribles documentos que una vez estuvieron guardados en aquellos estuches de metal inoxidable, me sentí de nuevo impulsado por la fuerza del destino.

Según mis sueños y las leyendas que conocía, allí había reposado toda la Historia pasada y futura del continuo tempo-espacial, redactada por espíritus capturados en todo el orbe y en todas las épocas del sistema solar. Puro delirio, por supuesto; pero ¿acaso no acababa de sumergirme en un mundo fantasmagórico, tan loco como yo?

Pensé en los estantes metálicos y en sus curiosas cerraduras, que sólo se abrían tras complicados giros de sus manivelas. Incluso me vino a la memoria el mío de manera muy vívida. ¡Cuántas veces había llevado a cabo aquella complicada rutina de giros y presiones, en la sección del último sótano, dedicado a los vertebrados terrestres! Cada detalle me resultaba reciente y familiar.

De encontrar algún cofre como los de mis sueños, sería capaz de abrirlo en un momento... Y entonces perdí completamente el juicio. La locura se apoderó de mí, y saltando por encima de los escombros, tropezando en la oscuridad, me lancé en busca de la rampa que —bien lo sabía yo— conducía a las profundidades inferiores.

<p>VII</p>

A partir de ese momento mis impresiones son muy poco fidedignas. Realmente aún abrigo la desesperada esperanza, por así decir, de que todo haya sido un sueño, una horrenda fantasmagoría provocada por el delirio. Me acometió un furioso ataque de fiebre; todo lo veía como a través de una especie de neblina y, a veces, incluso de manera intermitente.

Los rayos de mi linterna se proyectaban débilmente en el abismo de las tinieblas, revelando retazos fugaces, horriblemente familiares, de muros y cinceladuras deteriorados por el paso de los siglos. En un sitio se había derrumbado una enorme porción de bóveda, de manera que hube de trepar por encima del montón de escombros, que casi llegaba hasta el destrozado techo.

Avanzaba en un increíble estado de enajenación empeorado aún más por aquel rapto de furia. Una cosa me resultaba extraña, y eran mis propias dimensiones en relación con el tamaño de la construcción. Me sentía oprimido por un inusitado sentimiento de pequeñez; como si, vistas desde un cuerpo humano, aquellas paredes ciclópeas tomaran un carácter nuevo y anormal. Una y otra vez me miraba vagamente desasosegado por mi propia forma humana.

Continué avanzando en la negrura saltando y sorteando obstáculos de todo género. En varias ocasiones resbalé y caí, desgarrándome la ropa. Una de las veces a punto estuve de romper la linterna en pedazos. Cada piedra y cada rincón de aquel abismo endemoniado me resultaba conocido. A menudo me detenía a pasear el haz de la linterna por los pasajes abovedados, no por cegados y derruidos menos familiares.

Algunos recintos se habían venido abajo por completo; otros estaban desiertos o llenos de escombros, En unos cuantos vi unas masas de metal —algunas, relativamente intactas; otras, rotas, y otras machacadas y totalmente destruidas—, en las que reconocí los ciclópeos pedestales o mesas de mis sueños.

Encontré la rampa descendente y comencé a bajar... Un momento después me detuve ante una grieta que tendría algo más de un metro por su parte más estrecha. En aquel punto el suelo se había hundido, revelando el negro vacío de las profundidades inferiores.

Yo sabía que aún había dos plantas subterráneas más en este edificio gigantesco, y me estremecí con renovado pánico al recordar las trampas selladas del más profundo de los sótanos, Ya no había guardianes que las vigilaran. Hacía muchísimo tiempo que las criaturas encerradas bajo aquellas losas de piedra habían cumplido su espantosa misión, y ahora se hallarían cada vez más hundidas en su larga decadencia. Para cuando llegase la era de los escarabajos post-humanos, ya habrían desaparecido por completo. Y sin embargo, al pensar en lo que contaban los nativos, no pude evitar otro estremecimiento.

Me costó un gran esfuerzo saltar aquella hendidura. El suelo estaba lleno de escombros y no me permitía tomar impulso. Pero me seguía incitando la locura. Escogí un punto cercano al muro de la izquierda, porque allí la grieta era más estrecha y al otro lado había poco cascote. Tras un instante de ansiedad aterricé felizmente en la otra parte.

Por último llegué a la planta inferior y crucé la sala de máquinas, llena de fantásticos restos metálicos, medio enterrados bajo las bóvedas desplomadas. Todo estaba donde yo sabía que debía estar y, muy seguro de mí mismo, escalé los escombros que obstruían la entrada de un gran corredor transversal que debía llevarme, por debajo de la ciudad, a los archivos centrales.

Mientras avanzaba, saltando y tropezando por aquel corredor, pareció desplegarse ante mí el panorama de todas las edades del mundo. A cada paso descubría cinceladuras en los muros desgastados por el tiempo: unas, familiares; otras, añadidas seguramente en un periodo posterior a mis sueños. Como se trataba de un pasadizo subterráneo que comunicaba diversos edificios sólo en las aberturas que daban acceso a ellos había pórticos laterales.

En algunos de estos pórticos me asomé a echar una mirada. Conocía los lugares aquellos demasiado bien. Sólo en dos ocasiones encontré cambios radicales con respecto a mis sueños, pero en una de ellas pude descubrir los contornos tapiados de la entrada que recordaba yo.

Al pasar por la cripta de una de aquellas grandes torres ruinosas, sin ventanas, cuya extraña construcción de basalto indicaba su espantoso origen, sentí que me invadía una oleada de horror y eché a correr precipitadamente, para atravesarla cuanto antes.

Esta cripta tenía una bóveda de medio punto, de unos setenta y cinco metros de parte a parte. No vi grabado alguno en sus muros ennegrecidos. El suelo, totalmente desnudo, aparte el polvo y la arena, me permitió distinguir sendas aberturas, situadas en el techo y en el suelo. No había escaleras ni rampas, Verdaderamente, yo sabía por mis sueños que aquellas torres negras no habían sido habitadas jamás por la fabulosa Gran Raza. Y sin duda quienes las habían construido no necesitaban de escaleras ni de rampas.

En mis sueños la abertura del suelo había estado bien sellada y custodiada celosamente. Ahora estaba abierta como una boca inmensa, bostezante, que exhalaba un aliento frío y húmedo. No quise imaginar de qué abismos de oscuridad eterna podía brotar aquel hálito.

Después me abrí camino por un sector del pasadizo que se hallaba en mal estado, y llegué por fin a un punto donde la techumbre se había hundido completamente. Los escombros se elevaban como una montaña; trepé hasta su cima, y me encontré, de pronto, ante un espacio vacío, en el que la luz de mi linterna no revelaba ni muros ni bóvedas. Este —pensé— debe de ser un sótano de la casa de los proveedores de metal. Estaba situada en la tercera plaza, no lejos de los archivos. No pude adivinar lo que había sucedido allí.

Al otro lado de la montaña de cascotes y piedras volví a reanudar mi camino por el corredor; pero, después de un corto trecho, me encontré con que no podía pasar adelante: los escombros casi tocaban el techo, peligrosamente combado. No sé cómo me las arreglé para extraer los bloques y apartarlos violentamente hasta abrirme paso. Tampoco sé cómo me atreví a quitar aquellos fragmentos encajados firmemente, cuando la menor ruptura del equilibrio podía haber provocado el derrumbe de muchas toneladas de roca, aplastándome irremediablemente.

Era sin duda la locura lo que me empujaba y me guiaba... si es que aquella aventura subterránea no fue —aunque yo así lo espero— una ilusión infernal o el producto de una pesadilla. Pero fuese sueño o realidad, el caso es que logré abrirme paso y pude arrastrarme, con la linterna en la boca, por encima del montón de cascotes. Una vez al otro lado sentí que me arañaban las fantásticas estalactitas del techo.

Me encontraba ahora cerca del gran recinto subterráneo de los archivos que, al parecer, constituía mi objetivo. Me dejé caer por el lado opuesto de la barrera, y reanudé la marcha por el corredor, encendiendo sólo a ratos la linterna para ahorrar pila. Por último llegué a una cripta baja, circular, que se hallaba en un maravilloso estado de conservación, y en cuyos muros se abrían arcos en todas direcciones.

Los muros, al menos hasta donde alcanzaba la luz de mi linterna, mostraban gran profusión de jeroglíficos y ornamentos curvilíneos, algunos de los cuales habían sido añadidos después del periodo de mis sueños.

Seguí caminando, empujado por esa fuerza inexorable de mi destino, y torcí inmediatamente a la izquierda, por un acceso que me era familiar. Estaba seguro de encontrar despejadas las rampas de todos los pisos. Este edificio subterráneo que albergaba los anales de todo el sistema solar, había sido construida con suprema habilidad, dándole una solidez tal que duraría tanto como la Tierra misma.

Los bloques, de proporciones inmensas, habían sido equilibrados con exactitud matemática y unidos con cementos de dureza tan grande, que constituían una mole firme como el núcleo rocoso del propio planeta. Después de incontables milenios esta mole enterrada conservaba intactos sus contornos; sus vastos pavimentos estaban cubiertos de polvo, pero no había escombros por parte alguna.

La facilidad con que podía caminar, a partir de este momento, se me subió a la cabeza. Toda la frenética ansiedad, contenida hasta aquí por los muchos obstáculos que me habían impedido la marcha, se desbordó en una especie de prisa febril, y eché a correr —literalmente— por los pasillos de techo bajo que se extendían más allá del arco de la entrada.

Ya no sentía ningún asombro al reconocer todo lo que me rodeaba. A uno y otro lado se distinguían las grandes puertas de los estantes metálicos, cubiertas de jeroglíficos. Algunas de ellas seguían en su sitio; otras estaban forzadas, y otras, dobladas y retorcidas por fuerzas geológicas del pasado que, sin embargo, no habían conseguido destrozar la titánica construcción.

Aquí y allá, al pie de los estantes abiertos, se veían montones cubiertos de polvo que señalaban el lugar donde habían caído los estuches, derribados por las sacudidas de la tierra. En diversos pilares había grabados símbolos y letras que indicaban el tipo de volúmenes allí clasificados.

Me detuve ante uno de los cofres abiertos, en cuyo fondo descubrí algunos de los acostumbrados estuches de metal, ordenados todavía, pero cubiertos por la omnipresente arena. Me acerqué, extraje uno de los ejemplares más manejables y lo coloqué en el suelo para examinarlo. El título estaba escrito, como habitualmente, en jeroglíficos curvilíneos, aunque en la ordenación de ésos me pareció advertir un cambio sutil.

Su sencillo mecanismo de cierre, en forma de gancho, me era perfectamente conocido. Levanté, pues, la tapa, que no se había oxidado, y saqué el volumen de su interior. Como esperaba tenía unos cincuenta por treinta y cinco centímetros de superficie, y como cinco centímetros de grosor. Las cubiertas, de metal delgado, se abrían por arriba.

Sus páginas, de celulosa dura, no parecían afectadas por la acción del tiempo, y pude estudiar los extraños signos garabateados en ellas. No se parecían a los demás jeroglíficos que había tenido ocasión de ver, ni a ningún alfabeto conocido por la ciencia humana. Sin embargo, despertaban en mí el eco de un recuerdo que pugnaba por aflorar a mi conciencia.

Súbitamente tuve la seguridad de que era el lenguaje de un espíritu cautivo con el que había tenido cierta relación durante mis sueños: se trataba del habitante de un gran asteroide en el que había sobrevivido gran parte de la vida y del saber del planeta original del que era fragmento. Al mismo tiempo recordé que el sótano en que me hallaba estaba dedicado a los volúmenes relativos a planetas no terrestres.

Cuando terminé de examinar este documento increíble me di cuenta de que la luz de mi linterna empezaba a agonizar, de modo que le puse rápidamente la pila de repuesto que siempre llevo conmigo. Entonces, provisto de una luz más potente, reanudé mi carrera febril por la interminable maraña de pasadizos y corredores, reconociendo de una mirada tal o cual estantería, y vagamente molesto por la resonancia de aquellas catacumbas que repetían mis pasos de modo incongruente.

Las huellas de mis propios zapatos en el polvo milenario me hicieron temblar. Nunca hasta ahora, si mis sueños vesánicos contenían un ápice de verdad, habían pisado pies humanos estos pavimentos inmemoriales.

Conscientemente no tenía la menor sospecha de cuál era la meta de mi descabellada carrera. Mi voluntad ofuscada y mi subconsciente eran empujados por una fuerza demoníaca, de forma que presentía vagamente que no corría al azar.

Me dirigí a una rampa y continué mi descenso hacia las profundidades, corriendo ahora vertiginosamente. En mi aturdido cerebro había empezado a latir un pulso rítmico que se propagó a mi mano derecha. Quería abrir cierta cerradura y mi mano conocía todas las complicadas vueltas y presiones necesarias para ello, Era como una moderna caja fuerte con cerradura de combinación.

Sueño o no yo había sabido esa combinación, y la sabía aún. Preferí no plantearme la cuestión de cómo era posible aprender un detalle tan fino, tan intrincado y complejo, en un sueño. Me sentía incapaz de pensar con la menor incoherencia. Porque, ¿acaso no rebasaban los límites de la razón todas estas coincidencias entre lo que veía y lo que sólo podía conocer por sueños o mitos fragmentarios?

Probablemente, incluso entonces —como ahora, en mis momentos de cordura—, estaba persuadido de que todo era un sueño, y de que la ciudad enterrada era una mera alucinación febril.

Finalmente llegué a la planta inferior y torcí a la izquierda de la rampa. Por alguna oscura razón traté de caminar con pasos silenciosos, aun cuando esto me obligaba a avanzar más despacio. En esta última planta subterránea había una zona que temía cruzar.

A medida que me acercaba me daba cuenta de la causa de mi temor. Se trataba de una de aquellas trampas antaño precintadas, pero ya sin vigilancia alguna. Caminaba de puntillas, con el corazón encogido, lo mismo que al atravesar las negras bóvedas de basalto, donde vi abierta una trampa similar.

Como en aquella ocasión también sentí una corriente de aire frío. Con toda mi alma deseaba que mi camino me llevase en otra dirección. Pero, ¿por qué, si no quería, tenía que pasar precisamente por allí?

Al llegar vi la trampa brutalmente abierta. Después comenzaron nuevamente las hileras de estanterías. Junto a ellas, en el suelo, cubiertos por una fina capa de polvo, había varios estuches esparcidos, caídos sin duda recientemente. En ese mismo instante me invadió una nueva oleada de pánico que, de momento, no me supe explicar.

Los montones de estuches caídos no eran raros, pues en el transcurso de las eras, este oscuro laberinto había sido maltratado por los cataclismos geológicos, y sus paredes debieron de resonar de manera ensordecedora al derribarse todo aquello. Había recorrido la mitad del espacio que me separaba de los estantes, cuando descubrí el detalle que —vagamente vislumbrado— había determinado mi horror.

Tal detalle no estaba en el montón de estuches, sino en el polvo del suelo. A la luz de la linterna daba la impresión de que aquella capa de polvo no era tan uniforme como debiera: en algunos sitios parecía más fina, como si la hubieran pisado en un tiempo relativamente reciente, quizá unos meses antes. De todos modos había también bastante polvo, de forma que nada puedo asegurar con certidumbre. Pero la mera sospecha de que tales señales pudieran guardar cierta regularidad, me llenó de una angustia indecible.

Acerqué la linterna para examinarlas mejor, y no me gustó lo que vi: con la luz rasante aún tomaron más aspecto de pisadas. Se hallaban dispuestas de una forma relativamente regular, agrupadas de tres en tres. Cada una de dichas huellas tendría unos treinta y cinco centímetros de diámetro, y constaba de cinco impresiones casi circulares, de siete u ocho centímetros de anchura, una de las cuales se hallaba adelantada en relación con las otras cuatro.

Estas supuestas pisadas se hallaban distribuidas en dos series paralelas, pero en sentido opuesto, como si algún animal hubiera ido a un lugar determinado y hubiese regresado después por el mismo camino. Naturalmente eran muy débiles y podía tratarse de una mera ilusión, o de una casualidad. Pero su doble trayectoria —si es que de huellas se trataba— sugería un horror insoportable: uno de los extremos del trayecto terminaba en el montón de estuches, tal vez derrumbados no hacía mucho, y el otro extremo moría en el borde de la trampa siniestra que exhalaba su soplo húmedo y frío, desguarnecida, abierta a los abismos inferiores.

<p>VIII</p>

Tan fatal e ineludible era la fuerza que me impulsaba a seguir adelante, que incluso prevaleció sobre mi pavor. La presencia de aquellas huellas sospechadas despertaron en mí recuerdos tan palpitantes y terroríficos, que ninguna consideración de índole racional me habría determinado a proseguir mi camino. No obstante, aun temblando de miedo, mi mano derecha se me seguía contrayendo rítmicamente en un ansia por manipular cierta cerradura que esperaba encontrar. Antes de darme cuenta de lo que hacía crucé el montón de estuches y me lancé de puntillas por los pasadizos cubiertos de polvo, hacia un punto que parecía conocer sobradamente bien.

Mi mente planteaba cuestiones cuya pertinencia comenzaba entonces a vislumbrar. ¿Llegaría a alcanzar el estante, teniendo en cuenta que mi cuerpo era humano? ¿Podría mi mano de hombre ejecutar todos los movimientos, perfectamente recordados, necesarios para abrir la cerradura? ¿Estaría la cerradura en buenas condiciones de funcionamiento? ¿Qué haría yo, qué me atrevería a hacer con lo que —ahora empezaba a darme cuenta— a la vez esperaba y temía encontrar? ¿Hallaría la prueba de que todo era espantosa y enloquecedoramente cierto, de que existía una realidad que rebasaba los límites de la razón, o por el contrario, me convencería al fin de que todo era una pesadilla?

Seguidamente me di cuenta de que había dejado de correr. Estaba de pie, inmóvil, rígido, ante una fila de estantes cubiertos de los consabidos jeroglíficos. Se hallaban en un estado de conservación casi perfecto. Solamente había tres puertas forzadas.

El sentimiento que me inspiraron estos estantes no se puede describir. Me parecía conocerlos desde siempre. Miré hacia arriba, a una fila próxima al techo, completamente inalcanzable, y pensé en la manera de trepar hasta allí. Una puerta que había abierta a cuatro baldas del suelo podría servirme de ayuda. Las cerraduras de las puertas cerradas proporcionarían puntos de apoyo para mis manos y mis pies. Cogería la linterna con los dientes, como había hecho ya en otras ocasiones, cuando necesitara ambas manos. Sobre todo no debía hacer ruido.

Lo más difícil sería bajar el objeto que quería coger. Quizá pudiera engancharlo por el cierre al cuello de mi chaqueta, y echármelo a la espalda a modo de mochila. Una vez más me pregunté si funcionaría la cerradura. Estaba seguro de recordar cada uno de los movimientos necesarios, pero me daba miedo que chirriara. Asimismo temía no poder hacer los movimientos adecuadamente con la mano.

Mientras pensaba en todo esto tomé la linterna con la boca y empecé a trepar. Las cerraduras no me ofrecieron buenos puntos de apoyo, pero como esperaba, el estante abierto me sirvió de muchísima ayuda. Me agarré a la hoja y al marco de la puerta, y me las arreglé para no hacer demasiado ruido. Empinándome sobre el borde superior de la puerta, e inclinándome lo más posible a la derecha, conseguí alcanzar la cerradura que buscaba. Mis dedos, medio entumecidos por el ascenso, estuvieron muy torpes al principio. Pero al momento me di cuenta de que obedecían. El ritmo del recuerdo se hizo intenso en ellos.

Salvando inconmensurablemente abismos de tiempo, los movimientos complicados y secretos llegaron hasta mi cerebro con todos sus detalles, ya que en menos de cinco minutos sonó un chasquido cuya familiaridad me resultó tanto más impresionante, cuanto que no tenía conciencia previa de él. Un instante después la puerta de metal se abría lentamente con un roce apenas perceptible.

Miré deslumbrado la fila grisácea de estuches puestos de canto, y sentí la tremenda oleada de una emoción totalmente imposible de explicar. Justo al alcance de mi mano derecha había un estuche cuyos jeroglíficos me hicieron temblar con una angustia infinitamente más compleja que el mero terror. Temblando aún me las compuse para sacarlo de entre el polvo y la arena del estante, y arrastrarlo en silencio hacia mí.

Igual que el otro estuche que había manejado, éste medía unos cincuenta centímetros de alto por treinta y cinco de ancho, y estaba cubierto de curvos dibujos matemáticos en bajorrelieve. En grosor excedía los ocho centímetros.

Lo encajé como pude entre mi pecho y la pared por la que me había encaramado. Palpé el pasador y solté, por fin, el gancho. Quité la tapa, me eché el pesado objeto a la espalda y sujeté el gancho al cuello de mi chaqueta. Una vez las manos libres, fui bajando penosamente hasta el suelo y me dispuse a examinar mi botín.

Me arrodillé en el polvo y coloqué el estuche ante mí. Me temblaban las manos; temía sacar el libro de dentro y, a la vez, deseaba hacerlo en seguida. Muy gradualmente empezaba a darme cuenta de que sabía lo que iba a encontrar, y esta certidumbre, casi paralizaba mis facultades.

Si lo encontraba allí —si no estaba soñando—, las consecuencias de mi descubrimiento rebasarían por completo todo lo que el espíritu humano puede soportar. Lo que más me atormentaba era que, de momento, me resultaba imposible convencerme de que estaba soñando. Todo lo que me rodeaba me parecía real... y me lo sigue pareciendo ahora al evocar la escena.

Por último, saqué, temblando, el libro de su receptáculo y contemplé con fascinación los jeroglíficos de la cubierta. Estaba en excelente estado. Las letras curvilíneas del título me mantenían hipnotizado, como si fuera casi capaz de leerlas. En verdad no puedo jurar que no llegué a leerlas efectivamente en un pasajero y terrible acceso de memoria anormal.

No sé el tiempo que pasó antes de atreverme a quitar aquella delgada cubierta de metal. Busqué mil pretextos para demorar o eludir el momento fatal. Me quité la linterna de la boca y la apagué para no gastar pila. Luego, en la más completa oscuridad, hice acopio de ánimo... y abrí el libro. Por último enfoqué la luz sobre la página en que quedó abierto, y traté de antemano de esforzarme por sofocar cualquier exclamación involuntaria.

Miré allí. Luego, sintiéndome desfallecer, me dejé caer en el suelo. Apreté los dientes, no obstante, y contuve el grito. Tumbado en el suelo me pasé una mano por la frente. Lo que temía y esperaba estaba allí. Quizá estaba soñando; de otro modo, el tiempo y el espacio se habían convertido en una sombra burlesca.

Debía estar soñando. Pero, para poner a prueba la verdad de mi aventura me llevaría ese libro para mostrárselo a mi hijo si, efectivamente, era real. La cabeza me daba vueltas, aun cuando nada veía en la oscuridad reinante. Y toda suerte de ideas e imágenes aterradoras —suscitadas por las posibilidades que mi descubrimiento acababa de abrir-comenzaron a danzar en mi mente nublando mis sentidos.

Recordé las hipotéticas huellas impresas en el polvo, y sentí miedo de mi propia respiración. Una vez más encendí la luz y miré la página del libro, como la víctima de una serpiente mira los ojos y los colmillos de su destructor.

Después, en la oscuridad, cerré el libro con manos torpes, lo metí en su estuche y cerré la tapa con el pasador en forma de gancho. A toda costa debía sacarlo al mundo exterior, si es que el tal libro existía realmente... si el abismo entero existía realmente... si yo, y el mundo mismo, existíamos en realidad.

No recuerdo exactamente cuándo me puse en pie y comencé mi regreso. Me sentía tan alejado de mi universo normal que, durante aquellas horas espantosas que pasé en el subterráneo, no se me ocurrió consultar el reloj ni una sola vez.

Linterna en mano, y con el siniestro estuche bajo el brazo, reanudé finalmente mi marcha cautelosa. De puntillas, preso de un mudo terror, pasé de nuevo junto a la trampa abierta y junto a aquellas señales sospechosas, impresas en el polvo. Disminuí mis precauciones al subir por las interminables rampas, pero ni aun entonces pude desechar cierto recelo que no había sentido al bajar.

Me horrorizaba tener que atravesar de nuevo aquella cripta de basalto negro, más vieja aún que la misma ciudad, en donde soplaba un viento helado procedente de las profundidades insondables. Pensé en el terror de la Gran Raza, y en la causa de ese terror que, aunque débil y agonizante, acaso palpitaba aún en el fondo de aquellas tinieblas. Igualmente pensé en las cinco huellas circulares que acababa de ver, y en lo que mis sueños me habían revelado sobre ellas. Y en los extraños vientos y los silbos ululantes que lo acompañaban. Y recordé asimismo los relatos de los indígenas, que expresaban constantemente un horror sin límites a los grandes vientos y a las ruinas sin nombre.

Cierto signo grabado en el muro de la caverna me indicó el camino correcto y —después de pasar junto al otro libro que había examinado anteriormente— llegué al gran espacio circular rodeado de arcos que daban acceso a distintos corredores. Inmediatamente reconocí, a mi derecha, el arco por donde había penetrado en el edificio de los archivos. Me metí por allí sabiendo que, al salir de dicho edificio, mi camino sería más penoso debido a los derrumbamientos. Mi carga metálica me pesaba, y cada vez me resultaba más difícil no hacer ruido al caminar a tropezones entre escombros de todo género.

Después llegué al montón de piedras que alcanzaba hasta el techo a través del cual había practicado un paso angosto. Al encontrarme de nuevo ante él sentí pavor. La primera vez había hecho algo de ruido. Y ahora —vistas aquellas posibles huellas—, lo que más me asustaba era hacer ruido. Además, el estuche dificultaba mi paso por la estrecha abertura.

No obstante, trepé lo mejor que pude a lo alto del obstáculo, y empujé la caja por la abertura. Luego, con la linterna en la mano, me metí gateando destrozándome la espalda con las estalactitas, como me había ocurrido antes.

Al intentar asir la caja de nuevo se me cayó por la pendiente con un estrépito que llenó el recinto de ecos y resonancias, lo cual me cubrió de un sudor frío. Me precipité inmediatamente tras ella y logré recuperarla; pero unos momentos después algunos bloques resbalaron bajo mis pies, produciendo un repentino y estrepitoso desmoronamiento.

Todo este ruido fue mi perdición. Porque, erróneamente o no, me pareció oír, como respuesta, y procedente de alguna lejana galería, un silbido agudo, ululante, distinto de cualquier otro sonido terrestre, que rebasa con mucho mi posibilidad de describirlo. Si oí bien entonces, lo que ocurrió a continuación fue como un sarcasmo del destino, ya que, de no haber sido por el pánico que aquel fenómeno me produjo, el segundo hecho no habría sucedido jamás.

El caso es, que enloquecí de terror. Cogí la linterna con la mano, agarré la caja casi sin fuerzas, y salté salvajemente, sin más idea que un loco deseo de correr, de alejarme de aquellas ruinas de pesadilla, de salir al mundo exterior —el desierto bajo la luna— que ahora se hallaba tan lejos.

Sin saber cómo, llegué ante el segundo montón de escombros, que se elevaba en la negrura bajo el techo desplomado. Tropecé y me lastimé una y otra vez al gatear por la pendiente de bloques y rocas cortantes.

Y entonces sobrevino el gran desastre. Al cruzar a ciegas la cumbre del montículo, ignorando que al otro lado la pendiente caía bruscamente, perdí pie y resbalé, envuelto en un alud de piedras y cascotes que se desmoronaban en medio de un estruendo ensordecedor, cuyos ecos retumbaron por todos los rincones.

No tengo idea de cómo salí de ese caos; sin embargo, tengo un recuerdo vago de que, a continuación, me lancé a correr por el corredor, sin esperar a que se apagaran los ecos. Llevaba la caja y la linterna conmigo.

Luego, al acercarme a aquella cripta de basalto que tanto temía, la locura completa se apoderó de mí, Al apagarse ya todos los ruidos, nuevamente se hizo audible aquel silbido espantoso que me había aparecido oír antes. Esta vez no cabía duda. Y, lo que era peor, no provenía de atrás, sino de delante de mí.

Me parece que grité con todas mis fuerzas. Tengo la vaga idea de que atravesé a todo correr aquella bóveda de basalto construida por criaturas anteriores a la Gran Raza. De la trampa abierta seguía brotando el silbido ultraterreno. Y también se levantó viento. No una mera corriente de aire frío y húmedo, sino una ráfa*ga violenta, casi deliberada, que procedía de la misma boca negra que el horrible silbido.

Recuerdo vagamente haber saltado y sorteado obstáculos de todo género, perseguido por aquella ráfa*ga helada y aquel estridente silbido que crecía por momentos y parecía enroscarse y retorcerse en torno mío.

A pesar de que soplaba a mis espaldas, el viento, en vez de empujarme, me impedía avanzar, igual que si me hubieran trabado con un lazo sutil desde las tinieblas. Sin preocuparme ya de no hacer ruido, salté una gran barrera de bloques y me encontré de nuevo en la bóveda que me conducía a la superficie.

Recuerdo que eché una mirada a la sala de máquinas, y a punto estuve de gritar al ver el plano inclinado que conducía a una sala, dos pisos más abajo, donde había otra de esas trampas abominables, probablemente abierta. Pero en vez de gritar comencé a repetirme entre dientes, una y otra vez, que todo era un sueño del que pronto despertaría. Quizá me hallaba en el campamento, tal vez, incluso, en Arkham. Este razonamiento me tranquilizó un tanto, y empecé a subir por la rampa que conducía al mundo exterior.

Sabía, naturalmente, que aún me quedaba por salvar una grieta de más de un metro de anchura; pero iba demasiado preocupado por otros temores para darme cuenta del horror que suponía aquel obstáculo antes de enfrentarme con él. En efecto, a la ida, cuesta abajo, el salto me había resultado relativamente sencillo. Pero ahora, ¿podría saltarlo cuesta arriba, lastrado por el terror, el agotamiento y el peso de la caja, retenido por el viento embrujado que tiraba de mí hacia atrás? Todo esto se me ocurrió en el último momento, y también pensé en aquellos seres sin nombre que acaso acechasen, vivos aún, en los abismos tenebrosos que se abrían bajo la grieta del suelo.

La luz de mi linterna se iba debilitando, pero un vago recuerdo me advirtió de que me encontraba en el borde de la grieta. Las ráfa*gas de viento frío y los silbidos ululantes que sonaban atrás actuaron en mí como una droga bienhechora que tuvo la virtud de apartar de mi imaginación el horror de aquel abismo abierto a mis pies. Pero, en el mismo instante, percibí una nueva ráfa*ga y un nuevo silbido, que brotó ante mí a través de aquella misma grieta.

Entonces fue cuando realmente llegó lo más alucinante de mi pesadilla. Perdido el juicio, olvidado de todo, excepto del deseo animal de huir, me lancé a trepar por la pendiente de cascotes, como si ninguna sima hubiera existido detrás. De pronto, vi el borde de la grieta, salté frenéticamente, con todas las fuerzas de mi ser, y en el acto, me sumí en un torbellino infernal de ruidos inmundos y de negrura materialmente tangible.

Que yo recuerde éste es el final de mi aventura. Todas mis impresiones posteriores caen de lleno en el dominio del delirio y la fantasmagoría. Los sueños, la locura y los recuerdos se fundieron en un caos de alucinaciones fantásticas y visiones fragmentarias que no pueden tener relación alguna con la realidad.

En primer lugar sentí que caía por un abismo sin fondo; por un abismo de tinieblas vivas y viscosas, de ruidos absolutamente ajenos a toda naturaleza terrena.

En mí despertaron sentidos hasta entonces dormidos, que me revelaron precipicios y vacíos poblados de horrores flotantes, abismos que conducían a simas insondables, a océanos tenebrosos y a negras ciudades de torres basálticas donde nunca brilló luz alguna.

Los misterios de los orígenes de nuestro planeta y sus ciclos inmemoriales cruzaron por mi mente sin ayuda de la vista ni el oído, y comprendí cosas que ni siquiera el más disparatado de mis sueños anteriores había llegado a sugerir. Durante todo ese tiempo me sentí atrapado por los dedos fríos de un vapor húmedo, mientras el silbido enloquecedor y monótono seguía taladrando la vorágine de tinieblas.

Después tuve visiones de la ciudad ciclópea de mis sueños, pero no en ruinas, sino tal como la había soñado. Me vi nuevamente en mi cuerpo cónico, inhumano, rodeado de numerosos miembros de la Gran Raza y de espíritus cautivos que llevaban libros de un lado a otro por los interminables corredores y las rampas inmensas.

Superponiéndose a estas visiones, tuve fugaces destellos de percepciones no visuales, de las que sólo recuerdo mis esfuerzos desesperados y mis violentas contorsiones para zafarme de los tentáculos del viento ululante. Me parece recordar, también, como un vuelo de murciélago a través de una atmósfera densa, y un forcejeo febril por abrirme paso en la oscuridad azotada por el huracán; por fin, me sentí correr frenéticamente entre muros derruidos y derrumbados pilares de piedra.

Hubo un momento en que me pareció vislumbrar algo, en aquel mundo de noche eterna; un leve resplandor azulado en las alturas. Luego soñé que, perseguido por el viento, trepaba y me arrastraba hasta salir a un espacio bañado por la luna, entre ruinas y escombros que se desmoronaban tras de mí bajo los embates furiosos del huracán. Fueron las oleadas monótonas de aquella luz lunar las que me indicaron que, al fin, había regresado a mi antiguo mundo objetivo y vigil.

Me hallaba boca abajo, con las manos clavadas como garras en la arena del desierto australiano, Alrededor de mí aullaba un viento huracanado, mucho más violento que cualquier vendaval. Mi ropa estaba hecha jirones; mi cuerpo entero era un amasijo de arañazos y magulladuras.

La plena lucidez me fue volviendo tan paulatinamente, que no sé decir en qué momento terminó mi sueño delirante y empezaron mis verdaderos recuerdos. Sé que mi aventura ha tenido relación con un montón informe de ruinas de piedra, con abismos subterráneos, con una monstruosa revelación del pasado, y sé que mi pesadilla terminaba con horror. Pero, ¿cuánto hay en ella de verdad?

Había perdido la linterna, y la caja de metal que podía haber aducido como prueba. ¿Pero había existido en realidad tal caja? ¿Y el abismo? ¿Y las ruinas de piedra? Levanté la cabeza y miré hacia atrás. No se veía más que la estéril, la ondulante arena del desierto.

El viento demoníaco se había calmado, y la luna, hinchada y fungosa, se fundía roja en el oeste. Me puse en pie con dificultad y comencé a caminar, tambaleante, en dirección al campamento. ¿Qué me había sucedido en realidad? Tal vez había sufrido un mareo en el desierto, y había arrastrado, a lo largo de kilómetros y kilómetros de arena y bloques enterrados, mi cuerpo torturado por las pesadillas. Y si no era así, ¿cómo podría soportar el resto de mi vida?

En efecto, ante esta nueva incertidumbre, toda mi anterior confianza basada en el origen mitológico de mis visiones, se disolvió una vez más en las dudas que ya otras veces me habían asaltado. Si aquel abismo era real, la Gran Raza también lo era, y las proyecciones y secuestros efectuados en cualquier momento y lugar del cosmos no eran tampoco un mito ni una pesadilla, sino una terrible realidad.

¿Había sido, pues, arrastrado efectivamente durante mi amnesia hacia un mundo prehumano que existió hace ciento cincuenta millones de años? ¿Había sido mi cuerpo vehículo de una conciencia espantosamente extraña, surgida del origen de los tiempos?

¿Había conocido realmente, en mi calidad de espíritu cautivo, los días de esplendor de aquella ciudad de piedra, y era cierto que me había deslizado por aquellos corredores, en el repugnante cuerpo de mi propio raptor? ¿Acaso aquellos sueños que me habían atormentado durante más de veinticinco años no eran sino consecuencias de mis horribles recuerdos?

¿Era cierto que había conversado realmente con espíritus procedentes de los rincones más remotos del tiempo y el espacio? ¿Llegué a conocer de verdad los secretos pasados y futuros del universo, y a redactar los anales de mi propio mundo para enriquecer aún más aquellos archivos infinitos? Y aquellas criaturas inmundas —vientos helados y silbos demoníacos— que moraban en las entrañas de la tierra, ¿seguían constituyendo una amenaza real, a pesar de su lenta agonía, mientras las distintas formas de vida proseguían su evolución en la superficie del planeta?

No lo sé. Si ese abismo —y lo que contenía— era real, no hay esperanza. Entonces, verdaderamente, se cierne sobre la humanidad una increíble y sarcástica sombra, procedente de más allá del tiempo.

Pero felizmente no hay prueba alguna de que mi última aventura no haya sido más que el postrer episodio de una serie de sueños basados en remotas leyendas: perdí el estuche de metal, y hasta ahora, nadie ha descubierto los corredores subterráneos.

Si las leyes del universo son misericordiosas nadie los descubrirá. Pero debo contar a mi hijo lo que vi —o creí ver— y dejarle que, como psicólogo, juzgue cuanto hay de objetivo en mis vivencias, y si se debe dar publicidad a este documento.

Ya he dicho que el tema de mis sueños encajaba perfectamente con lo que creí descubrir en aquellas ciclópeas ruinas enterradas. Me ha costado un gran esfuerzo consignar esta revelación final que, como el lector habrá sospechado ya, se refiere al libro, guardado en un estuche de metal, que yo extraje de entre el polvo de millones de siglos.

Ningún ojo ha contemplado ese libro, ninguna mano lo ha tocado, desde el advenimiento del hombre a este planeta. Y no obstante, cuando en el fondo de aquel abismo enfoqué la linterna sobre él, vi que las letras trazadas con extraños colores sobre las quebradizas páginas de celulosa tostadas por el tiempo, no eran desconocidos jeroglíficos de épocas remotas. Eran, al contrario, letras de nuestro alfabeto corriente, que formaban vocablos en lengua inglesa, escritas por mi propia mano.

El Morador De Las Tinieblas

(Dedicado a Robert Bloch)

Yo he visto abrirse el tenebroso universo

Donde giran sin rumbo los negros planetas,

Donde giran en su horror ignorado

Sin orden, sin brillo y sin nombre.

<p>Némesis</p>

Las personas prudentes dudarán antes de poner en tela de juicio la extendida opinión de que a Robert Blake lo mató un rayo, o un shock nervioso producido por una descarga eléctrica. Es cierto que la ventana ante la cual se encontraba permanecía intacta, pero la naturaleza se ha manifestado a menudo capaz de hazañas aún más caprichosas. Es muy posible que la expresión de su rostro haya sido ocasionada por contracciones musculares sin relación alguna con lo que tuviera ante sus ojos; en cuanto a las anotaciones de su diario, no cabe duda de que son producto de una imaginación fantástica, excitada por ciertas supersticiones locales y ciertos descubrimientos llevados a cabo por él. En lo que respecta a las extrañas circunstancias que concurrían en la abandonada iglesia de Federal Hill, el investigador sagaz no tardará en atribuirlas al charlatanismo consciente o inconsciente de Blake, quien estuvo relacionado secretamente con determinados círculos esotéricos.

Porque después de todo, la víctima era un escritor y pintor consagrado por entero al campo de la mitología, de los sueños, del terror y la superstición, ávido en buscar escenarios y efectos extraños y espectrales. Su primera estancia en Providence —con objeto de visitar a un viejo extravagante, tan profundamente entregado a las ciencias ocultas como él-[15] había acabado en muerte y llamas. Sin duda fue algún instinto morboso lo que le indujo a abandonar nuevamente su casa de Milwaukee para venir a Providence, o tal vez conocía de antemano las viejas leyendas, a pesar de negarlo en su diario, en cuyo caso su muerte malogró probablemente una formidable superchería destinada a preparar un éxito literario.

No obstante, entre los que han examinado y contrastado todas las circunstancias del asunto, hay quienes se adhieren a teorías menos racionales y comunes. Estos se inclinan a dar crédito a lo constatado en el diario de Blake y señalan la importancia significativa de ciertos hechos, tales como la indudable autenticidad del documento hallado en la vieja iglesia, la existencia real de una secta heterodoxa llamada «Sabiduría de las Estrellas» antes de 1877, la desaparición en 1893 de cierto periodista demasiado curioso llamado Edwin M. Lillibridge, y —sobre todo— el temor monstruoso y transfigurador que reflejaba el rostro del joven escritor en el momento de morir. Fue uno de éstos el que, movido por un extremado fanatismo, arrojó a la bahía la piedra de ángulos extraños con su estuche metálico de singulares adornos, hallada en el chapitel de la iglesia, en el negro chapitel sin ventanas ni aberturas, y no en la torre, como afirma el diario. Aunque criticado oficial y públicamente, este individuo —hombre intachable, con cierta afición a las tradiciones raras— dijo que acababa de liberar a la tierra de algo demasiado peligroso para dejarlo al alcance de cualquiera.

El lector puede escoger por sí mismo entre estas dos opiniones diversas. Los periódicos han expuesto los detalles más palpables desde un punto de vista escéptico, dejando que otros reconstruyan la escena, tal como Robert Blake la vio, o creyó verla, o pretendió haberla visto. Ahora, después de estudiar su diario detenidamente, sin apasionamientos ni prisa alguna, nos hallamos en condiciones de resumir la concatenación de los hechos desde el punto de vista de su actor principal.

El joven Blake volvió a Providence en el invierno de 1934-35, y alquiló el piso superior de una venerable residencia situada frente a una plaza cubierta de césped, cerca de College Street, en lo alto de la gran colina —College Hill— inmediata al campus de la Brown University, a espaldas de la Biblioteca John Hay. Era un sitio cómodo y fascinante, con un jardín remansado, lleno de gatos lustrosos que tomaban el sol pacíficamente. El edificio era de estilo georgiano: tenía mirador, portal clásico con escalinatas laterales, vidrieras con trazado de rombos, y todas las demás características de principios del siglo XIX. En el interior había puertas de seis cuerpos, grandes entarimados, una escalera colonial de amplia curva, blancas chimeneas del período Aram, y una serie de habitaciones traseras situadas unos tres peldaños por debajo del resto de la casa.

El estudio de Blake era una pieza espaciosa que daba por un lado a la pared delantera del jardín; por el otro, sus ventanas —ante una de las cuales había instalado su mesa de escritorio— miraban a occidente, hacia la cresta de la colina. Desde allí se dominaba una vista espléndida de tejados pintorescos y místicos crepúsculos. En el lejano horizonte se extendían las violáceas laderas campestres. Contra ellas, a unos tres o cuatro kilómetros de distancia, se recortaba la joroba espectral de Federal Hill erizada de tejados y campanarios que se arracimaban en lejanos perfiles y adoptaban siluetas fantásticas, cuando los envolvía el humo de la ciudad. Blake tenía la curiosa sensación de asomarse a un mundo desconocido y etéreo, capaz de desvanecerse como un sueño si intentara ir en su busca para penetrar en él.

Después de haberse traído de su casa la mayor parte de sus libros, Blake compró algunos muebles antiguos, en consonancia con su vivienda, y la arreglo para dedicarse a escribir y pintar. Vivía solo y se hacía él mismo las sencillas faenas domésticas. Instaló su estudio en una habitación del ático orientada al norte y muy bien iluminada por un amplio mirador. Durante el primer invierno que pasó allí, escribió cinco de sus relatos más conocidos —El Socavador, La Escalera de la Cripta, Shaggai, En el Valle de Pnath y El Devorador de las Estrellas- y pintó siete telas sobre temas de monstruos infrahumanos y paisajes extraterrestres profundamente extraños.

Cuando llegaba el atardecer, se sentaba a su mesa y contemplaba soñadoramente el panorama de poniente: las torres sombrías de Memorial Hall que se alzaban al pie de la colina donde vivía, el torreón del palacio de Justicia, las elevadas agujas del barrio céntrico de la población, y sobre todo, la distante silueta de Federal Hill, cuyas cúpulas resplandecientes, puntiagudas buhardillas y calles ignoradas tanto excitaban su fantasía. Por las pocas personas que conocía en la localidad se enteró de que en dicha colina había un barrio italiano, aunque la mayoría de los edificios databan de los viejos tiempos de los yanquis y los irlandeses. De cuando en cuando paseaba sus prismáticos por aquel mundo espectral, inalcanzable tras la neblina vaporosa; a veces los detenía en un tejado, o en una chimenea, o en un campanario, y divagaba sobre los extraños misterios que podía albergar. A pesar de los prismáticos, Federal Hill le seguía pareciendo un mundo extraño y fabuloso que encajaba asombrosamente con lo que él describía en sus cuentos y pintaba en sus cuadros. Esta sensación persistía mucho después de que el cerro se hubiera difuminado en un atardecer azul salpicado de lucecitas, y se encendieran los proyectores del palacio de Justicia y los focos rojos del Trust Industrial dándole efectos grotescos a la noche.

De todos los lejanos edificios de Federal Hill, el que más fascinaba a Blake era una iglesia sombría y enorme que se distinguía con especial claridad a determinadas horas del día. Al atardecer, la gran torre rematada por un afilado chapitel se recortaba tremenda contra un cielo incendiado. La iglesia estaba construida sin duda sobre alguna elevación del terreno, ya que su fachada sucia y la vertiente del tejado, así como sus grandes ventanas ojivales, descollaban por encima de la maraña de tejados y chimeneas que la rodeaban. Era un edificio melancólico y severo, construido con sillares de piedra, muy maltratado por el humo y las inclemencias del tiempo, al parecer. Su estilo, según se podía apreciar con los prismáticos, correspondía a los primeros intentos de reinstauración del Gótico y debía datar, por lo tanto, del 1810 ó 1815.

A medida que pasaban los meses, Blake contemplaba aquel edificio lejano y prohibido con un creciente interés. Nunca veía iluminados los inmensos ventanales, por lo que dedujo que el edificio debía de estar abandonado. Cuanto más lo contemplaba, más vueltas le daba a la imaginación. y más cosas raras se figuraba. Llegó a parecerle que se cernía sobre él un aura de desolación y que incluso las palomas y las golondrinas evitaban sus aleros. Con sus prismáticos distinguía grandes bandadas de pájaros en torno a las demás torres y campanarios, pero allí no se detenían jamás. Al menos, así lo creyó él y así lo constató en su diario. Más de una vez preguntó a sus amigos, pero ninguno había estado nunca en Federal Hill, ni tenían la más remota idea de lo que esa iglesia pudiera ser.

En primavera, Blake se sintió dominado por un vivo desasosiego. Había comenzado una novela larga basada en la supuesta supervivencia de unos cultos paganos en Maine, pero incomprensiblemente, se había atascado y su trabajo no progresaba. Cada vez pasaba más tiempo sentado ante la ventana de poniente, contemplando el cerro distante y el negro campanario que los pájaros evitaban. Cuando las delicadas hojas vistieron los ramajes del jardín, el mundo se colmó de una belleza nueva, pero las inquietudes de Blake aumentaron más aún. Entonces se le ocurrió por primera vez, atravesar la ciudad y subir por aquella ladera fabulosa que conducía al brumoso mundo de ensueños.

A últimos de abril, poco antes de la fecha sombría de Walpurgis, Blake hizo su primera incursión al reino desconocido. Después de recorrer un sinfín de calles y avenidas en la parte baja, y de plazas ruinosas y desiertas que bordeaban el pie del cerro, llegó finalmente a una calle en cuesta, flanqueada de gastadas escalinatas, de torcidos porches dóricos y cúpulas de cristales empañados. Aquella calle parecía conducir hasta un mundo inalcanzable más allá de la neblina. Los deteriorados letreros con los nombres de las calles no le decían nada. Luego reparó en los rostros atezados y extraños de los transeúntes, en los anuncios en idiomas extranjeros que campeaban en las tiendas abiertas al pie de añosos edificios. En parte alguna pudo encontrar los rincones y detalles que viera con los prismáticos, de modo que una vez más, imaginó que la Federal Hill que él contemplaba desde sus ventanas era un mundo de ensueño en el que jamás entrarían los seres humanos de esta vida.

De cuando en cuando, descubría la fachada derruida de alguna iglesia o algún desmoronado chapitel, pero nunca la ennegrecida mole que buscaba. Al preguntarle a un tendero por la gran iglesia de piedra, el hombre sonrió y negó con la cabeza, a pesar de que hablaba correctamente inglés. A medida que Blake se internaba en el laberinto de callejones sombríos y amenazadores, el paraje le resultaba más y más extraño. Cruzó dos o tres avenidas, y una de las veces le pareció vislumbrar una torre conocida. De nuevo preguntó a un comerciante por la iglesia de piedra, y esta vez habría jurado que fingía su ignorancia, porque su rostro moreno reflejó un temor que trató en vano de ocultar. Al despedirse, Blake le sorprendió haciendo un signo extraño con la mano derecha.

Poco después vio súbitamente, a su izquierda una aguja negra que destacaba sobre el cielo nuboso, por encima de las filas de oscuros tejados. Blake lo reconoció inmediatamente y se adentró por sórdidas callejuelas que subían desde la avenida. Dos veces se perdió, pero, por alguna razón, no se atrevió a preguntarles a los venerables ancianos y obesas matronas que charlaban sentados en los portales de sus casas, ni a los chiquillos que alborotaban jugando en el barro de los oscuros callejones.

Por último, descubrió la torre junto a una inmensa mole de piedra que se alzaba al final de la calle. El se encontraba en ese momento en una plaza empedrada de forma singular, en cuyo extremo se alzaba una enorme plataforma rematada por un muro de piedra y rodeada por una barandilla de hierro. Allí finalizó su búsqueda, porque en el centro de la plataforma, en aquel pequeño mundo elevado sobre el nivel de las calles adyacentes, se erguía, rodeada de yerbajos y zarzas, una masa titánica y lúgubre sobre cuya identidad, aun viéndola de cerca, no podía equivocarse.

La iglesia se encontraba en un avanzado estado de ruina. Algunos de sus contrafuertes se habían derrumbado y varios de sus delicados pináculos se veían esparcidos por entre la maleza. Las denegridas ventanas ojivales estaban intactas en su mayoría, aunque en muchas faltaba el ajimez de piedra. Lo que más le sorprendió fue que las vidrieras no estuviesen rotas, habida cuenta de las destructoras costumbres de la chiquillería. Las sólidas puertas permanecían firmemente cerradas. La verja que rodeaba la plataforma tenía una cancela —cerrada con candado— a la que se llegaba desde la plaza por un tramo de escalera, y desde ella hasta el pórtico se extendía un sendero enteramente cubierto de maleza. La desolación y la ruina envolvían el lugar como una mortaja; y en los aleros sin pájaros, y en los muros desnudos de yedra, veía Blake un toque siniestro imposible de definir.

Había muy poca gente en la plaza. Blake vio en un extremo a un guardia municipal, y se dirigió a él con el fin de hacerle unas preguntas sobre la iglesia. Para asombro suyo, aquel irlandés fuerte y sano se limitó a santiguarse y a murmurar entre dientes que la gente no mentaba jamás aquel edificio. Al insistirle, contestó atropelladamente que los sacerdotes italianos prevenían a todo el mundo contra dicho templo, y afirmaban que una maldad monstruosa había habitado allí en tiempos, y había dejado su huella indeleble. El mismo había oído algunas oscuras insinuaciones por boca de su padre, quien recordaba ciertos rumores que circularon en la época de su niñez.

Una secta se había albergado allí, en aquellos tiempos, que invocaba a unos seres que procedían de los abismos ignorados de la noche. Fue necesaria la valentía de un buen sacerdote para exorcizar la iglesia, pero hubo quienes afirmaron después que para ello habría bastado simplemente la luz. Si el padre O'Malley viviera, podría aclararnos muchos misterios de este templo. Pero ahora, lo mejor era dejarlo en paz. A nadie hacía daño, y sus antiguos moradores habían muerto y desaparecido. Huyeron a la desbandada, como ratas, en el año 77, cuando las autoridades empezaron a inquietarse por la forma en que desaparecían los vecinos y hablaron de intervenir. Algún día, a falta de herederos, el Municipio tomaría posesión del viejo templo, pero más valdría dejarlo en paz y esperar a que se viniera abajo por sí solo, no fuera que despertasen ciertas cosas que debían descansar eternamente en los negros abismos de la noche.

Después de marcharse el guardia, Blake permaneció allí, contemplando la tétrica aguja del campanario. El hecho de que el edificio resultara tan siniestro para los demás como para él le llenó de una extraña excitación. ¿Qué habría de verdad en las viejas patrañas que acababa de contarle el policía? Seguramente no eran más que fábulas suscitadas por el lúgubre aspecto del templo. Pero aun así, era como si cobrase vida uno de sus propios relatos.

El sol de la tarde salió de entre las nubes sin fuerza para iluminar los sucios, los tiznados muros de la vieja iglesia. Era extraño que el verde jugoso de la primavera no se hubiese extendido por su patio, que aún conservaba una vegetación seca y agostada. Blake se dio cuenta de que había ido acercándose y de que observaba el muro y su verja herrumbrosa con idea de entrar. En efecto, de aquel edificio parecía desprenderse un influjo terrible al que no había forma de resistir. La cancela estaba cerrada, pero en la parte norte de la verja faltaban algunos barrotes. Subió los escalones y avanzó por el estrecho reborde exterior hasta llegar al boquete. Si era verdad que la gente miraba con tanta aversión el lugar, no tropezaría con dificultades.

Recorrió el reborde de piedra. Antes de que nadie hubiera reparado en él, se encontraba ante el boquete. Entonces miró atrás y vio que las pocas personas de la plaza se alejaban recelosas y hacían con la mano derecha el mismo signo que el comerciante de la avenida. Varias ventanas se cerraron de golpe, y una mujer gorda salió disparada a la calle, recogió a unos cuantos niños que había por allí y los hizo entrar en un portal desconchado y miserable. El boquete era lo bastante ancho y Blake no tardó en hallarse en medio de la maleza podrida y enmarañada del patio desierto. A juzgar por algunas lápidas que asomaban erosionadas entre las yerbas, debió de servir de cementerio en otro tiempo. Vista de cerca, la enhiesta mole de la iglesia resultaba opresiva. Sin embargo, venció su aprensión y probó las tres grandes puertas de la fachada. Estaban firmemente cerradas las tres, así que comenzó a dar la vuelta del edificio en busca de alguna abertura más accesible. Ni aun entonces estaba seguro de querer entrar en aquella madriguera de sombras y desolación, aunque se sentía arrastrado como por un hechizo insoslayable.

En la parte posterior encontró un tragaluz abierto y sin rejas que proporcionaba el acceso necesario. Blake se asomó y vio que correspondía a un sótano lleno de telarañas y polvo, apenas iluminado por los rayos del sol poniente. Escombros, barriles viejos, cajones rotos, muebles... de todo había allí; y encima descansaba un sudario de polvo que suavizaba los ángulos de sus siluetas. Los restos enmohecidos de una caldera de calefacción mostraban que el edificio había sido utilizado y mantenido por lo menos hasta finales del siglo pasado.

Obedeciendo a un impulso casi inconsciente, Blake se introdujo por el tragaluz y se dejó caer sobre la capa de polvo y los escombros esparcidos en el suelo. Era un sótano abovedado, inmenso, sin tabiques. A lo lejos, en un rincón, y sumido en una densa oscuridad, descubrió un arco que evidentemente conducía arriba. Un extraño sentimiento de ahogo le invadió al saberse dentro de aquel templo espectral, pero lo desechó y siguió explorando minuciosamente el lugar. Halló un barril intacto aún, en medio del polvo, y lo rodó hasta colocarlo al pie del tragaluz para cuando tuviera que salir. Luego, haciendo acopio de valor, cruzó el amplio sótano plagado de telarañas y se dirigió al arco del otro extremo. Medio sofocado por el polvo omnipresente y cubierto de suciedad, empezó a subir los gastados peldaños que se perdían en la negrura. No llevaba luz alguna, por lo que avanzaba a tientas, con mucha precaución. Después de un recodo repentino, notó ante sí una puerta cerrada; inmediatamente descubrió su viejo picaporte. Al abrirlo, vio ante sí un corredor iluminado débilmente, revestido de madera corroída por la carcoma.

Una vez arriba, Blake comenzó a inspeccionar rápidamente. Ninguna de las puertas interiores estaba cerrada con cerrojo, de modo que podía pasar libremente de una estancia a otra. La nave central era de enormes proporciones y sobrecogía por las montañas de polvo acumulado sobre los bancos, el altar, el púlpito y el órgano, y las inmensas colgaduras de telaraña que se desplegaban entre los arcos apuntados del triforio. Sobre esta muda desolación se derramaba una desagradable luz plomiza que provenía de las vidrieras ennegrecidas del ábside, sobre las cuales incidían los rayos del sol agonizante.

Aquellas vidrieras estaban tan sucias de hollín que a Blake le costó un gran esfuerzo descifrar lo que representaban. Y lo poco que distinguió no le gustó en absoluto. Los dibujos eran emblemáticos, y sus conocimientos sobre simbolismos esotéricos le permitieron interpretar ciertos signos que aparecían en ellos. En cambio había escasez de santos, y los pocos representados mostraban además expresiones abiertamente censurables. Una de las vidrieras representaba únicamente, al parecer, un fondo oscuro sembrado de espirales luminosas. Al alejarse de los ventanales observó que la cruz que coronaba el altar mayor era nada menos que la antiquísima ankh o crux ansata del antiguo Egipto.

En una sacristía posterior contigua al ábside encontró Blake un escritorio deteriorado y unas estanterías repletas de libros mohosos, casi desintegrados. Aquí sufrió por primera vez un sobresalto de verdadero horror, ya que los títulos de aquellos libros eran suficientemente elocuentes para él. Todos ellos trataban de materias atroces y prohibidas, de las que el mundo no había oído hablar jamás, a no ser a través de veladas alusiones. Aquellos volúmenes eran terribles recopilaciones de secretos y fórmulas inmemoriales que el tiempo ha ido sedimentando desde los albores de la humanidad, y aun desde los oscuros días que precedieron a la aparición del hombre. El propio Blake había leído algunos de ellos: una versión latina del execrable Necronomicon, el siniestro Liber Ivonis, el abominable Cultes des Goules del conde d'Erlette, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el infernal tratado De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn. Había otros muchos, además; unos los conocía de oídas y otros le eran totalmente desconocidos, como los Manuscritos Pnakóticos, el Libro de Dzyan, y un tomo escrito en caracteres completamente incomprensibles, que contenía, sin embargo, ciertos símbolos y diagramas de claro sentido para todo aquel que estuviera versado en las ciencias ocultas. No cabía duda de que los rumores del pueblo no mentían. Este lugar había sido foco de un Mal más antiguo que el hombre y más vasto que el universo conocido.

Sobre la desvencijada mesa de escritorio había un cuaderno de piel lleno de anotaciones tomadas a mano en un curioso lenguaje cifrado. Este lenguaje estaba compuesto de símbolos tradicionales empleados hoy corrientemente en astronomía, y en alquimia, astrología, y otras artes equívocas en la antigüedad —símbolos del sol, de la luna, de los planetas, aspectos de los astros y signos del zodíaco—, y aparecían agrupados en frases y apartes como nuestros párrafos, lo que daba la impresión de que cada símbolo correspondía a una letra de nuestro alfabeto.

Con la esperanza de descifrar más adelante el criptograma, Blake se metió el libro en el bolsillo. Muchos de aquellos enormes volúmenes que se hacinaban en los estantes le atraían irresistiblemente. Se sentía tentado a llevárselos. No se explicaba cómo habían estado allí durante tanto tiempo sin que nadie les echara mano. ¿Acaso era el, el primero en superar aquel miedo que había defendido este lugar abandonado durante más de sesenta años contra toda intrusión?

Una vez explorada toda la planta baja, Blake atravesó de nuevo la nave hasta llegar al vestíbulo donde había visto antes una puerta y una escalera que probablemente conducía a la torre del campanario, tan familiar para el desde su ventana. La subida fue muy trabajosa; la capa de polvo era aquí más espesa, y las arañas habían tejido redes aún más tupidas, en este angosto lugar. Se trataba de una escalera de caracol con unos escalones de madera altos y estrechos. De cuando en cuando, Blake pasaba por delante de unas ventanas desde las que se contemplaba un panorama vertiginoso. Aunque hasta el momento no había visto ninguna cuerda, pensó que sin duda habría campanas en lo alto de aquella torre cuyas puntiagudas ventanas superiores, protegidas por densas celosías, había examinado tan a menudo con sus prismáticos. Pero le esperaba una decepción: la escalera desembocaba en una cámara desprovista de campanas y dedicada, según todas las trazas, a fines totalmente diversos.

La estancia era espaciosa y estaba iluminada por una luz apagada que provenía de cuatro ventanas ojivales, una en cada pared, protegidas por fuera con unas celosías muy estropeadas. Después se ve que las reforzaron con sólidas pantallas, que sin embargo, presentaban ahora un estado lamentable. En el centro del recinto, cubierta de polvo, se alzaba una columna de metro y medio de altura y como medio metro de grosor. Este pilar estaba cubierto de extraños jeroglíficos toscamente tallados, y en su cara superior, como en un altar, había una caja metálica de forma asimétrica con la tapa abierta. En su interior, cubierto de polvo, había un objeto ovoide de unos diez centímetros de largo. Formando círculo alrededor del pilar central, había siete sitiales góticos de alto respaldo, todavía en buen estado, y tras ellos, siete imágenes colosales de escayola pintada de negro, casi enteramente destrozadas. Estas imágenes tenían un singular parecido con los misteriosos megalitos de la Isla de Pascua. En un rincón de la cámara había una escala de hierro adosada en el muro que subía hasta el techo, donde se veía una trampa cerrada que daba acceso al chapitel desprovisto de ventanas.

Una vez acostumbrado a la escasa luz del interior, Blake se dio cuenta de que aquella caja de metal amarillento estaba cubierta de extraños bajorrelieves. Se acercó, le quitó el polvo con las manos y el pañuelo, y descubrió que las figurillas representaban unas criaturas monstruosas que parecían no tener relación alguna con las formas de vida conocidas en nuestro planeta. El objeto ovoide de su interior resultó ser un poliedro casi negro surcado de estrías rojas que presentaba numerosas caras, todas ellas irregulares. Quizá se tratase de un cuerpo de cristalización desconocida o tal vez de algún raro mineral, tallado y pulido artificialmente. No tocaba el fondo de la caja, sino que estaba sostenido por una especie de aro metálico fijo mediante siete soportes horizontales —curiosamente diseñados— a los ángulos interiores del estuche, cerca de su abertura. Esta piedra, una vez limpia, ejerció sobre Blake un hechizo alarmante. No podía apartar los ojos de ella, y al contemplar sus caras resplandecientes, casi parecía que era translúcida, y que en su interior tomaban cuerpo unos mundos prodigiosos. En su mente flotaban imágenes de paisajes exóticos y grandes torres de piedra, y titánicas montañas sin vestigio de vida alguna, y espacios aún más remotos, donde sólo una agitación entre tinieblas indistintas delataba la presencia de una conciencia y una voluntad.

Al desviar la mirada reparó en un sorprendente montón de polvo que había en un rincón, al pie de la escala de hierro. No sabía bien por qué le resultaba sorprendente, pero el caso es que sus contornos le sugerían algo que no lograba determinar. Se dirigió a él apartando a manotadas las telarañas que obstaculizaban su paso, y en efecto, lo que allí había le causó una honda impresión. Una vez más echó mano del pañuelo, y no tardó en poner al descubierto la verdad; Blake abrió la boca sobrecogido por la emoción. Era un esqueleto humano, y debía de estar allí desde hacía muchísimo tiempo. Las ropas estaban deshechas; a juzgar por algunos botones y trozos de tela, se trataba de un traje gris de caballero. También había otros indicios: zapatos, broches de metal, gemelos de camisa, un alfiler de corbata, una insignia de periodista con el nombre del extinguido Providence Telegram, y una cartera de piel muy estropeada. Blake examinó la cartera con atención. En ella encontró varios billetes antiguos, un pequeño calendario de anuncio correspondiente al año 1893, algunas tarjetas a nombre de Edwin M. Lillibridge, y una cuartilla llena de anotaciones.

Esta cuartilla era sumamente enigmática. Blake la leyó con atención acercándose a la ventana para aprovechar los últimos rayos de sol. Decía así:

El Prof. Enoch Bowen regresa de Egipto, mayo l844. Compra vieja iglesia Federal Hill en julio. Muy conocido por sus trabajos arqueológicos y estudios esotéricos.

El Dr. Drowe, anabaptista, exhorta contra la «Sabiduría de las Estrellas» en el sermón del 29 de diciembre de 1844.

97 fieles a finales de 1845.

1846: 3 desapariciones;. primera mención del Trapezoedro Resplandeciente.

7 desapariciones en 1848. Comienzo de rumores sobre sacrificios de sangre.

La investigación de 1853 no conduce a nada; sólo ruidos sospechosos.

El padre O'Malley habla del culto al demonio mediante caja hallada en las ruinas egipcias. Afirma invocan algo que no puede soportar la luz. Rehuye la luz suave y desaparece ante una luz fuerte. En este caso tiene que ser invocado otra vez. Probablemente lo sabe por la confesión de Francis X. Feeney en su lecho de muerte, que ingresó en la «Sabiduría de las Estrellas» en 1849. Esta gente afirma que el Trapezoedro Resplandeciente les muestra el cielo y los demás mundos, y que el Morador de las Tinieblas les revela ciertos secretos.

Relato de Orrin B. Eddy; 1857: Invocan mirando al cristal y tienen un lenguaje secreto particular.

Reun. de 200 ó más en 1863; sin contar a los que han marchado al frente.

Muchachos irlandeses atacan la iglesia en 1869, después de la desaparición de Patrick Regan.

Artículo velado en J. el 14 de marzo de. 1872; pero pasa inadvertido.

6 desapariciones en 1876: la junta secreta recurre al Mayor Doyle.

Febrero 1877: se toman medidas; y se cierra la iglesia en abril.

En mayo; una banda de muchachos de Federal Hill amenaza al Dr... y demás miembros.

181 personas huyen de la ciudad antes de finalizar el año 77. No se citan nombres.

Cuentos de fantasmas comienzan alrededor de 1880. Indagar si es verdad que ningún ser humano ha penetrado en la iglesia desde 1877

Pedir a Lanigan fotografía de iglesia tomada en 1851.

Guardó el papel en la cartera y se la metió en el bolsillo interior de su chaqueta. Luego se inclinó a examinar el esqueleto que yacía en el polvo. El significado de aquellas anotaciones estaba claro. No cabía duda de que este hombre había venido al edificio abandonado, cincuenta años atrás, en busca de una noticia sensacional, cosa que nadie se había atrevido a intentar. Quizá no había dado a conocer a nadie sus propósitos. ¡Quién sabe! De todos modos, lo cierto es que no volvió más a su periódico. ¿Se había visto sorprendido por un terror insuperable y repentino que le ocasionó un fallo del corazón? Blake se agachó y observó el peculiar estado de los huesos. Unos estaban esparcidos en desorden, otros parecían como desintegrados en sus extremos, y otros habían adquirido el extraño matiz amarillento de hueso calcinado o quemado. Algunos jirones de ropa estaban chamuscados también. El cráneo se encontraba en un estado verdaderamente singular: manchado del mismo color amarillento y con una abertura de bordes carbonizados en su parte superior, como si un ácido poderoso hubiera corroído el espesor del hueso. A Blake no se le ocurrió qué podía haberle pasado al esqueleto aquel durante sus cuarenta años de reposo entre polvo y silencio.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, se puso a mirar la piedra otra vez, permitiendo que su influjo suscitase imágenes confusas en su mente. Vio cortejos de evanescentes figuras encapuchadas, cuyas siluetas no eran humanas, y contempló inmensos desiertos en los que se alineaban unas filas interminables de monolitos que parecían llegar hasta el cielo. Y vio torres y murallas en las tenebrosas regiones submarinas, y vórtices del espacio en donde flotaban jirones de bruma negra sobre un fondo de purpúrea y helada neblina. Y a una distancia incalculable, detrás de todo, percibió un abismo infinito de tinieblas en cuyo seno se adivinaba, por sus etéreas agitaciones, unas presencias inmensas, tal vez consistentes o semisólidas. Una urdimbre de fuerzas oscuras parecía imponer un orden en aquel caos, ofreciendo a un tiempo la clave de todas las paradojas y arcanos de los mundos que conocemos.

Luego, de pronto, su hechizo se resolvió en un acceso de terror pánico. Blake sintió que se ahogaba y se apartó de la piedra, consciente de una presencia extraña y sin forma que le vigilaba intensamente. Se sentía acechado por algo que no fluía de la piedra, pero que le había mirado a través de ella; algo que le seguiría y le espiaría incesantemente, pese a carecer de un sentido físico de la vista. Pero pensó que, sencillamente, el lugar le estaba poniendo nervioso, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta su macabro descubrimiento. La luz se estaba yendo además, y puesto que no había traído linterna, decidió marcharse en seguida.

Fue entonces, en la agonía del crepúsculo, cuando creyó distinguir una vaga luminosidad en la desconcertante piedra de extraños ángulos. Intentó apartar la mirada, pero era como si una fuerza oculta le obligara a clavar los ojos en ella. ¿Sería fosforescente o radiactiva? ¿No aludían las anotaciones del periodista a cierto Trapezoedro Resplandeciente? ¿Qué cósmica malignidad había tenido lugar en este templo? ¿Y qué podía acechar aún en estas ruinas sombrías que los pájaros evitaban? En aquel mismo instante notó que muy cerca de él acababa de desprenderse una ligera tufarada de fétido olor, aunque no logró determinar de dónde procedía. Blake cogió la tapa de la caja y la cerró de golpe sobre la piedra que en ese momento relucía de manera inequívoca.

A continuación le pareció notar un movimiento blando como de algo que se agitaba en la eterna negrura del chapitel, al que daba acceso la trampa del techo. Ratas seguramente, porque hasta ahora habían sido las únicas criaturas que se habían atrevido a manifestar su presencia en este edificio condenado. Y no obstante, aquella agitación de arriba le sobrecogió hasta tal extremo que se arrojó precipitadamente escaleras abajo, cruzó la horrible nave, el sótano, la plaza oscura y desierta, y atravesó los inquietantes callejones de Federal Hill hasta desembocar en las tranquilas calles del centro que conducían al barrio universitario donde habitaba.

Durante los días siguientes, Blake no contó a nadie su expedición y se dedicó a leer detenidamente ciertos libros, a revisar periódicos atrasados en la hemeroteca local, y a intentar traducir el criptograma que había encontrado en la sacristía. No tardó en darse cuenta de que la clave no era sencilla ni mucho menos. La lengua que ocultaban aquellos signos no era inglés, latín, griego, francés, español ni alemán. No tendría más remedio que echar mano de todos sus conocimientos sobre las ciencias ocultas.

Por las tardes, como siempre, sentía la necesidad de sentarse a contemplar el paisaje de poniente y la negra aguja que sobresalía entre las erizadas techumbres de aquel mundo distante y casi fabuloso. Pero ahora se añadía una nota de horror. Blake sabía ya que allí se ocultaban secretos prohibidos. Además, la vista empezaba a jugarle malas pasadas. Los pájaros de la primavera habían regresado, y al contemplar sus vuelos en el atardecer, le pareció que evitaban más que antes la aguja negra y afilada. Cuando una bandada de aves se acercaba a ella, le parecía que daba la vuelta y cada una se escabullía despavorida, en completa confusión... y aun adivinaba los gorjeos aterrados que no podía percibir en la distancia.

Fue en el mes de julio cuando Blake, según declara él mismo en su diario, logró descifrar el criptograma. El texto estaba en aklo,[16] oscuro lenguaje empleado en ciertos cultos diabólicos de la antigüedad, y que él conocía muy someramente por sus estudios anteriores. Sobre el contenido de ese texto, el propio Blake se muestra muy reservado, aunque es evidente que le debió causar un horror sin límites. El diario alude a cierto Morador de las Tinieblas, que despierta cuando alguien contempla fijamente el Trapezoedro Resplandeciente, y aventura una serie de hipótesis descabelladas sobre los negros abismos del caos de donde procede aquél. Cuando se refiere a este ser, presupone que es omnisciente y que exige sacrificios monstruosos. Algunas anotaciones de Blake revelan un miedo atroz a que esa criatura, invocada acaso por haber mirado la piedra sin saberlo, irrumpa en nuestro mundo. Sin embargo, añade que la simple iluminación de las calles constituye una barrera infranqueable para él.

En cambio se refiere con frecuencia al Trapezoedro Resplandeciente, al que califica de ventana abierta al tiempo y al espacio, y esboza su historia en líneas generales desde los días en que fue tallado en el enigmático Yuggoth, muchísimo antes de que los Primordiales lo trajeran a la tierra. Al parecer, fue colocado en aquella extraña caja por los seres crinoideos de la Antártida, quienes lo custodiaron celosamente; fue salvado de las ruinas de este imperio por los hombres-serpientes de Valusia, y millones de años más tarde, fue descubierto por los primeros seres humanos. A partir de entonces atravesó tierras exóticas y extraños mares, y se hundió con la Atlántida, antes de que un pescador de Minos lo atrapara en su red y lo vendiera a los cobrizos mercaderes del tenebroso país de Khem. El faraón Nefrén-Ka edificó un templo con una cripta sin ventanas donde alojar la piedra, y cometió tales horrores que su nombre ha sido borrado de todas las crónicas y monumentos. Luego la joya descansó entre las ruinas de aquel templo maligno, que fue destruido por los sacerdotes y el nuevo faraón. Más tarde, la azada del excavador lo devolvió al mundo para maldición del género humano.

A primeros de julio los periódicos locales publicaron ciertas noticias que, según escribe Blake, justificaban plenamente sus temores. Sin embargo, aparecieron de una manera tan breve y casual, que sólo él debió de captar su significado. En sí, parecían bastante triviales: por Federal Hill se había extendido una nueva ola de temor con motivo de haber penetrado un desconocido en la iglesia maldita. Los italianos afirmaban que en la aguja sin ventanas se oían ruidos extraños, golpes y movimientos sordos, y habían acudido a sus sacerdotes para que ahuyentasen a ese ser monstruoso que convertía sus sueños en pesadillas insoportables. Asimismo, hablaban de una puerta, tras la cual había algo que acechaba constantemente en espera de que la oscuridad se hiciese lo bastante densa para permitirle salir al exterior. Los periodistas se limitaban a comentar la tenaz persistencia de las supersticiones locales, pero no pasaban de ahí. Era evidente que los jóvenes periodistas de nuestros días no sentían el menor entusiasmo por los antecedentes históricos del asunto. Al referir todas estas cosas en su diario, Blake expresa un curioso remordimiento y habla del imperioso deber de enterrar el Trapezoedro Resplandeciente y de ahuyentar al ser demoníaco que había sido invocado, permitiendo que la luz del día penetrase en el enhiesto chapitel. Al mismo tiempo, no obstante, pone de relieve la magnitud de su fascinación al confesar que aun en sueños sentía un morboso deseo de visitar la torre maldita para asomarse nuevamente a los secretos cósmicos de la piedra luminosa.

En la mañana del 17 de julio, el Journal publicó un artículo que le provocó a Blake una verdadera crisis de horror. Se trataba simplemente de una de las muchas reseñas de los sucesos de Federal Hill. Como todas, estaba escrita en un tono bastante jocoso, aunque Blake no le encontró la gracia. Por la noche se había desencadenado una tormenta que había dejado a la ciudad sin luz durante más de una hora. En el tiempo que duró el apagón, los italianos casi enloquecieron de terror. Los vecinos de la iglesia maldita juraban que la bestia de la aguja se había aprovechado de la ausencia de luz en las calles y había bajado a la nave de la iglesia, donde se habían oído unos torpes aleteos, como de un cuerpo inmenso y viscoso. Poco antes de volver la luz, había ascendido de nuevo a la torre, donde se oyeron ruidos de cristales rotos. Podía moverse hasta donde alcanzaban las tinieblas, pero la luz la obligaba invariablemente a retirarse.

Cuando volvieron a iluminarse todas las calles, hubo una espantosa conmoción en la torre, ya que el menor resplandor que se filtrara por las ennegrecidas ventanas y las rotas celosías era excesivo para la bestia aquella que había huido a su refugio tenebroso. Efectivamente, una larga exposición a la luz la habría devuelto a los abismos de donde el desconocido visitante la había hecho salir. Durante la hora que duró el apagón las multitudes se apiñaron alrededor de la iglesia a orar bajo la lluvia, con cirios y lámparas encendidas que protegían con paraguas y papeles formando una barrera de luz que protegiera a la ciudad de la pesadilla que acechaba en las tinieblas. Los que se encontraban más cerca de la iglesia declararon que hubo un momento en que oyeron crujir la puerta exterior.

Y lo peor no era esto. Aquella noche leyó Blake en el Bulletin lo que los periodistas habían descubierto. Percatados al fin del gran valor periodístico del suceso, un par de ellos habían decidido desafiar a la muchedumbre de italianos enloquecidos y se habían introducido en el templo por el tragaluz, después de haber intentado inútilmente abrir las puertas. En el polvo del vestíbulo y la nave espectral observaron señales muy extrañas. El suelo estaba cubierto de viejos cojines desechos y fundas de bancos, todo esparcido en desorden. Reinaba un olor desagradable, y de cuando en cuando encontraron manchas amarillentas parecidas a quemaduras y restos de objetos carbonizados. Abrieron la puerta de la torre y se detuvieron un momento a escuchar, porque les parecía haber oído como si arañaran arriba. Al subir, observaron que la escalera estaba como aventada y barrida.

La cámara de la torre estaba igual que la escalera. En su reseña, los periodistas hablaban de la columna heptagonal, los sitiales góticos y las extrañas figuras de yeso. En cambio, cosa extraordinaria, no citaban para nada la caja metálica ni el esqueleto mutilado. Lo que más inquietó a Blake —aparte las alusiones a las manchas, chamuscaduras y malos olores— fue el detalle final que explicaba la rotura de los cristales. Eran los de las estrechas ventanas ojivales. En dos de ellas habían saltando en pedazos al ser taponadas precipitadamente a base de remeter fundas de bancos y crin de relleno de los cojines en las rendijas de las celosías. Había trozos de raso y montones de crin esparcidos por el suelo barrido, como si alguien hubiera interrumpido súbitamente su tarea de restablecer en la torre la absoluta oscuridad de que gozó en otro tiempo.

Las mismas quemaduras y manchas amarillentas se encontraban en la escalera de hierro que subía al chapitel de la torre. Por allí trepó uno de los periodistas, abrió la trampa deslizándola horizontalmente, pero al alumbrar con su linterna el fétido y negro recinto no descubrió más que una masa informe de detritus cerca de la abertura. Todo se reducía, pues, a puro charlatanismo. Alguien había gastado una broma a los supersticiosos habitantes del barrio. También pudo ser que algún fanático hubiera intentado tapar todo aquello en beneficio del vecindario, o que algunos estudiantes hubieran montado esta farsa para atraer la atención de los periodistas. La aventura tuvo un epílogo muy divertido, cuando el comisario de policía quiso enviar a un agente para comprobar las declaraciones de los periódicos. Tres hombres, uno tras otro, encontraron la manera de soslayar la misión que se les quería encomendar; el cuarto fue de muy mala gana, y volvió casi inmediatamente sin cosa alguna que añadir al informe de los dos periodistas.

De aquí en adelante, el diario de Blake revela un creciente temor y aprensión. Continuamente se reprocha a sí mismo su pasividad y se hace mil reflexiones fantásticas sobre las consecuencias que podría acarrear otro corte de luz. Se ha comprobado que en tres ocasiones —durante las tormentas— telefoneó a la compañía eléctrica con los nervios desechos y suplicó desesperadamente que tomaran todas las precauciones posibles para evitar un nuevo corte. De cuando en cuando, sus anotaciones hacen referencia al hecho de no haber hallado los periodistas la caja de metal ni el esqueleto mutilado, cuando registraron la cámara de la torre. Vagamente presentía quién o qué había intervenido en su desaparición. Pero lo que más le horrorizaba era cierta especie de diabólica relación psíquica que parecía haberse establecido entre él y aquel horror que se agitaba en la aguja distante, aquella bestia monstruosa de la noche que su temeridad había hecho surgir de los tenebrosos abismos del caos. Sentía él como una fuerza que absorbía constantemente su voluntad, y los que le visitaron en esa época recuerdan cómo se pasaba el tiempo sentado ante la ventana, contemplando absorto la silueta de la colina que se elevaba a lo lejos por encima del humo de la ciudad. En su diario refiere continuamente las pesadillas que sufría por esas fechas y señala que el influjo de aquel extraño ser de la torre le aumentaba notablemente durante el sueño. Cuenta que una noche se despertó en la calle, completamente vestido, y caminando automáticamente hacia Federal Hill. Insiste una y otra vez en que la criatura aquella sabía dónde encontrarle.

En la semana que siguió al 30 de julio, Blake sufrió su primera crisis depresiva. Pasó varios días sin salir de casa ni vestirse, encargando la comida por teléfono. Sus amistades observaron que tenía varias cuerdas junto a la cama, y él explicó que padecía de sonambulismo y que se había visto forzado a atarse los tobillos durante la noche.

En su diario refiere la terrible experiencia que le provocó la crisis. La noche del 30 de julio, después de acostarse, se encontró de pronto caminando a tientas por un sitio casi completamente oscuro. Sólo distinguía en las tinieblas unas rayas horizontales y tenues de luz azulada. Notaba .también una insoportable fetidez y oía, por encima de él, unos ruidos blandos y furtivos. En cuanto se movía tropezaba con algo, y cada vez que hacía ruido, le respondía arriba un rebullir confuso al que se mezclaba como un roce cauteloso de una madera sobre otra.

Llegó un momento en que sus manos tropezaron con una columna de piedra, sobre la que no había nada. Un instante. después, se agarraba a los barrotes de una escala de hierro y comenzaba a ascender hacia un punto donde el hedor se hacía aún más intenso. De pronto sintió un soplo de aire caliente y reseco. Ante sus ojos desfilaron imágenes caleidoscópicas y fantasmales que se diluían en el cuadro de un vasto abismo de insondable negrura, en donde giraban astros y mundos aún más tenebrosos. Pensó en las antiguas leyendas sobre el Caos Esencial, en cuyo centro habita un dios ciego e idiota —Azathoth, Señor de Todas las Cosas— circundado por una horda de danzarines amorfos y estúpidos, arrullado por el silbo monótono de una flauta manejada por dedos demoníacos.

Entonces, un vivo estímulo del mundo exterior le despertó del estupor que lo embargaba y le reveló su espantosa situación. Jamás llegó a saber qué había sido. Tal vez el estampido de los fuegos artificiales que durante todo el verano disparaban los vecinos de Federal Hill en honor de los santos patronos de sus pueblecitos natales de Italia. Sea como fuere, dejó escapar un grito, se soltó de la escala loco de pavor, yendo a parar a una estancia sumida en la más negra oscuridad.

En el acto se dio cuenta de dónde estaba. Se arrojó por la angosta escalera de caracol, chocando y tropezando a cada paso. Fue como una pesadilla: huyó a través de la nave invadida de inmensas telarañas, flanqueada de altísimos arcos que se perdían en las sombras del techo. Atravesó a ciegas el sótano, trepó por el tragaluz, salió al exterior y echó a correr atropelladamente por las calles silenciosas, entre las negras torres y las casas dormidas, hasta el portal de su propio domicilio.

Al recobrar el conocimiento, a la mañana siguiente, se vio caído en el suelo de su cuarto de estudio, completamente vestido. Estaba cubierto de suciedad y telarañas, y le dolía su cuerpo tremendamente magullado. Al mirarse en el espejo, observó que tenía el pelo chamuscado. Y notó además que su ropa exterior estaba impregnada de un olor desagradable. Entonces le sobrevino un ataque de nervios. Después, vencido por el agotamiento, se encerró en casa, envuelto en una bata, y se limitó a mirar por la ventana de poniente. Así pasó varios días, temblando siempre que amenazaba tormenta y haciendo anotaciones horribles en su diario.

La gran tempestad se desencadeno el 18 de agosto, poco antes de media noche. Cayeron numerosos rayos en toda la ciudad, dos de ellos excepcionalmente aparatosos. La lluvia era torrencial, y la continua sucesión de truenos impidió dormir a casi todos los habitantes. Blake, completamente loco de terror ante la posibilidad de que hubiera restricciones, trató de telefonear a la compañía a eso de la una, pero la línea estaba cortada temporalmente como medida de seguridad. Todo lo iba apuntando en su diario. Su caligrafía grande, nerviosa y a menudo indescifrable, refleja en esos pasajes el frenesí y la desesperación que le iban dominando de manera incontenible.

Tenía que mantener la casa a oscuras para poder ver por la ventana, y parece que debió pasar la mayor parte del tiempo sentado a su mesa, escudriñando ansiosamente —a través de la lluvia y por encima de los relucientes tejados del centro— la lejana constelación de luces de Federal Hill. De cuando en cuando garabateaba torpemente algunas frases: «No deben apagarse las luces», «sabe dónde estoy», «debo destruirlo», «me está llamando, pero esta vez no me hará daño»... Hay dos páginas de su diario que llenó con frases de esta naturaleza.

Por último, a las 2,12 exactamente, según los registros de la compañía de fluido eléctrico, las luces se apagaron en toda la ciudad. El diario de Blake no constata la hora en que esto sucedió. Sólo figura esta anotación: «Las luces se han apagado. Dios tenga piedad de mí.» En Federal Hill había también muchas personas tan expectantes y angustiadas como él; en la plaza y los callejones vecinos al templo maligno se fueron congregando numerosos grupos de hombres, empapados por la lluvia, portadores de velas encendidas bajo sus paraguas, linternas, lámparas de petróleo, crucifijos, y toda clase de amuletos habituales en el sur de Italia. Bendecían cada relámpago y hacían enigmáticos signos de temor con la mano derecha cada vez que el aparato eléctrico de la tormenta parecía disminuir. Finalmente cesaron los relámpagos y se levantó un fuerte viento que les apagó la mayoría de las velas, dé forma que las calles quedaron amenazadoramente a oscuras. Alguien avisó al padre Meruzzo de la iglesia del Espíritu Santo, el cual se presentó inmediatamente en la plaza y pronunció las palabras de aliento que le vinieron a la cabeza. Era imposible seguir dudando de que en la torre se oían ruidos extraños.

Sobre lo que aconteció a las 2,35 tenemos numerosos testimonios: el del propio sacerdote, que es joven, inteligente y culto; el del policía de servicio, William J. Monohan, de la Comisaría Central, hombre de toda confianza, que se había detenido durante su ronda para vigilar a la multitud, y el de la mayoría de los setenta y ocho italianos que se habían reunido cerca del muro que ciñe la plataforma donde se levanta la iglesia —muy especialmente, el de aquellos que estaban frente a la fachada oriental—. Desde luego, lo que sucedió puede explicarse por causas naturales. Nunca se sabe con certeza qué procesos químicos pueden producirse en un edificio enorme, antiguo, mal aireado y abandonado tanto tiempo: exhalaciones pestilentes, combustiones espontáneas, explosión de los gases desprendidos por la putrefacción... cualquiera de estas causas puede explicar el hecho. Tampoco cabe excluir un elemento mayor o menor de charlatanismo consciente. En sí, el fenómeno no tuvo nada de extraordinario. Apenas duró más de tres minutos. El padre Meruzzo, siempre minucioso y detallista, consultó su reloj varias veces.

Empezó con un marcado aumento del torpe rebullir que se oía en el interior de la torre. Ya habían notado que de la iglesia emanaba un olor desagradable, pero entonces se hizo más denso y penetrante. Por último, se oyó un estampido de maderas astilladas y un objeto grande y pesado fue a estrellarse en el patio de la iglesia, al pie de su fachada oriental. No se veía la torre en la oscuridad, pero la gente se dio cuenta de que lo que había caído era la celosía de la ventana oriental de la torre.

Inmediatamente después, de las invisibles alturas descendió un hedor tan insoportable, que muchas de las personas que rodeaban la iglesia se sintieron mal y algunas estuvieron a punto de marearse. A la vez, el aire se estremeció como en un batir de alas inmensas, y se levantó un viento fuerte y repentino con más violencia que antes, arrancando los sombreros y paraguas chorreantes de la multitud. Nada concreto llegó a distinguirse en las tinieblas, aunque algunos creyeron ver desparramada por el cielo una enorme sombra aún más negra que la noche, una nube informe de humo que desapareció hacia el Este a una velocidad de meteoro.

Eso fue todo. Los espectadores, medio paralizados de horror y malestar, no sabían qué hacer, ni si había que hacer algo en realidad. Ignorantes de lo sucedido, no abandonaron su vigilancia: y un momento después elevaban una jaculatoria en acción de gracias por el fogonazo de un relámpago tardío que, seguido de un estampido ensordecedor, desgarró la bóveda del cielo. Media hora más tarde escampó, y al cabo de quince minutos se encendieron de nuevo las luces de la calle. Los hombres se retiraron a sus casas cansados y sucios, pero considerablemente aliviados.

Los periódicos del día siguiente, al informar sobre la tormenta, concedieron escasa importancia a estos incidentes. Parece ser que el último relámpago y la explosión ensordecedora que le siguió habían sido aún más tremendos por el Este que en Federal Hill. El fenómeno se manifestó con mayor intensidad en el barrio universitario, donde también notaron una tufarada de insoportable fetidez. El estallido del trueno despertó al vecindario, lo que dio lugar a que más tarde se expresaran las opiniones más diversas. Las pocas personas que estaban despiertas a esas horas vieron una llamarada irregular en la cumbre de College Hill y notaron la inexplicable manga de viento que casi dejó los árboles despojados de hojas y marchitas las plantas de los jardines. Estas personas opinaban que aquel último rayo imprevisto había caído en algún lugar del barrio, aunque no pudieron hallar después sus efectos. A un joven del colegio mayor Tau Omega le pareció ver en el aire una masa de humo grotesca y espantosa, justamente cuando estalló el fogonazo; pero su observación no ha sido comprobada. Los escasos testigos coinciden, no obstante, en que la violenta ráfa*ga de viento procedía del Oeste. Por otra parte, todos notaron el insoportable hedor que se extendió justo antes del trueno rezagado. Igualmente estaban de acuerdo sobre cierto olor a quemado que se percibía después en el aire.

Todos estos detalles se tomaron en cuenta por su posible relación con la muerte de Robert Blake. Los estudiantes de la residencia Psi Delta, cuyas ventanas traseras daban enfrente del estudio de Blake, observaron, en la mañana del día nueve, su rostro asomado a la ventana occidental, intensamente pálido y con una expresión muy rara. Cuando por la tarde volvieron a ver aquel rostro en la misma posición, empezaron a preocuparse y esperaron a ver si se encendían las luces de su apartamento. Más tarde, como el piso permaneciese a oscuras, llamaron al timbre y, finalmente, avisaron a la policía para que forzara la puerta.

El cuerpo estaba sentado muy tieso ante la mesa de su escritorio, junto a la ventana. Cuando vieron sus ojos vidriosos y desorbitados y la expresión de loco terror del semblante, los policías apartaron la vista horrorizados. Poco después el médico forense exploró el cadáver y, a pesar de estar intacta la ventana, declaró que había muerto a consecuencia de una descarga eléctrica o por el choque nervioso provocado por dicha descarga. Apenas prestó atención a la horrible expresión; se limitó a decir que sin duda se debía al profundo shock que experimentó una persona tan imaginativa y desequilibrada como era la víctima. Dedujo todo esto por los libros, pinturas y manuscritos que hallaron en el apartamento, y por las anotaciones garabateadas a ciegas en su diario. Blake había seguido escribiendo frenéticamente hasta el final. Su mano derecha aún empuñaba rígidamente el lápiz, cuya punta se había debido romper en una última contracción espasmódica.

Las anotaciones efectuadas después del apagón apenas resultaban legibles. Ciertos investigadores han sacado, sin embargo, conclusiones que difieren radicalmente del veredicto oficial, pero no es probable que el público dé crédito a tales especulaciones. La hipótesis de estos teóricos no se ha visto favorecida precisamente por la intervención del supersticioso doctor Dexter, que arrojó al canal más profundo de la Bahía de Narragansett la extraña caja y la piedra resplandeciente que encontraron en el oscuro recinto del chapitel. La excesiva imaginación y el desequilibrio nervioso de Blake agravados por su descubrimiento de un culto satánico ya desaparecido, son sin duda las causas del delirio que turbó sus últimos momentos. He aquí sus anotaciones postreras, o al menos, lo que de ellas se ha podido descifrar:

La luz todavía no ha vuelto. Deben de haber pasado cinco minutos. Todo depende de los relámpagos. ¡Ojalá Yaddith haga que continúen! A pesar de ellos, noto el influjo maligno. La lluvia y los truenos son ensordecedores. Ya se está apoderando de mi mente.

Trastornos de la memoria. Recuerdo cosas que no he visto nunca: otros mundos, otras galaxias. Oscuridad. Los relámpagos me parecen tinieblas Y las tinieblas, luz.

A pesar de la oscuridad total, veo la colina y la iglesia, pero no puede ser verdad. Debe ser una impresión de la retina, por el deslumbramiento de los relámpagos. ¡Quiera Dios que los italianos salgan con sus cirios, si paran los relámpagos!

¿De qué tengo miedo? ¿No es acaso una encarnación de Nyarlathotep, que en el antiguo y misterioso Khem tomó incluso forma de hombre? Recuerdo Yuggoth, y Shaggai, aún más lejos, y un vacío de planetas negros al final.

Largo vuelo a través del vacío. Imposible cruzar el universo de luz. Recreado por los pensamientos apresados en Trapezoedro Resplandeciente. Enviado a través de horribles abismos de luz.

Soy Blake: Robert Harrison Blake. Calle East Knapp, 620; Milwaukee, Wisconsin. Soy de este planeta.

¡Azathoth, ten piedad!ya no relampaguea horrible puedo verlo todo con un sentido que no es la vista la luz es tinieblas y las tinieblas luz esas gentes de la colina vigilancia cirios y amuletos sus sacerdotes.

Pierdo el sentido de la distancia lo lejano está cerca y lo cercano lejos no hay luz no cristalveo la aguja la torre la ventana ruidos Roderick Usher estoy loco o me estoy volviendo ya se agita y aletea en la torre somos uno quiero salir debo salir y unificar mis fuerzas sabe dónde estoy.

Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor horrible sentidos transfigurados saltan las tablas de la torre y abre paso Iä ngai ygg.

Lo veoviene hacia acá viento infernal sombra titánica negras alas Yog-Sothoth, sálvame tú, ojo ardiente de tres lóbulos.

This file was createdwith BookDesigner programbookdesigner@the-ebook.org30/04/2011
/9j/4AAQSkZJRgABAQAAAQABAAD/2wBDAAEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQH/2wBDAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQEBAQH/wAARCAMgAlgDASIAAhEBAxEB/8QAHwAAAQUBAQEBAQEAAAAAAAAAAAECAwQFBgcICQoL/8QAtRAAAgEDAwIEAwUFBAQAAAF9AQIDAAQRBRIhMUEGE1FhByJxFDKBkaEII0KxwRVS0fAkM2JyggkKFhcYGRolJico*kSo0NTY3ODk6Q0RFRkdISUpTVFVWV1hZWmNkZWZnaGlqc3R1dnd4eXqDhIWGh4iJipKTlJWWl5iZmqKjpKWmp6ipqrKztLW2t7i5usLDxMXGx8jJytLT1NXW19jZ2uHi4+Tl5ufo6erx8vP09fb3+Pn6/8QAHwEAAwEBAQEBAQEBAQAAAAAAAAECAwQFBgcICQoL/8QAtREAAgECBAQDBAcFBAQAAQJ3AAECAxEEBSExBhJBUQdhcRMiMoEIFEKRobHBCSMzUvAVYnLRChYkNOEl8RcYGRomJygpKjU2Nzg5OkNERUZHSElKU1RVVldYWVpjZGVmZ2hpanN0dXZ3eHl6goOEhYaHiImKkpOUlZaXmJmaoqOkpaanqKmqsrO0tba3uLm6wsPExcbHyMnK0tPU1dbX2Nna4uPk5ebn6Onq8vP09fb3+Pn6/9oADAMBAAIRAxEAPwD+XT9n/wCHEfh7xlqd7qeupZwS+Gby1SW+sBYwtM+q6NKsazXGoBGkKQSMIx8xVXYcI1fbHxNh8L638JtR8O2vjXQHvpbHw7CsVve6ddXW+y1XSJ5QLKPUhMzKltIZFBzEod24Q18P614t1jSLWO5020s7qd7hIHjkguplETRyyM4SC5icEPEi7ixUBiCMkEcu/jjxwim8uvDsNvZNiRryTSdXitgspHlN9okuxEEld0WNi2HLqFJLDP5PlrnOrzSd23BLS32l2S7n3mPsoabWl/6Sj5u+LmqWnhXxd4m8OLNb6i9jbWarci5jtmna80KxvFUWw+0lCpuREAJnLlQ427ti+Gw+LMKc2GPmPW6x2H/TtWt8YNRl1j4l+INQuhDHLctowkEAZIlEWh6XAco*keVh8kYLFnb5sngYAx9G8ORarayXCC9lCTtDutQrxgrHE+0kQSfP+8BI3D5Spxzk/pGFjyUaLV7ulB+nuRuj5htuo9bJcyt31MPyBa9X3+Z7bMbf+BNnO72xj3rRt7G2uMFtRghLIJCG8slSduUOZ05G7B4B46Dtr2+lafc7/AO1LmSx2bfI3zQ23m7t3m4+0Rtv2bY87Mbd43feWq0+m6PAWMF/5nzlBm6tXynPzfJGPQc9OenIqK01r8XTaN/5fJnt4SHuwvGLjfrJq3vu/z3Mu8soIEk8u9iuCmzCoEy+4rnG2Vz8uSTgH7p6dsZm2nBHbPp/SupjsdMkceZebQc5P2i3XGAcfeQ4zgdaJtL0YsMagfuj/AJe7X1P/AEzow9Trd3WivG1laPTtr5hiqe7jZbbO/W/W/wDX48vFam43fMU2Y/gLZ3Z/2lxjb79anmhvJY1t0srlxERiRIZWDqilAwAj4DZDAhmHIGT1prXP2XHkGOTf97cd+Nv3cbGXGdx65zjjoatR69qMAUx28DfKFG6KcgrgEHiYc8DnpX0Ma8Yrf/FbW+q9bfL/AIf5OvC83u3pt092L9H/AF6me1pNbxmeVJI2T70ckTRkbm2DJbBGQwYZXnIx1zVmz1No1+zrbGTzZMb1kPBcKmNojbJGM/eGc446026vtT1JXRrPIm258i3uCf3ZU/Ll5P8Ann83B79O1OFLi0ljMsEkTLIkoE0bx/KGHzEMFO3KnnpweeKyniIPZpd/X5vr+X4xCk3LrtbVW00/4Pc2poHutu9Xg8vONyE792M4zs+7tGevXt3oJo00x26cZdUnA3Nb2Vu88qRDAaZkgaZxGrlELFQoaRAWBIBvNqLSYyYeM9Ce/wDwM+lWdAvtU0G8lvNNsjczyWz2zxz21xMgieWGVnCwPC4YPDGAxYqAxBUkgjhnUT0b+L9Lf8N/WvZDDtqOjeu63WvZb9dPu84dKs47XUYGurpLaSIzLPDcBYXgl8mVHilEkitHJHISjK6qwcbSoPFbV1JbXWp2VgLuBbW9a2trjUxJG9vYpcXDQyzzYcR7baNvtEgeeEbPvPGp31l20Vtq2uO2rzCxF7c3lxelZI7YQTyLPcNGpuRIIgLjEQWXe4B2Fi/zVa1DTtMtNUsrGwvDc6bc/Zvtd39ot5vI864eG4/0iFFt4vKt1SX96jbN298oQKj2tlZdLb9tNtul/X7j0adCSS7abO7v7trrotVft+dvxH4a0/R/sf8AZXiKz8R/aPtHn/2ekDfY/J8jyvO+zX19j7R5snl7/K/1D7d/zbMi8lvhEvn6Zd26eYMPLHMiltrYUF4EG4jJxnOFPHBxtX2lQWHlf8I60+r+bv8AtnlFNQ+z+Xs+z7vsMaeV5u+fHm58zyjsxsfM2oXdzdwrHqUS2kCyq6SFJLfdKEdVTfOzIcozttA3HbkHCmo+sq+9r/Ckk3pvp6nT9XnyycnyuK1tZrW2za7fnZ+fJR3wVl/dgsMgrv8AmzggjG3II78dqv8A2m4niMcdjO/mq0asgkfJfKfKFi+Y5OMA5J461Fc2GnpFJPZXRubzIZLdJoJi5dwJQIYkErbI2d8A5ULubIBplpf6xatAkNgXaKRWjVrW6ZmfzN6qQrqTljgBQCRgDnmu+GMtFJvlenZ3Vlrr8zz/AKw4y5dul0r9bap6aglndwjbLa3MTE7gskEqMVPAIDKDjIIz0yCO1bMdlZNndqtrHjGNxi5znOM3A6fj1qjf67q7zKb6yitZvLAWN7a6gJj3Ph9k0xYgsXXcPlJUgcg1nXKW67PLmD53Z/eRtj7uPujjPPX0qvrStpre3Tf+tdjvo4m0UlbRLfS/n5aP+tE9S40+3RZHtdQhvZw3yWsAR5ZcsA2xY55XOxC0jYjbCoScDJEUdnIyqZg9tk/OJY2Xylycs+8pgbfnydo285xzUkOn3FjFFqlrbXMsqxpJGHhd4HFwojJxGiMy7JSyFZOu0ksMgwTapdzSNFdRRQGXEcwMcsTIjqFLYkkO07DuBYEdDgisFXjZvS99lqtba+vS2366xrWduW32rK7j097m3ve6ttbXzaTyQ2jiOOaK5DKHLo6AAkldnytIMgKD1H3hx3OPtluP9VDI+z73lq0mN3TO1eM7TjPXB9K0jp8UvzQGWZBwWjKyKG6lSUQgEAg464IPcVUgm1HTt/8Aobr523/X28658vP3OUzjf83Xt075vEc11dLbt5Pr/X68mIxEmrSVovdRV725bd2rPs9evS88WlwSBftGoRWfyhj5you1+MxHfPH84y2QcH5T8vXF+OykeMWDb00k5z4hMbf2cMMZv9YSLbm5H2H/AI/P9edv+s/dVglp7+R0miKjc0v7pHB3bsY+bf8AL854xnpz67h1DVl0T+wpLHZoo637W1ysgzd/bBm6Z/sgzd4hGYfuny/9Z81aRqxUrdeVPf0vr3PHrS9q9I2Tsr632tqn67la70GxQN9m120vJREzRQQLC0k8vzeXBGsd5IzSSsFRFVWYswARjgE0fw8l19o/tW/XQPL8nyP7QgEX2vd5vm+T9puLTd5G2PzNnmY85N2zK7oLS2sbcC9S5BurSQT28TTQlZJINssStGFWR1eRQpCOrMPlUhua0muZ/EePt0Yi+x58r7Kjpu+0ff8AM85p848hNu3bjLZ3ZGKVdJro/wDhl+r/AKteaVCTcU7u/bordbf16liS9uLwf2Jp1hNqR01ti3NlvuftMFnm0F0sMEMvlxTbkkDCWRF3ogkfcGNc6RGT5l9eppl3/wAtbC7jWK4g7J5iTTQyr5keyZN0S5SRSMqQx6Dw99m8OXcl9HMivNatat9ukjEWJJYJiF2+QfMzAMAufl3/ACk8jndfuhquv3d0zRss/kZe3YGI+VZQx/IxaQdY8N8x+bcOOg3hi+VJu2r/AB0s/wCrnfDDyioq17ySt6pfNEFxY2sOdmpW82ELjZ5fJG75OJ35OB78jj1xpiF24IbOehHHT69av/ZbYEBpWH1eMcevK0ptLFutyeP+m0P/AMTWv11vZrp28v8AO39K81sPJpqy0tbX0uY6KrHDOIxjOWxgnI45I579e1asOnWcvl79Wtot6gtu8r5Dt3bTm5XnPy8457dqrT2tqqArMSdw48yM8YPotZrRgFguTgnHfIz7Dnj0qfrEG23r29dO39ao8+VKa7rr08ttPPz/AEe00cFtciCO6iuI0ePE6FAj7trnG2SRflLFThzypzjoNA6n9j/dJD9oDfPvSXaAT8u3AjkGQFB6j73TucOGK3FuJGl2zqrsIy6A7lZtg2Eb/mwvGcnPHUV0eiaTHqdrJPJ9o3JcPCPI27MLHE/O6OQ7syHPIGMcdyPH8qt8KVknb06v5fejWFeUY8t7Wsr2XRJfp2/Egi0mwkYhtbtIwBnc3k4JyBjm7XnnPXtWQIVa9e1jlEiLLNGk6AMsixb9siqGIKyBAww7ABshmHJqWqpLIVnby0CEhshMtuUAZfI6EnHXj2NetT+EfC2n+G4Net9Ymk1P7Dp1wbWTUNOaATXv2aO4TyEtkuAsa3EpRfO3IVXezhWDRPExb1ur6WtvtovP0JVZq1kkr69fXe/Q8+Gj6m5Aj0++ltWODepZ3DW4Q8Syb1Qx7YTvDnzQAUYMy4OOw0LxcfBVpJpTaadRNxcvqHnG6Nlt82KG28ryja3W7b9k3+Z5gzv27Bs3NkHxtqllA+kWcGnz2oSSGORoriWZxchnkw8V2kbMHmdUxHxhQwYgk9d4T0Dwf4p06bUPGOvroOpw3slnBZrqul6WJLCOC2niufs+qQ3Fw5e4uLqLzkcQt5OxVDxyFuapU0vffWKS1Sb7b2t6mn1h9/TRaLTT+rvR+V+J1bRLOL7P9h1m21Td5vm/ZFik8jHl7PM8m6nx5uX2btufLbG7BwjXcWp20Oj3Lx6algsZF5PIpWd7WP7KIxHJ9nCNIJGlA85yojK4YZdebsruex83ZGv73ZnzVf8Ag3424ZP75z17dO+zq1tp39m2t3BeLLe3DwSXNutxA/kma3klmAhRfOjEc2E/eMxXO1yWINZNWcVum7XT8kS67evXquj2/r+ta8EMtjqi/YY5NXEW7yjaIzC43253+WYRc58re4fbv/1TZ287bOoW8moTLNfq+jzLEsS2t2jCSSNXdxOom+zNsZneMYjK7omw5OVWvpGo3lhJbyWECXN1F5vlQNHLMz+YsqyZihdJG2xu7/KRgLubKg5Nb1LU9Suo59TsxaTpbpEka29xbhoVkldX2XEkjkl5JF3AhTtwBkMSRk4ttJaNpO+rWmy7PvqS5SqaJvva2nTrvpf8PvfcapcX2zy9Nn/dbs7Gkl+/txnbbjb9w4z159Khl02MRrcS3iQtMVZoZEVWieRS7RsWlU7kOVIKqcg5UdK6Lw7Yyf6Z/aMU9n/x7+T5qNb+Z/r/ADNvnp8+z5M7fu7hu+8Ky/KtL7U76zvpxb2sE1y0MyyxxM7RXHlRqZJg8bbo3diFUEldy4UEHdYxNuz5rWulr27X7/8AB01zWEkrNRcW3Zb+Wmt9f61RlwtDYTrcpPHcGLOI1ZU370MZwwaTG3fu+6c7ccZyNWB4dQmh1Lz4orm0ljEGm70knvXt3FxGkR3JJuuJH8hAkEp3j5Q7HYNNvCukNam4t7u7mJ+55c9tIjYk2NjZb84+bOG4IOehFYFxp02lXttc2kFzKtqYbvfLE8kYkhmaTEjRJGAgEalxuVtpJ3DII0jjoW3S1281b+vu+beFqXUmm3a226du3q33s187ev3d5f8A2T7Tplzp3lefs89Zf32/yd2zzIIP9XsXdjd98Z28ZrnR7L+DWbWQ/wB1BESB68XROM4HTvW/b3qeJd/9syQ2P2Lb9m+zuLbzftO7zt/2t59+zyItvl7Nu9t27cuMrVNM0rTbdJ9MvWu53mWJ42uba4Cwskjs+y3jjcEPHGu4kqN2CMlSN1joy+J3tbp38kJYSdrqLS7Wb7er6/ium+G9tPau8hhlaCN2AnMbpE6ElEkD4ZAsmVKkMwO4AE5BqWEx3WFeVIN7iIlmU7Q2Bv5ZOBuPHHTr6aFtetfmLTb7yreydAkk65hdBAnmRfvZmeJS0kSKd0Z3biqgMQRek0bQYYpXi1MvIiO8aG8s23Oqkou1YgzbmAGFIJzgHNawx8WrR2tazt2Wt/Ri+qSdm076b6dv1f3/AI5/kf2f/wAez/2l533/ACF/1Pl/d3+WZ/8AWb2252f6s43c4lvdE0+2iWSLXrO6YyBDHGINwUqzFztvJDgFQv3QMsOexbaxao3mf2Pp9zqWNv2n7NaXF55Od3k7/so/d+Z+92+Z9/y22/daqvh6003UL2WHVrwWNstq8qS/aLe23TrLAix+Zcq8ZzG8jbAN52bgcKwPnVrVJuUW0tNlfol5voZzotSd209Lvfm0Vt9Fby+fd3X1b7RaDSVg4WOKAXKy7w4tdjCQRCMcSCHoJTtDZ3NjlLTTreGSC9l1CGN4JUna2kCI/wC4kDhCzTgr5gQEMYzgMDhh1rXlomnzXM1kZJ4YJpFtpXIljmhMhijk3xKiyB4mDq8ZCMSGX5TihRbXNo09xOsdy8cu6ESxpgrvRAI33SDcqqcEknORwQK5ZQ0XJLS6Tva+yv8Ag+n/AA7VC2mvR6+dvx/r1k128S8u45YQrqtskZMUglXcJZmILKMA4YHb1wQe9aF/4USLyv7G1JfEO7zPtP8AZlsLj7HjZ5Pn/Zbq72faMy+X5nl7vIk279rbciytbVomLTEHzDx5kY42p6rXWvqNp4Lx/wAI3d2up/2ln7b9qnivfI+x4+z+X9ge18rzftU+7zfM3+Wvl7dj7qStHli2lp0Wuvne39ehrHDySu9nb+vW7/rq2LXYtXtofB1/HHoiLDFYz6td3K7LZ9KVZczWs0doEaeWzFv5b3aGKSYDdIyhHmGtN4diOiWFodetLQMItXtJilvdfac3T+WkMN7GPs8k72z7bqTLwsTsYmNMm20zSNavxdX18YJtRkmvLpIbq2iWKe4WS5kSNZo5WRFlYqqyM7hflZmb5qqajc/2LeTaZpxjubO28vyZ5T50j+dElxJukgaKJtssroNsa4VQrZYFjqmopa72uvPTXv8A19+scNPTm0jbS2vay/H7/VG0NLtPFf8AxMdQ1a28NzQ/6EtjeiKSWWKP9+t2rT3OnuI5HuXhAELLugYiViSiY+lafY6/5/23WLTRPsnleV9qML/avP8AM3+X5tzZ48nyU3bfMz5q52YG6mq6tqg+0Q6dcTqh8kva2lzLGGX5yrMvmAOBICRuB2lTjnJifSJp8f2Vb3mobc+f9lia78ndjyt/2aI+X5mJNu/7+xtv3WrWNRQ95a91227X76/1enRsrq7XXz2t+uxcs9ItLzUbvT7jVraxtLXz/I1SYRfZ73yJ1gi8rfcwxf6REzXEey4l+RDt3rlxA8SaLrRWzmXWIrbHl3FthY7jzrQF9hia6UeS0rI215PmiYHachetv/ClpcaHpo0Fr/V/EO2zfVNGsjHf3dgv2RxetNp9nbtfWq2t80NrIbjiCWVIJj5zrWLb+EPHEcifZ/B/iaVhu2AeH9XfdlW3cJbAnAJPHTHPQ1csRp0s7L8Fp/Xlv1Xstnr01td6W0t5f1vYzrxLzW7uGX7Bc2sO2O1lm8qWaKFfNZnmkfyokVY0l3MGZQFXJcA5C3ECeH9nlzrqH2vdnYBD5PkbcZ2vcbvM844zsxsP3s/L2UOg/Em3sLoHwJ4kW32zvNM/hjXgsSeSPMZpPJVEVEXcWbhRlmOKybXw/eX3mf2/Y6lpXlbfsnmW0tj9o37vPx9thfzfK2Q58rGzzBvzvTGEqqfr2+6/5/1pd+y2avzPrb033V7X6f8ABwluYdbAs7iSPTEiAuBcTSLIrsn7oQhXNsAzCVnB8xiBGRtIJZaJshZXuYphdwR/duY0xFJvi5w6vKnyO5jOHb5lIODwOkn8OaYxaLT7m5vLmNyJbeGa3uJY41JV3eKGDzECSbEZmACswU/MwqldwR2FpJbbmW7i2f6NMVE43yrJ80OEk/1b+YPlHyYfleTHtPJf1b+vmvmey1u7vrfzVtLL+vyMK9UTSBy4QiMLtODnDOc9V65x07Vb0nSrS++0fadVt9P8rytnniL99v8AM3bfMuYf9XsXdjd98Z28Zigs7m8ljkktrgWiypHcXMcMgigiDBpneYq0cflxsZGaQ7UXDMNtaV1pukReX9nvjLu3b/8ASrZ9uNu37kYxnLdeuOOhpqrZ3sn8/L+vw+a9nzPZ/O6/C/8AXqc9cWtzCgaa3niUsFDSxSRqWIYhQWUAkgE464BPaqddNrU2syWsY1HTZrOAXClZZLO6tw0vlyhYw85KElC7bR8xCkjhTXM1pzc2v9bGEk09fL56H33/AMEo/wDlKR/wTY/7P7/Y6/8AWiPh1RR/wSj/AOUpH/BNj/s/v9jr/wBaI+HVFZ1Onz/QuG3z/RH0Ze6LbvEoa2yPMB/1zjnaw7Sj1rk/iZ4n0aw+Her2dnfeVqVnDo9qI/s10/lyW+rabDOm+W3eB9iJIu4sytjKMxKk+3eH7XT9RvJYL6PzoltnlVd08eJFlhQNuhZGOFdxgnbzkjIBHzz8UtL8Px2XipbqDFmmqOrDzb04VdbiEQzHIZTh9gyMn+9xmvzHLI/vNVu4201+JH2mNfuv0l/6Sfnt4qlOq69f3jN589z9lUSY8re6WVvAg2ARouNir91QcbjnJJ7LwPexaRpNxbXsv2eV9RlnVNjS5ja2tIw26JJFGWjcbSwYbckYIJ5bxRbBvF1za6CmbWS402Kxj3EbpZbSzBXdeN5g3XLPzMwUZ4IjArXg8GfEKZC9tpu6MMVJ+2aIvzgAkYkugehXpx+Oa/QqLao0tY/w4bvb3Y6eXp6nzjV6jaTuubpvrv5nL21xc6rv+2P5/kbfL+WOLZ5u7f8A6pY927y1+9nGOMZOd2G00RFX7VHg7AG+e7P7zAz/AKtj6N0+X07V7h8QvgH4v+Ef9kf8JZ4T/wCEf/4SD+0P7P8A+J7perfa/wCyfsX2r/kG6zqX2f7P/aVt/rvJ83zv3fmeXJ5fD+BfhX46+KHiLUfDngnQv7c1KxsbvV5bP+1NH0zytOtb60sZLj7Rq+o6fA+yfULSLylnedvO3iJkjkdPNxVZOcv3rpQXK9KnI9o3623PpcDS5qUOZRk1zaNXXxu1rr7zz69ttJaOQWKZlOzyvmuf7yb/APXNt+7v+9+HOKw3027c5jhyuMH95EOev8UgPQiv1u+CH/BPrxvfQ+GNf+J3wj83w3L/AG1/bd3/AMJ7pCbtjatZab+48P8AjRL8Yv0sIv8ARIRnG+4zCZnP6Y/CL/gmR+zz4q8N32oan8Evt9xDrlzZpN/wsnxxa7YY7DTZ1j8u38fW6HD3EjbyhY79pYhVC8tPMYQcoxnKo0371WSm3ay91qa93S69WzfE4dcluW17P3FZLV6fDo/0P5cbPQoj5n2m1/ubP37f7W7/AFc3+71/DvWrfeFbqSzgOmWGZS0TH/Sox+5MT5P+kXAX7xj/ANv8N1f1MaB+wd+wP4x+1/8ACJfCr+0f7O8j+0P+K5+M9p5P2vzvsn/IT8YWvmeZ9luf9Rv2bP3m3dHu4LRv2Wv2BvDPjDxBp/xC8C/YtD06XVdKs4f+En+M9z5Op2eqRQW8HmaJ4huLyTy7O3vV82V3t32bnkaVoi3bPMVFKzTa7tO+q3tPU8D6mnN+7bTol5f3T+YWWw17SgzSxeQIMbj5llLs83AHCvJu3eYOmcZ7Y4iRmvxi7Pm3bnyIOBHkNxGv7rZEMyu3zPjr8x2gY/qb8QfsU/sC/GHTbvwL+z98NP8AhIvi/wCIvs//AAiWl/8ACZfGjSPtn9kTw6xr3+neNfFemeGLf7P4Y0zWrj/iZ3kHm+R5Nl5uoS2kUnwL+0P/AMEdv2tPCupT6/8ADL9nX7B4O0LwZJrms3f/AAtz4a3X2XUdLn1u91G68jxB8TrjVJ/I0u3sJfJtYZoJdmyCKS4aZGcMxhUXvK0ubRxSSS0tdubdrvXyOiGC5deW912u+mnwH4uv4f1IY8u09c/6RB7Y+9N9elLaXmqRSM0cm1ihUnZbngspx8ykdQK9y+IPwg+L3wZ/sj/ha/h7/hG/+Ek+3/2B/wATbwxrH23+x/sX9qf8i3qeqfZ/s/8Aamnf8fvked5/+j+b5U/l8XJpeiWqiSSDYpOwHzbtuSC2MLIx6KTnHbrVyxTS5ZKnN/ZlH3ovq7Scteiduuh1UMDF2lacNVeNlHq1quT5/O5xmn6PeavqccKW/wBoubt55CvnRReY/lyzyNkyxRpwrPjKjjao6CvTvDPwg8Y+LNb0Xwh4c8Pf2h4l8Vazp3h3w9p39raXa/b9b1y7t9L0mz+13+p21ha/ar+5gg+0X1zb2kG/zbmeGFXkX9Pf2Ef+CXn7SXx7+NnwYW3+B3/CV+AfiLoes+JdIH/CzPAWhf2xoV78NPEHinQL35/iBo+taf5sMdhf/Zrn7DeJj7LewIxmtz/TU/8AwTQ/YP8A2Nf2Jv2ovHf7TfwU/wCFcft7fDb4c/G340fsvar/AMLH+Mni/wDsW98HfCU6x8E/Ev2H4f8AjzxR8GdR/s74zeF9fuf7H+IdnfxXn2HyfFulXXhW5sorjgqYuo38VrRWjclF2e3xHpxwcKUU1SlUvKK/d01OaUrK791aLeT6bn8VPxM/ZE/ak/Z4/sT/AIWH8Pf+EQ/4S/8AtL+x/wDirPh34g/tH/hH/sH9of8AID8S639k+yf23Zf8fX2bz/tP7jzvJm8rxPS7rw/rFw9trj/aLRIWnjTbew4uFeONG3WaxSHEcsw2sxQ7skbgpH1B8a/2u/jp8bf+EZ/4WX8Qv+Em/wCEZ/tn+xf+KT8H6L9i/tr+yv7S/wCQB4a0n7T9p/smw/4+/tHk/Z/3HlebN5m/8Af2VtV+JXjHUtCsPAn9tTWnhm81ZrX/AISi207y44NU0azNx583iKwV9jX6R+UJmZvN3iMhCyc1TMElz1FKEtfYype6pNWU+Zynd8uluR6a36G8sA1eMUpRlpUjNczS6ciULJvVu++h5J4N/ZU+KXjnWNKXwJ4D/tQeIIptR8PD/hKPDtl9r0yXT59Tgm/4nHiK08jdpamfy77ybgY8p0FxiOvTZv8AgnX+2uuqLe23wexpEU9tMZf+Fg/CY7YIBE102yTxv9pO1kmO0IXbH7sEFc/0z/AH9nn4FfDTQPhdqniXwh/Yus+G/BWhWGuT/wBv+MdS+xasfCcej6hF5Vhrd/a3P+nTy2++zjntvm86B/JVZR9Jxap8BtQ8T2HhfTJ/OXVdT0zSbWx8rxlH58uqyW1uLf7TcRoYvPmuSnmyXEaxb9xkjRdy4QzmUW25RqXTj+8bna9tV+90a6drvueDUyeTqtqMlrpypr7Ttf8AdH8UnxX/AGY/jh4J8RWWleLvBH9malcaLb6hBB/wkvhG932Mt9qNtFN5uma/dwLuntLlPLeRZh5e5kCPGzT6r+yl8VtW8j/hDPAX2j7P5v8AaX/FU+G4tnm+X9j/AOQr4ij3bvLuv9Ruxt/e4zHn+z/4tf8ABPPwX8X/ABHZeJdP+EP/AAkUNjoltoTXv/Cf6rpPlS219qV+1r9mn8a6Y77E1NJfPEDq3n+WJmMZSP8AO39qr9ny5+Cn/CB/8K88I/8ACM/8JN/wlH9sf8T+PWftv9jf8I7/AGf/AMhzWtV+zfZv7Vvf+PXyPO8/9/5vlQ+XrDO6idP4bQT35rSure9+9s7brbU6oZPOens5LRXfK106P2T7H4P6X+wT+2odM07Urr4U/wDFMzWNpcQzf8J18J/msrm3jOnP5cfjH+0BvMlt8rIJVz+/VQJMVrv/AIJ0ftj6rNJfad8HfPs7gL5Mv/CwfhZFv8pFhk+SfxxHKu2WN1+dFzjK5Ugn1zxj+3B+1P4a8QeJfBC/E/7FoPhrXdV8OWumf8IV8Orn7FY6BqU1hYWf20+Ep725+yLZwRfaJLueafy/MmnmLu7V9O/4KAftNWVjFGnxa8q2hErkf8IH8P32p5skkhyfBjyNyWbGSeyjoK3/ALVq88aipx1SilGEuVtvmWntNZvbfY6f7GkoWXtL363utOn7rbseEX/7C37XHhSZdO1T4W/YLiaMXqQ/8Jv8M7rdDIzwLJ5lv4uuUGXtpF2Fww2bigDKW8N8SfDf4h6Z9i/tTRvI8/7T5H/Ex0OTd5fkeb/x730m3b5kf38Zz8ucNj9GNE/bK+Jnja1k1XxX8R/7T1G3uH0+Gf8A4RDQLLZZRRxXMcPlab4XtIG2z3dy/mPG0p8zazlEjVfsrwL8Sv8AgkD4h/tT/ha+tfa/sn2H+wP+Jd+09b+X9o+2f2p/yLdhDv3+Tp3/AB+7tu3/AEfbunzax9aUpSdLWNuaKpztHm0SmnPTyv1OCtlM1FRakuzad3qno/Z6+Z/OlcWGs6bNL5sXkusskD/vLWTDqzbk+V5AcGM/MOOODzz9GfAr4HfFD4/+IvC3w38CeF/+Et13xb/bn9laN/bfh7Qf7Q/sGx1fXr7/AImOsavo1na/ZbPRry6/0m+tvP8As3kQ+dLNFDL+t/xH/Zr/AGLvjHaNB+yt4L/4SPXLnWj4njX/AISP4raRv8ATRXyLfbviNrul2a7rzVPDo+zMV1oefk24iivjH2P7Jn7J3xy+Cnx98AePtA8A/wDCNeF/DX/CVfZNW/4SnwhrP2L+2fBfiTRZ/wDQb3xHquo3P2nUdVmtv3lnP5Pn+cnlQRJLH008d7VKPIozT3jG2isrN87d7tXXkcX9lODu4vtqtHfX/n2rnkXgD9lP9jP9m7wtq3gX/goT4C/4Qz4+atfX3ivwTpf/AAlHxU8RfaPhtf6dZaP4bv8A7d8EfEWu+DIvN8Z6F41t/surXcevJ9l86/tk0qfSZZsjWNC/4JS2H2b+w7XyvN877V+//aQk3eX5Xk/8fcz4xvl/1eM5+fOFx6R/wUp+Dv7Rnx5/aP8AADeHvDv/AAlXiLUPhf4V8G6Cf7X8C6H52s3fjvx2dL03/TtT0exj8y+1iD/TL3Zap9o/0i6WGF/K+V7H/gnd+1l8PfN/4X78H/7I/tfZ/wAIn/xcD4a6h9o/s/f/AG7/AMiX42vfK8r7bo3/ACEvK8zzf9D37LrZdSvJRcnUS5Xs5tSd+X4U3ra+p00sJFSjHkave8oxSgrR6vl0fb1R5j4//YW+NlnLe/E+w+Fvl/AHxzrlxqnwf1z/AITfwk/9qeEfEzXviH4fz/2bN4ubxpZfbfBapd+V4o0+01O2x9n1uO31YmGvB7L9l74seKfHUfw68E+Bvt3i++3/ANmaP/wk3hu1837Lo765e/8AEw1fxBb6YmzTLe7uv9Ivk3bPIi3XDRwt/Rr8IP2iP2W/B/g/wb8NP22vGH9nfC3wB4I8PeE9C0X/AIR/4iXf9k/ELwrpemaBpen/ANpfCXRLrxFf/YPDtr4rtPtV5f3uiXWzz7i5uL5tNmbldf8AHH7BnjX4n3d9+wxqn9p/GvU/I/4VdL9i+Mll5/2Lw9DD42+T4wWlp4Tj8vwnaeLl/wCKiSPf5edJ3ak2mFuGWYyiue75E1Zu/I5JXtfns27O6vfc9KGCg1bljeStzJLmV0le/JdNb37n4o23/BMb9uC7ePPwR8xWlSM/8XK+ES5BK5X/AJH5T0bqPXrXWWX/AASq/bTl8zzfgPu27Nv/ABdD4UDGd+fu/EQeg61+s3iXxZ+3homuaf4Y0y/+za/rMFoNFsfsvwbm+06lqN5Pp+nf6TcW0tlD517FHD/pdxFBHt8yfZEWc8F8QPGX/BWT4f8A9kf2nqX9k/2t9v8AI/0P9my/+0fYPsXm/wDHva3vleV9tj+/5fmeZ8u/Y2yVm7mr8yjZ7QbS6b/vXqTUy+EYtSXM9NZJN9Orgfm5ef8ABKv9smOJWX4EbSZAM/8AC0PhYf4WPf4iH0rjL7/gmL+2hbrcGP4I7GjkKr/xcr4UttxKEI+bx8wPGRk59fevtf4i/tWf8FI/hNolr4j+KHjz+wNAvdVg0SzvP+EX+A+q+brFzaX19b232fw94d1K9TfZabqEvnSwJar5Ox5VlkgSTzrSf+Civx91W5tbS7+MPnz3KM1xH/wr7wXFvmSB5pTui8ERouJELfIyocbVypAOsMwqP3ryaWurk1pZ6+/8Pc8upgY3l7vTsu3+A+DNf/Y0/aF8Datdx+Ofhx/ZdroHkah4jH/CYeCL37JpMVtDqd3NnR/FF3JPt0tjP5dgZrk58uJDcDy69D8A/sg/tA/FbR7nxD8C/h5/b3hKz1ObRdRvP+Es8FaX5fiO3tbO+u7b7P4w8Tadqb7NM1HSJfOggaxbztkUrXEd0ifqp8JPjH8IfjHr/gLQvjb4j/4SPXPiD4q0bwn42tf7I8T6R/a+k6z4gi8OCw8/wlpel2dh9p8NyWtn9q0mayuYd32j7TFfiScfqzpup/8ABP39lSB/h54cn/4QOx1mVvGcukeX8a/FH2m61FE0N9S/tC+j8RTQ+dD4dgtfsa3sUcf2Pzhao1w8s/PXzerOSi+VKPMuVc3I7NWbXtXdro+hwyyqTbajLVt6p9delM/mib9kjQphstPh/ukB3MP+ErvF+QcE5k8SBfvFenP4Zry3x7+xr+0L8NvD+s/E/wAf/Dj+xfgLpsttdjXP+Ev8Eaj5Ph7XtTttL8Fyf2bovii/8ZSfar/VdAg2f2fJfQef5uqrDDFeyR/pD8Vfhl+01qPh6zg+Auied4wXWreXUl/tL4fx48NrY6il427xnfppZxqj6OMQH7fzmIfZxdEeO+O7b/goLffDe88GftLJ5vwCgstD03xhpu74Jpsg0jUNMbwpD9s8AsnjRvs/iyy8OnzNLui8vl/8TKSXTXvt2tHManJz1K0JptpxlUlKtBK15U1Kfuz/AJHe17Gbymo38Mlb+7Kz9f3ev/Dn5dWHw8uPFeuafbeB9I+3xa3qNhp2gp/aCWv2m/uZobCOHdq97bNDv1MvF5l60UK/6xnW3w9ff3we/YxsG8M3x+NPw3z4p/t25Fh/xWEw/wCJB/Z+mfZf+RT8U/2d/wAhH+1f9d/pv/PT9x9mr0H4NfAO00+XwJ8RdP8ACflfDfQfEVj4jvNY/t2WT7LovhzxEbnxDef2fPrL69P9jOn6k/2eKxmu7jydtjBOJIFf3/4y/wDC6PH/AIosNZ/ZT/4m3w8ttBtdM1m5/wCKUsNnjSHUNUutRg8n4j/Ytcbbod74dk8y1ibSj5m2CQ3iXyprHHybbVSo93Fym+ZRdrJtT32ulpcr+yan8r/8Bl/8rPjTxx+x1ovjj+y/+FA/Dr+1P7L+2/8ACWf8Vdd2Xkfbfsn9hf8AI6eJ7TzfN+yaz/yDfM2eX/pmzfa7vmX4+/sefGr4BeCNI+IHxA+HX/CJ+Fte8R2Hh/StW/4S7wnrv2q+1TSNZ1uxtPsGieJ9Z1GDz9O0a9uftFzZQwxfZvJmmjnmiil96vvHf7Zfwu8r/hDdV/sL+3d/9pf6D8K9T+1f2Zs+x/8AIVs9Q8jyP7Quv9R5Pmed+98zy49n7L+Efh/bfGT4LfCo/wDBQLSf+Ej+E1/4L8DeKtC/0+TSPN+KN14Utv7Mv/8Aiyl7pfiWPzPDWqeM/wDRbzZ4eXz/APSLdb+LSvL66WJsqcpTTTbvFSvJatapysr9Bf2TV1Sg793GVv8A02fy2WtjBaeFo9etovL1SPdsut7vjfqLWbfuJHa3Obdmj5hOM7xiQBqfpV5oWoW7zeJ5POv1maKFtl5HizVI3jXGnqkJxM9wcsPN5wx2BAP6mv2kP2Fv+CeWsfsSeM5f2Vfhb9o/aHuP+Ed/4QNv+E3+OEO/yfi3oS+KOPiN4ui8Drt8DxeIh/xOQududOzq5sc/lD8NP2F00rQru3+MPwu+z+Jn1eeaxT/hNjLnQms7BLZt3hfxdJp4zqEepjbMwvOMyDyDbkxicfRpQk6rrJuV4ypOHPGDekeaU1ZaO6Wmuh1YXKq0Z83Ino01KMnG+mtvZ/ceBN+wJ+25c43fCffs6f8AFd/CRcbvp4yXOdvvjFfuV4a/4Jk/se+G/gL8HvFHxi+CX2L4haz4J+H6eP77/hZPxRuftPj7UPBkGo+Kh9m8LePp9Eh87W4NUmzotvFosezy9NKWjW6H2nxZ4qOnf2f/AGLf+T532r7T/ovmbvL+zeT/AMfdu+Mb5f8AV4zn584XHsHjD43/AAh8JfDDwXf/ALRHif8As/wVJF4csdLl/sXxPd7vFL+Hrqayi2eBtJudWGdJttbbfcINOGzEri5a0DfOvOq00nFU6OuroqVOTXZtVXe3Q9xZZDS6cubbnSlbW3/PvQ/Kn4+/8E2dA1b4b+LNR/ZS+DH2jU7j+wv+ECm/4WLexb/K17RoPFP7v4keOo7ddtvH4jX/AInKLnbu07LmxJ/MLXP+Cf37afh2/g03xN8JfsbXEEVzJD/wnnwouN9hNNLA7+Zp/jOcLuMFwm1ZFmG3cFG5Cf69fhHqPhnxp4G8P/En4Xzf2l8A9S/tX+w9a8vULPzvsesaloOp/wDEu8Qpa+M4/L8Z2uoWn+mWMe/y/Pt92lNBM3zT+1ZfGx1e48Q6LL5WiaJ8PpdQ1C82b/sz6bdeIr67m+z3aPdzeTaJFL5cEEokxsjSSUsh0pZxON48tObcnJyqJynrZO0va/NebbG8si9VeKi1G0bJaPt7Pz+4/mjs/wDgnT+114i8z/hE/g79s+x7P7Q/4uD8Mrfy/tG77L/yEvG8G/f5Fz/qd23b+827o86+sf8ABLz9t7wfbR6n4v8Agb/Z2mzzrYwT/wDCzPhHd7r6WOW4ii8vS/iBdXC7re1uX3vGIRs2s4do1b63+MP7Z3xj8Ef8I7/woz4kf2Z/af8Aa/8AwlH/ABR/ha98/wCxf2Z/Yn/I4eFrvy/L+16v/wAg7y9/mf6Xv2W239F/2cJv2/P2gPHGq+Dfiu3/AAlvh3TPCl94mstOx8FtB8jWrPV9D0q3vftnhsaNfSeXY6zqMH2aW6ktH+0+bJbtNDBJF0xzebhZ8uv2tefd7y9p8l5aA8tim37y5be6rcuvl7P7/M/m6T9k748XniS58LWfgHzNYhv9RsTY/wDCU+DU2z6ablrqL7VL4jW1PkpazHf9oKSeX+7eQsm76N+HP/BPH47X2kza54t+EHm6VpmryPq11/wn/g5PI0aytrG8vz5GmeNkuZfKtnuZMW0Ml2+dkIeQRqP6gtT+BX7JXwQsJvix8cPC3/CMSeGvKf4ga/8A238S9a+xeJNemj8PXx/srwjq+rLc/avE2sLZ40TTp7CD7R9ohEOnwmeLxzxz8ff2T/Fvh3xD4J/Zh8Wf2hrfi/w5q3hvwppn9hfEm0/tD4l6/Y3ek6FZfbfiDo1taWn2u7udAt/tGpXdtoEG/wA28nhiW9kXVZvUkuVcqt1XMm7ab+13fUP7Mp3u483u396Ken/gvc/HLwD+zL8I/Bn9rf8ACX+Cf7N/tL7D/Z//ABUnia8877H9s+1/8gzX7ry/L+1W3+v8vf5n7rdtk2/Yuo/DT/gggsCmz0XEvmqG/wCJl+2af3ex8/62/wBv3tvT5vwzXzd8bf2b/wDgpBL/AMIz/wAIn4N3bf7a+3/8VF8CBjP9k/Zf+Qlro9Ln/U/9tP8AlnX5X6vP4v1S2S38Jv5+opOs0ybdMixZLHIkjbtSEcBxPJbDCMZecqNgkI1p5m/3d8TRi6zafNWcXS5XZOv+89xSveD1utTw8Xg4qq17K6Vre4tbxjt7uvmftP4g8G/8ETtK0q8vZdO8jSLcwiOX7Z+1nLst5LqGG1+RbqS5bJkhX5kZxndJjDEfKPjP9jP4VfGvUtX1z9jn4b/8JL4I8aW6aV8H7r/hMPEejf2l4mGnw+HZIPI+KXinStXs8fEC11Oz83xRDa6f8n2hZP7Ea3nb88tYs/iDdaDLY69HvszFZpexb9EX95DNbso32bLL8tzHGcwvtOMEmMtn3r9nH9or9pL4WeLPhD4S8E+Mf7C8EeHviB4amsdP/wCEf8Ban9jgvPGUGtao32vV9D1DV7jzL+9v7nbNczunm+TbhYUhiTopZlTkpL29BTjJyvKqvZyirL3X7S7k3t0a8yFg9k4Jp2suW7X/AJLokeEfHj9mf4wfsoeL9O+Hf7Qngr/hAvGms+G7Pxppmj/8JJ4X8U/afDGo6nrGh2Wpf2h4I17xHpUPnar4c1q1+x3F9FqEf2Pz5bVLa4tJp/GtSTwx+5/s4f8APTzudQ/6Z+X/AK8/7/3f+Bdq/pP+Jv7P/i79vfXrT4wfETwl/wALX1vw3pEHw1tfEX9vaZ4F+xaXo95f+KINF/sjQ9Z8HWlx9nu/GN9ff2jJpk9xN/aP2Z7+WKzht7Xmv2Wv2Dv2N/Cf/Cdf8NsfCr7B9v8A+EY/4Vn/AMVz8U7rzfsv/CQ/8Jn/AMkm8YXPl+X9p8Kf8h/Zu3/8Srdt1LbX9sYXlvOU+b7XI6fLfbS9W/3mscDO/Ko0mvs80W7W7+5b7j8EfCvwX+JHjC80u28H+Gv7RvtYtzd6Qn9s6DafabY2MmoGTdqmq2sMP/Evjlm2XTRSceXt84qh+1Pgn/wTU/ae1rxd8NPiF8T/AILfafgFF428O6r8UtX/AOFjfD6Hb8MNC8T28XxFn+weHvHcXjQ/ZfDun64vleHbI+IZ/JzoUc19JZl/2s0LTP8AglXpPixPCfweg+z+PdFutS0Xw1p/m/tGy/Zo9Hgu7XU7b7V4okk0ab7PoVrqMfnX9zK03l7reWW8aBm+wPhzJdS33hPwxnd+zxf65YaZ4oscRjzfAup6yI/iDB9pwPHCefBc+IB5mnXCaxFvzokkbrZFeKpn8IaRlTab0cmm7O/astdPvOr6hF8t42sldRSUW11tyf0j8VP2i/2EPD+ueNtLu/2HPhX9q+E0fhaxt/EMn/CcXsGPiImra5LqybPi94wh8SnHhqbwk26xU6Gd2LZjfjUwPtn45f8ABN39lXQ/+EX/AOGd/gz9l+1f23/wmH/FxPiNPv8AI/sj/hH/APkePHU23b52t/8AIL27t3+m5xaY/VXx38L/AIT6Xq9tb/staH5Hw/fTYZtYT+0/EsufGLXV4moNu+ImoSa2M6JH4eGLVhpfGYB9rN8Tt/E69+CHgz+xPtkn9m/2l/aXl/J4uvPO+x/2fv8A9Ul15fl/al+95e/zON207eOlxBGdTkVS/Zc6f2W/+fz7DrYJKF+VLa1l3a/uH8un7TP7OHwt/Zk8Fad8Q4vBv/CE6vrnjCz8J6jrH/CQ+IvEn2qXU9J17XLuw/s9tc1+1g8+60AXX2qCyhWP7J5EVzHHP5M3yxefFz4SR/DiSfRPEGPiANn2Zv7K8THGddVJvlu9NOif8gQyj94PdP8AS9pr+jTw38AvAH7QPxO8a6N+2f4T/wCEt/Zf+1eI/F3wmtv7d1rQf+Kl/wCEggtfAmoed8KdZ0X4hf8AJPda8Ux/ZPEsv2D/AEndrNt/bcOnNF+Ef/BSP9kjwt8HPjP8ZvEH7O/w/wD+Ec/Zn8Of8K7/AOEPu/8AhK9R1f7H/a/hTwLZeIP9H8ceJNU8f3H2jx/qmtxf8TSGfyvP32XlaLFaPH61HMYV1CKlL2sppL3lyWdkvtuXNdr8bHmrDSWtly83RPm2X921jyT4d/FPRL+0E3jXXfN8PJrIj8Qt/Zl2mPDyxWL6sMaTpyXxxYvdnNiDfc4tj5wjA+pPBvjL/gl7qn9pf8LH1Lz/ACPsf9jf6H+0NFt837V/aP8AyArWPdu8ux/4+s4x+4xmbP5Eabea+ug6pDaSY06Rb0Xa7LI7g9nGk/Mi+eMwbR+7Ix1TD5NfVf7Gf7HvxJ/at/4WR/wr/wCHf/Ce/wDCBf8ACH/2v/xVug+Fv7K/4Sn/AISn7B/yG/E3h37d9u/4R29/49vtn2X7H+++z/aIvP8ARjNOM3KScoNRdn107u/XrYJUXdJLR36aqyW2h+vll+zh/wAE1v2gdB0fw9+xP4N/4S344w2Gn+LPGtp/wkXx70Hb4Ijs0sfEeofaPi1rmi+EDjxfrXhSL7LpMx1c/ad9hbHTIdSeL5G/aH/4JbfHbwvo/i/x7oXwM+w6HY/8I/8AZdV/4Wb4OufK+03WiaNP/oN58Qbi7ffd3E1t+8s327/OTbEqyr+i1h4g/Yf/AGI/hz4Jv/hXd/8ACsv2r9L0Pw38J/jtL9n+LvjTyNUsdCSb4n6B5fiOHxZ8N5fK+JHhPTm/tXwcklu/2Db4e1J9Bupxc/Icn/BUPxV4m/aUPgb4wfHH7b+x9e4/4SLS/wDhWem23m/ZvAQ1jSP9N8L/AA/t/igmz4oW+mXH+g3abtnk3O7w81xEZ9q+lm7bLVvy3GsNvpoo322dlr8O/mfnd4c/YH/bF8QaZc3vh74Ufa/DUVzNbatL/wAJ18LoNrpbwS36bL7xjDfnFhNA262Qg7sQsZg4HiPxx/Zz+J/wF/4Rf/hYng7/AIRT/hK/7b/sf/iofD2u/b/7C/sj+0P+QHrmsfZfsv8AbFl/x9fZvP8AtP7jzvJm8r+mqz+L3gvxf8Dfin8Vf2V/EP8AaHwm8D6B43n8Va9/ZOq2n9l+KvDPhBfEeuN/ZfxF0y28S3v2Lw1c+Hrzbp2nXem3O/7PZie/W+gX43+BXxO/Yk/ak/4Sn/htzW/+E5/4Qb+xP+FZf8S34t+Gf7L/AOEm/tf/AITT/kkmn+Hvtv23/hHvCf8AyMH2v7N9k/4lX2f7RqXnZyxLg07WUbqStZbacy5lrr1H9WT5PNPbfb/CfgZ4rtPG1vp0L+JI9lib2NYjv0lv9LMFwYxiwYzf6kT8sPL45+bZXn9fav7Rv7Mn7TfwZ8EaV4o+M/gn/hG/C9/4qsdBsL7/AIST4f6x5uv3Wka5qFrafZvCmv6pqKb9O0vVJvPmt0sl8jy5Jlnlt0k+MzaXAQSGP5CFYNvTo2MHG7POR2+telh6ntKfNp8T28rLuzw8TBwqNNO1lr8vRH3l/wAEo/8AlKR/wTY/7P7/AGOv/WiPh1RS/wDBKQFf+CpP/BNgHgj9vv8AY5/9aH+HNFXU6fP9CIbfP9EfU2lTzi4fyJpYn8lsskjoSu+PK5Q5xnBx04z2FcL44vNK/snWRfWK3R+0R/aPMtrafzpf7Sg3O3nN+8Jl/ebn+Yn5j81dh4Gvl8SatcWK262Bi06W784MLjd5dzaQ+XsEdvjPn7t2842Y2ndleb+JsVvpXh/xFcPbw3f2W6gRlaNI/NLaxawbixWXacv5nKvkjGedw/Pcug1O1useq/mifXY2TcX5KX/pJ+bvxBHm+PNTk0jGnwtNpX2SOL/RPs8q6Zp48xFtsrE3nhpQ0R3bj5n3ya/RD9j3X/AukfDPXLb4i+GIvGGtv461Oe11O80XR/EEsGlNoHhiOCxW912aK7ijiu4r64FrGptka6aVD5s0wH53eKFOv/Ec2kDHS11XU9BsUMWZRZm5tdNtPPRENsJCjMZ9gMJZvl3qTvr1eHxnffBJT4VIuvE/9oMfEH2/+0ZtG8n7WBpv2P7L5ereZ5f9k+d9o+0pu+0eX5C+V5kn2qjJ0aaVm+SGmiekY9f+D/wPDhbnb16q9/Tpv/XyX9Kv/BVfx5+zb+2P/wAKH/4Zd+DelfCP/hXP/C0P+E5/4SH4eeAvAX/CQf8ACX/8K7/4Rn7J/wAK8vPFH9rf2T/wi/iD7R/bH2H7D/aUP9n/AGn7Ze/Z+7+AfwA+G37NvgfwH8WfHvw2+GWs2/i34c+F/Drz+FfB2g6h4judY17SNG8Ste6pLrOjaEk0EyaFePe3B1K5upL6W3YwTB5Z4fqXw/8AtI/s+zfa/N/Yn+Dku37Pt8yz8Evtz52cbvhWcZwM464Gelflz8Of2gvEHxS/aj+N/grUo9Zh+Huh6t8StS8IfD2+8VXuteDPBtlpvxEsdJ0DSPDfhuezttE0i18PaJqEmiaONM06xhsNKD2FlbWtpKYF+OzSuoykrtNtd/5If16H22WwThB6W10/7fa/T8F8v0y0H4Ua5421m0+NHhW50PR/glqfn/YPh7czXmn3Nv8AYrWbwpdb/Cem6dd+EofO8W2lxra+TqsnmRyrqUmzU3e2X3nQLaHw9Zy2VnDDYxS3L3TRabGttA0jxQxGR44lhUylYVVnKElEQbiFAHC+FPHf/CvvgjYeIl0r+1NI0j7Vjwst9/Z+mz/b/F1xY8Ys7y1h8q6vf7R/5B0nmTx/wSP56/nb+0p+2Nrv/CdaV/wjvh/VvCdl/wAInY+bp2i+ObyztZrr+2Nd33skVjolhC1xJD5EDyNC0hjtolMhVUVPn1i7N2bum47drL9P0227sRSTWi6LTTo/6/Ty/XvwH8Qf2eP2nv7V/wCGdfhJYfC//hB/sP8AwmH9r+AvA/gr+3P+El+2f8I/9n/4Qa91/wDtP+zP7A1vzf7U+yfYv7Qi+xef9ru/J/M//goV/wAE2P2k7HwFB8RfCvxD+GPh6x8Y/F2LUNP/ALM8W+PdJ1mLSfEOjeNddtLHUP7O8CJCmyFLf7VbQX11bLdQR+W86xpMPAYPCPxM8Obv+Fc/HHx38Mvtm3+2f+EJ1DxB4e/tv7Pn+zv7T/sLxTpH2z+zfPvvsX2r7R9n+33fkeV583m/rDb3PjXxz8Ffhf4T8Y/EDxT4qGj+GvBV1Pf+JdV1bX/7R1TT/Ca6bJq0tpqmq3OzULv7XdTPdPcXFwv2ieNp5fOkkb0frblZX6rv5f18lt08FQ5ZPTSy7b6H8iPj7Sf2pP2b/GerXMXx38V6N4i8GfYNut+Afif8RNOv7b/hItKs4z/ZOpLHoV9D51jrptL/AA1r5kMt5AfPhfE3pPwc/wCCjvxb8HanoWn/ABn+Nv7SvxG0mXxhpmoa/pl58SfE3i+x1jwa9xpcGq+HLyy8V+ObW21C21C2tdUt7jR71DpV3DfNFcuY7m4C8d/wUf1jUfDn7aXxl8Ere3t1pNn/AMK8xbC8nttOk+0fCjwNq3/ILDTWybbmfzPvNunX7RxI2B8LadDFrnjnwlZNHHBHfazoOnvuRZ0C3OsJCztGREsihZfmjJAcDaWAPHu4SjUl7J1oWjKgqsLOOsXFOEnytvXW6aT7paGsXB25XqpKLuna6tdbfc0f1NfBj9tv/gnv8a/+Ek/4T/8AZaufH3/CM/2P/ZP/AAsH4I/BLxV/ZP8AbP8Aav2/+yP7a8War9g+3/2VZ/b/ALN9n+1fY7LzvN+zxeX8p/Db/gmj4x+AOu3fjH46W/wP+IvhLUtJn8M6domnxap4umtfEd5eWGqWmqNpvjDwHo2mQRQaZo2r2jX0F1JfRvfJBFA1vc3UkXn/AOx5+wxffHL/AIWJ/wAI/wDGO7+F3/CL/wDCI/a/7H8HTX/9uf23/wAJP9n+0/YvGnhvyv7M/sibyfN+2+Z/aEuz7Psfz/pLVf8AgqzZ2NukviT9na28ZWLTLHFpet/E2K5tILspIyX8cd/8NdShFxFCk9ujrAkgjupQJVVnSTojG6vf08tT0qUYPltrrrv3+Xb+tD9Av2V/+CgXwJ/ZJ+KXw48U+JfBnxIPhf4Sadqvhi50f4feHfBxlghHgvWPAlha+G9Pv/GfhvTo9Ns7q/tBFBJcaalvpMLiG38yOOzf89P+C13/AAU8039sr9ofwz4r+BHiH9oDwJ8KU/Z00b4b+L/AvjDVoPC9t4j1dfHHxW1LX577wx4O8f8Aijw3q+kav4b8UaPo9zJqdyLm/js7nT72x+wW9rJce1/DifwL+3/q/h34DaD8MvCX7P8Arnxss31u2+J2kaZo/jHVfBz6DpE/xPuoYNMs9F8AXmrNq9t4buPDFxPH4k0YpBq02oSR3UcL6ZdeKftMf8Elk/Zh+LnhDx1r/wAe1+L2g/Dzw5oHxV1vwJq/wpGi6R460jwn4m17WNS8Caq978R/FllDp3iey0CbR768u9H1m2jtdTlM+i6hFE9rc8VaK5Xzz5Vbm5mpO7W0bK7u9r7LqehDRK0b+8lZNJ2dk9X2X5H5MfAn9lzxX+1T/wAJT/wri48EaH/wgn9h/wBs/wDCYzalpn2r/hKP7X/s7+zv7C8P+IvP8j/hHb77X9q+x+X51r5H2jzJvI/aP9nrwHDo/jTU7nR7LRNKuX8L3sElxptstjO8DatosjQvNa2cUjRNJFE7RliheNGI3IpH53/tR/tX6Lpn/CDf8KE+EGl/s0+f/wAJN/wlf/CofEFp4P8A+E18v/hH/wCwv+Eh/wCEM8I+D/7R/wCEc8zWP7J/tL+0fsn9van9j+yfarr7V7D/AME/PjXr/wAY/jL4m8MXDaxoyWPwy1nXhdTeJL3Wlka18VeDNPEAtXt9PEbMNUaQXHnMUERj8phKXT53Fe39n7RQfsYpuL546JOCk7cyl8SfTotHpbp9yLffS+np5H6z/Gb9uj9nfR/g7rnwzg+Hnje2+JHhu08N+F9S8VWfhLwPDbXGu+GNd0Wz8Raha64ni6LXpbfU203URDdT2EF5exXS/bre3M86p8s+A7DxtdN4d/bIj8TXa/BfwTqdv8VNd8HPrOrDxnfeE/hBqhn8ZaVY+HlRvClzqurx+D9ZXR7G88UWmm6g15ZjVdR0xbi6Nr9m6N4R+FNzqtvB4i+EPw98UTOZ/wC1bvWvC3hu+l1q9WCZ59R1A32iXr3F1dXim+lluZLiZrk+a8zy/vD5lL8CL3Wf2hvDV3ovjq68LfBG78c/D9NS/Zw0vSJU+Fep+F1m8P2/jLwdfeG7TXdP8JXOg/EB01ubxNYXHg+bT9RbxHqo1XT9WNzdveeFLFO+rf8AmtPXzX9aKPsVJ3ttfZvqvLy/rQ+sfg9/wUK+G37RXhm+8bfCiw+LPhLw7peu3Pha907X7XQdBvJ9astP0zVri9js/DfjXW7GS2ksdb06BLmW7ju3ltpopLdIYYJJfTPhX4N03wn/AG9/w0dpWifGP+0P7L/4Q3+2rG3+IX/COfZf7R/4SH7N/wAJ3a239kf2v9p0Pzv7K3/2h/ZcX27b9is93jvx2+HHw98D+LtO0n4S+A/Bnwg8OXHhyz1G98NfDrwvofhLRL7W5dT1i2udcutN8NWOiWE+q3NhaabYT3strJdyWmmWMElw8NtBHF7VZ6VqHjrzM65e6X/ZezvPfef9u3f9Pdp5XlfY/wDppv8AM/g2fNvDEOVkm/x9V27P+tvRoewdk30XR9n/AHT+fX4/f8E4fHHxS+Nnxn1vwB/wpjw5ovjb4rfELxL4UsL/APtfSH0fQNW8Yatrumadc2ui+BtQtNPmtNIkjsns9Nlu7K3lT7PbzyWyrMfFl/4JJfHnwZOnjnxJ4l+Bep+EPCMkfinxFolrrPjK9udT0Dw8V1TW9OttNv8A4bWumXs9/YWd1bw2d9d21ldSTLFd3EEMkki/oB+0n+3EvwvHxT8Mad8LhNrPgbxdqHhVPFtl40GjanqMuh+Mo9CutVUQeEbm6sZNWigmkuLcaldMiXctvJd3Sl5JPEfAH7e2t/F/Q9E+FV14L1XSp/ifcTfDyTxPcfEO71qbSP8AhNNUuPDS6u+nSeGrB9U/spNSW5XTzqlj9rW2W1F7aBxNH6NCvUbXvS6LVu32dtd79f6XU1h2rdvJ9rdvL+tD5q1HVvgD8OJ10PVvhJoE1zdRLqqNpHgLwXJbCCd3s1V2uZLGQTiSxkLAQsnlmIiQsWVPIdY+Pn7HkX2f7N+z/bQbvO3+V8KvhdFvx5W3d5esjdty2M9MnHU1+mep/wDBKq/+J9wmvv8AtFXejmzhXR/sz/DSbVC4t3kvfP8AtB+JViUDHUDH5Pktt8rf5h8zan3jo/8AwS0+Cf7GH2j/AIWFpPws/ad/4WT5P9kf8Jn8C/CWjf8ACEf8Id5v9of2b/beqfEX7T/wkv8AwlNl9s+y/wBj+T/YFr539oebF9h9GlWneV5SadnKzabttfXuv60t5tdYd6aX6Plenwt/Z/r8vxF+HH7IH7Rnxzmh1n9nP4meG/hPbeI9Dj8caIknjPx14EuLDwDrDWN1pvhmZfAvhnV47WS1j1fQxJotpLPosD6aRb3cq2dm0v6H/ATR/il+xFfeFPFn7V/jrUPjF4Y+GP8Abv8AwnukeGfE3iL4gzeIv+E0h1jTfC32Kw+JEXhPT9X/ALI1DxZ4cubn+2bmw+wJplxNp32qeysY7l2s/txeD/jH4u8Tfsp/Bj9nPw3+yxrfwN1nWbKX4v8Aww8SaXZar4v8OfDPU5fhw/heTQPCnw+8AXejaJr93qmleJ3sG8XazYadc+HtPsjZ6jKltqdl+IH7ZPxk+Mcvx3+I3wbvfi18TL7TW/4RDzL268deKZrKXHg7wv4pTfoMurSQNsnCxLuvDiZFvBhwIh7GW81SbXZOT8kpQV9d7eWvkeDmE6Kp+7u5JLR+9Pkdo7aXa3bSXV9v6F/in+0x8EP2vNTXwz+z54D134c/EzxxoS/CP4Z+M/E3hfwj4QuPB/xP8S3Go6f4M8XDxF4J17xLr/h+y8P6/wCJdF1X+39Agu/EOkvY3F9pWmz3ttaJP+Yv7Wn7Jv8AwUF/ZX/4QD/hoD9qi4+I/wDwnf8AwlX/AAiX9g/HH42eMP7G/wCEY/4Rv+3vtf8Awmvhzw9/Z39o/wDCQ6L5H9mfbPtf2Gb7Z9n+zWnn/jTZ/Fn4r/CrWtKm0H4ofEO31PTr2x8Tabq2keNPEmgX2m6naXatZ3VjcWepyXFrfWdxp0NzbX9vPHcQTLE8Wx4Vc/eHwG/4KKeObr/hKv8AhorRvFn7Vnl/2H/wh/8Awur4q6x4z/4QPd/bH/CQf8I1/wAJzoHjj+zf+Eo26J/bP9l/2X9s/wCEd0r7b9t+y2n2Tpx9OpGMqiV4R5U5XXWUUtL31fl/medQlGUoQ+GT3jvZqLb1Wjdlfc+Hfif421fxdcal4RvdZ17UNW0PxJeS6ldaxqNzd2d1eabJqGmXl1DPLd3NzNNNc3LyRz3FtFLJE8rymORjG373f8E5fhh4R0T9nX4OfFO88I+D5fFdt/wsLzPFtvoOmP4xbzvHPjjw4mzXpdPi1I402VdNbdqK40sNZjMAEB9c+B37VH7HX7U0ll8LrX/gmT+zR8OPE/hvwhbeLNc+J9voPwt8R694wuNHbSPDupxarFH8CvDWoGbxBqHiFfEN9e3niHU3N7YqtxFezzi+g938V+IfC3wu8NX8nhH4f+H9A8J6H9l/s/wL4bg07w54dtP7Tv7dbv7HYaZo8em2fn6lqFzrFx5Glj7RfTTzS5uJ5Lg/NY7HRdKOHpRlCEakaj5mnJy5ZKT5v5Xd2j0/FelRptXlNqUtY6Kyt7rWnfTVn1f4Q8T/AAqg8B+JvE/ifwNa654g0E6zf6br1z4Z8Oanremw6Xo1tqFmumapqFwL2zls70XF5Zrb3EKW93M1xE8csjvXg2v3Fv8AtMfZP+EKiOm/8IV5/wDaf/CXoln53/CSeT9i/s7+yW17zPL/ALBu/tf2j7Js8y28rz90nk/I+p/txWsxb4C2vwjt7C6+Llu3ha28cW/jKNbjwncePvM8GQ6xBo0fg6GTUptCkK6vFBHrukveOi2qXdg2LweifB/xRffsh/8ACRf22938ZP8AhYX9k/Zv7UvpvDn/AAjn/CJ/2n53kfa18Y/bP7X/AOEli83y/wCzvs/9lx7/ALX56/ZfMhXd1rs9vkvl/XTS1VkuXb+ro9F034P+EPHU76R498HeCPG2j20TajbaV4s8PaZ4k0631KF47aHUIbHWdMvLWK9itby8to7uOJbhILu5hVxHPKreKfH+y/Y2+Anwx8Y+O9d/Zn+HUkXgubSLK/l8KfBn4WNrEk9/4n0nwyX057xdHVke61FWnaa8tXayM52PIRbv9XfB348aMnia+N18NdMvo/7CuQsNxqdq6K/9oaZiQCTw7Ku4KGUEKDh25wSD4B8ef2C9d/aA03x/eXPx61bw74b+JmvS+LYfBs/hC88Q6H4dstU8UQeLNP8AD8drJ490mw1C10Mi2sbKZdN02IG0gu4LG02R28fs4WtzNc/M4KUXNJ2bjeN0nfdq9tFrY8qommknr0fS+h+O+o/tt/skr4h/4SDwl8F/Efh1rS5sb/RZrD4dfDTSL7Sr/T47dob2yk0zxZmxu4L+3N5bXNpMs0UwS4V0m+7+4v8AwTp8NeA/25/gn4o+LR8G+HPEX/CO/FPW/h19t+MXh7RtX8TRf2T4S8EeJfstjc+R4u2aEn/CXebbQf2lBt1CfU5PsMfm+fc/HHhf/ghDosdlpniu5/aG0u9tbCdtUuNDn+A1o1vqEGlXskk2nzTyfFSWMRX8dq0MjPZTIiTNugnVSr/Qvhaw1f8AYb0+b4TfD3xHqUei+IbyT4iXS+DJLr4ZaWdU1aC38NTGfQdEvdRtLu/+yeErIS6vJOlxPbi1s3iWOwid+utTw843pUqsJ8ycZSqJpRerTXf7vkehh0koObi0oxUko/aSjqtO9/8AgdPH/gV8ffBN74u1GKXSfEkyr4cu5As9hpMiAjU9IXcA2suAwDkA4zgkZ55/Wnwz4y/Zs8EeHfD/AMTvjj8GdF+Jnwst9E0rUfE/g29+HfgLxnPrn9v2EFjojXPh3xfdWnh3U59P8RappGrynUL9fsstib+0ea+trZJPya+BP/BV39nX9oDxdqPg3w1/wTU+CvwjvtM8OXniaXxJofiHwNqN3e2lnqej6VJokkFh+z/4WmW3uZtZgv3lbUJoll02FDZyM6T2/sHxQ/4J7/GH41+DNe8b6P8Atr/Er4d+Efia9h450T4ZabofijUfDngHRPE2sWPifRvBGlJa/F3QNMuNK8JWl1a6JpklpoOiWn2fTreW10jTYxHZw5fVatKcYVV7N3jzXanaLa973HK6S1stdNFqap0XFOK5rNvazbVtNbJN2trZan3h4z8G/A/9prw54nvf2aPhL4G+Evgf4p6Bq/hX4deF9R8B+EfAdn4Y1e70yfwZdXd7ovgG11/SNFtLnxhBqOuXE+hPqN1NBeNqclu2qXE9qPxs+PH/AAST/b58M+L9OsPhv+0L8NPAmhzeG7O7utI8MfFn4z+GLC51WTU9Yhn1Kaw0H4bW9nNeTWdvY2sl5IhuZIbO3hdjFbwhfnWD4c/tJ/s8/tD+E/g7pv7anxx1jRfCHj34ehDY+JPHvhnS72HxBdeH/FF3Avh+3+Jmp2lnG0utz29wouLhbuQS3ciq1y8K/wBA3wY8MfEDxf4Xv9S8V/GDxj4m1GDX7qxhv/EN9retXsNlFp2l3EdpFdal4juZ47WOe5uJkt0cRJLcTSKgeWQtvGcsPO9OUZ7pNxumtFe0tdUla+wpQo1IcsouN2pWTs4vR8t0vk7O3Y/M/RNG+Gngn7T/AMLJ8B+HfF39p+T/AGL/AMUvoGv/ANn/AGLzf7R/5D0Vp9k+1/a7H/j08zz/ALN+/wBnkw7vn2w/be+FniXx74r+FMuhfES50TwLe67aaZ4f1HS/Ds3hLSIfDGsp4csodA0lvFk9pYQWFpObLSo7fTrNLXTWe2iW3iPkH9s/jJ4W+H37SH/COf8ACK/Dvwd8F/8AhDP7X+3/APCP+HtE1P8A4SX/AISL+y/sv2v+ztM8I+R/Y/8AYVx9n87+0PM/tWby/snlv9p+PfF3wN+Cv7KMT/FrVfhB8LvivfeKtSbwlfWWofD/AMJ+Hrt73XFufEtz4hutaudJ8VzX9003hySGeGazSW6l1F7uS/VoGiubjiIwTcm3b4bXWt1uX+610WqS27W8vI+PP2j/AI8aBY/sc+Mta8BQ+KfCGqRf8I9/ZWpaNHZeH9R07f8AFLQ7S++zXmjawlxafa7d7y3m+zSjz4LmWKbKTSqfA/2LfiTqnxC+Fuv614r1rxL4q1G18f6ppcOoeKdRuNc1CGyh8O+FbuOzhu9Svr2eOzjnvbmeO3SVYknuLiVYw80jP8R/tqfFbU/Fv7Q/xKPh6G/8C/CrUP8AhDfsnwS0bW7gfD7S/sngfwr9o+zaDY22keHP9N8R203i2byvDdv/AMTu7lvH82/338v0V+xP8b9C+H/wr1/RpPhnpOuNc/EHVdTF2+oWdkYxN4c8KWv2fym8O35YIbIy+Z5ygmYr5Y2bnyx1SEsMpRUpyfs3z3tGF7XpuLs3JdZR93VWemkc8U/hUUtLNXcrac6aWl+zs9Omh+rnxq+JHgSH/hGv7P8ADt5Zbv7Z877PpGjW3m4/sry9/kXw37Mvt3fd3tt+8a8q8PTaPpF5J4n+OGnRfFD4Xa1au/hPwRrVna+NbbQtV1GWDUNB1BPDXi4xeHdLuNL8OxatpC3em3EtzZR6hLYWZexu7lxy3xd163/Zk/4R7/hLNLh+N3/Cb/2t9g/4SKRNK/4Rj/hG/wCzPtX2P+0rbxj5/wDbX9v232jyf7O8r+yYPM+2eZH9l+xPEvw50f4mfAb4VeJLGHTfCY8TaR4G8VpY2mjWt6NOh1nwbPfrpC3EMmlfaIrT7ekIuBBbJL9mVxaQ7wkfzfLL+mv8yFXVo676bdrL+vX0t86eE/D/AMXviT8XbDSfgT8QdQ+GPwO1r7V/wivwog8WeJ/BfhLRP7O8M3Nzrm3wL4Ohv/CGm/2l4vsNY8SN/Z0cv2zU786xebNTurpk+/NS0zQvhH+yR+0X4E+N2j6d8RPihr/w9+LuqeE/Gcen2fi7+w9K1X4ZyaNoVkPEXi2PTfEOmNpniHTdW1UW+m2c1tZfbhfWckl9c3MUeF+zdomj+G9X8GeBYtK02bV7P/hItvjGOwtbXUm+0Wuu6wcRLFLdR4tZzpZxqrboAW4jb7MNv9srWY/DPgn4jabc2Kay9x8GfF10LqeRYWjSXSfFFuIAkkF4WVDbtJnzVBMpGwEFm3pwkrabtPdeXmP2y120kltvsr7f15aW/Bb4K/Gf9m/4M/8ACS/8L6+Ea/Ez/hJP7G/4RTyvAPgPxn/Yn9j/ANq/27u/4TPVdL/s3+0v7U0fH9m+f9s+wH7Z5X2W18z+kTwz/wAHAf8AwSR8DX82raF+xz8ZtBu7i0k06S88Pfs9/sz6XeyW0s1vcvbS3Fn8Z7SV7V5bSGV4WkaNpYYHKFo1Zf4yvj3dSeJf+EU/s5n8O/Yv7d877FIz/bPtP9jeX5nkfYcfZ/IfZu83Pnvt2YO/nP2d/hhqf7S/jXVPAieM77wMdJ8LXvi3+1ks7jxEbgWGraJo/wDZ32IaxoBiEx14XP2r7ZLs+yeT9mfz/Nh9WjgpVaftI1YqMNa+kv3CcmoN/wDPzn5W0qXO42XNZmcsWoScXFt6cu3vuyv6W2blby6W/oL/AGkf2/Pgt/wU3k+Kf7I/7MXhb4k/Df4mfHrxfqWpfD3XvilofhTwf4K8P6f4K8Yp8X9Ttte1T4feMvH2v6U03g7wXq2kadDonhrWIJNZubCwuJLTS5rnU7XyP4Ff8E5f2h/2arvRvHPxP8efDPxLp/w/8a6d8UdYj8M+KPHGs6nceGPCkukaxqGnaYniHwPoME2rTQaDqC2VpdXdlp8lxPAJ9Qtklnlh9y8OeIPgt4D+Dvg74c+Bv2bvhf4L+NvgjwV4M8Hf8NR+E9C8KeHfinqeu+FtO0nR/F3jb+1tH8GWfi2y1b4k2Vhrlt4jH/CeXd5Pa+KNVtdT1bW4ZrsX9PQv2Xfj1+0xqemeNYv21Pi94D8Oadqdn4Q1r4fxy+M/EWieJ7azuIdW1GXVNvxU8P2EsGtWGvDRb2xu9Gvo3tLMefNdQz/ZIdpSjyewppQp/FKU1zTlUVleMl70YyUY2i9ne4e0Tkptty5LJbLlfdbX319Pl7Z8QP25PhFp39kfaPDfxDk877fs8rR/DLY8v7Fu3b/FqYzvXGM5wc44z9E+BYf2Cvjbq9x4V+G37I/wv8Ma7p+nTeILu/1f4CfBnRbabSbS5tNNns0utBGrXkk8l5q1hMtvJbpbPHbySPMssUKSfK/in4G+E/2R/sP/AAnmn+Hf2jf+Fg/av7K/4S7wrpuk/wDCG/8ACKfZ/t39n/2zJ4++0f8ACQ/8JLZ/a/s39k+V/Ydt532/zIvsfyf+0F/wWu+H/iLwZpll8Hv2F/B37PHiaLxPZXV941+GvxP0XRdd1TQk0rWornwvd3Xhf4H+D9Qk0m91CfTNWnt5tTns3vNEsJJLGWaK3uLbwqmHxFWuoU1fmaSXNFX92PeUV0e7/S3nYiUHNyl5a2faK6LTb+tLfsFrv7On7L/gSyvfGPiz9nT4Jax4b0yRHvtLtPhF8PdQubhdRuY9OswllqWh2dhKYL29tZ3E11GI0ieWIvLHGj/MOmfFT/gno37Qvgz4Wab+yJ4Ostf1r4gfD3w1pd3F8AvghbaNaan4ovtAi065lnt9R+2wW0FxqkEt5Nb6fLcRbZngguHVBJQ+FXxK8VftwfDf4c/BG31vxB8J9X+L3gXwnqz/ABEh8Qaj4y1LQbjQ/D1h8Rrpm01H8H3WrzauPD82i3FwfEGmug1OTUJBdCFrG58q+P8A4s8G/sYeCPix8E9R+GHhn4vfGf4VeAPFOpaV+1TewaV4U+J7+J9d8I3XxA8H+LNPu59B8YeK9E174cf2/o2k+G9StviDcaha/wDCKaZf6Xe6Li1stO66GCxLahb3k7Wc47+6rX5ravzsZx5bXXw7t/d5fP1PZP8AgoN8CfivafGbwzH+zP4w0n4GeBG+GOjPq3hLwV4g8SfDLStR8WnxV40W/wDEVxoPgDR10a71C70ZdB0yXV7kf2nPbaRa2cx+y2FlX8pd98Yfj3q3lf2z8avihq32ff8AZv7R+I/jO/8As/m7PO8n7Vqcnleb5cXmeXt3+Wm7OxcfeXws/wCCn/xHh8PXi/ELSfG3xW1o6zcNa+IvGfxk13VtUstLNlpwh0WC51vw9rt2lhb3Yvb6KCO7jt1uNRupEtkkkllm9i/aGsPhN+wV/wAIh/wkPwS+Hfx//wCFrf2/9k/tnw54a8I/8Il/wg39ifaPs323w54+/tD+3v8AhMYfO8r+yfsn9jRb/t/2lPsfp0cNi6M50vYxlUk4rlcqTs4Jy0k58q07PWy62trH2ckpRba0d9Vvt0T/AOH9LfVXwhg+Ffiz4JfCmw8P+ANC074zar8M/AFxe/Eq58K+HLTWrzxEvhnSL7xdrd74yshc+Kri+8RRRayt9qUqSX2ryalMNTbbeXTj7M+EngPx3bQ+DdLuvEcE0B1qCG4t/wC19YktJobnX5GlieGSzVJI5Y5Sksbx7H3OrBlJzzn7PfxM+HPxg8E/CTQvDvwL8FfDK98XfD7wtqNhreiwaFd3XhuJPB9tr72dmtj4S8OyyxyWlrJozNDd6ev2e5dzC0Ya0k9t8Yi5ttF8R/B7RLyfw/4j1jRdS8MaL8T9KeSz1vwrrHi7TZV0vxZpdraSWt+mpeFbvWLe/sBaeItPupLnTYXt9S02V0lt/kMxoYiMnf3U5u/vLTWV9E3orPZPb7uuMUkn5L9P8jwL9rn9pvSv2XPiRonw/wBYn8dw3OseCNN8YovgGW2j0cwahr3iXRVa5W61/wAPyHUjJ4flExFlKn2UWYF07BooZf2JNK8afEH/AIWb/wALR8R3HxG/sj/hDP7D/wCE11jVfF/9jfb/APhLP7T/ALM/4SKO9/s/+0PsWn/bPsflfa/sNp9o3/ZoNnxH8YvBl/8AAnxNY+EfjR4lvP2rvFOo6Fa+I7D4ifFCCa51/RtAu9Q1TTLXwXZyeK9R+ImojR9O1HR9V1y3SHWrWyF74j1Ax6XBO1zd3vf6P8MviP8AtafaP+FM/Hbxv+x7/wAIB5P/AAkn/CsZ9dm/4WJ/wlXm/wBj/wBuf8Ir4t+GG3/hEv8AhG9U/s37f/bmf+En1D7L/ZmLj+0PJwkuTGQhVxCo0m582IlGpOKtTk4v2dNSqe9K0NI3Tab0TaVSKlBWi3L+W6XWPV2Wlv6dj9RLi60zwVqV++vWS32ixXN1pNhpllbW91BZyRzsbXyLK8a0tLe3t7S0mt4vJIaJHSKOMRs2358/au8K+BvHn7P3j3Wx4O8N3Fnqv/CLfutZ8PaPLO/2Hxt4ctP9JT7PeRNtls90P72TCLEfkYbV+3Pgx8FSPBHgfwT4v8Tnx5rfhfwF4a07W/GviTRv7Q1XxhrmiaRpek6l4q1VNU1bVLv+1vEF39p1a+mu9W1O8+03k4nv72V5LmTyL463Wh6Hc+Kfg+/hjSr3TbX+w83bW9nDZS+dHpHigZ0I2M8C7J5fK/4/GzMn2z5XPlD6LB49c6UZuSUtJJSjfllFKSuk1e19bNX7nGqF0nbeSVrrTZ9/6+6343/Afwf+zvour+HfCPi/4J+APEF5r3jrSI1aT4b+B9V099P1S50fTBZXh1S1ilaBpYrk3FuLaaAwzE4kaSSMfRf7VHxr+B37EX/CCf8ACsPh1dfCT/hZ3/CT/wBuf8KJ8I+EPAX/AAkH/CF/8I9/Zv8AwlX/AAj2q+E/7V/sr/hLNQ/sP7X9v+w/2lrH2f7L9sm+00fjt+058NPgT8LPif8AB20/Zp8C638Q/HHwz8a6n4M+PFtdaB4f8Z/CrWvE3hzV/C3h3W/DHleANT1yLVPA2uaQvjLRb3SvGHh67TVZV+wz6TdwjVJP5rfid49+KPiH+xP+Fi/FLx98TPsf9pf2P/wmvivxF4g/sT7R/Z/9of2b/bmrat9k/tLyLH7Z9l+z/aPsFr5/m+TD5f2OAqvERtGo/aSa5YNSvO0byfNZR0Sb95p6aa2InR9n70oe7G3NK602tp8Tu7LRaX+7+gX4j/8ABTD/AIJy+Kvhh4PsdZ/ZZ8T6z8QY5fD99408X618EPgVqN/4m19PD19D4j1m/wBfuvHlxretahrWt3Eup3Wo6sgvdRmllvb5xduwbwXxD8J/hL+234CvLT9m/wCF/wAPfhp4k+Jv2f8A4Q3WfF/gnw14Nn0X/hDNZgl8Rf2jqPgTTvFl/pv9pWHhPXbW0/spb/7Yl/bQX32WG6vDbfin4W0mbWrtku7+WWBrE3UdtcI91DCxktwgRJJwgaNJWjV1RSFLAABiK+jPhBpXxZvfH3h7wZ4E+PHxE+F9vL/a39lXHhLWvEumw6Hs0XU9Vvv7PsNH8VaIkP8AabpeJd/Zp7XzG1C5mm84ySpL6HPGMtanK4pPm5ZuPMrXjypNuzV29nb0D2MpRf7tvR6c0buLS1vdJXX59On6M+G/2X/jt+yf8Efib8GPFvxB0G4i8Z6Z4z8U3WmeA/FfjGXwlf6V4i8JQeFJ7bWbPU/D/hxbq7ul8OXNvqMMmlXVtPpjWcT3E4MltB+V3xBsrz4T/wBkeXONP/t/7fn/AIRiWW087+yvsWPt21NN8zy/7SP2bPnbd9x/q93z/wBIP7MHwt13Vv2Svjh8Nvin8QdW+MXxD8dXXxL8P+Gfjf8AEC2vPEXjP4d2Pib4aeH9B0aHQpvEWua/rn2Twjrkmo+LtMs9P8V6JD/aup3r2p027nn1Kah+x/8A8EsPC2mf8LD/AOFufELQPj55/wDwiX/CP/8ACx/hFp2uf8In5f8Awk39rf2N/wAJN4x8V/Zf7d8zTf7R+xfYPP8A7GsftP2rybf7Pw1cRTU51KtRzSl/DgpxdVPl96MuW0OV2k1NptKy1sL6vPlhGMeVtaOTjLk2bTs9bq6076+XgH7e2mXnxI+D/hvQ5Jo75bX4laPqwi8QSS3Nmpg8L+MbPzIo2jvgLoC+Ko/kqRE8w8wbtr/zw+OdG/sa58R2Oy1jbTdWu7Ei0XZEptdUNsRb/uoisI2YjGyP93gbF+6P7JP+CnHwm8P/AAp+AvhLxFY22j3k178XdB0VorTw/ZaNIsdx4N8fXxka6hku2kQNpyKbcxqrMyyFwYgrfxt/FHVmu/GPj2MRNFHL4v8AELKgmLJGo166dUC+WikKAFGAoGAQBjFe5lNTnou97pv9D5XMo8tVLyX5H1f/AMEobWV/+CoX/BNmfcm3/hvn9jxjktuwn7RHw7B/hIz8vHPp0orqP+CS9qjf8FKP+CbcxC7h+3j+yQ3MYLZT9orwFj5s5z8owe34UV6dTp8/0OGG3z/RH0kU/wCEh/0KY/2YsX+lC4lHnK7J+6EIVjbAFhOX3eYSBGRsOcr51rPh238NG+19dVh1BrO4dhZLEluZftdwLTAnF1cFPLFx5v8AqH3bNvy7ty959rhHNjNBdS/xRxyJORH3cpC24ANsXcflBYA8kV5X4t1O7mstWt7mGOG3NyFeXy5YyoS+jKfPJIUBZ1VeV5zgYJFfE4Sk6Ury7r00afb/ADPrMZ8L9H/6SfDPxh8QzXvjnxM66ZKIpotOTzVmaSNR/YOnxs+4WyqQhBLcgDBBIxmtn4Tfs9+J/i74cvfEmix68bWx1u50OT+y/CWoa/b/AGi2sdNv333lpdQRxTeXqcW62ZC6J5cpYrMoHFfEi4upPG+s2NtB58M502BHijklkfz9KsFYRtGxRn3uyqAh+YBSCQc/tL/wTD8E6jd/ATxdIdL1w7fi9r6fu7Gfbx4M8ANz/ojc/N69McV9Gqyp0YS0jKSg42d7pqN2027Pytp59fGprnqcu6102t89/wCup+r/APwU+/b+0L4Sf8KP/s3wXpPjf/hIP+Fl+d9h+I1nYf2Z/ZX/AAgHl+b9n8M615v23+0pNm/7Ns+yPt87e3lfmbZ67bfCmGH9qJzBra/G2CO/HghrqPSh4a/4WSi/EMQjxOV1Aa1/Yw046QH/AOEf0r+0RL/aGyx8v7E/zB+3945034g/8Km+0aroUn9kf8J5s/sa+gbH2/8A4Qzd9p33d7jP2JfJx5WcS538bNjQfGF18XPhj4B+Ft3/AGdLpng/w14VvbJvDnmPrrDw/wCH4fDtu+oNLdalbtC1vqTG7aLT7UG8MBjeFCYJPkMxwsq6/dt8zfVaLSK0dnfY+9ytNqPzs/8At97/AIn7V/AXUPCnxi+FnhTx1a+MfD2k+KvEX9u+X8NbfU9N1rxBb/2R4i1jR22CO/sNSufN07TG19saFF5NlIxPmQRG8f7R+G3hy20XQ7u11PWILCeTVp7hIb6KOymaF7OxjWRYri7R2jLxSKJANpZHUHKNj+Xr4d/tUeLP2afjJo/hLSLfwNFpPgr+0Ps9144i1JLxf+Ej8LX2py/2pPbeIdBthm516SOy2W1pmI2iN58haSb9FvCn/BSEeK9Om1HxN4r+Amk38N7JZRW0OuiwV7SOC2njnMOoeOrmZmaa5uIzIriIiMKqB0ct4P8AZWJu3JO13rp3Xl5/1oetXgmrXu9Lq+2vl21/pH2p/wAE9P8Agn9oX7H3/C3vK/aA0n4l/wDCxP8AhAN3l+DbPwp/Yv8AwiX/AAmuM7fiB4p+3/2j/wAJMcZ+w/ZfsBx9q+0/6P8AqFd+HPhP4L0+08QfET4+/Dv4daNqIgs7bVfGmr+GvDemTardwNew6TBqOueLNMtJ9QktLW+uYrWOQ3MtvY3U6w+XBM0f86Gr/wDBSnxL4A+z/wDCO3/wO1D+1vN+2f2hdX935P2Dyvs/k/YfHdl5fmfbZ/M83zN+xNmza+75E/bE/wCCk3xK+OPwu8P+CtYs/g0NP0jxzpWv28nhe318ai8un+HfE+kwmd7rx3q0DWjQatK0uy0iYz/ZysyJujk9P6ria1T2lR805NX0ivhUUtIxtoktl6938+8LKTlytRStu9turv3d/wAOl/rj9ur4GfBT4n/tQ/FLxNZftYfC208C65/whHlePLW78J6v4Tj/ALN+HnhHT32a7F8RLXR7jfrGnvozbdRj8rUmazO66iMDeCeFfjT8Nf2JNJuvCvgrxz4H/aRshdz/ABPbX/C3jPQPD1qupC2t9OPgxotJuviFEL5YvCdpem8N8LgR67bqdH2wxzXv5Ga98c/GPi7QLvwFPpfh46PqHkbrnTrLVDqX+iXsOsr5Mz6vc2v/AB9WwjkzZv8A6PvUbZMSr57F/alnYXdpFYTNHMk7O0lrcFx5kIjbaV2qAFUEZU85zkcV7OHwroxh7T4pcslFfytRtfs7p6enzqjhakrtbRbg72V2uVtro1ro1o+nn9v/ALav7Ydh+25/wrT7X4OtPhJ/wrL/AITLy/tPjOHxh/wkH/Caf8Irv2eb4e8H/wBnf2V/wia7tv8AaP2v+0lz9k+zD7V8Cq0d6fKuZE09F/eCadl2M4+URDzDCNzB2cYYnCH5SMkVv7Lurz/W2t4vl/d2QSLnf1zujbONoxjHfOa2NQ8OajdwrHpum6pfzrKrvDa2c91IsQR1aVo4IGcIHaNS5G0M6qTlhXrRlG0YN63d9rK7T376/wBdbVGdJVZ8qbSi42k25td1ra13a26899DTNUh0S4t722MWqy2iskdpBOiSXIeFrcshjFyw2ji*zjiKT5UIJAy4/or/4JRftpeHvhx+z94t+GuseH9Gh1rxb8a9en0+DU/Htjo2qSrr3gr4daBafY9FutDku9QD3djKlu0Eii7uBJaR4kiZj/OvB4E8U2VtBqEfhjxMZUhicLJouomLMyKjZC2aNgCQ7fnHOMk8g+t/Bfxp4v8D/ABL+HENzocFhax/ETwhq1zPrWm6paiCBdf0pZriSWS6tI4rSKO0Z3mkARNkrPJtU7eLEUoVISjTim9bzlJxatukr2trva+vkjspTqR5ZSnyr3f3aUWru2vM1zXV9r2tY/qp+NNr8J/j9/wAI1/ws746fDz9nD/hE/wC2f7E/4TvXfDTf8Jl/b39lf2l/ZX/CQeJ/AuP+Ed/saw+3fZP7Uz/bln9o+w/uftnw9e/8E7fDPgyJdU+En7SGhftC+I55BYXvgv4deDNP1TW9M0SVWuLnxRdW/hn4jeML9NKsr+103SZ5pdMgtFu9bsUkvoppILe65LxPpPwX/ad+w/8AC2/iVpHhL/hCPtP/AAj/APwjPjLwpoP9of8ACS/Z/wC1ftv/AAk0ev8A2r7L/YGm/ZvsX2TyPtM/2nz/ADoPJ+kf2R/jD+zz8JPiRrfiPSvjl8LGuL3wRqWiOPEHxM8DtZ+Tc694av2MQttT01/tW/TY9mZ3TyvOzEx2vH8ristrTUmuy/KPkdTrrlave+22m3b+tPv/AEM0HwJ8YW+A/grwPY/Bj4lajfaf4C8BaOhtfB/iiW7um0TTtDSWZNNh0KWZGeOykmkhEspt03lpHWNmOB4R/Zr8e/8ACUeGfEPifRfF/g25tfEGj32qaRr3gfWbGfSrfT9St286/l1CTT5LaGWyt01Dzri1hjjtZ1ly8QEr+Zax/wAFqviL8PdV1SDwddfsw63p3hfUL3R/D15ez67qS6npFpcyaRY3s1xpfxVsoLx7nTtl19psRb200jCaGJYCIq8H8X/8FtvjV4x1jVLq+0/9mhH1mOG0nGn2vixUVDYQafm3874r3REnlRg/O0o83J27fkHzTwdVTcbOyXbrdLt/V18/AnWrqq7NW22j/N6f5f5/qv4z+JnjP4RapB4b8IfCTxP8XNNvbCLXJ/Enhv8AtWKxsr65uLqwl0OVdM8N+Jrc3dtb6bbX7s9/DMYdSgDWkaCOa4+Qv2qPA/xL+Nv/AAgnlfDPx14f/wCEZ/4Sfd5fhfX9b+1/21/wj2M7dK0z7L5H9knGfP8AO8448ryv3nxdF/wVw+NOkqbbTNG+At3A7ee8j6d4rnKzMBGyb7f4kxoAEjjbaVLAsSTgqB4T4p/4Ln/tlQ/YfsHws/Z8ut32rzdvgf4qT+Xj7Psz5PxcG3dl8bvvbeOhrvw2BqznFJa+ei+F3v2t/lodVPFVY295bK9lHt6Pz/rf9add/wCCc/7Pfjr4Gabpuv8A/BQv4NeBPGmt+FvBd14h8Cavpngh/FHgzxAr6HqWueE9Z0i9+OGj6rFrPhy9hvNI1a2vtN0y9tLqyuftmn2csUttHy/w98MeEv2NbTw7o/hP4j+Hfj/p/wAFNQXxrpeueHZ9N8P2fj+e01aT4hvomn/2brfjuHTZTfXcvhZrq3u9eeO7tZLs2RmLaZH/ADg6v+3T+0B4s8c694v1rwF4FsrnxP4g17xFqP2Xwt41ttOgvNcu73UZ47T7X4uuZIrQXN0Y7ZJ7m4lEflo880mXaJf+CkXx20rXLXwafCPwqj0V72xsLi8udA8Yrew2mrNBJezG4/4TqO0jeFbyZopHtTFGqIZUkCuW9zDZRXqS5U4ppc93JJWTit3a7123Lnj5pLmb1aWkE7N97Lbf+t/2w/bE/wCCkPxd+L/xN0LxL4W/Yk+I+p6fY+BNM0OafQPEfibxLZpeW3iDxPfyQy32nfB5YIrlYNTt3e0YebHFJDM3yTpXH+OdX139u/8Asv8At/wjq/wD/wCFV/bfsn9sRXni3/hLP+E4+yef9n+26d4C/s/+wv8AhD4fO8r+1ftf9sxb/sP2ZPtn516V/wAFD/it4bt3sdH0f4UXttLM13JLcaf4juHWd0jhaMPa+NoIwojgiYIULguSWKsoHkPhD/gqB8a9J/tHHh74NL9o+yf8fOk+LFz5X2n7n/FwI848z5vvfw9O/rUsorPqtbdV62/r/h8KlerU0utfJf3fL+vz/Qf4NfBb4RfsG/FPxf8AHjQP2nPhx8fPGPjbT9f+H/iD4LaRceGPCPibwG/iTxFpfjLVdT1m7svHnj3VC3hfVPB8PhTUNPvfCWjk6hrMUtzeafcWyabefIv7VvwW1/8Aap+Kvj34z+HF1iwTx3/wi32Pw9onhu98aLF/wi/hzw74UuPs2s2Nxpg1LzD4dnvpvK0yD7GXltX8z7K9xJ+cet/tCeMLv4g+NPHsOneF5tX8X+IPEesajbQ2mqSabDLr+ty6zd/YIV1prqO3jumEdr595cstuQsss0h82vbfA/8AwUZ+N/w507S9O0fwr8K7iPRvtv2c6tofi6WZ/wC0J7ueb7R9l8cWKtta+l8rYkWFWPdvIYv7mEwdWE+eq+aSgop6bKUOVWikr2Vv89L+dVqSgnz/AAre2q89Uu1xLb9gX4xWl/Z3dt4a+JeoQWtxb3EksHwi8UmINDMsjRPLHcTIhCKrMScqrhiuMZ7K9/YZ8b+IvL/4Sa78VeA/se/7F/bvw21eL+1ftGz7T9l/tDV9I3fYfIt/P8n7Rj7ZD5nlZTzew0z/AILFftL2kDWaeCPgSYZ5iZGk8NePy6+akcTbWHxOVRhVBG5Tg5JyOK5nxr/wVB+Ovjb+zP7W8L/B23/sz7Z9n/s/RPGEO/7b9k83zvtPxAu9237JH5ezy8bn3b8rt2xFOrKSnSlyzirRdoveyekk09G1t106Cp16PLrF8srOS97fS3XT5Ptp39o+A/7IXhnwl4ovJfHXxy0LwLpCeGbjTrbW/FmgafoGnXmorqOjtDp8FzrHjawtmvbi2tru7jtY7mSdoLS5kWN44ZZE/Xf4TxeDtO8C6B8JfBnxA8NfEiWH+1f7N1rwxqGl3z6z5msal4lvPsOkaVqustL/AGcr3Vpc+RqFzsFjcXMvkhJIIv5n/H37X/xI+JWlw6Hrmi+BbWztdUj1aKXSdO16C4a4gt7y0RHe78TX8RgMV/KzKsSuXWMiQKGV/ff2QP2zPFnwz+Jvw8SZPhvp+k6J/wAJbu1DxEupWkMP9peH/ExH2y7fxTYW0fmXN+ILfIi3M8EY8yRhv+TxuS4mtOU7puWu6W/ovP8AH5HfSx0IxUVdJO1reitr/wAH/P8ApX1rWvF+l/s//GP9n2H4deJL+P4veC/iF4fbxnFa6mieGz4/8FS+CWum0JNGnXVTo6xjVTbnXNL+3BxZmayAF2fl7/gnt+xhefAv/hbv9veObpv+Ep/4QH7J/a/gqXwzj+xP+E18/wCz/bfEl19tz/a8Pm+X5f2b91v3faF28zpX/BSvS9Wv7G01zx3+z1ptveX1rZXUv/CT29m0NhcTRxT3KveeO5EjMaSTMJpFaFDHl0YKwPqN3+3P8ILLy/svxo+AE3m7/M3fEbwxJt2bduPL8XJjO9s5znHGMHPFTyfGU4uH2JtNr3Xd6Ws7N72ej8tRyxUZ677Xvpbb8/T7+v6beL7K40zTYJ/FUU3hDT3vooYdS8QQvpllPetb3Lx2MVxqIsYHupYI7i4SFJWlaK2mdYykbsn4ofHH9rn4X+KtZ+I/wS1HxL4C8N29t4u1nw7P4wvfiP4ekhhbwf4oe4W6m0idLBIm1OXRFtRbPrINpJeLia6aERzVv2yP+Cs/jjxZ8MdC07TLr9nnVZ4fHmmXr2+jT6vfXSQx+H/FEDTSRW/xHuXWBXuY0aQoFEkkSlwXUN/Nf4/8U6n418ZeM/Fl9b2iXfivxTr/AIku102K4WwW51vWLrVJ1sBNcXUosxLcsLYS3NzIINgeeVsyN62EyycJP2kuVNrVNPqtL7XOacm9le2v326W/rzP2Q1r4B/s3/ExL+6vv24/gj4Tm8UW0mmTWd3q3gO9l0lXtv7GFzL53xW0p5wY41vhG8VqCkgjEm3E7ecJ+x7+zb8Oh/Yll+398D/FEV0f7UbULWbwHZxwyT4tDZmKL4yamrPGtikxczoxW4VTCoUPJ+OxgvPtCyi1nMYeNjJ5EuwBdu4l8bcLg7jnAwc9KtywWtwwe5m8mQDaF8yOPKAkhtsgZjlmYZBxxjqDXuxwkYxVL2rdOSjKSiouXMuW212vNfmeZUxlWM3yq0oOUFdWVrpPdeW9mfqnbfsVfs7tIRb/ALe/wXuX2EmOFfA7sFyuXIT4yOdoO0E4xlgM5Iz9KeAP2ofhp+yveeH9Z0LxP4F+MF38J7EeFbLSNJ+IGgaFceMI4NKl8ENqlq1n/wAJdJp6fZrp9fNvFa6uqwW72pujGTfx/gzYTw6ZM09vLE7vGYSJZFZdrMjkgIYzuzGoByRgnjOCGBrf7W975yebJJLMy+Ynlhpt5cAfeCjedoLkjjJPOcZYCEpSfNUa5fcly6uVtmkrJXe+t9dyVj69ldq9/e0jotNV7u+//B6/tt8aP+Ct0PxCTx5YQ/AaOwHirw7e6Ik0XxYXUhatf+HF0jz0RPhza/azEzeb5AeAyMPJ81D+8HgvwU/bX0rwt4V1DT9U8HafaXE3iC6vEjv/AB1badM0MmnaVArrBceHd7RF7eRVlHyM6ug5Rq/MN7gvNmHZLKWURRp85kkwAiKqsWdmbChV+Yk4HNUr2PUJZVa5s54XEYAU280eU3MQ22QEnJLDI44x1BprLaNSEYy9yVk3UcmpLRXSg5crUnu7adBPH1lrzP0UItPbVvlurdj+xD4vf8El9W/aV/4R7/hSPxj1H4r/APCF/wBrf8JN/wAKr+Edz8Sv7A/4SP8Asz+xf7d/4RLx9qP9i/2p/YOrf2X/AGh5P9o/2dqP2TzPsFzs+Cvhr8Nf2yP+CeXxg8e+Jtf/AGG/2mfG/he0Hij4M6N4l1j4T/FP4a6D4kMHiiw1DTvEemave/DnxRp8x1jT/BM1/ZaPa3N75lldy3MGqXMFg8lxs/sFf8F5/wBpr9jn/ha3/CC+E/2Yr7/hY3/CDf2p/wALB0L4gXXlf8Ij/wAJj9h/sj+x/jD4Y2b/APhJ7z7f9o+3btll5P2bbL9o9/8A2mf+Dhv9pD9onwLpXhjxhoX7JOn29t4usfFpPhTTPHdrfLqMOj69p/kyf2p8a9bQWITW7nfH9nWcTJb/AOkgLIkviPAVnJqzb0/TsvX+t7+u1bfE158kfL+75/1pfO8U/wDBTL/henhG+/ZI+LHwU/4Zm/4Sn7L/AG/8QfiJ8SPL/wCEJ/sTU7f4maV/bHhTxL4C8B4/4ST+yNN0TT/tviXSs/29ZalbfbswWF58k+Lv2Qv2afibqUGvXH/BQH4GeGntLGPSBYzXPgG/aVYJ7m8F2Jn+MumFVkN+0Ii8hwDAW85i5SP8tf2jfj14g+M/xL8ZeN9Rh8LNqXiT/hHvOi8Mx3p00/2PoGh6RH9iSfWNVnOINKRrnddz/v8A7QV8pMRR/OJ8Q6nb/JJbW8ZPzBZYbhGIPGQGnU4ypGcdQfStaWT4iquZSUZXsotxT5fdd7PW2u+o45hNNc93G26it9NNEl3+/wBL/wBsXwO0j9j/AOBX/CUf2J+35+zZ8TP+Ep/sT7V/ZXj74X6b/Yn9h/2v5Pn/AGT4reI/O/tL+15fK8z7H5f2CTZ9o8xvI7tP2lfgh4M1fUdV0D4s/CrxzJcTXdgLLR/iV4RDrZzXQuRqgey1HV2a2DWsMQPkiJjdxH7QDsSX+Hjwx4s1Hwx9u+wQ2U3277N5v2yOeTb9m+0eX5fk3NvjP2h9+7fnC424O70vRP2gvH+gXDT2Gh+HJybY2g+0aZrUqGEvE4ceTrUOXPkphgdhBb5eQQSyKpGpJU5RlBJWlOag3dJvTundfidLxbile929kr9vL+vz/t7v/wBtH4F6n8P5bO8+JXwn0nWp/L8zQrn4teD/AO1Lfy9bSVN9nLPbXf720jW8XdbJ/o8iyjdHiRvzA/aj+Cv7L/7X3iD/AITjxJ+3h8Bfgde2PgT/AIQGPw3rmv8Aw98QXV3aW174g1dPEiXN/wDFjwVKttPL4mnsFtF06WISaTNINRdpngtP5z5Pjj4l1bUm1jU7Tw3aX1xjz4Egv4IY/KtxaxYiuNWkmTfDHG53ytuZiy4Uqo4Hxr4s1rxVfLefYrSaFdNWxkm023u5II1Wa7lcNJ9puFWVVuNzbmwqGNimDllQy2arKLag4v47rk91rVSl7r1+FddOjux4v3b6u6WltdUt103+X5/uD8P/ANh39k/4P/2v/Zv/AAUw/Z48cf8ACRfYPO+w3Pw20/8Asv8Asj7b5fm+R8d9b877b/acmzf9m8v7I+3zt58r6yg/b8+Ev7JTn4jeE9a+HXx41HWlPgmbwh4d+LfhrRL3TrLUiNdk8SS3Wm2fjeeS1s5/Ddtpj276VbxPLrEEjahE8Udtd/yo2tzfafv8q2Ledt3ebDMceXuxt2sn985zntjHd7ahqMg2/ZQcHPywT59P759a9Kplk6tWdR1YzUuT33KEW+WMY/DGyVtlpqrN6vXNYzljblaa6JNrVp7+d2/61/uW8Y/tlfs8ftK/s62Whv8AGT4MeCPFPxM8J+AvEV94Vb4v+B/EWv8AhPUnufDvjHVPDd1pR1HQNRvb7RXtLrSr9prPSriFrae6uLC2MMlov5BfHn9nnwJ481gabo3x68JXdjq3hT+wJ9Z0y10bV7TTpr+61iCV5Ta+NBC8tpDeRXUls91A7RNHukiWVZK/Brwp4x17wrq+m65YWFpLd2EcwijvbW8kt2+02U9k/mpDdW8hxFcOybZUxIFJ3KCre5WP7WXxN0eB4bfw/wCDHUyNcE3GleIGbeURcZTxHENmIl4xnJb5umOWOBqxqLl5Lxkmn7RdGrPX+vkX9butb6rXTvby8/xXz+upf+Ccfwz0Lb/a37YngXTPtWfs/wDaPhfQLDz/ACMeb5P2n4sR+b5fnR+Zszs8xN2N65+5vhb8PP2Yf2CfEF58YPBn7cPwG/aX1TxJo1x8NZ/AnhjxR8PfC9/pNhrF7p/iiXxbNqGlfFD4jXE1nYXHg610eSzfQ7WGSbXreZtVge3jtL78NPGH7S3j7xv/AGd/a+jeFLb+zPtf2f8As/T9ah3/AG37N5vnfateu9237JF5ezy8bn3b8rt8AgiktHMkUbszKUIdGIwSGzhQpzlR3x14r0vqrqe/iZqVTTkScUm9L3ceXpy/1vx/Wqanywi7ac2ktNFa2/d3+Xz/AKafj5/wX3074g/CTxX+zba/syWVrYQDQfClr8Rrf4+QanaX9r4A8S6NfW+t2+hR/CK2haDxDH4aQwwR+I5o7NNRWVL3UFgAueZ+FP8AwUB8FfEL4F2PwO8Q6R4W+H2n/EfSPF3w51fx5rPxP0mSz8Ead4+1fXtCu/F2paVfaFokFxZeG7PWX1m5tbrXdHgu7ayZZdV06KU3cP8ANg4neaQmJ8tI7HEb9SSeM5rsbHVtQi0X+yxbx/Z3gu4GdoZvOCXLzmQhhIIwy+a2wmMgYG4Ng56lSw9BK6TTt9uXVJ9JeXka0sS5fZaXo99O/Rpn7QeJ/wBmH9njw9fw2Wgftx/BjxlZy2kd1JqmkXXgd7aC5ea4iewc2XxY1OLz4ooIbhg1wknl3URMKqUeTzT9vX9snQvjP/wqn/hG/Duk3P8Awjf/AAnP2z+xPHNn4l2f2x/wh32f7V9g0OH7Fu/sqfyfN3fadsuzHkPn8m7TW7zQo2tLWK3eORzck3KStJvdViIBjlhXZthXAKk5LfMRgC3pM1v/AKR508Uf+q27pETd/rM43HnHHTpnnrXSqGGrQSULcyTtzT7rrzf1+DKmYQoxaleM3bVRuk01fe66/wCXS/7qfCv49eBvEvw8+Hfgu013wofEs3gjwraS6Fb+MNIvdct73SvD9jdajZyaNHsv/tVitlci9gaJJbQQTvOiCGQD9j/2avFnwn0P4VeBL2/+MHw8tvH+l3WsX9r8K7vxT4bs/GGqava+LtYutC8O2+mTa4NaGo+KFWwXSYo9CuLm4GqWb2dnfCWET/xVeCvGPiX4YeOrL4gaBpdteXmi3OrPY/2vY39xpE8WrWF/pDSTfYrrT5ZUa11GSS2eG9iUz+S5Mke6J/pXwp+2N8QLL4h+E/iDPpngCDWdE8VeGvEEdtcWWtxaYLnw9qVhcWi3UL+J0uhaSCwha6C3sUjRtIYpodyMnnY3h+Na3Ivsp/G7W97rff3v63boZ3SnpK6a0XuvVLlV+muux/eH4G/aj1+DSbhG+D+sZOozN82t3qnBtrQdD4S9uteYfBHxO/wl/wCEn/tnTm/4qD+xfs39p3B0H/kFf2t53kfaraf7X/yEovM8vZ5H7vdu85cfkX+zL+33+0b8Y/AereJ9L+HXgLXbex8XX+gvd+D/AAj471TTI5rXRtA1Brae4t/GWqIl8iapHLLCbhHW3mtXMKiRXki+NP8AwUd0ST/hGv7D8ffs/att/tn7V9k8U2l/9nz/AGV5HmfY/HJ8rzcTbPM+/wCW2z7jV8TmnC9eMG6a1b2Ur/ap+vRv+rHq0sTCrt+Xf7+z/rf9DfjZ4p8GXv8AaGr2/jPwxNfan4uu7250WHXNKmu9NN7/AGrczQz7L4zE2czLaSvJaW+ZCN6RMRHR8VfDel+Cf2Bte/aSvfE1g+g6Z/ZfmWN0LfTtIP234z6d4CTf4tl1CWzhxeXazLu05vMuQumDEricfl7+wf4x/wCG1v2jviP8OPGU+lQ+H9J8D+MPiJp198NZfL1S5u7Hx34P0K0aS51W68V2U2jTWXiu6mcwWMcklwLCSK+SESQ3Hqf/AAUg/aE8W+C/2efjL/wTe8K2HhbWPA2m/wDCu/sH2m11PUPjRcfbPHHgb48XW/8As3WrXR5vJ1i6uNvk+BY/L8KRL5m66R9YbxsFlFejUpurJxgqi52km1HnjdpWV3ZOy67HUouSvHXt+H+Z+Kn7SF7Y/tSftGfCzSPDV7a2ul+KdP8AA/wzufEOh3EPjOw0W51zx1rtrNfztYPp1vNPptv4hgvpdKkvbOSSFYS93bpdJKn2h8Ov2XtK/Yi/tj+1finp/jP/AIWd/Z/kf2hoNt4E/s3/AIQv7d5vk/afFPiP+1ftn/CWR+Zs+x/YfsqbvtH2xfI+cP2K/wBmH436149+GfivSfgr8ZtU8C6F8bfBj+KPGWm/Djxde+GvDttpms+FdS1ufWfENtoEuj6RHpGjyx6rqMuo3MMdhYSR312Y7V1kP75fH/8AZ3/Zf8af8Il/wvv4yT/Cv+zf7e/4RT+0fiH8PfA/9u/bP7G/t3yf+Ez0S6/tT+y/suj+Z/Zvl/Yv7RT7Zu+12u366jiJ0qboQk3QTS1jFSqJWak9G4tO2kWk7dRqg3acl70dI67c1k+ut7vdeh8reGfj94m121svD3xO+Eeu/BH4YaXpls3g/wCOPjzUNQ0rwF8RLixjgsfD9p4a1TxB4W8MeHrybxb4em1Dxfo66X4o1h7jRtJvLiyj1Cxjm1G36r4if8FLfh18HPg7rHw50HTfBXxJuPDn9n/ZL7SPi/oVlNrX9r+KbHXZ/s+mWegeIJI/7Oj1SaGXy7q73pYS3D/Zw7Rw/mD+3V+25r3iLwFafsx+Hbr4Wa/8Lvgh8ULfw58PvE2jT3mqeKPEPhf4a6N4v+H3hPWda1mx8WT+HdWbVvDs8GoalqOiaBpOnX+ozRXWmwWFjIlkfyYu/EGs65dSXNxYxC1utm+5tbW7EA8iNY12TPNNH/rIRG2Wb59yjDYA71CVSlz6KCT1bs9IrRX3eui6/nM7QaT1bttrvbV9lfr5o/oH+GH7VPgb9pP4o/DfxVqV94T+Gvia18d+D/B2i+AL7x5o+ua74klg8Q6fqOnXelxz23hrUJ5NY1DXZNFsrK00e9aW8sHEFxczzG1g/Uf4pftM+Gf2a/7C/wCE4i0LTP8AhNP7T/sv/hK/GOn+CfP/AOEc/s/7b9g/texm/tPy/wC3bT7V9n2/YvMt/Nz9rix/NB+wZ8ANX8cfGr4GfFy48OePW8F+Av2iPhlN4o8aaVo9yfA/hjS/C3izwf4m1vUPE3iN9Gu9J0W20XSbttW1q61HUrO307SPLvrs29tm4b9x/wDgrD8BfDn7S3/Cg/8AhSFx4p+NH/CFf8LT/wCEn/4U7LY/Eb/hGv8AhI/+Fc/2L/wkf/CI6Pr39j/2x/YOrf2R/aH2X+0P7K1T7J5/2G58ngrUIzcFGUmmv3jt8L0ty91tf19DF1XFtNK1/dae60389f6eh99f8HNP/BQDw1+0H+wd8JfBml+FND0u40z9rjwH4ne4sPiTYeJpnhsvg38e9KaFrC38Oac8UTPrUbtdmd0jeNITExuFdP8AP/1dXutR1K/2Okd1fXdyBtLIq3Fy8igS4VXA3gB8APwQBnFfd37Uv7d3xR/aZ+H+j+A/Gmi/DTT9L0nxjp/i63m8H6d4itNTbULDRPEOjRRTyat4v163axa3166eVEs45jcJastyiLJFN8GSX0ssJhZYwpCjIDbvlII5LkfwjPFfWZTTnCj+8vzNy3VtLrpZfI+IzLkVSKgvdsnu3q0u9/zP0E/4JPX6xf8ABTf/AIJtWhVS3/Dev7IKbvMAP739on4fEHZtJ438Ddz7ZorH/wCCUqj/AIekf8E2Tzn/AIb6/Y6/T9of4dUV6VTp8/0OGG3z/RH1L4a0iW3v5XukeKM2kihhJE2XM0BAwm8/dVjnGOOvQHiPiJZouia+1uXeUXUWxXKhTnVrcNn5U6KSR8w5A69D65bbnkItuX2EnoPkyoP+swOpXpz+Ga8g8dTyR6drguHxGt2qv8qnBGpwgD5AWPzY6fyzXy3I/L8f8j6zGfC/R/8ApJ+eXjG7lsfG93PKqIbW50qd8hnUCKxsJckRsSw2jJCncRwOa/pO/wCCPrxeKv2aPHGobifJ+Ofiazzbgwp+78A/DKflblWct/pHLA7CNoAyGr+br4hQ2934o1kwr5k0yWaRcum6U6XaRxj5yqj58DLYXuxxk1/S5/wQ9sbSy/ZP+IUWrxeVct+0P4skRd8j5gPw2+Eqqc2rvH/rElGCd/HI2lc9Nb2Tw8ZNyVSmoQ5bxSkrJOSXxNab6eaPJoJqp5Pmf5H88nxL8Uah4m/sX+3obOz+xf2l9k+wRzL5n2n7B5/m+ZcXudnkQ+XjyvvPnfxs+6v2T9E0zQdRstd8T3F3pui6j8OreOyvImS5M1xdz+HLy2j8i0try5jElpDcS7pYI1QxhHdJGVG+KPHehW+o/wBlf2Ra+d5P277R+/ePb5n2Pyv+PmZM52SfczjHzYyuf1N8d+HfCHwr/ZX+BfjS1s/7B1vW9D+GOmanqX2jVNU+0yal8OrzVr2D7HJPqNpD513py3HmW9rEsfk+VFJHFIY38+dSKirOV9bp8tt9OXr63Pvsqvy09re96/HI/Nz9qxfC2o/H/wAevpOpXl1BN/wi/wBnd4pYjJ5fgvw6JciawgZdrpIBuVchQRuBBOB8O/hPZ+KtFutRR9UYQ6pPZZt7vToUzHaWU+ClzbNIW/0gZYHYRgDkNVTx9qGga9481bxJdTfa0u/sHmXvl3sHmeRo1nYL/o8aQlNhhWLiBd23zDkEufpP4DXfhZfCGpCGTC/8JJeE/JqJ+b+zNHz99c9Me361Eq14pJ1OSy5ua1ufrZrpta+p61SFoyk1Hm5nZxv8LenNfr36dj9nZP8AgiB4P1/H224+MkX2TPlfZfHfwnTd5+N+/wA3wnPnHkpt27cZbO7Iw2T/AIII+BNVRbWS8+OAjiImUxfEH4Po52AxjJk8GOuCJCSAoOccgAg/0TSzTQ7f7Pbbuz53yoc4x5f+vB9X+7/wLtXrGl20EWn2F1Km2eeytTNJuc7pJYI5JPlVii7nBPyqFHRcDiuaeJ9jaSfK09HpdPzuz5+rW9m3HdPRprTaL7o/ne+Hn/Bud8JbyTSL691j9oWKST+0PNEPxG+CnlrsW9hTap+Hsr8hUz8zfMSeBwPebP8A4Nuvg1qMkdtHrn7RjG5mS1AX4kfBJCWmZYwAZPhwFBO8YZvlB5PANfvp4c1/+z4rOOC78ryvtG0eR5m3zGnZuXhfOd5PJOM8YwMes+F/Hbw6ppX2jVdqDWLF3/0EH92Li33H5LMnoG4HzegzipWPlN+9NPS17ry/vf182ZfXpRSirpWVuVdNlb3uyP5/PDv/AAav/CzWftnk6l+0y/2b7Pu2fFj9nyPHnefjPnfDobs+UcbemDnqK9Atf+DVrwfochu9Bb9pC9vJENvJFe/F39nfyltnZZHkXb4Gsz5glhhUfvWG1n/dn7y/1Q/Dz4q6BZ/2x9o17y/M/s/Z/wASu9fOz7bu+5pzYxuXrjOeM4Ne6+Evit4d8QalPZWOvfa5YrKS6aP+y7632xpPbRF982nQqcNMi7QxY7shSFJHTSrKe8u3VW3t3fb8+5w1s1rRvytK38y32/vn8mmm/wDBsV4au4rOx1MftCW8LW8SXLQfFf4AGSN4oQ4VD/whlwp/fRqhIRwVJwR94UNT/wCDUz4V32s6frE+pftOp/Z/2RiYvi1+zwIglpdSXRLxt8OHlYjedwjOWUAKN3J/sPj8Wol0S2oYiV5AP9EJwuGC9LYt6e/r3rt9H1ODWNPuHSf7QTLNbA+U8PzGGIhMGOLvKPmIx833uOO+moSSvdu/lbp+B5U85xdt6Vrq9lK+6v8Abtt36n8ddn/wa+fBVfM83Xf2mVzs24+KHwFOfvZ6fDNvb0rynwz/AMGk3wI02/mnl8QftWor2kkQLfFv9nVxlprd8Yj+FJbOIzyeOMdSK/tuSxihz9oi27sbPnY5xnd9xz6jr+Her866ZYIJrkeVGzCMN/pEmXILBcR7yMqjHJGOMZyRnojhVJJNbuzWvf08v6uzOWeVI7Nt+STXT/p5/WvmfxdS/wDBqR8CZ4jar4g/amKnaox8V/2fAxEZDDlvhZtzhOePXAFUF/4NOfgjDKssWu/tTsYnSRA/xa/Z4wWQhgGA+FynG4YOCDjuOtf2aRw6w16biJc6dJJNJbvm1GbaQObY7WPnjKNHw6iQZ/eAHdWyq3ez5h82DnmL3x046Yrqhw5hZ/vHyqT6c6T6S29lvf8AXzL/ALTrO0oOlZpJ897pvV/DPRLTz3P4yY/+DWH4T26lE1T9pkgnf8/xX/Z9JyQB2+HCjGFHas+X/g1f+Fjbc6l+0zxn/mrH7Pnt/wBU6r+0IrdHqP8A0XVn9x/H+H3/AMen4VFTI6NJOUYyVrWu9Hey/wCffS/Qf9p4iKStSl/hU5Wtbf3+vT5+Z/FlH/waz/CCd1tLvV/2mooDlJHj+Kv7P/mL5YLLg/8ACtpBy6KD8jDBOMdR8sfH3/g10+DHgHQfih8RLfW/2mmj8EeC9c8YpJffFL4B3Fnnwv4Tk1km8tbP4aQ39xaq1gfPgtHjupog6W7rKyNX98V5BCIpXtl/0gsCh3P/ABSDfxIdnKFuo+nOK+Bv2z9YSH4FftMabJc7b1vgZ8UIRD5JOZLj4Z6uYV8xYjF84kTkybV3fMVwceXWX1a1k07r06+n8p6eCxTxGsuWKWjTup8y5LtLmfuWla+9z/Nl1L/gnd8LNEnS0g134lskkS3BM+u+EHfc7yRkAxeEY124iGAVJznnBAHg+if8EyNG1n7V9kb4hzfZvJ8zb4q8AxbfO83Znz9EXdnym+7nGPmxkV+7Vj4LOvwteXmm/a5YpDbLJ9s8jaiKkoTZFdQqcNMzbipJ3Y3EAAWWsPBvgfH2iL+y/wC1PufvNVvfP+xfe+4935Xlfa16+Xv8zjfsO3zKmc1KW0ndabJrpt+8R60aabukrrr6qx+A17/wTe0XQri4kvn8fwRC4ltFZvE/gaYmQO7BSLfRXOSsLkttCcdclQdV/wDgmZ4WvfDh8QrdfEcrLjDL4n8CLD8l8LE4ifw9545THJ5b5h8mBX7N3mhWPja/vbLR7X+02W6uNTWLz5rLFsJmiWffdTWg63cS+WX8z95kx/IxX0GTwJBpvw3OnTaV5N9DjdD9ueTb5mvCcfvFvJITmGQNw5xnacMMDKHEVWT+O3bRXvp/09ZtTwEa65HFWbu1rZp2T+y97n4HaZ/wTT8I3DxJJefEcO9ykahPE3gYZDGMDk+HWAJLEZJx0zXS3X/BLfw43l/Z5viTJjdv3eK/h+Mfd24z4fTr83TPTt3/AF4ttBis9U0+FrTy991aPt89nyGuFXORM2M7cYyOmcc17donhuwvPtXm2XmeX5O3/SJkxv8ANz92dc52jrnGO2a2ln01yvnu7dbdl/08OiOQ09Fye787eX/LvyR+J2k/8EkPD1zDBNJJ8UFE1pFN8njH4bAZkWNsAHw6xA+Y4B5HGTmuD8V/8ExNG8Pahf2+mt8RJ72z+y+TDd+K/ADq32iC3eTzHi0O3Q7YZ5HTbImCFB3EFW/obv8AWPC3h+wtllufsjwtDYuPJ1G42vHC4aL5YpgcGE/OMg7eHIPPzH8QfEeiz6xq+pW95ugb7Bsm+z3a522tlA37t4A4w4ZOY/8AaHGDWM8+nb499H8Oq7fxPI3jkVO8bQ0Uk+tlt/07Pyn+H3/BMr4Qa3aCf4neIvit4d1gawLaG10XxD4Kmt30YR2Tx3bNH4K10C5a6lv4ypuVOyCI/ZVBEk2n8TP+CWnwfsv7E/4Vd4h+LXiTzf7S/t3+2PEngW3+xbPsH9mfZvP8E6Dv+0b9Q87Z9r2+RFu8jcPO+/orTxl4kZb/AMHR/bbGF1tHl3aVb7dQjImaPZqjQTHEM9q24IYDvwGLLIB12i6d480n7T/wl0P2f7R5P9n/ALzRpd/leb9r/wCQY8m3b5lt/r9ud37vOJMc8s/qJfH8NlHbbT/p5/X3m6yGnraG7131en/TvfRH4/yf8E+ri5UJ4ytPGOk6YDvgubDxP4Hlme/AIigZY7LUmEbW7XUhJgQbo0HmqSEkq6/+w58HNJ0C5ksfE3xHm1u0S0i+x3Gq+HDb+f8AabeC7RnTwdCrCJGnKMt0FLIpVpAQr/qnr/inT9fs4rPSr/7XcRXKXLx/ZZ4NsKRTRM++5t4UOHmjXaGLndkKQGI8SvNBmuLy7bUrTfYS3M7zHz0XcGlZ4j+4mWYZl8s4XHow27hXO8/qWcef3Um1ot7Lr7T+vvOj+w6a15dfV30/7h+XzPg3S/2F/Cd/4Z/tRb3xyyPa6hIGXXPCiJ/o8t1Gfkk0HzMAxHIPJOSvBFcFdfsN+DXkBk1Dx0pCAALrfhXGNzH/AKADc5J71+pkOs+GdI0GbQkufs80dpfRJa+TqEuHu/PmRfPMUqnzDcBsmYhN+CVCkL5xNBLeMJbJPMiVRGzblTEgJYjEpVvushyBt54OQazhxDWpyvCq4t3u1by/6eHnVcgpTm+aGl5b37q3/Ls+U9C/4Jr/AAw1K7kgu9b+J8caWzyq0PiHwWGLrLCgBLeEZRt2yMT8oOQOex61/wDgmB8F1Qn/AISX4teYAMr/AMJF4JwGyAw/5Eftzjn8TX3z4fs/Ecd5Kyx7SbZxnfYn/lrCe7H0r1DRdI1K7vbSO8t/MilV2lXzYE3MLeSQHMUqsP3gU/KQO33ciqXFGM0/fS31220/6eepguHqOn7vrrvtp/07/r7z8u7T/gl98KhLBcWOu/FWa5SVJLSOTxJ4GWOW4jkBhjfd4OiIRpVVWy8fykneo+YSax/wTV8KC5T7Zd/EWKXyF2qnibwMwKeZLhsr4ekGS24feHQcdz+43hzwToEekWV/eaZiSAz3Esv229O1be6mYPsiuyrbI0B2qhLYxtZicrq2geF9RuEnt7TzkWFYi3n6jHhlkkcrteZCcB1OcY5xnIIET4jxE/enUcnG6je2za/6eFLh+klK0Ou13rtr/D1Pw70f/gmP8J7r7R52vfFRNnk7fL8R+CBnd5u7OfBr9Nox06nr22L7/gk/8OZ7aOWx1X4rztK6SAP4q+HyDynjdt43+EYiDkpwTuAJyvBx+wtr4KhtfM2ab5fmbc/6Y7Z27sdbpsY3e2c10kVva28UcUibBEiRbd0jbSihduVZs42kZyQcdTT/ANZMRGTcarurNOyv0/6eCfD9LVcl1pbfXb/p2fhg/wDwS08J6Zdl0uviYVgxgyeK/h+3+sjAO4R+HFJ5kOMAY4znmqt3/wAEyvh/PIr3+qfE2GYIFVIvEvgYqYwzEMf+KWm+YsXB+YcAfKOp/c240i3v3fyrfzTLt2/vXTdsC5+9KmMbD1xnHfPPY+GPAPgW7sJpPE+k+ZfreSJCft+sji*zENu0Yxp94sP8ArmuDlh5vPzHYEq48R4jnVT2rc+W19L2erX8Tv37ilkFKMbez00bWu+i/59+S3/U/CNP+CT/hOfP2C5+KE+zHm7/F3w6Tbuz5eN/huLO7D5xuxgZxkZ24f+CYXwa0iONvFHiT4s6ZGsa2ztD4i8E3BXUAAWgxa+CL0lQIrg7wDH+7GJTuXf8ApXF8T7SLd/Zuubd2PO/4lkpzjPl/8fGnn1k+5/wL+GsrxVb+LfEGl21xZp9rju7yHUI33aZB5kM9vco*k22VoSm8TKfLZVZd2CgIIGFfiaq9JVPV+75dXVCGSw0fKr/Pv/wBe/L+rn5UeIP8Agmt8J7zU7uDwjr/xR1WST7P/AGet14g8GQefst4Xu97XHg7T1TylW5K7zFu8tQvmErv73wH/AMEr/D91ot3/AGlL8SreI6jPHM0Hi34eEpbG0s/MkUf2BOS6q0hACtyo/dt0P6u/CPwPpgu/D954u0v97/xNf7Qk+23H/PPUorT5NMu9v3fsy/uF95OfMNe1eIdV8FeHLyPQdEn+xtqNqksNp5WrXHnXl5LNZxt593HOI/MMEUeGmSJNu9gu5mPl4ji3EKLi67cYySjF8tkou0Wv3vSx2UeHac5KXJZvd+91tf8A5dM/Gcf8Ek/hVP8A8xz4vfL6eKvh6PvfXwX7dq3rL/gjt8L5ZWX+2PjFxGTx4v8AhsP4lHfwX71+tmnpct524Zx5eOYx13+hr1TTfknctwPKYevO9D2z6V4eI44xlPRYppdlyafC9b1jsXCtN7U18+bX/wAo67f1dn4yJ/wRq+GZRCNW+MeCqkf8Vl8M+4H/AFJlUrz/AII0/DX5guq/GI/uj/zOXwz6/N/1Jor9zxqEUca7psBVUH92xxwB2Qk88VRuNXts/wDHx/B/zyk/2v8AplXmPj/GRkrYqa2/599/+v50LhCm0v3Kd1r8f/yk/CX/AIc2fCiP/j/1v4zQbv8AVbPGHw1fdj/WZ2eCJcbcpjO3OTjPONqP/gjj8FHYg+JPjV0zx4t+HPqP+pBPrX7XPGdWx9kH2j7PnzOfK2ebjZ/rTHu3eW33d2NvOMjOY8V/ENwXbk7c5hPXnHU+lenDj/Eyw6lPEuUkpWb9n/M1r/tHZL+mzglwdBVY2pNaq6XP0St/y4Px1g/4It/BKZ0P/CS/G/Mg3ceMPhoOqluM/D/j8a6CH/gip8FRbADxH8bydsmP+Kx+GfXLf9SAK/YG0udQQwkvjagH3YDj92R/dNbSazdRoEa5wRnI8mM9ST1ER7H1ry5eIeMlJReMlZS0SdPvv/Hv5Hpw4Ogofw+nTn7LT+Au39XZ+IWpf8ET/g686Fdf+NxHlKP+Rz+GA53ue/gIetUr/wD4I7fsuWXleX4++PB83zM+Z4l8An7mzGNvwtXH3znOe2MV+5g1KSX5mm3EfLny1HA5xxGPWopNI+Gui4/4Ty3+zfac/wBlfvdfm3+Tj7d/yBpZdu3zbP8A4+dud37nOJcfZ5NxxWruMZ13O0Y2vyae5UfSv5L7j5jNeFYQWtO2r/m70970T+Qj9pD9kuL4W+G/iPP4YTxJf6X4T14aRodzrWteGp5LvSofF9noljc6hHZ2emSPdTWMkc0phgslFy2420UYMA+Q/hD8LdC+IXxJ+Gnw+1q71i11nxz498I+Dp7LS7ixhmV/E/iSw0W2SyvbqwvdOguZbe+geKe7lmtIJ3D3KiNJI1/Yj9vLW2ufD3x/03wnc77T/hPbuLQ4fJC/8S2D4oWLWq+ZqUSyfJYRg5vH+0Nt/eEzE5+B/wBkvw1br8df2dvEmvWWNWs/jX8MtQur37S58v8As34h6Q8E32ezn+zP5NtbQny44G8zZh0kkZw36NhuIufDKrKtTl+85PZqUXV/hxlz8ntf4f2ea/xaWPmaeRwhX5ZQl8N09eT40kr+zXvaXt21P1X8OeMfDH/BMOxl+Aj6mbQ+Lrt/i95fjyzv/F2sMNfhg8Gb7bUvh5aabosGmk+ACsNjdQPqkd0t5PNK1pc2SJ/OtNaC+2/2NvvPKz9p8wrF5e/Hk484W+7fslzt342jO3I3fsj/AMFh/FOh337TPgaUX3m7fgV4Zj3fZbxMY8f/ABObGPs6f385x3xnjh37BX/BK34//tPf8LW/4RL4Ef8ACb/8IR/wg39of8XP8FeGv7M/4SX/AITH7J/yE/iHoH237b/YFz/qPtf2b7J+88jz4/OzqZtN/vJxneWtBzhalUWnPrz3lyq1uR2Uvi0Z7ccBGnFKEoJJfvXGV6i/k5fdsru/NzdL21PsH/ggv8I/Gngb9onX/HniPRZNO8P+JP2XdVi0zUG1TRb1LmXWPHPwe1myVbLT7251C386ytJ5wbq3iWIJ5U5Sd0Rv1l/aQ/YG+AnxR+NXjP8AaA8Q+MPijZeN9c/4R37ZpWjar4at/DEf9meE9C8FW/2azvfAmo6om/SNPguZvN1ubdqDyyp5duyWifevwl+Fv/BP74F/BP4ReBPhXoX/AAi37YngL4b+Afh3+0NpX9p/GrW/7K1vwt4S03Rvi1o/27xHqGr/AAuvvsPxR0jTrb+0PA95eWl19n87w1fXHh2WeWX8Yf2/v+CgvhP4TeP/AIs/Czw18XP7A8eaB/wgf2LQv+EC1LVfsn9q6L4M8R3P/E0v/BepaNP5+jalPefvdRm8rzvs8fl3UaQR+LUqObbVm3Juy2V+yvf72zelokv7yWvW1l+J65BY/t9fs5eFNf8Ahj+wl8D/AIf/ABm+B3iW11XxH4y8YfFvxD4dtvFulfEDWdNHh/xDoelJ/wALZ+ESnR7HwhofhDVLF28JaoP7T1TUgdZvQv8AZmmfH/xE/Zm/bN/aw/sf/hq/4P6N8Nv+EB/tD/hAv+FXeMPA0f8AbX/CU/Yv+Ep/tz7f8QPiTn+zv+Ec8Of2Z5X9i4+36h5n9o5T7B8q+G/2+/8AgpH410i8sf2aPix/aXh7Uri40R4v+EE+A9n53jW8tYIWtt/j/wAG2t9H5ljdaCvnB49JTzMiVZlvCuLrX7R3/BaTwt9m/wCFneMvsP27zv7E/wCKe/ZRuvN+y+V/aX/Iv6HcbNn2iw/4+9m7f/o+7bNtzv8Au6lR1aUXTcV7KU0qs+ZxV6cH8SV7y1VkmdLlacY8s3zX95K8Fb+Z9G+h1XjX/gkd8MNOtf7S8Saz8XdOlu9TxcrD4s+Hc8Ueo3Ed3cTW8S2/g28cRqyThGLyLtQAzOSpbO8P/saf8EsPBkVp4N+Nn7SH7QXg3xTpv2j/AISbS9Msxqo077Y02q6N5F5o/wCz34k0+f7Zp11pVxL9nvL3yjdSRTfZ5o5YoNv4Wftb/G3wlr934g/4KA/ED+z/AIM6jo09t4Yu/wDhFPCV353xMu73Tr3RU8j4K+G7nxVH5nhW28Zy7tQhTw+mzZdsupNpSNR+Ndl+z1+1Lonia+/ZUi/4Tr45+Ov7G/4QOXf438Mf2p/wjF3pUPij5PiO/h7wfY/YfB/h7xEv/E5Sz+0/Y86d9o1S4sTPrCtXnSTbqOhz2i2v3bqJbKWzla+id7X03OaqqanUa5faezd7Nc3LZdO17a2PWpf2gf8Agn9+x58Dvir8Gf2Z/jt4s8fab4w8M+OfGVtL8T/Bvju61iXx34g8IHwrDo0F7pPwr+HumW+jSQeGNBaL7XZ74rq81CWfWPs7RxWXcf8ABIT4+fFD4tf8NC/8IB4f8Ja//wAI/wD8Km/tb/R9Q0r7J/av/Cy/sH/Ib8Sad5/n/wBm3v8Ax7ed5Xk/vvL8yLf+BHxp/Zp/aZ+H3i7TPC3xI8Ff2RrGq6DZX1vYf8JH4Av/ALRpF9qeq6dFL9q0HXr21i826sr6HY9xHcp5XmMiRvC7/vp/wb5+BNW+Gv8Aw1x/wmOlf2L/AG1/woT+zv8ATrbUftP9nf8AC6Ptf/ILvL/yfJ+32v8Ar/K8zzf3W/ZJs9WlCm6MZSlzVZJOMYOLikrXVRP3lK12ktNr6HlV+e6tbkXxXvzX0ty9O17n8omreHNZ0e3S51Gz+zwPOsCv9otJsytHJIq7YJ5XGUic7ioUbcE5IB56uk1jXtd1S2jt9Tu/Pt0nWZE8izixMscqK263hjc4SSQYLf*ckZCkc3X1VFyesnBvX4LuPTv1PjMYkpJJSSv9rR7I++v+CUn/AClH/wCCbP8A2f1+x3/60P8ADqij/glJ/wApR/8Agmz/ANn9fsd/+tD/AA6orSp0+f6HPDb5/oj6y07VYYJ2d1nIMTL8oQnJdD3kHHB71yvibSzrVlqUEC24a9mWVDcghcfbI7n95sjlO7ap6B/nxzj5q9v8ORaTBfSvc6Jp18htXURT21sUVzNARIBJbyjcAGUYUHDn5gMg+ceMpoimtizt00//AE6TyDbbY/s0Y1FcRReUkW1BH+6ATYAhxjb8tfOyjy28/wDgH1mM+F+j/wDST8vvinp1xovxI1q1kkjAs5dGkdbV5PK2to+mXBEaskQyVfkFVBcnnHzH+hX/AIJBaldzfs1eN2tLu7t4x8cvEqsgnkiy48A/DMltsUhU5UqNx5O3HQCv5+/i6zf8LD8QmYm4kH9klpJSWd8aHpuAzPvY4XCDJOAAOnFfsF/wTLvNYj+A/i1dL1vU9Htz8XNeL21hd3VvC83/AAhvgINOyW9xAhlZBHGWKFisSAsQqgLE+9RjLla5VGKd1Z7brfW17nkUP4r1vpLT7v8Ahj6+0r9ia38A+f8A8Jn4a+EOu/2t5X9m/ZdGTU/sv2DzPtnmf2r4Us/I8/7Za7fI8zzfJbzdnlx7vzj/AGyPjf4UvPDTfCOw0/xDbP8AD34knR/sn2TTYfDNtF4TsPFHhnyNDgh1ZjDZwlkj0yL+zbJY9PXZ5VsQLev6kf229P0vRP8AhWX9j6XYaV9q/wCEz+0/2ZaW9h5/k/8ACJ+T5/2WKLzfK82Xy/M3eX5km3G9s/gx+3l/wTkh+Dfwq0P9qO7+LkfjBPjX8S9Muh4CuPh2ulr4Yf4j+HPGHxDBHiWTxtrA1l9FGlto2/8A4R3STqIumv8A/QRGbGXxalWMZq7vG+q1vstj9Ayr4Kf/AG9/6XI/Ey8jg1fRJLq0hjia42eW80aJKvlXaxvuaISkZETAbWbKkA4yQPp39nXw3dy+CdUYvZtjxTerl2lJ/wCQToh/54HjmvD9d+H0+m2t1rtvr8qWMPkbNChsngtB5kkNm21k1DyVzNIbw4s/mlJB+YmWvoj9n7xANH8G6navZC8Mnia8n81pxEVDaVosfl7TBNkDyi2dw+9jaMZPLWrxinGNRShJqbSjJOEr25LySu4pLVe6+jPYq35HdW95dtV30/4c/vYvrzTdL8r7Rab/AD9+zybeBseVs3bt7R4z5i4xnoc44z0s+or/AGTYSxGeOOSO1aNFIUqj2xZF2q+1dq4G1SQMYGRXA6QhvftH2xjd+V5Xl/av3/l7/N37PNL7N+xd23G7auc4GOxsYhIwgfDwxxYjhdd0UewoibIzlF2oSq7QNqkqMDivIxeKet27aW0faPmv6SPD+r+2k16fou/kdR4fujKbRi0pDfaOHYnoJhz8x9OPwrorm/a1uoWSSeMoI5QYnKEMsjEMpDrhxtGCMEYHPFcmv+jQAw/uimdpi/dldz87SmNudxzjrk56mmpNLNJGZJJHO9Fy7s/G4cfMenJ46cn1rno1nL0vf5e7/l/WlpnlztbS6SS1Wy0/Q9X0PxTqR+1eVqmrp/qN2L24XP8ArsfduOcc9ema62w8T+KdFma6svEmvWMskZt2lsNY1G2maN2SQxtJFcRMYy0SMULFSyISuVBHkFjG483y5Xi+5nZld338Z2succ4znqa1bF7oSt515cXC+WcJLJIyhtyYYBpHGQMjOM4Y8+vtYXEK0Vfr2fd/1/Wnj18rlK/4vmXl5n0xF4+8Ypp9vdS+LfFT5trd3P8Ab2qNIxkSMZJa8GWLNliWyeTkmvqT9n34gaxeWdrDe634juzN4zggP2nUrqdWiki0VTE/m3rExks25MFSGbg5NfnnYa1NFLAkoluII0KG3kuHMTBYmVAUZHQBCFZRtIUqMYIBHvPw1+ITaG9kLfSjhPEFtd4h1A2wLqbAdEs2AYiFf3nJHHHyivoMPUTtd9uj/unlVMpqJNW7faXf/Efr3LqqDb5huH64yQ2OmesnGeOnpXW3dotxGqSJFIA4YLKodQQrDIDKwzhiM46E+tfEXh345SzfbPtHh6S52/Z9nna60mzPn7tu/SmxuwucYztGc4FejSfHK5dQBoU6c5yNek9CMf8AIMHr+letSrwjdy6W2T/yPPnlNdXaStGzfvR2aX971/rQ+h7qGeG0cRyeWqCNUEbugRQ6Kf*ckAFAHAAwAOBxWdbR3ryQublmQypuVppTuUOAwIIIOQCME4I618aeJ/wBqq6s7bU7NfCNwXtbj7MJ18VyRs/kXqRF9o0IlPMCkld7YDEbm6nyKX9rHW2vRHFoeqwI0kKqsfjO7CpuCAkKujqOpLHGMknnPNdf9u0IRUOq68jvslvy+X9dOaFOpB8jtor9PJd/L8T9SvK9l/wA/hXyl4y+M2l+H/wCzfP8A+El/0v7Zt+yfZ/8Alh9l3eZv1SH/AJ7DZjd/FnHGfmq5/aY8TTuHjj12ABApRPGOoYJBY7vlsUGSCB07Dn0+RfF3xN1rVf7P86bVP3H2vb5ut3c/+t+zZ27o12/6sZxndxnpXNVzelVSUXLTfSX923Rfyv8Aq1u3C0pptys+ZR7dn/wPuPu/Vv2ofD8cF1En/CdJLHII96fYlAKTqrbWHiAMAQCBwMg4IGTX57ftN/GT/hLPD3xitba/8VeRrngDxDpqQahdfuW+1eCZLBku449UuUNu7lvNULNuhY5jYkpXNw6ve6ndfZ2uLqP7S8jl2upZcEB5uVJTcSVxksOTu7YrwT45X0ml+Efic/z3Eln4H8RziXzWid2j8LXE64bEjIRwqtliuAwHavGrSWIe/nr/AMN5/wBdPpMJSTS5Y9VqrJ7Q/wAkfmBbQ/2PGbZwoMjmf/RuI8MFj5yIjvzEc/KeNvPYd54r+Ek3iD7B5dt4bb7J9qz9shY4+0fZseXt02b/AJ4nfnb/AA9e3l3gvx1b3Wl3El/oEOoTDUJUWa8u47iVYhb2rCJXmsJGCKzO4UMFDOxAyxJ8/t/FvjPVd/l+MfE9n5G3OzXdVk8zzd2M4vYcbPLOM7s7j0xz49bLZVG9rN66/wCHzXb+tLe3Sild9dPv/wCAepRXvg74R3E2peIPDtrdpmTw839haRpc87XvmCdpT9tfTQbUjTZvnMnml2hzBguY8y8+LHgjxHdSJYaHqkNpebPKtrrTNIjiX7PGpk3ww6lPEu6WB5F2hssVZtrE4+e7Ww13VvEGrJrnirVtbtTNf3Ednqs95f28Vx9tUJcJHd388YmSOSWJZVjVwksihgrsp7YWdnY6X9lhtLZbmL7t/HBFFON9x5h2lU8xcxuYTiblM5+U7a8+tlc6K5tO97ra1+/kenQqKnZtdF+cX+n9dOkv9d8K/wBsaew0QDBtD/yDdOzxdOeP31epeHfE3heP7ZnR5Ofs/TT9O7ef/wBPA9a8v8GeGItYurC+uZ45BBrNrE0M9otyJY4pLWYxs8kwwj+ayFCjKMkkNuIqz8dvD1xa/wDCK/8ACPatP4Z3/wBufa/7Giksftu3+x/s/wBp+xXVn5v2bdN5Pm+Zs+0S7Nm993E8NLo/vd/6/rY7li4uy/Cz8vL1/q1vjj49/G/Q9Nv9dtYo/E0ItfHOp2gW2SzjiVYJtYjCRBdWj2xL5YCKFUBQo2jGBq/CrxDoHjXw9oN3Npsl4NT/ALU3HWLOyuJZPsd9qMQ+0lprvfs+yDyctJtVYsbduF9i8YfsraVq/g7QvEGo+INPvbrW5dL1S6N74Qtru4e61LS7q9nmnu59ZaS6uGklcy3EiiSd3eV8MxFeIy6ZD4bvG+D2iCLSbuyx9l8YaVAmm3Nv9oiHiibyNMtDHLD5sU8uly+XrC+ZHJJcPlZGtTg8NJ7Pr1fkvP8Ar8t6eLird7ro9dv+D2/y9R1nw5qcVvdSeFbm28P2iWU7tb2E1xpSm+WOVjdiLToBEZjELdPPJExEKKTtjSqfgOLWLf8AtX/hK9Rm1/f9h+wfary61X7Jt+2favL/ALSC+R5+623eTnzfJXzP9XHXCjQfE2hxPFc+O9d1ZcNdOJ5tQRZItu1rZlk1a5BRxC2ScqRIQYzg7t3wy93c/bc3tyuz7N/y1lbO7z/+mi4xt981zVMNNX1002fp5nQsZD0+T8uy7f1tbFXxN4CuTs03wulnOBveVdE0a3LRDho98FwzkF2jbaRtO3JOVFY+j+HpNe8SJbwrZfZ7+4vpoYLsHyVh8m5uokkiWCaNTGiLtVVdVdV2nADCC/8ACQtYVkgv/KcyhC0Vp5TFSrsQWS5BIyoOOmQD2FeyaF9j0nTNJu0sLaS7ttOs1a6WOKG5lke0jglmM4ieVXl3u0hLuzbmVmbcScPq0rf8H0/y/rS2zxkLPTS3b08vL+tLVk+CsDoLyfSvCE23MkjSWKSSusROQS+lHcdqbVDNjAAyB0o3PhbwzoTi0uPDmgs8iC5BtdI08x7XLRAHfbwnfmFs/KRt2/MTkDQ8TfFufTNE16zi0iUywaPqJju49YeGRJJLGWZJEC2DMjxM42ssu7KBgVPTwTQPjmyWco1Tw02t3H2lyl1f64Zpo4fKh226vcaTcuIkcSSKokCB5XIQEsWylhpK139zt1Xn/X4rmliYN3Xd7rzT7f1+K7K6+JHhG3jDw6PqELFwpaLT9MjYqVYlSVvlJUlQSM4yAe1Q2vjOO9nj+wS6rbPPukt2LiExRlGk2kw3TlD5WUwmRztzt5rwubxBBeKIhpUMW1g+7zUfOAVxj7Mn97Oc9unPGL4Tg1SPxpa3r65fzWJudUkXSWluPsqRTWd8IbdVN00Pl2u9DEBbhR5SbEj42z9Xl5/f6efl/Wlp+sR/penl5f1pb7J0DxFry6hpPn63rEumjUbQ3NidSvXhntftaG5ga2ef7PIk6eYrxSfu5Q5WThmr2u68V6MsiiGzuol2AlUt7VAW3Nk4W5xnGBnrwB2r4kOpagniG2EV9eQwi+0/EEd1OkQGbcsAquqAOdzN8vJYk5JOe/u/EN5BIqM9zKSgbcbyUYyzDHKt6Z69+lH1eXn9/p5+X9aWPrEf6Xp5eX9aW+mdOs9Y1/zvsGoPD9k8vzftN3dR7vP37NnkrNu2+S+7dtxlcZycel2Xwt8RxW1tf3d9pFxDdW8LorXN9LIHnjSZXdZdPC7toYMwdjubAJBJrJ8H6T9k/tHFxu8z7J0i2Y2fav8Apo2c7vbH41y/7RHxg1Pw/wCAdEs9Htr/AEu7sfE2m6dJqWma7cafcXUFtoutxOjm1tI5FinkhinaFp5UDxx5LsiuD6vLz+/08/L+tLH1iP8AS9PLy/rS0HjT4geGfhYupDxDpl/evoX2P7Y2jWen3Hmf2obU2/2Y317pxfYNRgE3m+Tt2yhPM2pv+PfiV8Wda+Iuu2mt/DTxB4u8I6Fa6TBpV3psuq3egNPq0F5f3c98LPQNSvrORZLO+sIBcyyrcubYxPGIoYWflYvE2reMfE632v3+o6tZ6jn7XpWr6jc6tbXH2TTzDB9oF6zxXHlS2sNzF5lufKkji2YaNHHpOn6Po/kt9l0jTLKPzWzFb2NqiM+xMyERwxruK7VJKk4QDOAALhhpXv0Xn/h/y8v0WFbEq3yV9PNeX+X+X1X4e+GeheCvtn/CU+HvC2r/ANp/Z/sP2XSbO/8As/2Pz/tW/wDtGwtPK837Xb7fJ8zzPKbzNuxN3H+IPiJ4I1ea58KeH9Au9K1DQr+aOeX+ytIsbI22mNNpssFrJZXssxjM0sLQRPbQx+VHlhG6JGfANf8AGni+f7J5virxJJt8/b5mu6m+N3k5xuujjOBnHXA9K5PRXvDqt5eNfXLXFzHcSzTGWUzSvNcxSyPLMZd8ju/zuzkl3+ZiTXNiMJUs3pb5f3fM5aWLhon012ff0/r8D264s/FQu31mw124tNJ+XyrKLVNRt5I/3S2sm23hX7Mm+53ynbL8ysXP7xitej+CoPtlut9rgTVr221QeVd3w+33UVvClpNHDFcXYaWNI5WlljjV1RZJHcYZ2Nct4OnL6fp0d2pvUP2zzFuG81ZMT3TJvWUSBthCld2cFFIwQMejWhieWKztYY7FLmaOLNuqoqSTMsXneXGsQZ1BXupYIq7hgEfOY3CVfea2v3Wur8/L+tj2sLiqbtZPp3/u+R6fpt5pf77/AEIf8s/+Xa3/AOmn+1XoMV5pu47bMA7T/wAu9uO49Grx+3hfQN/nTNqf2vbt80GLyPI3Z27mud3mecM42Y8sZ3Z+XrbXWRq0jW0VqLFkQzmWObeWCssflkLFCQCZA2d5GUA2nOR8fjsLWk5Jaad1/LDz+R7+HxlPl95bWtp5vy8kdRd31l5coFuw+YY/dRDH7wej1itc2rkfuT6cxx+v+8fWlbT5LZTeSXb3MYw5tnVgjeadoBZpZB8hcMCYzkqMAHkSW91byOlubGENNIsYl+QmPzCqBgPJBOwncBuXJ7jrXztXDYhu1+19V316nrwxNFpJLouj8v7pYs72G28zy0kj37M+Uqpu27sbtrrnG44znGT61lfa2l+UPLx83zMcccf3jzzXUDTYo+uxt3/TFRjH/Aj1zVKSC3QArBCDnHEaDsT1C+1aeyr08Ove0tLr/fXn/X3NYKvS9qvVfZfZeX9afLQsbCaVLZg0WHhRhuZ8/NFu5+Q8+vXmob3TLlZJsSRDCg8PIMfuweP3dRQX0kboi71CDaoWVlACqQAABgAAYAHAHFbUTm4RWcnMmVJYlz94pyTjPA6enFeDL26qr3nutb/3l5+V9v0t7UKlJ0rqPW1rf3V5f1+XPQWV1sP75fvH/lpJ6D/YrRsraG483/hIoYta2bPsf26NdS+zbt/2jyvtyt5PnbYN/lY8zyk3/cStlNN3jKzbBnGBH9OeHHr+ld3Fo1nfbvLhtrXysZ2WsTb9+cZx5eNuw4zu+8enf9G4adVyir/Zjrf+5W812/H0t8Ln06cYvTVSf/pVHyXb+un81X7eenWdn4T+Pt5Z2dpabPHMzQNbW8UEsUcnxQ05AqGJF8v92/llUYDYSvKnB+Kf2cvB+tTy/C7xnDe2aW1p4u03VATcXa6mq6P4wbzDEUtTGLgNZsbY/alAPlkyRHO37V/4KEM+h+G/2i7ySR7+2s/iHex/YHYxQSK/xX0+2jX5jPGiwmRZEXyWAMaqu3hl+Zv2D/iJY+P/AIo/sv8AwNk8K2mnRfEb43fD34dSeInu4dQTS08ffFay0N9UfQ20y0XUl01daNw2nNqtmNQFuYDeWgm82L91yrC1p4BT9neH1hR9rzQXvexpP2fK5c+3vXs49L32/MsRi4Qr2T15ea1ntzvXa26ta9/0+pfjV+w18XP2xPFNh8TfB3iP4d2+maF4ftfAk6fEPWPE0WtG/wBM1HVfEErWq6X4R8T250s2/ie1EDPfwzG7W9DWcaCOa4/ST/gqj/wUd+CvwQ/4UT/wxj4a+K/7Kv8Awk//AAs//hZH/Cj9G8J/A7/hPP7F/wCFef8ACH/8JP8A8Kq8c6T/AMJR/wAIv/a3in+xf7e+0f2J/wAJFq39l+V/a+o+Z+o/iTwx4I/YUvovhHe+BvCvxjl8RWkfxGXxPdaFpHgySxj1eafwyNCGly6f40adLVvCD6gL8apbrK2qNbjT4jam4uv897xB438d/Gf7J/wmfjfxbrv/AAjfn/2b/wAJP4i1jxV9l/tjyftn2H+1b4/YPP8A7KtftPkf8fXk2/m/8e8de5SwcrxqYmTWFpL95K7fs/aR5YWjG8nzVOVPki+8rLaXjlKLjBXnK2lrXtru0lor9T9WP2Mf26fF+jftIfE34k/FP4i/HHx14f8AGfhbxpe2djqHi7U/E+qrrPiLx54W1631TUrbxF4uisheiyi1GG8vor+6uhc3jxo88NxPMP1g8CfsbJ+2l8TtK/amtdA+FOr+CPiV9u2ad8VtKGoeNbj/AIQ7w/efDpv7etI/C/irSJfK1fwq0+l48Q3/AJekxadKfstyhsbf4s/YK/ZU8FeHR4b8d+JYPC/jy38T/BfR5P7A13wJpMsNje61/wAIdrP9ofa9QvNXS5urZIJ7LzvsFvNMt5NL5sQLwy/0Zfs/eG7H4DeEPCXx50+K01bwH4V/t7yfgRZ2UPh3wjcf25qeteDZPLngOo6NZ+VrOsP4xfb4Om+0anGyN5d1OdUTx8XioRc/Z3UYtpb3aS0ffVL+um9HVRb6yT/J+ex5p8L/ANh/wt8CpLDxTf8Aw/8AgnD4W8H+I7Xx94h0bwl4V06OTUtM8Ptp+o6tFa6dN4S0jTrzVLzTtIe1hjvri2t7hhbQXN5DAC8X01rXgD4J/thfZv8AhVfwl8BeHf8AhXfnf29/wm/gPwlpH2z/AIS7yv7L/sz/AIRyy8T/AGj7P/wjGo/bftn2HyvPtPs/2nzZ/s/I/Gb9pmPxZpmu/tBab4ETwz4Q+Evg7VNX8QfBax8RLJ4b+JMHgO31Txtq2nazfQeH9P0y1h8Y6Zcx+E9Re98I+IEgsLdJrm31W3I0xOG/Y5/bG0f9vH/hYv8Awq74Oab+yJ/wqr/hEf7c/wCEB8TWuuf8LC/4Tn/hJ/7M/tb/AIR7wd8Lfsv/AAif/CH6h9h+2f275/8Awkt59n/szyZ/7Q8WeN1ervpq/l/l/Wlus/Nb47/sRX+meJ/F0XjzSvhN4q8GQ+PtftdC8M3djNrmm6Rcx6hrC6ZNZ6LrPhOPSrAWGlR3mn28lmBJa29w1pbqLaaXH47ftJfDLxt+zn4j8Z/FnwJrth8PvCHg7/hHf7K0n4Y6nq3hTV9I/wCEhsdC8NX39iWGjWGh6ZYfb9T1y8udS+zala/ara91Cabz7i5lgm/sw8e6Fo/hyz+1+JdK0zx3I+rfZLg65YWsr3OotFeSy6zNJfx6u0l7M0E/mO4edjeTM1yxL+Z8M/tD/DT4TeLfAvi/V9Z+E/w71DTdQ/4R/wC06Dqfg7w1qdlN9k1jRLWHzxdaQ0E/lz20V7F5lmfKmSPb88ay16OAxic6am5ypKcXKCbV1zQ5uW90pNcyTt1+7mrLSo1ZS5Gk7f3dL9Wr9D8IP2GfjT4M+Odpo2lfFfSNc+KXj7xD8XtO8EeHfFfxMsNK8b3el6dq0XhG20nSn13xJqur61Y6FY61q+o6k1jYxzwW0moX95bWkl3dzrL91/tifGjwP/wTn/4V19t0TWtA/wCFxf8ACXeV/wAKN03SNK+1/wDCvf8AhGN//CUebqvgfz/I/wCE4T+xNv8Aanledq+fsXmD7XraL8D/AIceAfD+qfHrwR4M8E+D7P4Nm9+IJ8C+FfBmheHbbxJqfw8sovGZY6xpFvaRaRf6xFZ2mjnVv7C1S4sI7W3uvKvlgis1/KP/AIKKftBS/t6/8Ke3+F5Phb/wqn/hYON3iBvHX9u/8Jz/AMIRnGdH8If2V/Zn/CHDP/IR+3f2h/y6fY/9J+wwbozqKSUo0m24pu8kuR2u0tXfy6nkVudU19qWl7aJ6xvvbofit4k0K50yxiuJmtmV7tIQIWkLbmhncZ3QxjbiM5+YnOOO44qut17VZ76zjikMpVblJBvneUZEUy/dYAA4c89cZHeuMJOTyep719RhFaFm77/pofHY9/vbeSf4H6Af8EpP+Uo//BNn/s/r9jv/ANaH+HVFQ/8ABKMn/h6R/wAE2OT/AMn9/sdd/wDq4j4dUVvU6fP9Dlht8/0R9y6tB5Vujbt2Z1GNuP8AlnIfU+lclf2Oy0lufNzny32bMf6yVBjdvPTd12846DNdld3O+NQ5jUbwc5xztb1Y+prl/GN4U8K3/lGJ3VLEKudxOL60B+VWBOBknHTGelfPz6fP9D6zGfC/R/8ApJ+XXxylz8X/ABJBt+/N4eTdnpv8PaKM7cc43dM846iv3h/4JL6L9o/Zz8aP9p2Y+NniNceTu6eBfhuc581f73THavwI+LDTv8U9ZuniK4uNBdjscRgR6NpPJJzhQFyxLcc8iv6B/wDgkvfu37OfjQr5TD/hdniMZXJGf+EF+G/GQ/WnjW/Y0EvhdODl/itG3T9UeRh7e0ff3vu0Poz/AIKQah/wvH/hTX7n/hF/+EX/AOFif8tP7b+3f23/AMIN/saR9m+zf2R/08ed9o/5ZeV+88f/AGQfg7/a/jm/0z/hIvs/2TwDdSef/ZHm+Z5GseGbfHl/2nFs3+bvz5jbdu3BzuHuH/BKhfhf8Tv+F8f8Ly8eaP8ADX+xP+FX/wDCL7/FHh7wd/bX9pf8LE/tvH/CX/2h/aP9nf2fpGf7O8r7H9vH2vzPtVtsvfDT9nWD4bftUfHL4g+IbDxx4c+FHibVviZa+A/iV4ptU0fwR4ystZ+I1hrfhe58OeMb7RLHw34h/wCEh8N2M+v6RNo17cQ6tpEFxqmnLLYRPKnyleVlzN697eh+gZV8FP8A7e/9Lkfi1+3L8Htn7YfxR8Pf8JFnH/CE/wCl/wBkY6/C7wjff8e/9pn18r/Xf7f+xWd8KPh3/wAIx4dvbD+2Pt3na1cXnm/2f9m2+ZY6dD5fl/brjOPs+7fvGd+No25b6x/bm+E3h2P4r/FH4o+GL3W9cjH/AAhP2G/tLix1Pw5dZ8N+EfD1z5d1p+mhZ/IY3ELeTqH7u/haOTmN4K+efhO1w3h29NzC0En9tXICNG8ZKfYdNw22T5iC24ZHHGOoNediMbWnD2MpuVNWtHlgvh+H3lHm09Xe2vc9iqkoN9W0f2+3PxS/4TPZ/wASL+zf7N3f8xP7Z532zb/1D7Xy/L+y/wDTTf5n8O35t7SdT8xlHkY/0cH/AFue8f8A0zHrXI+EZYPBn9of2RNHdf2l9k+0fbpEn2fY/tPleV9lNrt3fapd+/zN21Nu3DbtvTibrUru8l+VrsXFw2ziPfPcJKwj3bjsyx2gsx24yx61wNe1dum6/LS254sMTGhJ3W9lvbs7bM7lJ/NhHybd2f4s4wx9h6VYtf8AWxf9do//AEJaNPEKwQhpVUDzM7nQYy7nnNbls9sGQCeM5lX/AJax+q+9aRhy99rben/A+82jmEJPTRb7p/obVjJs83jOdnfHTf7H1q1Pe+Sgby92WC4346gnOdh9KjiMR3YkU9OjqfWqpso7v925kwvz/uyucj5eco3HzHt1xzXVSbXLbTVfmP29OVuvbX/L+tPv7HSIPts1ou7y/Pj35279uYGkx1Xd0xnj1x2r0XTfD+YjJ9r+5MTjyOu1Yz187jPToa860eOOzks3VzmGIIPNZcf8e7R/NgLzg+o57dq7aHXpoImjj+yMGLN824nJULgbZgOgHbOa9OliVCybvp5f3fL+vuNF7Oelt+l35enc6Nrb7Jj5/M8z/Z2Y2f8AAmznd7Yx3zVZ9Y2DP2bPOP8AXY7H/pkfSufl1i4n27kg+XONqyfxY65lPpxT4443YgsemeCPUex9a6frzUZRT6LtpfX+V33B4enKM3p7yVtX00/m8zT1IfaNOlk+55whkx97bvljfGflzjOM4GeuB0rgmttl2rb87ZImxtxnGw4zuOM10jxWbMyNcKPmII82IMCD05HByMHIpywaYgBN6ileTuubcYwc85AwO/0ryJRrSlzXeuifKtr37ef9aX+cq5cnUu9Lf4n9r/F5/wBXKiXGwY2Z5z97HYf7J9K4i91Db5f7nOd//LT/AHP9iu/ludKjYL/aNqMjPzXdtnqR/eHpXC31zpx8rF9bH7/S5gP9z/aqoOrBrW3fRdvTz/rQ2p4Fq3VO3f8A+S80ZOoavssJT9nzgRf8tcf8tYx/zyNfNnxiP2/wP8SH/wBV9o8EeJo8f6zZ/wAU3dxZz8m7puxhfTPevoe4urMiRFurc/NgYniJOH9m9B6V85fGW7Y+GPiLbw+XIr+DtejQrl3YyeG5xhdrYZtzEKAp5wME11Qxnsvievy8vLy2O+jhlGz3Xo/7um/pqfkBbp/ZaG3z5+9zNvx5WNwVNu3MmceXnO4dcY4yaXhC+/5CP7r/AJ9P4/8Ar5/2Kz9e06V7yMyQ3KN9mQAeWy8ebMc4ZCepPPTium09tJ8PednUbeH7Z5f/AB/XdtHu+z7/APVf6jOPP+f72Mp93PPVHNqcd99L6ry/u+f9aHfTVr/IrNpfn3dzP5+3zpZpdvlbtvmS79u7zBnGcZwM9cDpW34Wl/srxLYtt8/yPtXGfK3+bYXA9JNu3zPfOO2eOB8T/GS60OA/2dP4YuTHffY1E0sk2YES4w5EGqQ/P+5TLDCfMflGRjyjxP4m1v4haNfRRWEF9e6v9m22ug2t3czS/wBn3Vux+ywLPeyvsisjJPgS7USZzsVfk58VmtGrGy3SXVdItX2XVmqpyqaR9f0/VH2p4i+In9lJOv8AY/n4sJbjP9oeV0E42Y+wyf8APP73v93jmt4A+Kv9pf2t/wASHyfJ+wf8xTzN3mfbf+odHjHl++c9sc/D/g7wpf6dbCy1rTdX0l59S3tHf2c1hN9lljtYjcKl3bIfLykqrKUMe+NwSdjAdD4n8C6ddfYfsUmp3ez7T5v2d4J/L3fZ9m/yrRtm/a+3djdtbHQ15UsbC13rbzS7eRpDCTvqtejt/wAE1v2kfjV9t0mXSf8AhGvK+w+N3H2j+2d/m/ZbbXbb/Vf2Umzfv3/6x9uNvzZ3C78I1+0+AvD/AI7zs3/2t/xKvvY26zqWj/8AH98uc7ftP/HmMZ8n/prV/SrvS/CWn2Et9qFpp0aWNrpwk1e7t7RPNWGNhCWma2X7TttnJjyGwkp2YU7fW/B/hzTPEzad4q+03M2m3v2v/iZ6fNbyaQ32YXWnfub3yLiA4nt/s8n+kPi6DxfK42LzyxsLd7a7pfobxwk7q/lbTrdWH2a/8JFompXWfsexLy08vH2jO20WTzN37jGfPxs2/wAOd3zYHjXia2/sD7F8/wBr+1/af4fI8vyPs/8AtTb9/nf7O3b3zx6f8StXi8GvcafpE9pdQyaDNqBa+lWeX7Q5v4TGptZbVfL22sRC7C+5nO8gqF8h8H61P4y/tH+0hbQ/2d9k8n7AHj3fbPtXmeb58t1nH2WPy9mzGX3bsjbjLGwd+2ml1+dvmdMcHNrXe/n5efc800TxN/aV1JB9i8nZbvLu+0+ZnbJEm3b9njxnzM5yemMc5HoPjOXyPAN1c7d2LTR22Z2/6y+09cbsHpuz93nHbNO8TeFdP8P2EV5ZTXssst3HbMtzJC8YjeGeUsBFbwsHDQoASxXBYFSSCOb1XUbi60J7CSONYTDaIWRJBLiGWB15Z2XJMa7vkwQTgDgjneNg79u11+djX6pU/pHyXqsX9o+JDJu8n7Rc2EeMeZs/dW0Wc5Td03YwvpnvXc2XhPfEx/tDH7wj/j1z/Cn/AE8j1rptUmht7a+txLH5i2s4WN5F80s8DMq7MqxLFhtAXJBGM5rK8N6RJqljLcNDdsUu5Ic28bFPlhgfBzFJ837zn5hxt47nB46HTS2+qf6CeDqPdfn/AJnn3iC2+3WcUW/ytt0km7bvziKZcY3J/fznPbGOeMHQIdusWsG7Ow3Ee/HXy7acZ254zt6ZOM9TWj8KfO0HxDeXmoxtp0Emi3Fss+pI1pA0r32nSrEkk/ko0rJC7qgYsUSRgpCkj2zwj4rtLvxva2jX+k+U91qoDR3UW8rHZXzqQTcspzsGTtIIzjHUL67Dv+X+QvqU+35/5np/w+0L7To+gv8Aatnm3Ui48jdt/wCJrOmc+cuemeg9PeuS+NHh37N4psI/tm/OgWr5+z7euo6qMY89v7uc579K9EufEkNhemS3utOk+yvFPF5kysrPGqSgPsnTK7xghSpxxkHmorr4i2l7Isupal4es51QRpF9sit90QZmV9k98znLtIu4HaduAMqaPrsO/wCX+QfUp9vz/wAzyuf4i+Rs/wCJPu3bv+Yhtxtx/wBOJznNeceJ9H/4SSE3H2j7F9rvzqWzyftHl+etw/k7vNg37PPx5m1d2zPljdgem6x4s06H7N5Wp6O+7zt2b2BsY8rH3bkYzk9fSvTPG/xU0qz+HPhNINc8KvPGdBhlhfU7Znj26Fdhw8aairoyOoVtwG0kqRnFH12Hf8v8g+pT7fn/AJnB+BLT/hHvBulJ5n2v7J9u52fZ/M+0areHpum2bPO9W3bf4d3G/L4i3MD9jxx/z8e5/wCmFfJvibxfqHiXxFewQRWF1Z3v2bbcaak04k+zWNu7eTKlzPE22WApJgPt2yKdrAkaWh3Eum2kkEqLAz3DyhLlWjkKtHEgYKzRkoTGQDgjIYZ4wOihi4Sdt3qt15eRhWwU7bdF37+p6LqGv+b5P+ibdvmf8t85zs/6Yj0rvfCl150iHy9u7Tlf72cZa24+6PXr+leMR6W82cxXXy4+7Ge+ev7s+nFereDlS3nVXbZs00R/vCFIKvajBzt+b5TkcdDxW9apBx3/AK07HBDBTUl0+Td9Vpue/aA26O0XGM+fz16NMa9DsLXfCz78bZTxtznCoeu4evpXCeHL6ztrKznku7aMJ9oy0s8SIu6adBuLOuM7gBkjJIHfFXtX+J+m+Fre5vE1nwwkthZzarGuoajbqhe1SWVDKBqf*ckty1uA+1kJAcCRTyvjYhU583r363v38z0KVCSa9F0/w+f8AX3HtXhST7L9v437/ALL3242/afZs53e2MV2euar5tpGvkbcXKHPm5/5ZTD/nmPWvzc8bftA33xD/ALM+z3Hg3UP7I+27/wCwJZrvyf7Q+ybftezWr3y/M+xN5GfK3bJsb9p2d/8AC/XV8Ka/eajezWWnxTaPcWSzatILW2aSS90+cRJJLNbK07LbO6oHLGNJGCEKSvz2Jw8Hdvy7/wB3+8d1NTWne1tL/p5/1ofXemw+dqMTbtvmNM+MZxuilbHUZx0zx64rsmb7DaXJx5u2Oabrszti+7/HjOzr79OOfBfEP7Tdn/wj9zo9r4g+HU88Ednax2yarFLeN9jubYMGhj1/eZESFmmAiG3a5KqAcYfgf4hN4v1fRrm5uNE8v+39O06STTpj5SRfabSRyXkvblVmVblmJZtoXYSmMlvGnhIS6aadZd/8R2xqzSV9fOyXReX9XPoLTdd3+d/ouMeX/wAt89fM/wCmI9K6y3k+0OUxswpbOd3QqMYwv97rntWtFZ6Pc7vL1BZNmM+Vd2r7d2cbtqtjO04zjOD6VsxWNrExaKV3YjBHmRtxkHOFQHqBz05rHEYSEaFrdH1l/Mv73mRSrTdZbv3o20Xa+1ihDYcRv5vVQceX/eX139s+lStJ9nyuN/l85ztzxu6YbHXHf1qSeSWNXCJnacLlWOQGAzwRnj0qpFE9xJGXRwZHRWCqRgFgnGQ3OPXPP5V8TiacY1U/TuvtPzPr8LGTp/dp392Gvlvt/wAAG1nyjt+zbs8587Ht/wA8j6V71Po3/CT7P9J+w/Yd3/LH7T5v2nH/AE1t9mz7P/t7t/8ADt+by6z8N2txEzyNeKRIVAUxgYCqc/NAxzlj3rqbPU9U8E+Z/Y9mt1/aez7R9vt7ifZ9i3eT5X2WS027vtcvmb/M3bU27MNu+04bqwjUjb+WPX/p3V9e/wDWh81nuHnKDa77f9vUf6/pH84X/BRDVf7B8K/tGxeR9q/s34h3Vpu83yPO8n4tada+Zjy5vL3f6zZmTH3dx+9X47fsk6h/a37aP7LV95P2f7R+0p8Bv3Xmebs8r4k+Eofv7I927y933FxnbzjJ/aL/AIKA2mj694S/aEk1vUUsP7S8ez3d+Y7u1tVtriX4q6bdPEn2tZvJUXOIgkxkcKdhYyfNX5HfsdHT/CX7dP7JWo6HeRX0GgftR/s86tZXF1cQ3NrNLZfFDwbqGLmW0+zJJAtyjxzCF4WWNWTzEkUuP6J4YrUPqlR8kvbe8ub3uT2XssO+W/wc3M72tzW1va1/yjH4Or7ZapRSUmv73PP5rT5eR+3f/BV7xP8A2F+0T4MtPsP2rzPgv4dufM+0+Rjf45+I0WzZ9nmzjyd27cM7sbRjJ/DP9nvVP7Z/4S79x9m+zf2B/wAtfO3+d/bX/TOLbt8r/azu7Y5/pt/4Kr/s+6n+2L+0N4N+Jt74e8e6nLoXwZ8PeBFuPhhpNxe6AkemeN/iJ4gEN5LLovidl1hW8Tu9xGL+FRZSaews4y5muP5uv2cvFV1pf/CY7RYr5/8Awj2ftAkGfK/tz7mLiP8A56fN1/h6d+3GVKbwk2qd5Whyy52uT36d9FdS5lprtuYUcPUjOMr2WratvdNb9LXvpvsf2Y/8Ex7H/hUmneBfiB5v/CQf8JF+zt4Y03+ydn9lfY/7Xg8A61532/fqX2j7P/Zv2by/sUHm+d53mReX5Un23+0R8Qf+Fa+FfGH7V39kf21/Yv8Awj//ABQX2/8As77T/aOpaJ8N/wDkafsV/wCT5P2/+2f+Rcl8zyv7O+Tf9uT4t/ZP+K+veFPg/wDB7VtBtdE1C/uvgt8PrSa3uYL27iS3n8L+HLmSRYrLUbaZWWa2hQO8jIFdlZSzKy/ZnjD4OfAb49fBfUfHXxJ+Jcnhr4m+K/sn9teDtC8ZeDdG+xf2F4rtdH077L4e17S9Y8QW32nw/o9hqk/2u8ufO8+a+g8mylhii+AxlbSa3V35a8r8j16OiS81+h+Hf7QP7c//AA1F4/0P4G/8Ku/4Qb/hdvh3TPgt/wAJR/wm3/CTf8Iz/wALJ1rWvCH/AAkv9if8Ij4f/tr+xf8AhIP7R/sb+19J/tH7J9k/tWx+0faYfg39pb9iD/hiH/hCv+Lnf8LO/wCFnf8ACR/8yX/whf8AYn/CF/2D/wBTZ4s/tL+0v+Es/wCnD7H9g/5evtX+jfrD+0B/wSq/Z48f6fr/AI703xn8ZdWuvDngTVbe1Ph/xF4Hv9Ja70iDWtYgtrwwfDu8kadpLyP7RDHeQSG2kh2LEziVvzQ079jbT/hf53/CI6b8UNX/ALc8v+0P7Ts4b/7P/Zm/7J5H9meF9P8AK83+0LnzPP8AO8zyo/L8vZJv+eqV4pybk1K65Y8qaa0v73Syd9tbeZ1n19/wTF1b/hlP4p6h8dfs/wDwnn/CffBW78N/8It5v/CL/wBk/wDCU+IvAHjD7b/bfl+Ivt/2D/hHf7O+z/2RZ/avtn2vz7f7P9ln/V7xZaf8NL61f/E3zP8AhCv+E1+y/wDEk2f8JH/Zn/COWlt4f/5CW7Qftn2z+wftf/HhafZ/tfkfv/I86axovwf0m1/Zn+BR+GL+IfHHxHHgT4Yx+KvBWltbeJtW0C1/4QCL+3J73w54f0xdd0pdK11bDSbmXUf3djc3cdheD7ZcQ15L4os/jjoOi32k6B8KfFOpeMbX7N9k8MP4G8X3mszefd29zPnRbJYdUk8vS5ptQHlxrstYxdvm3V2Pp5ZV5pw17NadeeH+f4ehz1dp/wCF/wDpJ+D3/BWv9nj/AIRv42aHr3/CX/bf7E+BGmax9l/4R/7P9q/s3xb8SLz7N5/9tz+T53keX53ky+Xu3+VJt2nwj/gnN8b/APhXH/C4/wDimP7Z/tn/AIV7/wAxr+zvs39nf8Jx/wBQm+87zvt3/TLy/K/j3/J9eftzQeOvEvjOLwd8aPCWrfDfxR4q+FyaBYeGtR0HWPB/iHUdA1zVfF2l2up6To3isT6jdvd6jPqthYXsNrcWVxfWL2scM09rcxn48+BHh3wr+yR/wlXm60dB/wCFgf2Ht/4WfqWnaX9r/wCEU/tjP9h7oPDfn+R/wkg/tLH23yvO0/8A49vM/f8A6ZlVpQhdtP0391vvpp5Hk1vh/ruj8Qde8N/2PZx3P237T5lykGz7N5ON0U0m/d58uceVjbtGd2c8YPFnqfqf51v6hd3k8KpcW4iQSqwbypUywRwFy7EdCxxjPGegNYB6n6n+dfY0r9ddP8j4nGpKquVWXKu/Zdz76/4JR/8AKUj/AIJsf9n9/sdf+tEfDqij/glH/wApSP8Agmx/2f3+x1/60R8OqKqp0+f6GENvn+iPs2a+t79RDp0n2idWEjIySRgRAFWbdKsSkh3QYDFvmyFIBIwfFMbWnh29udTH2axRbMzzIRIyb7y2SLCRGaQ7pnjQ4jbAYk4ALDW1QaWtuh8Hcan5yif/AI+D/oGyTzf+Qr/o/wDx8fZfufvv7vyeZXNeKoteg8L3l14uXb4ZEdi1/Jmyb5ZLy0WyO3TCdQ5vXtRiFcjP73EIkx8o8RK39f5/1r3Z9Ni6rafutaPp/d9dz85fi1PoE3jXxHNa308srRWBgUxSqryrolgqK2+0QgGRQpJZRjJ3Ac1+2P8AwSa8XeGND/Z08aWmv6mbC8k+NfiO4jhSzvrgNbP4F+HEaSb7W0uYwTLDMu0yBxsBKBWVm/FD4hnwde/EHU4NN/ercz6PBar/AMTRN8sumadEF3XGwrumJXdIVUdchea/Rv8AY6+Bv7Yfir4Za7qH7PHhf7f4Kh8d6nZ6pN/bfwutdviiPw/4YnvY/L8cavb6scaTcaI2+3Q6cd+2JjcrdhXicRFYZQcK8Zy5JqVSCjBpWv7J3TcH0undbs8mjNxqOWjXveurW+u/c+pbj4UfFn9nzZv8KwRf8Jdux/bGsaFqe7+wNufs39h63B5GP7aHnfat3m5i8jb5c2f3x8X2H/Ccfsefs62HxlD+FPCyeFfhHqen6l4ZZJL6fXl+F1zDaWUqAeJ2Wzl0671SdydPhxNbW4N5GT5Nx0Xij4HfBL40/YfI8L/8JL/wjX2nd/xOvFujfYv7Z+z7fv6tpX2n7T/ZR6ef5Pkc+V5o8zzn9uKbxdD+zf8ADT4cfBNtuteCfGXg3RpNGxph/szw14b8B+LdCa2/tHxaDaXv2K7GlWvnLfXd/cf68Szx/aZq+ZxErry/4Y++yqq1GHlf0+N7a3/pn8/37Z/xN0jwv4y+JPwa8B3ttrWgWP8Awh/9lXesWOprrlz9p0rwt4qvvtF2I9H04eTe3F5FD/xLrf8A0OKKL99P+/l+f/hCniDV/DV9cyWNuGTXLmAeVJEi4Ww0yTkSXbtuzIckHGMcZBzh/tIx6roHxD8Z6t8Uh9k8W2n/AAjv9u3Gbafy/P0PQrbTP3Xh0zaY+/TJtPT/AEONtu7dcYuBOw5f4aeONYudCu38E6pv0oavOlwfsVqv/EwFnYGUY1a0W5/49mtOUHkc/KfM8yvPnQm4ur7ObpqXK6qjLkUnryuduVSs0+Vu9mn1PWrYjS2nR8vXfe19vM/uH0y707xL5/8Awglw+t/YvK/tX7THJZfZftPmfYdn2+LTPM87yLzd5Xn7PKXzPL3p5neWXnWEcRvEWGVYEhlXIkCThU8xAYmkyFZGAYMykDhjkE8t4g0zRvhf9k/4QyD+w/7c8/8AtL97dan9q/szyfsf/IVk1DyPI/tC6/1Hk+Z5373zPLj2Xk1f7dY2kstx5s80UFxM3lbN0kkIaR8LEiDLuTtUBRn5VAHHI5Ki9Om34Py6nzmIh7VtPTbb0XkzpJPEkMIaFJIi64wGhuD94hzkjC9Dnr7dasafr800sJRbdl+0RqT5cwwdyE/ekB6EdsV5/MheVpQMg7fmzjooXpkemOlaGnXIttm59mJ1k+7u4GznhW/u9PbpW1OtzbtO+vy089yqOETaXM/h7ry/unuNjq/+t80xr9zbhJTn7+ehbpx6VfbxDFbDzIXiZidhDxTkbTyTxs5yo79M8enlkGtR/P8A6T/d/wCWLe//AEyp1zqYEYxP/GP+Wfs3/TOumLi93a+2q/E9Gng4KK1b9Wu/+E9rstdmmaDKwbZEDZVJQcGMsMZkOO3UZxXS2mo27bRNIEYygAKkv3TtAP3WGc579uleQaRqaMLIGfJMCZ/dH/n3/wCuddTHfLvQiXo6/wAB6gg90rTlj/N+KNJU/ZrRu6S6+dtdEeqwyW8m7ypGbbjd8rDGc46oOuD0zVafWzZoJW8oBmEeWjlYZILdEbOfl69P0rmdN1Jv3377/nn/AMsx/wBNP+mdaVzbLdRiNk3gOHxuK8gMuchl/vYxnv0obs1aV776p6K39XMZYmdP3d1009H3X9ervaSee4cThEKTZlBGQCJAXBAZ9wBBHBGR35qjf3sVutyZ3CeVEzyfI7bVEW8n5Q2fl5wMntjPFcnPc+KLGaZg/ladBLJHEdunPstw5itx91524Ma5bL93P3jTBqlteDydQn8ye4/czr5Uib1k/dhcwRqi5iKrlCphu*kNk16lKpBxS8127LzOGWMqX+FPT+V/pIZLrWkzsHF0TgbeIbgdCT/FDnvWvF4etLndukuhsxja8I+9nruhP93jFYE+maPG4WGDapUEjzbo/Nkg/fkJ6Ae360tn4guj5nl3f9zP+jx/7WPvQ/XpVuhCbV9Pnp07p9v6uT/aFRWVl9zsv/JyXV9H0jTLO6vDdXYeBkBDlXQGSeOFgRHahjjecbW64JyM14r8SPDl1c+APHfilIpG0SDwd4mv5r0TWyhLTTdDvReS/ZmIvG8n7LN8iwNJJs/dI+5N30He2kd1pZm1WPfYzx281w29l3+Y8UkbYtmWZczGM4QDHRgE3CvFviTqzW3gbx1oUdxs8HSeEPElreWvlBs6Xe6HeHV089o21QeYJ7z5ophcJu/0VkKxY4a2BjKzv+Pr2j/XzOqjjZyW32rPTyj/e/r5s/Bv4k/FfwdoeuWloNYjxJpMFx++0zWJG+e8vouGhs1UL+54BG7OSTgivNPEV78SNb+x/2f4f0m4+y/aPOxPDDs87yPL/AOPjW4927yn+5nG35sZXPv3xA/Z50b4j6zba54E8If2zpFrpkOlXN1/b91p3l6lBdXt3NB5Osa3Y3Lbba+s5PNjiaBvN2LIZElVPH/Dtzrvin7Z/whj/AG77D9n/ALS+WztfK+1ef9j/AOQqtvv3/Z7r/Ub9uz97t3R7vIrYPld+Z/J/4f7h6tJ89k+y29H3uReCvhr4f8f6hJo2u3mr2mqW2nPqep22lz2cP2bUoZrS1vbdJrrT763ktobi9mjXy5pmbbGyXEiBmf1zwV8OND8GePtM05LvVf7I037Zi6u57Se5/wBM0W7nPmfZbGMN/pV0Y18u2G2PbuzhpD1Ws+GrP4c+EdA8YabZf2N4r1qPSrHXtR+0y6h9pm1HTJdU1SL7JPPfabD52pWMc++ztYkj8ryrd0gcxv8ALXjv41alpF9qtxB4l+z61b/Ydr/2NBLs82GzRvlfSpbRt1pKRyrY3ZGJQCPNlQmm1eX9W/u/182enTgqVpeS276PXbse2/HTVbXSdbSPw9KL6b/hF1uLZL2OYCTUPterrDA5C2SiF2jgDEsmN7kzKOU+cdP8c/FUed5Phvw6/wDq925mGPv4x/xUS9efXp2rn4vFnjr4h2s/iZ7/APti30wS6fPe/ZdH0/yI7OMahJD9mFtZPJ5aXpm8xLeRn83y1dimxGad4qGl+d/bF/5Hn+X9m/0Xzd3lb/O/49beTbt8yL/WYzn5c4bE+wk9Lv8Ar/t3y/q7OuNTZtK2/wDWp7bqlj4M+LegaX4Z0TVtRv8A4gWAsda8WaDaxvp1rpdza2Umn66ltfatpken3EFlrepRWcKW2q38ksbrNDLdQJJcj13wzc+Nfh18OLLwda6Rp7afo/2nZNqEsVzfH+0NduNUbzpbLU7e3fE98yx+VbJth2K+51eRuX/Z+j+FOn+KbzxDdDybzVvC1xJdXmfEkn2i4v8AUdFvpz9njLxRebKjS4jgjRMbECKQh774g+M/Cj6rq+maTqWbI/YPs8H2PUh0trK4l/eXNqJf9aJH+eT/AGV+XatCwyaalKz23S6ecTenVW/KrenXTXc8R8YeJdO1vU4LLxVcJpusX1jFp9naadBdGOa1ubi5it5DKY9RhSaS6luIsyXCKqxozxKvzvW0I+H/AAN9q3X1yn9qeRj7VHJc5+xedny/sdmmzH2v5vMzuyuzG1s1PE2gRa3K3iewtPtLaNYkx33ntD9mn05rjUE/0aaaITeSZUm+a3lSTd5Z34KDxTxNe+MtV+xfYJPP8j7T5vyaVFs837P5f+uSPdu8t/u5xjnGRnOeFhHaUnbfVfh7p0Rq31tpft/wT6H1/VZ9Rs4oNRSGCBblJUe3V95lWKZFU5knG0o7k/IOQvzDoYtb0HS7Dwm2sy3F2kYtNNmLs0bxj7XPaRr+7jtjNgmYBR1XILcBq4vx/beL9G0e2upU+zLJqcMAfdpk2Wa1vJAm1WlIyIid20AbcZ5weJ1Xx7rOoeGjoM+q+cv2awt5LX7Dax82cttJs89LND+7a3B3CbD7MbmDYPJLDxSb5tk3uu1/5TVVr6W/D/gnlXivxd4Zh8RX+mxakWvWNpDBC1pffPPcWVsYEMgtFiAdpUG4yKqhvnZcEjqPCPjN9H02e1k+yKZL6ScCSC6kOGgto8hoZNoGYjwfmzkngivHNX0CG58THVbi03yi60+Z7jz2X/j2htVDeUkyr8ixAbRH823kMSc9hAlqyEoMjcR1kHOB6n6V4tWcoTkk7rmktddnp/X+bOyFpRTaV9PyX9f8Oxni660mPTYG066kuJzfRBkljlVRF9nuSzAmCH5g4QD5jwx+U9RJ4Z0Oz0K603xdfS3MFusBu5ZWeOaBDqdm8C4t7eF7sq0l4qoo3MmVaQ7Vc15rDqJ1tjaxTfaWjU3Bj8vycKhEZfcyRA4MoXbuJO7O04yPaprC9vPCdrYJF5jNp2lIIvMiTPk/ZHI8wuo+URk5L84xk5wVGcmr36/5f1/w7FJpO1lpbv5ef9fNmquvnVtXt1sjDNpF7d2lv9qEc0U5hkaK3umVJmRleN/OVN9uQSinZIpBbzf4uapB4b8SWVjZyLJFLoltds11HLJIHe/1KEgGEQqE2wKQCpbcWJYggDutI8ParY6RDcR2flTWiXFxG/2i2fy5IZ5pUfa07q21lDbWVlOMFSMivNvGWk3fiDVIL3Wbf7XdRWEVrHJ5sVvtgS4upVTZayQxnEk0rbipc7sFiqqBrG7V7vf/AC8v6+bM5zstlfpv5eY61m0LVt/nXs6/Z9u3yY5Vz5u7O7zLV8/6sYxjHOc8YxfFsTatplvpmlg3TWl7E6gkQv8AZ4Le5txI7z+TGWzJGGCgMS2QgUHHqmo+DdG0vyf7N03yPP8AM87/AEy6l3eVs8v/AF91Jt2+Y/3MZz82cDHhzvr9vrmqxIdltFdX0UC4sm2xpeFYlyQ0hxGoGXJY4+YlqtQk+sl6/Ly/rXuzKVZX0St5f8Oa3h+3i0O1tJ7hnj1O1+0b7dyJYV8+SZFyYFIbNvMrjbPw5AboUrcuNSn1FxOiRMFURZRXQZUl8Ykfdn5xyOPxBrP06L7XJCt+vmSyeZ5ozszsVzHzCVUYVU+7jOOckmvW/C3hfRLrT5pJbHewvJEB+03a/KILdgMLcKOrE5xnnrXZh1ySVm72f5L/ACOXEV2lpG+3Tz9TsNIsluPtG0udnlZwyj73m4+8P9ntVg/aNKlknkjVYmZ4UZyH3bm3r8sT7gSsZOSAOoOCQKzL64vdI8r7E/2f7Rv835Ypd/lbNn+uWXbt81/u7c7uc4GOBvfFWsXc01rLf+YsNxIRH9ltV2mNnj+8tupOAxH3iDnPPWuycnZv+uiPOVabs+XT/C7/AJnpmq/Ee003R57MT2n2yHysQyWeoMP3l1HLy8e2M/upNwxIMcA/Nla+bfHnjTXPEeqwadDaabJoupaZFpep3cUc8N1bw3lzeQXjW4uL3/WxWk4lhY2twnmEZSXDR13Fxomo6zaPdrbfaXuduJPOgh3+TKsZ+QyxBdoi2/dXO3PJOTw+oeF9YtNTs/MsfLtlFvLP/pNq+IxcP5rfLcNJ/q1PCfNx8o3GuObd7X6fqbU6kr35X22fl5mX4a0/SfBf23+z7m5m/tL7N5327E237H5/l+V9mtrbbn7U+/fvzhNu3DbvVfEXxA8Tz2USXmn6RFELpGVoo7ksZBFOAp/4mUvBUsfujkDnseIvtNgbytkOcb8/vHHXZjrJ9a2vENpNNZRIke4i6Rsb0XgRTjOSwHcV51ZOS/X7tzspzT3Wq6+vq/JHGHdb3Umu6gPItpJZbqaVPnRDelgmyKMyz7WlnRVGHZQQXOAzV9D/AAe+IelaVBbeRdwPGnieG5ZprPUWIZU0zIxHHGSoWMHAG7k4PQDx290O5vNEFsbXzPMt7P5PPjTOx4JPvecuMbM/eGcY5zg+j/CfwFvsk87Ssk+IVX/j+x8ph07j5bwep9645Utdn/27t+RunHq/uaPvzwx8btNf7d/pen8fZv8AmG6z3+0ev0r6y0KfUb67kha3hAW2eT5CFORLCvV52GPn6YznHvX52WngG9g8z+y9J27tnn/6dE2du7yv+Pi8OMZk+5/wL+GvuLQNc1GxvJZZbryla2eMN5ED5YywsBhYXPRCc4xxjPPPHOLqy9i7pXS10+Kz63/I44VFHEq2qUo22e6V76/ceqSvpKKyXF1LHMh2TIqOQkqsBIoK27ghXBAIZgQMhiOaZCLRnjktJXlXepiLArudW6ENHGQN4K87eO+Oa5W3n/tG7Ad/ONy0krfL5e8lXmLcBNuSN2Bt9Mdq6SNUtIgAPLMIZx1faQTIDzuzzzjn0x2rwczyanCKqKTvptJf9PJf8++67n3WBqxdJX0+7+WHmdfZy6qImEVtCy+YclmGd21cj/j4Xtjt+NTaJrC659q/4SJo7H7L5P2P7DHL+987zftHm7jffc8qDZjyvvv9/wDg5qy1ucRNtuuPMP8AyxTrtX1irpr+PQtA8r7WPsn2vzPL5vJ/M8jZv/1Rm2bPOX723du4zg4x4dm/rap9ErP/AMFVnp9x4+c1YuLurav5+9S7vyP5qv8Agodb6pdeHv2j7W2to5LF/iNfi2m8yNJpLaP4tWD28jb502u8aIzhoUPJGxDwPyb/AGW5dI0D9pr9nS81a6ltJ9K+O3wjv7pPLknjijtviB4fuwxFtbzNIvkKsjJC7SHJRcP8o/Wn9vzU3v8Aw7+0JaaHP5t3L8QLz7HH5QTdGnxTsJG+e7jSIYtkdv3rBjjAzIQD+H3hHWrvwj8UvBviPWLn+z7nw14y8Ja9d3nkx3f2KPSdU03UhdfZ7WK5jufs9vAk3kRQTtLs8swyOxQ/1Fw7heXLlDncYTmqj5GlNuVCgmtY25LeV79T8wzKcY1IyULttRbkvcUXKbezVpK3XS1z+0/xb8f/AIzw6lAvwQ8K+C/GPhQ2Ubahqevw31leQeITPci7sIorzxZ4Xla2i00aTcJIunzRmW6mUXkjI0Nv+OP7UX/BPfwx8Fv+EG/4YquvH3xc/wCEl/4Sb/hZf/CzfEXgy0/4R/8Asb/hH/8AhDf7E8zQvhb5n9rf2r4q/tLH9u7P7NsM/wBmbh/aH7j/APBH+1+GH7U37NPjj4g+IE/4Tq80f45+JfBsWr7vEPhj7Pbaf4B+Getpp32Cybw9FN5MviGa5+2NZSySfbPJN0626RQfKn/BP/4XftK/Fn/hbX/DRWh/2/8A2B/wgf8Awh3/ABM/AOlfZP7V/wCEz/4SD/kRtQ03z/P/ALN0T/kKed5Xk/6F5fmXfmcWa1qmHc6VNKcVK3LJOSfK6dublcXpe68/mY1FTdJODvorSTTvrH4XrdE37BH7T3w4uNQ0f4L/ABa8SWfhfWPhn8HNP0LX7HRfD/iq6vtP8XeDJ/B3hTVdKm1K20/xDo1/BaXTalDJdaW89ndTW8U9lfyWrKZ/0AtPG/w58U/EyPQfDfiG41Hwtf7vsWpNp2qWuozfZfD7XlxkXuk2oj8vUbeeD97p0e6BPk3bknb580z9kL9nv4T+PvFfj+/+Hv8AYGv+IrzXdO1nVv8AhLPG+q/bNQ1fWo9a1GH7BD4m1Kyt/tF7pr3PmWtnBBF5PkwPFFIIn5Xxl8RPhD+z5q2pfFnxLrH/AAiPwm8I/Y/tuv8A9n+J9f8A7P8A7ftrXw1bf8Sqwsda8S3f2vxLrUFl+60258j7T9pk8mwheeL5qnhKuMlyunL35WSjGd7tqKS92T+1Zbt+fXjjWcNXay1v92r1S6H65eFdH0Bfhn4z0TSb29uv7Uh8RW6CbCytc3vh+3tFjSRrK3hQH93taVdisxZ328L8XeOPh3rvh7+y/sdhNJ9s+2+Z9qvtNfH2f7Js2eVNDjPntu3bs4XGMHPxjYf8FYv2edZ1PT9C+FXx8+02us3tppcVr/wqzxvD9p8Q6jcJZpB5/iP4cxSQ+dHLp0fmtNFYx7t5kRhOw9t0/wDba+DMHnf8Lp+Jm3d5f/CNf8UZ4qbO3f8A2z/yKfhQ4xnSv+P/AP7df+Xmqr8NxjrNVIyW6d01to06N0zRYltJp3XRrVP8fL+rs/WnwHH4e+Evw/8AA3jT4F3114x+M+teEfDOk+PPCfjFHHhnRdO1HRLPVvFE+lSxWfhBZLnTvFem6RptiV8UaurafdXTCC/GNRtvn/x7+038YvBnxD1Xx5qPhjwPbeL9N+w+dpktrqlzo6fbNDs9Gj3JZeLHnfdpl0lwPL1Q7bpgXwivbj4wf/gqB+yNqkaeE/gj8cPP+IGg7YvEFh/wrT4mxfZdF0tTpuqr9q8W/D+PRZ/I1qTSYc2VzNdy58y2MloLmQfmR+2V4v8A+Co2tWvxH/an+Fmo/af2Qbn/AIQ/+wvHf2T9niHf5Mnhf4dan/xTHiK2i+J67fifFqGj/wCmeHlzt/tC3z4eMF8TCZU6FaMdYWs053V7yg1vTV9tPmTOs5Jrvo/S1u59f/tZ6x4C/av/AGh/hr8W/j5rl54N8X+FPD3g3wlp2m/Dy0vbXQZvDWh+OPEniazv72DVtK8b3smpyap4j1m3uWg1a2ieytbJItPhmWS5u/zM/wCCnnwN0/xh/wAKQ/4Zvk1v4hf2d/wsr/hM/wC3b/SdG/sj7X/wgH/CO/Zf7csvB32n7f8AZtd8/wCy/wBo+T9ih8/7J5sP2r82fF/7WP7YY8U6Pqvi3x9+50+DT57uf/hFvhd+50q01G5uZ38rTPDm6Ty1+0vtije5f7qBj5a1+wP/AAS8+JXgD9pz/heP/DQetf8ACb/8IR/wrP8A4RH/AIl2teGv7M/4SX/hYH9v/wDIk2Ggfbftv9gaL/yE/tf2b7J/oXkefd+d+i5ThHGNK8oyUk23CTbj7j0l7tot2+45HyzfLK6aeidlzbO8e6XX5n8uV/cXU0KrPHGiCVWBTruCOAP9Y/GCe3Yc+uCep+p/nXb+IPD+s6VZxXGo2n2eB7pIVf7RaS5laKZ1XbBNI4ykbncVC8YJyQDxRVsnjue4r6dQ5JNLa3+X4nxeZQcK9rtrljr8l1sj74/4JR/8pSP+CbH/AGf3+x1/60R8OqKd/wAEo1b/AIekf8E2OP8Am/v9jruP+jiPh1RSqdPn+hyQ2+f6I+vPG1udH0q3ubQJZyPqEUDS2X+jysjW13IUZ4liYxlolYqWILKhxlQRzfifVDrHgaXSZJLmZp7LSFdbtzJbu1vdWE5MgaSUtzDuQmMneFJ2nkdxrlnLp9pHNrTJqNq1ykUcDFrwJcNFM6S+VdqkalY0lTep3jftA2sxHlXxG1Szl8D6vb6TDLp99t0xbe5ijitDCE1WwMgSa2kM0YeBZIsRr8yvsbCM1fFn02Mi+V6dH/6SfCHjnw6//CcX8NstlBctPpSW8yKYvJnfT7DyZVkjg8yMxyMrh0G9CNygsBX9K3/BGv8AaY+Fv7PH7MXjvwV8WvDHifxf4j1T48+J/FFlqWh6L4d8QWkGiXvw++F+k21jJeeJde0S+iuYr7RNSuHtorWS0SK5hljuHmmnji/mO1mXVLHxymr6lf3F5aWGo6NfX0X2q4uJri0s4rGaeFUuCkUryQRNGkc0iRvkI7qhJH9E/wDwTF0bw38VPgL4u8Q2OgaS0Nn8Xtf0Zjr+lWBvPMt/BngG+PleTFqK/ZtuopszOreb52YlGHfTFKqsPF88alO0LtR1pO0bU3J9e9tG18jyKUU6mq2uvXbX8Lf8Hb2HxF8X/iHpv2P/AIRb4gePvD3nfaPt39l+K9c0n7Z5fkfZfP8A7O1OP7R9n8y48rzs+V58nl48x8/dP7Nf7RHgD9om9s/g5BoniW+8e+CfAtvrXi3X/G+m6LdaRrOoeG5tC8La9qFtqqa3res6jqGo6zrYvYbvU9LtJ7u2e7ubyWC7YW8v5w/tI/C/xb4c/wCEM+x6tplj9s/4SLzP7Mv9TtfN+z/2Fs8/ytPg37PPby927bvkxt3HP6jfCX4Y6JoHwg+FfiHwRoHhbwl8QNU+HfgdPFHjXQdKtNB8ReIUvfDGm32trqviPSNPh1vVl1bW4bTVr5dRnkF/fW0N/dh7uGNx87W+H+u6Pvcqp6R66PT/ALff6/5n84n/AAVW8K3PhT9rH48Xl0bA+GLD/hV+/RLDzDB/pXw2+HcS+Vpslvbaf/yELlbuTLJ8++4G6fAb5q/Z909PEvgzU77QI7fTrOLxPe2kkEyCzZ7mPStFmeURWSTxMrRTwoHZxIShUqFVCfe/+Ckd7qWn/tc/GaDxdf3fiC1h/wCFd/2hb3F1Pq0N35nwy8Cvab4dTdI7j7PI9tIvngeU8KtFlo4yflLwTqV1caVcP4Nurvw3pY1CVZ7Gynk0eKW/FtaGW7a20qRreSSS3a1hM7nzmWBY2+SKOs3y/VJ+5Wcvaq1RTtRStH3ZU76z683ZrseriKT5ou8eXkXu29+99+bt0a8vu/upj1SU5/4SGe61np9j+1ytqP2br9o8v7dJ+5879xv8r/WeUu/7iVZstQSSd1i85IQjGKPhUjjDoERUVyqBFIUKvyqBgcVwnibWbd/sX2ZbiDH2nftCR7s/Z9ufLlO7bhuvTPHU03TNTCbHZrg7rdejc5PlnnMg9OeeteHi3ZXXdfoeM4+87rTT8l/X/BPaLeRWtkYgkndyQCeJGHrWXqF0IZAAZF/dbvkOP4n54Yc8fyrloNfRYFTdeZG7oRj75P8Az2/pWffawsrZ3XP+q2/MR6v/ANNTxzXDGvy6N63/APkV/X9W7KMUrW/l/wAl+J11tqbNvxJc8bf4z/tf9NK6gXBn+QNJx83znjjj+8eefSvHbbUc78NOPu/xY/vf7ddVHrKwEu7XRBG35SCckg95Rxwe9bRxlktXf172/r7+2nfCMuVaP+n/AMH+rM9TsNS8mWBS9x+7UodrccRMvy/vBx6dOO1d5o999q2ENMc3Sx/vDnr5X+23Hzfz4r54ttaElwu17sbi5GWA42secSntXe6FrqwIpd7w7bsSHawPAEJ4zMOeD/jXRTxd7K71s9/8P6/1ppnON9enVfM+ibMmPzMk87Ontu+nrWg+sxxDcTdcnHykZ6E/89R6V42njO3XPzanzjoU7Z/6eq6Kxnm1CZoUllysZl/fO23CsicYLndlxjjpnnseqFZ277adtv0/rt5tSN/n+ljqr7xvo1/BNo8NpfrekrCZ5YLUQmS1kWSZjIt28xDiF9p8rcxZdwXJI56LRNRvbqG8t7mGOCSaIojzTo48tljbKpE6DLIxGGOQQTgkgbOh+C7uHV7bVLs6ZPaMbid4j5ssrC5t5hHujktREzK8qM2ZMAglSxAz6PdanoWlaXeQPpgFxa2d3IJbeysxtYxyTo0bmSNwyhlIbClXHB4Brpp13out/wD5H/L+unLKl5X03X9f0vwyNI8P3BtnNybSd/PbDuXkITy4sLukhyADuOBxkk9Sa0rzQLPT/LzZacPO3/6m2iGfL2/e/cp/f469+nf5+8T/ABLFnfwxWl14gtY2tI3aO3n8hC5muFLlIr9VLlVVSxGSFUZwBXGj4rXV59/VPFEnl9POvZHxv67c6i2M7RnpnA64r1qFZuya6L8vl2/rphKlt19NO3/Den4fSb+ItLEj6bNa3EiQu1u0TQ272x+zEgBUafBRWjBjBjGMKdqkcc/8SYdBu/hJ8RZY9Is1ll8A+NBHI+n2QkVxoOqIjF1DMCrKCGUkqACORivnyXW9R1FnNrqGoxT3TGaOWS7njZdzecxd45XcMyblbbuyTgnBJrybxH8RtUm1u8+Fz6z4kfUNbNt4aTfqNw2hNN4otYIYBd5vjObH/iZxi+A0+VtnnhILj5RJ2pcy2vpexrSVrK1veX6Hy1okuoabaSQWF5PYwvcPK0VncTW0TSNHEhkaOExqZCsaKXILFUUE4UAcX8RPBdl8OP7H/snTtF0T+2f7Q+0f8I1Zxab9q/s77D5X237Na2PneT9uk+zb/N8vzZ9uzzG3/U+pafo3wjnTw3400qw1nVL2Jdbt7rSbG11G2j0+5eSwit3n1ZNNuFnW4026kaJIHhWOWN1lZ3kSP8/fib42u9E/sT/hKNQ1vWvtP9pfYc3cuo/ZvJ+wfaf+QhdxeT53m2/+p3eZ5X7zGxM8dbDqSul/V4enb+t17+H3XovyZx3jzV/EHi3S4dCstb1RGsNTjutt/qV6tmsVrb3lnthWKS5KupuUEY8lFEQcbl4VsOGy8HeE/CK65488MaV4ml0/P9q3H9i6XrV9e/atTNnY/vdZS2a5+zLc2af6TMnkw2+2HcIolbozrmjeH7C08UapYyXen6zHALaGC1tZ7xH1GH+0IWuI7iaGBSsEMiStHcSkSsFTehZxQPjbwh4nk/sn+xLiazvv+XPUdN0ySyb7Mv2n99b/AGu4iOJbfzY/3b4lCP8AKw3LwSwt5bbJP7uX+un4aemm3FJ+T/A881PUdA8baBrX/CstLXwbp9xpuo6R9jFjZeHojrktlJ/xMXt/D73cJBhu7CJrz5rsra7PKKQQ7vBrHxf4f/Z+83/hdOnXXjv/AIS3Z/wjX9lWll4o/sr+wd/9s+f/AMJXc6L9h+3f21pXlfYPtP2n7HJ9q8n7Pbeb99eHPhU+v6Jf614XtfDmjaTYTXUV3ZeQdOkmurW0gu550t9O06a2kMltNbxLJJKkjtFscLGiMeQ8Q/Dfws/2P/hN/C3hTxTj7R/Zn9p6Hp2ufYM+R9t8j+17E/ZftWLTzPs/+u+zx+b/AKmKuWrQ5Vfb+o+S6bfkum62XovyPmXwf8dfBvxr1a58G/CjS/EXg7XNKspteuL3UrHSvD1m+h2Nza6VLp0Fz4b1fVbtpGu9V06aO0e1jszFaySNMksEEcnqml6RrFxqUHhy8v1utefzfM1Ge6up4pNsEl8m+7lja8bbZqsC7oDtZREP3QD18jahd+H/AIf+O/F2oeGtJi8NO2ta/pKSeGLCy0a4WwbWHnWx32DWRFiDZQN9mD+SHgtyI/3SFPW/APxAzqek+Iry61u5T/T/ADGkm869f/R7yxTLS3uG2naBun4iUAcgJXl1ZqLbv/VjaG3z/RH1rZeHdR0nw3rOmXtxbTT3cOovG8Us8kISewS3VZGlgjcYeNywWNgFIIJJKjl/CvhZIft/2630263fZfK3RCbZj7Rvx51uNu7Kfd+9t56CuAvPi5Z3vizQNPil8RrDfXOlWjwSPELaX7TqTQMJ411J1eN1cJKCj7o8qVYcHs/HHxC0bwh/ZfnW2qL/AGj9t2/2bDarn7J9kz5269ts4+0jy8b/APlpnb/F51TE/Fr1X5x9P6+9dENvn+iPMPit8SLDWPD1nbWw1pJE1q3nJnEKoUWx1GMgGO+lbdulUgFQMA85wDwdl4X1W8srTUUubURXlrb3aCSa584JdRJKgkAt2USASDeA7DdnDMOTz8sDXiiKYrMqsJAs+ZEDAFQwVgwDAMQDjOCRnmvTIfHnh2w0W001tOvvtFjZWVnJJDaWPlGS1jhhkMTG8SQxsY22Fo0YqRuVSSBw1MTdtX6JfhH+unp1Wi0afmSW/gSaTRXuJY9Ilm+zXjGZ0d5SUMwU+Y1mXJUKoU7uAABgAVl6d4RlWBgyaaT5rc7WPGxPW2rltV+KFsJ7qztZdfgieMRRxI8cUKGaBc/u49Q2qrO5Z9qnJLHBJOaGn+M3MLZutW/1rf8ALY/3E/6eq8+SUm2+7f3u53wk1GNuqT/BHFfDXw8V127NxHZSp/ZM4CsnmAN9ssMNh4MAgbhnrzjoTXvpvdPsIFEtruS2RImSKCEj5dsQCKzINobGM7cKOmeK8p8LWdzZahNKZVXdZyR5ieQNzPbtz8qfL8nPPXHHp1vibSdUHh+8vY7xEDraSqVuLhZQs13bYyRHgNh8NhyOoyR1cY7WWl9fwuKUt22r2OuPjHQ4rCVGsbzasE+5VtrPaQRIxGDdAHIPIIwcnNefahLbeIZlvdMhFtBFEtq8dxHHC5mR3lZwtuZ0KlJ41DFwxKsCoAUnl7XQddvdODpqSfvo50Hm3l5nO+SP5sQvxkdieO3avS/AXh640/R7mHUzZ3k7alNKko33G2FrWzRU33ECOMOkjbQNo3ZByzAbxj2T/qy/r/IwlPa/y/C52114YvLTy/t0lnc+Zu8r5pZtmzbv/wBdbrt3bk+7nO3nGBXl2q6DaPcXIistPSb7XMZJPs0Sl/nk35dYS7bnIY7upGTzXunjSSS+/s37BI9t5X2zzcs0O/f9l8v/AFJfdt2P97GN3GcnHR+CvBKvMl5qdtpF/Dc6WsoSeEXT+dM9pKJXW4tCvmbTIGkDM+XIyQzGurll2f8AX/D/ANWZzXS0v/X9P+rM+V9C8G3l54ltUibTlhk8/bFIZQg2WExOUW1ZfvKWGAecHg11uteC/EtldRxafqlrYwtbpI0Vre39tG0pklVpGjgtUQuURFLkbiqKCcKMe+axZ6Ppuv3Fra6ZZ2txD5Ply2llawCPzLKKRvLeNY3XckjK+FG4swOQSTUl8T+HNJYW2saXNf3Ljz45lsrG6CwMTGsfmXVxHICJI5W2BSg37gdzMBvTtHfTTr0btf0M+V1Hpt/k/wDg31OBk8G6pJj7RcWM2M7PMluJNucbsb7U4zhc464GegrwXxR4a1Gyur1457WInVLmPMEs6NjzLg7crAny/IOM4yBxxx6pr3xj0D/RPs9t4gh/1+/ZDZR7v9Ttzs1TnHzYz0ycdTXPWPiHStdupWa0uJllR70C9gtpP9ZIhDMDPMPOxNgkZ6v85zzpJpxdn2/Nf1/ww1Qso6bf8DzX9drWXC6bcajYW0KS31yyReZuWK5nKnzJJCNqsyDq4JyBzkjPfM1XWHuNQtrbzrsyXEcMKM8hKAyzyRruPmswUM2WwrHGcAnivb5ItFewZV0u1EhxhjY2g6TA/eAJ6DH6dK46fR7KfXNLnjsrFY45rIMrW0QY7Lwu2AsRU5UgDJGTwcDmsJRv6kSjyu39dv0OWstEvJfN3ywPt2Y3yStjO/OMxHGcDP0Fd0mk+edjpbOAN2JF3DIwMgGM88nnHQmvVdD0SxuPtW2w08bPIzvtYf4vOxjETf3eenapdP8ADUs8zIi2IIiZvmDAYDoO0B55HaueVN7pf1ol/X9LN1LXt9/Tp6f8OkcDY6ZDNNBaCC13bSnzRJ5f7qJif+WZOPk+X5euOB29j8FaT9ijiRUtkzqqSYhXaM7bQZ4jT5vk646Ac+nN6D4fuP8AhKIoXNoyrcaghQlynyW91jCmHGAQCOOMDgV7fpdjFp80CSw25/0qKb91GpG3dGMfMifN8h7Yxjn0w9l5P+rf19/bSHiNbX+x/l/W69e3d6BeWmn/AGv7dA1x5vkeVtjil2eX52/PnMm3dvTG3OdvOMDN288URNEoha/jbzBlgVTK7WyMrcZ64OOnHtVFo47vH2aNIvL+/uVY92/7uPLDZxtbrjGeM5Na82mQRqGe3tWBYDAiQ84JzzGB0BrlpYdvExdtHKN7/wCFen/D6enDTxP7+GvWP5R9P6+5dZ4Z8Qf6XprNLfMDAScvknNnJ1zNycnNdbe+LLeOaaNjqBwACAUKkNGpxzcjPB5yK8rg1SxtCirBIjwDy90UUK4Kr5Z2ESKQCMjt8pwR2ry7xl4pmiu9ZeC71OFY7TegjneMoV0+NsoEuAFbcCwII55zmufO8O1SWnRP/wAlqf18unT7bB4n3Fr2/Kn5/r+Xu/ZXhnX9PuLCV2t7hyLuRcyRQM2BDAcAmZuPm6Z6k16R4P0S/wDFX9o/a54b77B9k8v+1ZZrryvtX2nf5HmxXGzf9nXzduzdsjzu2jb+Tdh8VNTsYWhGteKU3SGTEOpXCryqLkj+0U+b5OTjpjn0/Qz4GfEeDxN/wlH9mS65bfYv7E8/7VIkO/7T/a/l+X9nvrjdt+zybt+zG5du7LY+W4eo2x17PX/5TW/r7+2nk5ziG46d3/6VR/y/4bp/Pp/wUHLaJaftJBCYX0/4m6xbBrMmPZ5fxYtbYiAjyiseMqB8n7s42j7tfhXJcPqupozPJJJdz20O+5YuxLeVAvmsTIxUYA/iIQAAcYr91/8AgopbyroP7Seo3DLLHJ8SdQncMWkmc3HxcsMF967WfdIGclzzk5Y9fxAsdJlvbOO7tPs8DSCQwO26OaKWOR41k3RRuUZZE3KyMWXAYYbgf1fw9TX1COnSN76rSjQ06+v9afm+PrynVUYzXupTcLXbs5JtPa2y9f*ck9Cv/AASk+KvjD4Vfs7+M/D2i+MPGfh+1vPjR4i1mSz8J+INU0rTpbi48D/Dqxe6mt7TUdOje9ePToopJmgZ2ghtkMrLGqJ6x/wAFXdf+On7NX/ChP+FS/Fvxl8Jv+E0/4Wl/wkH/AAqPx74w8Cf2/wD8I5/wrr+yv+Eg/wCEam0H+1f7K/t7Uv7K+2/avsP9pal9m8j7ZP521/wRS+GNt4h/ZY8fXviHTfDevXsX7QHiq1ivNZs49Uuo7VPh18KpUto7i+0+eVIElnnlWFXEayTSuFDSOT94/svyfDD/AILC/wDCcf8ACD+BdIv/APhnb/hGf7U/4aS8MeHrryv+Ft/8JB9i/wCEM/sg/E3Zv/4Vld/8JF9o/sTds0Lyv7S2y/YPJx8VLHNOzXPU321jHo/6/MUK7lTSty6L3XbTbordv66fh/8A8E/vj58brb42+LNd/aE+MnxX+MPgjVPhrrsuk+GvE3xD8XfEGKx8TXvi3wZeWGuto3jfWV0i2vrbSF1qwOp200moQrqdxawl7a9u2r9WvH8Hhb9oXwZq3hLT/D+n3GleL/sHk6T4z0rTpdFf+wNVs9Tk/tKwgGt2zbbnRHubPbbXOLsWszeTIDJF+bP/AAyD8Uv2d/2uP2idR8TeIfBNx4Gg8dfFvwX4a8L+EdW8RS2mhLF8TPP0a2sNE1Dwzomj6ZpGmaPok+nWsNg4FlE1taWtqLUuYv2O1r4qfCD4Af8ABMy5+MXinwJLea94S8n7d4l8LeGPDFx4zk/t74/xeFrX7DrOo6jo16+yy1m3sLrztTttulLcWsfnRKlvL61LDwnOnK9Ny5YJSpx5Erctv+3l1e90YR0jJtOKu2+Z39X6eR+Onxj/AOCT/wAcvFOqjx98FPEXwP8AhroHhfw4GuLHTtX8X+DtQ/4SPRLnVNal1uxtfCfw5uLL7Z9iuNKhtdSe8t7/AM+wSNvKitbaVvij4gfss/tWfDf+yf8AhP8A40WHiX+2ft/9k/ZfiL8R9Z+xf2d9i+3+Z/bXh6x+zfaft1lt+zeb53kN52zyot/1Jd/8FT/COofGb4aeOdMvvj/Z/B/wtrng28+IvgA3WmW8Pi3SNE8VNrHi6wl8K2/xDfwvry694XePRXtddu7e21RF/s3U2i09VlP394m/4Ks/8E8/j39i/wCEd/Zp8ewf8Ip9p+2f8JT8G/ghFv8A7d8j7P8AYfsPxF1jdt/sef7V5v2bGbfZ52X8rXE01ChVuk4twdSUldp88LLmequ7LzT+4Xs3KDT1s+RLRNddOv8ATP5gL7W/FGi+J9f0zw74i1jQvFem6lquna3ruk6vqOlzakLPUHt9SQ6pYyxaleQXmpRQXhW7jj+0NDHcTos8aKP0U/Y4/bU8U/DjxJ8OfB37Q/j34z/Fr9nvRv8AhL/+Ev8Agte+KdR8eeAfEH9o2HijVPD/AJnw58ceKrHwTqv9leNr7RPFif2paxfYda01Ndst+r2dpI/2X4n/AOCeesftXXl94j+AulfBb4ff8Jpql18VdOl8R2N14Tv4vBniKW4v7PRdQk8G+CvEfl6pH/wkejtd6dBPdaUs1lO0Woz/AGa1ef5+0r/gi5+1tqnxvg+GunfEr4EWurT+b5Mr+MviXDo6eV4Rk1+TMkHwskuV3W0bqNtgc3TANiMmYef*ckOHnzUFOFGlSj7dOouapUqxSXs4zSv7924xf*ck5V20SjKL5necm1H3dIqLtrZ9ratb/l75+034R+Ev7XPwx+KP7Rv7N/w18H/C/4c/DH4S+NvD2v+H/EPg7w14J8S3nibwX4f1/x3qusaRpXgS28S6FcLcaF4l0KysNQvdc0/UJb/T5ra5gtbO0s7yf8mf2PvifrPw7/AOFif2Hr/irQP7Y/4RL7V/wjOqXel/a/7P8A+Em8j7b9j1Cx8/yPt032bzPN8rzp9mzzG3/0A6N/wTs/aL/Zc/Zd+Ovwq+Ifj/4b61feJ/C3xO8VbfB/irx1qOgS6PrXw8i8OfY9QGueCPD80l1JN4fvRd2/9nXFq1lLaj7RKzywQ/jX4U+C1x8Lvt/9u23ha6/tz7L9l/saGSfZ/Zn2nz/tP2zStP27v7Qh8ny/O3bZd/l4Xf7OU42ioxSevTXT4denb+u1tPmT0sr301+TO/8A+CieifDPTvgp4Xn8G+A/DnhfU2+KWiRT3+keF9A0W5msG8J+N3ls3utKiS4kgkuEtZmt3PkvJbxSMN8UZH4yYHoPyFfuP/wUwuNIm+BHhNbDT47SYfFvQWaRLS2gLRDwd48BTfCxYgsUbaflO3J5Ar8Oa+qjUVT3k7/8A+OzX+P8o/8ApJ98f8EpQP8Ah6L/AME2uB/yfz+x32/6uH+HVFL/AMEpv+Uov/BNr/s/n9jv/wBaH+HVFTU6fP8AQ8+G3z/RH1Hol19gupJvL83dbvFt3eXjMkTbs7XzjZjGO+c8c4/xAvv7U8L6xY+V5HnvZ/vd/m7PL1O0m+5sj3bvL2/fGM55xg95rvlataR23mK+y5SfFs6tJ8sU0eSP3nyfvME7RyV57HzfWVXTLG6nUkG3aNB55ATm4jh+fHl84bjlfmxx2r4s+wxUHZ37O3ryn5reOLf7F8S7lN/m+Tf6C+duzd/oGmSYxufb1xnJ9cdq/Uj9kL9jX/hpP4a6545/4WP/AMIX/ZXjnUvCf9l/8Ih/wkf2j7DoHhnWPt/23/hKNC8rzf7d+z/Zfskmz7L532l/P8qH8z/ikP7a+K+q2/8ArH1G88P2YS0+eRzPpGkWypbr+9LStkKi7XJkIAU/dr9q/wDgnL8TU+B/wR8U+E7i98PaS+ofFTW/EItvGVyLDU3W78I+B9NE8EL3+klrBjpLRxSfZnBuI7pfPYoY4+jMGpUMM3JqUaNNRhy6ONo3lzXVraWXK79zx6EXKrNW05pX1t10Puz9oT4nf2B/wiP/ABJPtf2v+3/+Yl5Hl+R/Yv8A1D5t+/zv9nbt754+mPg78Av7e0Lw344/4Sz7L/wl3g3R9e/sv+wvP/s/+37PTNX+yfbf7Zh+1/ZPO+z+f9ktvP2+b5MOfKHzl/wSRvPhZ+19/wANAf8ADRnxA0D4Zf8ACvP+FU/8Id/wjfivw74M/tv/AIS3/hZP/CQ/bf8AhOm8Tf2l/Zv/AAjOh/Z/7L+xfY/t8/277T9qs/s/qv8AwTt+Ivxq8Ff8FIP2r/B1v8OpV+C3hLR/jr4Z+GHxH1Twj4sFn418NaD8d/BGl+CtWh8XpfWnhTxHL4j8KWi67Hf+HrW2sNYi8zVNJt4dNxGvzlSm5wlJNWguZ3dm1dbd2ff5VH3YL1to/wDn4/0Z+Pv/AAUk03/hEfir8Z/DXnf2h/Z//Cuv9N8v7J532vw54Fv/APj28y58vy/tPlf699+zzPl3bF+GvhLb/b/Dl7Nv8rbrdzFt2+ZnFhprbs7kxnfjGO2c88feH/BZXXotb/bt/aO8Q6hcWNv4guf+FQedpkMqwxp5Pwd+F1jHtsp5pb1d1lElwd07ZZjKuIiEH51fDzxHqEGi3SW8FrKh1SZi3lTvhjaWQK5ScDoFOMZ5z0IrCUX9Uk+TT2i9+7VtItLltZ33vc9evC6S3bS07a97/wBfcf2nazrP/Ht/o3/Pb/lt/wBcv+mVX7C589Ijs25gR/vbsZCcfdHr1/Snw6fbadu/sWSTUfOx9pw8d35Pl58n/j0RPL8zfL/rM79nyY2tmK3RjczGRWRz5hdSCu1zIpZcMMgg5GDyMYPNeJiouS0XVd/I8Jw9538vyR0MUG6FX34znjbnoxHXP9Kq3H7qRR975Q3p/E3Hf0q1EB9nVc+vcZ++TWNqSEMdoY/uD2J5zJ6CvEqrl5k/X8TsoxWiWiaX6GrbS7t/y4xt7/73tWhrKeVaxtndm4UYxj/lnKfU+lcDDLLHuwnXHVW7Z9x61tW9207lJfLRQpYEZXkFRjLMR0J4xnivOdWSdvx0/wAj0YQXKr6/h1fmb+kaj/pdrF5PRXXd5nXZA/ONnfHTPHvXbre4tpx5fVZP4/WP/crylJfLuC6lSVZ8ZOQchh2I7H1rZs792mhjPlAPPGp6g4ZlU4y+M46cHmu/CzcnH7k/TlfYyqwtrfp28/U73SbT+1PtH7zyPI8r+Dzd3m+Z/tR7dvl++c9sc/aXhDSv7K1Ke48/z99jLDs8rysbri2fdu8yTOPLxjaOuc8YPzV8ObWG5/tnc7/J/Z+NjL/F9u65Vv7vHTvXuvifWP7NsIZ0e1y95HF+/b5MNDcPxiWM7sxjHJ4zx3Hv0IS5dv6v/wAH+tL+ZON3/i6dttRfHXiDZpetxfZM7LpE3faMZ2anCM48k4zjpk49TXgSf6bfw3f+q8y4t/3f39vltHH975M52Z+6MZxzjJ221aW5vZWvhb21jNNPJJdndDEqsXeJhPNI0IWSTy1UnIfeFU7mU14R4xW2k8ZXs1tMtxB52mlJopI5Ym22NkGxJHlGCurK2DwVIPINbUqUoyu+qtt3cf6/pX09hKytpov07+v9XV/oCfXf7HcW32X7T5iiff5/k43Ex7Nvky5x5Wd24Z3Yxxk821z/AGrj5PI8j/a83f5v/AY9u3y/fOe2OcrwhqEFtps6PPbITfSviWVFbBt7YZALrx8pGcdQea4j4u/Hll/4R7+zdQ8G3uf7W87yrs3Plf8AIN8vd9n1j5N/7zG/72w7futXsYaPw9bLtvdP/M4alK1k9/Tbbz13QfE26/sTwdrup7PtX2V7D9xu8nf52r2Nv/rNsu3b5u//AFbZ27eM7h8N23in7V8RtF1D7D5efEPhyTyvtW7/AFM+npjzPs6/e8vOdnGcYOMn6t0zx4mpG0nnu9FRryJbiURThVV5YDMwj33khChzhQxY7eCxPNReMPjtoNl4V8UeAr7xR4EsoLvw9rWk3Ud1rdlb6xDBrmmXJlYJNq6JHP5V+ZLUyWbJtMLtHMp+f1qb5Y2fXX70tCacbNX3uvu0PE/i/qn9r+JbG58j7Ps0O2g2eb5udt/qcm7d5cWM+bjbtONuc84Holz4V/4RPZ/p/wDaH9obv+XX7L5X2Xb/ANPFz5nmfaf9jbs/i3fL8waP8cNU+GNtJoHw5bwt4p0S7nbV7rULs3GtyQ6rcRxWU9mt3oWrafaRpHaafYzi3kha5RrhpHlaKWFE+bvFWtReFPsH/CXz2fhb7f8Aav7P/wCEhlXRPt32X7P9r+x/2nLbfavsv2m2+0eRv8n7RB5u3zY92cpqCu/61S/Vf1Y9ShLfT4bdd9Gj6K8cap/wkd5qOh+R9j/s/XLyb7V5v2jzvsst3Z7fI8uDy/M8/wAzPnPt27MNu3DD8N/Dz/hYepWXw3/tj+x/7Y+0f8Tn+z/7Q+z/ANn28+vf8g77bZed532L7L/x/ReX5vn/AD7PJeLT9Kt/GPhnQEd5pdOl0zStUsr3S2R47qN9PQW80NwY7qCe1ngujLHJECsqmN0kKH5vTNWtvhb8P/gxcarH480mHx9pPlY8Ka14o8Ox3a/b/FcdsftOhKtlrQzo16dShxJHmMxXnz2h2vgqkPX+lr+P9aX9KErpd7f5HN+Mbf8A4Zg8OeIfhzv/AOE4/t3QNW8W/wBs7f8AhGvsv9qWN1oX9n/2du8Qef5H/CP/AGr7X9uh837X5H2aPyPOm+FtU+I//CReR/xJvsf2Pzf+Yj9o8z7R5f8A04wbNnkf7W7d/Dt5+kLPwjo3xqtZvFt5eXk7aa0mg+b4WuLWTTUjs411PFw8ttqpW8U6qzSj7TGotzbnyVyZJLVjpei/BvzfsGo7P+Ej2eb/AMJLd2i5/sjf5f2LyY9Lzj+1H+07vP6wY8rnzPLxtVau9tFbZ/aiv1OpbL0X5HA2Z87QtIm+75tjYS7eu3zLNW254zjOM4GeuBUf/Cw/+Eab7H/Y/wBt+xf8tP7Q+zeb9pHm/c+xT7Nnn7fvPu2Z+XdgaPxC1O1+Jej2+hrdWl41rqkOrmLw/PHcXi+Ra3tmZJYxJfkWoN/tdvJXErQjzRu2v8/a3ol74ZtLqHTrK/nnsvJ8mG7tpZZX+0yRPJ5kcEVu7bUuHddoTChWbcAS3x+MxC99Xv1Wy1tp08/60vtDb5/ojmvit+2d/wAIB8SfCuj/APCt/wC1vtNloep/aP8AhMPsGzzte1G18jyf+EWvN237Hv8AM81c+Zt8sbNzYnxD+Ln/AA05/Y//ABT/APwhH/CEf2h/zFv+El/tP/hJfsX/AFDdA+xfYv7A/wCnv7T9r/5YeR++5zXtA8Z69exa/H4V12dtMt40V7HQ9Vlsw1nLNehZ2WGYhgZgZQJoz5RQgLneYbDUvHNh5v2jwvd2/m+Xs+06JrEW/Zv3bN8ibtu9d2M43LnGRnya2IhNQUKXK1G1SXO5e0l0kk17vbljodFPZ69dF20R7x4S8Yf8JHqU9j/Z32PyrKS6837X9o3bJ7aHy9n2WDGfP3bt5xtxtO7I8ThuvtvxL1PTPL8rdr/iOPz92/H2dtSfPl7U+/5WMeZ8u7OWxg5Xwuu7O38QXj6nd21hAdHuESa6nitY2mN7p5WISXDKjOyLI4QHcVRmAwrV9OaX4O8PRzW3iC01G6uLi4Q3sareWMtpJ9vhYu0YitQ7xbLhnhKzNwEYu4zuIU5T20+T8v8AMs4Y6D5b/aPtefKIl2eRjd5eG27vOOM7cZ2nGehrq9G0b+0bWSf7T5O24aLb5PmZ2xxPu3eamM78Yx2znnA9BbUPGMVhNpek+HLnUNLeCeCC8i0jVLtpVuRIZ9lxbOLeRo5pZYhsjIRk2OGdWzP4d8PeHZ7KV/HmqP4T1cXTrbadqF9Y6FNNpohgMN6tprMBupIpLo3kC3MZ8h3tniX95DLVqmr2tqt9X9+50KTjFa6WX6In8Pv/AG7eS2mPsvl2z3PmZ8/OyWGLZsxDjPnbt244242nOR9R3/wk/tXwHar/AMJB5H2vStEmz/ZXm+Xuawn2/wDISj34xtz8v97Havn24+Ifgzwmg1H4eeMPCXivWpmFldacniDStdMOlyAzzXv2TQ722u4xHd21lB9pkc26fafKdDJNEV+YviV8UvHHiTTPEmnX2g6dFp1/fiR7q00vV422R6xDdwPDPNqE8GySSKIbijh43IQhmVhpGm00raNrr6f18vS8SqX82/lbT+vuPvjT/hP/AGbpkdp/b/neQk58z+yvL3b5JZfu/wBovtxv2/eOcZ4zgc1q3w823CD+18/uV/5h/wD00k/6fa+Ffhb4q8dW2p+C9Ks/DX2jSD4i0yH7d/Y2sSt5NzrqtdSfaYrhbbMLyzKG8vZH5eJAxVs/oX/wm/xQ0T/RPD/gxtUspP8ASJbg+HfEN7sun/dvD5tldxRLtiihfy2UyDzNxYq6AdMaaS1XXu+y8znlPe2/c9H03w3/AGL53+m/aftPl/8ALt5OzyfM/wCm8u7d5v8As42988cD4v8ACH/CxIn8Pf2j/Y/2DUm1L7Z9k/tDzfsq3Nj5P2f7TZbN/wBt83zPPfb5Wzy23709IsfDXw18Veb/AMJP4yt9I+wbPsPleItAsPtH2rf9p3f2hBceb5X2e3x5Ozy/NPmbt6bdz45y/D3QPhb4Tg07xlpFxFa6voNhC1x4i0SZntoPDurpHIzQGFWkZYULOoWMlmKoAQB0Rh3OaU9uV+unofHv/Ckv+FV69/wtD/hJv7d/sL/mB/2L/Zf2r+1LP/hHv+Qn/a2o+R5H9o/bP+QfN5vk/Z/3fmeenhPxk8Zf8JP4nsL/APs37D5Og2tn5X2z7Tu8vUNUm8zzPstvjP2jbs2HGzO47sL7H4t0LwPqHhDUPFOkeJYtU8VTfZPs+jWOs6Rexz+Xqdtp0vladawvqMvlackt0+y4Oxo3nbECMgPhd4Jute8P3l5d2GtRyR6xcWyi2tZEjKJZafKCRLaTNv3TMCQwGAvyggkuUUk2l+fc3w82nq9Ne3kfJWkx7/tHOMeV2z18z3HpXvWhW/mWdku/GNPtjnbnpFCOm4etegagfDFn5Pm67Zw+Z5m3z9T0+Pds2Z27tucbhuxnGRnGau6Z4Xm1dw2j2up6r5sH2pP7Oga+D2rmMrcp9lt5d0DebFtmGYz5iYY71zkdbqRbv3t+n9fL0v5xcaB9pu3b7Xs37ePI3Y2xKP8Ansuc7fbGa6LTvCe/Sb6L+0MeZ9pTd9lzjfbIucfaRnGc4yM+or1XT/Buo2hh/tXS9a060j8zz7i7sp7RId+/yvMmuLVYo/MlaNE343l1Vcsy11Npofgm0Q39/wCJYbK9snNzb29zrGkWyyLbBZoneKaJZnieZXRmR0DBGVWVlJqoxb16X1/A5qktWu+v43PFfB3g77B/aP8AxMfN837J/wAumzbs+1f9PT5zv9sY754+jbPwj/wjMrX/APaH23zkNp5X2T7Nt8xlm8zf9puM4+z7dmwZ353DbhvJvHnxM0bQf7K/s3XvC9z9r+3ed5+qWs2zyPsfl7PIv4du7zpN2/dnaNuMHPh3iT9oLVtTsYrcv4PbZdpNi3a5Z/lhnTJH9tSfL+854HO3nsdVTT2X4s4Zwb+X3a26n2XpXh7zdcS8+2bfOmu5/L+z52+dFO23f54zt343bRuxnAzxy3xKT+yrxmz5/l6IbrGPK3bJb87OsmM+X97nGfunHPxDBq+oa1dCQW0cjag0l1i0hncMZVa5JgHmykx9Spy/7vncfvVQ1Ky1NdWss6feBQLYkm0uAAPtMmSTswABzk9KfsNb26Wtd9/X+rel+V0ZJ28r/wBff0v+R9MaBr/2/wC1/wCieV5Xkf8ALffu3+d/0xTGNnvnPbHPLXHxJ/tRBb/2L5GxxNv/ALR83O0Mm3b9gjxnzM53HpjHOR43qFhHN5P24y2u3zPK3FYd+dm/HnId23Cfd+7u56is/wDsXQrT95HqTMzfIQ95ZkYPzfwxKc5Ud8YzxSoYW9Zf4o9+y8/P+tL+bFNYqN/5o/8ApK/zR9NW+meVZ2+vefu86CG7+y+Vjb9uRP3fn+Yc+V5/3/JG/Z91N3Hk/in40f8ACPaxqHh7/hG/tf2ZYI/tn9sfZ9/2yzguc/Z/7Km2+X9p2Y89t+zdld21fJ7y/unSaytYkuFVvKh8qOSWWSOGQbWHluQ5Mab2ZE24ywAHQ0vw3qF1d2GpS6dqif6Xbyuy2kywKIJ1XcS0DYULHlyXwPmOQOnLntDlpbfZ8/5avn/X3H22A/hv1/8AbYHuXg7xP/wlmmT6j9h+weTfy2Xk/aftW7y7e1n83zPs9tt3faduzYcbN287sL+m/hDSf+EK/tH/AEj+0v7S+yf8svsfk/Y/tP8A00uvM8z7V/0z2eX/ABbvl/OLwv4pn8MafNYIbCMTXkl5i/LrMTJDbw5UC4t/3X+jgKdh+cP8x6L9C+HfFlx4p+2f2kdPg+w/Z/J+x74t/wBq8/zPM8+5uN237PHs2bMZbduyNvxWQ0v9v2/H/pzW8zyM2T5Xo93/AOlU/wDNfefkp/wUIufP8G/tDvs2eb49mkxu3bd3xX0x8Z2jOM4zgZ647V+H9lpX2u0jfz/L87zFx5W/b+8ePOfMXPTOMD096/X79tjV4Lnwx8btMe5sxF/wmUsWUmQTYt/iPYMvJkZd2Yhv/d9N2AvGPzE+Hngbwt4p8Q+D9LudXu/teu+I9H0lrSxv9O+2O19rENhHFZwSWlxI11KsieQhjmLzOu2NwwQ/1LkEOXAx0XT7VrfuaGvW/a3/AAL/AJ3irqpa13bVN2dry1/r7z+nT/ghnpn9nfsl/EODz/O3ftFeLZd3l+Xjd8NfhGm3b5j5xsznPfGOMnrP2kf2n/8Ah3D/AMIZ/wAUP/wuT/hcn/CRf8zL/wAK8/4Rz/hXn9hf9S/45/tj+2P+E5/6hf8AZ/8AZf8Ay+/bf9E7j/gmL4s+C/7KHwF8XfDvxb8VPBfgTUtZ+L2veNINI+LHjjwp4X8RXNjqPgzwDocepWVhqdz4cnm0Wafw5c2tteJYywyX1nqUK3TvbyQwfzrftB/sZfED4E/8Ij/wgHwx+Nevf8JT/b/9rf294L1vVPsv9h/2L9g+yf2L4W0jyPP/ALXvPP8AtP2jzfJh8nyfLl83x8ZRjVx9SLqKM3Ofs6claFS0E589ZySpciV43jLnl7um5NNypqF43ilbR3a0srJJuV2++lj+urxjrv8Aw+Y/Zb+Bn7PX2X/hnD/hF9A+GX7QX/CX+f8A8Lg+3f2J8O7rwR/wiP8AYHk/C77N9p/4Wj/af9v/ANtXHk/2H9i/sWX+0/ten+e/HL9nb/hR37A3ij9hX/hMP+Eo/wCEX/sT/i6X/CP/ANi/bv7a+M+kfGH/AJEj+29W+zfZv7W/4R3/AJG64877P/a/7rzf7Mj+C/2a/gh8Bf2BvhT8Kf2tbP4l3GifFr4xfCXwN4P+IPhb4zeMvBmm+D/DusfELw3oXxL8WaNpWiRaT4N8S6RrmkeJfBq6dY6frfiTVLqw0uLVLTUrW9v4xf2v7mf8E+/2/P2dPiT8TPhJ4K8bftG/s0aD/bX/AAnv9p29j8XvAul6ta/2doHjTVrLyotW8ZX/AJHn/YLR3+0Wkvm20ztFs8yOROelVqRk+VSlGLs5KGiaaT15XdRt8V9Vqdd1ZPa9rX03/U/lRn/4Jf8A/Cz9Z027/wCF4f2H5ktnoPl/8K0/tLG66Mn2vf8A8LA0/OP7Q2+RtGfJz537zCeo6f8A8EWf7D87/jJT7V9q8v8A5o55GzyN/wD1VSbdu87/AGdu3vnj9rf+C9fwIi+OfxI1L4u/s4WPjH49/D7wX+yNeaZrnj74Q2y/FLwHofijw5r3xi8Tal4e1/xT4E0fV9E0zVdM0TV9D1rVdJu9StdRstG1nTNRuI4LTULO4l/jA1DQfiT4Y8n+1fAviTSvt3meR/a/hjXrHz/s2zzfs/2mG383yvtEfm7N+zzIt23eu7PFYivVi4QcUtNJOEdbxe7i30+/Qbdj+ib9mj/ghv8A8LC8e6vo/wDw1B/ZH2fwnqGqfaf+FKf2hv8AJ1nQbXyPJ/4W3Zbd323zPN81seVt8s79yf01/AP4d/8ADBn7I/hP4N/2x/wtX/hVX9u/8VH/AGf/AMIN/b3/AAnPxM1nxT/yCPt3jD+y/wCy/wDhMPsP/IU1H7b/AGd9q/0T7X9ntfzc/wCCQf7S/wAD9B0H4Y6P8UvjV8HPh9HpP7KvgvS7keJ/iP4R8J3Nr4hsLL4aWs2h3g8Ra9CsGpwLDqH2jTJIo76KSyuN8aC2nUfT37Y37UWneGY/iN8Qv2d/Enw1+MF1Zf8ACIf8Ie2iaxB8QNG8RfaW8MaJ4g+ynwP4ggk1f+yI59bE39l3qfYLrTJRe7lsruI/AYvF1vbNNaqaV1yva6uvc16Adz4g8G/8NIeNPDvx5/tL/hDP+FdPpGkf8Ir9j/4SL+2P+ER1abxl9o/tz7VoX9n/ANof27/Zvlf2PffZPsv2zzbnz/ssPh37Xn7Pv/DRX/Cvf+Ku/wCEP/4Q/wD4Sz/mAf8ACQf2j/wkH/CNf9RrRPsn2T+xP+nr7R9q/wCWPk/veX/Zl/av/aN+PPhifwB8W/hfoXgz4UfEHxrL8OPid440nwV468Ojwd8PfFen6BovjTxOniXxN4j1jw34eufD3hvWNS1dda8QWV7omk/ZY7/VrG5sILiKXhP27viF+zr/AMEyP+FV/wDDK/xw+HHxQ/4Xb/wnH/Cd/wDCzviX4G8a/wBh/wDCtv8AhEP+EY/sP/hXV74B/sz+0/8AhPvEP9pf2x/a32z+z9P/ALP+wfZL77Z62WYqs3BJNt3s0l/JLpyagfxzftZ/FH/hO/hzoukf2H/ZX2bxtp2pfaP7T+3b/J0LxJa+T5X9n2e3d9s3+Z5rY8vb5Z37l/PPyP8Ab/8AHf8A69fsB/wUA/ZH+H3wA+Dfhrxj4U1XxzfajqXxM0bwzNF4ovtEudPWyvPC3jPVJJIY9N8NaNOLwT6NbLG73UkQhe4DW7O0ckX49M5ORxgn+v1r9byqUp0OaX80rfeuyR8Zmv8AH+Uf/ST78/4JTR7f+Co//BNrnOP2+v2O+3/Vw/w6PrRUH/BKUt/w9I/4JsjHH/Dff7HXOD/0cP8ADqivRqdPn+h58Nvn+iPrG9vBp0Sz2RWWVpBEyzq5QRsrOWG3yTuDIgHzEYJ+U9RwfiK+a902+ju9kUUzxNK0KuGUi6ikG3Jl4LhRyrfKTz3Hqmi+HbnUrqSDULPzoUt3lVftEceJVkiRW3QTxucJI4wSV5yRkAjyPx9btaWev2tinl3FtfG3hj3B9gh1SKNk3TMyNtjVhuZmzjIYtg18Xa+x9vibNPro7evKj4K8fLLpHxQu9cslEselX/h/U4XuCGjZtP07Srk+dEjQztGJISrpHskZAQjAkNX6y/sW/A3x7+1J8Ldf+IGk6DNfW+j+P9U8HPNousaBolqs+n+HfCuttHJa+Jb9r6S4EfiGNnuIj9keN4o4x50U9flH44O/xBq0V/zdOlsky9M79OtggzDiMZjKcqRjuQ2a/dX/AIJNfH34cfB39nTxp4Z8TeLP+Edv7741+I9dhsv7C17V/NtLnwL8ONPjuvtOn6NqcKb5tMuIfIa4SVfI8xoVSVHk2xU1Uw0VOM/aU+SFPS0fZpK97u7eitbQ8unDlqNrZ8zd9021t0t66nwh+z38a9Z+DH/CXf8ACkbfRPF3/CSf2B/wk/8AwmNlqZ/s/wDsf+2v7F/s77Pf+Ev+Pv8AtTVvtm/+0P8Aj2tdv2T5vtP9Yn7BniL4a+KtP8Ia/N4ivV+IWu/BPw/rnjLQrWx1CLR9J1jVIPB974itdMkuNHlVrOx1u4NnZD+2tUc2u1vtV6A12f54PjF/wTW/am/ZT/4R3/hJfgv/AMIH/wAJ5/a/2L/i43w68Uf2r/wi/wDZn2n/AI8PHfiL7D9h/wCEig/1v2P7T9s/d/aPs7+R/R7+yz8O/AHwM+CvwY+IPi/R/wDhF9d8QfBf4daHrmr/ANoa1rf2vXdV8J+Htb1O1+waZe6vZwefeaRc3Pn2dlDZxfZ/Jt5o4pY4pfnMQ4fZb5enM1zfZ3tpvt5H3mWONo6rZ9V/z8Z/Ov8A8FffhPp2o/to/tDeN45dWbTZv+FTYulu9PSE+X8KPhnpBxayWn24YnQxnKct+8H7kg1+bvgvRdA0vS7i3+23o36hLN+82ufmt7VODHZBcfu+h5znsRX2z/wVh+JnjPxH+2d8fLDwVrf2z4dXn/CrP7Mi/s3SrfzPs/wp+HM158+rWEGuJs1yC6b/AEh13bcRbrNowfg3wLZ+JbzSLiW/j8yZdRmjVt9gmIxbWjAYhZV+8znJG7nk4ArGp7R4f/eaMqd4/uI1E6l7K14W+yrJ66NM9Wq4uLstb7/M/tFtNSu/DPmfbIoYPtuzy/MDT7vs27fj7NK23b9oXO/G7I25w1Ca0kk0lwWj/fl5OI5sfvGD8AksBzwDyBweaVZdNbP/AAmjZx/yDeLgdf8Aj8/5BQ/69f8Aj4/7Zf8ALSsu7tY/mk0+P/Q3lJtDubm0bc1vxO3mjMWw/vQJP7/zZrhlHmi9Pm1pujxXTfM21dadG+3kdHHr0CoAZIwRn/llP6n2qGfWLeXP7xeUK8RTDrn1XrzXB3UlxAZBnaV29kbG7b7HOc1Q+3XAIBl6kfwJ6/7leNi6OsvTu7/E9tPuudlCKulayt+Nlp6/id2b237SZ9fkk/8AiRTDqSRfMjKSePmSTGOvbHPA71xyXkpzmT0/gX3/ANmrVvJJcOUB34UtjCr0IGc4Hr0z3rwJ07T67rfrttoejBRslpf/AIP9f02dJDrMLziNnQElwcRzZBCsTzyOores7pWlhlji*zUnjJJVhyrKx4OCeMdPw5rwObXpbXVbqI3ezyLu7i2+Qrbdjyx7c+S27GMZyc9cnrXpPhPVGv7YuZ/NP9oeVnyhH/wAs7Y7cCNP7/XHfrxx6mBp3a7X2fe0fIzqJJOzvt+Z9UfDrxGll/bG9oV83+z8bobhs7Pt2cbDx98devbvXpvjLWF1DTIIUaNit/FKQscqHC290mcyHGMuOBz+ANfNOh3Mtr9q2P5fmeRn5VbO3zsdVbGN3tnNeuz3puUCPJvAYPjZt5AIzkIv948Z79K+uwlODjZtdEtVb4pf0zzakLT0vq1fy28jmviT4rsNC+Hmq31hcRzavZQ6Oi2t1b3bW3mvqum21yrmNINwjjkmKFbkAuindIPlb5Hv/AIp6vb6LqPiO4t9JjjsNPvtSmcW1+0KR6bBNK7mFL1rh1VLcl0jJkfBEYyVFe3eMNM1bVrXWLC7g+0aVcXZ/deZbRb4YtQjntv3kUkdyu144m++rHG2TILA/OHi7TtGTSfEPg6OHGoXuj6hpUGneZdHzbjV9OkW3g+2M5gT7Q15GPNe6RIvM+eSII23vjhk2rbXWq+XW39fNnZGMeVXktls12OHsv23PCunRNBq2s6Ba3LyGVI08NeM5QYGVUV90KzqCZEkXaXDDbkqAQT1vw00LS/i//bXl3F3L/wAI9/Zu7+zmjsdv9rfb8ed/altJ5uf7MPl+RjZh/Nzvjx+U/wAd/hJ8SNB8XadZ6F4f+yWknhyzuZI/7V0GfdcvqesRO++81KaUZihhXarCMbchQxYn9Fv2a9Y8UeBP+E0/ti5/sr+1f+Ec+zfudPvvP+w/2753/HrFeeV5X2yL/WeXv8z5d+xtvbTpxjZLe27fZHn14papt/d5HewvqWm+Kbnw5b28Tx6VqGp6VCZmVrhotM+1W6GaVJ44GlKW4MrRxpGzbjGigqowvF37NmsfEWTWfEGm2GrXXiLXrN7fSrG21jw7Z2F1qlvYLpOm23/Ex2vBHcXFrbxzSXN9DGGeSQzwQ4ZPqfw98LbnXdUsvEyaF9ql1tZtZ+2/2nHB9qOq2s141z9mOoQrD9oFwZPJ+zxeVv2CKPaFXsPFPjrwB8O/CniTwva6p/Y/xk0Tw/rUnhyx+w61qH2bxdd6fc6r4OP2mSzvvC03mXN3o8+L+4l0xPM8rVAsaXUaucuVbrfqcTj7yasloflReaN4A/ZqlXwL+0rrmrfDjx1q0Y8WaTodpG/iiO68JXzNo9hqrah4N0fxbpkLz6xoOvWhs59Rhv41sVmlso7e4tZ7nzjVPhz8Sf2lfI/4Xn4dh8If8IX5v/CL/wDCB6no8H9o/wDCR+X/AG3/AGr/AGjq3jLf9k/sHSPsPk/2bt+03nmfbMp9l+wG+AGuftYH/hYv7QHhL/hPvGWi/wDFFaZrH9vWfhb7N4Z07/ieWem/2f4K1nw5pU3k6r4j1q6+2XFjLqEn2zyJbp7a3tIYOX+PPjjwn4T/AOEU/wCFVap9g+3/ANuf29/oWpXXm/Zf7H/sv/kY7S58vy/tOo/8eezdv/0jdtg2+TiK0ujX33/l8/I66GnNfry2899jwa7+LOqfC3R9O8H6DBpF3H4PS08Gwf2xa6hcXTWPh+1bS4pbuaxvdPtZr0rp8PnzW0cVtJI0rw28cbIqSaR4RtvjTJb+K/HL3ek6T4l83+1Lvw3NbW6W/wDYyy6bZfY7a/h1q8TzbnSrSK482K53GSeSPyYmRoo/B3w+k1XXb/xR8YNI+0eDfENpdatpF99vWL7ZrGrXlrqOn3H2bwvex6rb/aNKk1Obyrq3gtYs+XNHHci3QdFr+sWejJd+DvhbcfZorbyP7C07yZZtnnGHVNT/ANM8RRSs25pdQn/0y6bG7yrfAEEY4PrO95JWV9bLt5/1r3Z6VLp/h/yLV148+HP7N2laj8OvCPiGfULzXrS78T6fB4o07Vb+6uNX1S2bQ7S2W70bStG0+Gxll0K2QJceXLHI9xLNdpA8XleeadN8Qf2hfO/4kWmyf8Ih5f8AyBZ4NMx/b+//AI+f7c1i48/P9i/ufsuzysS+fu8yHbNpfwd8S/ETxT4d8T+P/Dn9sWumatpGn6jff2vYaf5Gg2Wox6hdw/ZtF1Sxkk8uO+vZvMgt5Lx/N8uJ3ZIkT66sv+FKfBLzP7N/4pn/AISbZ53/ACNmtfbf7F3+X/x8f2t9m+zf2tJ9z7P532j5vN8pfL8rHYta++nouqfWP947VsvRfkfn5p2g/G/wF4n1qa08G6O9vFLqWjwSX+paXcF4E1BGiZ1tPE0DeeyWaln2pHy48tSygdTpy+NfEGtQv4x0ex0q2u/M/tGTTJ4C0HkWji08hTqepsfNkhtVl+SfiSQ/uhzGz4zfHnwxbT6pNoPivZK/i29UN/YeoNm0Z9UbGLzR2UZZYT0EvGOm6sT4Zf8AC3vGuqaJ4yX/AImXwt1L+0saj/xTFn532O3v9KP+hn7L4ij8vxFa+R/x6x7/AC/N+axbzG+SxNZylLfe3lt6/wBfNm0Nvn+iO58TS+KfDPhvxBB4G02z1lf7E1W+gOryRqz6x9guEjtWIv8ASALZhb2mSQuDLLm5XpF8p6d4h+Omt+d/wkngzw1YfZvL+xfYLmA+b52/7T5ufFd//q/Kg8v/AFX33+//AAfaXiqX+yLO/trhvs6PpN1O6Y83MbRXEbNuQSEZEbDaGDDbkDkE/NGreM/D2kfZ/P1L7P8AaPN2/wCh30u/yvL3fctZdu3zR1253cZwcKhHnsrK769vdvp/TN4LS93vt06HcS/Ar4O6UouNc8UeMbK0dvJjlSWymLXDAukey38K3LgGOOVtxQKCgBcEqG9vXwX4HtPCViPB+r6zquowaXpMek29+Y447q3VLSN3naTSNNVXFh5s/M1vmVQAhJELdhrmgfDzWLSO2ltPtCpcpOE8/XIcFYpo925ZoicCUjbuIO7OOMjpdKuPhNo1rYJdP9misLSC2kG3xLN5Rjt1tgmY1laTa+E3KXz97cRlq+go0IpN6W16rpby1NbN7JnmuleNrHQtOg8KtcQL41jE1tYaNLa3ssM+rajNLcaNay3sKiwEd413ZB5DqEMUKzETz25SQx8J4u8F+M/GWpQap4t0dNM1GCxjsIYNJvtOW3eyinubiOZxLf6m3ntPdXKMROi+XHH+5U5eTzX4hau1x8f/ALX4MuN+gnxF4JbS5PKC/PHYeH1uTt1WJbzjUEuBi4XBx+7zCY8/Sb6vrkp3arcbrgDah8qzH7kcqP8ARogn3zJ1+f1421y1YqM3a/xSX4g29m36f16HnmhfszfAnwjdyal4f8YePb29ntnsZYtSuNOeBbWSWGd5EEPgyxbzRLbQqpMzLsd8xkkMnnfiLR/Dl5c6t4btb++lSO/uLODgJcPFp94WRnlksUg8wx2waQ7EVjuCKpKgfSx0TUz/AMe1t8/f99b/AHO/+slx129OfwzWTpfhv4ZLrqS6zZY1HzrxtTb7R4g/4/2in+1nFrP5HNyX/wCPceSP+Wf7vFKMW7PszOUlqtb2/NHA+BfhT8VrLTdE13wr4Wh1Lwtp902o2mp32r6EkssVhqc01+81s2tafdlYLyC7iCLZRSSRxKYhJuSV/qzwn4w8U6dp00HiLTtL0+9a9klihhWWdWtWgtkSUvb6jdoGaVJ0KmRWAQEoAVZuJtPE3jOz1ix8IeBL3y/As99Zadp+nfZtKffDqssLarD9r1i3bWF+0ajeX58ye5DxeZ/ozxwJDt5b4s+PbP4aeI7LQvGGq/2Lqd3ottq0Fr9hl1LzLGe+1KziuPP0uzv7dN9xYXUflPMsy+VvaMJJGz9MIq12uvXtoc821az7/obmjfB741+J/tP2fwZay/YfJ3+Vrfh2Db9p83bu+0+IRuz9nbGz7uDu6rXzx8SdW13X3vfhtrFnZ2t34N8QXFreQWeVu4L7w8b/AEG4hmvHvLrTrlYpZpUkezzHNKqy28hgzu+09C+IvxV0r7V/YmseR5/kfaf+Jf4cl3+V53k/8fdjJt2+ZL/q8Zz8+cLj4bn1W31L4nePLvWJ/O1e71zxRd6rJ5Tx+ZqU/iAy30my1jjtU33MkrbLZVgXOIVEYUDeCTevb9Uc821az9fwsavgHw1oWmnSZfEV5f6fp0P277ZcQtHPJD5gvFt9qW9ldu3mTyQIdkMm1XJbYAzL9HaD4y0vw3ZyWPgi6j1fSpbl7u4udWtb0XCahJFDDLAgEek/uVtoLSRf9Hf95LJ++b/Vx8L8LvDNp4l8baFY67ZfbfA97/af2qL7TJbeb9m0nUJoPns7iDV02avBC37t03bMPutWYH6pu/BnwJ8LyLYHTfsPnILzyvtnjG53eYzQ+Z5n2q4xn7Pt2bxjZu2jdloqpJO3ZfmSpyWzPCn/AGTtX8TY+26frkX2LPlfZNd8Lx7vtON/mecs+ceQmzbtxls7sjHT2Wp+D/gfHEL/AFa5tbjToE8IXCajbXWpLHc2ip5sROjaeA86PpLg3EbtaMFfZnzIjU3i/wDaK1HT/wCzv+EN8Y+T532v+0v+Kfgk3eX9m+x/8hXQ3xjfdf6jGc/vc4jx8h+Ib34h+PdV1WXxBL/aul3mq32t2rbNDsfMnuLmdoLrFklncJvt7yY+TIFRfM+eJXRNvJGWy1bNI15WjvdPa3n5s9x8f/tDx63Y6tp/hibRtSa6+wfYRLpeu2zzeTNZz3O57qazjTyxFcY8zy9wjAXeWXd8n+LfG3xJ1C7UW2gaDLC9gIHcFo2DNLc7gBLrqnIR1IO0rk98EV7j4X8LeALTTrFdesfL12P7T9qH2rWnxvnuDBzZ3DWZzZtD/q84z8+JQ1XdR8IeH73ULa60bTvM0aJYVv3+13qbXjneS6G26uVuji1aI5hUg5xHmQMK6qUW7aOzl2fkaxqc26abfb/gnyE+g+M/FeP7T0e3g+wZ8j7Dd2Ue/wC1Y83zfP1G6zt+zR7NuzGX3bsjb1mv/BmPRbOK6QaqTJcpb/vr7SnXDxTScCKBG3fuhgk7cZGMkY+h9V0zwzpPkf2bB9n+0eb5373UJd/leX5f+vkk27fMf7m3O75s4GJtctL3VLSO3kj89UuEmCboosFY5U3blaMnAkIxuPXOOMjshBa+726f1/XqzeMVK6fl6fM8E8HWetW+s6XZw2cTpbxz28ReWHeyQWE6KXIuEUsVQFiFUE5wo6V63Po2p3VzDLd23lbfLRvKmt8CISFi2DLKSw3N09B8vr2/hXw34bstS0281Cy8oxxSG5k+0X74lkspY2+SGd85lfH7tSozkYUZHVa9L4WS7jg05sPLbKIlxqJ3XDyTInzTggZIQfMQg6nHJrojTS1aW3nfp/kaexi+sdrb9Pu/4B5d/wAK1/4Sf7i37fYevkXenw4+09N32mI7s/Zzt2dOd3Va5W5+DVxsGYdRA3j/AJiGk+jf7Fep3MvjKx2f8Iq3lebu+38aU+7Zt+y/8hEPjG+4/wBTjOf3mcJjzHUPFXxMtYVkub/YhlVAfsugN85R2AxHbseisckY465xW1CC9qtH8Udbf0tDwa1OMcXbmXxQ2a/kj5EKfDXSNFC6hfXGqwJaqBOxuLKZUeUfZ8bILJ5GHmyhQU3AZDE7QTVSfxf4P0d30ddXk8yAbEWWy1B5C1yonUNJFYLEcmYYIwFUgMcgmuG17xj49v7S+sxqPmtLKo8v7JoybvLukkPz/ZUAxs3feGcY5zg+QXOkeN73VRf3Fv5sbz2zzS+bpCZjhWKNz5aSow2pGRhUDHGQCTk8Wf0VKirKUnborv4a3Zf18z7LAQp+yV2vvX8sD6PUaf4iH220nlmjiP2VmjVoQHT98VK3EKuSFnU7gNhBAByGr0C713W/Bvl/2VaWVx/aW/z/ALeHl2fY9vleV9nu7Xbu+1SeZv8AMztTbtw27xTwjqH9kabPbahN9nme+knVPL83MTQW0atugSRBl43G0sGG3JGCCe/+HVh458f/ANsf2vF/a39k/wBn/Z/3mj2H2f7f9u83/j1ez83zfscX3/M2eX8uze274PJKE1jv4c426uMkv4NXq19x5Obxhyv3ur6r+amfmt+1rpNhf+BvirrVzNcR6hqHiCDULqGIoLaO6vvHWmT3McKtBI4hjkmkWINPKwULukkOWb4A/Zj03TL79qL9nbRNVuLm20LUPjv8H9P1S8t8fbbbTL/x94ch1C4tv9HuF+0QW000kGbO4HmImbef7j/T/wC1P4i8ZpefGLwpc3mNPsPHOsaX9g+z6UfKj0rxyqQQfao4DO/kNaxjzftDtL5eXkkDMW8O/ZNsNLv/ANpH9m+yli83xFefHf4S2tvHvuI/Mvbj4iaDDp8e9XSxTfvt13O6wrnM7LhyP6Xyb/co*k6jJcr1dtPZUtO97/qfnGMo81Zct1JJNyezjzSvG6T1vZ27dT9Iv+CpS/DD4W/tA+D/D/hHxHq2pabefB3w/rM8+uWtzNdpfXHjX4hWUsUbWeh6TELdbfT7Z0Vrd3EskxMzKVSP9zvgfrnwv/wCChH/CT/8ACHeJdQ17/hUX9i/2j/wjNjqHhL7L/wAJ9/a32P7b/wAJ9oi/2h5//CFXX2b+yc/ZfJuPt3/HzZ1/P9/wWT8Ov4c/ad8CWPiOz+x30vwH8MXcUX2gXG61f4g/FCFJN9jPPCMzQTrtZxINuSoVkJ+yf+CYHx70n4M/8Lw/4V/4r/4Rv/hJP+Faf2t/xIrnWPtv9j/8J/8AYP8AkNaPqn2f7P8A2pe/8e3ked5/77zfKi8vx8zoQq4mKjGreUqjm5pezfuwa5Gk21o9/IpU+WKaS2W12+h8Oft4/HXxv4l8ZfEj9mz4q6V4a8NfCz4L/HbxhoHg3xDoNrqUvjPU7n4c6r4w8BeHovEV2mt+IdKuZL3w5PqN9q02n+GNHt5tVghltDp9sRp83xv+zhb+Lof2h/Brfs1aVafEP4oL/wAJD/whfhvxTPBpuk6vnwPrg8R/b7rUdQ8E2sP9n+Hjr1/a+drumeZc2VvHH9tkdLO7/oa+K37H/wABv25tT1vTP2ePh5/wtH9pLU/FWpfFv4swf8Jb4y8E+faXtxqNv478QeZ448TeEfAcXm+PPF2iJ/ZXhqSORP7Q3aNpqaNaXbW3xN8Ov2IPi3+x1+2no/iHxb8Mf+FdaP8ADr+0P7QvP+E08M+Lv7H/AOEu+FF9Y2n+j6Z4s8T3Wof2hdeJ7aL9xBffZPt2+T7NHbSPb+jg8PThSUOaULqzpxcVRkmo3Urx5/e+3Zq6vaxjKE5SXwct07u/OttVZct19m6t36n6o/sr/wDBSPxZ+zL+z38Sv2YP2/LT4d/AqX4wa74xv/EMHhnw1448ba9Z/Bb4geCPD3w91bxfoeseAPEPxR8O2us27aB4yTTbDULfUtQgvNIt7q78NXljd2SahkaB+zF/wTx/b7+1/wDDI3x0+M/xa/4VP5H/AAsHNofAn/CP/wDCd+d/win/ACUv4K+DP7V/tX/hDfEv/IF/tL7D/Zv/ABMvsf2yw+1fiR/wU8+JkPiT40+HxJrf22Cb4N6TYS/8S17fdHJ4s8f+ZF8thA4yk5/eLhhu+VwV4+XP2YP20P2h/wBkH/hOP+GZfiT/AMK8/wCFh/8ACNf8Jt/xR3gfxb/a/wDwiX/CQf8ACN/8lA8LeJv7P/s//hJtf/5BP2L7V9t/0/7T9msvs+OMyzDzpVJtWm3HlUGuRLmhe6cW11tZl+8nFJpxs+Zyb53ppa2nr5H7t/tRf8E+p/2efAul+I/hNaeMfEniWfxlZeEr6w8ZeJ/A9zp0Oiy6P4gv7q6iGnWXhdzqEd/ommwo/wBvmhME91/ochZJrf0Ia7qXwP8A+Cc3/CxreC1/4X74Y+54J1hZL/wh/wATr46f2E32iXSLi1Ev/FF6s2rQ/Z/GKeXqnlLLu2SaW3u37FH7Xvwf/bGtvDPgL9oL4hf8LG8U6f8ACHRfiB4x0r/hE/FHhHyfiJaR+FNG8Q6v9u8E+GfDGnSeXqPifWrb7Bpd4+hv9u86xsmgtrSW3+qv2vP2CviT8Q/2SviF4p/Z5+FP9r/CPV/+ET/4RC+/4TrQdP8AtH9n/Evw1p3iD/RfHHjGy8TReV4mstbh/wCJpbxeZ5XmWW/T3tHf4+pk9J1r2i1zLRvR6rR2hs+vz7ln5q/sq/8ABXz4aeEv2e/iV8Nv2nfFngr4b/Ejxhr3jGPQPDvh34f/ABZ1qK/8J+IPBHh3QdK1MapoUfjbR7S9utettfsRFfarbywLYwXFzp8VrLDc3f5H/wDBR79oD4N/G3/hTX/CtPGDeJf+EZ/4WH/bWNA8T6N9i/tr/hBv7N/5GDQ9L+0/af7Jv/8Aj08/yfI/0jyvNh8z5p/ba+BPxD/Z/wDiv4e8K/Enwr/wiXii9+H2k+KdMsP7c0PXvN0258SeK9Nsr77VoOsazpyb9R0a/h+y3Fwlwv2bzJbdYJoXl+ML6/1aXyvtsu7bv8r93bDGdm//AFKD0T734d6+kwOTYanGjVpNxkov2kXJfE4tfulyX5bPXmd9zJzcH7ybXRxV7Ky+NtpJt7W3P3m/4Kv+JG139nbwZaP5GI/jT4duf3MU8bZTwN8RouTM7qV/fHIA3ZwQcA5/nyMC44LZ+o/wr+j7/gsD4X8P6D+zT4HvNJsfslxJ8c/DVs8n2m9n3Qv4B+JsrJsubiaMZeGNtwUONuAwBYH+cDzf9r9P/rV9lh6CoR5Y25bu1nfe3kj5HNf4/wAo/wDpJ98f8EpYsf8ABUX/AIJtHnj9vn9js9R2/aH+HVFH/BKaYH/gqN/wTaXdyf2+f2OxjHr+0P8ADr2orSp0+f6Hnw2+f6I+wLHxTNqkzW/hiSbTr9IzNNPfQWzQtZqyJJEoP2/9400lu4Pkr8qP+8H3X4LxW9hqNnqtikEo8RS3AFxfyMVs5L6K+jl1CYKkzBY5zHceUq2SKDIgEUI+56nqNxongiBdWu9MiMdxKunr/ZdlafaN8qPcjf5rWi+TttG3YkY7/L+QjLL5d8Q/DGqr4P1jxpY3VraWd99g1a0EU9zBqUNtrOqWTQRuIbfyo5livVjuFiunjA81UklXG/5mjGF/eS3/AAuuh9a5ylu2fnp8UNF1q08a67K93ZmG3XT5XRCxcxpo9hI4XdaLliAduXUZI+YDkbPw9+N158P9FutGhuNSjW51SbUytppujXUZaa0srUlpL5lmD4sgCijywoVgdzPXNePNYc61rVrdTXdxeSQQxNcSSGXc0umW4iLSyS+aQiMiklSVC7VBAFft/wD8El/2a/ht8X/2c/GniXxt8M/hT421Wx+NfiPQ7fVfHPgzQfEmrW+n23gX4b38Wn299q2hancxadFc6nd3MNok6QR3N3dzLCsk8jydVdUFRUqtNcsXGKjBRjJ3taTlb73+Rk003y7yu3J6peXzP1b/AGUfiX8dP+Cmf/Ce/wDC8/G2n+PP+FJ/8It/wi/9u6NoPgT+yv8AhZH/AAkf9t/Zf+FYeGtI/tX7d/wgWkef/bn2j7D9jh/s3yvtmoeb5+v7Xuo+IPin4+/ZY1C98QXGl/AfWvFPhizsW0HwrBolt/wq/wAR/wDCurcaXrdtLH4l1O3ht5nhsptbRLi9tG+16kq6gFA+hrb4HeMPAG//AIUjqfh/4Sf2tt/4Sb/hAr3VPAX/AAkH2Dd/Yv8Aav8AwiWk2f8Aav8AZX2zVvsP9oeZ9h/tK8+ybPtlzu/Kb4Janp3hL9rv4+XXje1fxHqxvvinp+s6kIINXu9T14/E7SZNQ1S4vNXktrm8e8uba7nmvrpvttxLP5s6eZLKV/M8yqzjJ8smk2tm19mPZo9nB16sVC05LfZv+byZ8N/t1eGPFWs/HL4peMNJ1HTLbSrn/hCPs9vdlxfp5PhDwhpcvmRpp1zb/NcxSOuLp/3LKx2vmNfnj4b/AGzTtDuoNbmS8um1WeWOS1VRGtu1nYoiN+7tPnEiSsf3bfKy/Ofur9EftlWfiDxL+0j8R/EOhatLp/ge9/4Q/wCy+Gpr+9tI4fs3gPwvYz7tGs1n0iPzNXgmv18ud97OLp9t0zIPEfD3iPQfCNlLpuv6dLqN5PdPfRTWtpZ3ca20kUECRGS9ntpVdZbaZyixmMK6sHLM4WI15ezp0uehUU4QqSnCmlVhLlV6cqluZyVvf1s2773t9Fh6k5xvKUnot23fSLvv5n9c2va3oFp9k/tuyvrzzPP+y/Zdq+Xs8nzt+L21zv3Rbf8AWfdb7v8AFmWerPdORAzpp/lmSygkjiEkNvlRbJIw3szxwMEbdNLlgSXc/MW6ZrmheIPP8zTXuPsnlY+32dnLs+0eZnyt0023d5I8zG3O1PvY4rqiRXdw0SLFCXlWGKNQgjj83MaKigIiogChV+VQAF4FduISjTXLpr00O2pCCvaK0t0XkXtQe3+zTSyRu0v7vLA9f3iKON4X7uB09+vNcNfX6xzKIg6jy1bG1D829+fmY9gPatXXL3yrS6G6YbfJ+6fWSLp849a8r1PUz9oQCS5GYl/i/wBuT/ppXi1k5Sd727/NmS0209Du4dTc7ss/b+CP3rRtNZ+zyM7GUgoV+WOInJZT3YDHy15ZBqL/AD/vLj+H+M+/+3Tn1N2GFluQc9d5HGD6SV5c4R5rtbbX9F/XYak1rd/ezq799Ikmurn7LP58s8srSFmGXllLSNtFxsG7c3AUKM8AYGNPQddGnGKG1M0UbXqSsojhky58lScys7cqijAOOM4yTnzR7qV9372Y5OeZG9c8/MaYl9JA6Zln4ZX+Rz2I6fOOeP5c1vQvFrl0fN0XoF33f3n1dofih5vtXmNO23yMfubYYz52f*ckeg617Db67LI5XfJwpPMUA7qO31r4c0bxKYvtOZtQ+byfuyHt5vX9+PWvf9I8SxvcuC9+f3DH5mBH+siH/AD3PPNe3h6k1JLmdrrS783/Xr6ETSs3bXTX5o70+NNL8S6nN4O0u31C316a5ubVby8it000T6YZbq8dniurmYRyxWVwsBFiSXeIOkILNH87/ABP+GnxF03WfE3jKHXfDyabo1imuNCrTvf8Ak6Lo1vc3CxRS6Ebd53NnIYEluVicsglkjUtt9rL6dZ51i0s47XUP9eL+3t4Ib8PdfJNJ9qj2zCSZJpFmYS5kWSRXLB2B8c8b+O2e51zS7y61q5iuLJrW4glnM1rPDdabGskM0Ut4VlhkjlKSxvGyupZWVlPP1VGpFU1dJvR/hHTr/Xzt50pVua0ZytbZN7XXn/X5fHmufGj4Vrdxj4p+HfFfiXxB9nT7HfaRFZ2ttFo3mzfZ7R47XxJoMZnjvf7QmZzZyOY541Ny6qsUPdaD8S/B/hX7X/wl2ma5qf2/yP7P/suK1/cfZfO+1+fv1bTP9b9otvKx5/8Aq5M+Xx5mTrXwy03xndR6pp+jeGY4YLdLBl1DTrdJjLFJLcMVEFhdJ5Wy6QKTIG3h8oAAzfOepfC74h/Efyf+EZ8TWWm/2N5n23+0tZ1yz87+0fL+zeT/AGfp995nl/YbjzPO8rZ5kfl79z7IlWVrq3S/4f5/072mMaktJSb2te/lf/P+tP15s/2htJ8G+BdH8XGHxANAsNC0KS2s7XTtGn1GOy1GCxsbCHZdagkLyQi8gE5kvmIVJGWWZwu/5F17x/cfF34z2Pi/TZbqLw/4n8R+EbYWWr2tjaakbezj0bQr2O4TTjeQwmaSxuDC1vfO/kPFIWhmLJHbuPFWgeHvhBo/hLxJp1xq2peH/DHhLQdZnW0sr+xvtT0ZdIsby6ikv7iGe6gmvbV7iCa7tobiRSkssMUpKL8eJ47jtPjFoF1pEusaZoFt4r8IXEelWci2UUcMM+kSXiRWNreLZIbiZbiUqrKkskzPKweRzXDUxN1v1/rv5/j8tI0XfX+np/wf62/QT4k/tU+GP2ZNdtPAVxZ+Kw+r6TB4uH/CP6XoGrWW2/vL/Rh5tx4g1izvEus6A2+GKJrZYvJdJDLJMq/M3grwZNJ/af8AwvA2njLH2P8A4Rj+wp7qx/s3P2v+2vtX2CLwv5v2zGk+R5v27Z9lm2fZt7/aPlD9tu61f4i/FXw/reg6leWdna/D7StKki1S8ube4a5g8R+LLt5ESza+iMJivoVVmlWQusgMYVVZ/ujStOv28/7VcrcY8ry/Mmml2f6zdjzE+Xd8ucddoz0FebUqK7bd7W8t+Vf1/Vt40ZXXRfd0X+f9a25jxPq8niaxj8GeCHfSF8P3ifZl1aOI20Wj6TDcaVDaR3A/ta7mmQXFoFe4UvJHFI8tyZeJJNB+HcngSytPjD8SfsOv+FNK8/8AtrT9Aub7+3rv7dLN4X077JbPDoNh+41K8sJ586ra/wChQzSDz5sW03nHxu/aN+FvgLw9bWtv4W8RWHiHT/EkOhavq+h6J4dtZr+e0sdWj1Am/TXLO+urW6vrNbrN0qPO6QzTQrMoC/GXivx98S/i1pl/d+EfiD4y0rwVr/2X+z/DOr+K9fsbOD+yri3ju/tGjaZealpMXm6tptzqEXkNNvlkiupPLuXkEfkY6NWpF+xk4PT4bptcj6prq/y9V3UKcr212v8AK8V38/61Pr/4s/twfB7wPdS+FvBXhr4jaNe6t4dku9OlfSvDl/aQa1fyalp1neXMmpeMNQnEUUtpatNEkFxCIoiy20rvIj/KN/8AG/4g/F/yvs3iCQf8I95m/wDtXR9Asv8AkLbNvkf2Zp1z5n/IMbzfP2bP3fl7t8m3U+Fnwvh/sC71j4h6f4b8Zahpusz3C3+q2i+Ib+PSLOy066Gn291rmn+ekaT/AG2aG0Esdqs11JIGV55mrtNZ8QfDTw99m/srwZa6X9r87z/7L8O6BY+f9n8ryvP+zTQeb5XnyeVv3bPMk27d7Z8SWExU+TmnU295ylJ3221/D/hzujRlpdvXZa26dPL+u5xXhz4W/wDCR3kknjVdP1mzuLR9QEVveajZyf2nNLAwuWNjFpxC+VPdqYllMIaUYhO1GT7X8C+C/EvhD4d6WdCv9LsfAWn/AG77Logea61GL7Xrl2J/397p9xPJv1m5mu/3urPtgfYm1FS2X5wXwP4w8ZWNpN4P1u20P7ZFBq8Bm1LVNMZNLuId0Vm50u0utrr9qtt1uha3UwnbK3lx7vSdP8F/FbSfBsOh3/jiW4+z+Z5scXibxJLZv5uqvdptSa1j3bfMRjuhXEqkjOAxz/s2b3123v5f8H+tuiFNpK/e9vu/4J1+v6Xc+IhKZpIZBJZPYsJWeHKP52V/0eLhSJz8w+cZOOi1i+Gf2dvCniz7b/wkGkWF/wDYPs32T/ic+IrXyvtX2jz/APjyntvM8z7ND/rd+3Z8m3c+614b8LeK7bR7y5v9ajujb3FxMzHUdSnk8mK1gkMaGa3Xn5XKqWVNzZyMk113hjxK+hfbvtNxqLfavs2z7LKWx5H2jdv8yeHGfOXbjd/FnHGdoYN01ta3Xa2y/Lz/AMzoi4pW5Vv2XkdJ8eJvD3grwhp2q+GbG602/uPElnp80+97zfaS6ZrFxJD5WoXl1Cu6a1t38xY1lHl7VcIzq3yW/i3W9aQ2lvesk93h1ee1skjBUi4beYoJGBKowAVGG4gcDkeo3evN8Ro10QzXt39lcar5evSGezXyFa03xp519i5H27ajeUuImmHmDO186Sz0bwzGb++0uylj07EM4s7G1eVncizzF5y26sPMlDEu6Hy8nBbCnpiqkU/eaS13e9l5/p9x0RlT2UV+Hl/X9acd4astHm8TeHotWtJLrxJLrmkRtqEUs0dobl7+3WwkMcdxAgSGI2yy4suTG5KSkln+ptV8CeIbu4SSwvdLhhWFUZJpLjcZQ8jFhiwm+UqyAfMOQflHU+Hx6XHq1v8A8JlpENtY2yq9/a7oxa6lbvpRaJpY/ssckcU6z2by27x3WR+7cvG+Qq2+r+MtSQz2ninWoY0YxMsmt6rGxdQHLARSyKQVkUZJByCMYAJwdSN7S1adm3rrpd/f/W9s5pWbslr+p798QfGXh/wno1tqNrZalDJNqkNkWhSC4YpJaXs5Upd3xjClrZSWX5wQAPlZqy2Twl4i8P213oGl3ll4r1eysNQi1O/mmFsLm5FveajJNAmoXtuhuLdrtESOweNJZUEawqqyRv8ADHg+71S/mt/Eh07XbFLOSaK01Qy6pbx3azW6Jcpb39rJCkyQyTxLMqiRUmkQHbI4PY6x8afg/wCDdKn0ufwPfLf+HVg0e4uNM8M+F1jNxYTw6bcPZyvqtrMbeR438tnjgdoG+eJCTGNadSnpotZLt5f5+X5255JWbsr2f5HD6T4A+KcE1jrem+I/DtvDZ3MV9bK4d543sbgSFtknh6aJ286FnRZJGRgVD4UlR8y/tMeA/it458d6Tq2p+JfDl1cW/hKw05JJla0ZYYdZ165VBHY+HY4WUPdyMHYGQlipO1UA9I8TftXeDotQ1E6daeOrLT0ijaKzgt9Ltoo1FnE0wS3g8RiBPMl8yQhcB2cu3zM1eV6j+3L8EdEnW08V+DvH2uajJEtxDdt4e8I6mY7J3eOO38/UvF0U6BJ4rmXyUUxL529WLySAdalC2kdrLZdl/X9aclVNpW08+2qPpaXxHrvy/wBkXwtev2jzra0fzOnlbd9vcY2/vc42Z3DO7A2/Mfx5+F3xP8C+HoPibo3iHw1ZXPjHxTFvmiae8vHt/ENjrHiBkubO/wDD02nQM0lnE8xtCxilQRQOYGcmjoXxOg+MH2r/AIQSfX9B/wCEd8j+1f7WkTS/tf8Aa/nfYfs/9jahqfn+R/Zl55v2nyPK86PyfM8yXy/ePFfxD0DTPA3hrTvHFlqXie20/wDseyNtdW1lrVqNVtNHuYDfQw6vexxgiOO7jjuSiXIjuGTYqyygW49tPT/gHHNS+enr06300PMPhx+0t4V+HHwt0ZfGNh4p1T4maN/aP9o+ItE07RZNKn/tHxFfG0+zW1zrGk2zeV4fvrWxm36Jb4uY5ZF82QLdyc14o/ayvvG+oQ6t4eu9fsrK3s49Pli1TQ/DEdw11FNcXLyIsEt+hhMV3AqkzK29JAYgAGf1jSNU+DnjLSrfT7X4caQLjUfN8t9S8IeFvL/0O5lnbzmjkun+5asI9qP83lg7Rkr1+k+H/hLoVs9pdfDfwrJJJO1yptvB/hpkCPHHEATJDC2/dCxICkYK/MTkDCpCe921Zd+//B6lUIuU/evaz0fyPlzwNB8QPFn9qfatc02b7B9i2edBDb7ftX2vdt+y6QN+fsy58z7uBt+81e9+GdM12CYQX97aTpDYiLEQwPOjaBNwP2OFiuA4GTzkErnpi+FPij8OP9P/ALL8LXlh/wAevn+TomhWvm/8fHlbvs+ofvPL/eY3/d3nb95q6y20fWPEE8l5o18ljDfK+o26TXV1bPHZXLrLDA62sUyI6JNEGiRniUoQrsFUmqFFNpuCd+9u6PQcKSduRaW6Ly8vX+tr1volzda6iu9u0L7soXlUnbZsRysQI+ZQeG+vpWvqMd1pAfS7SRIXvLdnjIHmxCa4326u7zRvIADEu4KrAKMhSxIPmQTxBoXjb7LfavczLa/61LfUL2SJvP0nzE2LMIQ20zIW3KuGDEZwCfTdM8zVr2zuJHMwS8t4W+1M0jlVljkKDd5gKESHClgMluOcn2aOHhyr3EttbLtHy3/4PbSG4x6LyVtfy/yGeHtFtZvtn/CXxLqu37P/AGf9klng8jPn/a/M8htP3ebi22bvO2+W23y8nfzup+IrO4gRNHjurW5Eyu8lwkLIYAkgZADNc/MZGiYHYOFb5x0b2HU9DnuPI+wG2tdnmebgvBv3eXs/1MLbtu1/vY27uOpryrwn8PtYbUZhd3Ol3Ef2KQqkk11Mofz7bDhZbLaCF3DcOQGI6E1t7CK6K/8Aw3/B/rbN1XHZ28vu/r0b+Xn3h3WfF1x4shtr/VYJ9Ha51JTaLbWiSmGO2vGtU8xLCKXMUiwsx+0ZYIQzOCQ3U+K/EOn6NK8k8N213BpzXkEsCROqGJrloiVkuI1ZlliLbWjZCMBsglRttpVvp2r3H+jWizWt3dwtJBCitvVpYXMb+WjYbkZO0lScjkisrVfC9z4n1ayjtzY7blbbTdt95m0vNcyLiQJb3AMBFwofhiRvHlnjdnKm00knrb8/6v8AP5ZyxE+V2lJO26dui/rp+i5Xw38W4p/tv2n+05Nn2bZiz01cbvP3fcnTOcL1zjHGOc9DNbQa0otVTmNhcfvWeNcIDHwYmZi373gEbcZJOQK9B0L4Njw/9q/tKw8K3P2vyPJ+z2vnbPs/neZv+0aXDt3edHt2bs7W3YwuZZIdPslEosrdNx8vMNtArcgtgnCfL8nIz1A49PRwuGckpW1urv5v08/60XzlatU+tRvOT96O7f8ALDzPGrjwdp0Hm3E1tE4VyX2XN5uJd9uQC6D7zAnkcZx6VROlaHzbJZSCV/3aMZ7jYHk+4SftJOAWBPynvgGvoK2j026MUb2MDiVdxEtrbsrYQv8AMCGycjPQ/Ng+9WpdB0nZJKulaWCqMwYWNsHBReCCIcggjIIPHHSnXwkaqXPFS1tqk9Pnfu/6vb6fCYmrGnbnlv1b/lgtr/1+XzW/gG4vT5to1jFGo8tlluLwMXGWJGIZRt2uoHzDkHjufTvA1lrngb+1PLvLVP7U+xZ+yqLnP2L7XjzPtlouzH2s7fLzuy2/7q101yltbuEjgjjBQMViijRSSWGSFCjOFAzjoB6V18HwM8e+LN/9j67oVp9g2/aPtep6zb+Z9qz5Pl/ZdIud+z7NLv37Nu5du7c23moZVhKc+aOHpRl3VOCfw23UV0b/AB9F5eaYqpy61JPV3V3/ADU721/4fv2/AP8Aa+s7FIvjVrccBXVp/HOp3cl15khDXF78QITdSeQZDbjzfOl+RYQib/3aptXb8l/si6jJYftV/sx63cMzxad+0J8GNQmESRmZorH4keG53WJGEcTSFISI1d0RmwHdQSR9p/tn+FNV8PaR8brLUbm0uLjSPG95p95JbTXMqTXNr8RbSzmkhee3geSN5lLq8qRSMh3MiuStfn38Fb0+DPiT8LfiRqLzS6F4N+IPhDxfqVpp7b9Vm03wv4osNV1CHT4J3tbOS+mg0+ZbOOe+tYJJ3iWe5t0Z5E+5y6XJgpOUlBqq4pvsqNNqKt3t6b7HxVXETeI1c2nBK3M7J8+7X3302/D9gP8AgsZoOsfGj9pvwL4p8N3VnZWNh8CfDGgSxa8XtLxru1+IHxP1F5I49OtNTga2MOqwKjvOkplSZWhVFR5Kv/BKbT/DPxF/4Xz/AGhp09z/AGP/AMKu8n7TPcWez+0P+Fi+Zs/s+9XzN32FN3nZ2bV8v7z19K+GPEHg79siwm+J3hLw+senaFeSeA51+I2laWmtm90yG38QSG1GmTeKIP7K8jxRbCAvqEM32sX26zjQRzXHqXhj9mnWv+COv27/AIaQXwR4y/4aK+zf8IZ/woZbvxF/Zv8AwqP7R/wkX/CVf8J5oPwx+x/bP+FnaF/Yf9lf259o+y6x9u/s3yLP+0CtOLpRlLWpFe7J9LuClfq7r9e2no07vlkpXTXvJtvp7vKvs9b99umnJfsl/DH/AIKF2/7XPxwP7J/x1+FHwwv/AOzviWljP4u0nTtXjh+HX/CzfDf2bQJF1f4N+PlbUo5l8OO1y0UtyV0+5B1lxLKt5+wHhz4X6p4Jls/i1/wUyn0r9odtM+0f8Lrf4RXN9oOo+L/tqz+Gvhv/AMI9ZaLZ/A7TLT/hHxd+Ahq32aXwv58GialLN/bVxNKurfmD/wAFC38f/Cz9lH4SftJ/AfxfqvwZ1P4w+OvAV5H4j+G3iDWvh38RLvwl8Qfhv418er4f8Uav4NOn3FxbXFxp+j3+t6Uuu6npkuuaXYXQa9extbxPxd8M/Eb9uH4yeJLLQdS/ay+MuuaN4j+0+dpHjD47/F3U9Kuv7IsLi8j/ALRsJ77VLWfyLrS47q03wz+Xcw20y+VJGGj8l4qdqlsR7LkhKcbuS55RStBWekpdL6adOmkrK1oXvJJ2S0T6vyR/U38bP2Tv+CTX7ZNlrXij4PfstePvDPiseDdR+G/hDVfiD8Rvijp0eleN/J1bUdA1a8tNB+Ovi+xm0Kx1LxRplzcSTWWo3EiwXsUmj3cKQxXP5xXv/Bvz8QPEvlf8K2vvgVoH2Lf/AGz/AG38Q/jLJ9r+07P7O+zZ8E65jyPIvvO/49c+dF/r8fuee/Zq+H/7R2n/AAU8deA4PjDqUHj/AMVa74ns/B/ie2+IPjuKLQdX1zwnoOjeH79taSyTWtLbS9aQag11pdncXVkoW7slmuwIh84/HHxF+37+w5/wi/8Awtz9sH4v+I/+Fof21/wj/wDwrz9oH406x9j/AOEK/sn+1v7X/wCEmn8JfZ/tH/CW6b/Z/wBi/tDzvIvftP2Tyrf7T5ssfip80ViKkndWhzTu/hemttN/v+T5Y9l9yPpzxL+xb8U/+CWWj2fxy8S6/wCAJ4vElxb/AAWJ+GuqeIvFmsNfaxaz+Ly8+n/EHwr4e0iLRyvw9n8y+t7ltUjujYQRWhtbm9kg+k/2WP8AgvDqGneMvAn7Lvxk1X4s+LPgBD/wk/8AwkfgHQfhv8GLV7/zNK8Q/EPSPsnie21fw14yT7L41fS9an2eJLLcLabT2+06UzWE/wA6fs+/8Fev2YfB8ekv+3H4A+N37UXgmLwPYaXb+F/GnhX4ffGzT4fiei6KYvHEWifF74l2ukR6jHpFr4t05PEqEeIUg8QXVosYttW1Pb3H7QX7OXw9/bu+Evi79sL9hn4c/C79nbwf8VP7A/4Vdb654Q0T4SfEPwf/AMIP4l0X4X+NvtUXwg0Pxfpfh/8A4SDVPCHi54P+Ee8T6j/auh63C2rfZLjUtT0+2WH9tK1av7VUasnQhX52oQrtq0p6ttQipSaVm0nZktxu4qzkldxtrbT87qx9Lft0fsofA/8A4KWfDD4u/ttfAfwRH4S0f4EfATx94F8v4teJ/GWheMU8V/C/w94u+LX9paRoXg/XvHvhTUdIW18eaOtg+s6rBPeapbalZ6jpkWmw2tzefyv+A/2WPFHiP+1f7ZvfCl59j+w/Zv8AiZ69b+X9o+2ed/x66PBv3+RF/rN23b8u3c2f3Z/Y4+MHi39jL+wv2DP2hfGHjf4i+L/2l/ippl1p/wDwifiDU/F3wnuvC3xl/wCEX+DdroXjv/hN9T8LanPbT6n4W1r/AISfS4PB+vadL4bvrby21S4ubvS7f9XPiD8Cvgj8G/7I/tP4OfCv/io/t/kf8I38PfCX/MI+xeZ9t+0aRpf/AEFI/s2zz/8Alvu8r5fM76eJxVFSowrKpBNWq2bbtZ3hJ2lFPay3V15hyRlZtdPhdra91s2ul9vU/B3/AIK+fEDwx4r/AGa/BGnaPYavbXMPxx8NXryX8VskJgj8BfEyBkUw6ldt5hkuImAMartVyXBAVv5yMp6H/P419GfGD4reLfHXhqx0jXvF3jPX7O31221GOz8Ra/qeq2UdzDYanbJcxW95qN3El0kV3NEkyxrIsU06BwsjK3zUScnk9T3r7fKpzqUW6jcpc0vi16q29z4fNf4/yj/6SfoD/wAEpRGf+Co//BNk7Tn/AIb6/Y7wcnr/AMND/DrHeioP+CUZP/D0j/gmxyf+T+/2Ou//AFcR8OqK7K6s427M8+G3z/RH2Z478J/8JrpFtpX2/wDsz7PqUOoef9l+2b/Ktry28nyvtNpt3fa9/meY2PL27Du3LwHinxJ/ZPgy48L/AGL7R/Y9tpej/bvtHlfaP7Ju7K1+0fZvIk8n7R9m3+T9ol8rft82Tbub0TS9QOh3D3fh9odUvJIWt5bdj9tCWzvHI83lWTwyqVlhhTzGYxjzNpUs6EcFrlzeXs+pTarb/Ybe5vJ57qcxS20ULyXRlAElyzpGrTlY1EhYncEBLkGvjcNUXM/lZfNdfP8AQ+rPz1urr7R+0D4euvL2bvGvgJtm7djy5NAXG7avXZn7vGcc45/oC/Z0/Zk/4Xl4J1TxZ/wm/wDwi/8AZ3iq+8O/2f8A8I3/AG3532TSdD1L7Z9q/t/SPL8z+1/J+z/Zn2fZ/M89vN8uL8J/i5Y2T+I/FL2s7XANlAYjHLFKsjjQrQBVMaHed42YU5zletf0G/8ABDr9oPxT8H/2TviF4a0uz8Km3vv2h/Fmuv8A8JFb6j9t865+G3wl09vK+z61pifZdmmR7MwO3nefmZhtSPtxk1VwyndRdPkpqN7ue3vLa1u1n6mcVyya3U25X7eXW+/kecft6/tNf2r/AMKp/wCKJ8jyP+E5/wCZk83f5v8Awh3/AFAI9u3y/fOe2Of0Vh/aJ/4VN+yp+z946/4Q/wDt/wDt7wN8KdM/sv8A4SD+yvsn9qfDgax5/wBu/sTUvP8AI/s37P5f2OHzfO87zI/L8qT8QfjZ+xh4r+Cn/CM/8IV4B+Musf8ACS/2z/af9ueFdS1D7N/Y39lfYvsv9k+FtK8nzv7Vu/P+0ef5nlQ+V5WyTzP3G+Bv7NPgjVPgp8H5vEuqeLtG1mf4W/D+61jTXvdI0+bTtYl8J6Q2oafLZ3+gyXdo9pdyT272l0TdW7RGKdjIj5/Nsxi5PTo1+UT1MLtH5/8ApZ/NR+2L8SP+Gif2sfiKn9jf8If/AMJh/wAIjz/aP/CQf2d/wj/w28MHp9h0T7X9r/sT1tfs/wBq/wCW3k/vYfhr8F/7E0K7tP8AhJftXmatPceZ/Y/k432dhHs2f2rLnHlbt24Z3Y2jGT3v/BRyyuvAv7VHxk8AaHa3N74O0v8A4V59l1y/gkubuX7d8OfA2tT+bqVmlppb7NUu5rSPy7KPbEiW777hWlb5K8E+CdB8U6Vcahqt9e21xDqEtmkdpdWcMZhjtrSdXZbm0uHLl7iRSwcIVVQFBDFvZpU5vL6EFKOFwsoUJVaUGsU62JdOF8TKb5alGVRcieHjJwp8qavzM9/CRXNzP352cYyfu8sLL3LLSSWvvNXd/I/sMudb/wCE52f6L/Zf9l7v+W323z/tu3/plaeV5X2T/ppv8z+DZ82tDL9nhit9u/yI44d+du7ylCbtuG27tucbjjOMnrXMSWdhp2P7KuTe+dnz/wB9Dc+V5ePK/wCPZU2b98n387tny42tnIe+ZJHz5QIZgQ2Rg7jkEbxgjHSjF0/3e/r000PZq/a+X6Gn4jusw3g8v/n3/i/24P8AZryy/l3TKduP3Y7/AO0/tW5reop5Nzvlt1/1OcuBj5osdX4zxXn93f27Sr/pFtnYAAJk5+Zv9vrXgVoNXstHrv5+Zzmt5+z+DOf9rHT8D61Tt73c5HlY+U/x+6/7FYd1dD5PLaN/vZwd2Pu4+63GeevpWPorTvdSB4io+zsc7HHPmReufU150o2ei06fh+rA7yXUcRsPJ6YH+s9GH+xWFe6lyf3P/LI/8tPd/wDpnWRdXUKtMhmhDLIylTIoYFXwQRuyCMHIIyO9Qw+VPhvMBG/YSjKQOh6888/y4rWkm7WX2v8AL/NAXItU27v3Gc4/5a/X/pnXeWHiv7PMz/YN+YyuPtW3qyHOfszf3emO9cKLKFvuvI2OuGU4/JKwr3y7aJXdwgMgTMrKq5KucAnbz8pOM9AeK9SjG2ttU138/wDNID3Hxp4o/svwRe619h8/y4NKl+zfafKz9qv7CLb532eTHl+fuz5R3bcYXdkeTab4y/tjSo7j+zfs32tLiPZ9s87y8SzW+d32WLf9zfjavXbnjceFlmFsXvJGSOFWLedKdkG2VtqMZCVTDl1CHdhiygZyM8dd6/4j1XWB4d07SV1DS9WntdKjurGwv7u4mTU1htrgWs8E0lvJcJLcSxRbYJAsqBHjkZWU+kq7svRdV2Xl5oFQTd7dPN9V5+diD4keN/8AhH9ctbP+zPtfm6VBdeZ9t8jbvvL6LZs+yTZx5O7duGd2Noxk/pv8C/BP/Ct/+Ep/4mf9s/2z/Yn/AC5f2d9m/s7+1/8Ap7vvO877d/0y8vyv49/yfM3wv/Zp8Da1oF5deOdV8W+GNWj1i4t7ewnvtH0V5tOSy0+SG8FrrGgy3MiyXMt3CLhGEDm3MaqJIpSfRPGH7ZXjPXv7O+0W3w6X7L9r2fZYdVGfP+y7vM3+KJv+eK7cbf4s54xzVK22r69F5f18vS+kaGqtv6P/AD8zX8e/CP8A4Te78TWv/CQf2Z/bmsXl75n9k/bfsudVOpeXt/tK08//AFfk790PXzNnHln5l1rxH/woXVrjQ/sf/CV/8IE1vrX2r7R/YX9q/wCjw+KPs3keRrH2H/j6+w+d5159z7T5XzfZ18a8WePL7xnrPiC1vV0pV1rWdRvJ/wCzhMHDnUJdR/0bzby6Aj8yMD51lPk5+bd848H8WfGHx94Q/tnwTo3h/SbzQLSxltor+80rWri9aHVbAXt473VrqdtZFoZ764SJltFWNI0WVZHR3fzqld6Ja9ei7+R0Rw60fZq+/l5/M938ef8ABQn7ZrFtL/wqLy9umwx7f+E+35xdXjZz/wAIUv8AexjHbrzV6xtP+En83959h+w7P4PtPm/ad/8AtW+zZ9n/ANvdv/h2/N8v+BPCc/xV0i58Q63Z6rb3VnqU2jRpolu8Vobe3tbO+RpFu7bUZDcGTUZQ7LOqeWsQESsGd/0L+HPxAsviP/bP/CUanoGl/wBjf2f9h/s69isvP/tH7d9p87+0b2+83yvsNv5fk+Vs8x/M3702cNTEN389tulvI6Fh0/6f+fzPDvCvhL/hGvEmq6t/aH237XDfW32f7J9m8vz7+3ud/m/aZ9+zyNm3y13b924bdp9bk8a/Z9KOj/2Zv2Y/0n7btzuuRdf6n7I2MbvL/wBaem7/AGa+NPjz8Qbr4EX+u+N/h22j+IdY1jxxqfh64tddMmraemlahNrGrzXcEGh3uj3SzrdaPZRxTvdy2whnmRoHkkhli/LH4pfEDW/iZ4613x5rlpptr4k1v+zPtWm6RBdwWKf2bo+n6NB9ns7y9v79d1hYQzy+ZeS7pmllTy4SsSehl/7xpys01y6PVe9BXaVrLV67fgd2Fwycltsk9+8V38z9s/FfxS/sDxDpkX9hfa8QWd3u/tPyP+X65Xy8f2fN/wA8c78/xY28c8p4z/aY/sv+zf8AiivP8/7Z/wAzJ5W3yvsv/UBk3bvM9sY754/D+HSo9WQy332iC/3G3trSLbE84wGh2QTRyTSvLNI8a+WfnICIu8HPT+H/AAHrs32v7DoHiO72/Z/N8jS7yfy8+ds3eTZnZvw+3d97acdDXrVFQjF+9dxsktbbrrzdvLodssPZpJWt1v3S6XZ+rHw8/bP/ALQ8Ya1pX/CtvJ+w2Wpfv/8AhMPM837Nqllbf6r/AIRZNm/fv/1j7cbfmzuHv/gz42/294903Uf+EZ+yfa/tn7n+2vP8vyNGuoP9Z/ZMO7d5O77i7d23nGT+SPw68DeONf1i40fwt4N8VeI9YstKllvNK0Xw9q+r6laWttdWNrcXFzY6daTXUEUF1Nb200ssSRxTzxQuVklRT+i3wk+GGieGPD/h/XPElzrPh/4rWP8Aav2zwHrk1ppN/afab3UrO3+1eF7/AE+38SW/2jw3cQazB5syebDNDqKbrCRFby61ajHmd/x30236nPKlZdtfN9P6+49e+MPx8/sjXYNE/wCET+0f2j4fiP2r+3fK8n7Xeanaf6n+xpPM8vy/M/1qb92z5cbj5/4Q8df21/aP/Er+zfZvsn/L952/zvtP/TnFt2+V/tZ3dsc8T8SPDs+ufEbwrqNza6gllbW+hw3d5bQOtpbW8Ou3088s9xJBNFD5MUzSyvI6pHEFdwFyT2l74egh8r/hFjea9u3/AG77Ls1T7LjZ9l8z+zoR5Hn5uNvnf63yW8v/AFb15FbH0ou1tOvvX7eRzzvFP+rbFfwR4y/4R/Vri8/s37X5uny2vl/bPI277m0l37/ss2ceTt27RndncMYPqFvq/wDwllyun/Z/7P8A7UaSfzvN+1eRsVr7b5flW3m58ryt2+PG7fg42HxnQ/AvhHU7uSDWdautPtUt3mjm/tHTLTdcLLCixeZdWckbbo5JX2KA52bgdqsD6JfeDfhloGjnUtN8ZJc6hZw2qw21x4i8PzIxleG1mDw29rDOxjilkfCyKVZQzZVWU+bVzKnbfo+q6pf3TndRqW29lf7vI6fVdY/4RrTtR0L7P9t+x2N2PtXnfZvM+1W8l3/qPKn2bPtHl/65t2zf8u7avD6H8SP7OtJIP7G87dcvLu/tHy8booU27fsL5xsznPfGOMnB+16GD9pg1ayluEIkhiW/s3Ek0fMUYRG3vvdVXajBmJwpBIrXsvHV/YxNCiaZhpDJ+9Wbdkqi8Yu0GMIO3XPPp49TGc02/s3fbq9Ht/XQ7qbbir+X5I7DwT4x/wCEq1W407+zvsHk6fLe+d9r+1bvLubSDy/L+y2+M/aN2/ecbNuw7sr5F4l/Zu/tTXte17/hM/I/tTWdT1P7J/wjvm+R/aN9NceR5/8Absfm+T5+zzfJj8zbu8tN20e76Bq+nreSn7fYf8ezjm6h/wCesP8A01rtY9Z0cFWudV02CHHzyvfWsSLkfLl5Jdi7n2qM9SQByRRDFtNW7rto3bXb+vuuOF3e+/l/wT4Ju/AP/CL60uk/2t9u/s+4tH+0fYfs3necsF5jyvtlx5e3zvLz5j5278DdtDtZs9t1GPMz+4X+D/ppL/tV94tafD64nGtHxfp/9poyXMVomv6J5T3FntFtF5G1rhhKYYgyLKHcufLZdy40U+KmpeHR9i0caDe20p+1SSzie5dZ3AiaMPa6jBGFEcETBChcFySxVlA9TD4u69V5dVHy/roZSpbu27318ul+t/60Pzc/Zw0D/hM/+Ey/0v8As3+zf+Ed/wCWH2zzvtn9uf8ATa18vy/sv/TTf5n8O35v1J1P4O/8Kx+HnhDxx/wkf9t/2/ZeH7D+y/7I/s37J/amhyav5v23+1L/AM/yPsH2fy/skPm+b5u+Py/Kf5d8UaT8P7n7D/wkni200bZ9p+x+fr2iad9p3fZ/tGz7fG3neTtg3eVjy/NG/wC+ldBZ658MLrT7HRbXx/4auRptrbRqkHirw9NdiKzgW0DzrHM2MblErCKNfMYABcha9/DyU2uvf5tGcsO3furPZ+X6M5DxZ8ePK8VX/wANf+EV3bfsv/E6/tzGc6bba/8A8g7+xz6/ZP8Aj/8A+m//AExrEfSv+EuP9pef/Z/kD7D5Plfa93lkz+b5nmW23d9p2bPLONm7ed2F9r1/wV8OoPh1d+PIfFhe7TyNpOu6E2kndrsOjH7toJTiMnpeDFyOfl/dV89zWfgvV2Fy3iW0YoogzbazpRjwpMmDlZfn/e8/MONvHc9tSnFQv3t36/Mn2LjbzS19bf1/SvrfC/8AZ9+y/wBuf8Vdv3/2Z/zANuNv9of9Rps53e2MV9A2Ouf8ITHFafZf7T/s+BNF8zz/ALF532RUj+07PJu/L8z7Ju8nc+3zMea2zLfNfw1+KPjDTv7a/sPR9M1Pzv7O+1bdP1S88jy/t/kZ+x6gnl+Zvm/1md/l/Jja2fe/BPxH1bxPq91p08OkfbYLCa7u7KxjuftltPFdWkE8c9u99cTQrDNcGKRJUDxy7Edg2Q2VCKbTa/P+ZESi2rLrb9P+B96ObfxV/bnxDMv2D7L9qx8v2rz9nkaGF6/Z4d27yc9F27u+OfbtC1f7Dbsn2fzf9KMufN2f8s4Rtx5T/wBzrnv045wpjqJ1pp5bOVE43ObedYx/ogQfM3AycDk8sce1ct4pgmuL2O48mUmKyQDZG5T5Jrh/m4bn5ufmHGOnWvaoxSirabK/yRi01ufVHgXxRv8A7U/0HGPsP/Lznr9s/wCncelelWGtfaJmT7NsxGWz527oyDGPKX+91z2r85or7ULLd5NqH83G7zIZmxszjG10xnec5z0GMd+R0nxn4zs7h5f7AiXdC0eZdL1ULzJG2B/pS/N8vr0zxW0oq290/wDgPuc7TX9en+Z+gVv4V/tXxZcn7f5H2zUdUn/49fN8vf8Aa59v/HxHvx9zd8ufvYHSu7t/Bv8AZF5ay/2l9o8i4gu9v2Pyt/lSq3l5+1S7d3lY34ON2dpxz+YujfGH4maZ4lS4Twppwgt7i/WOefQ/EAhMbQ3MMbtINTjQ7wy7WDKrMy7eCBXqdp8ePG95d2v9oaR4etUa4gilf+z9XgCW5lXfKWn1hgu0M53t8g25IwDXI0tH1uvzOeUWk15M/QvUtS2eT+5znzP+WmOnl/8ATM+tY9v42+zuX/szflSuPtu3qVOc/ZG/u9Md6+d/Cnxe1cfb/sieH7j/AI9fM2LczbP+PnZnytT+Xd82N3XacdDWXH4tk1cm2STTZSg8/bas0kgCkR7mAuZcIPNAJ2j5iozzg/TZfTi6Eem/f+efmeBVpt4qP+KO2v2Yn2VbeLPtUcK/YPL82NGz9q3bfkD4/wCPZc9MZ49fatjT9Yxe2T/Z+l3bnHnekyd/K9vSvkSPxtHo1tFc/a9HSW0iijKXU6qqMVW3ZZV+1xMrLvIwWUhwAR1U8nqXxz1RL2e3gbwrLAfLRZAbhyQ8SF8OmrhCVZmAwvGMHJBoq04pJb6rv5+Z9LhYOML9P+BA/XXwl4n8rTZ1+w7s30hz9px/ywth/wA+59KzW1/7Pj/RN+//AKb7cbf+2LZzu9ulflho/wATrzUbZ5pW0IMs7RDyjKFwscT87r9zuy5zzjGOO5x/CXxk8eeLv7Q/tvQdIsf7P+yfZfsml6zbeb9r+0+d5n2vVLnfs+zRbPL2bd7b925dvLJJPT7u2x4ebzlyvXq+i/mp+R+b/wDwUZ8b/wBq+G/2lND/ALM+z+Z8SL6L7V9t83H2T4u6fNu8j7JHnzPI2484bN+cttwfw+8F+EP+Es8UeFvDv9of2f8A8JH4i0bQvtn2T7V9j/tXVLfTvtX2f7TbfaPI8/zvI8+Dzdvl+dHu3j9GP2wfGuqXn/C7bGaDT0V/HmrK+yK4WVTF8QYnx810wBDRgMCh4yODyPB/2S/CJj+Mv7PfxK+z6p5+j/GT4deIVmaL/iRK/hv4haZKj3Un2YOLJP7NX7cwv4iqifE8GAY/ey+rKlg5S5uSPtmlJRU25+yh7nK9k0r819LWtqfC1Z81azXMlG+/LrzvXRdLn9I//BK3x1/wxj+z34x+F39l/wDCyP7e+MviHx9/bn27/hD/ALJ/angj4eeHv7J/sz7H4p8/yP8AhFvtn27+0IfN+3fZ/scf2Xz7j87v+Cs//BPP/hgz/hQP/F3v+Fq/8LV/4Wp/zIH/AAg39g/8IN/wrj/qdfGH9qf2p/wmH/UO+xf2d/y9/a/9F+f/APgrh4s0/wCJX7SHgnXdY1LSILm0+CPhvSUTR7yGK2MEHjv4k3is63VzfyGcyX8oYiZU8sRARhgzP+zX7JfxB+O3xr/4T/8AtT4Y3R/4Rn/hFfI/4RjwX4x/5jP/AAknm/bvtF7qv/QKj+zbPI/5eN3m/L5fFmU2sMqkm252crx5V8dNJprR79Erdj28DU5nGPl5fyy+485/4JNfsc/8I34v074sf8LF+2/8J5+zvaXv9gf8Ij9n/sr/AISjU/hx4k8v+1f+Enn+3fYfI+xb/wCzrP7Tu+07Lfb5B/VG+8Bf8If8cJdf/tX+0f7O2f6J9h+yed9r8IpZf6/7Zc+X5f2nzf8AUvv2bPl3b19m8J/Cq18XaPo2k6fF4h1LxZbaLp17r/hvRkjvNX0e4htba21WO+0eHTrnUtPTT9SuUsLlL2NXtLqSK1uXFwwVuH/bf+IvxB+AH7DHxO0bQ/DFu154S/4Qv7LZeLdF1s3x/t74v+E7qb+0Le0vtGlOItZlltPLitv3P2Z385dzS/DVMQ3dL+by/wAvM9hU27b/AHen+aOouf8AicuNb/49v7OTb9l/13nfZC13nzv3Xl+Z5vl/6p9m3f8ANnaPEPi3o3/Ca/8ACP8A+k/2b/Zv9q/8sftnnfbP7N/6a2vl+X9l/wCmm/zP4dvzfI3/AAT/AP8Agpv8QtE0Cx8AeNI/gj4U0zxX8Yra21aXXE1vQtVtdD12y8GaLfapaPq3j6K3gigt4rpre9ubO5s47m2mMyzJDJEP2xuv2mPBuo+X/wAId47+F/ifyd39o/2R4o0rWvsPmbfsn2j+y9ef7N9p2XXlefjzvs8vlZ8qTGXtLu7++/8AwB+zfd/d/wAHzX3n8gf/AAUg/Z6/4U54Cj+Kf/CX/wDCR/8ACX/GZLD+wv7A/sj+zv8AhING8c+IvN/tP+2tU+1/ZP7L+x+X/Z9t5/n/AGjfD5XkSfB37GfxY/sL9pP4bp/YH2r7L/wmHP8AavkeZ5/gLxSen9nTbdvnf7W7b2zx/a/+0FaSeO/COnzRxzXj3vii11sjRUa4Ui50zWnMsQVbwmzJvBscl+Gi/etuy35HfH/9oWz/AGP9M8W/E7wFrvgPUvjb8PP7B/sr4c+PtTivGm/4S240bw/ff2t4Q0bWvDPi2Ty/CXia812x+zX9lsEdnqc32nTFlhuPYwM8M48k8P7SpKLjCp7WpDklLlUJciVpcrez0l1JdKW/M7duX08/6ufU3wX8Df8AC4/hR4y+Nf8Aan/COf8ACvdR8Q2//CM/Yv7X/tf/AIRPw3pXizf/AGz9r0v7B9v/ALU/s/b/AGVe/ZfI+1brnzfs0fuv7M/w3/4aA/4TX/ic/wDCJf8ACJf8I3/zDv7e/tD+3v7e/wCn7Rvsn2T+xv8Ap58/7T/yx8n97/MRr3/BSf4yfHn9p34HfHP4geH/AIRaD4i+HfiX4aWGn22gaV4p0vwy2n+EfiDN4wtLrWIdb8d6xfEm+1i9j1CeDV7GA6fDCsaW00ct1L/VP+wz+2Lp/wC1t/wtH/hZ/in4T+H/APhX/wDwhP8AYf8AwhetwaV9r/4Sv/hLv7S/tL/hIfE/iT7R9n/4RvT/ALH9k+xeV5119o+0+ZD5Hu0Ka5Ixf5t9L9xqnfq/u/4Pmf54mraN/Z1uk/2nzt06xbfJ8vG6OR927zXzjZjGO+c8YPPV9TfHT4XT+CfCWnarJp3iS0W48R2mniTWLR4LZjLpmr3OyN20+0BnItCyr5jExrKdhxuX5TMVzjf5Euw4IfypNpB+6Q2MEHIwc4OeK+2wDlKEnJ3d3rZLt0R8Fm8VCsoxVkknu3uvPU+//wDglN/ylF/4Jtf9n8/sd/8ArQ/w6oqr/wAEpWYf8FSP+CbKsu0/8N9/sdZBBBGf2h/h12PtRW9fePo/zPNht8/0R9qvo9n4QH9pQTTK85+wk6lJEINsv+kEJsitj5ubYbf3hGzf8h4K5/ivT9J1Pwveyfbt9xeR2Nw0Vvc2zHfJe2k8gjj2SPtX5iASxCDLMcE1b8RLqer2UVtdD7RGl0k4TNvFh1hnjDbo/LY4WRhtLEHdnGQCPOtVj1yxsLhmHlWkHlRqc2b7IxNHFEOC8rdUXJy3dj1NfnuFq6v5bbbr+vQ+rPgD4qX97pfxD1vRLe3V7FH0iLz5opmnEd3o2myzMZUeOHKNPIEPlBVVV3hiGJ/ZP/gmjqWk2XwJ8WRXmp2FpK3xa12RY7m9toJGjPg7wGocJLIjFCyMoYDBKsM5Bx+QHxWn0ubxd4jknbdrDQWew7bgZuBolktpwgFr0EI5Gz/np/FX6of8E1fhX8QvHXwL8V6voehf2paW/wAWdd06S4/tTRLHZcQ+D/Aly8PlXmo2cjbYryF/MWNkPmbQ5ZGVfVxHv4eElGMORQi1qpTbS99J7ru79SY3u7u927eXl/wD9+v2bfG3w/8A20f+Ez/4Wl448KaD/wAK1/4R3+wv+EA8S6Jpf2v/AITH+3f7T/tb/hIrvxV5/kf8Irp/2D7H9g8rzrz7R9q8yD7P5x+zX8V9f+Jf7V3xt/Z31K10RPhv8JYPiTaeDPEWiwXq+I9ZsPAfxI0LwP4dutW1e41G/wBB1H+0dBv5L6/m0rRNNhu74RXNitnZ7rR+58H/ALM/gf8AYh/tH/hOPBP/AArH/hZ32T+y/wDipNX8af23/wAIX9q+2/8AII17xZ/Zv9m/8JZaf8fH2D7Z9v8A3X2r7LL9m9V0D4F+EfCt3J8X/wBnHwt9g+JPxBtWvPEXiH+29Tuv7X8NeK5IfE+rSf2T471e40Gw+369b6HfbLHTLK/tdn2a2W2s2vLdvgsfF8zj1uv/AEmLPSwu0fn/AOln8zf/AAVt0600D9q79oDS7KaSVbT/AIVT5S3MkUlw3n/Df4bXD7xCkIODM5XbGuEC5zgsfhL4PLp1x4Zvn1C8jtJhrtyqxtcQQFohp+mFX2T7nOXZ13A7TtwOQa/ST/gp38O/F8Hxn+N/xB+J2j7Zl/4Vr/ber/2hpbY3eFfa*giab/oHh++KnKnT7b/RLL/ptcc+dLX5R6Ta6tf27zeA083R1naO5bdbR41IRxtMuNZZLo4tXszmMeRzhT5glx6uVrmy6pSdOaf1ly+sOLVFWp0VyOpspuzajZ6ST6n0eGteC5o35E+W/vWstUt7eZ/XhrN9beGfs3lXNsv23zt326aMZ+zeVjytr2/8Az8Hfnf8Awfd78ZJ4g+0SyP5tkQ7vICj5B3MSCp85sqd3ByeMc1zWq302reR/wkMv2j7P5v2T5Ei2eb5f2j/jxSPdu8uH/W7sbfkxl84kS4ldYB+6UMIhnpGGAT7/AM33cfe+b15zXZjqdoJ6bu/nZI9Wr9r5foauval5kN2N9vz5H3W9Hh6fvD6V59NdD7RF80f8Hf8A2z/tVvapG5hnLL/zyzyP70foa4q6HlyA9MIG9ejNz39K+fqwVndem+1znOjF6F/jh59WHb/gdZ0nidtLUXCSaeC58n/SHOzDAvxi4jO7MYx8x4zx3HM3V8U8vEuM7v4M9Nv+wfWuHuribUYxBv8AO2uJdu1Y8bVZN27amcb8Yz3zjjI82cHF2S+6/ZAevRz2V8y3U11Apu83MnlzxLGGmBlITcXITc2F3Mx24BYnmo7vUxpoePT5Le5zE0yB285mnwyrGBBJHnPlphAN5LHB5GPKTqNzb26xJNsMKRxBfLjbbs2ptyUYHAGM5OeuT1pbbXEieOa/utqRSpJI3kE7YEKs5xDCScAOcKC56AE4rajDa+1138gPRLbxfr6b92nWq5243Wl6M43Zxm55xmupP9m6z/ot3ewxRx/6QrQXNujl1/dgEy+au3bKxICg5AO7AIPkF9448Pfuvsuqf3/M/wBCvv8AY2/6y0/3un49q97+GXwp8XeL9eu9Ns9B/tGWDSJ75of7U0y02xxXlhbmXzJdRtlba1yqbBIWO/dsIUsvpU4uzsnbTp6gZtr4QXxLLH4dSHVLi1uwUibToxLdyxWaNdxPCRbTxvuW2V5GWBlMW9lCjDL6H4V+EqeHNX0CZbTxLGdJ1fT74fboAqqYL+O8BucabBiLIy5Bj/dc7x96vtbwt8L/AAP4JsND1rWdD/szVdI0yzh1W5/tPV737PqM1gmnXq+Ta6hd20u66uJIc28UsA3+ZERGquvzf8afi5oPh7WfGkWi+IPscenaT9osl/sq9uPJmXw7bXYfN3ps5kxcM0m2YunOzbswtV7J/wB77v68/wCt+iE1FLVbJb+hkfFLxtrej+ILO2sLOxuIX0a3nZ5be7lYSNe6hGVDQ3cShQsSEKVLZJJOCAPzxEfiOf8A1ui3qbPu402+XO7r94HOMDpjrzXvGi+MvFHxOtZNfttR/ttLS4fSDd/Y9O03y3t44r02/kSWunl9g1BZPNELBvN2eaxjKJzuleDfjHr/AJ/9i6b9r+yeV9p/0zwtB5fn+Z5P/H3dQ79/ky/6vdt2/PjK5wqQem3Xv5eRrCquZbff5f8AD/0tfI59HuNDifxFc2t7aCHE0s1/C8FhG16wt8SSSRQhFZ7kJEGnBMjRrlydrcVr2i3/AIksdV1fTrDUNSlvrC6Fp/ZVrNeW91cQWjWkcNt5EU7Tu00IhaOKV3M+6NcP8o+gtX+GvxqNvdRfELRf+KDEgXVF/tHwn/qlnT+yhnRL/wDtnjUxp/8Ax7ncf+Xn/R/PqhovhLxrYXmm2vhHT/K8MQ3tt9hj+1aTJtR7lZb75tTuX1A5vXu2/fMSM4hxCIwPNqxaabtt/mdEaib3V1rvppbz7m3+yl4FvI/h5rK+KdO1zQNQPjTUTDZ39nLpU0tn/Yfh0R3K2+o2gneN5xcRCZf3TNC6L88b1F480b4T/Ar+yvsnj7Trb/hKft3mf8Jd4q8NQ7/7E+x7P7P8qLSN23+12+17vtGN1tjysnzeu1XxB8QPCtwmnz3f2B5oVvBD5Gi3W5ZHkgEnmJDcAZNuV2bwRs3bRuBbH/aJ8Ifsw/Ef/hD/AO19O/tn+xv+Eg+z/wCl/EHTvs39o/2J5v8Ax7XNj53nfYY/v+b5flfLs3tv4nFcy5+blV+bkSctVpZOy3te70V9zdVE9Lq/rp5/8A+NP2mfCP8AwkPw80PWvAsGp+ML/WPFemas9v4fj/4SCE6XqGh6/dtqVtFo9tPMdPM09mkN4ZZbcpdQqZHeaJj8P+E/hTDqvjew0zxXb+ItC1Sf7V9v06WJNMvrXytIubi13WepadJcQefbx20486M+bDMJY8JJGw/RIeMdD0knwt4G1H7PaeHc6Tp9j9ju5fseh6Qf7OtLf7VrFrJJcfZ4o7SHzZ7ie7l2+ZLJIxlc/NfiPVXu/ixeX8U/meKZPs+2XygmdnhqCE/I0a6cMacpXlBnGR+/5q8LOdFyVNuN1KN9pSi3G8XpazsvmdmGnFS1s7a76aOOz7/15HFax8E/DGjeLNCcXviJNJhk0u81DUbq509beygj1KU3c9xd/wBkxW1tBbW0XnyyTkJCgaWRhH0+jPB9h8INE/tH7N8RNIf7T9k3/afF3hhseT9p27PLSLGfNbdnd0XGOc/OXjTxlrp8Y6F4L1TUfm8Tw6Xpx037HZ/6db61ql1pJh+2W9ri2+0nzLfzBdW7w/63fF8slT+IvhjD4d+x50T7H9s+0f8AMSe48z7P5H/UQn2bPP8A9ndu/i28dNapXUYuUZ6q8bxaUldXa01XpdHo+0jJfZ+9abf1/Wv2lrE3in9kzR7H4+fBnQrvxlrvxCe28Nzx+K9L1HxF4Ul8O+LLWXxnLqmir4VPhu8eV7zw3pY069fWb2xbTbq5DQXMs9vdQeL6h8f/AIi+MvEE3xb8UeHvD+keM9S8v7do1vpOuWGk2/2OyTwzbbNO1HWbrVYvN0q1t7pvO1J/MuZWnj22zpAvvOm+NL/xJ8NvA3gnxRqX23w74c0Hwyul6Z9jhtvsc2j6DHpFkPtunWsF9cfZ7Ge4t/8ASLudZt/my+bMqSDyiy8K6VqnxQjstRsPP8ET7/Oi+1XMW7yvDzyx/PBcR6uu3V40b5XGcYbNqSD4uKr1JUnD2VmpX50pc1uV6bWt/l6nNNJyfbol301Xn/Xc9N8DeKvE3xG8Ha5r9/pMQnsrnU9LQaNYagLTy7fS7S9XzPOuL5/P33z78TIvl+ViNTl3i0bxl4q8E/afsOjwN/afk+b/AGnp+pNj7F5uzyPJurTGftb+Zu8z/lnjZzu9KsdZ+HPw58N6x4X0C5/saXU4tQ1G3sfJ13UPPv72wTT4pvtN7FfLF5rWMMPlvcRwp5XmMiB3d/NoJdR8T7/Ib7d9h27uILbyvtOdv3xb79/2c9N+3Zzt3Dd8/iPbN29/7n/d8jGdF2d126O+6/y/rU8s0vxL4s1C4eHUNDFrCsLSrIum6lATKrxoqb553Q5R3baBuO3IOAQeqSKwvwtte3SwecoM4WeGKSKRR5rJiUPsKyLsZXUsBlT83NehyeHJQo8qz+bPP+kL93Bz96fHXHvXIeI/Cl5oWl33iG9sPstlC0Msl59qin2re3cNvE32eK5mlPmSXMaYEBKb9zBFUsvkSjX5/tPVaWeu390xlg5N/d38v7vl/mUI9H0m1mjaG9d44JEkWR7m2ZflYSMWZYlXaGyCRjABycgmuw0/TLLU4WuEnklCStDutpYZIwVRH2kiOQBwJASNw4KnHOT8X+KvitPp+u3+jafr3kxr9mht7b+y0kw91ZW8m3zp9Odv3ksxOXlwu7GVUAD6F+B2seIdb8J6hdSXH2lo/EV3biTybGHATTdJk2bViiBwZS27ac7sbjjA9BYetGnTdSE4qcISTnGUU04ppptK681v5mlOnb3X03duqsmj2vSrQLcOYRJI3ktlR8+F3x5OFXPXAz0596xJdbn1DUrjQXFtt+03NuUhD/bB9ieSQDaZXG8G3HmjyeAH+VOq53g7xSqanOdQv8Q/YJQv+ik/vftFqV/1f*ck+4H6/L684rjdK1q2k+I1zJFc5D6xr7ofJkGVZNRYHDRDGVOcEAj0zXHKTpv8AX7mbRp6rfddPT/g/h8/pLw58OrDULPT9QlOsieSZmKRGER7obuSNAqtYu/IjXI3kkk4wCAO9/wCER8Iad+41nXJdKum/ex29/qemWMz27fIsyw3VskjRtIkqCRRsLRuoO5GA+erz4wapoVzJoum+IvstxbbFsrb+yLefZc3Ma3MI8640yZG3zzh/3srRru2ttRSo898TeJ/in4uv4tSkvv7QaC0jsRN9m8O2m0RzTz+V5a29sG2m5L7/ACznft3nbhd6OM5XZvZd10su/l/nc39lfu16en9fd8/fb74efs7fETyv+E1+LlhoP9j7/wCzPsfj7wNpf2r+0Nn23zP7Wsr7z/I+w2mz7P5Xlec3m7/Mj2fAms3fws8C+O/GFroXj/QL3TtP13xBoenXd/4q8O3IutOtNYljtLkz2bWcE808FnDKZoFSCXe7xRKjKFoa4NP1b7L/AGP/AKR9n8/7T/r4tnm+T5P/AB9eXu3eXL/q92NvzYyufmjxn4R8L6vJd22i6f8AaPESavPPqyfa9Rixta6jvm3XdzHYnF9JENtsxzuzCPJDEfa5PicPUko1pVoxsvepxpyUff1c3OcVGOmj11frdyw8knZJydrXT128m/u/4J+keheLPEXj34b2vgfw3plv4k0HVvP+xX/hqyvtYvr37Dr02r3P2K6sLm8srj7Pe2c8Nz5VpJ5MME8cmyWJ5V6bwh8HPsumzx+J7HxVoN+b6V4bPULb+y5pLM29ssdytvqGlrM8TzLcRLMo8pnhdFO+N6+PPhR8VvEPwe8EaBZaBr3/AAjuteHf7U+yRf2XY6v9j/tfV9Rln+e907U7S4+0WmpzN+8efyvPwnlSRII+o1j9p342eLLmPUT43+3+TAtl53/CNeErXb5cks/leX/YFtu2/ad2/Yc79u87cL69fEU1eMJOVNP3ZNxvKKdoydpNXaV3Zta6N7tywjlGF1Z8kb6Pey8u66/nc7eLxF8VPhPu/s3wLen+38ed/b/hjxGf+QVny/sn2efTv+gjJ5+/zv8Aljt8v5t/J/Bz48fFHTvin4vv7vwpo1r9psPECs13oXiKCHzZvEWlzGNDJrCfP8jFULs2xWJzgka/7T3x21qz/wCEI+weKfL8z/hJfN/4kdo+dn9geX/rtIbGNz/dxnPOcCvim0+IfxPi1W+1i11jbFqLXMsVx/Z/h4+dDd3K3UbeTJZFo/MUK+GiRk+6QpytThJScJVJezp03H93OtJwU2pWkqLcXGc007xT0663OSWHacUk3Z+8oq7tZbq2i6/02fqwn7S3jSfVhbarp3hCxsGz591JaataiLbbGSLM1xrxhTfMI4xvX5t4RfnZTXsPhD4oeBPEli83i3xv4L0O6OoNZCAeJdH0wnTzDbMLoRalqE8hJknuU84Hyf3O3Zujkz+Nn/CeeNtVtPJvNV8+/n/1i/YdJi3+VLuTmKzjhXbDGp+UjOMHLk5ji0r4o6op1u2g8/QNOb/ibXPm+HovJhtALu+/cySR3snl2Uiyf6NE7PnZDulBUejh8Qn7rlHS+vMrOyitHfrbT19b4zwjd9OvVPuvLy8/zv8AuXLq3wNO3yvix4Sk67tvjvwg+OmM7ZOM84z1xx0qGJfhjdsY7Xx1o9zIo3tHb+J/D8zhAQpcrHuYKGZVLEYBZRnJFfiVaarP+82T/wBzP7pP9rHWP616HpnjnxPpdw9xbap5DvC0Jf7Fp8uUZ43K7ZLSQDJjU5Cg8YzgkHWWJik3+q8vP1MJYN6q2unR+Xk+39a3/Xx/Cnh+5jJstSuLtpQrwC3vLKfzkJDh4xFbMZFMeZAyZGwbs7ea5bWPBU6FzZ2WsXAFqzArbvMPNBlwmYrUDOAvy/e+b3FfnbZ/tGfFDS1gFn4x8g2kawwf8U94el8tEj8gL+90OQPiPK7n3E/eyW5rRP7U/wAdpARZ+O9wYFR/xTHg4ZlPAH73w8PVefu/rXLPEpNdtHuu/r5f1155YNpNWvp0T/y8vx9b/od4J0XX9P8A7T8vRNV/e/Ys+bpt7/yz+1424iT++c5z26d60H/CReF3OoRaNdq0ymzJv9OvhDtkImIXb9nPm5txj5yNu/5T1X4Atf2tfj7o/mfbvH/2b7Tt8r/ilfBc2/yd2/8A1PhuXbt81Pvbc7uM4ONnUP2jvjRqEKw6l4y86BZVlRf+Ee8KR4lVHRWzBoaOcI8gwTt5yRkAj1sLmcIUUubXW15RVveb/m6/15+JLBP6ynbrHdPpGO2j7f8AB3P0b1vw7NqHhJtU+zag19f2mm30kEELtGJrye0mnSKLyHmEaGR9itI7qqje7YJPP6N8M9Pv7C1vL463bXkpl8yBTBCEMdxJHGBFNYPKu+NEb5mO4tuXCkAfC/w//ap+KeseMdJ8J6n48+0aTnULOTT/APhF/DsPyaZpl7Nbx/arfw7Fc/uJbSFt63OZPLw7SK7Bvo+D4j/FGfVbWSw1ndoj3dp839neHlzAHiW74msRdj94Jx0D94uNlVPM4t2TTXlKO/ykfR0ML+6en4P+WPl5f1rf7Q8A/B7wncaPcvf6nrdrMNTmVYze6bBmMWtmQ+ybTGY5ZnXcDtO3A5BpfiD4f8F/Cr+yP7E8RJcf299v+1f23q+ky7P7L+xeT9l+yQ6dt3f2jL53mednbFs8vDb/AI58U/Hj4keGdQhsLDxV9ihls47tov7D0G53SST3EJk3zaPOwysCLsDhRsyFBYk4F78VW8f+X/wluvf2t/ZO/wDs/wD4lYsPs/2/Z9r/AOQZp1n5vm/Y7b/X+Zs8v93s3ybnSxKm9Xe9nuu3r5f11+VznDNR07vo/wCal5ev3+t/zd/a703SZNO+MutWt8bi6uvGd7epHFc20tu5vfH1s8hiWOMyNEEmd4yJWIUKzO4BJ1/2ZPD+rR/CHwH4o0vStUvr+xuNc1PT4YrG5urO6vdL8X63JawGO3hE08clxapFLFBcJK5LpHJG5BXzH9o7WbC+0/4mabp9z5sjeJbiO3h8mZMpB4vt5MeZPEgGyKInLyZbbjJYgHl/2WPjd8TNK+IfwM+ENv4n8jwfqHxR8GeHbrw9/YugS+dpvivx5Ztq1n/az6TJqkf2/wDte8P2iPU0uLX7R/o09t5UXlfTYP8AeYDljq1ieZx3lyqjBc3Krvlu7X2vofn1Sk1X2t7vZ2fv7LTfyIv2wtQ1rxb8TND1Lx3pzeGtXg8C6ZZW1j9ju9G83To9f8Tzw3f2XWHubmTzLm5vIfPjcQN5HlqgkilLf2Bfs9+LtK/Zl/4S7+w9W0Uf8Jt/YH2r/hOL+2H/ACLf9teR/Zf2O50D/oPzfbfM+1/8umzyPm87+fb9vb9iz48fFr4weG/Efwe+Gv8AwkHhmy+G2j6JfXn/AAmXg3SvK1228UeMb+5tvs/ijxVpuoPs0/UtMl86GB7NvO2RytPHcJH/AEI/BTwn8IfjJ/wk3/CaWH/CR/8ACOf2N/Zv+leJ9I+x/wBr/wBq/bP+QVc6X9o+0f2Xa/8AHx5/leR+68rzZPMxzWEngoLmlLlS0a0j79La197dfI9jLqSVSLUd12d9Iz3PVdR/az1P4NSzfFD9nW8+HPxY+Lfi25k07xh4HFxceO4tC0HXmfxD4g1SPw14G8SaX4m0xdM8TaXomkJe6pqFzZ2S6l9gvUm1C8tJ4/yW/aY/4KJ/tb/tF/GLxr+z/wDtCfB/wL8Mf2fPGP8Awjf/AAl3xP074f8AxM8F3uif8I94X0HxroHk+NfG/jfXPBOm/wBpeNtD0Xw9J/aejXX2yLUH0my8nVrq0u4fuzT/AIK6N8KfH3izxX4R8Nf2Dbape67pFjf/ANs3WqefpN7rSalbW/2XU9V1GSLzY9OtpvNmto7lPJ8uSVGkkjfZ8Tfs/wDw8+PeiXvh7xJ4S/4SvxL4r+zfbLP+3tc0L7f/AGFd299b/wCkWGs6PYWv2Ww0eCX91Pbef9m2P500zpL8ErUvbc9GFX2lOpThz837qcvhrRtb34Wdr6a6n0fLJqPxK1ntvpt8z8ULr4UeDrvxXoNn8F9Y1X4n65d3Ol2/hvSfDWoaX41vtc8az6k0Wj+F9PsPCmnNd6nqmp3baVbWmiWCtq17NqEENqplurYV+n37Inwx+Kvw/wD+Fhf8NN/DTx58Av7W/wCET/4Qn/hZng3xH8LP+Es+wf8ACS/8JJ/Yn/CwNPsv7d/sL7boH9pf2R5n9l/2zYfb9n9o2W/ktH/YA/aQ+DP7Vf7PnjH9nL4S/wDCN/CrwZ8QPhR478V6j/wnngPWP7N8Q+HfiPFqmu6r9k8deM9U8R3n2Pw5pehz/YdNtbqyuPI8qzs57+W8jk/dP40+JPCfxG/4Rr/hsm9/tj+x/wC2f+Fcf6PqWn/Zv7Q/sr/hL/8AklkFj53nfYfC/wDyHfN8vyv+JXs36jv4ruGlv60Ks+z+5nyBa678WdNC/wDCWeAdQ8OfClIlg8C/EDVfC3iXR9E8V2y7f+EYl07xXqUyeG9d/t3w2lzrdnJo+I9TtIJNS08fYIpMfzbf8FSPDH9p/E/45+ONMh1HUbyf/hWXkCxj+16XN5fh74faRL5Qt7eSWTy4o5N+y7Oy4R92FVoh/Rp8Xvjl42vfD1p4F8X+KPM/Z58K67BZfCLS/wCxNJT7BpGh2Op6P4Bi+3aZpCeOLr7L4He5t9/ie8uLmfPna082riOWvxe+OvwP+M3xb+LPinX9C8Mf8JB+z94g/sP7Ld/214V0r7X/AGV4a0iyn/cXmrab42t/s/jbTZov3kMPm+TvTzNJkV5PTwVZU6lObSai4twb0laUHZ7aO1n5BZ9n9x+OPwM+EvhLxl4K1fxB4s1XWNF8b6d4gv7Tw54bgvtM06TVxaaTpF7pAj0fUtNutX1CTUNXurmwT7DMgumiFraqtykjt+zn/BNDw9q3gb/hdX2nStVsP7U/4Vxs/tuxubXzfsX/AAnm77L5kFp5nl/a187Hmbd8Wdm4bvhDxz8HNe+F3xy+Gfh6y8Of2HaXt54M1ia0/tez1PzGuPF93YyXH2iXVNQkTfFp6xeSkyBfJ3rErSF3/dX9ir4d33iL/hZf2jR/tn2P/hDdn/Ewht/L+0f8JVu+5fQb9/kDru27eNu45+jp4yMpcySgm9Ip6R91aK7/AK8+oovs/uZ/Pn/wUF0a50/4M+GZpbS+hVvido0Qa4gkjQs3hXxo4UM0SAuQhIGc4DHHGR+S5uR9jSPdHkRQrt3Dd8uzII3ZyMc8V/T1/wAFjPCfwNf9mTwKPhZYZ8Qf8L28Mm8/0rxeP+JN/wAK/wDieLj/AJGK5Fl/x+nT/wDVf6V/c/c+fX8tl8slte3dsRsNvdXEBT5W2GKV4yu75t23bjdubOM5PWvu8rmp0m076vt0aPzrPFbEre7jG/yifen/AASry3/BU7/gm22OP+G+/wBjjkdOP2hfhxRVr/glBA0n/BT/AP4JszFc/wDGfH7HzbtwH3P2iPh4M4yOm305x3orrr7x9H+Z5ENvn+iPu74stp3hvw5ZX2k28tpcS63bWjyBmuN0MljqUzJsuppoxl4I23BQ424DBWYHye/v4tQ8PDzlkdrm2sZZCwVAzs9vKxPluNuW5woAzwBiuhiF94jY2OoXUmowxD7WsGqTzXlukqEQrKkU/nosypO6K4QMEeRQwDEGXxVpUVr4Uu1ggtYJYYtPjWSCNYim28tI2EbJGrKpXK8YypwRgkV+bUKc4PW62frqj6jnjqr7K/8AX3n5j/EKzF38cJNNYKdPvNc8I2k1uWdS9vdafocVxGZU/fL5iySDekquu7KMpAx/VB/wSK0PwF4X/Zt8bafcaHdu83xw8SXgNreXsseyTwH8NYQC0+qROHzbtkBSu0qQxJIH8rnxQsr61+Jer6utyE+xT6JeiSKaZbpDZ6Rpcu6Fgq7ZlMWYm81cMFO9cZH7yf8ABK74upZfs9+MYr+78TXMzfGXxDIsgnE2Ij4I+HihN02powwyO20DaN2Qck49jFz5sNQdNpxhTpwqcqtado6T7y0338yYSjq7/E7pO/4H6i+MNM/a5/4Knf2d/wAKG+KXgrwl/wAKK+1/8JX/AMLh0vTPDv8AaH/Czvs39h/8I7/whHw88f8A2z7L/wAK91j+1/7T/sn7P9p0z7F9v8+7+xemfCj9p7w4mo/8MpaTaeKLX9oH9n3QP+EH+LvjSXTNCf4d+JvEHwon074b+Przwbcvq1xqk+maz41EereHpNQ8D+FriXQ1Ml3YaJcE6Q3kvxY0r4g+Ef7A/wCGc/Ft58EP7Q/tX/hMf+Ff69rfw1/4Sf7J/Zv/AAj39rf8ILHbf21/Yv2nXPsH9qb/AOzv7WvfsO37febnfsu6doHif4neIrOLRtOb4qJ4T1e98fePb/TrI6t4u1hfEHh+LxTqmpeKVS48R69e694juBrN5e60outUud+o6i/27hvjsTRnUk3be1tOyivvPUwr+Fdv1kfnt/wVFsb+80D45eNfGs0GsaHJ/wAKz/tO0s82+pXGy9+H2k2flx20Om26eTeLayvsvYd0ETM3mOzRSfhZ4OsNQ1rTJ7r4ZzweHtBjv5be7stazNdS6ulvayT3UbSQ66RbvZy2ESqLuMCSCU/ZkJMs37o/8FZvEVjonhn4/eA72K6m1C2/4VX5rwRwyaW3nah8ONZTa008U5xBKgbdZri4BAygEp/BT4beIodP0O7htze26Nq08pS2KxRlms7FCxVJ0BchFBbGSFUZwAB62X0nTy+pKXtdMTa3O/YP93S+Klflc77Tte1tdNPosKr1YK8P4XWPv9Npb28u/qf0pf8ACT22uf8AHil1F9l/1v2mOBd3n/c2eXNNnHkvuztxlcbucWbfVo43KkS7lUqxCR4JBUHGXHBI44H0FeeyXtumPsUb2uc+b5SJB5mMbN3lON23L43fd3HHU1ltq7QyOzy3ZyzL8rknO7PeUehrXHYiko2dtX5aaRPYraK/8z/Kx6Tqusx+RPxN/wAsv4Iv78f+3XCXurI8gAEvMYXlI+7P6N71zGpeI02TJvvs/u/4hjrGf+e/9KxYdR+1OjK0/wB9U+duc5B7O3Hzfz4rwJyjOTta3b53/U51FvZdbfl/mdNeXIfy8buN/UL32+59K5izuPJlZm3EFCvyhScllPfHpVy4n8vZuLnO7GDnptz1I9a4a58RWdugdo7vBcL8iRZ5DHvOvHy+vpXI6Um797fp/X9O2nspf18v8/61tzt74wuzrF9ZJNMES/vYVU29ptCwzS7RuwXOAgwTkn+Lqa6zQvP1yAxu6s890bIGUCMYlSFQG8lMhczHLAFwM4BwK870HW9E1TxglkNOdpp7zVCWuLS0aNmjgvJnaRvNkYk+WSCUJLkE45I9Ka8trbxFo2gWMTWd1q11p0Nq9ukdvax3N/ffYoJpmhZZE2SKhkkjhkkWNVKB2UJWlOnK6Xmn+QnTkle39af5/wBape8fDH9nifxz/beRobf2X/Zv/H3qet2+Ptv9of6v7Havv/49Pn8zG35dmdzY/SOKTw58AWPjG90+6aLUh/wjKjQ5JNRu/MvCNUBkg1m9s7Vbfboz75Y5WnWXyUWMxvKy+H/smeFNb0r/AIT/APti+tr/AO0f8Ir9mxc3d15Xlf8ACSed/wAfVvH5fmeZF/q87tnzY2rnV/at8aWPjv4d6NpHhNNR0fUbbxpp2pTXN2sOnxyWUOh+IraSBZtNurydnae8tpBE8SxMsTOzh0jVvRp2V1ttYzfu7/1c5vxj+1GfEDa5pOmy+IIEvNQnNot3o/h1Uigg1EXUaSyR3NxLuWGHZkeaTJgM5BL18q+L7bV/Hd/qzC6tzP4ht101HvALdfMmsItLjM4s7aQRxqVXc0CO/ljeFaQkVd8Jw2g1PTLS+tobq6jikiu5pIYpxPcxWMwmmaSYeZKZJUaTzJFEjk73AYnHe2mkb/GWlPAlrFZnWdG/0YLsTYJ7MSr5KRGLEjByVzhtxLck108sbJvTRfp/X3/Ln9tra62v+K/r7/l5r4G8HeKfhrpNxoT6jpYN3qM2rf6A0t1Die2tLP5pL/TYpll/0A5RVMQXYwYszgT/AA01v4waX/bXmeLNLPn/ANm48rT9Nb/Vfb87vM8PJj/WDGM55zjjPqXxg8Ja9f8AiWxm0LULXTLRdCto5LdLu9sg9yL/AFNnm8qztniYtE8KeYx8w+WFI2oud+OHR9Az5+m2p+142/ZLO1P+ozu8zeIf+ew2Y3fxZxxniqzpre2nl3t5eYQxC5l/XRf8H/gfZ4rUfFfje8tp7XxbrUGq+H5Cn9oWFrZafBPPslSS18uW306wmTyr5LaZtl3DuSNlbzFLRP7D4YPw/wD+Fb/bbXQ9Rj16PTNemsL57i4MMGoQ3OpHT53hOryQskEqQM6Payo4Qh4pQWVvGJ/jZ8M9B1G5/tzwtquo2mnXVzbXtvHofh+7jnkR5LVWSG81WGKVFuSkqmXYwChwokULXO6t8cfCN1Jd67oem+IdM8KJEbpNDis9MsglrZQBdShXTLTV201TdzwXcvliYRztPvnZHllx5VWrSbS937l5nbSqc+z17/dp+rOjvPBfijx1Kur/ANo6U32eMadm7ea3k/cs1z8qWemvEU/0zh2IkLbgRtVSfGPEHwS+JU32T7Rr3haTb5+zE98uM+Tu+74eXOcL1z04xVi5/aF0DVHFx4bTxdo9iiCGW2RbLTw92pZ3n8mw1qSFi0MkEfmswkbyghG1EJ8cvv2iI28rzNR8cPjfjddq2PuZxnW+M8dPSuWSjJ6JO9rWXoejRw9ao7JO+jVl5f8AD/1tuv8AAx9Cnl1OddIa/upJIbyeDUNYfzridzcXDiKW3jhRJJoS48uOPbwqoikqPHfij8G5/Bmia58aH/sryNN/szP2S+1SfVv9Mu9P8KDy7G6t49Kb57obvMuRttt0y5uQsZ+ePEHx/wDEcPibxDNceLfiDLpkmtasLKy/t6/dLZG1CZ7ZUtn1kW8Ihtw0SiIkRg+XH8hJrmtW/aGmurC4tPEOseO9a8MSeV9r0C/1BtR0652zRy2/m6Vfa22nzeTqCw3qeap8ueJLlP36Ia7cHhHVkrRu99V2lBfr5W17aehTwmIhq4vpbz231/ryPsr9nL9n7wx+0VZ2nxPv9KsLvW/DHji38PabfavrHiDSbi2bRYtD8Q2eyw0CZ9LuIIbvXHmWW6iknldpYZ0e3jhU/VXxT/ZMvn/sLnwzx/af/MY8Sd/7P9NP9q/Gyw/aO1bRozD8M/EvxD8B6OZTcz6Z4c1m58L2susFUSXU3stA1yK1ku5LWKwt2vXH2po7OCJm8u3hA5Pxx+0/8br/APsvb8afjN+6+25834jeLf4/smNuPED/ANznp269vTeXVKjjGSk7K0U7tJbtLt3tsn2No0q6auml1006ef8AXl9n9xfDXg/4P6JBa6P4i8J6hfXmk6bBpl9LY6nq32ebUrBILW5uLdm1+xkNtJLFO0ReGFijoWt4z8qc1qVl8JrTxhM+leF9VtbaPy/Ijkvb6R036XGJcmXX587pGkYbnbAYY24AH5D+Mfit8SpPh74Vv7L4iePLbVbz+w577Ul8W6/De3huNEuprlrm8i1E3Nw9xclJ5jM7GWVfNkLSAGuZ0r4w+NjolvbXnjbx1c63+98zU5PEmrTSv/pckiZvZdT+1tttNtuNy8KoiH7oA151bK4pSb5W7tcttVpv2/r1OiFOel12d++q/r/I/WnxbqPwltfEemSav4X1y6gjt7KW4S3ubgNJZpfXJliTHiG2/eMiyhTvTll/eL1XVg+Mv7MfhDdt+Hnj5f7R25+zSrPn7JnG/wC1ePl2Y+0/L5ed3zbui1+Ml54x+IWv+IdIVfHPipxNLYWOLzxNrjA+ZfMNrgXU2YT53zDnq3yHv7Bp2oal4c87/hLtQvdd+2eX/Z/+lT6n9l+z7/tf/ITeDyPP8+2/1G7zfJ/ebfLjz5dfLKUUn7jcle3LrHZWd1u/I6Y0m1rF/pbT+v6ufdtv+1b8DN587wh8QXXacBbTSQd2Rg8eNF7Z79+lez/Er4m/A/xJ8D7k6R4P8W22papo3hK8guL11WJDJqehXkxmWLxbdKrPAJUCpBIgkYBdqjevw38T/DWh3WgWcfh7RdH0i9GsW7y3MOnWmns9qLLUFeAzWMDSsrStBIYmHlsYg5O5ErlLzwf8Qn8LQxDxUf7P+w6YIrM65rfkRwK1qbeFbf7KYESECMJGo2R7FCcKtebLAYfdwin6LfTy/r8t40oJa2011+Wn59vluufv/h5p/iXxlBrlnbW0el3mo6QRb3V5qEd35VqtnaXCusLTorO9vKY9tyfkZCWjbKr+j/7PfgHwlpngzU7ebSdzP4nvZgYr/U2Xa2laKgBL3qHdmM5GMYxznIHwdoE0mjaPa6PfyST6xALhTfwu0q+dc3M09rIl1MYrrMMc0K7/ACg8bRkR7gqE+/8Aw3ufFzaHdG08Salbx/2rOGRNY1OEF/sdjltsTbSSu0bjydoHQCs62HnOEYu8owUVFNtqMVZKMb7K3RW+R5tWUIzcVZayd16pa6fibPi7wt/wjOmwX9gLe3mmvo7RnSa5nJjkguZiuy6V4wC1uh3AbwVAB2lgeG8FeHbqbxlYX109tJFPLqVxIokmWRjPYXrg4WJFU73BYK4UYIGRwfa/iXa3Gl6FaXGoSLcwvq8EKxo7zEStZ37q+2dY0ACRuu4MWBYADBJGhoPg65n0vSNUsv7Nt3utNsruGUeZDcol1aRvhnitSVkMchSTZIwOWXcynJ8DF4Gpuotadv7q8/69B05x2v1v8tDxHxh4bWbxbfR2Kww30sunR2c0stwYorp7GzW3lkGJQUjlKM48qXKg/u3+6ah0rx7of+iTa3pbNJ/pAMEaOm1/3QBMukRtuzCcgKVxg5ySBxvxE1PVdE+Ld5p02pX5a11Lw2XFteXJgIl03R7jCB5IicrKNwKKN+7qPmPr2ia1aXtpJLex3F3Ktw8ayXSRXEixiOJggeWV2CBndgoO0MzEDLHPj/Vq0JNNOzv37r+rXOqnOnbruuv+Hy/X7unyddWd54S2f2hLFN/aG7yfsWZdv2Tb5nm+fFbbc/aU2bN+cPu24G7y/wAYaJN4btR4tt2giOuajjdE8s1wU1OO51PE0FxGbWMkwKZPJZijgJGTGWNez6dLHd+d/aynUvL8v7P9sC3nk79/m+X9pLeX5m2Pfsxv8td2dq112l6do+symy1HS7DUbKGAzQWeoWVrd2sDxtHDE8VvOksMckcMrxIyICkbuikKxB93AYxYepF1JS9ne04Rly8yvez1tbrqmt/K3WqlJ7Wb89bbf1f9NvnTw34Z1DxVplnfyzWckF/9o3JPJNBKfstxPCNwtbcquHtwV2P8ygFuSwqxqXhXVdAnSzsbixghkiW5ZFeaYGR3kiLbri1dwSsKDaDtGMgZLE/T9lounHVItB0jT9P077/2eOC0gs7OH/R3vJdqWsX7vzP3rNsh+eVyW+8zV29vpnh3RENp4k0PTNXvpHNxFc/2ZY3+y0cLHHB51/HFMu2aKeTylUxjzdwYs7genWzWi1eEmo3SUb6qN9E9Om3T5dNozpNK+rsr/hf06/1t8S+MdNk+If8AZ320x3H9kfbPL+1M9ps/tD7Lv2f2eo8zd9iTd5v3Nq+X956km8I6Ha6Rp9vFYhbmCK0gmkF1etGxitSkmzfOeGkUMpMaHb1C8rXfeBfAmt2v9q/2jd6fd7/sPk5uLu48vb9s8z/X2a7N+5Pu53bfm+6K+nP+EJ0t9C0nfpGhPP8AZrAzStYW7NI/2P8AeOzm0LuzuSxZuWJy3NaUsdz8tFV5VacHeCU5OF5O8uSLdlq3eyV3c5ZTw8LtqKel9k3t1t/X5fOngz4BXnibTdN1nTW0SAXv2zyftmo6ykq/Zri6tZPMSGzuYhu+zybNrPlSpO1iQvs+kfBLxDoWkX2l313oMul3T3M2o2tteam7XFnPaxW93EksmmwTxyy28LxqY5odpKsksb5cdVbxXOmWyaVpcx05oN3kLYySWdtD5sjXMvlC3EZj8wSSF9kY3yO5bO5mO5p0+rxW7tqGpXV2iys8iveXU++3CIXixOQGDAONjfIdxyeTXvYbnlGLi3rbu+kdPx8vU5J4rCRbu13/AB9P6v8Ad5Kvwb8CW+caEg346atrh+7/AL1//tdqbP8AC3wrIgW30qJHDAkvqOrY24II/wCPp+clT07Hn19kkmt9Qx9mi8ryc7/MRE3eZjbjyy+cbGznGMjGcnGtrXg3UvCdrHqOqT2FzbzXCWSJZyXE0omkjlnV2W4tbZBGEtpAWDlwzKAhBYr0SjVS1v8A1bz/AK/LleNwcnfmjrbquy8v6u+2nzVL8Ebe4Lm3g0xBIxeLzNR1j5ULbwGxG/Ozg/e5796IPgjJa4JGk4VxIduoaueBjputxz8vTpX1tpMFpPFYt9lhPmW0T5eGLJ3W4b5uDz69ee9VfElvFbQXcyRRRrDp08xESKjZjSdiVwqjfhRg5HIHIxXmVa0oy1eummve39fP5J4jDS1TT0a6b6eX5a/p8o3/AMI9Lk8r+0rSzuMeZ5Pl6hqybM7PMzsaHO7EeM7sbTjGTnrviH8P/DWn6LazaLpi2d02qQxSSyX2pTBrdrS9d4ws91cICZEibcEDAKQGAJDd3orJrH2nC7/s3k/8fQDY87zf9X/rcZ8r5vu9F69tTSdFutRuXg1KS31CBYGlSG9aS7iWVZI0WVY54nRZFR5EDgbgruoOGIJGpWcVJOVvXTez690/v9LebJ0XXT0snG/zjH/g/wBbfJVr8M9S0C7XxdpU2mWt/G0l1Bcfab6eVP7TR7eXNtc2k1oWeG8kRgyMqbi0RDKjD768HeCdcb9m3UPiTdXemy6tpXg/4g6+LxZLhbgTeHLnxI9rJHZLZR6a8kS6dCI4pIxBMUX7RnfITBD4c0uGKIXel6VPapGivAbG3lRgFCoPKkgEZCPsYA427QRyBX0VrVtbxfsk/EW20u3hsIP+FUfFpbaG3ijtYYHk0zxWSyR26hIszM0rGNclmZ+XJohiZ86TlLdLV+cfXz/rb26UqEaWttf8o/8AB/rb8jE8UeNfHY/td9Zgc2x/s3N1Z2FtJiHFzhUstOaIpm8JDsfMLFgRtVKwPEnxL+yfYv8AhFGv9L8z7R9v+1Wmnz+fs8j7Ls+0SX+3yt1zu2eVu8xd2/C7Oh+B/gjxBrHhPULmPULIhPEN3AftN3e78rpukycbbSUbMSjHzDndx3LtYPhXTvs/2vQLKbzvO8vy9K06Tb5flb8+ZsxneuNuc4OcYGfo8BGrWklG8tFr0+GXpo7fn20+SzqdDksrXTf/AKVR8vX+tvhn4iPql/beJNSu7mKX7dqL3k3yJHI73WrRzFikcCRoxkk3MsZCLyF+UAV4d4O1fXPDvxL8G6/4bvU07xDoXjDwtrGgag8FvcpY61pmq6de6XePbXltd2lwtrfQQTtBdWtzbyhDHNbzRM0bd9480LxPfeJvFslrrPk6Nc+I9ZmstNfUNQjhtrGTVp5bK1+xxwvawrbRGFEhhLQwmNVhJVFNegfsn6PomrftT/s0+A/EGj6Zrc2vftAfBvw9qMWqafaalo+o2/iD4i+HLQ2mpJexSNd6fLaXy2t9BPZzJJb+bD5E0eFf9Ey/DTw9O/NGpzq1or4XKNN637ctvmfnNZKdRaclpL3uj956ad73+/qf1Q/8EvovGv7QnwC8X+NPjTrFh4z8U6Z8YNf8MWGqJDD4fEGgWXgv4f6ra2H2Lwtpmg6fKYtR1rVbj7VNZyXj/avKkuXght4ofzY8C/tL/tGfsH/2r/w0j8Q7fx1/wtT7D/whn/CqfDHg7Uf7L/4Qf7Z/wkX9vf8ACQeFvh75P27/AITDQv7L+yf2v5n2PUftH9n7Iftv6B/tWfs3fHrwD8Q9G0f9mv4jaT8CPAtz4M07UtV8I/Dbxf4z+F+h6j4sm1zxFa33iS70DwFoVno95q15o9noWmT6xcxNqVxZ6PY2U0htdPs1X8s/gx+3/wDslX//AAkn/DQXwd8Z/GPyv7H/AOER/wCEw+H3w0+IX/COeZ/an9vf2d/wm3jN/wCyP7X2aL9r/szH9of2Xbfbc/YrTFY+m1hZKUU78t7rVWnT2b1V3o7br8PWwkFGpTbdm0+VLRStB3uutr6X21+X73/Dzx5f/Gf4c+AfFsFzceR4w8G+FvHUK6taWNjdCLxBoVlqUYu4dKW5tob0JqgE9vbSy2kcnmLDK8aRs3sPg/wX8SLfVNO1Lwnr+haXfp9r+wT3QabyN1vdQXXmRz6Ffwt5sLXKLujl2+YrL5bAMnxJ8UvjJ4O8N/s6fCP4ifD3Sdb8E+FPF1t4Cn8K6T4bsNL8N3+jeFdf8C6hrmh6DNYaJqkGm6fa6fpsFlbSaXp19c6daTWkENmZoIIph+dd/wD8FS9B8B+PpfB9/rX7QTX+leX5smlajZmwP27RU1RPIeb4hWcxxDeIsu62j/feYBvTEjfEzwNSs6io0+ZQjKcrJaRjo3vsm9T1ZYmlTS5pJbRV3u7aL56/1t/STN4m+OXhQNb67400i8uwh1COXT9L0l41tuURD5vhmyzKJbaZiDGV2sn7w5Koll8Pvid+015v2jxD4euP+EJ2bP7c8zSNn/CSb932X/hHvD832jd/YC+d9s2+Vti+z582fH5+/s0ftY6F8Wv2YfjB+0beSfELVvC/wjvviBP4gtvFT2d/4vutN8BfD7QfHWq2ehQy+I9S06dJ9O1Jo9Mt73XNNgl1OS4S5NnA5vJPyg/ai/4Kwr8Qv+EG/wCGX/GX7SvwR/sj/hJv+E4/sjxCPhr/AMJP9v8A+Ef/AOEZ+0f8K9+I17/bX9i/YvEHlf2v5X9nf2tL/Z+/7fe7PMq4Csrtw0Vum235+X4BHFUpbSX3+nl2P0s/4KoeJtd/ZR+AfhPXtZvvOjT4z6F8P8eF7az1af7Svgz4h3u4R+IbfTIfsG3w5L/pBf7ZvNuvkbZJzH8//wDBPnUv2jP2hPEnwj8Y6h4/8O3f7MXi7/hPfO+HWq6XpWleNJP7AsPGmlx+feaD4Oa5g2fEHRU12L7L47Pm6UscU/7uSbRq+6dS0LSPiJ+xv+zb42/aD0nS/jZo3jLwP8HfF32T4jWNr8SL+fxf4h+Fkmrf8JVqsHjaG9tZfEUtre61Ffa59rutUebVb5PtM8d9dyP8X/C/9oj4Y6D+1rof7MHwo8MeIfh1dWn9p/2Bp/hfRfD/AIR+H+j+f8NNQ+IWqfYbTw3rcMmn/wBoRzajPc/YvD6/a9bvriS4ytzPemYqmqCpxo1frcJudSpzL2fsEmrKHSSk4tyvayfqapy5ubmj7NpWVtebTd+l9DsP2+P2bL3SvjV4U+IvhpvD+neGfBPw40LX9XsJtU1241i5k8N+LPGOuX76dFc2V5ayyzafHBDaRXOpWkD3SFZjbxs07et/8E/vjdozf8La22+uDH/CB5zZaX/1Of8A0/mk+M3x48HeHPi14L+B3xH0zxH4w8X/ABPsPDmlaPqVxZaX4g8PQWHjXxLqnhDT7DWrzXtYg1OOxj1OC+uNRtbXSdQhSxumlgju7iaa2H5z/wDBTjWNZ/Za/wCFJf8ACt9W1L4Y/wDCdf8ACyf7Z/4VHf3Xgv8Atv8A4Rj/AIQH+zv+Eg/sGXw9/aX9m/8ACQ339k/a/tf2P7fqXkfZ/tU3n9OHVapaMFJtvRfK/l0TMqmKpUnaUkvn6Lt3ZwX7WtzqnxD+HGi6LqlzHd29r4203VEjuI47NFmg0LxJaK4l06BJmYJeyKI2PlEMWYb1Qj+ezxxpn9m+LfFtqBGFsvEuuWqhHkcBYNVuYAFaQBmACjDP8xHLc1/SH8Z7GKHwvYNNDbyKdftVA8tWwx07VSDhkA6AjPXmv55PiyqDx38RNiKoHjXxNtCqF2j/AISG8wABwABxgcY4r9QyVShRaqaSvLfza/rp6I/Oc6qwrYhSg01yx/8ASUfY/wDwSajz/wAFMf8Agm03H/J+n7Ih6nt+0T8P/wAO1FTf8EmVP/Dy7/gm0eMf8N5/si/p+0V4Aor0qzTcbdjy4bfP9EfVeiaD9gupJvtfm7rd4tvkeXjMkTbs+c+cbMYx3znjl/jSXyvDGpHbu2fYh1xn/T7RfQ49e9bOvalcQ2cbNp82DcovJdesUx6mA+nSsbX5oLrwxMrzRQNLBYMytIhMbfaLVyjAshypG052nPYdK+FqdPn+h78obcq9df8ANn5WfFm8874j67b+Xt859Hi3787fN0XTE3bdozt3ZxuGcYyOtfpz+wX4d874QeJG+2bcfEnWFx9nz08L+DjnPnj1r85fjHZxxeOfE9ylykohh0+YKoXD+VoOnttDCRsZK7c4bB7HGK/af/gkvp11rn7OfjS7gguFSP42eI7ciKCS5XcngX4bynLoEAbEw+TGQMHPzDHRXvPBxlDSFP2cKi71GlZ62a2+zeOu4U4e/aT96zcVbpp2dvvP0y/au/aG/wCGa/8AhAv+KQ/4TT/hNP8AhKf+Y/8A8I5/Zv8Awjn/AAjn/UE137Z9s/t3/p1+z/Zf+W/n/uflP9t7xx/b37MXwq8c/wBl/ZP+Ev8AFngbX/7L+2+f/Z/9v/D7xZrH2T7b9kh+1/ZPO+z+f9ktvP2+d5MOfKHuH7CetWv7Qv8AwtP/AITOS3+B/wDwiH/CEf2b/wAJPdR3v/CT/wBv/wDCX/bPsP8Aao8H+V/Yv9i2v2nyP7R3/wBrW/m/ZNkf2r87/wBuv44f8IneeK/CR8L/AG7SfC/xn13w9p/iz+2vsuneI4NEl8X6ZaapZp/ZNxbRxavbW39pW8UGpX6LA+Irm6jX7Q3lSTaaSbbtotXue9hIe8uq69OvqfkZ418QY+I+pan9k/58/wBx5/8A1ArW3/1vk/8AA/8AV/7P+1Vi38Yeahb+ztuHIx9rz2U/8+w9awvGF3/wsTWtR1a0j+zS6x9k8uytn/tR0/s+0trZ9kkS2zT7lsmmbbCnlBmB3CMu2n4TSHwjp02m6ncR28897JfIl8V06YwyQW0CssFw5d4y9tIBKPlZldByjVTjSlSupNV42h7Hkm20krz5vhjq2uW19PM+ownMuVKF4OF+fmWjtH3eXd6Wd/M/dGPWfPz/AKNt24/5bbs7s/8ATIYxiucbVvMu7mP7PjbLNz5uc7ZdvTyxjOc9a860y7bxJ5/lwtB9i8rOxjdb/tHmYztSLZt8g4zu3ZPTbzSW6W1vLmJwMwvNCSzhMmOXacgg7Sdp+XJI6Z4rw8w2Xr+kT0sT/X4HpF5dZikfy/7nG7/aUddtY/8AaXlOo8ndyG/1mO/T/Vn0riL/AFqFYJV2xkjy/wDl4UdXQ9Nlcu+rJJPFhE5KLxMD1c+ie/SvNg+V32/4dCpK9vNJfketXusbvL/0fGN//Lb/AHP+mVcPBqnkuW8jdlSuPNx1IOc+WfSqtvcJJvztTG3q45zu9h0x+tVL2CGaJUN3FHiQNk7DnCsMf6xfXPXt0rrhV0Xvfh5+h6EILlV9fw6vzOvsr/7LPFqHleZgNJ5Xmbf9dGyY8zY33fMznZzjGBnI9F8G3X9teJvDlx5f2bb4h0e32bvOzt1C1ffu2xYz5uNu3+HO7nA+c0uLSWT7Al3btIpaLKzRs5MAJY+UH3ZxGSRn5RnJOK9K+EtwsHxT+GmirtkfUviB4NiWUOAyNeeI9NtF2wAMZSpG4KJELk7BtPzV0KcXbXe3fr8jKrC2t+i6efqfsz8Ev+Jf/wAJN/y287+xf+me3y/7W/3853+2Md88flrrPjr+0bWOD+y/J23Cy7vt3mZ2xypt2/ZExnfnOe2Mc5H6keJ7efwj9h3wzXn9ofacbo3s/L+yfZ84ytx5m/7SM/c2bf4t3y/ip4j0XVdCsYru507UAkl2lsPPsbm1Te8M8oxJJGwLYhbCAZIy2cKao82pHmsrN36fcfSHgrxZ/wAJDq2j+Gf7P+x+fBLD9t+1faNn2DTp7nd9m+zQbvN+y7MfaBs8zdl9u1vrXwV4F+y6h4c13+1fM+waxY6h9l+w7fN+wamsvk+f9sbZ5vkbfM8l/L3Z2PtwfxWvfDVjNLc36a/aNeXE0lw2lrHC1zFJcSl5bcgXvml7be/mE26t+6YskfO3v/Aiw6XqHhl7m4jjhstasLieadlt4o4o9VWeSSV5H2xRomWeR22qoLsQK7JfAvl+Qll82lKztp26q/8AP2P1y+Oni7b4t04f2fn/AIp20/5e/wDqJ6v/ANO1fl/rPw3/ALU+zf8AE58jyPO/5h3m7vN8r/p+j27fL9857Y59t1q68O+IrqO9h8UaLGsVutqVivrG6UskkspJkW8jAOJwNm0kABs/NgeNeAPhTcS/2t/xNJl2/YP+YQ5zn7b/ANPw9K8PFQ/lXr/5L3MZZdJOyi1b+v5zC8K/DT/hL/FNn4H/ALa/s77VLf2v9qf2b9r8v+ybO7vd/wBi+32277R9g8rb9rXyvN37pNmx+T8UfCn/AIQr4tR+HP7e/tP+y9b8MH7Z/Zf2Pz/tdtpGof8AHv8A2jd+V5f2ryf9fJv2eZ8u7Yv10mp6N4BsYdVTWdM1rUNCggtX0NL21sr2aZ1TS542Anvp7eW08+SeaI2krr5DxP5fzSJyl1N/wmWp/wDCcbf7NivJbe5axz9sjhXSlisWzf4tVZZfsBlZzbIIfMKEP5e9vHcdU2teh24TCSi7NNL9bxX8xyWpeK/+EKnTSvsH9p/aIl1Dz/tX2PZ5ryW3k+V9mu9237Jv8zzFz5m3YNu5vLPjB8R/tf8Awjv/ABJvL8v+1/8AmI787/7M/wCnFcY2++c9sV2/xB8PweIdZtr2PVIoVi0yG1KpElyCUu72Xd5i3MQBInA2bSQAGz82B8Qaf4dHi/zvs175X9neXv8AIt/t277Xv27vLnh8rH2Ztud2/JxjYc6U5KL/AC/E+qwf7u3S6V1ffSVu/c8Mt/CX/Cc+PvFsX9of2X5mo69q277J9txv1oL9nx9ptM4+1583Iz5ePLG/5d6HTP8AhX+rqPP/ALW/snd/yz+wfaPt9qf+ml75Xlfbf+mnmeX/AAb/AJPVpfhTqXhJm19p769j1BzbJE2iXFoi/ayb1ZFuTc3Cy4W22qojXeH8wMAu1vOvG+lXd7pep20UFw11J9i22sdtJLcHZcWkhxCv7xsRoZDheEyx+UZr6jDZgpzpwdVKCVNL3Vo1yJyvyJu13pex67nFU/dV21fdq/u+a7nPa58VvK1vTz/YO7CWjf8AIUx0u5uP+QcfTrT9S1n/AIWF5P8Ao39kf2R5n/Lb7f8AaPt/l/8ATKy8ryvsX/TXzPN/g2fPX8M+H1h8N6tpmo3w0zUr2W+jtNOvYBBfXQubC3t7d7a0nnhuJxNcB4IfKjYSzRvEhLgqN7wN8FNd1n+1Ps51Zvs32Lf5Phy8uced9r27tlyuz/VNjOd3OPumu+vj6Si7VUpQsorlbVW7V5p8to2XTW9jnh7S8nKXMpO8Y2ivZq3w3Ws773dmeb+E9Ez4n1eD7V/qob9d3k/e2ahbJnb5vGevU46c9a9E8N2nkePbK18zdt+0fvNm3O7Rp5Pu7jjGcfe9/aib4PalZajfJJd33mR3FzBJG+hTxujpOQwdTeFlZWQqyEAg5B5FfXPw90jw94Q+GukXuseMtGsLrT/t/wBp07U5rHS54vtev3sUPn/atSEkG+O5inj8yD96jx7flkV68/FY2FX4antG1GNlFpt8rVrcq6u3mVThGnFqMeVOTdruWr3d23v2I/BniD/hGLqwuvsn277FrNrqfl/aPs3m/ZpLWTyN3k3Gzf8AZ8ebtfbvz5bbcN6r4v8A2nPsv9nf8URv3/a/+Zl242/Zv+oA2c7vbGK8d8RfEjw7DDc/2TqWi6840+Z4o9O12xmae6Cz+XYxi2+1FriUiNURQ8hMyYiYlQ3it98ZNYs/K2/D7Up/M352390uzZsxnGgvndu9unft5M4zrT5IRXNe1pzjT2Sf/LxwWy7+W+hV0vn8/wAvU+kPFH7Xv9t6fDaf8K8+y+XeR3Hmf8JZ52dkNxHs2f8ACMxYz5u7duONuNpzkMi+O/8AaWnW8P8Awivk/aLa2fd/bnmbMJHNjb/Y8e77u3OV65x2rxbQ/jNeXl3JFe+DLnSolt3kW4utUlWN5BLCohBl0a3Xeys7gBy22NsKRkr0dzd6brkD+ZqdjYf2htuW33MEv2cu63PlNulg3kEeVuPl5PzbQflryq9OVJqE0lLfSUZKzStrByj+IPVO3Z9PI9GT9qL+yEHhX/hBvtHW0+3/APCTeV/yEiZfM+y/8I/J/qfte3Z9o/eeXndHvwvM6z+0d/Zd1Hb/APCG+fvgWbf/AMJD5WN0kqbdv9hyZx5ec7h1xjjJ80vvAOjRC48SDxtpkj2MTaiuniG1DTtpsXmC3FwNXYobg2wUOLdzH5mRHJtw3kviLULbU72KdJoFCWqQ4SeOYZWad87gVAOJB8uOOuea0pKEnCKTl7vvWUtJWWmnXXpueLWptzk3D7Umnfe7vffQ/VnRv2sf+EpupNP/AOEB+w+TA1553/CVfat3lyRQeX5f/COW+M/aN2/ecbNu07sr71c+Kv7W8KwTfYPs/wBusNMutv2rzfK802txsz9nj37c7N2Ez97aPu1+LmufDRNBtI7yPXl1BpLlLYwppwhKh4ppfN3LqFwSFMITbsAJcHcMYbp9O8e3Oi2Njbv4enli060trP7U13JBHMIIEtlm50+RYxKQGVfMcAsFDtwx46sISVqNT2r1VuVw3WnxPXXSyCNJx0cPne/ZW0bP1Kbwl/bVrJff2h9m+1RSr5X2TzvL8sNb53/aYt2fL3/cXGdvONx+cviVp3/CMa7aWHnfbvO0mC883y/s23zLy/h8vy99xnH2fdv3jO/G0bct47oHx70qy0W1ibT9PbUIVuWj0xvEltHezzG5nkt7ZIDYNP5tzujWFRC7v5qFEfcoLbv9qKOzkWK98GJZysgkWK68ULBI0ZZlEgSXQUYoWV1DAbSysAcg486eDq1G4qnJyeqVtWrrVarmW2qutu50wo2W2+u+10vM9KsfFH9l+b/oPn+fs/5efK2+Vv8A+neTdu8z2xjvnij8SPGG3wxpk39nZ8zUrI7fteMb9Pvm6/ZecdOgz14r1/w5+0VoHxS+2fY7bSLL+wvs/mfZfFdlrHm/2n5+zf5VjafZ9n9ntt3eZ529sbPKO7DHw+l8datqCRajJYpNPd6uk0enNfoySXOFjTbd2wdSLwMs4bDBBhMPlfLngJxnadKejXNCSlB7JpO8k1da7bG0KF1dLfs79fX5Hlvw28YfYr7RdY/s7zPL/tH/AEb7Xs3b4b+1/wBd9lfGN/mf6o5xt4zuH0rZSf8ACexNrGP7K+zSHTfs+ft2/wAlUuvO87Fnt3fbNnl+U2PL3eYd+1en8LeALvw1o1hpkFxc6tcWX2rbHFpksM1x9puri4bbAlxdOvlJOWOPMykZc7QTtfq9nrttcpG3h7ViTAr82V4nWSVehtT/AHev+FefisE43kotJvSO9k5OyvzXdtr/ADNfZOFnbdLX1+bPiW+8L+R5X+nbt2//AJdtuNuz/p4Oc5r2zwfpnlwWa+fnbpNuufLxnCWoz/rD6dK27Q3cXmefY3MO7Zt82OWPdjdu274lztyM4zji*z1Fbl5rDR2Vui2jOUMSECU5+WJgSQISRyOnbPWuahXlRadmkvLz/AML7nn4qL5bLWz9Ox0mnWGLeF/N/56ceX/tuOu+q17ZeZqNpD5mPN8iPdszt3zuucbxnGc4yM9Miub0/Up5bqFjYyoreZ8xZyoxG46+SByRjr1OK3pNSELBjEPMQB0hMoV5CpJVVBQtl2G0EK3PQE8V9Dhc9VNRjzpWstl0Uf+nT7HzuIpvmlru+3971IfEWj/YPsf8ApHm+b9o/5Y7NuzyP+mr5zv8AbGO+eO1Zv7aH2XH2byz9o8zPnZ2fu9m391jPm53bjjbjbzkcLcX1zq+zGnTw/Z93TzJt3m7f+mEe3b5fvnPbHPZ+H7afTL2W4uIZY0e1eEGaJ4FLNLC4AdxgtiNiF6kAnoDXof257VNKafyX/wAqV9jz1Rabdrt28ttupXlv/sO+HyvN+ysYN3mbN/lt5W7Gx9ucbtuWx0yetc3d+IfO1nTrH7Ht+1yWcHm/aM+X5920O7Z5A37M7tu9d3TI61GLaTUfE93CqvGtxqOpusgjaUABrmUEAbAwYLgEMBg556GnqvhiWHxZoN01xJst5dLmbNoyrti1KSRtzmYhBgcsQQo5PFZ+0qVmt2m09l3vvZdzrp/+2/5G94m0fd9i/wBIxj7T/wAsf+vf/prXQfCiLZ4ivTuz/wASW4HTH/L9p3ufSu+0SS3P2nN1CP8AU/8ALSP/AKa/7dchqfhXWLCBJobDUr1mmWMxRabdBlUpIxkJVZTgFAv3QMuPmHQ/T4XDyeEV09pf+nJdn6CW69V+Z6PcRfarme33bN88vz43Y2Oz/dyuc7cfeGM55xiuT8YTZ8M+JvDO3/j80DWNO+25/wBX/aWm3C+d9mx8/k/ac+X9oXzNmN8e75dGy0XU9LsLPV7iwv0SO1tpJIprK4gVDcxJFseZ0IUo0wHKAswC4Utxi3euW637PN5MDK8LPHLcohQKkZy29VKgqA2SB8pz05rzJ0nGorrS6/PTqerS/hL/ABf+2o+e/BHhn/hGdJuLD7b9t87UZbvzfs32bb5ltaQ+Xs8+4zj7Pu37xnfjaNuW7/4Y/tEf2z/bf/FH/Zvs39m/8zB52/zv7Q/6gkW3b5X+1nd2xzreJtVhvr+Ga28ueNbSOMvBOs6BxNcMVLxqVDBXUlTyAQehFc5ceItYXZ9s8KanYZ3eX9qF1F5v3d+zzdOi3eX8u7buxvXOMjP2GRS5ZLzjHTv7lXr8z5TOdpev60z8ef2ldX/tXxN8YLz7P5H2/wAf+I7zy/N83yvtHjSW48vf5UfmbN2zftTdjdtXO2tz9izw55/xx/Zm1j7Zs2fHP4Y3H2f7Puz9k+J2kjZ53njHmeT97yjs3fdbHPV/tJTfatC+JTMvktN4haRkY5MRbxhaOUOQhJU/KchTnsOleH/srxK/x7/Z7trWQXmoyfGr4YxWmm24El7eXUvxA0Zbazt7eNpJ5bi6kaOKCKOKSSR5EWNHZlU/pOGxC9knfVWT9OWL3tbqvvPkqemJUnZL2SWrW/tF8z9Qv+Cxvjv/AIRz9pvwLY/2V9s834E+GLrzft32fbv+IHxPh8vZ9jnzjyN27eM7sbRtyfqz9pz4Af8ADwP/AIQj/irf+FSf8Kk/4SX/AJgP/Ce/8JB/wnv9gf8AUZ8F/wBlf2V/whf/AFEvt39pf8uf2P8A0r5I/wCClfhX4yyfHXwm2k/A34na3bD4TaEHu9O8I+KrmCOf/hMPHha3Z7bw7cxiVIzHIyFw4SVCUCspbxX9mv4Sftkfs4f8Jp5n7EH7TPi7/hMv+Ecxv+EfxT8Of2f/AMI7/bucZ+Hut/bPtf8Abozj7N9n+zD/AF3n/uuLMMV7nNTqxjUXwaRd7uCl8S5Y2jf4t+mp7VJqTUHDmg177u1y2V46by5pK3uvTqZHwb/aH/4Yc+OPxG0n/hEP+Fof8IdD4v8Agx9o/wCEg/4Qr+0f+Ee8X6Xbf8JJ5X9ieLfsf2z/AIRLf/Y/mXX2f+0Nv9qT/ZN1z+wn7In/AAVI/wCG0fiz8Pf2Hf8AhRn/AArb/hZP/CWf8XP/AOFm/wDCY/2L/wAId4a8S/F7/kSv+FfeFf7R/tH/AIRX/hHv+RtsPsf2/wDtb/Svsv8AZlxNoPxC8a/t8eEPDH7LHxl+Enin9ijSfhNomi+NF+K/xNTVtX07xF4j8CaZD8Oh4AXQPFXhz4R22l63q9t4x1TxIMeK9Tv7KDwpf2Q0a8jluNS033TwTb/s+/s46ZpnwVf9qn4N+LvEfg37bm3bxZ4J8O63qH/CQ3F34sGfDR8c63f2f2Sw1wOP3119otLb7f8AuYZ9kXg4WtC8+alzt8+qm1yz5o/vNFZ2bvy/DqvI5sZCTtaVkpR6J3ST9zfr33Pbv2h/Ff8Awxfo/ibwz9g/4WTt+H+s/Ez7d9q/4Q7OLXW9P/sT7N9m8U/9Ct539pfaP+X/AMv7B/ou+45H/gnF8b/+G5P+Fyf8Ux/wq/8A4Vf/AMK8/wCY1/wm39uf8Jt/wnP/AFCfCX9mf2Z/wiX/AFEPtv8AaH/Lp9k/0n5l+KP/AAT58G/tmfFjwT+1jpn7Tnhnwh4Z+DMPhvQdZsbDwnpXjfQpI/h34k1D4k6jf6n43t/iT4f0/wAPI2n+KY4b2G60y6XSbO2TV57iaG7W3h+o/BP7TXwa/wCCen9p/wBj/Er4ZfHz/hb32L7R/ZvxI8K+Cf8AhE/+EA+1+T532W88f/2n/bv/AAmsvl7/AOyfsX9jSbft/wBrb7EY2VNU04z520nKNmuV80Vy8z0lprdadDDDXcrONld9d1y76bH58f8ABSL4kf8ADStjr/7K39jf8IX/AMKW+O2q3P8Awnf9o/8ACR/8JL/wrmHx18Odn/CL/YdB/sb+2f7e/tnd/wAJFqv9n/Zf7P233n/bofrT/gjp/wAEx/8AhKvG/wCzpr3/AAu37B9v/wCFu/6J/wAK2+1eV9l0j4n2f+v/AOE+t9+/7P5n+pTbv2fNt3NFoH7T8fiv4i+L/iB8K/BifFzxF42udf8AE178Pfh/4nXxRrXhvRvEmuQ61c6ldP4c0HW7640zR76507RJ9Sm0TT7WW71KyMj2k1xBaS+//Ej9vT4c/s2fs16z8dvE7+Cm+PPgv+zvt37HevfFLQvB/wAXT/wkfj2x8HW32uw1DTL3xlp3/FG67b/FGDzvhpJ9r8M+TNHs0q6TX0+XnUxFd08DB88XiISp0rQX72bdOL52k1dzt70+VXu7WuvoIxiqcpbe403rtyrp/TPpv/gqx8Cf+GVvAHxh0r/hKv8AhO/s37LXxB+IPn/2H/wi+/ydF+Ilt/ZHlf2x4i27v+Ed3/b/ADGx9s2/Yj9n3T/wdeJNd/4aD+xf6L/wiP8AwiP2n/lv/b/9of2/5H/THRfsn2T+xf8Ap58/7T/yx8n979ift3f8FDm/bs+Idh45Pweb4VxW/wAMLX4XSWP/AAn58bxqsOueL9YfX3v/APhCPCCoAvi/yW01rbCrp3nHUcXfl2350WOk6jovm/2HY3vi37Ts+1f2TaTyf2f5O/yPtH2NNRx9r82byvM8nP2aTZ5mG2fXZRhnhYSjUiqeOUl7FcymrOFql5RlKgvccre0d3f3dbHyecO7ai7w+1p/ejbT4t+3zP6cP27L3+yPhH4dufK+0b/iPpEGzf5WN3hnxfJu3bJc48rG3aM7s54wf5cfiHe/avGHjV/L2ef4q1+XG/dt36zdPtzsXdjOM4GeuB0r+xX/AILu6FZ+BP2Rfh1q/wDbNtqv2n9o/wAI6b9n2RWOzzvhl8X7rzvN+13m7b9j2eX5S58zd5g2bW/i+1iX7Vq2qXaphLnUb24Xad6hZrmWRdrgAOMMMMAAw5AGa+swXwP1l+h8fU6fP9D9Dv8Agk02P+CmH/BNoY/5v0/ZE5z6/tFeAKKzP+CT8wX/AIKef8E2YzjP/De/7H45YA/N+0T8PccYz3/Giump0+f6Dht8/wBEfdep3ekatAltDqdncMkyzlLS9tZZAqpJGWZVaQhAZAC20AMyjPOD5h4qeeLSNRjhiMixvDHGdjuWRL2BVY7CAxKjJKgA9QAK6TWdO0fwxax39pD9hkmuFs2l8y6udySRyzGPy5HuFGWt1beEBGzG4BiG5jxpJdzeCr640U7tTmg0uW2fEQ3ebf2LTNtuwLcbrdpTiRRjOEAfbXw9Tp8/0PqJQva1l/SPzg+LV5OfGfiSCVEQvDYRupV1cCTQ7AdGbg7WyMg9QcEV+x3/AASu+Mfh/wCG37PnjHQtT8TeC9Gnu/jL4h1ZLXxLrNlp99JDP4J+Hlms8UNxqlg7WjPYSRxyiFlaaKdBISjKn5H+Oz4ek1jWovEfPjF7eJJV/wBOGbp9MgGljNhjSxm2NkMqRGP+XgiTza/Sz/gnv+zTD8V/gx4m8RSeCv7fay+J+taKLz/hI20vyxb+FPBd99m+zrr2nB9h1Ey+d5D7vO2ea3l7E6a04rBezUJwcnSb5lZT5Yr3466rzS1FSpP2jk5J2TWnRXWn9ep+7Hjv4LfCv9kb+yvtHi/UvD3/AAsH7ds/4Wjr/hzSftn/AAin2Pd/Ye/SvDX2j7P/AMJKv9p4+2+V5+n5+zeYPP8Ays/4KefCT4Vj4A+D/H3g3xjeeJdf8XfF3w/qeoWNh4h8Oazp8Vpr/gvx/rN3d2NtpWm/bUs0vfssNrPPeXMSwTpHJJNLLHLX7SftP+H/AIf/APBRb/hB/wDhSdp/wuH/AIU9/wAJL/wk3+ka18Pv+Ed/4WD/AMI//Y3/ACNs3gj+1/7X/wCEI1X/AJB/9p/YP7M/0r7F9ttvtf4qfEfw/aeM/EPiP9nq6tP7SvvhH4p1fSrzwh9oks/+EfufAV9feCLiD+345rWHVv7Jmum0zzYta1KO+8z7akl4qi7XyuaUPei3GUWmmt07nvYSCuuq6/f/AJn4V2FxrfhPWIpodMlXTLDzNt/qNldi3H2q1dT510rW1v8A8fFyYY8FPn2Rnc/3uiupU8aSLql66LLboNPUaawEHlxM1wC/mm6bzd10+7Eirs8vCA5ZvVf2kPCd94J8Y+MvCn2D+zNF0z/hHf8AQPtUN75H23S9C1L/AI+vtN3dyeZd3fnf8fEmzzPL+SJPLXyjwPp89xpNw9hDvhGoyqx8xF/eC2tCRiZw33SnIG3njnNbynz0frMU4VYNUpOO03ZOVSTf25uTurW2sfTYKEk1ByjKnJOaTb546RtGMUrOCS0bd9dtNf1u0rUYvD/n/wBjzW979r8r7T50i3PlfZ/M8nb9leHZv86XPmbt2wbdu1s4N3fvPdXM8nlLJNcTSuq5Cq8kjOwUM5YAMSACSQOpJ5rkfCmv6XqH2/7Ld+d5P2XzP3FxHt8z7Tt/1kKZzsbpnGOcZGezuLKF4I54ostKyuW3sNwkRnJ2s4AySDjAI6YHSvBxqTWqvqvyR6mIp8sbtL5rXoc3fzlvNA2nPl9Mnps96z7cEsjkEFZFPTj5Sp5/rzWncWU5lcLF8vy4+dP7q+r560xbSaOKQmPBAZh86novB+8fSvFqNRvraz018yaMdrLSy/QWbVDabfmt18zP+tJGdmPu/vF/vc9e3SuC1Lx3PHAhhk0iRjKoK7nfC7JCThbwHqAM9OferniA3A+yY/6b/wBz/pjXi7pDbDffjZCTsU5dv3pBKjEJZ/uq/JG3jk5xXPHEKPXt1XT5/wBfff0qcEorr/w/9fl69Xo3jC9fxFG7pp6q898xbbKF+aC5IwxuSMEkAcnORX1J8DLltT+MPwm1Z9mLH4n+BA0kGfsqLbeKNIuSZnLSBdokLSEyIBHg/L94/EVhf6Ncamlrp8u+/Mk6xR+XdLkxxytKN06LDxEkh+ZsHGFyxXP6D/smeGn1G98N3ktl515B8UNHjt5PtIj2tHL4bliGxZ0ibbK5bLqQc4YlRgd9Gq7xvdXtJKWmj5bNbXXn118zKrDqrvRdPM/bbx21r4h/srNxHJ9j+3f8eMsb4+0fY/8AW/6/GfI+T7ucP97HH5kftD6To+keCtLuVv2Uv4osoM3N1aiPDaTrcmBiOL5/3XHzHjdx3H6Ca5rGleCPsv8Awl1z/Zn9p+f/AGf+5ub3z/sXk/a/+QZFd+X5f2u2/wBf5e/zP3e/ZJt/In9oH4laL4p8G6Zp9jrX26WHxPZXjQ/2dd2u2OPStagMnmTWFupw1wi7A5Y79wUhSV9Sl7yu1r/w/wDkedy+/G99Xr5WtY+TNc1BNPn1LUNHlt7/AFGK8na3tA4uhL510YpsQWrpPIEgkllGxxt2b2yisDlWnjrxSwhS+0mztbNnC3dxJYajAtvbNIRPO80155UKxRFpGllHloF3v8oNcfrfirwzYQ30tlf+VrUE2wt9l1CTZP8AaViuxiW3e0b5DMucFOcxHOw0+11e81nwzNcfaPtMV5ZajGz+VFD5ig3Nu67fKiZPuFMhVPG4HkMetq8Ul5fkfUYfDxdKN+Xppff3Y/1/Wv0J4W8WeH20+Yya9oSH7ZIAP7Usl48i35w1znrnn2r6B+DHjTxTrn/CSbdItpvsv9j5+xWGoybfP/tXHmYupsZ8n5Pu5w/XHH5y+HYtDs7KWLUl8udrp5EXN4+YjDAqnMBZPvrIME7uORgivUZ/2g734c7P+Ff+Lv7H/tjd/a3/ABIItQ+0/wBn4+wf8hrRb7yfJ+3Xv/Ht5Xmeb++37ItnFXpOataTfZJvZx6fJ/0tXPBx3016pPS1j7N8f+EvL0rXddtINTuNcnukvG05YvNQXN9qkH2yJbSK2F5tgWedlQzGSIRgys4R8/Nv/C9df8M6vB8PLiHwxaMt1aadJaanHe2+uouuGK5w0D6vblZ5E1EPZhrLDxPA2yYNuf6R8P8AjDVfFng7w9qI1H7frOvaBomqzzfZLa1+13d7Y2moXk/l/Zba1g80vNN5SJDGmfLijTCoPg34uaDDH8YtX17UrXbq9pfeGr57vz3PlyWGi6K9tL5FvMbV/KighOwQssm3EiOzOD5E6NNN+0VRLlfLyRTfP05ruNo6O7Wu2m5isM46pK97Wd9tHfbXb+tb/VFtrcl5GZbg2sbq5QKhZAVAVgcPKxzlmGc446ZBr5s8LafeeD/t3lWd2n9o/Zd39p28q5+yfaMeRtS1zj7UfMzv6x42/wAW9ofime8tJJRf+ZtuHj3fZUTGI4mxj7Ov97Ocd+vFfTUvhLwvru3ydP8AtX2XO7/S9Qg8vz8Y+9cw7t3knpu27ecZ58mpPk627rS/Tox29nZ6W/pfqfGHxC+MXiuTSLfSbPTdDujp+qxRCOGz1Ke6EVpa3tsHmWLUzgjKrIwjRRIwGFyFrjvBepnxJr+mv4pa30WG9+2fb5VP9nJbfZrK6Frh9RknSHzngt1PnF/MMuI9pdMeoXHg7RNI8ZeJp/FenfZ9AbU9Zt9Ob7Xdy5uDqrPaJt026lvf+PKK5O6cbPlxK3mmMHz3UtEt9Q8azWXhe287RZvL+wxec8e7y9Jjlufn1GVLsYu0uG/fOM4xHmIoDpDFx9l7OMYRnFuo6rlacorT2fVO91brdLU6aFVyly7q3y3ir+pr+J/CPgaXxjoF3beJDcJANKJki1jR5YleLVLiTa7R2xAwCrMNwIVgeMg19CeCtSt/DX9p/wDCO3Nrqn237H9s82aO98j7N9r+z7fsMkHleb58+fN37/LGzbsfPzhc+EXtbmKym0/y9cuRH/ZcX2sNvmmkaGy+dblrRd14pX/SHVBjM2Iua9M8BeAPi2n9q/YtJxn7D5n+n+GT0+2bP9beH1b7v49qUsXOUYpyk1FWSdtNU9NdvU7Tz3xz4k+Jul6vrOq3Hgu5ttKvdf1FbHU7vw54gh0+9S5ubu5tWtb1547a4+0W0bXEBhkcTQq0se6MFhjRWXin4gaOtnqnh/UorDV8+fdaVpOox7fsF0ZYvImuFvYRmayjjl3rJnMiLscqU+iPG2q6p4n0Kx8F3M/27VfD19bf2jpvlW9t9ju9Js7vSrv/AEyOO3trj7Pc3DW/7i6njl3+bF5kaiRfPrI/EzR/K0rRP9Hsrff9mg/4p+bZ52+5m/e3fmytulllf95I2N21MKFUV9esoclNQnCcZqpF+9eO27tvZ+q9bq2u+nboef6N8HYdMvrGH7L4nTN/bTYuIUVuZolyB/Zkfyfu+uOobn02PiD4Ym8P/wBkfZbXU3+1/b/M+1QM2Ps/2Lb5fl28OM+c27O7ouNvOfR4n+KF5BJCT5niebfBoS48PJuvJEC6YucLp4zqDY3XhEQzm4IgFUZPAP7QOp4/4WBpPn+Rn+yf9O8Ex7fMx9v/AOQLeR7t3l2X/HznGP3OMy5mdepXU69SsnKLS5ZSSqSu0rwj1S3k77JhtZWf+Vu55Drnh/WbO0jlbR9WQNcJHmbT7tVyY5WwCYV+b5cgZ6A8V6RpHgKyuNK0y6vjq1sLjT7Ke4Y+VDHFJNbRuVBms22L5rBFDszchSS3NaWv/Ff4bavZxW0Wv/aGS5Scp/ZWvRYVYpoy25tOjBwZANu4k7s44yPdfB+kW/iax8P21vb/AG2x1PSrO4tk817bz7b+zlvLd9zy280fyIkm2Ro5ONjrklTjVc6cf3tOpT3s6kHC+n9619guns0fOn/CEW99q0Ph63XVbjT9SubTTDPbhJblotSMUM5glS0eAzI1xIsR8iRVdVDxuQwaxr/7OWh6PeRWy/8ACZqHtknxdfZFk+aWaPIA0OL5P3XHyn5t3PYfU194c0bwxcyyR2f2HWNI2X1sftF3c/Z7yGNb6zlw09xazbX8mXZIJYm+5KhG5K4PX/F2v6veRXN1qH2iRLZIA/2SyiwiyzSBdsdtGpw0jHcVJO7GcAAecswrUZSVOpKEXJt2a1aaSe/b+mc84xk3dJ6v8zwzxDZX1xZRJ9iuji6Rvkt5ieIpx/cbj5vTriuT8S2mmW3he5kN6FvI4bASW0lxbho5jdWqTRvDtWVWjJcMjEMjLhuhFfSxtLA/8fsf7r+H55v9Z2/1Tbvu7+vy+vOK4LUvDXgDU5by1ubLz2uLiRpo/tOtRb3SYzMd0c8YXDpu+VlBxgZBwVQxMfaU3Jy5VODly2vZSjdK7SvZaXfru2Cirqy6r9P6/wCHZ8dx+F/GFxfweJNJ8K+INR0qG4t72HVbXQ9UvNJkXT2jE7m+trdrZobea2liuWScCJopUd0eNtunqui674luEv7/AEXVIZooVtFW0068jjMUbyTBmWaKdi5adwSHC7QoCggk/oF4X0QWfhe08PaHbeXoLxX9pBZ+dvzHf3d213H9ou5WvB5txcXB3POGTfiJkRU28F4r8I6npGow22n6f9nheyjnZPtdvLmVp7iNm3T3MjjKRoNoYKNuQMkk+68053CUIcsqUfZ06l/fdPS11dpOSSuldX0TaOmnSjq3r3X3anz98MbOX4a/259minj/ALa/s3f/AG6jJn+zv7Q2/ZfLWwzj7e3n583GYcbMnf7FF+0X8YfBWL7RvBeh3ds6jTbS5vvDnii4trixbE0FxHNaa5aRzPNHaRSJLG5hkjZ2SPaVK+V3+sWd/wCV9rufN8rzPL/cyx7fM2b/APVRJnOxfvZxjjGTmt448W69F4X0m20zUNsUF3YRQp9ksjstotOu4413XFsWbaojGXYyHqxJ3GlCUsXilUryjVqVHHmlVdlLliormklsoxS0XQ3hCEE0o2SXTpdra/mfc3wR/aj8T+IvE3hhfH0Xgfwta3n9tf2tPKmoaGtj9n0/VjYbpda8QTx2v2qSCzQfad3nG4Cw7Wlix9T6/wDFzwFdXkUkXjvwLKotkQtD4n0aRQwlmYqSupMAwDAkZzgg45r8aPDfiDQG0Wyu/FF3nUz9o+3SfZ73/n7njtvk06H7P/x7/Z1/cr7yfPvNVNa8T6IbqP8A4R++/wBD+zp5v+jXf/Hz5ku//j9t/N/1Xk/d/d+nzb6zrZdGtOp7sbRnJe5zSguWXwxdtVrpfW1m0Ooko6do/mfrLa2uh67v+zanHd/Zdu/7Be2c/l+fu2+b5azbN/kt5edu7a+M4ODVfCdnb2kUwa/AeVFDO0WwhopHG0/ZlByFyME5GT71+cPh740+NPDn2v7L4l+x/bPs/mf8SbSrjzPs/nbf9ZpU+zZ57dNu7dzu2jH0V4Y/aR0q6htbfxv4z8y1j02Btn/CO3K41RFt0zu0jQlkOI2ux1Nuc55byjXhYzJHG6ilukrKXaN7e6+p5U6fPe9rP/geT7HvcNlaW7LGs7b0zhHki3/MC3KhFPRsjgcYNZ17AH1WyHzmEm2EsoxtRTcvvJfBRdqHcS3Cjk8VLofjr4XeJ9LtbnRtU+3avfed9mf7D4htvN+zXEsc3y3dnb2ybLa3lH7xU3bMrukZSy3el+Ib+7h1DRoPN0C1EY1SbzbFPLMEjT3v7u6kS9bbZPE3+jo27O2LMoYD52rldaFXlS6/yz35mv5fL+uvDVwl1J2T17PujYluNK0rb/xMbVPtGf8Aj5u7Zc+Vj7nzR5x5nzdeq9O/XeKdVsbTT4ZIL2yd2vI0Ie5hYbTBcMThJFOcqBnOOenSuFXQNL1zP2i0+1fZfufv7iDZ5/3vuTQ7t3kr13bdvGMnPouueEtEurSOM6fvxcI+PtV2vSOVc5+0r/exjPfpXqYDK60nqtnG3uz7y/ud1+nr5dXCODbsnt0f93y/r778xotoft1rqaLKxmWS4DBc27fabeQ7kIXmMiXMZEhyNp3N36C+0u61K5iuEtbyUxokS/ZoJHQssjyBTiOQ78yDIDA4K8c5NXw/pHic6xaWKW//ABKI/tENvF5un8WkFrOLRd5l+1HaqRcu5kbH70kls+46dDpmhaLqM+tL9lu7YXl9G2bifZbw2iOku20M0bbZIZTsYM524KFSoP3uXZNKXKpJLZu8Zb2h/dRg6fJrZL7/ACR5JaWF5YeZ9otLq383Zs+0wSw7/L3btm9E3bd67sZxuXOMjP0nocWj63dyWs+owhI7d7gfZry1Em5JIoxneJRsxKc/KDnb8w5B8XOu6Z4r/wCQZdfb/sH+v/cXFr5X2r/Vf8fENt5nmfZpPub9uz5tu5d3rPjPwR4h8J6XBqPhTTPsGozX8VlNN9tsrrdZSW91PJF5epXdzAu6e2t23oglGzarhGkDfTfVFQoKDS0UrWTt8V+qXf8AH1vzLdeq/MydZ17RtQl1DwjBq+lzvHdS2CW1tf2suqEaXclyphSZyZo1tC1yBbDaqynZGFyvyL8RrgaR4k12ziaPbbQ2zL9oP73L6Taz/PtaMdZDjCr8uOp5PsnhXwzLD44g1nU7LbqEl3q1zqFz9pU5vbu0vxdP5NvcGAeZPM/ywxCJN37tVQDHgXxhWeb4ua5YoN1lcXPh63aL5Bvjn0PR0mTecSrv3uNwdWXOVYYBHy2Kio1I2tutv8Uv8v6uerS/hL/F/wC2oreGL5L+wmmnkgR1vJIwI3CrtENuwJDu5zlzznGAOOufSb9fEPinyvsmjXd99g8zzP7K0++ufK+1bNnn+X9o2b/s7eVu2btkmN207eI0vQILC3eGG08pWmaQr57yZYpGpbLzORkIBjOOM45OfctN8Qwxed/wrW827vL/ALa/0djnHmf2d/yH4D63/wDx6f8Abf8A5Y16uVz5Zeijqt/hn/X9a/KZztL1/Wmfjf8AtH6bYx6V8S4L6d7S5j8STR3UE0sME1vcR+L7ZZoJYpoxJDJFKrRvHIA6MpRgGBr5s/ZfuE8J/tP/ALOvjB3jt9B8L/Hf4QeI7rXdUYQ6DZWOh+P/AA7qV/f6pqZa2s7bTLBLWeTUbqS6t4bW3gneaeERPIv2Z+1tB4QvPCPxamhXzPG1x4lE1627U036rJ470+TWWwxXSVyTetiILbDpagfuhX57eANfs9J1rwpp/iS7+z+HrfX9L/t+HyJZdmiy6vFPqn7ywhkvm3WMk7f6E7XY3bbfEwQD7zC1JrCylTbqTc3B0d2o+zg/a8sby0fu3+G73vv8goxlXipWSUE+Z91P4b6Lz7n95HgvwB4F/bQ0u4+KOmeIrjxZBoOoS+AX1H4Q6vo+u+GoZtLt7XxE1lfXlvZ+KUj1yNPFMc9zbHUIWSwudMlNnGJlnuPrvQvGCeIPtX9s3OlWP2TyPs3lTC283z/O87d9qupt+zyYseXt27zuzuXHwF/wQ+N94g/ZQ+IN7+zp/pfgmL9obxZa6pJ+5t9vipPht8Jpb5NnjrydWONIm0Nt1up047sQsblbsD2r/gptpHxE/Y+/4Ul/Y1v/AMK7/wCFif8ACyftP73Q/Fv9sf8ACJf8ID5P/H1L4m/s/wDs/wD4SaX/AFf2L7X9t+b7T9mX7P8AMY/EyjzRmnFxdmpaPeG6butvx+/6PCpS69I7ejPNPj58APFupJqHiHwb4L+Inii61vxpd6ls0fw5qet2kmm6kNZvv7QtF0rRpJHsnkktRb3fnS27R3EQ8yRpY3P8+Xxq/ZX8daT+1z4l+IXxA+Hfxa8GeGLf+xv7W8T674S1jw74X03zfhlpWiWH2rWta8PR6fZ/bNQkstPg+03q/aNRuobSHM88UR/rr0n9ojSfHH7OPwS0r4A+MP7U+PcHgn4baj8SoP8AhH7my2WMXgSO38Yzeb400S08GNt8Z3ejJ5egSGY+Zu0tDpSXTL8yft02fhzxF+wX8Urvx3H9s/aMvP8AhCP7Vk339v5n2f4y+EY7H5NGaDwKmzwLBZr/AKMq7tuZt2sNKThgsVbSLtzXi9VqnKN1vs/8u2uWMp+S0aendJ+R/PTqP7aPiX9mP4YePfgB8NH+GXiHwp8SPD/inWtVvvFTX+reKItS8YeHn8FX1ro9zoHirQNNjij03QLCbT4LnRr64XUZ7iSaW6gkhtYfhrwh4Z+MX7Un9o/8I98MPF/jH/hBfsn2z/hV/gvxT4g/s7/hJvtP2f8Atz7Db+Ifsn2v/hHp/wCzPN+yfaPsuobPtHkv5P2b8Nf2H/FnxQ8U+Fvjv45+GH9ufswfDLxZocnx/wDFX/Ca6bpn9ifDTwXqNh4x+Kp/sPR/Fun/ABC1L+zfh7qF3qOPBWj3+v3nnfY/DgutbjitU+sPjF+1D+w1+y1/wjv/AA7I8c/8IL/wnX9r/wDC7f8Aimfi/wCJ/wC1P+EY/sz/AIVt/wAnA+H/ABD9h+w/8JD4+/5FL7H9p+2f8T77R9n0XyOnEzvB2l20T849Dmw8XzK6drvp/dI/FVz8Cv8AgmZ+z18Iv2h/2bvix4W+IH7WfjjR/APwo+OHwN+Knjvwf4r/AOFZxeJvBFx44+JdtefDPwG3gL4leDPEfgz4leAtC8IXEPi/W7tfDv23UfD+v6dPr9xZ3dn+Ifxd+JfxU/bl/ab8Q+Kdd8FxXnif4of2T9q0j4UeHfEdxFJ/whPw/wBM06D+wLC8v/F2oPs0/wAIw3Wq+ZcahtZdRmT7JAqpbfpj4n+Ang/9pawh8YeH/Cn/AAmvxK8dXkfxO8Zaj/buqeHP7UuvE8NxqniLXPsl7rGg6BY/btf16Gf+zdKtbSO2+1eVY6fb2UDxw/TH7Dn7AXiX4fftDfC/4g638Jv7I8LaR/wmv2nV/wDhO7C/+z/b/BHi3RIf9AtPGV7qMvm6jexW37uyl8vzfOfZAjSp5NDE0cM6klTlPESjOEJNLlpSbjKnWhJS5vaU5RTScbave1n7yo+0ppLRR9523klFLl9Hf1P58vHf7Mfx38G6za6BofwQ+NF7FqGnQXeLz4a+Mbm8e6u7u8svJgFpoFqrBltYvKj8l5DK7fMwZUX78/4J4/sK+I/id/wt/wD4Xn4D+N3w1/sT/hAP+EX8zwvf+Df7a/tL/hNv7bx/wmHhC/8A7R/s77BpGf7O8r7H9vH2vzPtVts/run+BHwTvNW0/wAS+MfCvmLoslrNc3v9ueLU+zaVp1yb+Zvs2l6wpm8kNdS7Y4JbmTPlqHxGlcP8ZPh1qPiP/hHP+GKtH+2fY/7X/wCFl/8AEwgt/L+0f2X/AMIb/wAlYvoN+/yPFX/IA3bdv/E127tNz9Rl+NlXowpTpRc5Jc9e755SS5uZ/Zu7cvo/v+YzWjyylrK2llayWsNEfzXf8Fdf2y9U/aB/Zu8E+Dbu++GF3Hpnxv8ADfidY/Bl1cT6or2XgP4laUHnSXxRrSiwC60yysLWMi4a1H2hQTHL/PJ9nDwLJ8+50RyB0y20nHyk4545P1r7c/ah8afArxJ4A0ix+GWpfbdei8Yafd3cX2PxjbbdIj0XxBDcSb/EFrBZnF7PYLsic3R35RTEsxHwyLqdVVBJhVAUDanAUAAZK54AHU59a+0wtlCyWt2/lofC1vi8v+Av+AfeX/BKnMf/AAVL/wCCbUeOB+33+xz168/tDfDk+3r6UUv/AASnJk/4Kk/8E2nflj+31+x1k9On7Q3w5A4GB0A7UVrU6fP9BQ2+f6I+xb3zPF8S6bGwzBIL4/agIY8RK9vw1sJJC+bkYUqEK7iTuCg8bLqiJPLoF4JZYLSWSwljjWMRsbBmRdkoaOcoJIFZWYq7KBvHLCuytZF8NyG+vQZIpUNoq2gDyCSRlmBYSmBdm2BwSHLbiuFIJI81120mlk1LVoHWJLm7lu4judLhY7u63qGKKQsmyXbIFkYfeAZhyfh6nT5/ofZWXZfcj4Q+OFk6fFHxPe2RSGzh/sWeOJ2ZplEHh7SWk+8sgLNIjsoaUjBAJUcD+ib/AIIqeJPDMX7LPj5dd0/Ub27Px/8AFJjltgiItt/wrr4VBIyE1C0G8SiZifLY4dfnOAq/zx/FW/t28YeIdOmSSW+misbcXDqjp5lxotisLNKz+dtQSRhjsLKFIRWwM/tN/wAEotK163/Z38ZpaambWM/GjxEzRwXt7Ahc+B/h0C5SKNVLFVVSxGSFA6AV01p82DSqJRqR9kqOiTlTSV3tf1d9fwFTilU0Xu2k5dubQ+Mv2Vv+Ch/7YHwP/wCE7/4Q34vHRf8AhJ/+EX/tL7P4A+F2r/af7F/4SL7Hv/t7wVd/Z/J/ta62/ZfL83zW8/f5cO39g/2dPil+yL+1JrzWnw6+F3xC0X9rrUPBx+IX7QHxT8ZXc1h4L8da9d3mhx/Fa/0DStF+I/iLStNl8T/E3xDY+ItKstM+HnhLTrPSYrq2soNBtki0Of8AmfTxLpEef7Ps7myzjzvIt7a38zGfL3eRON+zL7d33dx2/eNfcf7AUPjfwz8ZPE3inTvFF/ptvrPw01lLf+ydb1ezv0tdR8U+DdRht7jyBbosapbp5sSXEsYmjj2hwodeGvH2jq1GoUPdi401FRUmlFcsYx0Tdrvbvuz28FBRcEuaS6tvmfxdW+339Ohs/t//AAr8Q+DP2jPi1rviO80a++G+m/8ACB/bNA0y4vn1mX7Z4F8GWdv5Es2nWDnZr11Bey7tbixapIq+YALR/iDT473VYWuPhpNH4e0JJWhu7LWAJrmXVlRHnuo2li1xhA9nJYRKou4wJIJT9nQkyzfvr+2BN4K1L9jH4h694k8MWOu/ECb/AIRL7Z401PRdJ1PxDdeX8VfDNnb+f4jvzJrc/kaJHBpMfmzHyrGGOxTFpGij+dDWNRu47mNfDt3d6LZGBTLa2U8unRSXXmSh7hoLFxE8jxCCMyt+8ZYlQ/KiU8PNVIqnaMJLROUU6DjFR1nTWkqr61Hra2uh9HRpShFVI884O14QbVXmko/DU+zTS+wtFqfov4Z/s7wp9t+3W8sv2/7N5X2Nml2/ZfP3+Z581vtz9pTZs35w27bgburTxkJmMURulgQEwo8FrlI1IWNSwdmJVCAcs2eSWJ5rG1+1TVPsn2BIrbyPP83zFEO/zfJ8vHkrJu2+W+d2MbhjOTitY6XJAw8zyGxEEONzZbKZPzRj0PPX2rwsVs/T9Eezio6XfdafcdpFrAnjWU+aS2eqRA/KxXorY7dqq3msbEkVTKMwufuRHnDDufaqe+O3tsFOU/uKv8UmeMlf73PTvXL6vqUSF+Jh/ozHgL/01/6aDnivncW+W77pfLV6/gKhHVaaW6eVtxmpag1z5O4udnmYyka/e8v+71+73rk/sek/8xq1e8tf+WcUEkqOtx/BISk9sdoj81SPMIywOwkBlZJq0JxkXB69l9v+mlZmuTPqNpHBYPJbTJcJKzuxhBiWOVCm6EuxJZ0O0gKduScgA+L7W8lFytd77LW2/wDX/A9GKXKvdXXou5U0vwlbQ+IhqdlFDDA1xfTWqtcXTSxwXEVyIkdX8xC6xShXzJJg5IdiAx+wf2evGWu+G/iL8OPDdlfNBbat8TvCEksSWljPE73+u6LYOXmuYHuY90cCKwiOEUB0HmFs/J9tqH2e2t4maf7TDBFFJMh+9JGipIyyF1kIchvmIDMD8wGSK7v4ZaxPbfE34d6r9pvRHp3jnwjdP5czi4xaeILC5Yw/vVXzNq/u8yIN+Mso+avTwtaUmuabnZ2V237q5bJN3st2tt2ZVFZWSeqTtv1P3Y/aA8N+NPFv/CJf2Vq2lW/9n/299o+3Ax7/ALX/AGN5XleRpV1nb9mk37vLxuTbuydv4feM9Y03QtLgu9egub2zkv4raOKxCeaty9vdSpI264sh5YihmU/vWO50/dn7yftz4H+KGiaz/an9qW+tal9m+xeR/aMNpeeT532vzfJ+0ahL5fmeVH5mzbv8tN2dq4/DX4heFtU8baLa6Vo9zaWtzb6pDqDyX81xDCYIrS9tmRXtbe7kMpku4mVTGqFFclwwVW+owzvFX7r/ANKZ5lRKM16r8EjgtQuPgxrunyQ2PhHXYtevlhmN7c3l2tsbnzY7m9kdI/Es6qJkW4CKlptV3UKkSjcnM6nDcaP4c1U6LIlnp1jpWp3Frbt+/liKW9xcSndcJcM5a482RRJM64YL8qAKuzP4MvrHThZK+nJqVnFBayXcDTLme3aOG4kjuBapOVl2SAOyK7q/zqu5gOt8N/B3xh4jstOK6toslnqczWr219fao6SxPeSWcsVzCNMnieGXDq6HzFeJsMpyVruWlux6VDGNJJy2tb5cvr5/1t8paP4zupbaRtQmnnmE7BXS2s0Ai8uIquEEQyHLnO0nBHzHAA9b8dfDz7V/Zf8AZa2Vv5f27z/Pur47932Pytn7u4+7tk3fc+8Pvfw/Vul/Bfw94Jt30rxL4Y8E6nfXEzahFcWmi2V7GlpKkdtHC0t/pVpMrrNaTuY1jaILIrByzuq8N8Vfix8ONa/sH/hHfC9/pP2b+1Ptn/Ek0Kw+0ed/Z32f/jx1KXzfK8qf/W7dnmfJne+FUSldxTW1raPp1X9WuenSxHPu+2+3zT/rt5HwA8ZeME8eeCfCGraul14e0+xv9KfT4bLT1zBpHhf*ckso47tbG3vmWCa0t2Ej3KyyrH++L73Vvefij8JbbX7zxV4wigsAj6W92vn32qR3Q/svRIrc5ghWS13Zsz5a+YVddhkILMB+e3wyvNc0f4x2PiubV746CNT8T3cOn29/eG5jtNS0rWobGBbRmis0Nv9rgDxrc+VEsbeS0mxA3646fqVnr/wABNc1lIZGmuvB/jkpcXkcTXokthr1sjvMJJnDRmAeUwlYoipjaQFHk42hGny8s1O8VJtXsm+a8Xf7Stf529NIzdRNum6dnazt7ysnzK3R39dD88bWwfSY2t4jGiu5mIRnkGWVUzmVdwOIxwPl4B6k10/hH4061pv8AaH9p399ced9k8j7NpmjfJ5f2nzN+5Lf73mR7cb/ut93+LgL7VPscyxXD3MjtGHDI28BSzqBl5FOcqxxjHPXJNa3j+z0+z/sn7BZWtl5n2/zfsttDbebs+x+X5nkqu/Zufbuzt3tjG418li37zS3bf4OP6HFVejXa342PrjxF4O8M+LfBXhzWYtMI1LWV0jW7y5ury/h859R0me6uGaG2u5YIpJJ7kSGOCJIU+ZYtqBVPg+nfDXU/+Fhw6fos+mWf+s+zefcXrpH/AMSN55tzPaXLnf8AvduQ+CwA2gDb3vw4s/E/iqx0rR7HW540s/DtjdRw3upaglpFBbw2NqkcMcK3ARkFwixqsSosQdQy4Ct0lrb3Gi+OI9DupRJrttu8zUbd3dD52kNeLsvJFivDizlWBswrghohmLDHly+9eq4vV2ej1+3CN9/P7vmLAybqO/b/ANugcV4t+AvxPtorr4kjxB4SGheB9Kn1vVrRbjUDq1xbeGludevk06BvDf2OW4ls18q0S5v7SKS5+SaWCL99Tfg5+1J8NPDv/CR/8J5oXjTWvtn9kf2V/ZFhoy/Zvs/9qfbvtH/FS6RnzvPs/K/4+MeVL/qv+Wvd/FHXdbj8F+M/C8OsarFPrvgzxFaQhNQu0sPN1TSdQ06NrrbMH2bwPPK28zeSBtWQjZX59/D34ea7pn9r/wBuXmmal5/9n/Zc3F5eeT5X23z/APj8so/L8zzIf9Xnf5fz42rn6NYGi8PUqTnTjUpuKp0uW06ilKKb0Vnypttt7JnqOUlUjBQlKMrtz05YWWifXW2nmz6Ai/aV/Z+/4T7xbqM/gr4gPb3upa9LEiw2AmX7RrQnj8wDxuqAiPIcLI4DHA3D5q9n8JfFb4Ea/cafq6eDPGP9nXf2rEE7JHc/uEubU7hD4wdB+/hLrtnOY8E4JKD5T8HWvgbxH4m1Xw5b+E9JGr6VbX0moXl5oOji3uZLHULWwu3juEWe6mea6nWVGngjaRNzyFJMIfQLbTbPRvECafb2lpbWttu2W1lbxQ2qedZNO3lwpHFGu6SUyPhFzIzucsSTzY+nhYRjGjhq9GpaDm6lRSUouD5mktryaa7JP5KmqmvtJxlq7cqtZX0T80tz7Q0nRfBnjq8s9b8AaRc6JHZ3tvp8I1y6vBMms28sd3HdhI9R1qJrVVu7Lh3O54pg1qVwZZ/iL4L+KFr/AGP9m8RaBH5n9ob/AJS+7b9h2/f8PvjG5umM55zgY+WpL/xTp9pc6h4e8QanolhYxTXk9tp2rajprPc2sRnkuY4bF0ha4aFII0md0kJiRGZUjQiLw98Z9WT7Z/wkuv8AjPW8/Z/sX2rVbnUvsuPP+0+X9v1UeT52YN3lf6zyl8z/AFaV4k243s3pbr6Gp0ll+zF4J02Vp9V0LT7m3eMxJHba74o8wTMyurnN1bfIEjkB+c8svyHquHpWpeONF8T/ANgeEdZtNKt9Hu9R0nQ4p7W0uY7LTdNiurW2tnmu9Mv7icxafAIBLcm5nkYB5ZWkLS11Gk/tG+D7e5d9UsPFl9bmBlSJ7XS7kLMZIysnl3GuKgIRZF3g7xvIHDNXu+t3fgnxT4BS+8K+GLLRfEWt6bomp2OtyaLpOnahCbuawv7ySfUtNa4vo7i6s2uYLh4XlM7TyRSyNFLI9ZYjEYhr9/UrTWvLz1JSV7JaJydnb0+7adLNq2x4k/i+7bUo9K8YzTatr9xPb2up3tlb2kNncrd+WtsIxANNKCOwltoJWjs4W8yN2HmN+9fpWtfBiHE+kXjv1BS4uMbew/5CSc5BPTv19MW1srTTri3XWbW21DU7aeKW4vjBFdyy4kWaEi5ukS4dooDFEpfbs8sIh2IproLqS01CQTWlusMaoImV4ooyXVmcttiLqQVdRknOQRjABPjzm5N6vRvqefUrNTad0ryXbW6/4PW3ocInjjwLfnyU0fWwVHmfvBEowMLwU1hjnLjjGMZ56V3Ft4H8OXdrb6vBpwT7dBDfRmS81ASBb2NZQJEFy8QfbLh1UsitnYxABr5w1jw/f+GraO+uprZo5Z1tALKSYy75I5ZgWEkMC+XtgbOHJ3bflIyR0nh/9o7whpMunaRqFj4tuTpduNOuljttMmtpJrG0a2doln1yMvF50W+IyRRttCsURhtHRhqWIrc/sac6vIuafLryx01d2v6+9T7dKzu91bXrpp/Vv8u38ReMrbwc2paTZreQTaVbPNbtDDbXMMc0toL+N1a8mMkm2SYMyzIy7tyBWjABs+AdTuviNo9zrepSm6ntdSm0pJLmOKzcRQWtndqgi05FgZA99IwkYeaSzKx2KlSL49+HnjKA3kXhaV5NZV7WOXVND0Np/M+bT0Ny63l02xWjABVpSIQoC5GweyfDTT9D0/QruG20jT7aNtWnlMdrYWcMZdrOwQuVjRFLlUUFiMlVUZwABvDE+zvCfNGpF8ru9nGylFrve/Xvt06YV3o03sr697P+tvkfFaeCdFbO+yQ4xj/S78Y656TD2rkPE/h+0ubRbGCFEFteqFDzXG0JDHcQgBgzuxAYYLckAknPXqLrw54q+Ty9bCfezjUtSXP3cfdg5xz19aswaBqFoFm1Ke3vFdAhBlnuGM7AOZW8+FQSQsmXyXJbp8xNbwxzg1abuuzaaemt7rv/AMNY3hXdut+qv5rp/Xy6fP58N3c+p/2RFJarA33Y3km2Dbb/AGo5kELTffBYcnnC/dqDUvh94jinRdPvtJghMSlkeW5cmXe4Zsvp8pwUCDG4DIPyjJJ9F12E2Wt3V5HtiSLyMeR8ki77SGI7doQDJc7sMMqT1zgpaW2o6xG11bXbIkbmAi4uJ1feqrISBGso24lXBLA5B4xgn1qWbTpKNT3ZQ5YqXNFOLnJK7mno595PXu77VOtzJRTd7JvX0/r+rLjda0XVNM+zfabi1fz/ADtnkl2x5flbt2+2jxnzFxjPQ5xxlNZ0+aDRdPuLdoo55WtfMcs7bg9pK7ja6Ogy4U/KoxjAwMg+0Xvw71vxB5f2e70tfsm/f9rnuxn7Rs2+XssZv+eLb87f4cZ5xzGv/Az4g6tZRWmn+INDtmiuUmHmarrcMawpFNEI08jSJCCDIm1NoQKp5GAD10cZRxFWnGU6cVKWsqivCOm8kldrT8QhHmSVrv8AHcy9A8QePPD3he01HQtctbGWz8/7K5s7G4aL7RqE0E/yXel3Eb71nmH7wPtD5Xayrt6PR/2g/jpprRWtz44hfQ5btJdWsofD3hVprqzcxR38UUr+HY5Ukns42iQx3NuVYhllibMg4i4+FXxA8O6a9pqXiPT7iKz2+dFbavrU0L/aLhZY9kc+nQK21p42beq4dWK7iATz8eNDuILDVh9smnkjnDRf6RH5EriERs1z5LZ3QyFkCFNrA5JZgOyOHoOc1GOGqqU5Wn7GEr3a96LlFtJ/FFaWuzb6snHVa6fo/Rve/wDVvrbw5+09Bp32z+0T4hn877P5P2fSfD/y+X5/mb83kH3t6bfvdG+73940n9rHwPrFw9sdL8YkJC0+JNM0GNflkjj4MWvFif3vQ/LjJPIFfmxrNsuq/Zv7ISOx8jzvtGVFr5vm+V5X/Hqsm/Z5cv38bd/y53NjweI+MtNYzr4m1GMuPK3W+s6qjkMQ+CR5fy/u8kZPIXjjI9DA5fh7yvOjSlFx5VKF3Nty+Gy3XW/dHlY2n7OUF7JzUr80la1NJU7OV7b3drdn6L9w9S/aX8LaDpcmt21j4oie2S3aNk07RJpFW6litsCOfWGhY7Jyrbs4BLKdwU1xkP7W+neL9RsdEVfFHl63cW2hul1o/huGNv7SnFowkkttRkmjiK3OHkhzMi7mjXeFz8aeA9J1zxfZeGdDfUftM+paPZNIdVvLya1mkt9KW+ke5JjuXkYm3LqzQyMZtjHacuvtujfs/wDii3vbLV4LvwtBHpt/bXbeTcajHcBrOWK5LwbNFVRKFUeUxljIcDLKAGrtp4+lQly+7dNq8bJOzSvs3Z29f08TEJJ2X8t/ub/yPrzR9Un077T/AGFI1j53k/avNjim83y/N8jb54uduzfNnZszvG7dgbfrLxb8V7rUdOggknvmVb2OUBrHS0GVguUzmMhs4c8Hj8QK+MPAlnd6N/av9uzjUvtP2H7LiSW88nyftnn/APH4sXl+Z5sP+r3b/L+fG1c9DY+JBrEzWySX5McZn/0l8x4Vkj4xPKd+ZRj5Rxu57HWvj41KTae6fy1ivLt+d/LzFuvVfmen6Hrerah4ojWK6Ci4uNQkQSQW64UwXUoD7IXIIUY43DdxnHNed+M/CN9qXxIn1CeWykeXUNCZ2aW4RiIbLTIh8kVuIwQsYAxjOATyTXW6RcxabdWt86tmFGLNAq+dmWB4iVYsnJMnzEuMqW69D4h41+ISp8Sri2juNbjzqGgoqpKFjUyWOmHot6MDLZbC9cnBNfI4mreotXuur7v/AD/rp6tL+Ev8X/tqPY73wzd28qpHJaqpjDEeZO3JZxnLQk9FHtXoXg2z8DeK/wC0v+FZaLe+HvsH2P8Atv8At25uX+2favtX9m/Zc6pr2Ps/2e/8/wD49M+fD/r8fueP8JyXOv6dNeCeWTyr2S23XssjyjZBbS4U5m/d/vsgbh8xf5RnJ9v03QIPA3neVbWFn/anl7v7GhS38z7F5mPtO2G037PtZ8nPmbd0v3N3zexlUryet9I2/wDAZ3PlM52l6/rTPw1/a28T+BorT4yeH7PR9Xh8XWXjS/0+fVGIbTH1DT/HsEeqzxh9XkJguVt7sW27TUP72ImC3P8AqvDfgJ+zfP4+n+HHj3xINB1LwJqPinTp/E2jNqmu2Wuaj4a0nxU2m+IdPgXTrS2igu76w0+9gspLfWbJwZYJDfWUxaSH3z9qm10exuvjFr17plncRnxzrFzMVsrWW7la98dKgdjKqK8hkuA8rNNk/O252wD9V/sz6Hp9/wDsfaF4v03T9OtI4fDfxM1C2kNpBBqcEmleKfGS+bE8ELrFcJNZmS2eO5DKRG++Ns7ftaU6lLCXipxbrW9vF20dKN6V0+a+nNbbrvt8pTSddJ2f*ck5Xr9ta9vI/aP8AYF/aY+CX7Gnwd8SfDD4UeE/HfhLw7r3xL1jx7e6bp9tpviiGfWtU8L+DfD1zetqHjXxhqeqwyyWPhfToGs7e4TT40tknihW5uLt5Mb/gsF8Wf2hdH/4Z3/4ax8fab8TvtH/C2/8AhAf+EL0Lw5pv9h+T/wAKy/4Sr+0v7O8K/D7zv7S83w59j87+1/L/ALPuvL+weY/238j/AIXa7rGo+H7ydNW1TC6xcRfvr+63ZWy09+MTP8vzjHPXPHc+/RfCb9oL9svd/wAJF8VJPG//AArjH2P/AIXD448beJf7M/4TDP2j/hHft2m+KPsX23/hF4P7X8r7D9p+yaZv+0+Qn2f5jNFNQlOTbbe8ruT96mtW9Xo9X/S+iwSu7LTSP5SPcrb9pLUfgb8Jfh38Q/Al5rGg3/iLw/4R0RriHSPD2sXLaXq/hpdca1ms9fe+0+LM2kWckk0ANwkkIiimMEswf2gePviX8Q/2ev8AhpX45+I7fxr+zhrH/I0eA9N03SdH+Iep/wBn+N/+EB0TyY9D0jw1Y2/2Lx3ZaRrMn2Xx5ZedodpI0/2maWbRp+vTwf8ADn9mf4XeAtS/aH8CeFPid4YttE8LeBLbRdJ8L6F40it/FsPh0Tw6zBpvji10HT4bSHT9B1u0j1GORdSjXUI4EsxBdXZh8W8Y/sUftN/tTWOo/Gb9nv4qeFfhr+x346+x/wDCI/s96744+IHg3TNF/wCEYmtfCuv/AGr4T+CPCniH4Xad/aPxR8Pa143g/szVLz7ZcX8PiS9+z+Irq7t4PNwVX3o6v4ur/vR/r0/C8XG2j1u1/wCkvQ/MD9rv/gofr3w+i1/4Dfsmar4t+FvwR+KPwv1W08ceCvEfhTwF4gm1vxT42XxL4N8S6kdf8SS+PPE+mWWpeEbLw3pOzR/EFglm+nz3un2FrqE097efBf7NPwz8TfGL/hNf7Yv9Gvf+Ed/4Rz7P9tmu9O8r+1/7e87y/wCx9NTzt/8AZcW/7Rny9ieTjfLn+tH9mD/gmT4S+HPws8T+PP2k/hh+zd8ZLrwR4p1rxjfahqPgvTPiHrj+BPDXh3w/rNz4a0y78e+AbGRmaSx12ez0aa8tNHN5qjySXUDXt5KnqkPxm/4JvfDjd/wj37G3g/w5/bOPtf8Awi/7PPwH0j7Z/Z2fs/277Fqlj9o+z/bpvs3m+b5Xn3GzZ5r7/cr4uksK6UKUeeai51ZRjKakpwf7uVuaCaVnFPVXT6nHQp/vOZt2i3ZXfK7x6rZtfg/lb+ff4x/HOL9nj4LfD+L4KnWPBnxO0i48KeBfFXiNtP0jxDpOpaXYeFNUXXLTT7bxTc69bLDeeINE0q+tLv8AsPTr8W1r5fmWkc9xZzfob+z/APtN/FnxB+wn4S+JNp4smj+L13/b3l+LLnw74US0HkfGLWdBbfpMWkTaIM+GIW01duhNmUrcnF2TeD6Bs/2nP+Cc/wC1r4x8R/A3wR+yLpFh4u8CXer+KNa1Lx38AvgXa+Hbu28MaovhDUhp15pGv+JNTnvp9T8SWk9p9r0izjlsUvJZ7i3uFitp8Pxl+w78TvjFDqXgP9nXWfhx8JvCniL7H/wh3hZNR8QeBPDGgf2Q9rrPiDGieBvCWp6bpX9q6lpmt6if7Ls5/t2oakbu98qe8u5Y/A56bsuWXtOe7k37rj0Vu+q19T6KlH3HaytFvbyX9f1pc/Zz+O3x/wDiFqHh/QfiH48tPEFt4g+IGk+GtRii8PeFtNS40DVZ9Ds7uwaXSfDGlzwGaO9vVNzbNHeRiYNDco8cZjn/AOCmX7aWr/8ABNr/AIUp/wAIFqHiPw3/AMLn/wCFkf2r/wAIv4e8IeMvtv8Awrr/AIQL7D9u/wCFiyS/2b9n/wCE6vPs39j7ftnn3H9oZ+y2OMj4ZfD/AFz9g7XfD37P/wC0Hd6b4/8Ai5488VaT498G+MvAdxd+KtG0PRfFF5YeCvD1rdeIvG1l4P8AE2malpnibwfrWqzQaVo15aWVreWd9Y3lxqFxd2lr+eX/AAXZtdW8Z/8ADLP9oX76n/Zv/C7/ACf7burm98j7Z/wqHzPs3nrdeV5v2VPO2+Xv8uLdu2Db9hkijejzpuL5rpOz/hy2fyTPl84i252021e3xQ/4Y/mT1rRdV061jnvrm0mie4SJVgLlxI0crhjutoRtCo4PzE5I+U9RzFdh4g8Q2mrWUVtAl2rpdJOTOsYTasU0ZAKTyHdmQY+UDGeegPH197RVuiWmyVu3TufnmItzK21v0R99f8EpP+Uo/wDwTZ/7P6/Y7/8AWh/h1RR/wSk/5Sj/APBNn/s/r9jv/wBaH+HVFXU6fP8AQiG3z/RH2Bqa/wBuwJaKfsZjmW580fvt2xJIvL2jycZ87du3HG3G05yOL88NdPpMkYkSKSW2aVyGWT7Luw5hZSBvMQYKXbYSPmYjJ7a+dJoVUOoxIG4YN0Vx0yPXrXL+P5LW98DanpyXluJ2i0tNiyxyShoNSsHceSJA+4CNtwyCgBJ+6a+Jp8tZ22t116/cfbci/m/D/g+a+8/P7436T5PxK8U3sU/lpAmkXC28cWxf3Hh7SnKhlkAXeUJLCM4LE4Y9f3X/AOCP+owz/s0+OHuLGKdx8c/Eqh5mSRgo8A/DMhQzwsQoJYgZxkk4yTX4OeOZZtP1LW7IWss6RWqj7SA6IRJpsMpbb5cgATzCp/eHO0klc4H6cf8ABOn9ovwP8LPgn4o8PeJdW8K6bf3nxT1vWYoNc8aaR4eu3tLjwl4Iso5Y7K/jM0tu02nTol0v7p5Y5oh80D16NXDynhkppS5XBU52inGCStGyabvprJ3Igoqr8W6elt9d79PQ/Pv+wdN8Af8AH/Z2Xin+1v8AVfa7KC1+w/YPv+X5y6nv+1fbU37fI2/Z1z5m4eX9efsZ6TfeMfidrllYazdeG4k8A6nqEK2fnTRwW6+IPC0UenxxQ3WnqkMa3SBCu1FWBVWAAjZ7j+0r+wh8RPhT/wAIX/wrhPGnx4/t7/hI/wC2f+EJ+F+uS/8ACK/2X/YP9nf2n/YWp+L9v9uf2jffYvtX9nZ/se78j7Xib7N3n/BNr9jj4saB8fvGnif4keFfiJ8LtB1j4WeIxZ6z43+GPiXw9pE+q6h408C6hb6LbaprzaPZXWoS2UN9dQ28Uv2me10+7uEtvKgmaL5zE1oxVV1avLNJOC5G/ay933fdVqdl1ej9T2sLNKUEtnv6X9Oh0f7U3hzVfCX7NHjq91LxPqHibTtP/wCEY87Rb0XMdle/a/H3h6KPzUn1DUIF+zT3KXab7WbMtuhXy3IkT8QdQ8b6PHMoHg3TTmJT/rLUfxuP+gV7V/Q/+338W/Bnhf4afFj9maLxD4Y1TxFY/wDCCbbqPxPpVvrU/wBp1/wb4/OPB6vdXyeVY3BjONQk3WkZ1T5YW8hfwQv/AAlperzLc3Pimw0x0jEAgnjt2d0VnkEwMmo252sZGQAIRmM/MTkLngsVRcuWvSk73lGXPUjpaNrKEU3dp69fkj6ahUnKlalU5JJrXkU9ox6SVtdPQ+/vEnhWfwB9i8/V5df/ALW+07fNt3s/sn2DyN23fd6h5nn/AG0Zx5WzyRnzNw2UgfMt4Zl+QypHJgdt6btu4YzjOM4GcZwKteHtR1i2+1/2j4b1LTd/2fyftsd1b+dt87zPL8+yi3+XuTft3bfMTdjcM6OqW5vbdHBKNJMsxQKXKb0kJU8qflL4JIHI6DOK4cwfs4X3u7dui9TtxeJVu6uvyX904bUZJgJkE0gH7vo7AfwHoGrmLm2kum+a5cZTy+Qz8Et6yDj5un+Nd0PDs01zuEko3elq7dI8dRIM9Ktnw1cJG58yY4Vm/wCPRx0H/XT26181Xn7W6enT8Xpsu48PiE1FWtdJ730sv7p5ePD4brddP+nfPX/ttW1pvgg6jO8A1UwbYml3iy8zO10Tbj7XHjO/Odx6Yxzkdna6a9vv3M537cZiKfd3erHP3vw/Gutv7tI4VYbGzIBjzAP4XOeh9K8qWHvJa9fuvbrza9z04VLxTtdPb735HyV4aSVfii+h3VxJfWlrrHiOyaK4LPbTLY2+qLGzWkjyxAB4EkSMlxEwXaxKBq+htI8Q6R4Z8e+DtK/4RbTb1rrXfD1yt1i1tmhM+sxWwUR/2fOWMZt/MDiVMl9u1du417XSJ5dXN0BLsmnuphi3dlxMszDD7gGGGGGAAbqAM1O90NI8Z+GYplH/AB/6NcFpXFvhP7VKnIdW+UeUTvzjrx8pr2aMFUlCUYqPJGMNLauNtemutuu24m+rZ95p46Nvn7Bph07fjzfsd8YPO258vzPJtIt/l7n2bt23e2MZOflDTfDTQTu7X7SgxMu1rcgAl4zu5uG5GMdO/WvobwnqFvrP2/ypYV+zfZd3lzx3GfO+04zt2bP9UcZzu5xjbz4R8G/Cc+neJ7+eWaba+g3UQ8yyeEZbUNLfhmmIJwh+XGSMntXv0Pch3t/8k/U82t8X9dkcv4o8EJqGlahFb6gthczyROt7DYgzxEXkMrkMl1DITIqtE5Eqkq7Z3DKnzOw8KeKtF1Cy+zfETxAttYXltcLZwS6jbQMEmS5eNUj1oxxiVy29hG3zOzlWJIP0N8bdb8QQ+A/Fln/whmstZwXGnQR6p5V6LaeKHxDpyQ3KH+zDF5d0ERottw6kSrtkk4LeE+ANf06fT9A07Ubuy0e6ub0208F7ewRXFmLnVJkSWW3nNtJgxSJcKriLfGykMFYPUyx3K7cv4/8A2hjQhKUt3vqn5OPdruj0RX1a/HnXut6jdyqfKWS6ubm4kWNfmCB5blmCBndgoO0MzEDLGpNR+AWk/ufM1DTpP9Zjf4atjt+5nGb89eM49BXKfED4a6Nrus213b+OtMCR6ZDbHybe1ul3JdXspzImsoA2JlymMgYbOGGPSbK18KWXmeb478PDzdm3zL3TYvub843aod33xnHTj1pf2j/d/H/7Q92lB04x1vdaO3/Bfc/PXxVO2geKfEmmWeYm0fX9Z02G5tmNmdllqNzZhoo4gTbrJHGR5SSsERjHuZRk/dHwd8b30/wY0bQ7gXdxHeWPiaxmkm1KaRHjvtc1uNxLbvEyyoEmKtE0m2RQVJUNgfDPjjwnp+n+M/F/iTSPEln4juz4o1+6tdF06KCS4vFv9Wu438iW21C9kkW2guXumeOzkDxQMxEaEyJ9UfBvw/reo+EPCurz6RqljC93dyzebp120VvFba/fRySSXDxQoI1SEyu7KioudxwpY5YqalCMoT9pB2i3bkcajUm48srSaSs+dLkd7XujOePdP3ba379Nv5H1RzXj/wAO2/8AbNt5DQ2yf2ZDmOK0RVLfar3LkJIg3EYBOM4Uc9McomnXet5+1apcv9lx5f2jzbrHnZ3bPMuBsz5S7sfewufuivpnxd4Rl1PUoJ7e6kdEsY4SYbJp13LPcuQXSfAbEikr1AIPQivhu/ttU0fyt+kahL9p8zG62uINvk7M4zBJuz5oz024754+fxGCdZ+67S6P15b7zS6f5GlCf1qXLa17X69G+0f5T6WtvjlH8GtOsdQTwkniB1trbw0yrrK6Mz7YFnN60o0fUz8x0sA2xU8zbjOTFiTB1H9sjT72SbXR8JLOHUpfL/0weKYHvV2Kln/x+/8ACIJOcwJ5X3hiE+VygwfB/GiTnwtpE1xBLaLLc2DAzI6KHfTrp/L3OsYLAbvQkKTt4OPJrfTEgu01uK7W5lTdt0+NB5j7o2tDiRZZG+VSZzi3PyqV4Hzj08lyrCU4c1SP+0Jzl7Xmq/vFzwcaXKqjhG7t7+6ttZnr0MtnRcakffUmouOkeWL5ZOd3UbdrfDa7ufbWi/GI/El4fEk/h06dbafeR6ZcaPLq/wDacGoQ2hiv5RNK+mWcYju4742skD2k6hELMZFkMSzeNfj54W8A/wBm7fhBoGp/2t9sztv9OsPI+w/ZcZx4Vu/N8z7Z/wBM/L8v+Pf8vxYXutU1Czsmsbi1jvJbeyku*msSRLZbibymncGKJWWFZPMZTJGCFwXQHcPo74VfA6HX/AO3tvi+O2+yf2XnGjLcb/P8A7R9NZh2bfJ/2t27tt59TERw2HftJwUktqKlJcyfLH+JFyceVtSV1ra3U66tHl0Ts/wDhu7tsavw7+Nnhe38V6t4gi+E2gRyavYX87Qx3enRvEL/UrG9ZGuV8MhpgjKEJMUfmECQqpG2vU18WaZ4m1wa/F4YsdLjvfu6fHJbzpB9ms/sRxMunWqt5rW5nOLdNpkKncRvbyfw38M77wr4x1+U3N1ewL/aunxTnSJrWKcDVIGS4jkNzcIRKlvvVFZgVfIkYLlu41LT7a4tprGXUoLa5fy90Enl+em2SOYZgaeOT5o1DjIHyMH5Xr8dmuYUY1Zeyu4csVrzvlfK7q84Nvl0XZ9DidRxtf+az9OvQ7o/FPRdEuYfBFx4B0vU38StHCNXmurRGsV1mT+yABZvolybhbUxNc7ftluJjIYv3WDK2pJ8O9J8QY+yJp+i/ZM+Z9m0e2k+0/aMbN/lSWmPJ8ltu7zM+a2NmDu8rg+Gn9r+Gtbki1rH+jalbgR6b5+W+wBuq36/MfMA2Yz055rzfRPhZLpH2rzdXkb7R5O3zNKaDHlebnG6+fd/rRnGNvHXPHkrF4SrSm5Yj2NaLio0/ZVKntk3G8udRUafKuj+LpuiFX97a8W9725dL2ta7ue6ah8MtMv4Vht3sLB1lWQzQ6NblmUI6mM7J4TtJdWPzEZQfKTgjl9M8bav4G1pBcXWpa9pfh6W601dGm1W5tLC5hgin0y2AgcX9vbxWzGK5ghFvMkRgjjjKkLIvqn/CNG4+SO7LsPmIS2LnA4zhZ84yw56ZIHeu8a2n03RoX8mWc21rZx7fKePfxDDnOJNvXdjDdMZ71zJe1avNuK6a+Ssndb9/uNea6atb3WY3hrxNaeMk0vW20O2sBql2kbWjSxXgiFveNYHMxs7YSiQW/mEGFAA/l/Nt3t7TbT6LpkZt38OaXdl3M3mPb2iFQwVNmDZynAMZbO4fextGMnweSN7yY3JVoXkK/uCpZgUAjAz8hJfYGHyD7wAz1OJqs9zZ3CRCxnm3QrJuCyJjLyLtx5T9Nuc579OOcZ0YNtKSWrst9nprzdDza1C8ubu5PfzT/mNrxR420HxDp8Nl/wAINpFn5V5Hdebus7jdshuIvL2f2RBjPn7t284242ndkeYyfATTtad9Xh1Wy05tWdtSSGLw5BIbMXxN19nWZNRtzIIllMPmCOEOo3eWgOwfSLfFWLTx50+joiMfKBl1ZYV3N84AZ7DBbCH5epAJ7GvL0+Kmjan4huLV20y0Nxfa*gzO+uWr+SUNxMVZTDFk5Ty+WUgnOMjaejD0KtNuVKtKGylypP3VZ6rmenyM1Qeib0uv02978jzeD4ez6BqFtokHiCVhbXNuqXEVk9qAbp47nekCag4Qo056S5Zl35Utgdw+s6v4KP9lDVNR1H7QP7Q88X1zZbfN/0byvK8263bfsu/zPMGd+3YNm5uyvJdDv9PvL2PxFpPmyWlyY7RLuzlkeSKKSNIkK3YZnmaMBQsROXChWPXztFdhmNGlXPLICwBwOMqGGcYOM5wRWNbDPmlOU+aUpOT0UbuUk76S6t32NVT5dE7ff0tbr5Ir23xD0x9+/wfYvjbjdc27YzuzjOlHGcDP0rqtfFjqPh/TLm3020097l7K6PkxQllWaymkMBdIYCyguvzYAYoDsHGHW8F7Bv8yxul3bcb4ZUzt3ZxmPnqM46cetcx4J8CapaeNNf1ueK/it9Sh1WSIy6VcRQ/6Zq1pdosdy7hJvkU7Cqr5iAyAAAivOqTVKNSUqrjOMU4R5XL2kvd926vGFlZ8z00KSlF6NtPfW1ttd/Iqax4LsZfCdzrT/AGR5m8nIfToWlONSitBm4Mm84UAj5OFATpzXmkGmrbIY4HWFCxcrFEIlLEAFiqOAWIUAnrgAdhX0/wCLppdM8KahF9nknaD7J/ejLeZqVs33dkhXaJPfIGeM8eRadp0OvwNeXF7HpTxytbC3mVZGdURJRMGea1IVjMyAeWRmMneSSq8LxleUXZtU07P3o/ErbRsns1qlY2g/et1a/KxN8N/A+ra//bOfGGo232T+zusVzcb/AD/t3/UVh2bfJ/2t27tt57HwLot7ZeMdcs9Q1m61i3tLbU7aOG8WVoRJBqlpEtwkM11cpG4RHVQAWRJWUSYzum8I6J4ch/tDzPGuipu+yY3zWKZx9pzjdqgzji*zjpketaOjW9np+uajPaalbaoHW7iUWzRYaJryJ1uFaKe43RnYuCBtPmKQ/Td6mDxFedVOdRuTav7sY9bfDFJLRLZa77nTCp7NL3W7bavvddGY/iTUtO/4Su80CbQ7K4j/0fdNKsDI//EtgvRutntHU7WwozKcFRIMHCjxf4geGtL1fVoLK0stP0mW90uKxhu7fT7dpLOa5ub2GO9jEQtmMtu0qyoFlictGoWVDhl+hZNW3eIzbyweREcbrmSXEa/6CHGd0ar8zYjGZB8xHU/LVjU9DsNcEkg120t5jbtaxWoEM8sznzGTywLyJ2aR5vLRFjYllwCScD7rAVpckL62S7bqMLdO5r9d0ty+d7+n9w/Pfxp4G1L4f/wBm58V32sf2v9s6wXFh9n+wfZf+one+b5323/pls8r+Pf8AI3wvoNl4p1CbT3htbQQ2cl55jWkV2GMc1vBs8s+RtJ+0Ft+8427dp3ZH1B44+HLp/Zfm6q0Wftu3zNOK7sfZM43Xozji*zjpkV5x8JfBXiXxN4jvbCHQ9chaHRLm7LRaNf3bFY7/TYSpjWKIqCbgHfuIBAXb82R6NfEVGlJXUurjZdYpaRikrLscVfFc6ajG91+fL3jfp+CPSfAnhGTQNV0O+h1V5FsrV0jt47VrZdj6ZPaqqOt3II1RZMhVjI2rsGAcj7J8D6kH0ueK4gF00moyp5k0nmEI9vaLsw8bkqCWbbuAJY8DJJ5/QfFej2VppfhBL/TbjXtKsbbR59JXUrVdXW80e0WC+gm0oGS8t7m1NpO13auhltDFMs2PKcjFvNdVPij4EstStxpWnXOq+GEv9bvZxBZaRZTeImiutRvHniggS1sIA93cSTXVvEsUbmSaFAZB83ia9bm0crXXXrzel9rHj1KXtPV2W3d+qWzPpnw3odlq/239xa2/2f7N/y6RS7/N8/wD65bdvlf7Wd3bHPi3hq7gsL+WZrKKcNaSR7DsTGZoG3ZMUnTZjGB168YPtXxE1HwnpP9j/APCJ+MvD3xA+0f2h/aH/AAjuqabd/wBkeV9i+y/bP7Nv9X8v7f5lz9n877Pu+xT+X5u2TyvgH4n/ALXmsroFoYPg7qly/wDbFuDHF4ju2YL9i1DLkJ4Pc4BwM4xlhz0B9rAVKtahCktak7xipShBNucrXnPlgtLauSW2phLARhF1XJqMdWlFydk7dJtv5Jn2roniCDUtYt9ObS4o0la5Xc0qSqBDbzSj90bZAcmIADcNuQecYPTH4X6Fq+u2+vT22k+dJeWMzJLoVncSH7GYIVVrl5FZty264Jj+QEKAwUZ/MHQ/Gnir4gXFlZn4b+INHj8QxG/FyU1G/S0DWz6qseP7DsluA3li3EnmQg7xKF48s/W/wn+G2sR6j4Iv7iPUrbyfEemzyQzaNdR7Fg19WO93kTYrIm8uyAKrZwQMnxsTKpSr8kkrre04zXxNfFHmXTvtZ7WMalZUYRUdm0+q3T7pvZbH3DZNo/hOJtOi8P6ZcLNIb0vHb2tmoaRVgKGJbSYMQLYHzNwJDBdo25PV+BdMm8Kf2r/wkt9L4++3/YfsX9uqz/2T9l+2fafsv2+bWMfb/tEHn+V9mz9jh8zzsJ5WXqWltHOimRuYlPMRH8bjpv8AatDwpcLqv2/7ZjSPI+y+X9qYH7R5v2nfs80W3+q8td23f/rVzt43fQZTV1utbKPlbSp5Hy+PqKvzK1rPX74eS7H4cftj+JbB/wDheMC+H7OOH/hPtWVIleHy40T4hxFEWMWKqFQKFVQAfa*gAMAVF+xb8bL/V9X+APwFOmXcHh3xj8TPDngO7B1+abRY7Dx78SPsOotceFvsEdjf2e3Xbhr3TJLqKHVF86OeaIXTsun+2Leand2fxs0mbQ7600weOdRhTxBJHcGweC2+IVu1tdKzWsduYr4wxLAReFCbiPy5JflD+jfse/s1+DdC+Evws/auvvjp4Zt9S+Herat8VH+Fd3p2lWd9qj/Cjx7repweHW8RTeM/P05/E8fhaJYtTPhW8Ompqkcyabqi26rdfbxxNNYDm1dT6za3v8vJ7FP8AldO/N5c9vI8OnhpfWE9o+z30evOv719vkfox+1J8Ufhv+wv8QNH+EifAfwR8Th4i8Haf8Rf7eWHQfBAtDq+teIfDX9kf2SPCPi37Qbf/AIREXv8AaP8AaUHm/wBofZvsUf2Tz7n9kf8AggB+wxF4Z/4az/4WV8S0+Nn23/hQ/wDYv/Cc+B11H/hGfs3/AAub+0f7L/t/xZ4n8n+2ftFh9t+yfYfM/sq08/7Tsh+z/mn8Ov2hfi1+1Fol14/+E/7L3xF8b+HdH1Wfwfe6t8PP+El+Iui2+tafaWOtXOnXWt+G/h/LY2uqRWPiDTbmfSpWF3BaXdldyDyb6An+rz9r3496N+wd/wAK9/s+00z40/8AC1f+Es877H4mtPBn/CNf8IN/wjPl+Z5Fj43/ALS/tn/hMH2bv7M+x/2U237b9qP2T53F4n6ypUrW2vd67xkt4xf2ejPXw84UalKDbcqqlyWjJqXJFuV5JSjCyatzOPM9I3eh+M//AAVq+JfgP9kTwDN4q1v4MeEfjJosn7Qsnw90/wAH6rHo3h3S9Jd9F+JGo2mt2f2vwt4xtImsbTw1LpdvYwaZAUt9Uk8u+iiga3uvw/8Ah5/wVY8QfHHxro/7Kvw4+F+s/s+6F4o/tD+xtW8E/Fy9bSfCP9iaTe/EbUf7M8G6F4I8F2Z/t680m+tr37Lqum/6TrV3qs/2yXzra6/Lf9o34Z63+0R+2z+1v458GwapqGr+P/2gPj18S7rwd4Z0S78Y6j4dsfFXxa1zWJ7aeXSpIbm7tNIudbtdLl1eTStOhuJ3t2e2tJLqO2H6+/sefssz+CvgR8O/EHxS8ZS/CnQtM/4S7+3da8f+Fn8LaToP23xj4nstM/tbUvEWvaPZ2H9qXl3p9pYfbJrf7Vc6jZwW/nS3ECy64fAYWjrGr9acqdo+5UoeyqT5Wp6zan7Nq3LpGd79DoqU54hp/AlJPdS5ktLbxte+/T5npniLxp8dfhTpupfEXUv2g/i1418GfD/S7zx14o+E19428Y2Phj4laP4Ugn13W/BmvrceJ9Z0oab4x0rTpPDWqy6j4c161Gn3bi70nVLZDYS/Musf8Fovhdrv2fd+wL4Bg+y+djd8RfDtxu8/ys4z8Cotm3yf9rdntt5+1T+1p8Ivgl8QvB37MnhLxv8ADj4wR/GTVPDyR+O/DnxL8MWqaDqXxD1v/hX6aSnhzTJPFK6zfaWuk22srAviDTZ9RGpwWAgswsd7cH7W/wAYvH/7Mn/Cv/8AhXvwM8Y/tFf8Jv8A8JX/AGv/AMIadasv+EO/4Rv/AIRv7B/aX9ieEfHfm/8ACQf2/e/Y/tX9lbP7EuvJ+3b5fsbrYdpxhu5K8btQTV1tJyUfx303CFGNPW6dn013VujZ+Uupf8FO/h7pGran4m8AfseeDPhv4l1m/vW1PxF4P8Z6Hoeu39hqNzJqF5pd9q2i/CTSb+9tLq/isr66iuLh4bi8sbW5lgaaGJ4/ev8Agnn8R/2gP2wv+ChPwhh0f9or4xfBzwZ8RP8AhP8A7P4A03x9418S+GPDn/CI/BHxq83k6Za+KPB2lXv9r6r4Yl1qTZpenfZtQ1SS4b7XcwNcXXqd5/wUB+P8Oh6ZcSfsB/GFPNjsso9/41TYz2bOVLH4LclcEY2gnBOBjFfR/wAH/wBpLUvf*ckeHfGHxU+Gl98BdH1D+1/7dvviBrlxpmm+FPst1qel6X/a2qeI/DXhO1g/t26ttOhsPth0/zLjWLK3t/tUkkH2nzY1I021ClGm5t0p1HUjU54OylFU5J8l7JqpG0la0Ze8Ktj5UotON0laKTtry91B9tnpt5Df+CmPx5k/Y4/ai+Gf7InjTwy/7RHxF+N3wx8Gaz4T/AGmfFGvNofjX4Q/8LK+Ifj34ZaFbeHdL1bSPH2u3X/CAa74XuvH+kzab8QvC/n6trdxb2cWiXkMmt3n5b/tVfs1/Ej4xf8IH/wAJD+0h43uP+Ed/4Sj7H/bNrr3iPZ/a/wDwjv2j7N9u8eRfY939mQed5W77Rti348hM3f8Agp78N9J+PPxGh+Kfw58bad4v8IeE/ghHo2sa94Jtrbxr4b0+/wBC13x/4i1C11PxJoWsTaZpl5a6ZrFje3lpdOs1lYXNpfzgW93CT4F/wTZ/at8J/sQ/8Ln/ALXi8PeMP+Fnf8K6+z/2l4403wH/AGd/whf/AAnXm+T9q0/xF/av2v8A4SyLzNn2P7D9lj3faPti+R9vkkaMoYd07U6sE11qe1bhK8rSfLCye1n3Wp8rmOOnVU1JOzei205ov4lBH41apq1lf26Q22j2unusyyGaAxb2QJIpiPl2sB2sXVzlyMoPlJwRg19rftKfsafEP9njwLpXjXxZYeNLbTtU8WWPheF/EXw41zwhZG9vdH13Vo0i1LUry4gnujBolyUsUQSyxLPcKwS2kDfE6MVIypAHc8dselfZ00t1tt37dT4+u2569l0t0XZL+mffn/BKT/lKP/wTZ/7P6/Y7/wDWh/h1RTf+CU0mf+CpP/BNnjr+33+x13/6uH+HPtRTqdPn+hMNvn+iPsDSbSXU7l4HhmISBpv3Ebb8rJGnOVk+X94c8DnHPY+aeM7G9s7XWnFndCOG8KK8tvMF2/2jHGpZtirk5GCMAsRgc4r3a4aLw8gvbY/Y3lYWpl+a43I4MpTZJ54GTArbggI243AMQfI/EOvpq6alp8l39o+0XLbofIMW8xXaz/6xYYtu0x7uHXO3byDg/EYPd+q/NH1P1ha7baarf+r9WfBvj64tn1XXYrm4hhme1RHiaWOORd2lwBfkkYsCyFWXIOcggYIrhPDvgv4ga5ZS3fgnwR4q8WaVHdPb3Go6F4a1rXrSHUEigklspLzSbWa2juY7aa0ne2dhOkVzDKyiOaMnr/i3o8n/AAmXiUwW3yeRYlD5y9Rodjn78ufvZ6/yr+hr/giX+z58PPiV+yr4/wBd8b+Ef7a1W0/aC8VaTb3X9v65p3l6fB8OfhReRW/kaRrVhbPsub+7k814WnbzdjSGNIlT6C6jRUnaVuT3H10WvfT/AIcxlWk5JJ20+JPa1tO2v9X1v78/xo/az0fH/CI/Am91/wC0Z/tDyvhh8StV+yeTj7Ju/szVYvI8/wA25x5+7zfJPl48uTP0V4j+M/x0Pw68I3F98N4LTW5oNAfVtMk8H+MIJbC/k0Od7+1ksptV+12r2t3vt3guWM0DKYpiZQTX2B+0Z8QfhT8Bf+EO/wCEZ1f/AIRT/hK/+Eh+2/6B4k137f8A2F/Yf2b/AJCFlrH2X7L/AGxP/qvs3n/af3nneSnlcpp+z4h6NpWp2v8AxOIdYsLHxFDPzp/2iHULVLiO88uT7E8PnJeq/wBneOJ4/N2tAhQqnwOZb/P9InrYXEvmhv8Ah3/r9b63/ks/bCs9f8VftW/ETxj400a/8PG//wCES/tKcade6TpVn9l+G/hjS7P95qy3H2f7R9ntU/0i6fzbmfbFt8yONfib4iudN1u1g8O41eyfS4JZblP9PCXTXd8jwedYlIlKxJBJ5TAyAShidroB/Rh/wUt/Z907R/hn8avitL4R+z3tv/wrjdr39vzzbPO8QeA/DY/4la61LE26KUWfGnNjd9oOGHnj+dVtW8LWB8nVLjyrhv3iL5WoyZhPyq2beN0GXSQYJ3cZIwVysvnUnVi/YzxLhB040+WUlyRSt8Gt43fS2up9HQxH7p/vHR1vzpxXSGl5O2v9ef6weKLqK9+w/wBnSw33lfafO+ySLdeVv+z+X5nkM+zfsfZuxu2NtztOOLNzLuaNlVShIKkMGBU7SGBbIIPBBAINd3q/hDW7D7P/AMI3p3leb5v23/S7STd5flfZ/wDj/uXxjfP/AKrGc/PnCY5ZNKnE8qXcH+lqXF0PNTi4DgT8xSeV/rd3+r+T+58uKzzNXp29fyR6FapzRS1+dulhLOYAxuWQN8/BOB/EO5z0961GnWSKQbo8sjrgMMnK445PPPFUpLBooywi27cc+YDjLAdN59aiiQh0Vh1deM9iQOxr5erHVpb/AK3/AOAdWG3h/gX5IqzQk7cK569AT6e1VLi1aZArJLgMG+VTngMO6njmusjig53r6Y5f3z0P0rOmmtwo8tvm3DPD9MH+8MdcVyppNaq91pc9ml/Dj8//AEphp8MMZtgZCGSMKQzoCCIipBGAQR3HGDXC+L9PkuPFejXcMVxMsEOnfPDG0kQaLUrmXa7IjAEBgWG4EKQeMg11aGZZvM6R7mIPy9GB28decjtn1rTtzYSMsl3zKsi7T++GEUqw4iwpwxY8jPrxiu/DVNeq16f9u+ZU/hfy/NHa/DbVrjTf7a3pDF539nY+0rIm7y/t+dmZI848wbuuMr0zz1HguR4dUuGVck2Eq/MCRg3FqexHPFcfpP2SX7R9l+bb5Xmf60Yz5m3/AFmPRun49q9d03S7TR53ubiD7OjxNAH82SbLM8cgXakkpGREx3bQBtxnJAPsUq3u6t/Oy6v+v+HPPrfF/XZHxT8Wv2gPjBq8njT4dWngrR7vR4NevNIsriy8OeKLjVrmx0DXxJZTiWPWpbWaWWLTopLmWKxELo0zxRQqVKfPOhL4uvPE+hza54c1DTFl1rSRqDSaRqdklpbC8to5J3N5uFuqWq+e0s5MajMjfu+K9GuZfic/xu8TeS2fDzeM/GxsuPD4zp5udaOnfeAvv9X9n/1v7/8A57/Nvrrr251Ma15Gpv8AvmntEuU22/KOkGBut128wsvMZyM9Q+axr8sLR/dVHK0+eEublTuuRtWs1a7W+qKw13K6T32t5x1PaND8NfD+8tJJdW8VR2Nyty8aQtrmiWpaARQssnl3MDSHMjSLvB2HZtAyrVxt74B8H6h5f9ma3d6h5O/z/sWpaXd+T5mzy/M+z2b+X5myTZvxv2PtztbCWWleHLmJnvIN8okKKfNv1/dhUIGIpFX7zNyRu564xXo/hPwlpsP9of2Pp+3d9l+0/wClznOPtPk/8fVyfWX/AFf/AAL+GuY9pq0YLy/yPm7R/gvpC+MDeXLeJYLRr7VZGupDaxWwWWK88tvPk0rygsjuixkthy6hSSwz+pHw1+DmjQ/AKPVdPk8RXZtdA8aXdsyvaz20stpqXiB1UtDpY8xPNi2SLHIrcMoZWGR+bun+JfGOofE2+8JG987Totd8R2Een/ZtLj2waWNTe3i+1+Qk58gWkZ3tcl5fLw7yb2DfsV8Jb240v9mqCxu5PIlg8N+PvNi2JLtEureJph88SSK26ORW+VyRnHBBAbbe7vZW+R4OLaU1quj19ZHxZZeHrt4mMtlqKN5hAH2aVeNqc4aAnqSM9OK+D/iHc6Taf2Pu1K0TzP7Qx5t5bLnZ9iztyy5xu564yOlfqro93ZXltJK0nmFZ2j3bZUwBHE2MBV/vZzjv14r82PiF8H77W/7I+zeHftP2b+0N/wDxN4YdnnfYtv8ArNTi3bvKbpuxt5xkZceW65+ZR68qTe2lk2lv57HdllX3+m0dnr8M/wCmeJfE2azvPA+gpZXUN3KL/S5Gjtp4rhxGNIvwZCkRZggZkUsRtBZRnLCvM/CmiQ3V5YDUPtVraSfavOuDtgSPbFc+X++niaJd0qonzZ3Ftq/MRUni46jo8l1o7/6N/ZOqzab9m/cTfZzYtc2vk+cPN83yvKMfmebIH27vMfO419Gv9Su7e2s4JfMlk87bHsgTOx5ZW+d0VRhVLcsM4wOcCu+hUdOipacinKzv7ztrZp6LZ9X91z7ejVUoLXVRXbolpvue32HgLwzNYXOo2+qX09zZtM9vHFe6fLHJNbwpPFGyJZmRy8hVWRHV2UgKVYg16p8J7m+0T+3/ACLYn7V/ZW77VDMf9T/aW3ZsaL/nqd2d38OMc5838D6R4g/4RnVL17f93bXl7I8nm2XyLDp9pKx2CXLbVy2ArE9ACeK9h+E1vc6r/b/mp5/kf2Vt+aOLZ5v9pZ+60e7d5Y65xjtnnysxxilzRTd3bdrpKL7vs/v9b4V5q+l7/wD7JtprWnXWoXiXeo6fBL5lw8sYu4Injm88B42SWVmQozMpRhvUjBOQa5DW9C+06jc6xp0d5fK/k+TLbJ9ptJdsEVrJseCFg+wq6ttlO2RGDfdK16brPwY1VIzrVv4bx/adyZxc/wBsWx89LwS3YbyX1U+X5mFk2+VGU+7heVqDR9M1TR7u30S+g+z21v53m23mW82zzo5btP30MksjbpJUk+WVsbthwoKj4PH1/ismr6fg/P8Ar8/Gqyet+v5tGB4cutT0/QdRtHsmiaaW7cJcW1wkrCSzgiBRSyEqShCnacsGGTjA5nUp9XbyfL0+V8eZnbaXLYz5eM7TxnnGeuK9jns0lv7WCKPdHM0EbLvI3GSYow3MwYZUgZBGOoIPNddZeE9N/efbLD+55f8ApVx/t7/9Vc/7v3vw714irJSu/wAXrt6/1p88oNWeq37+SOE0W/vo7qRri3WFDbuA0kM0alvMiIUM7gEkBjjrgE9Aa9StZLTV4bfTnuIi1xDHujtpozcBoYxOQiEynKmL5wUYhA2cEZGpqvg+xFun2PTv3vnLu/0ub7myTP8Arbnb97b05/DNeYeH5Luy8ZpCx8uG2vNVg24ifYsVvexKu4B2baQF3ZYnqSeTXVTxijFu/e+q7J/p1fqdsWve1XwvqdDdaCbbVRBFFevAk1tiRk3HDLE7kusKp8pZhnAAA55BNVda0S1N1H5slxG32dMAtGuR5kvOGiz1yM9OK9CFzHNfxKz7nkngTG1lyWMagcKAMjAzx6k1Nq+hLd3KSfZfM2wKmfPKYxJK2Mecv97Ocd+vFedPNlGrJJreSfvLW0kv5v68zGbvp2ufPPjLSYf7Lg8o3Ejfb4sqpVyF+z3WThY89cDPTn3r44uYtUtPFGoywafcv5WqaoIy9pcMrKZbmMElAucq2QVIBOD04r9XNS+HNrNAiS6NuUTKwH9oSLyEkGcrfA9Cfavl3xL4AsrG+1m4TSfKaLUrsB/t8r7d160Z+U3rg5DEcqcZz2zXo4LPIUlUvFTVRciUpR089JGUk215P/I+bbLxV4gtpra2fTYEiWeMO8tneqyI8oZ2ZjcKq7QxIYrgAAnIzXtvhbW47nT5pLqeyhkF5IgUSrHlBBbsG2ySsxyzMMg44xjINeXajZsPFiaYI/3Mt9pluYN4+ZblLQOnmltw3+afm8wFd3DLgY6XVdJuNGuEtbO3+zRSQrOyeak2XZ5Iy+6WSVhlYlG0MANucZJJ9HEYyMo0ZcsIe0pKaUZaNNRd5Xe+ulk15hG+t3eza+6x9aa1HpEP2byNQik3edu/0u2fGPK2/cAxnJ69ccdDXXXVra2WgaTe20xlkuIbFWDyRvHtlsmlLII1RvvIoUl2G0nOSQR8waNda/rX2nfJ9p+zeTj5bKHZ53m56LFu3eUP72NvbPPuNh4i0+406w0m7vN89hZ2sc9v9nnXyp7WBLaQebHAqSeW7MmUkdGzuUsMNXi1Zc7095dt9kl5lFLxBp8esaZdwTmVUufI3G3Khh5NxC67C6SjrEN2Q3G7GOCOY0rwJ4cW3cXeo31vJ5zf*ckvLGFimyPDhZbPcQW3DcOCVI6g13l5Natp8htGyTs8v5ZP+e67/APWD/e+9+HaubKJL8043OPlByR8o5A+QgdSff9K5XTabtpfXW5rS1n8mfNsttp+mbfLux+/znz54P+WWMbdqx/8APQ7s57dO/r/gSTwVBcJPq3ijTdOWTSV3Nda3pNnGLl3s3MAa5IAcASERkmTCMTnaxriPEvhzTU+xZs8Z+0/8vE56eR/03PrRf/D2wu9HsJINI8ySUWszH7fMu5XtXYth71QMswOAARnoBmvZwNnOnJuTbfvPSySk0tf87HQ4XbfT/hj1rVrj4WG6uJ08f6E8v7rCDxV4dYH93Gh+UNuOFyevUZ6cVSsbnwH9rtbqDxdpEsNvcwPJMuv6M8MZilSRvMkRtiBEw77mXah3EgEGvlvxn8N73S9H1LWLbRvIWD7HsuP7Ril2+bdWtq37mS+kLbjIycxHGdwxgMPC7rXta0OKXT/tX2X7RC8/k+RaT7/NVoN3meTNt3eTt271xt3YGcn7rL4KcYKEk3pdfa+GDbsr+6u5jUilv23/AKsfoP8AEnXfBd1/Yv2PxXoV15f9o+Z9n13SZ/L3fYNm/wAqZtu7a23djdtbHQ13/wCz34s+DWjeM9Turr4o+DbSOTwxewLJfeNvCtvEztquiyBFeS5iUyFYmYKGJKq5xhSR+Udl4hnl8z+0rzdt2eT/AKOgxnf5n/HvAPSP7/8AwH+Kqfibwvf+E7CLUbCx+wTTXcdk032mG63RyQzzmLy5ri5VdzWyNvCBhs2hwGIb3oYaM5OlJuM5NKm7fum3u6knqktPhjJ3vfz5HaWq+a69F+h+kXg7SvDF9+03qWsza1Gnhq/8afEW/g1+PUdPXSbixvrfxNNp17baq8b2Etpf+dbG0uEleG6SeIwO/mxk9Z+0jqXgLQJNSk0Hxhompazb+A7y+0jTZPEGjXk2oapE2utYWUdnZyQ3V39ruoYYEtrYrcTvIYoXEjLj4l8DfEex+z+HNNGs/wDE1i0q1t5of7Om+W5ttLxdJ5hsfsx2GOX5lkMbY/ds2VzpeK7ay8QaxZ+JtXT7XaaPa263l7ult/s9lp91cahcD7NbNDLN5MU0s37q3llk3eWm9lVB5s8vUayVSMnZp2UXabUtFrytxk1a+9ttTJq6t6fmct4P/aF+K3h7+0fI8JaF/pn2Td9s0HxJ/wAu/wBq2+Xs1uD/AJ7nfnd/DjbznYg1y98TubDU4be2ghU3iPaxywyGaMiFUZria4QoUuJCVCBiyqQwAYMra58M7zH9m3XmeX/rv3Gvpjf/AKv/AI+IVznbJ9zOMfNjK1i/Di21TxDrl1ZWqfbJItKnujFut7faiXljEX3yNApw06rtDkndnaQpIvFpezajh4YfkT5oQ5ra8tviV+8tf5nuZyqckbOd29tu66fM+svAeu3WlzeH0sUtriWz0+OCCORZJXdY9LeAl0hmjZmEWWbYFAILYCgivvX4Y33ifVLLwvenRJ3W41NQXt9N1BocR61LCSjb5Bx5eG+dsMG6YwPlzwJ8LNQhPh6/l0Lax02GWSX+04D88+lsGby11Ej5mk6BMLngADj7R8Fz+IPDuiaVa2bfY00+WeaGPbZXHksdQuLvdulE5k/eOZNrM452Y2jaPlp/xPn/AO3M8PGS5rPzX/tx6rrVv4iN1HjRL4/6OnTTb4/8tJf9muf8Mf2lf/bvtVlNF5X2by9ltPHu8z7Ruz5m/ONi4xjGTnORjrdK8TeL9Xt3uZb37QyTNAH+zaXFhVSOQLtW3jBwZCd20k7sZ4wMjxj4k0nQf7O/4Ri9+yfa/tf27/R7mfzPI+y/Zv8AkIQTbdvnXH+p27t37zOEx9Jk+79I/lUPnq8NZdNdfwPx0/bO1a3bwd8ZtO+02Zmj8V+Q0AmT7SrW/wAQ9O3o0XmbhInlnzFKArtbIXBx6V+yj4B0jxz+yX4S0A3Gp3Gq+KtI+IegQ6Xo8ttLql3c6t4x8YaVa2ml2P2O7uZ9QuzNFHZ26w3Ek9zLGkcMm9Yz4Z+1nbWWpeHPi3eQp52p33il7tpN00fmzXHjuynuZNjMlum8PK2wKiLnbGq4UDh/+CeHxM+NEH7WX7GHwitNb2/DXWP2ovgX4Z1Dw9/ZvhRvtGheLPjN4cTxFZf2tJYHX4f7Q/tfUh9pg1OK8tftGbG4tvKgMf3FGnGtlsoe2oUpwxDq2rVFDmjGglaOjbk29Fazs9dDznU9nNOzd0o6La7vd+Wm5/ed/wAG8n7Knhr4XfsW/E7w/wCLX8e+EtRvP2ofGmsQab4xaw0HU57K4+FHwUso76Cz1Pw7p88ljJPp9zBFcpC0L3FtdRLKzwyInxp+1d+0N4p/a4/4QL/hHbTwp40/4V9/wlP2z/hU8Go+I/7N/wCEr/4Rz7P/AG/9h1vxL9j+2f8ACNT/ANleb9i+0fZdS2fafIfyP3t8AeJvhB8BNHufB+tXv/CKXWpanN4lj077N4o13zre8tbPS1vftdpb6zHH5kmjSwfZmuo3T7N5pgVZlkl/j7/4ICa/8RviD/w1l/wtC7/tf+yP+FEf2H+40Kw+z/b/APhcv9p/8i9DZeb5v2LT/wDj883y/K/0fZvn3/McjnKtUdSmnTcfclK1Spz3j+7jb3uW156qy11NoVuV6u8Xsrq0bL9f663vfB39jLwh8L/iz40+MXh+X4kXnj7x7ZeI08VeH9YfTLjSdJm8U+JdM8U65FZaVZeFtP1qwew1rT4bK2TUdUvHtbZpba8Fxdslwnxx+3t+2P8AF60tviv+xZ4V8LeCdeaP/hBfsHh+20PxPqnxZut8ng74r3WzStN8UKZ/IDXF63k+FR5XhqFrmTPlvqNfWK/HH49H9rj9onwbonij/iSeGvHXxbsNH03+xfBn+haXo3xM/srT4vtl3pP2u5+zWnlQeZdXU9xN/rZ3ll3SV80yfBDUvHH7dJ+MXizwx/anjLVMfb/Ef9tW9l5/2L4Pjwta/wDEo03VrTSovK0q0trH9zpce/y/tUm+4eS4b1MHUpRXNWU3yLmjGKjac48rjCd5RtCSupON5LomdEK7bSila+uuydk2rX97snp+vwL+yh+zd8WPiB8VvhN8XPFnwo+LOj6/4D+MvgNtOtbLwL4k0/QpLbwv4k8OeJrSfVIdS0K9vWja9vbmO9lg1KzjaziRIvs8qSXD/wBUXh74eeKfiL9s/wCEs8L+KtI/sf7P/Z/2DRNRsPtH9oef9q83+0rK+83yvsNt5fk+V5fmv5m/fHs8C+FnhD4weE/i38L9R03T/sHwH0z4geCtY+K832vwvdeRoNl4m06fx1ceXPc3PjKTy/BttG3k+G0kvX2bdHifVWIb9Yvi/wDtN/si+C/+Ee/4Q7xt/Zv9pf2t/aP/ABTfxNvPO+x/2Z9j/wCQpoF15fl/arr/AFHl7/M/e7tse3hzXGyqJ3XLGNlSgtoR5oNxjd7b99zupwTV++/d6LVnx38QPAHwQj8KaTpHhL4k2/iHx/pt9YW3inwZZeMfCOra94eNnpt7a62uqeHdMshrWkyaTrQttKvhqMUf2C8nSxu1W7kjWvh74s/Cab4o6br/AMG9Y03xRD4H1z+yvtGt6JZvHrK/2ZPpviqH7NqV1puoaQM6vp8VpNv0ubNqZYF8u6K3CfPPgDxb8Sfhv+13+0F8Z/jHqH9jfs9/ELxD8V2+FfiT7LoOo/2v/wAJZ8TrLxV4HP8AY/ha2vvG9h9v8EWOqX+PEel2X2Xyvsur/ZtXe3t3/QzTP2iPgB498IweHvhl4w/tX426r5v9iWf/AAj/AI1sfP8AsOpyX2pf6R4g0Sz8JReV4Ss7+X/S549/l7IN+pvCjfH1Mb7Kuk5KWsXeMk4q7Wm6s1bVGNfC+0jdJrX+Xf3eyX+Z8l6V+xl8Kfh3+zZ8a/Att4i8dpc+IvDPxHurew1rV/Di63dz6t4Cj0eJNOtY/C1jJOs8lisNoqWc7y3YljVpGxEn85/7Qn7Io8F/8Ij/AMI7ovxO1L+0v7f+2fa9OF55P2P+xfs/l/YfDVr5fmfap9/m+Zv8tdm3a+7+vK20K/1zwvri+OLX7V4rlttTs9HHnww7rWTTlGnx/wDEomi00Z1KW7+e6xIN379hAIsfi9/wUah8cfDH/hTn9jr/AGJ/bf8AwsL7T82kal9q/s3/AIQfyf8Aj6N/5Pk/b5f9X5Xmeb83meWuz7TJM29n7KUZWavb3o9abv8Aa82eRWyznTTi2pW3UulvLyOa/wCCv/xK8aeP/wBmrwPo3iLQ7DT7K2+OXhrU4ptP0zVrSZrqHwD8TLVImkvr+9iaJor2d2RYlkLojCQKrq38209oY1f5ZRtbHzLj+IDn5Rz/AFr+k3/gq3Pbzfs8eDUVtxHxo8Otja69PA/xFGckD1r+czVHjVLvacESkDhv+e4HcY6V+qZfX9vTctLptb32sfD5pRVGqopdF08vQ+0P+CUo2/8ABUn/AIJsjnj9vv8AY56/9nD/AA5oo/4JSnd/wVK/4Jsnrn9vv9jn/wBaH+HNFdlTp8/0OCG3z/RH27qGp6ZcQqmqz77cSqyDy7hf3wRwpzbRh/uGTgnZzzztrzTW7HRLS3vdUtovL/eiWKffdv8AJcXKIG8qR2++kuMNHld2cKRkaev39vfWcUNpHJDItykjM6RxgoIplK7ondiSzqcEY4znIGcebTLy8sRA00bpLHCfLlklaMhTHIAymNhxtBHBwwBHTNfEYPd+q/NHu8suz/r/AIf+rM+GviNdTXfxE1OJH8ywuLjRonXaib4ZNL02OdclVmXOZBkFWHVCPlNf1D/8ER47jTf2VPiBBpI8m2f9oPxXK65STM7fDj4UIzbrkySDMccYwCE4yBuLE/y/fFzTLjTfGXiWQPFGbSCxnBt2dWUx6FYzboiI49rjqpyuH5yOtfrz/wAEtv2uvDXwc/Z+8YeGPEP/AAsO6vb74xeINeik0D7BPZra3Xgr4e6eiSvfeJdLlFyJdLnZ1W3eMRNCRMzF0j9yafsouzslFN9Lu1hWd0ravZH7WfH+Xw18Xf8AhEv7Rb/hIf8AhHv7e8ni/wBJ+yf2t/Y3mf6gab9o+0f2an3vO8ryfl8vzD5mR8P9U+MngiaL+0Z/7M8A2+jJpHhP914VvdlnC9l/YVv+4ju9abboto/73Ut0p8v/AEyU3bjd9BaDe+BPit9r/wCEO8K2Wj/2D5H9o/2roej6f9o/tTzvsnkf2W+o+d5P9nXXm+f5Pl+bH5Xmb5Nifs5634c+Gnxq8d6h8bdJ/wCFjfD86L4n0Tw/4RewsPF9jo+tHxZoc+lX9roPi2Ww0TT00/RLDVtMhurJ/tdpDfGytovslzclPhcy3+f6RPRwqd4K+uuv/b39I/ND9uvxj4p8dfBz4p+ENQ1H+1NJ1T/hCPO0/wCx6dY+f9h8U+ENTj/0uC1s7mLyrmzSf5bmPf5flNvjcxt/P5rfw5+HlhdRw+KNG8rUGt0khX+0NckzZmSVY2zp188IzMlwMMfN4yw2FM/t5/wVv/at+C3izxL+0D8Gvg/4K8UfD7xTf/8ACqf+Ed1Cz8OeFPCmg6R9lsPht4q1by7rwv4iudRsPt+nW2pwv9h0t/tV5etHc7YLm4uF/nlefxLbnZ4j1y/1m+I3xXVxqd/qLx2p4SATXxWZVWZZ5BEo8tTKXB3O9ZYJypwdaniHTqKbiqUJTjUcXGN5pxaXLrZ9dD6XDQ5oKMldW1urq6UdbPr2P1o0nxNr8v2j+1L3dt8ryP8ARrIYz5nm/wDHvbj0j+//AMB/iqmhM19dTy/MJnnk3dNzSTB921cYzknGAB0wOlelLfeGXz5eiwrjr/xLtPXOenRznGD1rlbv7Ks80sduiRPPIY0WKNSiM7Mi7V+VQq4G1SQMYHFVmPwff+UT1anT5/oYtzCrwOI1yx24+Yjo656kDoD1rnbiN4JFLLt2qH6hsAM3PBPp0/SumuLyBd6CNwRt6KgHO0/3v6Vi3c0UxOEOTGVG5V77vc8c18vV+N/11Z34beH+BfkjHnv2XZslxndn92D0xjqn1rnreW/dyJWyu0kcQj5sgD7oB6E+1b8ttv24EfGeo9cf7J9KhW1Ofl8sHHuP5LXmydpN9rfoezS/hx+f/pTN4aeX0+J44czPBbtnzMZZhGXOGcIMgtxgD07VyesW+t2nmXECeXa29q08z7rR9nlea8j7XZpG2xqDtRWzjCgsSKuS6s8CND510DDiL5JCFGxgmF/eDC8ccDjsOlTJcm/0nUFZpHLw3cH79i33rYDByz/J8/I56nj12pVrdV8XS67f1b/JlT+F/L80HgDX2uf7W+0Xe/Z9g2fuAuN323d9yFc52r1zjHHevrf4geGvFmmaNbXENl5DPqcMJf7TpsuVa1vXK7XnkAyYwc4B4xnkg/JHgfTFtv7U3R2/z/YsbEH8P2vrmNf73HXvX6CfETU473RLWJPPyuqQSfvdu3AtL5eMSPz847dM8+voU67atfbzfX57/wBdzz63xf12R+OWg6j47uPjvqWnX02/Tx4q8bRPD5ejr8kEeutCvmQos/ySRxnIfLbfnJUtn6ks9I8D3erWMGu2/ma9cX1nDOnm6uu+SWWKO0XdZyrZLutzbjchVRnMpD7zXL/EbWfCWixeJtRstBjsdftdUlDa1YaXpttqP2mXV0t76ePUYZYr3fdpLcJNKXWSeOeRZsiR1Pl1jLreuWCeIrHVbuF5lmmtp7i+u47+Gaykkt0l82EzGOSOW23wvHOWRVjYFGG1euc/acr5IQtFRtCPLe1/elq7yd9X1sjowkVFp3bv3d9+U9u+Ifh2bR9atbbwvZ/Z9PfS4J5k+0JNm8a7vY5G3ajPLOMwxW42qwiG3KjeXJ87+GPjP4g239t/25qWzf8A2b9l/wBD0Rs7f7Q8/wD487VsY3Q/6zGc/J/FXjHie9+ILX8Jl8Za1I32OMBn8Ra25C+dcYGWfOM5OOnPvWh8XdF8VeH/APhHv7N1x9N+1/2t539manqVn532f+zfL8/7PFD5nl+dJ5W/ds8yTbt3NlQipSSclFO/vPZaN/jsenVbUItX2W3rE6/wFdXZ+N41TU3/ANEm13xfc3E+2L5jc2OuFH8q3XzRvmlT5UjG3dyqqDj9kvA2uaFc/BgafFdb5brRPFdrHF5F4u+S5vtajRPMaFVXezgbmdVXOSygZH40+HPhl40XStF8Sf25p4kutLsb83I1PVv7RZtRsoy0kk32DcZ5PtJ+0N57Fy0mXfPzfdPwqutY0nwHoNnqWqXl1JbHU2uTHe3U8csb6zqM+wGdo2kzDIEKyKq5BXlcEp6N9dd+58xjptTXfz9ZnepPY6EPsk7/AGV5D9pEe2afKv8Aug+9BMBkwldu4Ebc7RkE/PM9/NBs/tGXbu3eT+7Vs7ceZ/qEOMZT73/Ae9fRTyWern7SLZX2DyM3UMTSfLmTAOZfk/e8DcPmLcdzwPjP4c6iv9m+W+jpn7Zna065/wCPXGcWPOOevrSLy3EP2mmjVrpX/ln6f18z8n/iJp5tfFHijU/EEOzRb3xVrTWE/mBvNludRvri1PlWTtdpvtFmf99GirjbJtk2LXmb3zWk5u9Al8uCPH2STYHxvQRz/JeoznLtMv7xTjOUwAhr7U+L/hKK3spFvbXS7jZ4keNgYFmBlWLUwXHm2y5ztf5jhvm6cmvkjXrCGynu1iht4YIvI2xQRrGi70hJ2oqIgy7lmxjJJPJPPTRrU04walKXMlyyadF3aStC1+d9W3a1110+6wtW9P8A7du++0b9fuPVPh3411g+GNT0281L97fajewrD9jtf3qXOn2Nuq+ZFa7U3tuTcZEK/eJUYavf/hDcajY/8JD8/leb/ZP8MD7tn9p/7L4xv9s5744+QvA8M0+oaWYnCQf27YpLEWZVk/f2hfdGoKMGQhTu+8BgjFevfEXV9R8Of2P/AGVqF/pX2z+0PP8A7Ju57Hz/ALP9h8r7R9mlg83yvPk8rfu2eZJt272z4eYU3WxcqVPlTqSl7sU1ycqUuW2ltE9vUVarps9Ot/NbP0/yPtvXPFPjmLRrBTfbbFZLVLUfZdHOI1tZhAP+PczHEI6yfN/fO6q+gTWGqz2lxrLefq0/n/aXxNFv8pJkh+W0Edsu22jiH7tRnGWzIWJ2tB0m51/4X/D+YvBLdXPhnwpfz3F60jzTvN4eheWWaXy5pJZ5ZJt8juWLsXZnLHJ5rQbRrH4jWmk3HlyLF5++OPL2p36FNcrhHVAcF1Y5jGJASM4DH4vG05Xmm2+WTu+1k01/X+Z5NWb1d3Z93tpvud4lh4bXUrEGLEvn2xT5788/aBt6Pt+96/jxWv4ke2sfsX2I+V5v2nzeJH3bPI2f64PjG9/u4znnOBhNUNla65pqm1jB/wBDf93DEB/x+SD/AGefl/lzWjrMtlc/Zv8ARlOzzv8AWQxH73ldOW/u89O1fP1oyT0f3X8vQxjP5q+vfZf1+BBD4ksEYnU73FvtIT/R5j++yCv/AB7wF/uCTr8vrztrzttD1Jdcutdt7XGn3F7fXltdefb/AD21805tpPIebz182OeP5JIVkTd+8VGU49Z1TStP+zp/oFj/AK5f+XWH+5J/0zrfu4LKDw5GfskA2Wenr8kEIx81svy8DA/LiuadaUYtd09r9vU7oT6rfs/keX20NxCseqXK7YLVvtc8+UbZDauXkk8qMl28tIidqRszbcKrEgG6/iWPUD52mXvnW6jynb7M0eJl+dlxcQI5wjxnIG3nAOQwFq/kjk0q+ijTaklleRhNqhPnhlUgqpIwSSWwDnJ4NUPBmjq+lzkxWh/0+UcoD/y72v8A0yPrXzuInNVJWvdyk73fWW39MHrqb8nj1nUCTVcrnI/0EDnBH8NmD0Jrz17nSNe1W4s5X+1Ne3V1JJHtuYPNdWluWO9VhCYaPfgMgONoGDtPQS6KHUBIrRTuBzsA4wfSI+orzzTo2s/FDsSAIbzUk/dZGMJdR/LkLxz7fL27VVLE1I23s2tLvS7W3vf8G4GN4h8BeHYtWvNSg0rbqNuILm2m+3Xx2XNtawvbP5b3hgbY8cZ2yRtG2MSKwLA8nc+EfE2uyC7g0/7UkaC2Mn2vT4MMhaUpse5hJwJg27aQd2NxwQPVNV1CIalNJKJXjUwtIhCtvRYYi6lWfa25QRhjg5weKpP4htkOLJbu1iIy0cQjgUycguUinClioRSx+YhQDwBXtUcXVmoqcpyUYqMeacpcsUo6RTbsl0SsgL/gnwzZW39p+fZbN/2Lb/pMrZ2/a933LhsY3DrjOeO9fPHiXUfG/hvxN4iupJvsWiNrmrWemSeXpFzmA6hPJZR7Qk92M2kBO+4Xf8mJW81sH1PwXqOqH+0vN1K+k/489u68uHx/x9ZxufjPGcdcc9Km8dWtnc6RbNPa280j6jDJI80EUjPI1tdlpGZ1ZmdmYlmbLEkknJNezha8Y3UoKamuVtpOUfeWsG/hl0vZ6dBNX6tW+75lTwPrmq6zY6W15dfaYrn7b5h8m2h3+TNdhP8AVRRMu1ol+7tzt5yCc95cW0gceUny7Rn5l+9k5+82emPavny71CXTNMki06a5sGg2eSbKRrURebcK0nlGB4zH5gkfftA3F33Z3HMekfE6PRrZ7XWbnxBf3Uk7TxzJMLoLbtHHGsXmXV/FICJIpW2KpQb9wO5mA7FRVWXuRbvdpaNpb9uhUZcmr9HbzseseMdIaf8As77Bb7tv2vzf3oXG77L5f+ulGc4f7v49q8v8Vaj8QrPS7aDQpvLlgu4YAvl6I+20it7hAm68RlbaywjdkyHGckFjWn4ju9Y1H7H/AGfql7beT9o87de3UO/zPI8vHkM+7bsfO7GN3y5yceXWl1rkeq3yahq17dwo1yixPf3c6LKtyoV1SdggwgdQwAYBiAME13YSHsZqVovls+WavGTve1tO/wDT0NHiVorb9V028/6/Ktq/i3xfdaJcaDr+ob7l/K+12v2TS1ztu4ryD9/ZWyxjEawyfu5hnGx/m3rXJ6f4Gi8R7dTv9L+2W9tOLa4n+2tb7LaHZcSp5cN3A7bUnd9yRtId21WJUKPojw9puj6hFaTXul2F5PN9o8ya7srW4lk8tplTzJJY3d9iIqJuJ2qqqMBRj1LTtC0dNG1C3tdJ0y3MouwvlWNrEglktURXby4QQQQuWClsKMZwBX0uDxDg+ZP2bbv7l42uo3UbbR6JdkYSxCd0+9vPdf1/Tt8Yap8KtLvPI/4RzQfM8vzftn/E0uExv8v7P/x/6iuc7Z/9VnGPnxlK5jxZ4Q+IF/p0MOraf5tut7HIi/a9FjxMILlVbNtco5xG8gwTs5yRkLj7j0jwwYftH7rTxu8r7iEfd83r/o49ePxrhvFulynTYMGAf6dH/e/54XP/AEzr3KeObs+Zvld78z3v0d/x/wCDbnlXim0rLbbR9H+r/q9vmzw14J0Kxk0u5/szytYitVE7/bbx9t09m0d38v2t7U5LTD5FMYzmLACmtfxBZ6tGZLS2jxoVxZMuqR77Y74ZTNFfDfIxvF3WYVf9HZWHWHEuTXoOl6FcyalCA9t8xmIy0n/PGU8/uTXS6h4Tu5rK8G6wObS4T5zJ3if/AKdjxz/Pit5YtTs5Su9NW25Kzvo23s7/ANPTJ11eyttfq/y/r9PmzT9D8J23neVa7N/l7v3+pNnbvx96ZsY3HpjOa+0fhL8A9b8MeI72/v8Awn9hhm0S5s1l/t20ud0sl/psyx+XDrNw4ylu7bygUbMFgWAbgPh/8NWvv7W+022g3PlfYNn2mEzbN/23ds8ywfbu2LuxjO1c5wMffU2uQWyhwLlcsEzGEB5BPP75ePl9euOK5cTUc4SlzN8y1d272ste9rWVzzq1b39Nlte/VR8+/wDn3tzel6xqNtfQaLa3GyWy82xjtvJgbyhYwyRmLzpImV/KSFl3tK+/bkO5IJ+mfC0cM3hW0n1Mbr8xX5mbLjJW8u1i+W3Ih4iWMfIOcfN826vHfBuiRah4o0+6+z2TfbGvrnM8SmRvPsLubMp8p8yHdlzubLZO49a97uFg0ywubTykUwW1wcW8aLGN8bzfIP3eD8+T8o+bJ56n5mf8T5/+3M4pvma1urdde/f1KlvqlzYIYdOn8qBnMjL5UcmZSFVmzPG7jKIgwDt4yBknOhrWk+HdY+zfZrf7T9m87f8Avb6HZ53lbf8AWSRbt3lN03Y284yM0fDogvbKWUxI+26ePM0aM3EMDYB+f5fn4GepPHqiXsXgfP8AwkCyah/amPsn2ELdeV9iz9o837a9p5fmfa4dnleZu2Pv2bU3fSZPu/SP5VDycQtJPta/ndxPxV/au1KxGnfF3RtGm/4m1v4vu7S3tvLm+RrPx1bLcR+ddR/Zm8uCGYb3lYPt+RmcrnK/4JlQafN+3P8AsF2+sru1ib9sX9m2KdN043PL8dfCC2y7rUi1G6BoRlGAGcyEPvpv7VVxZ6s3xhk0m3+xXd9421S5trlooraWJZPHUdw++a2aSVHeDfG/llwxcoWKMWrmP+CZvijT/C3/AAUO/YBfxDDeakuj/tq/st32piCOC8N3aQ/HbwPfSwxi9uLcTu9p+5EdwYomb92ziL56+zpwlVwDhBUpTjXdSSUG8QqaopOXPe3sU2ly2vz63seFiH7Kd2pP93pZrlbu/dtvz+e1vnb/AEy/2k/hxJqXjnSp9P0bzoU8J2MTN/aKx4lXWNddl2z30bnCSIcgFecA5BA/Bv8AZL+Atn/wTn/4T/8A4Wx4U/4U7/wuL/hFf7A/4nsvxC/4SP8A4V7/AMJJ/av/ACLeseOP7I/sj/hONO/4/f7L+3/2p/o3237FP9k/sDs734f/ABgibxLoXhGwt7SxkOhSJr+gaLFeG5tlXUHaJbN9TiNsYtThCM06SeaswMKqFeT/ADTP2KvH/wC0z4q/4WX/AMNM/Hv4l/Hj7B/whv8AwhP/AAsL4peP/ih/wiv2r/hKv+Ek/sj/AIT+8uP7D/tz7PoP9of2Ts/tP+x7L7fu/s+y2/PxownKvJ1oRlScOSm0+atztqXJbT92velfpt1t58sW7QvBwcr3Tesfhspa76/1ra7Z/EHxDd/tnftMeIPDmr+ZpOs+PfjNf6Vd/YLFPtOk6j8VlvbGXyL+yW5h862aCXZcwxXMedkyJIHSv03+AHib9nfXtT8JWPim9+1fH26/t77fF9m8cQeZ5FvrM1r8+nW8PgtdvguG3b9y67tuJM6sXB/k1+MXxc8XaV+0N8crXwz4w8a+H5rX4qfEyzD6V4g1PSlWxg8canGLOJtP1KNxah47cpb7VhAhjO0GNAP3t/4JyfDnxpafCT4Oftc+OdcsvFPhiP8A4WF/ai3up6rrfxCvt/ibxx8MrLzV1ixXT7r7LqDWhT7R4lHk6JboYczxRWFeq8DWoQj7ROLkoyStraUU4vd6Nen5nRhcVzSWu711emsV3/r77fsl4gs9fKT6V4Aj/wCJJqFjLBdwb7L99qV2JradPN1pvtcfmWn2JN0ciW6feQrL5rV+d37Wf7N37cnjn/hAP+GevBn9qf2X/wAJV/wl/wDxUXwgsvI+2/8ACN/2B/yO+u2nm+b9k1r/AJBnmbPL/wBN2b7Td9k2Px28L3fjbwrrWn2fiW18Oabq+hyaxpP2fT4Pt8dnqyXeoJ9gh1drG6+1WLJbbbqWNZ9vkzlYQGr69uf2kfhxruz/AIRfw/4n0b7Lu+3f8SrQtO+0+ft+zf8AIP12bzvJ8m4/123y/N/d53vjwczpzaaSd0l/6VD9P63t9DQrppa/e3bZeh/Pp4kj8anwlofw9+No/wCJ94OOmaV4m0jOk/8AEu8b+HtMn0TWYP7Q8JH7HefY7z+1rXzdPvbrSLj/AF1rJPF9mlr7F/ZW+APhnWYvAnijwD4T+0+Pbn/hKP7Jvv7d1CHf5LeItOvv9G1rWYtGXbo0V5D/AKTbrnb5kOboxOfsfT/hz4E+KXjHxE48E+D7u7vrnV/Elxc+IvDejzy3D3WqIZZ7mYWOoSy6hLLqHmTSuXMjNOzTsx+fE8YaHfeFDqPw3+Gk0HgHxhYfZP7F1nwrJN4WsNJ+1C117UfsGo6BDb6pY/btLuL+1uvslin2qa8uIJ91vcTTN8PVozlW2a95P7mvw1/rp6EaqaXNa2n6a7vv/Sudxr+kw/DWw1C2+K1v/YviSPTbvXLFPNbUcaMkM0dtdbvDcl/YHF/YaiPImY3R8rMkJheAv+Wf7Y2t/s3fEf8A4Vz/AMJ/c/2z/Y3/AAl/9k/ufHmnfZv7R/4Rj7f/AMgWKx87zvsNn/x8+b5flfudm+Xf+g+l/Cz4rv4C8VfET4o+NYPHth4NtNc1TVxrfiPxJ4p1i68MeHdGj1y/0WxHiLTzDNHNCdQ+zadc31rp8l1eS+dJAtxPNX5VftYfD+X9qn/hAf8AhQ0OjfD3/hBP+Ep/4Sv/AISGNvCf9r/8JR/wjn9h/Y/+ENsvEX2/7B/wjusfaP7S+x/ZftsH2P7R9puvI+ryehUtT07/APpDMqk4vsr7eW3l16/ieCf8FerGw0b9mzwRdRxfZmk+OPhqAvvmmyG8BfEuTZtZ5QMmIHdtGNuM84P8017MZzcbG3CSVmX5duQZdwPIBHHPOD2r9dP2/wD9r3wV8f8A4OeGvB3huz8f299pvxM0bxNK/iq30mLTzaWfhbxnpbrC1h4m1mY3pm1mAxq1rHGYFuCbhWCRy/kFX7Vk8OTD3d7uU1r2uj8wz13xKsre7HT/ALdR93/8EpI3H/BUf/gmwSvA/b7/AGOieR2/aI+HXvRVr/glN/ylF/4Jtf8AZ/P7Hf8A60P8OqK9Sp0+f6Hjw2+f6I+9IdB0wsQ9jYONp4axtyM5HOCp56/nXg/j2W4sLPXzZXE1obe+McBtZHtzDGNUjiCRGJl8tBGTGFTACfJjbxXsF7ov2aJZIrr7UxkCGOOH5gpVmLnbLIcAqF+6Blhz2PP641xp+j3N3LaTCKEW+XkV4o8PcQxKTI0ZVclxjOckhRyRXxODTu9Huunmj7H2Grdt1a3bbz8j8zPHF1dXvinUxd3Vxcm4+wxzNcTSTmRG060jKyeYzeYvl4TaxIKDb04r62/Zq0+KDwLqyQbIUPi2+YrFEsaljo+ggsVQgFiABnGcADsK+XfjPry3PjPxXAtuuZ7WyhDLcByDL4fsIwQoiG4gn7oIyeMiv0G/4J5/s+S/E/4LeJ9f/wCEnk0P7J8UNa0f7J/wj7an5n2fwp4KvftHn/2xp+zf/aHl+T5LbfJ3+a3mbE9yaXsE+bVKK5e90td+np1MvYpyUUr3Td77Wtpa/X9D7U/bg/aT8b/s4f8ACsP+EH1LxVpX/CZf8Jr/AGp/winjbV/BXn/8I7/wiX2L7f8A2RDL/aflf25d/ZftG37H5lx5WftcuOd0H4j/ABS8Q+D/AAv40f4n+P7e58WaHomvzwN4u8RXM8Mmu6XDq0sM2oHVIpL145Jykly8ELXLr5zRxs2wZP7WOi6/4r/4QH/hS2gax8d/sH/CU/8ACS/8Ku0698X/APCK/av+Ec/sb+3P+ETt/En9nf259m1X+zPt/wBi+1/2PqH2X7R9mufI9V/bI13TvCP7Dv7OiteWV940t734RaX4n+HxvYLTxR4Q1GL4ReKBrVhr2mFrjVdPvdA1W2/sTVLTUNJsJ7XUH+z3aWtyv2Zvh8yXMoxjB83NrK710i0rPRaW1/zPUwtCPPHt0VtrP1/4Y/LH4y6zqGo/HPxHP4hu7zxHqE39j/a9R1m7m1C8vPL8IaWlv9pnvmup5fs8CQwQ+bLJ5cUESJtREVfnf4i6d9v1u1msp/7KiXSoImt7WPEbyLd3zmY+VJbrvZXRDlC22NcuRgLi+Kpf+Ez8VX7agP8AhGLHUvsvnajeHzrWx+x6bbiPzJZxp0LfaZrVIE3Sw4kuFVfMYBXxZNATQ2Fpo1+viq1kH2iTUNMhDW8Nw5MTWbm1n1CPzo44Yp2DTK+y4jzEq7Xd4XDeyhGrGuvbNJql7FTjyyjFtuq3KkpJ3XI7T0vZJo+kwlOLXK4e7drmu90o6KN7vpqtNux+zujahD8RPtP2Gyj8Lf2P5Pm/ZWW7+3f2h5uzzPJh0zy/sv2J9u7z9/2hseVtPmaN34f8qNYTeb2icRtIYMGQorKXIM5ILkbjlm5PU9aq+K9LHiX7B9ouRo/2L7Vs86MTfaPtP2fdt3y2m3yfIXOPMz5ozswN2jYXC21ra6em2cWNrBbCdXA84W0aQCURgPsEm0Pt8xwudu5upjHfA/66I7MRDkj87ben6WOJ1DSDHJMftJOPL48rHVU/6an1rPjsVUrucSfMD80Y5GR8vLHj/HpXdaqs0tvcSLDIQ3lY2qzDh414IXnp/SvLdde4hmx9kmb/AEXd91x/HNx/qz6V8xiLLmenl9/T5G2G3h/gX5I6uKygbdmKLjH/ACxQ9c02a0toFDiCBssFx5Ma9QT1wfTpXmlvPdS78afcfLt6LIeu7/pjx0reure7jjDSWlwgLgAvDKoJ2scZZAM4BOPY14dWfXZPdb7W/r5ns0muSOvf/wBKZh3cSy311GAqBrm4xhQQoEjsABwMDGB0xVqHFpaTxABwwlfI+T70QXGPmz93rnvjHFLYWcrajGxWRQzzHmNuMxyHrx9KpeI3+y6hBbsMmW1iYEnYfnnnQYUgk8r6jPTtWUaiTVn1XT/gFSa5Xr2/Q2dAuSn2vaCufIztYjOPOxnA7Zr7J0l5fEFw9lcyybIoWuh57tdpvSSOIYjkZArYmbDg5AyuMMcfHHhKAy/2hyV2/ZP4Sc5+0+49K91+Hvj7TbPWrqWQ2IDaXMg36rBGMm7sm+80RBOFPH1Pau2lV1+LrHp/wDz63xL+uiPEPiB4Mgi1bxXcXNzFe2w17UmaxnsUaBw+ruEVhJPLGRCzLImYiN0akBTgjwa/8XQeHb2XRLbRojbWhiCrBcJaQEXMcd04W1js3jQFp23gMQ7bnPLkV9P/ABd1LX9c0LxZHaeEtYltr7UUntr62gvbuCe3OvW1zDPA0WnCOeGeNVaOSOUoyOJFZlxn5FksbS73eGtQ1O30fWtRH9mHS7wxJqlvNqY8m0B02e4truSWeO4gnt4DHG9wksXlkrIjn2KV3Fbva71elkrnVhuny/8AbSHUroeJJ0vo4hpqxRLaGBGE4cxvJN5u9UtgCwnCbfLJAjB3nOF2vjD8LNdH/CO+f8Q9Xuf+Qvt822vG2f8AIM3bd+uvjdxnGPujOeMczL+zvqAYbdbvXGOq+GZyM5PHGqHn/GvRvj18NrP4g/8ACKf2T4otpv7I/t37R/Z1lFq+37f/AGP5XnfZtTT7Pn7FJ5e/Pm4fbjymz2UFGNam/bezj716roOqoe67fu2nz8zfKtPdb5uh3VpL2avbpb3lrrHtseO/DLxL4p8O+P8ARrTVPE+v+JdE0h9W099Av9X1EaVeQ22kajZ2itZ3F1f2kcdpKsF3bwm2mWGS3iERRkSVP0k8LeKotX8M2bQaVHpy3iXsKJFcK4tiby6t/MTZaW4Y7gZsARnccbs/NXxJ4E/Zet9J1LQ9d/4WFDcXMdo0zaV/wjiRTrJeaZNDJA0n/CRyyK9t9oZnzbZPlMrJHklfuvwh4An0nwjZSLfS3S2MWo3O4ac8Sy+Xe3lwV3C6lCd0LfPjG7b/AA0sS4uonGsqy5V76pex1u/d5LK+lnfrdLofIZhU95e7bb7V+s/L0/A7Dw5BKljKHuZJT9qc7m3ZA8mAY5kbjgnr36Vo+OfGqW/9l50hX3/bf+XsLjb9k/6c2znd7dK46DxJBpSG3uI4kd2MwE12lu21gEBCPGSVzGwDdCQR1U1U1/VNH1b7J5esaan2fz87L21nz5vk4ztmTbjyzjOd2T0xzz3Xf+v6a+8xy+o4zettradoz8vQ8r8VeHLfxmskcjQ2Ql1F9U+e0S9ClxcDycGS2yR9qP73jOw/uxv+X44+KHw+hsNT1y0i1CP91/Zm2SPTli/1lvp8pwi3Z2/fIOG55PfFfoPLp90lvFLZQXGpCTyyotYJJN0LIWWdTEJt0ZwmGA2nepDcjPneuabJ9rup7wvYSfuPMguYWjeL91Cib/NaJh5i7XXci5DrjIIJwm3GXNGXLKLjKLsn70dVo9Hqk7O602PvcBVThFOV/d22v8PkfEfg3TrfQ9FvC8cN9cxXtxeQ3bwJDPCUtLXy0ic+fIhjkhMiOrqVdyVUEZP0V8GfCumfE/8A4ST+3LaxuP7D/sf7L/aun2+ubP7S/tTz/I+2eX9l3f2fD5vl58/bHvx5K5xPHvgPUdZNx4gsBe3VhpejS/abi00ue7s4zY/bL2ZZ72GUw25SGVHlEnMUTLK42MK474c60/hz+2cWTX32z+z+kpt/K+z/AG7/AKYz79/n/wCxt2fxbuOCtz1KjqSlecndzilFttL+S1ui0tc6q803yq333/lP0Khv7TwppWnadHplvdWumW1po9vAnl2lvHFZWwgiaG3W3njgjWO2CRwINsSMEV9q88zb2MGq+Kk8TRRxWLz7tttHCjvF5Wmtp5xdL5JO8RmQ4hXAcxncBvPyf4r8U/8ACV6VbaTYWO+7tbyG7mhtLr7fcRpBbXNtIJbaG3WWJUluUR5HwEkKxsNzivfvhFqy6d4S8PaXdRLDdw/2tvgnmEFyvmanqVwu+2kQSpmJ1dcj5oyJB8pFeLiaCane92nun/L5vvb5njVW9fW34frY63xHBMdf00i6lH7qz6F/+f2f/ppUerpcp9nxez8+b0eQdPK/6ae9VfEniCBPEWlIUiy0dj1ukHW+nHTy+ela9zfJe7NgUeVuztlEn39uM4Ax9w49fwr53E0IxvsvT/t3szJSa9Oxla5rt9FaRsJ7o5uEX/j8mH/LKY9efSuwgu7q+0Ozje6uFE9jYud00kgH7uCXBBZd3Ixnjnn2rk/FOk3A0+HCTH/TI/8Al3f/AJ4XHvXY6QTa6XphdT+60+zVg3yc/Zo05yDtOT0PfivCrU7vR300SW+i03O2M+2j/TTy7jPsB/syYNOXP2e5ySmSeJeuXPbjrVXRZ3sLWSFCzBrhpMq5jGTHEuNo3ZPyDnPtjitOXXLcymzJhEkhWIZuY94MwAXEe0En5xhcgtxg81ct7FpULKzEByvyxlhkBT1Ddeelcc8EnaTje+v32a+1r0/A6FsvREHhgDVb+a3kAUJZyTAuPOGVmt0xtbYAcSH5s8cjHNcrfeHoodYv5lljDC/vSNtqqn5ppV4YS5HDenPTvXcfDZRBrt27sADpM6/N8gybywPUnrweP8KNW1m2XVNTj3wZXULxD/pMYOVuZAeMcHjp2rhnRUbLb5eluvoM8a13RjINQK3RjZraQK4h+ZG+ygBgRKDlTgjBBBHBHWvGtQ+06VMtu15Pcl4lm8wvJHjc7ps2mSXOPL3Z3D72McZP2RND9v0W7mhfe09lerHHEPOLuEmiVEKHLszLgBVzuO0AmvnLxRo1wmoQi5E1q/2OMiOe2eNynnXADgSMhKkhlBAxlSM5BxpQlyNqWqvte2ultVqvQTXbR9/69DkfDviFIftm2wUbvs+ds4Xp5+M4t+ev4V6zFoieIrK0WSZYFeGC+CvALoKWiACANJECVE5HmccA/KN3HnOu6bZ2f2XbqttP5nn52+UuzZ5OM4uXzu3e3Tv20fDUl+1y0dvpV5dKlkdkkMczrLGskCrMvlwONjjawIZlwwwxyCfcw89Vyxdu127e93sMb4g8L2mnPdxP9mulh8jIayiRX8wQsMqXlA2lxj72SueM8cmPhRbeLf8AiZQ6nBo6wf6EbaLR47hXaP8Afmcut7ZgFhciPZ5bECIHed21ezu5pRrskN7bSaf9zzGut0Xk/wChqybxKkW3zPlC7iud6kZyM17/AMUvoky2lppraxHJGLhrm2uSqRu7PGYCIra6XeqxLISZAcSr8gGGb6LCJy5dH8Pp0i99PI569Rwi300/P0Zy2q6rb6F5HmadDf8A2rzcb2SHyvI8vOMwT7t/nDONmNg+9njT8JeHtP8AFeozL9msrAy2MmpF/sMF0fnntgYT/wAexbm5yZM87PufN8vbQ+BJNX3edqD6f9nxt82wZ/O83Odu66gx5flDON+d4ztxz7Z4N0K20QwlNWgvpE0uO0eFY44nXabXdIwF1Oy7WiClCvBfBbIwfQdJRtZN/f5W69TyZYp3j7z3/wAvLscBZfC2G2tIp4tVijCb9qR6UkYG6R0OCt9xncScLzkg9c10Vh4QFrbS7tQ84LI8pVrTaGAjTKHNy4wwXBJBHPQ9+m8Sz6hsvfs2kXl3F/o2yaCOd0k5g3bWjt5FOxtythjgqQcEEDA0m+vkj8m40m7tTJcYJmWaMqjrGnmbXtkyow3OQDtI3DBxPtpQ2urP/LyfS3ysYVMVv73XT71tp2Hw6VbpuwkPOOlug6Z9/euI1jw9az2yI4tyBOrfNaRuMiOUdC3Xk8/416lJMseM4Oc/xAdMfX1rn5JBMAq4yDu4O7oCOgx69accdVTaUpLbpv8A+SeZzzxTs/ed/wDgry9DitG8Iact7ayeVZH5XOP7Og5zbyDruPr6V1F9oOnQ21wv2SyfNtM3/HlAP+WbjGMH0/WurstOlkFvtEh3RqRiFj1jzxg88d/xrP1/Rbto59sVw3+gyj5bWQ87ZuOD19q0WYTurt7r5/8AknUx+tP+Z/18jitEjtdO+1eRZ26ed5O7yoo4M+X5u3dsj+bG84z93Jx1NeuWuhtqEhha8ZAqGXLQmUZVlTG0zLg/P1z2xjmvLNC8J6nd/atltf8A7vyM7dOuJPv+djOCMfdOPX8K+jPDbPHfSs8bKDaSDLAqM+dAcZK9eDxX0FCo6mFUnrpLX/t+S7LtYx9vKTV+tu3ku3ax23g/Ro9Pu9HmDpI0FrtyIFjZybCSItu3uVJ3EnrnpnnNd7qVj9sW7fzfL86B1xs37f3Pl5zvXPTOMD0964pppEi8wQOw2qRjdghsAEHYRjnI9a3tLvy0VrGYCpaTby5yN07AceWD3zjvXkVH+8+f/txvC7Wt9+3p/n+JLpFi2n2zwrOzhp2lyqGIZaOJMbRI2T8nXPfGOKu/8IbJ4r/4+dXdPsH3PPtWvc/avvbPMvIvKx9mXdjdvyM42DL72KaSVSsMpAjAyqMwzuc9QvXmm3vi+81Xys+H7q38jf8A8t5Zd/m7P+nCPbt8v/azu7Y5+kyd7+kPyqHHXVo6rr+N4/jt+B+Kf7X3hqPwzofxjv47hLiTTvF9xEAlqtq8m/x/Z2ZYSrNMY+JS5AV8jKE4O4fG/wCxZ4sfR/21P2SPEhs2uX0f9p74A6uLb7WYmuDpfxT8JXQg+0/Z5TCZfs4jE3ky+VuDCN9u0/Yf7WOpPNpvxfje1aEt4vu9xZz8hHju2YqQYl5yNvJHPbtX59fCXwvD4p+M/wALdJTVorS5174k+A9JjjWBLqeKW/8AEmk2ETJbC7gkuJCZFeOBfLaUlY1YFg1foeVyoxwlf2kHzONVKqueT1pU7Q5IJ2V05c706PofJ4+c1UXLL3dLxtHe89eZ67WVvmf7Bf8AwT/+JEvxV+DfiXxC+mSaKbP4mazo32VtTbVTILfwt4MvvtH2g2en7A/9omPyfJbb5W/zW8zYn+eB/wAFVvDOq/BT/hQ//Cn/ABRqHwq/4SX/AIWh/wAJF/wrYXPgT+3v7G/4V3/ZH9tf8IvqGmf2r/Zf9q6n/Z327z/sP9o3/wBm8r7ZceZ/VR/wRT/ac+DX7B37LHj74Q/FT4lfDLSPEPiP9oDxV8SLO2+IHxI8K/CnWX0bV/h18KvDFvPbeHfEd5eX17pjX3g/UY4dailW1uLqO9sUjE2nTs0P/Bdz/gmB48/bw/4ZY/4RjxJ4u8Of8Kr/AOF4fbv7B+D+s/Eb7Z/wnH/CoPs32v8As/xNoH9jfZ/+EPuPI877X/aHnzeX5H2F/O+RwzlHFxmmouLlZygpr3oSXwyTi97K6erTWtjyJScp2s7f8Bfd0/A/hS+APwOs9R8Zan4y8ZaxbeOrvxR4avdXv4/E2gRatcS6xreq6Nqt1q95qGq6jqUl/qckj3S3F9NCt1dPd3E0kwaSRZP3B+Ed9fa78E/D/wCzN4VvbvwBp11/a32DxB4fuJrey0nyPFupeP7r7J4V059IgT7fPDcWVx5Or2+6W9m1GTzXZ7WX5I/4KUfAnx9oH7M3w4/Z/wDDvhnxh438SfBv4m+EPBOrDRfButS65Onw88AeO/BV/q+o+FLFNVv9AWW/hg+12dzdXY0q8u4tNmvJ5ikkn5N/DD4DfGn4Y3+h/FRfhJ8UNe1fQ/7Tx4EHw+8V6bqV1/aUOoeHP+PwaXqF1D5FrqH9sf8AIFm8yCHyv3ccn2tPsaVGGKpKvWxcXWlanGl7NK7il7Nc0ZRhFOyXM4pRvdvQ2oylTkkoPluryvsm43drNu3RLV9D94bz443n7LXx5+E/7KXiDRrn4xaj8afEPgS/t/ilrGvy6He+ELf4jeMm+G8VhD4cvdN8XT6tDoE/h6bxFGU8VaOl/LqktisOnvE+o3P6xL8Obi3z9m8RTW2/7/kWLxb9v3d/l6iu7bubbnONxxjJr8Pf2Sv2hfiT4g0WD9nL4i/s6eOPg54P+N3xEi8C+Lvjd40m17TvDXwe8J/Em08N+Bde+JviPT9c8DeHNLuvDvw+0ua+8Xau2p+MPC2mzWGl3UF7r2iW6TapB+omlf8ABMb9lXwP5/8AwiP/AAVG/Z9+J39qeV/aH/COWPw5f+w/sXmfZPtn9mftDa/j+0vtdz9n8/7Jn+z5/L8/Enk+Tj8GruLUbq17NPVOL3jK33M9yhU91ON12evZW0tfXQ9xutc1b4rr/wAKo8E6lqPwc8SeC5PtOp/EzwtfXJ1vxVZ+HA3hu802+t9Jk8L38Ntrl/qNpr90tx4g1KKO70u3SWC8m8u9t6Hj7UtT+F/wn1bSNV1G+8beOND+wef8T9Qu7iz8V6n/AGn4ls7mLzr64k1nV4/sWkahH4ej365c79NtEhXybVls4vzX+Mv7Kn7PnihtQ8FWX7cXwba98O+K7v7Q9rN4JvrphpB1TSZWm06L4spLaBpbhDIXlkEEm2BizOGGZqvwI8HfDf8AZ9uNL0L40eGvH1no3lfZdX0m00uC21b+0fG0dxP9n+x+LNaiX7BLfTW0vl3Nzuks5N/ksWji+aWWQde/J9pWdn3Vvtm88VOK3drL56L+7fW35HZ+IP2oviHN418OfCmPXfGkGifEF9I0HVI08fa5/ZTQeK9Wm8N3pv8AQVjS01aI2hC3VtcTRJf2wFnK6RfMPZ4vD8Xwx3eXKmrf23jOy2XS/s/9m5xnbJfef5v9oHGfK8ryz9/zPk/H74m/tA+NPhb8O/H3wi8N/BDxR8S/C/jnwT4pl1j4p6HearBoPgx/E2h3/hnUItTt7Dwh4g0+VvDun6fB4ivPtXiPSS9lfxJOtjAEv5vyDl1jUrbb9i8P32qb8+b9lFw3kbcbPM8qynx5u59u7Zny2xu5x9zk+T01Gi5RglJNp6bcj3SqXWumtu5w1cwaT95pLfRu2q/uXd/I4jxP4xPiCwhs/wCzzaeVeR3XmfbDPu2Q3EWzZ9mhxnzt27ccbcbTnI4XJ9T+Zr9Ff2u7Sytvhtoj2+qWt658caahihaIsqnQfEpMh2XEp2gqqn5QMuOc4B/OUv7fr/8AWr7enRjRVo2UddFrrpfqz43MKjnV96TlJJa2tpb0sff/APwSkJ/4ejf8E2eT/wAn9fsd9/8Aq4f4dUVH/wAEpHz/AMFR/wDgmwMdf2+/2Ou//VxHw69qKKnT5/ockNvn+iP0J1JILWBJLaUSyGVUKl0kwhSRi2IwrDDKoyTjnGMkVxHjTVbG88K6jYfbbJrhlsUa3iuYTch4b+0eRPJ8xnDR+W3mKUygVtwGCRv2lzFfSNFK+1VQyAxqwbcGVQCWDjGHPbOcc+vi2padfSa7qaSQBbBtS1DbOskXmmIXExgbb5jHLkR7gYQRuOVXt4Xs6MG+S17X/J6/1/wfteaXd/1/w39XZ+f3xbtjF468RSIsjCNNNcMRlfl0PT25IUDAI5wR9a/bj/gk5ey/8M6+NPlj/wCS1eIuzf8AQjfDj/br8W/jVc2Nn4/8U6cZmEqw6bGEZJGYtP4f010BdY/L58wYOQAD8xBBr9cP+CXXi/Q/D3wA8X2WpXwtp5fjD4gukja1vZyYn8F/D6JX320EkYy8Eg2lg425IwVJqdlSbatdrlb00069UyFLW6e107Prdb/jufWf/BLHxPa2/wDwvX/hOL3TPCm//hWP9l/2rcx6F9v2/wDCwvtvkf2vcL9q+y7rTzfs+fI+0x+b/roq+Ov+CgureNUk8U3R8NXA8LT/ABw1xtB8QHR9WGnaxZSt40k0u6stV8wadqEWoacPttvNZMYruD/SbfMHNfTf7RHw51v9if8A4Q/7BYz/APFzP+Eg83/hLr7Tde/5Ez+xNn9n/wDCKS6b9l/5Gt/tf2/zvP8A9G+y+X5Nz5nOft/PDefsW/AjxaHJ1DxH4p+F+p3kKgrZRy6v8KPGepXC2sbr58cSTtsgWa5mdYvlkeR8yV4VelRnrLl19Htyo9PCy1hK3f8A9KsfhLreo219YXUF/dWtrey+T5toJo4Z02TRPH+4md5V3RIknzA5Rt64UgjovANoo0e5+x+Zcxf2nNudMTASfZbPKbol2ghdp2nkBgehFcPqmneG7zU57rUdQvYL2TyvOhgU+Smy3jjj2/6DOfmiVGb963zE/d+6JLbxpP4MjOl+GVs7+wnc3802qQXT3C3coW3kiQwzacvkrDa27KDCzb3kzKwIRHTw1N0vY0HU95qpKMoctNytHmals9EuXe6V/X38PXdOHPUguVOycLylZqNrpbaXvvb8/wBwNJkGsfaP+ExZfD32fyv7O80jSftnneZ9r2/2oZftH2fyrXPkbfK88ebnzI8bMmj2Foi3FjcS3KSkLFJ5sM0UkDgukqPDEocOFRldWKMrZGQQag13QbzWPsv9vwvZfZvP+yfYprf9753k+f5uXvfueVDs/wBX99/v/wAFkOltZ21lGcx2kcNuhcEyFIIvJUuQFUsVUFiqqCckADivm80mnG0H12X+GP6/eehjPht5/ojmdV1G7t0ntooY3RPK2lo5Wc7jHIc7XUHBY9FHA59a4XUGur198sDKfJ8vEcUgGMuf4t5zlz3x04r0e6tPtLvJ83z7fusoHyhRwGGf4e9Z76Uo5bzRgZ+/H0Gf9k18niHUd171l6/zM5KVSUXZO1tfy0/A80VLq0z5dvK3mYzvikONvTG0L/eOc57Vd/ti71D9zqEUNrCv71ZFSWAmVfkVN88roco7ttA3HbkHAIPYz6dB8nzS/wAX8Se3+xXL6lpheBBbiSR/OUkM8YATZJk5YIM5Kjr36enj1FJ20fXo/I6o4iomtXq0nr6eXr/W+HJfxWbvNDNbs0TsFDyKykMxjOQrqT8rE8Ec4PTiuX1aePVb6C8mkjWSGKKJRA6iMiOaSVdwcyMWLSEHDAYxgA5JtX2lXirP+5OQ/wDz1h/56j/brGFhdK6BosfMpPzxnjPXhzWUIz5ldO3/AAV6f1c6o1ptavr/AJf8H+r36bSdUm037R9mWGTzvK3+aGfHl+Zt2+XJHjPmNnOc4GMYOadkH0+VprdS7tGYiJFLLtZlckBNhzlFGc4wTxnBDbW1ceZlT/D/ABL/ALXvW2lmc9G6f3k9RXfSi7321W/kJtvdnoc/jjXp/DcGlR2NjIq2WnQIsdrevcMtsbYg4W7ILbYsviPGNxAUdOPg+B/wt8UXtv8AEnW/FurWPxLNxBqcHhK317w7awS6xoDpa+HrBNBu9JuNfk/tSLTdMZrVL77Vetds1jJCs9use54cjOvapY+HfDYOo+JZ1littOkItkklsrSa4vlNzd/ZLNfJtba6lBe7RZDEFjMjsiPPrXgPxF4b1ybxHqWnPbeINAktNaNk17p09gLjSoIL6ySYWtzI8sEscFu1wkF6shV5ESSF8BPocBK7s3q1r6e5/Wg+ecV7rfTS9v6/pjrqDVdPkWG70+5tJGQSrHdWlzBIyMzIHVJQjFCyMoYDBZWGcggeH/CcpqX9v/8ACSuNG8n+yvsXmMNO+0+Z/aX2nH2/zPO8ny4M+Vjy/NHmZ3pj3uLxv/wlqnUvFptNM1KBvsMEGlW92Ld7KMCeOZ/MfU285p7m5RsToNkcf7lTl5MS98K/CbVvL/4Vf4n8QeJfs+/+3P7Riay+xebs/szyft/h3RPN+0+XqHmeV9q2eQm/yd6eb9JHC03ST5L6K+nmv8v61vlOvWdlzPzu/wDD/lf+tfcPC/w68CSLpGoDxFdGeeyhuCi6vo5j33FiWcKv2EvtHmNtBckADLNzn2i/0mw0T4ea7PplxJdRab4d8RXltLNLDPFI8FtqF0RK9vHErxiYMjiMxkKCu4MC1eNfDTQ7SbW/Dmla3JcWekJZywXF1bvE11Gtto9wbcrthulLPcRQpIVtXG13ICD50+tNZ8FaQPht4kjsrnUJvDp8MeJg9/JLbi6Fo1nqP2+URm0iffA5uBGPsZLCNcRy5Bf57MKc4fBF7rZPT4v8v8/PjnSdTWWuu/6fi/x76/D3hOz8IeNtOm1XxZ4htdG1G3vZNPhtbbVtM05JLKKC2uY7gwakt3OztPd3MZlSRYmESoqB0kZvJdL0+Z/P+0wXMOPK2ZjaPdnzN3+sQ5xhenTPPUV2k/h34f6a4gg1zWHR1EpMqFm3MShAKaNGNuIxgYJyTz0A4Hxxq/jLwh/ZfmaTpqf2j9tx9ocT5+yfZM7Psuprsx9pG7zM7srt6NXi0513Jp3aVt/T+v63qjQ5XddLfirf5/1v9Y+HrO2t9H0h4pWaU6TYK6M8bbc2sBb5VVWBDKByeOh5rzf4jeGb2e31nWI7DVJIX/s/FxHayvZna9janbKsBU4cFDiU4lBXqNtJ8OvHB8XwWGi6AbS/8SWegWt5q2nC3vLSK1W3SxtL8x3F9Jb2sqwX9zDAqxXc7ur74/NjV5V9Ia+8YahcnwVr2lafZaBN/wAfd5aSIdTi8uP+1oPLk/tK8g+e9SGJ/wDQZP8AR3Zfkf8AfLpjFWVOLje/NH5e4/LV/f8A59yxFakrRbVrWa6u223kcP8ADvRvBmo/C7xn4d17xHDpfi7XH8RaboPhdtX0qy13W21Pw7ZWOlx6Vot5E+p6lcalqbzafYpZQTG8vI/slvHJcIyH501v4H6z4L+zeZ4c8cWn9pedj+19Hu4PM+x+Vn7Pu0m13bftQ83Hmbd0X3c/N7zqHgjw/p/xo+Gl5ZXupy63aa14Nu9Js55Lc21zfW/it5bGG4ZbCICGa7RIpf8ASrciMk+dD/rB9H/tCN8TL3/hEc+HdK/d/wBv/cubZfv/ANi9d+tnP3OMe+aMFSqTUedS13unrpf+v6vvSxVebXM5XfTq9F/l/Wp+f998M9E+HulWPjO4udY0+610W1ncf2/NaWumLPqds+qzQW2+wspBOJLJvJjkupnf*ck25ZGUyJ0mlS6IdAg17SNVtdS17979n023vrS8Sb/TZLOXZZ2p+2SeXZ+bO2yb5CjSt+6VlrW1XU7b4svL8OfiTKNB0jwxdPfw3HhqOWPVG1jRTJoUdrcz3S+ILOW2NtqV+8xt7OLfcQwPFcpEGim0bX4dfDbwjo6TeFNf8Q6lq+n7vsFrqpiME32u6ZLrz2j0HTQfLtrm5ki23MPzxxg+YcxyRmGGcKc2lZ8r6deR/5f117oe+lzdWvlscwul67ruPEN5o2pRx6UdslxbadeJYQw2P+nPJdSyxzLGI1mZ53aeNEhCsdgBc5uq+KtX0zyP7EtLXUfP837T+4ubvyfL8vyf+PS4j8vzPMl/1md+z5MbWz9F+Gblpfhf42tZtq6jcW3iSKzt0DbJXl8PW8duGfLRp5k5KEvLGFGCxVfmr5p0+yv8ATvO/tiAWnneX9m2SRTeZ5e/zs+RLcbdm+LG7Zncdu7B2/nWY1qlOo1ZtK9072esd/wCt/ne5U1G2l/l6fn/W7PrXxda+HrrTYI/D+rw6zeC+jeW1sb+x1GaO2EFyrztBZK0qxrK0MZlYeWrSohO50rndRWO20DMD+ZfxW9kn2RmV5BIJLdJkaBNswaJfMLLwyFCXGFYV5/8ADme80TW7q68XRRaVpsmlT28FxAftTvfPd2MkcJjtJb+QK0EVy5doVQGMKZAzKr+nxDw7fX5ka/uRaXMs8yypHIrGNxJLEwV7NmXdlMho9wBIIU9PKptzd30s797W/r+tedznFx33V/KzX9f8OzymEXE2s2k1xC8Ra9svM/duioqvCu4787QEG4ljjv0r2jTprGGBla7gQmVmw88KnBRBnBI446+oNVLjwrpUryX1lcX00AAkid5IVDGfa*g3I9rHJgSIykbVJAyDggnEutOlWQCBGdNgyWeMHdubI6rxjHbv1rrlOKjb0X5HrUpwcI82/LHf0Xn3/AF3IdK1e20m4e5trqykkeFoCJp43UIzxyEgRyxtu3RqASxGCeM4I0JPDukaiz6ibydrq/Y3skUFxbGMS3R8+VYkMDyeWpkbYC7sEA3O2CTxjeEtYjG77G3JxzdWZ9+03tWhbarf6a0cU0Nui2a/Z3LB3IMaGHDeVOQx3AAlBtJ5Hy14lejUk/dT+Xoutt/mVKpTS0td6fl/X37313I7u90e4i02G3zptvLHuu7iKUssMzLPcSSTo0VuqxGWX5yiqiIN+drE1dc8NWfiu7j1FJLy5ENullv0xoprcGOSWfY7CC5AmAuQWXeMI0Z2DOWjm1oahbzQ5i827ikgCpHMuWlVoVClyVUnI5Y7QTk4Fbfha+/sHT5rOcpG8l5JchZFeUlXgt4gQ0BKAZhI2n5gQSeCKijhK7vdS77Py1/pGftI9/wDgbf5/1pf558d+A9e0T+yvtugeI7H7T9u8r7fpV5beb5P2Pf5Xm2cW/Z5qeZt3bd6ZxuGdrQdSTw9bWk0Ett9r+wQWc8F5IMxfu4XlVokkhljljlhCMHPy/MrLuwR2v7Rv7Q/hfWv+EO/sTVrC9+zf8JD9q3aN4hg8rzv7D8nH2mG337/Klzs37dnzbcru8X0Xdr+y9mG23vrRdRikt/3e/wC1eVKmEmMkiIyTFgkiiRflDEMCD9ZgMMoRp1KkJKMm7TlFqMmpNWUmrO1mmlf8DJ1LO3Nr23fTf8PX5na+LrO21TwxqHiq0la78ST/AGTy9Ks5I7iGTytQttOfy7GJZL99lhG1y+24O11aY4hBQcJ4b0jUtRsZZ9U0+/s7hbt4kiFpPb7oVhgdZNlxE7nLvIu4HaduAMqxO/Z6m1hrEejf*ckZxb/3rrI1x+8tWuuWRhGf3r7RiHhMA/Nlq9J0zZdQPJCS6iZkJ+78wSNiMOAejDnGOfrX0dN4eEE48t9OqutI36/5/58mJnzRtd9Pz/r8fn0dvaTHfiGc/d/5Zt/tf7NXNGt7yG/uHFrPgxSqC0Eu0gzREYO0AkgZHPSrNlqcbebll42fwSf7ddRazQoqTb/8AWRL1VsfMFbgBcjpxmuinKErXs31v2ul/X/BuePJKzdtf+GOns7RZ9EjafzI3bfuUYTG27YLw6kjIAPPXORwRXC61GsGtafaAn7LOtoJ5mI3RpLdyxSsJMCNNkY3AupCn5myvFat14sFrC9kjW58vbjfDcl/mdZTllZU/iOMAcYHWuWu76bVrmG4VY22COAeWGRcrIz4Ilctn951BxjHcGuyOHoT3Su/L01379fXvrzyi27rt+o/xTFYab9h+w3S3HnfavN3zwy7PL+z7MeSI9u7zHzuznaMYwc4NnbKZWB3/AOrPp/eX/Zq3qumXV35G6Ijy/NxskiH3/L67mOfu8Y9810FrpkEchJeYZQj7yH+JT2j9qU8Fh1ayXnt5eZzyTdref6FPTNanjv4LUrbCKLzYQzBw+2KGRV3HzQu47Ru+UAknAFd2qw3+mX1y8g82KK5RFiddrbLfzFBU72JLOQcMMjAAB5PCQ6L/AMTAyoJTmWdlzJFghhJzjaD0PsfWvQNIsMafcwNvBllmXG5M4eCJOCAVB9M9O/FccsNR5loraa/Ndb/1f1vluSeBkX/iaeYSn/HljJC5/wCPvP3hzjjp616zF4S0e2YvBd3kjkbCGuLVgFJBJwlspzlQM5xz06V5np1mdL87YGPn+XnzWR/9Vvxt8vbj/WHOc54x0Nej2GqefMyAxnETNwkg6Og/iOO9exS5KeEVraKXVdZv/MdL+JbomtPkZ8010sktmsJMEUjwo/lyF2jhYiNiwOwlgikkKFOTtAyMdloelwy2lndSGdZvMZygKquY7lwo2tGWwQik/Nk5OCMjCLoplVbkiXEoEuRJEF/ejdwCCwHzcA8jvWjbXKWIitCwHlOPvKzN+8fzOWQbT9/jA4GAec18vi60lVXK+q1/7efT5f11+ioUIOF2uv8A7bH/AIP9bs1W7vLK4SK2gEqNCshZ4pXIcvIpGY2UYwqnBGec5wRWDJdXcePssHn7s+ZiKWXbjG3/AFbDbuy3Xrjjoa7+Kyj1RTcZkOw+T+7KoPlAfkSKWz+86jjGO4NeXvd63Z4+y2dtJ5md/msDjZjbtxdR9dzZ69B07/SZLWk5JN392NvlGp/X9a+Lm0VBNR0s/wD26mfj5+2Bpk9t4W+MGry291ET4qad2midLZWuvH9gp+Zo1wpabbHmTOSoyx6/CH7MQ0c/tJfs96nqOpQWaRfHD4T3F3LLeWtvbW0Ft490AvNK8/EMUcMfmSySSBEUM5ZVHH2v+1R4y8RavY/Fvw74usdM0vwk/i+8gvNT05Jm1OKKx8cW82nNGBf6kpee9trOGfGmyjypZSFg/wBbF+bvhFZdP+J3g6f4fqNcv7Txh4UuPC0OqEQxalrUWqadNY2d6ZW0fZbTasFtZWeawUQEsbqJf9IH61k8FUwVVJ1KcnKd5qH7tw9lSvTdR+7zNu7hvy67XPg605TrWaUkle19V7zV/l3/AF3/AHg/b/8AGPxNT4x+Gh8GPBsnxN8L/wDCs9GN/r2geHfEHjOztNf/AOEp8Zi60iXVPCl0NOguYNOGlXj2E3+mxRX8NxJ+4urav66vgn/wV2/aK+J3/CTf8Lg8HfA3wH/Yf9jf8I7s8PeOfC/9q/2l/av9r5/4Sj4lah9u+w/2fpmPsPlfZvth+0+Z9ot9n84H7EWk2/jb4U+INV/aSeb4f+Obf4hatp+laN4NaO60y58JxeG/CdzY6nPJBH44QX82sXeu2sqHVrdhb2Vqx06IMLm7+dP2pv2gP+Cmn7K//CC/8Lq/Z5+Cngv/AITv/hJ/+Ea8zU7TxN/aX/CMf8I9/bOP+EP+O2ufYvsf/CQ6Vn+0fsv2n7UPsnn+RdeT42KwN7RoOFOo72nOapw05X705PlWiaV921Fbmzw9Pk52m9tErvdL1P6Mv2mv2VPH3xC066+M/wAKvhx8XPiT4w+K3jybx5rGleCPCGteMdDi0rx1Br/ivUNY0Kx8OeHb3VE8Ppql7p1tpmoXWqajbLZ31pDPeXdxdQXD/wA7n7WnjH9tv9mjxx4/g1T9mPxj4a8HeCv+EV8/xH8Rvgv8W9Gs7L/hJNI8NvF/bOr3F1oOl232nVNejsNP3i086WextV8+4lUzf0r/APBMf/gu7+zm3hL4YeCfi98TfBHhXxX4X/Zt8Faf4u0rRvhR8dbsaT410XTfAOk69o8V7aaT4i067tLHUv7TtkubG8vrW4+zxS22pXMDLLP+j/xt/Zb/AGXf+Csnwu8TeMNR+InxLf4S/H3+xvO8VfDaSx8G35/4VZ4i0nS4/wCxdN+JPw71vVdOx4l+HCadqP8AbOg3P2yEX9xp3k211Y3kXj0K2LoyXNzS5KlpLeMoxkrtSSs00t1o1rc0oU37RLkj7OytL7XNeOnL2tfvsf55Hhf9tf8AaM+J/ifw58PdR+G3hAeE/Huu6R4I8R6vofg7x0L7TtK8U6hb6Hq9xYX8/ivUNNs9Qs9N1B7q1lv7K8trebyZrq0uLfMT+2/FnxDP+yj/AGB/wjYtG/4T3+1ftv8Awn284/4Rb+zfs/8AZP2Cbw5/0Mc/2/zftn/Ln5f2f5/P/ok/aR/4N69I/Z68PeLvHf7FsXxt+LUvgD4b6/8AEvw7/wALS+JfwSgsr34teFbHXdY0jwzqtuvhf4WXkvhi5bRPCv277NLp8rxalqCQ+JbSUbtO/m7/AGmv2cf2/fiJ/wAIT/w1L8CvC/w3/sf/AIST/hBf+EF8aeArr+2f7Q/sD/hJ/wC1PJ+KXj/y/wCzvsPh77Du/snd9uu8fb9p+xe5DEwrU/aVHQpqnyqUfaJVJtuOsacnzSs373KrJJt7a+tTpRj7vvO+z5fdVraN7Ju3X/gPmP8Agn74Auf2sP2pvitonxA0/XtJ0CXwP46+IVjqfgm0ksDd6jJ8RfBlpbJBe63ZeI7K40m4svEd7cRLDEZ5THaSx3piSVZ/030n4G+LdS/aIt/2N/DXgzx/r3w3m837FrGl+HdT1Tx9d+X4Hk+Kdz5GoWGkSaDP5GvRz2svleFz5WiwyQSYvI31AeR3p+Ev/BOL4DfCb49/s5+KNY8bftJ+MvD3gT4XfFnwD8XbS71jwB4ZsvEXg1/Gfjt/Dv8Awinh/wCHlxJqei+PfA2h6LpN1/wnniPT20W71L/RtXeW31my/Sz/AIJn+Of2o/iz8Ufgp+21rPw48EW2ia//AMLH+06no95b2vhxP7K8O+PPhLD9n8Oah4+vvGKbrvTYrebznl3XzS38ezS2QITrYeclOMacLKOkX1ilq9fie7/4a7qUIKN3q731XkXdW/4JfeHrH4FfFrw3q2k/H3TPGus+EfHkXhvwle2FlZ+INen1DwdJYaPDpOg3Pw/TVtUl1TVkk02wjsIJXvr2N7O1D3Ksg/nY+P8A+wH8SP2dv+ES+2fCX9oHQv8AhMP7e8v/AIT7wHr2mfav+Ef/ALG3/wBk+b4N0Tz/ACP7bX7dt+1eV51nnyfMHm/3c/Fr9oa8bx1oOueKxoWmeL9K0vS7jQtLs9N1uXTbxLHWNSvNMa8aK81DAuNU+029wo1Ozb7PGpAt8i4f5o/aA8B+K/2+/wDhEv7W0rb/AMKn/t77P/whN9pvh3P/AAnf9jeb/af/AAmV5q/2zH/CGx/Yv7N+z/Z/9L+2eb59r5ZHMMRSX7qTVrWs/wDh+h5tehBq9l93nE/gG/aZ1XRNR8B6TDpusabfzr4usJXhstQtLqVYl0bXkaVo4JHdY1d0UuRtDOqk5YA/Cx4JHvXrfjUak2lW4vbeKGL+0IirRspJk+zXeFIE0vBXefujkDnsfKSgyevU+nr9K+5yurVrYdSrS5pc09U09mranxWYRUa10rLlitdHsv6/q596/wDBKP8A5Skf8E2P+z+/2Ov/AFoj4dUVJ/wSkQD/AIKj/wDBNk8/8n9fsdf+tEfDr2orvqdPn+hyw2+f6I+xNem1Dw/Zx3qN9kMtylr5mILjcHiml2bCJsZMIbdtGNuNw3YOHqtwi6FJqm/FzLDaXDz7T80lzNB5j+Vt8sb/ADW+URhV3fKq4GPRb5bbxNCthFBGWikF2RfRRmHbGrwnbt+0HzM3Ax8gG3f8w6Hy/wATlbfTtRsSMC2ljttiAeSPs95FHiNflxGNnyDYuAB8q9B8i8Q1d63atu/LbX+vnp9mfm58YI7nUfinr0+POFxNoS78xx79uh6TFjblNuNu3OB0z3zXrPwo+OOvfB7w7e+GbDxR/wAI7Dfa1ca61l/Yllq/my3Njp2ntdfaZtI1N03rpiReQJ0VfI8wQqZS8nC/FG8soPGHiDNufPjisWWVIotyuNGsWRlk3BwyfLhhgqQMdBXlKaXe+Ih9tgnj2RH7Kftksvm7kxMduyOceXicY+cHdu+UcE9Kq+1pweIk6FCEYxc02nKXLHl195a+av6GLfI2oe9KTbaf42tbv3P7gfE9z+yp+1p9h/4W6/8Awn//AAgH2n/hHvl+I/hX+yf+Eq+z/wBrf8iyvhv7f9v/AOEb03/j++2/ZfsX+jfZ/tFx5/5Gf8FDvjJ8Atf+GOmfA34Z+I/tcnwv+LVnpFv4X/sjxpB/YegeCfD/AI28IRW/9t+INLhXU/7Maaw07zX1fUL293fa2luwJrkfSX/BL7w/r3xF/wCF4/a9Sj1L+x/+FaeX/wAJDeXl55P9of8ACwN/2TzIb7y/M+wr9o2+Vv8ALhzv2jZ+8n7M3/BML4XfErx9rGo+LPgp+zB4sbV/CWoeJLiTxb8OPDuu3Fzqeoa1oM8uqXj6l4AvzNq0xv7lri9d5biR7m5LTv50hf5qribpK/4v+75/118vWwu0fn/6Wf53WtWttJ4guVgTMJ8naN0gziyiLffYP98Hr+HGKz5rLSEYC8ixLtBX57k/Jkgf6pyv3g3Xn8MV+9H/AAWh/Zr8HfAX9rn9pLwN4Q8C/DHwVZ+FP+FO/wBnad8PfDGl+HND0z+3fhl8LNYu/wCyLTS9C0eKz+2S6xcz6h5Fpb/aLy7vZZfOaeSWX8Q47W2gBS+t4LmUncshijmxGQAE3TKGGGDnaBtG7I5Jqo49WjaVVckVBxp1HGbaSvJPa3k9dPu+jw6XIk+Vp2fvK61Uenc/deT+2vFWP7B/0/7Bn7X/AMelr5X2rHkf8fn2ffv+zzf6vft2fPt3LuE0e4U+Td22LmIbLhfOT5Z0wswzHL5ZxJuGUJQ9VJXFc7eWmtxeX/YGpyaPu3/a/sd7d6f9oxt8jzPsSjzvJzNs8z/V+a2z7713OmTultarePJcXa2kC3Vw7GZp7gRxieZpZSJZWllDOZJPncsWf5ia8Oq/b317PTfp3O7GbfNfkjO/sdlXP2bCj/psPX/rrnrWZe2Bj3Yix+5Lf6zP9/n759K7SW6j8tvlft2X+8P9quc1K5jJYYfmAjoO/mf7VebXoxV7rWy7d99jhhv8v1RxM9u3yfJ/e/iHt/tVlNbCMbrhNqE4B3E/N1H3GJ6Bvb8cV1Pyv1GceoB6/n6VFqFkZoVWMRKRKrEkY4COMZVCepFePOkr+Xml5bGy3XqvzPMtTWzEdyVHPmcf63/nsvrx0rkpfI8xfoP7/wDeNdjq+nzrFefPFxLjhn/5+FHHyVwd3DLFMmXGAisdrN0DN6gc8VMaSutt1066eR2Q2+f6I1rZIW37RnG3PLDru9TXQR2wLHCdv73uP9quOtZ9vmcvzt6H03e9dLFfKGJJl+6fT1H+3XWqSjG7Sv1Vl/XX+ulnTeH4m8O6zaeIPDa/Y/ElsbiS1u8i42SXltPa3p+z35nsG8y1ubpMSQsqb90IWRY2Xl/EnxU1/UvHb+H/ABDrvnXeqX2j6Xf2n9l2UfnxajbWFusH2ix06OKLzrWeNPNhmjaPfuMiSKWHUx6rZ6TBFql1DLLBDFG0iwxxPM3nqsK4WSSNCQ8qlt0g+UMRk4Bu6x+0V+zjpXgrXdC1T4U3t58S00DXIbTxovgbwJcXltrV3aXk3h3U4vEdxrkevwzaOk+mCG9ihF3p5skFiGFtbk9GAlarv00V3/NAqK5nb+tzmNc8DeKri7jfwjpe/TRbos5+26av+nCSUyDGp3Yn/wBQbblB5PPy/P5lfOXxT1fxl4D/ALC/4Uvcf2V/av8Aan/CSfutKvvP+w/2d/Y//I1xXnleV9s1X/jw8vf5n+lb9ltt5u7/AGjpLCRYY9Y8exKyCQrb6g0aElmXcQuuICxCAE4zgAZ44+cE8ReKdXz53iPW7j7Pjb9s1fUZdnnZz5e6eXbu8ob8bc7VznHH3uFjelFtatK6a069PyNY4dyvddui8u/9aetv1p+Dfx1+HPl+BbXxh4p/4qpPD1lH4oj/ALE13jxDF4dYa0u7S9I/s47dTW5509jYnH+iE25jr9BbW81jxh8KdU1LwZJ/aPg/VvDviiCwm2Wtp9oiQarYainl6qtrqkWL+K9i3TRxsdvmQEwmJz/LDFceK5tZlh03xDqNnfm5vBDdJq2pW7RlfOaXE8DGZN8SyRnaPmDlW+Vmr6h+HP7RnxH8CWfhvwXqXxJ+KUtjpuorHfabpnjHXX0W4s9S1eXUbm2Szn1yzhliuYL50u4ZrWOKaWSdZBIjl38/H4OMoc0ZRlK+sEtVG0m57Wtd29fnavq9vdcHbfmsrX0XLte9rv8A4N7fqfY+BfD1vCyeLtL2akZC0A+3Xzf6CVQRnOmXhg/14ueHPncfN8nl1yGl+GbT4jef/wAJHZf2x/Y/lfY/9Jl0/wCzf2h5n2j/AI8Lix87zvsMH+t83y/K+TZvff5LoPxvsvEdnJfGbxXN5Vy9ruv5IZJhsihm2q39rT4jHn5A3j5i52jOTxHhafxz4E+3f2x4s1W5/tX7L9n/ALO13WJtn2H7R53nfajZ7d32yLy9nmZ2vu2YXd81GjFTd7fJK709P6/LN0XFvovT09O/9a2+rPh/4a8KeGvFOrf8IdZfYtfisb7T9Q/0nUrnbaJqNl9rh/4mk89kcXsFr+8gzIdn7tzE0mfU73TNfuzLd2kHmatJs8uTzLJM7AkT/JLItsMWysvzKM4yP3mDX58y/tA6LoN9dtjxdHqSTT2d9fWX2RJ7qZZibl3uf7ahuJ0nuIfOZpsNI4SSRd449R8IfHyHXI9ONvfeM1e6+17GublQR5LXO7eyazKRkRMFxu42g4GcdFWjGpCKtu49F/K1ppuc89l6r9T7I8N6N4KgvLHUviBbbfiZY6nbXHhCbztWbyktpYJ/D7+Xosp0B9mvi9fbqiOW+7eq1l5Qr3RNW8L6pn/haNx5/kY/sL91qEW3zc/2n/yLsce7d5en/wDH5nGP9HxmfPwZ4a/aC8FaF8SvAWmeLdK8Ta9dXXifwtMJWsdJ1SI6fPr8FuLSR9T1qGTb5kNyzweW0G2bOS0kij6A/ak/ai+D2if8IL/Z3g7xNp32n/hJ/O/s7w94XtPO8n/hHvL87yPEEXmeX5r+Xu3bN77cbjnuwOCilDT70nvF7e70/wCHsdNCOsXZ36L/ALdPk3Vvhf8AEfwz8UPH/jPWtD+xfC3xD4j8Vf8ACDal/aehXP2yw1bxDJqvhn/Q7TULjxFb/aPDtvLP/wATi1gmi2eVqHl3zLGfJdV8eSW/xGn8IwarsVPK26f9hVsbtCj1Nv8AS3s2JyWM/NyevljtHXzr47+OHj7x/wCIPEGnaL4/+IdpokfiPVtV0fSNS8Va1Bp+m6Wt7eQafZ21haateWlm9naXkVtDb2qC3t4Fkhgk8oKG7L4aQSadc6L418WMuvTQ/wBpfb7yctqmsXfmR3+k2u641II8/kI9tEvnXQ8q1hCR5EccZ5c1wsVQqPqk+kf+fc9dvv1PVowStfe63s+x9baFr2sx6Reol3iwaW5N2PItTmM20In5MJm/1IH+qO7+589ctrkz6p9l/s1vP8jz/O+URbfN8ny/9eI927y3+5nGPmxkZ94+GmveC/EXw98TSweHI/PN3rNlDNeaRpPmRynRLBo2EiTTukaPOGBQ7lbcypnGfMtbl0vQ/svmWMY+1edj7JbW4z5HlZ8zJh/57DZjd/F07/kmcUL1ZNL8NPij5Lv/AFudM4XWnXovVbfqdj8SYtOi0O0bw4u2+OrQLKczn/RTZ3xcf6cTD/rhB93956fLvrX8H2i3i6HBLH5lzLp8BmTeU3TLp5kl+ZWWMYZWPykKcYXjArzG307WtRcwS6iZlVTKFubu7kQFSqbgrI4DgOQDjOCwzzgufSfFmiltTTXZYYLYny1s9U1KOaOOY/Z40iURxIgUSqpVZFUR7guRhT40KTjd7advR/1oefOLTvZ+florH0DqEWoWCXVtAvlQwwuVTMD7d8Pmt8zl3OWdm5Y4zgYAAHIpdXOP30nzZ4+WP7uBj7i4659/0rpvB2rR3XhGx/tP7Rf6hNHqCTXl1tupZSb68ji8y4uJGnkEcXlxDdnYiKijaqio7q2geQGOGFF2AEeWi87mOcKpHQjnrxXLKb53G19ZW+Tt/Wxj9ZcXy9Fpu+ll6d/+AdTH/Y8rFW+YAbsf6UOQQM8Y9a8+1nTNNZr9o4M7rmRlPmTjINznPzSenr/OtqKG4ZiEl2nGc73HGRxkDPXFU7/S7wW80pmjIJVv9ZKW+aVeuY+vPPNexhMLGsldX95K7UXu0tbrz/rUf1hys9dOzfl5/wBfPTlRYWtvavPHFslhjlljbzJG2vHudG2s7K21lBwwIOMEEcVveGrCTWrGW6mi+0tHdyW4k8xYcKkMEgTajxA4MpO7aSd2N3AA5SX7Ql+ts8ztGZYEePzJDEySCMspQ4UqwYhlK4OSCDmvQtElWytJIog0KtcPIVgxGhJjiXcQpQFiEAJxnAAzxx6/9n04pWS2/ljptv7oe3dmtdXd6vy8/wCvnp+fXg/whffEX+0ftOnf2x/Y/wBk2f6XDp/2f+0PtW7/AFdzY+d532Fevm+X5XGzed/uPifQNQ8E+EdDn0+0/sydG0zSnbz4L3ES6ZcO0G2ea7Q4e0Q+aAW/d4EmHIaD4R6fL4Y/4SD7S0R+3f2Vs+wlj/x7f2lu83zEt/8An4XZjf8Ax528bvYbO80/xvdS+H/sv2h9PWS9ZdXggmsgbSRbJnhXddnzs3eI2MKfumlBdSdjefiq7pRtzNQj8NNNqEG7NuEbpRcm221u233Kcm23fVnkHg/SptWk07WdWg+0faPtf2i581Yt/lLdWkX7m2kj27fLjj+SJc7dzZyzH3zQdG01bOQQ22F+0uT++uD83lQ5+/Lnpj2/WuoT4fvB4XC2UGi2jrnymgiMHl7tQJfaYbIFN4Lhtv3txB4JrnUsr3Qh9kurgPJIftINtLK0ex/3QBMiwtv3QtkBSMFfmJyB51DNG6jje6TkrXl06v3rfMmV2nu3p+ZnR2scWdke3djPzMc4zjqx9TXaW8ETWtuNuW8mEn5mH/LNc98dfSuOCyt0c8f7TV1GmCVtimQkC3XguxHHljgV71HGXlG71fRN915/1ucThZa2fl939f1pn3Wkie8kP2fcjbf+Wu3O2Jf+mgIwRXR6NoFmLSRpLT98s7mM+fLxiOIr92bb97P3vx4pZ4JI4Hn3Lxt5Unfy4Tg4Hr69Pyrnp9eawuoYmmvQp8uVlhkIRgZCpypmQFiEwcjBGAT6e3QxN0rvotbvtH/Py/O2UoX2sjp7zSSPL2W/9/P73/dx1kry+bXL6JQwutuWC58iE9QTj/Un0r1HSddt9R+0YW6byfK/14jOPM8z7v75/wC583Tt17eXagkAhXEMf+tX/lmn9x/auj2109e2706b/wBf8DnlG9rWXy9DstJkuJ/sUrHcZoEkLYRdxeDeWwAMZJzgAY6YHSuttp54nSINt3yqdu1DncVXrg4zjHUVjaVLbR2GnkQgMtlajKxxg/8AHugODkHn+ValtdwPqenxmNj5l1apyiFfmuFX5vmPHPPB47VzSqJNK66Pz3/r8exg4prRJP0Ongimn3713bduOVXG7OehGc4Fb+kW8i3LnZj9ww+8p/5aRf7VaVvaxHfsiiX7ufkUZ+9jov1rbtbLZISFiHyEfKMH7yn+4PSuv21sNy2S0e/+P/g/1rbKl/Fv5r8jsrcL9gtgfvfZrcEc9RGmfauQ1LzV1CYpwoMJH3T0ijJ689c9a6i0YnyYsnhAuCfl+WP09OOOPSr50pZ8y+XbEv3dAW4+Xk+WemOOTxivlcTV/erfdb6/afTufUYf+H8//bYlLw9eOllKJJMN9qcj5AePKhH8KkdQazPF8vhr/iXf8I03/P39t4v/APp2+zf8f4/67/6r/tp/BW39iNr+7AiXd8+IhheflyRsXn5fTpjmuV0zQbrWPP8As72y/Z/K3/aGkGfO8zbs2Qy5x5Tbs7f4cZ5x9TkTbnG/8sf/AEiqeDnO0vX9aZ+If7W/hnXL7Q/i+1tZeaLnxbPLEftNmm9H8eWcobElwm3KfNhtpHQgHivkv9m7Sfh/Z/Fz4Jad41t/L1Rfir4Cj1iHzdbfFvP42014x5mkyNb/ADadJCc2r713YJE4cD6+/a916U6d8ZvDllcX9rqVr40vbBbmOZobZJNO8f2yzmKaKb7QsTpbypERArMrKrogZtvy7+yzcaLD8bfgBH4j02LWr1fjH8OP7QubmztNRa8hPj7SWWOSa/YS3Ci0MdvsnG0IgiH7pVr9fyyo45fyc9k8Rfkg5RqtuhTV3K7i6VtHHl5ua2tj4Fr9+3Z/A1fp8e3e/wCh+hf7bHxi+M/wn+KmgeHf2U/EX9gfDy9+H+la1rNn/ZHhTVfM8Z3PiPxXY6jc/aPiPpmo64m/Q9O8OxeTazppS+TvgiW7kvnf9LP2WPjZ+z1/wUu/4Tv/AIba8Tf8Lq/4Ur/wjH/Cs/8AiTeN/hx/wjX/AAsf/hIf+Ez/AOSS6V4D/tn+2f8AhA/Cn/Iwf2r/AGd/ZX/Eq+w/btS+2fjl/wAFbtb+zftH+Co/A0l34T0k/BLw29xp2kt/YNtNqJ8d/ElZr17PR5VtpJ5LZbSBrlx57x20cTHy4Yq+Y/2ZNL+Lejf8Jv8A8ID8QdV8G/af+Eb/ALW/sHxX4m8Pf2l5P9v/AGD7X/YscX2z7H5t55H2nd9n+1TeTjz5c+i8JTxFGmp+zU+X3FTglOeqcvauSfM0o3VrW13vp0wckmuWdnbVtOCt/Kt1e+u+vzt9HfF/4ffEj9kz4/fGz4jQaR/wgH7OutfFD4keCfgvrP2/QfFX2nwhqPjTU9d+HWmf2e974k8cw+d4G8Ni6+2+K7GLU4/sXka7dprFwYZ/2A/4Jx/8FIP+Ci3gq8+Dca/GX+zf2A9N/wCFh4H/AArv4GXnk/bIvHJPJ8DXXxok8z40XWesmzzP4fCi/L7d+0L/AME7vip+1b+wf+zBonhXV/hND41l0v4K/EDxD4j8eah4jjl1kP8ABzW7TVrm91jTfBPiLVtR1vUdW8RW9/cTX0R+1sLy6ub03IRZ+w+Ev7AfxJ/Z7/Y58P8AhHxrqPws1S98I/2r/ab+GLzXr2wn/t/4palqdn9hbVvBuiyy+VFrVqLn7RbW2yaO4EXnKkckvm5ngqNOk5xpKnUikmoRhGk4RhLVxUeb2jaTk+az1du2+Hi4uK5nJc6+LWV2112t20P3d/Z7/wCCt37LXinToPhN8dv2gPt3ir4keM4/CVjoH/CqfiJa/wBs+G/GEGi+GrXT/wC1fB3w2t9O07+0dSuNXsvtc2pWN/ab/tMlzawLazr9d+I/2Pf2Dv2svsf/AAjPw7/4T7/hAftH23/irfjJ4V/sn/hKvI+zf8hDxN4c+3/b/wDhHJ/9V9s+y/Y/3n2f7Qnn/wAnnhv9jXx/481rRvGvgzUvh9oV1oGsafbWF/c3mtaXrNhrOl3cGrWuo6bdaV4XvJLWS1kvLWazu4bqG6guoWkjWNo45G/Qf4Qfs1f8FAbD/hIf+EN/aq1Pwv5v9k/2l/ZPxx+NWifbtn9p/Y/tH9laCn2n7NvuvK8/Pk/aJPKx5smfhMZjPYTlFLS+rV01qttUl/w+x6qjJrmhJqSeibfI9r80VZt221Wtj4I/4Kwf8E2vjb8PNC12+sPgx/ZHwmP7RmqaP8O5f+Fi+EtQ/wCKcNn8RpvCNvsm8dXviX/kWrJG87XE+3fusanL9vch/kf9i79pP9pj4BeKvht+zlN40/4RP4ZeE/8AhMd3g7/hHPAGu/YP7d03xV46H/FQroWs+ILr7V4g1kapxrlz5H2n7CfJsofscX92/wCz14x+EHxt8KeC/wBnv43eALb4xeOPhZ8OfDsnjrV/ij4V8MfEHwzr/wAQPBGm6L4I8T+MNOv/ABddatq+q6tqur6tq1zaeINY0XT9bvtP1PUJtQNpdXtzaSfk5/wUt/4JiHSNa+NX7Vfws8Jfs9fD74eW/wDwrj+wtG8N6D/wifjPSPNtPAfw41T7Fp3hzwBFodh9v1yXUbq4+x+Il+1aVezz3Gbu5nsTzYfHzqSVpX11inLSPNFNv3rdf6VzGrXcZeznTlGLS5artyTqS0VOKTb5ndvXpFn5C/HH9qXXL/VGupvHXm+KYvCxTQZP+EYs49t3HcatJpY2r4eTTjjUXJzeKYznFwTAMDwLwf8AtW/8FGrf+0f+FBePdm/7J/wln/FLfAps7ftX9hf8jp4dbGN2s/8AINx1/wBM/wCXWuR8ZfELwB8H/id4M+HnxQ8NXHi3xJ4kk8O6nYajYaNouvadDpOseILrQ7WxurvxDe6ZfxmO/wBM1Cee2hsp7ZILlJY5JZpp4o9n4y6J4l+KP/CN/wDDOOr/APCof7D/ALY/4TL7JqF/4A/4SH+0/wCy/wDhHvM/4QSLUP7W/sn+z9c2f2r5P2D+02+w+Z9tvNn1GC/fRg29/wD5F9/Q5a3w/wBd0fyufEnwD8VvCuh2moeN9J+waVNq0Fnbzfb/AA5dbtQks76eKPy9IvLi5Gba3u23uggGzazCRog3iG1vT9RXrHjc/EQ6Vb/8Jb4z1bxFpv8AaEXkWV/4i1zV4Yr77Nd+XdLban+4SRIPtMQnT98qzvGvySyV5bX6Zg4xjTtH2dryf7qPLG910792fDZhf2iumtvid3sfen/BKVW/4ejf8E2eP+b+v2O+4/6OH+HVFS/8Epv+Uov/AATa/wCz+f2O/wD1of4dUV01Onz/AEOOG3z/AER9h6xreLaM2Nr/AGbN567p7SbypHj8uXMTNDDCxRm2OVLFSyKSpIBHjFwl7d6ldGfUrqWOe6upHhlkmlQ7pJJAGDzFX2tgglfvKGABxjo7TTbvzG3wXEY2HlreQAncvHIHPU/hWxBbiKVC8gXZkMGAXB2lcHLcEHjB78V8NKDXn+FtPXsfZn57fF+FIPHXiRCqyBI9OJygAYf2Fp7EEfNjrjv/AErzzSLkrbOIVMC+exKRNsUt5cWWIUKMkYGcZwBzxXqfx4wfiP4v2kMDBpWCvIP/ABTWl9MZ78fWvHNIVhbPlT/r27H/AJ5xV3qEZ4R8z+1TSv191dLrshWXMnbWz1+4/d79hH42a/8ACX/han2BtYvP+Eg/4QfzfsfiS90Ty/7K/wCEv8vzPJt7v7Tv/tJ9m7y/J2tjf5p2/wCj7/wT70DS9f8Agn8CPG5sLC11Xxd+zf8ADDX9QuDY29xqEk+v+EvBer3a3mqbYbnUJnuZt9xdTqr3c6/aJEWRsD/Kb8KEXn2/yiG8v7Lu8siTG/7TjO37v3TjPXn0r/TR/wCCUvxZs/8Ahm39mDw+NPtjLo/7H/wVtZJf7Zi8xzp/gP4dWTs9t9i3QFm+ZkaRzE37slj81fKuNpQclonrr6dtTsgqkqDVJ8tRxfI9HZ8/960fv0P5nf8Ag4f8E6HYftR/tf8AiSTTtKu7uL/hQGWfSLNbmTzPh38E7AZvWEso2ROAMq37tRFwvI/kP8bRx3Gq272caabENPiRoLZVWN5Bc3ZMpEQgXeysqElCcRr8xGAP61P+Dhv4k6VrP7Rf7XvhhTp8F9c/8KAxENYtprtfJ8DfBTUP+PEQxzNuhi3feG2I+dyowf5LtU2xXCKGD5hVs5A6vIMdT6eveudSlTrTnCKtzSstHo3p8Sfl0ufTYKM/q9GNR/vFSp87stZqEFJ2Ttq77adtD9xtbMXhf7N5kKan9u87G8Lb+R9m8rONy3W/zftAzjZt8sfe3fLagQT28F0oEIuYophEoBEYmQSCMMNu4JnaDtUHGdo6VJ8TYF8Uf2J9klH+g/2l5n2YC9/4+fsGzf5TJ5X/AB7tt3Z3/NjGw55qHzLS0trZonY28MMBYhkLGGIRklSp2k7c7cnb0ycZrhUuS9/K/wCFu56GM2+a/JHRNGeQWJHuPx6ZrPu4owrkojERMclRngNxkg1hTzyFmxA5+703HsP9isu6eZkkxbyZ8pgAAxzw3+xXLXqx1bklpb5X227M4Yb/AC/VBqchj8jywY93mZ2HbnHl4ztAzjJxnpk1w13qd8sakXV198D/AI+Zh/C3+1U2pxXTeRi0uOPN/wCWUh6+X/sVyCWtwDl4JkGOrROBnjjJA56/lXjVKivpqunTe3lrc2W69V+ZdnkuLhXD3M/7w7jukkfncH5y4yc9z35rHn09ncO1wTtUcFCcgEnGTJ0OcdK6a1VVaLc4XC4O7AwdhGDk8HPHPer0zxCKU+dHxG5++vZT/tVMaiur2W3X0/zOyG3z/RHGwWiJuztbO3/lmOMZ9z606QcDadpz1HHY8cYqW+vIk8rDI2d//LReMbPr61csITcTMik5EZf5V3nAZB0BH97r/jXX7W8H1fXXz9O1iy3dRebpAR23q0FrlXG5ThoSMqTg4IBHoQDXmnjfwvpFx4J8X3f2DTU1A+F/EDRaj/Ztq15BPHpV2tvcR3G1ZxNbFI2hdZVeMxpsddqkelXl5FHBJAWTdEViOZFDZjkVTlOqn5TlScjoelZ893Dc6TdWAeNXubS7tg3mqzKbhJYwwj+UuRvBCbgW6AjOaeXt+3v1vfv9uFt9Gb0I809Vdbfiv0PyQ1K3utOnSCe/uL53iWUTStIrKrPIgjAeaY4BQtncBlz8o5Js30lxa+V9nup4d+/f5MkkW7bs27tjjdjc2M9MnHU16Z+0Zph0rxvpduZTNv8ACtjNuMXlY3avribdu+TOPLzuyM5xjjJ87bbe48tgfLznYRJ9/pnaRt+4cZ68+lfp+GV6UJuzc4xb0SV/JLRfJI9nDU4zvGMfh5Vu3um+rXbv2Mixv5Y76OQNJ5waXMwlYSMxjkDuXA3bnydx3EnJyTk19S/DH4f2niweE9Ru7i3WfVNYt4ZGuNMivpV2a01irPNJcRvNhIlKqwXCgRg4UGvk2SBxcSjDcSyj7h7M1foJ+zKbjyPhVbpaTSBvFtigkVXIPmeNJuQBGc4LYwG5I7V5GavkpqfNy3ag/wDwGo9fw6djqhh3KDUobTerXkl3PR/EXw5HhO9i06x1cJDNapesLTTvsEfmSTTwEtDDfOrPttkzKTuKhVIwgzwmnfGWP999v8Lpqn+r8r7Zqyy+R9/zPL87SZ9vm/Jv27c+Wud2Bj9ev+ECn13/AEuS8msDH/owhfTnmLBP3vm7muYCATMV27DjYTuOcDxzUf2XUl8ny/Hivt8zOzw0HxnZjOPEPGcHGeuD6V8BXzCNKb95XT0V/wDCv5X3X4HnYqmknaNn/wAGN/I/Hfxdbnxnd3/2GQ+G3uNXutW32gM7JFLLc/6DmFtPLRqbpDvyqkwL+4GRsr+H9J1/TZrTS7fxfrEbw/aNl3DNewMvmLNcNtjTUcpkSNE2JfmBLHgla+uviJ8AfEumahqw05Nd1zZ4iv7dfsXhS/bzIFnvtt4vkXN3+6fy0wRuT98mJTxum+D3gbUdM8f+HbHWlvdFMH9r/aX1TTJ7E23m6Lqc0Pnx3ckBi84SRCLzGXf5sbJu3qDtSzr2kIUfaR5FNStaN+bZvn9kpte9tzW8tjx5RXM7Lt38u+2tit8K/Ast54cvvF2r63JrOq+HtZubmzu9Ss2u9QjTSbHTtTt4LbUrq+nubNUuWlkhMWRbzyyXCIZGbJ4/+Gms/Hr+ydvjrU/CP/CKfb87ba61z+0P7d+xYzjWdG+y/ZP7H/6efP8AtP8Ayx8n979CfFHx3oHgaz1Xwe+p6PqFxrnhm+uYp31mysJkOpxahpaRx2JN09wVe0LoyzJ5zOYQqlN7eO/Br48aB8Lv+Ej+3ppF1/bv9j+V9r8T2Wj7P7M/tTf5fnWl19p3f2gm/bs8naud3mjb9Rl+Njy02pJu2nW14vpyu9/wO2jC7jda9Nf7vqeFeHfhtp+i63f6JNLZ6jdaPDdaZcatLpEEc+pzafdwWkt9Mj3FxIkl5JEbmRHubhldyGmlYGRjVNQPh/Wp9LSI3FjaeVi1WT7Nav8AaLSO4OLUJLCm2aYyH5W3SL5nDNkYz+Kbjxd8T/Her6bo808Wsa14o1uAWM76jH9m1DxCbmNop4LRVuINtzGEukVY5VKOoAcCnzeFb6fW21m6ju7BW2+ZDcWEyrFttBarvnkaEDzCFZcxry6oM8Mcs0rRlSqW6xfX/p3Py81oexQp6J26rzu1bTfutz2z4feML9LP/QmvNPsv7Yzcada6jNFa3R8qy80zRRJFE5niCQSF4XLRoqtuUBR2virU5Ne+wbVex+yfas7Zmm83z/s+M4WDbs8n/azv/hxzwfhF7LTPC2sQy39r5rT6hMkcksUMj5062RQqNKzNuaMqrAHLZABIpdE8RWNp9p82W1TzPJ2+Zewx52+bnG4fNjcM46ZGetfl+aQjOo0uvr3j0N5Rvtv277foeqeHJL29vpYlv7qAravJvE0r5xNAu3AlTrvznPbpzkeg6zBLfaBLpouZIJnis0N6NzyboJ7eR5co*kRi03lFW/fZG8klsENxNjptzoUrXc0U7rJGbYCWCS2Xc7JKCHbeCcQn5MZIJOflwfNrHX7r/AITOdTpE4iGpauBOZJBGVC3m1wTa7cPxt+bB3DBPGfKhhr81k37r7+Vuv3HDVgve03Ts7+XqeweHdZvdI1DR/DbXF1dompWdu1w11LEki396kzbrU+cNqC5KFDMRIFJJXdtHv8jJEwUxK+RnJwO5GPun0z1718qR3kP9uWmpO8cbxXtjcG1eVQx+zPAQhc4K+aIwQ3lHaHB2tjn1yDxAdRQzxWZ2oxiPlz+cMqA/LLAADhx8uMgYPevLqYRxquVn8U9LW3f+I8GrFupJXa96fz95W/zPa/E99aaZYQzwaZbq73kcJMQigba0Nw5y6QEkZjHy9CcHsK8rtXvrzVC76hd/Zria5lFm0s0kEaOsskcIQyiMrCdoT92oGxSqrgAeo3Vxp/iyMadZajZmWFxet9lnhv5PLjVoDmGKVGVN1ymZCdobapGXBHnlpcPB4gfTBC0htbq+tfNBIL/ZVuEL+VsYrv8ALzs3ttzjc2MnvoYiNBK7Ss+9tLp9nt5FUqb01fxK2j/u+fp+Bqx2tpbTx3U1rb3TW8kc7iSGLMwhZX8tnZJCAyqI8kPgfwkDFec/EHxDO+s2x0tZtFt/7MhD2thdPDDJN9rvS1wy28dshldDHGWMZYrEgLkBQvoviXX9Og8P6/pkl3ZJqDaLqkK2L3sCXjTXFjOYIltWPnmSYSx+SgQtLvTYDvXPzroWmXd7aSStBcQFbl49ht5HziKFt2SE678Yx2684FVs6pKNlOOj79ml/wA+zvp0W13b1Wi20t17kvw/0qf/AIm3n6jNcf8AHht81XbZ/wAfu7bvnfG7jOMZ2jOeMfT+j6Zpen2dldWum2EF7LY28dxewWlvBdXO+KKSUzTxxiWTzpUWWQO7b5AHYswBrI0fR2s/tG6Zm8zycZhKY2eb6yNn73tj8a6iG2eUCNQxKoDlULZC4XOB0HPr7V8jjs09pzcsu2zv9mKX2FY6oYaTSsm2/Lz9fQBdXbz+QLq4S3P/AC7iaTyRhN/+qDhOXG/7v3zu681r22iW+oRma48mR1cxBprZJmCqFcAM7ZC5diF6AknqTT7PT5Y/LkbzABvyDEy9dy9SeOvpVXUri5t50SKxnuVMSuZIxJgEvINh2xSDICg9QcMOO58mhiZKq220mpde7XkOrh3FJ2s7R6dfk/608jn/AAz4YST7b590txj7Nt821EmzP2jdt3ztjdgZxjO0ZzgVqHS0tJ5dsikK7xALCEAAfjGHOB8vC9B+FX9Avja/a/PhMXmeRt81/K3bfO3bd6DdjcM46ZGeorop4PtcSujf6xllwq+ZgOpPUEZA3D5sAH05r6XDY1uUVd69b+a/u+h57hd3vbbS3kcF4it3Phq8EUzQS/6PtnjBWRP9PgJwyujDcuUOGHykg5HB8603QprpBc3GoyTtFPjE0TSlkQRybN73DEKSzcYIBJODk13fiy3nS3v4khmlYfZcbI3y2XtmOFCseATnrwCa8+iu7u2tZ7M6bcM9wJNuRKjfvYxEAsZgJfleMEbj8o5FfSYPFXiry66O/lDy9DGUFts+j8vS519r4eluvM+yalJp3l7fM+zwsPO3btm/y7mH/V7W27t332xt5zbl8PQaQoubl4tTR28gQT2qKiOwMgmBkkuBuURsgAQHEh+YDIblfD1/d6T9s8/S7kfaPs+3zfNg/wBV5+7bvt23/wCsGcY28Z6iun1S4utdt0s4rCeNo5luS0ayXJIRJIsFFhjIGZgd+SAQBj5sj1I1nbffzt+np+BzShe3T5en6WMC48cW8DS2MehQp9ndrdZUukTi3fYCsa2PyBgmAochQcZIHPSeF9Vj1WW1uDZJC6anBCuZFlYbWt3Dh/JjIwZOABwRnPPGHpXw1uv7Thv5764to5GnmfzdKkVIvPhlIRpXu0XhpAgJC7mwAATivVtI0u30GBo21KG4YXBuwCsduzYSJRGFM8p5MOA4zy2Np28ntL2+Wt76afp+aMJRunpbzt6f8D8Dobq1urry/s+oXFls3b/JMn73dt27tk0X3NrYzu++cY5z6bpsIhndpCLhTEyhHUYBLxnd8xcZABHTOGPPr5hHryHO2BX6Z23AOOuM4iPX+ld3Z6pFcSsmI0whbPnq3RlGMbV/vdc9qupVtSspPaXTzXkcsVaql5r8jVudZjtjMUsUzE5QFZVQ8PsyCIDtyO3PHFEHiV3RMWzqGJGBdHj5iP8AniPrWbcaatykjLcgeaRIAIw+Nzh8DEg3YHfA9cVlHS/JOPO3FPm/1W3P8WP9Ycenevlq9eXtV8uq/mfl2sfSYf8Ah/P/ANtidRPqkkzhtrrhQuPOY9CTnO0etRXYn8FeXtuptQ/tPfnDPZeT9j2+j3Xm+Z9r/wBjZs/i3/LzTIVOME/gaiijn8Xbt9vNpf8AZ+Mbke68/wC15zjK2uzyvswz/rN3mfw7fm+04fnzTT/ux2feFX/I8HOdpev60z8Wf2wLq3fS/jNfpZQxXU3jO8uDOmz7QHuPiBatIxnESyM7iRg75Bfc277xFfCvwH8Sy+CvjH8HviNcwSa/ZeDPih4C8X3Phae6a2tdetvC/i7StWn0Oe8kiv4raDV47B7Ka4k0u+jgS5aR7K7VDDJ94/tiX8Vt4a+Mmm5jd7XxbJaFvNVXY2vxAsY2YxYYoT5ZJTcxTkEnGa+ZP2PfgZ4q+I/x4/Ztu2sfEGieEPEvxx+F+m3/AI5PhXUtQ8N+H9Kf4kaPpGr+IbzUzLYaW+n6Ckd3eak82pWNtAtlcx3V5aiKWaP9uymyy/mclBvEOHO4KpdewpP2dmna715t1bfU+AlZ12nfSDktWvt2vof0d+BP2QfBP/BW7SLn9o/b4W/Z/wD+EK1Kb4Jf8Ib/AMIBpPxW/tP/AIRu2s/Hf/CTf8JD9v8Aht9j+2f8LJ/sr+xf7Du/s/8AYv27+1p/7R+x2P6RfEH4V/svfBD+yP7H/ZP+Alx/wk/2/wC0/wBmfDL4eeHNn9i/YvJ8/wCy+DLz7Zu/taXy/M8v7Ptk27/Pbb+c37UP7Y3g/wD4Jh+P9I+Amj23hv8AaOtvF3g/T/i9J4303x/pfw9g0qfX9a8QeDG8KvotrpnxJjuprGPwBFq7aodctHmTXI7Q6TAtkt5f/kb8Nv2bvEn7VX9tf8LSl1z9lr/hA/7O/sL/AIT/AMIX93/wnX/CUfb/AO0/7J/4SK++HXl/8Ix/wjun/b/sf9sb/wDhIbL7R/Z+2D7d1RqOhL2rdktr6LVcul73vzK9l1R3x/hL0X5nR/tr/t1/tA6VrvjXwd8N/il8Y/hX4b8MfGTxHo/hrQvBHxl8baDonh3wrot54r0vRvCWh6PoNxothpPh/SbCOxs9M0uwit9OsLTTrS1tbKKGGFYv2B+D/wC0B8RfHH/BDnw7qPiLxX411j4kap/a32z4ra14213WfG9x9i/a81OC3+067fSPr1z5Og2kHhuHzdbPk6RFFZpiziS0H5Y+GfgN+z1+yTrF544sv21Pgz8UfEV/b3HgTWPAFrqfgjwzrXhyW6urfV9QvtSMXxQ8VX0UmkX3htNFvNPutGsmS71BfPuraa3Fpcfp1+zN8f8AXPG1n4J+H9h8L9V/4VDqf/CSeV+0daapeal8N/8AQpdf1p/L1KHw1F4Ym/4qe0fwI+3xovl69utznUIzpJ4syxftKMk4STk/4jUkmnTklFJwjHW6aad2XQaco2a+NdfNHzD8MvEvxtf4G/ErxBp3x++Kek3WkR+Mbm1ay8X+LYriK60/whYXsF1b3cHie3ktrhJChimjXzIXjSVH3ABfD/ht8UP2xvFv9tf2X+3B+0x4W/s/+zvP+wfFj4pSfbvtf2/yvN+z/ETTsfZfs0nl7/Oz9ofb5eG3/pP8ev2TF8dfFPwn+0R4a+II1qL4RaNoWpr4V0PwsNbj8R33gHxFrHjgaOPEVh4kkXSrvV1vINOAGjanNYiWG+FreiVLU/KH7T/wP+J37av/AAg/2DwH488Ef8K0/wCEl837H4J8QeN/7T/4TL/hH/L8zybTw3/Zn2L/AIRV9m77b9t+1tj7P9kPn/A4vCqvWb5uSLb5p8rna1mvdUk3d2Wm179D14fC7K+u33H9Kf8AwTG8OfEn4I3Hhj4weNvjT44+Nl143/Z+0XT9Q0rxTqWvQXH9teJZPAPii68T3mtat4m8WyalqnmaTd29xLNYR3d4+q3F3JfIwkhuf6EtE1XQfjF8L7Wy8YeEtI1vw/4i87+0fDXiWGz8UaNc/wBkeIZZbT7bY6ppxsr7yb3TLW/tvPtP9GuooJov31vHLX+Wh+zd8BPiB+x58a/Hfjzxb4Z8Y3elahonifwBbS+I/Bet+AdPmvbvxZoWswzQarqaapbT3Ult4YuWi0yNPNlgae5Wfy7OQSet/BD9vxP2Wf8Agph4Y/aXuvhUvi3TvAv9teZoFx48HhSy1D/hJ/gDq3gBd/iqTwdrsFh9kn8Qreru0i6+1S2y6cPIe4FzDlDKlRxDWGrvFU/ZxqTquk8PZtwdSHJUqNycHZXj8e8UZVPfpp1IcrU7pX5rNJ8srrT/ACP7C/8AgqJ/wSC+HPxVl8Wftv8Ag/xb4K+Emn/sy/s8a74jl+Dnhr4G6E9n49v/AIMN8Qfi488ni/S/F3hqDw7eeKYNRtvCz3zeDPEM2kRabBqZGrIY9Kg/jT/aA/bXv/ht/wAIl/YHge8sf7a/t77X/Y/jibQ/N/s7+xfI+0fYvDZ+1bPt03k+b/qN8uz/AFz1/a1+x9/wUm+En/BTH9nn4kWmo3vw5/Z+8beNPE/jD9nvwz8Pr34y+GfiD4p1668R+B/DMejeItC0mfS/h3q2tXGqat49fRNM8O6fpU0mo6jor21rq0lzem2sfw8/4LH/APBNr4pfC3/hnP8A4RoeP/iZ/bv/AAt77b/YXwd8RQ/2J/Zn/CsPs32r7BrHiDd/aX9oT+R5v2TH2Cby/tGX8n6fAONKEE18Oj1et07a623+Z51W6upTT5neMbJOK007y9T+Zb9t/wDZ6sfhL8KPD/iO11201KS9+Iek6I0Fv4bh0Z0S58N+LL8ym6j1S9aRVbTVQwGJQxkWTzAYgr/llk+p/M1+uP7e/wAS/D/jP4PeG9L0m/0a7uYPiVo9+8ena7ZapOsEXhfxjbs7W9sBIkQkuo1aY/IrsiH5pFr8ja/RctlzUL3v70rP5o+LzP8Air0X5H33/wAEpCf+Ho3/AATZ5P8Ayf1+x33/AOrh/h1RSf8ABKT/AJSj/wDBNn/s/r9jv/1of4dUV3VOnz/Q4YbfP9EfaTxWqjKzgnPTzIzxg+grg9QuTHLd7ShCzyAEnqPOIBJDDt6VsRnWNx861hRccFXQndkYHFw3bPbt1rltRDsboEYczNuAIwG87LAHJHBz3P1NfJSindKz0tfvp5ef+R9tKnOHxRa9U10ufBvxnu2k+I3iZT5eHXSVJXPQ6BpinHzHn8+a84sSI4mVSCDITyR/dQdseldt8ZFlX4j+I8KOBpHcf9AHSz/erzi3mdEIYKDuJ6E8YA7E+ldPsbUYpdVC8b9bR6eWt/n8+Z1qala+10/W6/yPtD4fa3cQf2v5a2zbvsGdwc42/bcYxKPU9a/0Rv8AgnV4r0L4b/s5fs3eLvEOuaJ4cttY/Ze+D2nrfeKdTs9I0mW71DwL4I1MWtpc31zYxvdPHYzzQQC5lla2guJAjrE8if52nwe02DW/+Ei3vN/o39kY8lkj/wBd/aed3mxvn/VDG3GOc5yMf1RftI/treHfgx/wTm/ZDsfAOq+H9Z8ZaLofwB8H65pHiXw54xntLK0074F67DqbpcWJ0O2nvLbVdLs7ZZrbUbm2ljlneGCaMpPD4NTCVUlek7f4ZeXkevg05cijre+2v2vI/M7/AILo/Fyy8Wft+/tR/wBiav4U1vTb/wD4Ul9lvtE1CHUobn7L8FvhH532W5tNSubebybi2lhm8vf5bRSxvteNtv4V3d3JcSK7qgIQJ8gYDAZj3ZjnLHvXrn7Q3xm1L41/HTxf491+LRrSfxN/YH2saFZanZ2Mf9jeD9E0aD7Lb6ne6jeR700qEz+fNNvmaZ4/LiaNU8Wv7vToJlSO4ZlMYYl45CclnHaJeMAdvxrinhpxlb2bbetkm3a/Vb9Nfn31+nw8ZRgnJWVktdNbR/r5H7taJq0lz9qz9n+Tyf8AV7v4vN6/vG/u8dO9Wrk7st/ekJ46c7jxXM+GLeax+3f2on2bzfs3kbGWXfs+0ebnymm27d8eN23O443YOOvn/s0Qo7XEoDFTna3UqT0EJP514uIjJ35Frpeyvp7vkzfFzi1o1uvyRhSMFLcjIx1P0qAsjAlnUHB43AcY96vvDaXEhW3lkkZ8bARtztUf*ckjUDAVuuOnGeKrXGmtGjuwcKkbOx3xnAUMScDJOAOg59K8LExqRbupL5P8Am/4Bxwavv0/yMW8ELeXmQcb/AONf9muXuLeFkAV2Y7wcKyk4w3OAtbtysLbNrscbs8Y67fVazbmyksYxLOpRGcRglkf5iGYDEZY9EJyRjj1Irxqk2rXbVu69P6+/vrtF6p9Lr8zhbq58l51Bj/dyug3HnhyvzfMOfXpz2qobuSWGXaEYFXX5Ax6p04Y88/ypNRtLt5LuRYgY3nkdW3xjKtMSpwXyMgjggEdwKpwT2ljG0V9K0DljJtCvJ+6Khd2YkkGco4xndx93BGYpyqSasm183/L/AFf+n1watut+67IxdRMy+TiNufM/gb/YrtvDsg+2y7iqj7K/JOOfOg45Nc1dXWl3fl/ZbmSXy92/93Km3ft2/wCsgTOdrdM4xzji*z0GjWl6LqQiEf6hv44/+ekX/AE0r0aUKzi3yStp73K+9u3r/AMPvd13X3oyL0ST6jexKjMGvLrGxWZiFlkYEYzngZyB05qiYLiKcDyJQEdDlonGB8rEk4AAH4cV1tjZiTWtsu9SZ7vftZeGCTkgcMPvDHfjv3rpb3wxcPbXV/FFK1ulvNMJDPbAbYIm3koSsmFMbDAXJx8ucjPXl94Vf3nu+uml4bXt2f4m2Hq01LWS37rvH+vk/I/Pr9oLwtc6/4z0y8Sy1ScReGLK232NvJLCCmq61LtZhbzASATAkbh8pQ7RnJ+bdAUN9rznjyP8A2tX6X6/pOkXN5FJqNzdQTi2RFSHaVMQlmKsf9Gn+Yuzg/OOAPlHU/nMmian4Zz/blt9i+24+y/vre5837Nnzv+PSW42bPtEX+s2bt/ybtrbf0TC4ulKnGHtYt8qtDmi5Pq7Rvd2td9kj6fBOkpwlFxs0+fVfyvlvr3v+Pzyjbo93ICX5lm6EZ6uf7pr9EP2YI7aFfhKGmCsnjHTmIeSNSP8AitpWG4EAgY57cV+fESStdmVVBjd5XVsgZVw5U4LBhkEcEAjuBX3h+zfPC1/8KbNnxcS+M9IhEYVuXm8ZYjAfaUG7evJbaM/MRg48DPa/LQVpJxc1pdb8tXS3ov66+y1TcbJ72fltb+vv9f3Jsbn903kmOVfMOWU7wG2pkZVsZxg468+9cml5qgzmyYdP+Xa49/8AarpdIsZrW2eNkIJnZ+XjbgxxL1U4/h+tZk+oCz2fbCkPmbvLwsj7tmN/+rMmMbl64znjODj8dzLETU5O7tzf/If1/nbXwMbDRqN3d/rD/gnnqw2t1qV6L6YW2ZbmRv3kcOJjPzH++DYxuf5D8w28ng14f8SfCiaVda1420qPUb24g/s7yGZBc6XJ5sdjpMuTbW0bvsSSQDZdjbcJ82QrRn6Ii0Sw1C+up7ia5SK4ee5RomjGWlmDqArQSMFKuxAYbhgAnPBh8R+GPt+gXmiRi4bS5fs+LhZrdLs+XewXZwZFCDFwhTm25j4HJElcWDx9qi5pWV11t9qHe3S54SpVHN2i9uz8l2Pxl+Po8R6z4hg8QSaLeEaX4VjzLbadfGxjWyvtZvSbl283bt80tMfOjCw7T8n3z8rz3WpeINvn2bf6Ju2/ZLef/lvjd5m9pv8AniNmNv8AFnPGP2k+IvwVsdR0HxBZWz6xLqF54Y1a0sbcX2lRrNc3FnfRW0ZkltFiTzJ3VC8kscag7ndFBavzq8RfBfxB8OPsf9r6deWf9s/aPs/2jU9FvfM/s7yPN2f2bLJ5Wz7dHu87G/cvl52SY/RcozfDrD2cousmlB36W9/Xmdrrm6HbQo1E4tp2136e7t8v6RW+AZsovE93FfXUVosXheeMmaeKBhKmoaMvlt52AHAD5TAYFTwMGvQvFXigSeLb/wAMWk+nXNmfsvlvFKJrx8aZb6g+1orgxNtlDA7bfiJSD8wL14f4OS5i8T6tHosa3eox29+lzb3BVI44U1C1WZldntUZknESDbM+VZiFYDcvZNpItddPiTUfNt9Yj/11qjxSWSbrP7BHhY1llO61ZJDi7bEzEnCgxj0sTP2lOavLmlByilHVtx0urbO+/wDnZ+tSlFJK60evbodQ73cYNvFbs8cqkO3lSsw35RsFSFGFAIypwTk5HFZN5a3g8vyrW4f7+7EErY+7j7q8Z569cV1Ok3K6jCZQQXE5hUIGRSQkbAHzMnJL8nIGMdME101rbafH5n9rzzWudv2fyhv8zG7zd3lw3GNuYsZ2Z3HG7B2/H4rD1VU55U5PyadtbLV+V/w+RrOpHR329Otj6W8S6ha3NjFHbXVrcOLuNykE8crhBDOpYrG7EKCygsRgFgM5IrzIaPFFdNfj7R5jSSykNt8rM+4NgCINt/eHb8+emSe+V4f1adr2UeIFhsbP7K/lS2yySO1z5sOyMiOS7IQxecxJjUZRRvBIVve4vAGo3Oj2urpbXDaZeWdne29yLuwUyW14kMltJ5LMJ081ZYzseJZE3YkRCGA5qLp02+eUVdL4ml1X/DnBVlFq11ez690fM82oyN41s9IIhEVxqujWjEBvtAS7NkrlMvt8zEp8vMTDO3Ktzn6u8N6Bo9nYyxz3ssDtdyOEnubWJyphgUMFeFSVJUgHGMgjPBr5M8T6XeaL8TxOsJ8rTtW8O3e+aSGTCw22l3LF1idWdRg5WMByowvzc16jeeK/HGoyrN4c0fSNQsVjEUs0xaBlu1ZneIJcavZuVWF4HDCJlJcgOSGVYxFFSjzw95Sd9NVq0+jfT7/M8qULzbv1l+aOw+Fvim/0/wAQXk1/FZ2MLaPcRLLeRzW0TSte6e4jWSa4RTIVR2CA7iqMQMKSPaNJ0zTbrXY9Xlu2UXk15evIk9uLXN5DcS5jdo2/dM0uIiZWyCvzsTk/LHijxN4Z0/T4ZtB1J728a8jikiu7W9Ea2zQ3DvIp+yWfziVIVH71vldv3Z+8vqt/rHjjwp8OLLx3qWj6XbeGoNF8PXg1KR1uB9k1g6daafK1laatJqJNxJf2y7BaiSIy7p0jRJCvxOY/WuaMKVOcpTtGEYxk3KcklGMUou8m3ZJXbeiudFOi9N9Hd/hf+v6fnHxK1G6j+Ml5o1pFHcaZLqnhe1F2qSSymK80zRftDJPE4ty8bzSqp8oqhQB1Yq2fX9J0q3tLZ4w8w3Ts/wC9ZA3Mca8fu14+X0655ryjRbC58fX2mfEOCMyw399a3Sy2rx2tof7Guk05ttpfMb9VVtNYSB23SOHeHEbx17DK1xCwV40BKhsZzwSR/C5HY18lm+LnCVKlClOlUpQdPFJxnGXt4SUZ80XrzKakpXSe6toehQoySbd7N3Tt0stP1PQrdjJv2/NjbnbzjO7rjPpxXWaXbBWDsJF3W45PAyTGcDK/lz0rj9Bmt5fte+Qjb5GNqt387OcqfQeleiwxH7PA0ALkxR43ED5CgOedvPT8+leVTxcpP321fv6ry/4f8/TpxpxaUrJLq7d13/r8S+sCtCFUszHoFwScPngAZ6c1NBpNrOhe5lmhcMVC7448oACGxJGScksMg44x1BqOznjhkjF03lKu/wAwqrMVyrbcbA+ckr0BxnnHOK+q6qI7hBYGOaEwqWaVJAwk3yAqMmLgKEP3TyT8x6D0qMlNLkfNK1rLX+VvbW6u+/8AnlilBx9xp/D189dn/Xnu+K8TxHSfsP2cO/2j7Tv88bseV9n27dgjxnzG3Z3dBjHOdTSdRumigDxRqv2SIg7JBn5Y8cl8dMmtbxHpH9s/Y/JEr/ZvtG7Y8UePO8jGfOA3Z8o429MHPUVcttP0GztbZJ727jnjghhmTG8JKkaiRQUs2B2upAKsykDIYgg17GHjVjKLkpL1T7+n9fM8KUHvqm++nY5i4iTUtQe2lJBm27lhIEn7uBZBtDCT/nmCcqflyeOozL/wtbR3MU2b8eUiSZYx7Bskd8sfs4wBjnkcdx1rqrWytv8AhIUubd5ZLL5tkzFQx/0Fo2yhjSTiXco/djgZ5HzHf1Kya4EhhDPD9nZJH3IpU4cvgNtPCMCPlIye/SvpMHXhHlUpJW31XaKu9e/3HPKF3rdP/g/8OeUXOk29xsw87bN3+rZDjdt6/u2/u8dO9dbpOkWdrcvI00yAwMmZZIlXmSNsAmJefl6Z6A8VNFpsEO7e8w3Yx8yHpnP3Yz6jrUFxJeFB9nijkfcMhiAAuGyeZE5ztHXv09PZji6LWtSPl7y/zOWp0+f6C6vq80FrdR2ot5mhdY4lw8juqTomSscgLHYCxKgDgnAHFYulC+1m6tRdWksaSXkFpI1vBMoWJ5I97BpPNCuolY7myowpKkZzu2ei/aZomvBLEkwaSYxSRZRmjZ8INspx5mF6P8vf+KulhsotJid9OaSeSItdQrclSrXKKDHG+1YP3bNGgb5lOC37xeo0WIovVVI7/wAy8vMyuu6+9Fn/AIRC0tv9UdRff97cYmxt6Y22y4zuOc56cVXQGzPmxgksPLPmcjBw3G3ac5Ud+meK2NH1rWr77T/aNpZweV5Pk+QG+ff5vmb83c/3dibfu9T97tWNpLL8silVHIKsmc9MdW4wT2/GrnWjOmlGfM7PRNN7rtft+D+fnv8Aj/Nf+komj1m7RUAigIVVAykvQLjtKKgk1m5eUhktwWKggLIMZAHeU9q2YdJsmSLfLcBii7gGThtoJA/cnofc/Ws280mCOWWSNpmVFDqWaPnbGpOR5anGQR0Bx09a8GrTrRlzOm0r7tS7t9l0v/W/0WH/AIfz/wDbYk0EnnoXcqCGK/KcDAAPcnnk96rX2tS+G/K/sr7Ndfbd/n/ad0/l/Z9nlbPs0sG3d58m7fv3bV27cNmkt7DaDy3cKWO/BR24Py9UGP4Tx1/StK107wy/mf8ACZahfaTjb/Zv2FTN9ozu+2eb5NhqW3ysWuzd5OfMfHmYPl/YcNYil7Tlc4ptQsnJX/h1m+p4Oc7S9f1pn5H/ALZHw/tpPh18XPF5XWPtuoeILTVZUCx/2eJtX+IGkyTCJTZGUQA3b/Zw1y7gCPfJLyW+rv2K/Bem+GP2HPBfxct5tQPiLwb4f+KvjSws76SD+w5NR8HeO/HmpadFqFulrb3z6dNLpVuL9IdStZ5IXmEF1asySR/Ln7Yfj7XbvwN8XvCek2ml3WjQeJYrDS7qSK5jv7nTdL8f6YbCed5b6CFbia2tIpLjNnbgs0gWCElUT7W/ZqubKy/4JOare30zQa/afBT9pq6FiEeS0+02+v8AxZlsY3aOOQGOZEt2l23gI3uPMiIwn7tlkK08BGMUnT9uqlk7yv7Gmubl35bac219PX4Fpe3bs78jV7aW59r9/I/LP9qzxD4m/ar+IejfEPxHo6i+0bwZp3gyL/hAtP1AaP8AZdO1zxFrifaft03iKb+0vO8RT+dtvYo/sv2PFqjb5Z/0r/be+OvhH4a/8Kx/4Vj4z+H/AIw/tr/hNP7b87xFpniD+zv7O/4RP+zdv/CP6vYfZPtf2/UM/a/N8/7MPs+zyZt/jf8AwT9+COlfH34NeJvGPiKbW7O9034m6z4aii8PXul2Nk1rZ+FfBmqJJLFq1jqly10ZtZnV5EuEgMSwKsKyJI8nyl+z/wDs3fGP9vb/AIS3/hXfg9vEv/Cqf7B/tj+wvEPhTwn9i/4Tr+2v7P8AtX/Cea3a/wBofaf+EOvfI/srf9l8ib7dt+02e7HNK0YUH7aVSNKjZVJQjzOlzTpKHkueVo62vrbz7Yr92uVLmkl5Xs/8rl/4a/sR6h+0F4217xdr3hP4xJZ+NbHVPiNFqHhHQp10i7ufEmr2GppJo93eeE9aiuNEuItamn09lubuSW1FtIL6dd0kv9KP7LH7P+s/DP8AZB8CfBjTfDPj59H0T/hJ/JfWtGu28SH+0vif4h8VyfaWt9GsLU4ur+QQ7NLi/wBAEQbzJN1w/ffB/wCCVt4L+C3wj8Afs0nWPiD+1B4I+GvgHwr8Yfht4yv9JtNA8JWfhrwppmi/EGTT9duLXwN4e1S80H4hWug6Day6P428QQXtle3V5p8Gq2Ktq1p9BeDPir8T/AFzpvgH4y+HvDPhDxFpP2z/AISTTrBLjVn077fHda1o/lXui+IfEOnXH2uxvdLnk+zXF35QuXim+zzxypD8n/a+KxlqNTEVKtGNT93GVrJRfJF2SWvJJrfqa0KPLKLUEndNtJ7Nxv67HDfD+38DeAza+APiV4psPh/YeJtbgl1ZvGOuaP4U1a08N619i0W/1y2OvrZwwWMENnfmHUrmyuLCK5srrzjKltNEvoHxEl8JfDP+x/8AhjzxFp/7Q39t/wBof8LE/sLV9M+LX/CIf2b9h/4RH7V/wq42H9gf2/8Ab/E/kf255v8Aav8AYk39meX/AGbqG/8AGf8A4Kf/ALSMkf7S3w+8LaC2hXun698KPCdpcTXOla8l4k+qePvH+nSx28j3VpAm2AQvE8tvKiyuzSM6Aov0T/wTJ+LV34H/AOF2+aulx/2p/wAK22/arPUrnP2L/hPs7PsdyNmPtY3eZndldn3WrvpQptXm0tt2le6Xc9iEZJbPV328kfR3jP4JL+0Bp0OkfE+x8XeFidQj8X3sehWo0S6tvERgurW40x08Q6TrJhtoTrOoK1nLF9ujkt4Q9z+6nWX8WP2/v2N/gT8J/CXxZ8Y+EPHfi/VvinoH/CB/2f4I1bxP4Ov5rj+1dT8GaXd/aPDemeF9N8RS+V4d1K51eLyLqHYscd/L5likkb/06fFXXdF8D+BPD/xN1O8NqnjLUdKJkmgubqxM/iHR9R8QbLWzsbeTUYFItJDAbqRxFCpindp2Qn8vf2qf2R/Df7Q/wy8d/G34fXfi3xD8T/F//CL/ANkeH7bVvDuh+Fbz/hH/ABB4d8JX+yHxJo9he2v2fw9ol7et9t8RxedqUDPbeZFNBYv0XwkLXlT6ac0dXZb6311X9aqpCTi0k9r7d16eZ+IX/BLf9pfx18F/2vP2Q/B02leEtM8N6r+2N8Atc1zVPF1jrFlc6bY33xO+H2l6nffbW17SrCz0+zsNKNx9qu7WSG3kjuZbiZ4U8uP/AEZv2itTi/a0/wCEO/4Qea2+In/CAf8ACQf2p/wqGRfFv9j/APCVf2J9i/4SH+yJPEn9n/2h/wAI3d/2T9o+xfa/sOp+V9o+zS+R/Bx8L/2Ata8BfEXwB8W/jLpnirwhD8MvHHhXxvqcth4o8D6rp9p4S8Ga7p/ia91W6sdGh8Q6pfGBbPVGnstNdtRuYLZIbOyNxJEZv7Q/+CM3xm+GXjX/AIaQ/wCFF+JT41/sz/hT/wDwlP8Aauj6/pP9mfbf+Fo/2J5H9s6T4Z+0fbfsmr+b9m+2+V9kj877N5kX2hOpGTag7RlqlD3trO2l/wDhrnkYmjOylGmp1oK0HK60bXNrrb3W/wAj/Kp8d6/ruq6RbW+qadHZ26alDMkqWd5blpltbxFTfcTSIQUkkbaFDHbkHCsD4+ep+p/nX6W/tjfAHw78KfhloXiLSbzxFPc3vjvTNFdNXvtJurYQXHh/xPfMyR2Gl2UwnEmnRhXaVohGZFaMsyMn5pHqfqa/QMnbeFTcVB88/dV+8e58XmSaqpO97R39D75/4JSf8pR/+CbP/Z/X7Hf/AK0P8OqKP+CUn/KUf/gmz/2f1+x3/wCtD/DqivTqdPn+hww2+f6I+xHkJHB7+n/1q4e+RmmusDOZ5D1H/PUn1ru0gYnkr09/b2rnbq2/ez8R/wCtft/00P8As18jRkm/5r2t1tqvuep+h4+VovRXtK1tvh6n5y/GlXT4ieJzjBVNKPY4x4f0wj1rxZrt1OGkwev3Af5LXvvxxtyPiH4s+5xDpZ4/7FzTP9mvnW4GHAP90fzavbw8YTSTWvKui10V+jPk5uSqSetuaWmttX+n4H0R4N8VeM9L/tL/AIRG/wDI8/7H/aH+i6VLu8r7V9k/5CdvJt2+Zc/6jGc/vM4jx6v40/aa+MfxI8JaL8MfFPjb+2dE8H3GnTWOif8ACN+FtO/s658P6ZdeH7Vv7S07QLG7u/slpfXFpia/uY5/N+0SCaVEmT5X0fXm0f7Rumvl+0eTj7LIRnyfN+/maLOPN+X738XTv1d3JC9nb39pH5FzeGKaW5VViuZluImmfz5oyZJGkkKySbnYNINxLMAaxxKjGLdkv5dFa/u3/pH2eULmlTScXytuUWrtLnduyT+/T8Ooghs2kXUtYXMx3faZsyjopt4f3dqdv3fKT93H/tNzuau80HQPBOuWcl3NafamjuXtxJ5+rQYVIoZQmxJoQcGYtu2kndjccAD59W4v7u7Fgt7cZkzhZLibyfki87kBm/u5HyH58dOtd9oF7daJZy2s9zcl5Ll7gfZppDHteKGMZ3vEd+Yjn5SMbfmPIHzmOi6a51O1SXK4wg3GXJJvX81utvU+pUlKLSS5Yvlen2o2v+h+02h+JdPuPtX9q3u/Z5Hkf6NOuN3neb/x7QLnO2P7+eny/wAVdKtzFfgR2r+bGAJYhtaP9yPlRsyKjfddRhju55GQcXdX0jR9S+z/ANjaVp2n+T5v2n/QbW087zPK8n/j0ik8zy/Ll/1mNm/5c7mx6T8O/h9deLr46NpS6PbXtno/2yaa9EkMLxW81layKkltZXMrO0tzGyh4lUorszKwVW+YdSKbbtstH8v6X/DnBXldvfW1vKyVzzq2sLxAk8cWAN2G8yI9dyH5S59SOR7+9WJNK8Samfs2nwee90PskSebYR77ibMaR7p5Iwu4yIN7MqLnJYAEj9EPAH7IXjK603SfEN3dfD+60qT7f5lpcT6rNO+2e8sU3wS+GWtm23KrKu6c7UVXH7wBK9w0bwN4B+FSC38aeCPCetXsNyPEK3GmeG9F1HbpsYiQW6S6raadKtwsunXTrCFEA82NhOGeQJ4+OqxfNZR7LTzf+f8AWtsoy6OyVj8jNN+Anxp17zv7I8Kfa/snl/aP+J74Tg8vz/M8r/j61iHdu8mX7m7bt+bGVz6FefsnftDWkSyeJ/APl2DSBIT/AMJV4IfN4VZoxjT/ABG03+pW4OWHlcfMd5Sv1C1f4v8AwkP2f/hGvBN5of8Arftv2Tw34Z037V/qvs3mfYNT/feT+/2eb/q/Nby/9Y9eQaX4o8RyXDrrXiDXNUtRCxjt7rVb+9jS43xhJhFd3BjV1jMqCRfnCyMo+V2r5avNt20/qxvGeyVrX/NnwHL+zB8R2RkbwPkZAI/4SXQuzDuPEHqPWsW7/ZL8f3bbm8AeYfL8vP8AwlWipxljjjxIv97r79eK/QnUPEch+0iO41BD5rbSJWXAEvQbZ+OOOPp0rJXxHdIMm91Lg7uLmToPrOOeK6MI9Vps7a/9unTBpK1+v+R+e8v7I3xDs9vlfD7y/Mzu/wCKr0N87MY+94lbGNx6YznvisOX4GfFmwUTReF/KZm8st/bfhqTIILbcNq7gZKA5xnjGeef0fl8VSPt3XOptjON0zHGcZxm474q9b2f9ouYAsTbVMuJxlPlKpx8r/N8/HHTPPY/SYdw5Lcqa9F3f9fL7ql8L+X5n5Zah4A8S6JBPqN5pP2W6tWUXU32+wm8u4llW3m/dxXssbbpZWT92jIN25MKAwqRaherp7afczYMkU8MsPlxcrcGTK+ZGnG9JPvK4K56gjj9O/GHhTR73w9qNoNH0U3chtA88un2pDyR31tJK7yfZ3lYvsc7ipZmb5sZJHxf438Cmwn125ig0eGK0sXuAtvEY2TydNSVjEq2aKr5UspDL85yWByaaw3NK6VuuiS0un28/wAPW3NSb51q/vfdHzPd+D7bUpFnOnedsQRbvtckeNrM+3b9pjzjzM5weuM8YH51/HLSpNP/AOEX2weT539t5/erJu8v+yPWR8Y3+2c98cfpzb3wt0KM0xJYt8h4wQB3defl9K+Kvj7oQl/4RPMVmdv9u/eTPX+xun7k+nNd2G5sPWhWfNJQ5vdb0fNBx2025r/L1t9ZgW2l7zWi6vtI+NLR5laLccIFx0T+4QOgz1xX2t+zfL/xVXwh+b/mf/Dfb/qc4favkO7jiheeERorxSvHlEUKDHJtO0gA7eCBwOOoFfYX7NUG/wASfCBsJz4+8O8kc8eNIh6H0rDPKnNg41OXlbrxVtLa0qsr9e571KbS1blppd+mvU/emCX5D838R7ew9q4PxMjN9i2jOPtOeQOv2f1Nd2kRUY+XrnjP+FYusWgk+z/JEdvnfeUd/K6fKfSvyLNZcrl6/rT/AMzkxPX+v5TnrFWSOIsMDyEHUHnCHtn0q5JexlWtGl9Mx7G9RL98J/wL73t7VJcxeRbRHCjlE+QY/wCWbH0HHH8uKx7a3kutVRFZfn3YEhOPltmPOFb+7x17V8tCvL2qSb+JbNpfEtN9vL5HBSaUtVfS34rUy9Rgsp7+2jlXd5iwxkbpVyrzOpGVIxnJGcgj1FeL/Gn4ZaX4n/4RrZon277D/bOf+JlcW3lfaf7Kx1v7ffv+zn+/t2fw7vm941rQr4X0E8c1uixQRsQskytlJpXJULDjOMYORyO3WoYtKub3d50kM3l42+e8km3fnOzdG+M7BuxjOBnOOPrMrrSThrLrs2vsPzOlOPRpf0v6/wCGZ+NsnhOz8G+NfFF0LD+zR/aWt6aH+1S3nH9rGQQ7ftN1/wA+ufM2/wDLPHmfNhszWZEnmublm32r+Tl8Fc7Vij+6AJBiQY+6Omfu819BfHDwxc2uqa/cIbFPN8a6qoMRkV8Pcas+GIt14+UZG48gdetcXc+Cbi4+Fb6oi6WLh9uLlg4u/l8RrbnMwtC/3AYx+8P7v5eny1+g4Oq5wi5ycmkkuZuTsuWyd2++xm3q7Oy0206I4jw3d6VbaZcyNJseO5mlU7LlsbLeBg2ArA4K5wQc45BFdx4d/s7xL9s3f6b9i+z4/wBfbeV9p8/08jfv8j/b27P4d3Pz1fW2paZqNrpTXjBr3yCBBcTi3P2md7YeaCsZJJjw+I3+TH3vuj1bwMt3oX9qfabh2+1fYtn2WWVseR9r3b/M8nGfOXbjd/FnHGTGLmT91X0Wi84iu+7+86nS9Zs7+4eF7nzQsLSbfJljwQ8a7siJM43kYz3zjjj7c0DxnYTeFNB0ZdS3GPQ9HthbfY5lx9ksrY7PONqAfLEP3vNO/b95s8/nXLp17oqi6edAJG+z5tZZRJlwZOcpENmIjn5j8235T1HsXhPV7tJNHd7u9aMWafL9okPBsGCjaZQvBI78Y4r4rFU5qcdZK7W2nb+v+Gds3BWbu72/rod18RtKt7i+8Saxbwb7tdPNxb3HmuuJ7XSIhC/kySLEfLeFRteLY2351YE54TwFrWsxaPcreXO2U6lMyjybU/IbWzAP7qIr94N15/DFd9I019c/aJZXms5XjE1vO7SebAoWOaKSJt8UiyKrqUclHRtr8EiuR8Ta3oeh38NpDpz2yyWkdwUsbS0hiLPNcRF2VZYQZCIQC20kqqDccYHp042w8L6rkhuv7sd/M51H3m3Z3vb70TfBrwZH458UX+k+IdN/tSyt9ButRit/tjWWy6h1DS7ZJvNsbq0lbbFdzp5bSNGfM3FCyIy9b4n8c3Hio6v8CYNU+36daXsvhm28K/YktfLtvBd6Li2sv7ce0t53/s1NCjf7TJrDSXn2XbJcXRnZZuTfxla+ER/aWmf2lpU85+wvcaL5djdPDJmdoZJbe6tna3Z7aN2jMhUyRxMUJRSuZ8NtPmPxR07xndtFcwahea/q8jSFptTmOs6XqrrJcNKmyS6Z7xXuna6fL+awklOC3y2OdKMatWpKrSnTpTnhpU5Rg/bwg5Qs7OV1JJpxcJJ6qSZ6FCPwqyfvLm0vdNq/y9Vqe/8AgPRz4W0DRvDJt/sJs5biP7F532ry/t2p3N5j7T5txv8AN+1eZn7Q2zzNmU27V7q909mlU+Tn92B/rAP4n/26iZUvNQjvoEVIWnt3VXULIPJ8tG4TcoJaNiuH6EEkHIG7LKu4bgSdo7A9z6mvy/Mq7lUnOb5pzqTlOcm3OUpTblKUndyk27ybd27tvc9NR0tFaeSsv6/QTR4TD9pyu3d5P8Wc4833PrXeQ6msMEKmfbtjjTHlk4wgGP8AVnOMdf1rkrQAeZgY+5/7NT5w+0YY43cfMfQ14UqqTsmtP+Bb8/6s7Z1Nbbrfb5HSPqImkIWbduxj92RnCj1QelXbaA3UZkK78OUzu29ArYxlf72c479a5rTYWeWEkqc+Z94k9Fk65B9K7axZLeFkZckyFvkAxgqg77efl9K9nKqq9om3e6l17xh3/r7mcjbu1d2v3NNn8rG07d3XjOcfUH1rlb2V3klAbP79z0A/iceg9a7J4TLjbtG3Oc++PQH0rPXSmeaQlbc5Lt8wJ6t/1zPPNfXusna3Kv6X9f07YThe+mnf7tihpKPm3Yjj97zkf9NB0zXSTTeVZXfzbSIZ2HGf+WRwehHaprfTvJt0bbANu77i4PLsOPkHrz+NY+rMY1kTJAa1ckKflORIDkcA5AweOlJTbaadtUtG0cdWFne+lv1MOGZ7jdlt+zH8IXG7Psuc7ffpXS22kB5CDb5+Qn/W47qP+eo9a5Oxnii83crHdsxhV7b/AFI9a7WHWrZGJCXA+UjhYx3H/TUeldHNL+aX3s86qrNL+uhfGnwwqpMO3YAD+8Y44C9nOfTvVS58lMgcfuyf4z/eHv6VTudVEiSBGuV3NlctjA3g9pDjjjisOeeaU5WaXGzb80j+p9CeOa2jVaS957LdvfTz3/4PZnG4u2t15r/M11v47PO2Xy/M6/u2fOz6o2MbvbOe+K7KyihuZWTbvxGXxll6MgznK/3ume/SvJ5Le4mxiX7ufvPJ3x0+U+nNd9pl00M7szy4MLL8rHPLxnuw44ruwOJ/fqLd1zR6u2qfRvz/AA9bca/ir1X5HT3SRW0DyAbPL2jOWbGXVOmWz1x0Pr71yN3qStNJCJs7wqbfLPO9FGM+XxnPXIx6itS+uWuLeWNXl3OVILsccSK3OGY9B6HmuUfTrlrgTeZHt3xty8m7ChQf4MZ445r08wrL2S5VFe6tUra8s+z/AKt930mH/h/P/wBtiaEempeKZWh8wqfL3eYUwAA2MCRf72c479eKotf6TPj/AISOXdt/48/3dyuN3/Hx/wAeCDOcQf63/gH8db9ixgiZHJJMhb5TkYKoO+OeD2rC1y/0XSfsv2/TluPtHn+V5VnaTbPK8nzN3nPHt3eYmNu7O05xgZ5uGarljUry8tXb+DXPBznaXr+tM/E79qS68Qz/APC3bfSX32LeM9SGnJtsVzZJ43ja2+a5UTcW6of37eacfvMuTX2x8BNR8TRf8E3NS0vUJttq/wAJ/j/BeQeXp5zbXOs/EkzL5sCGQb4ZW+aKQSLu+Qq4GPFP2tf7C1f4cfFG38P6VbaVrd3rVjJa6mLGzsZYWHjnSZ7pje2Xm3cbT2yTwsY1Yy+aY5D5bua+NPgn8WPFmj3/AMPvg/qni7xnd6Lf+KNM8O6n4dj1/UrjwdqGm+LPEoe/0280m41KK0u9L1G31iaHV7O40x4LwXF5HNBcpKxl/rTh6kp4CLsvhXRX/g0OvzPgX/HfxW5H1934+383n2P1m/4Jh6/H4d+Ani6y067+xwS/F/X7povIa43Sv4M8AQtJvnhncZSBF2hwo25CgsSeT/4JF+NfEXw2/wCGg/8AhXWpf2L/AG1/wqj+2P8AQ7HUftP9nf8ACyv7P/5Dtrf+T5P2++/49fK8zzf3+/ZDszNS+M3w9/Z7nTwZB4d1bR01OJfE5tvAukaJp+kSNeu+lGe4hTVNFDaiw0URzS/ZZC1tFaJ9ofYI4vqbRf2HPi58FvtP9h+JPh74b/4SXyftX/CFax4m0f7b/Y3m+R/af2PwlpX2j7P/AGrN9j8zz/J8+72eV5reZ8jxJTqXrU1KpFTn70IScYT5Z0ZL2kdp8r1hf4Xd97ehTaUIt20XXz0P2W+FN1rtlep4w+DD+X8YPEXh9brxzqO2zf7ZZavLp2qeJn+yeK1fwvb/AGjxQmlT7dItYJYseVp6xacbmOviP/goV8Y/ib4N+G3xd17TvEf9m/tM6b/wgPk3f9keH7zyftmveCrKT9xPpd14Ak8zwBdPH80L7N+9dutKGW/4bb4jeJ9A0PwD8N/Gmr+D/iF4W0bTI/E/iiHxHrvh+HV7bRLKDRdat4tb0H7Rrd/Hf63cWOopFqFnbx3S2ou7sRXcMMTe0eH/AATo8ui2nh3436LoHxT8XN5//CT674l0618cf27i7mvtF+26p4utDqeqf2Xpg0mztv7Qg/0L+zoLe0/0e0tnrwMswMk4yavaV7NJp2lB2fl5HXRqJu2nqtLK6/4f7j8O/gt8Zf2ZPiR4P1XxD/wUC8R/2z+1TY67faX8J7v+x/iBp3leCLbS9KvvAkH2f4KaXY/Dl9nxGvvGcvm+JYX1dvN2axI2hJpSJqeLtd/aG1T+z/8Ah3Rdef5H2v8A4XF+48ERbfN+zf8ACvv+S5wx7t3l+N/+RWzjH/E7xnSM/Vv7Xv7EFh8U/iRouv8Awe8KfBzwHp1p4G03RRbyaFD4XuE8SQa94mvRq8UPhfwnqMClYNR0xEvxMt+HsyvlBLe3d+8/Yr/ZD+KnwV/4WX/wmHiTwXqn/CS/8Ib/AGd/YWseI77yP7G/4Sr7X9q/tTw1pXleb/atr5Hkefv8ubzfK2R+Z9A6aoyjWVKE2lrSqwUqLbShbk93Rc3MtdJJPoelCtFQSdntq9+nf+vxPtj9h+2/aCmtvDB/4K6Ju/Znb4PaK/gT5vBIz8bTH4TPhc/8YysPH/8AyIB+JXGsf8Ul/wBBAf21/YFd98d9Wj8Ha54q8S/s73H9nfsd6d/Yf/CH3vlNeeT9stNHsPEH+jeOI7r4oyeZ8UbrW4v+JpA+zf5llt8OraOvqdj8QPC+o6Bo3gjxfpV94mtvDOn6da/YNWsdO1nRYdR0WyTSPten2uqXrxxmON7mG0uPslvOtpcSR7YllkjPnnx48H6h4y+CPirTfA0th4c0HUv7D/svRnebSNOs/sfi7R573OnaPa3Vnb/aL21u7ofZ45POnnE822WWUr8xiVP2jak43nflTaSv0Svolsl0tYc6sbP/AA/ov0/q2q/nr/bp/bC+Pmm/HHwb4F8AfETyfhZ4p8A+HbTxppf/AAiPgyT7d/bfi/xdo/iOP7drXhh/EVr9q8OpZW+/Sbu38nHnWDRXxllP9O3/AAai3tt4j/4b1+0SfbPsf/DLez5JLfy/tH/DRe77iQb9/kL13bdvG3cc/wAjX7U/ww8R6L+2v+zv4F1q/wBJv5/FC/CSBUS6v7rSZbbWviz4h0cW+oLd6fE7wu8Uou4hZ3EbWzgYlLNEP7P/APghb8DPE/wt/wCGpP8AhHr3w34a/t3/AIUl9s/4RK41DRvtv9mf8Ld+z/2h9h0jT/tP2b+0J/snm+d5Pn3Ozy/Nff7uDnaOFc40mlTl8MGpS92WtVyb5prSz7JHi4xyqwqQp1JUpycbT5muW0oN2cbNJpNfPXS5/Hl/wVbvvg7dfs7+DI/h7Lv1ofGjw690Nnilf+JWPA/xFWY51tFtP+PtrIYjP2jn5B5fm1/PxX68ft+fFzwL4++DvhrR/DGg6rpd/bfEvR9SmuL7S9Hsons4fC3jK1khWXT9SvJmkaa8t3EbRLEVjdmkDoit+Q9fpGV64ddPent6o+KzR3rJ+Uf/AEk++v8AglJ/ylH/AOCbP/Z/X7Hf/rQ/w6oo/wCCUn/KUf8A4Js/9n9fsd/+tD/Dqiu+p0+f6HBDb5/oj7NSTnp29fce1c5dT4lnG3pNJ/F/00PtXWW+lfaHKefswpbPlbuhUYx5i/3uue1cBexbdQvLbdny7u5i346+VLIN23PG7b03HGepxXxFCaUtNVp5dV5H3eNqKUXd30lbTvH0Pg344SbviH4s4xmHSx1zj/indMHpXzneDbKo6/IP/Qmr3j45/uviN4sT722LSuemc+HNLbpzjrjrXiNvZfbkMvm+Vtcx7dm/OArZzvT+/jGO2c88fRYSSUHOT5VGy6vdK22v4Hg8rlNpK7u306Pz+R6T4U0e11P7f58Vu3kfZdvm20c+PM+07tu/G3PljOPvcZ6Cq9jeiy1vUrWeEXtrbPeW0FrK+LeLybtI43ihdJY4/LjQxoqKNiOVVguQb0cH9i5+f7T9px/D5Ozyc+8u7d5v+zjb3zxHBF/wkM8lju+yeVvuvNx9o3eW4h2bMwYz5+7dvONuNp3ZHLWneMr6Jqye/La2tuvofc5XRfLSlF/DzOUUkudc8kk5X0t8ygbmNvEX2uK3SCM/dtoyoRf9B8o4Koq/McyHEY5JHJ+art/LPczLJHPLbKIwhRHcgkM53/K0YyQwHQnCjnsN28tf7H0GSHzPtP2bZ823yd/nXqt03S7dvm46tnbnjPDPD/gr/hMrOXVP7T/s3yLp7DyPsf2zf5UUNx5vm/a7Xbu+1bPL8s42bt53bV8idWnze3rNU6dJew9q4updxbcX7NJtc1/5Xy/zHsVFKnGSj8U5+05dNHJ6q7una2+l+x/Vd+zN+y19t/4Tb+3vHX/CQ+V/wjf2X+1/DH277Hv/ALe8/wCz/bPEN15X2jZD5vl7N/kRb92xdv6J2PgfwH4P0bSoNO8D+EYtUs7Gx0i91yy8O6Np2oaoLe1RLie6mgsWuGF9cWqXk0Mt1cZmCM8kroJK1/Gfij+3v7N/0H7L9l+2f8vPn+Z5/wBl/wCneHbt8n/a3bu2OfG/iD4j/s7QbJvsfnY1K2hx9o8v/lzvTuz5D/3Onv145/P8VVabtJx20/8AAfI8urUvJ2d3pr20XSx0HiHXNXt0vLLSdT1HRrJPs/2ez06/ubW1ttxgll8m3tpLeJPOlaSWTYibpJXdtzMxbw7xdrmqxie41HUdQ1cwaXLIRe31zKZII/tLm1LTvcEROQ+QQyDzXPlnJ3Yceo/2pfC58nyPPz8nmebt8qEx/e2R7t3l5+6MZxzjJwvEut/2dKdO+y+d9qsS3ned5ezz2ngx5flPu27N3313Z28YyfJqy5k3/W+5EZ6+89PT/JHlnib4rwaR9i2eF4pPtH2nO3Ukhx5XkYzjS33Z8046bcd88cZ4M+K+oeNNUn0uO2vdINvYS6gblNanuy4iuLW38jy1tbMqGN0JN/mtjygvlnduXvLux/tfy/3v2f7Pv/g83f5u3/bi27fK/wBrO7tjnz7wXqf2vVLiPyPL22Er583dnFxarjHlr/eznPbpXmyoOTu/6/E2jN6Wel+3n6HXT6nqazzK2o377ZZAc3dx82HYZIMh78960LK7vZ7eTdeXWS7oGM8rEZRORlweCc4zXL+LfC32fR9S1n7dv3yQXP2b7Ltx9rvoBs877Q2fL8773lDft+6uePOtFuPLuLW12bvPvoB5m7G3zZIo/u7Tu24z94Z6cda6sNhprW2ny293+92OqFRNXvqn29PI9Z1MagnkbNVvUz5uds065x5eM4nGcZOPrXU+Hr7VVvZSdW1Bv9FcYN3c/wDPWHn/AFxrznUpP7P8njzvO8zv5e3y/L9nznf7Yx3zx6Z4Xs/tOoTR+ZsxZyPnZu6TW4xjcv8AeznPbpXu0INWstLrsur8y5VG4uz7dPP0K9xrWpfbLhJr6+niFxOGikvLho22u+3KM7L8rAMAVOCARyAa5DxUYbzSNfaSCMvNpGoIZHVZHH+gSxglmQFtoAwMjgAAjFera9d+Vpl3beXu8kwxb9+N3lXMS7tu043bc43HGcZNeCeI7vcNUj8vG60lXO/puswM4284z0zX0VLDJwTtvb8l/eOajJ86b10t26o+Zb7S40lUKyAeWDxCo/icdA3tXxt+0HdrH/wiO2EDP9v5wwHT+xfROetfaPiHU/sF7FD5Hm7rVJd3meXjMs67ceW+cbM5z3xjjn89/wBpNv7N/wCEL487zv8AhIv+me3y/wCwv+umc+Z7Yx3zxdTDrlS5Un+dmvPyPrMBN2V3pZdPKXkfKN1JI2r3jF3KNe3h8ssxUAySkLgnGF4x8vYYAr7k/Zmwdf8Ag+do/wCR+8P8cdvGye1fEeo3Hk6fLebN3EL+Xux/rZYxjftP3d/XbzjoM8foJ+yp4T/tDR/hL4x/tDyfJ8V2+of2d9l8zd/ZPjm6Tyftf2lMfaPsefM+ynyvMxsk2Zbxc6jKrgIVVBKEcTGje8dZRo1ZbaPa2tnta57dKpFS5U7ycee1mvdulva2+lt/I/bC4m2OAF/hB4bHc+3tWffzg+VlM/6zv/uf7NYLax9rPmfZ/L2/Jjzt2cfNnPlL/exjHbrW19h+1f8ALXZs/wBjdnd/wNcY2++c1+L51GScrfzPtp71Lz1/4BzYl/1/4Ccn4h1BobOMqrD/AEpF+WUrx5U3ovTjpXK6VrEya1byfvWUeb8n2hwDm0kX+6R1Oen+NaHiu13wGDzMeVqBG7bndsS5T7u4YznPU46c9aNI0b/iV28/2n/nr8vk/wDTxKn3vN/Hp7e9fIQcoVbvXXTVdWn5nmwmlJ3bvbz8v+AekWd9Fd6Xe3M1nG7xC5VTIVlfCW6yAB2iyoyxwBwCSeprJsNThHm4sYx/q/4l/wBv/pjXOXNx/Z2k6lb7PO8y0vJd+7y8brZk27dr5xszncM5xjjJ5bwpaf219v8A3n2b7N9l/g87f532n/ai27fK/wBrO7tjn6jLaz9y+2v/AKTLsjojUu0nL8PL0Pn/APaF0i1Oly3qRW8b3XjJ5W220Ycefb61KVaQYL84ySBuI3EA14pb6lHD4HTSHtEmhXdks48ts6u1yMwGJl4YjHzH5hv4PFfT/wAXW+2aPHpWPL+w+IEXz/v+b9mtdTts+V8uzfu3/wCsfbjb82d1fFvi6+8ibUNE8rdt+yf6Tv253LbXf+p2HGM+X/rf9v8A2a+/wFZ8sLO+m3q49bGyfNtrrY8Q+IN1BB410F4rOJEjtNLkaJNiK5XVr0nO2LGWACklTwB1AxVy+8SE+V5Fobb7+7yrkrv+5t3bIEzt5xnONxxjnOH4v8M/2i8urfbfJ+w6Y/8Ao/2bzPN+ym5uf9b9oTZv37P9W+3G75s7R5dbap/ZW/8Acef5+3/lr5Wzyt3/AEzk3bvM9sY7549Zw9rFKL97+W3o3q2lolc0UUleS6/1sfRVxqo19BZi2Fn5TC583zfP3bA0WzZ5UOM+du3bzjbjac5BBr9xYukEYmzaj7OrpdPESIlMW4BUOwMB90McA7cnrTfBGhf8Inq1xqP2r7f52ny2Xk+R9l2+Zc2k/m+Z51zu2/ZtuzYM7928bcNzOra15es6pcfZs/8AEyvm2edj79zKMbvKPTd12847V4lbBqU1bWzTvtbb+95XL9k7O8bfO/z3PpnR/Ef2nwFKDZ7b2XTNbRNRNxuuoZWlv0huEk8gS+Zb/I0REyMvlqEdMAj4m+KfiPXdN8Q2cDazq1wX0a3l3nUryPG691FNmDLJnHl5zuH3sY4yfU/Bdx9q8b+EdQ2eXnxR4fk8rdu/1OqWaY8zav3vLznZxnGDjJ9V/aB8H/8ACX+MtM1L+0f7O8jwzZWPk/ZPte7ytV1q483zPtVtt3fadmzyzjZu3ndtX0cI8PhZQniKalTVPls+azdopP3VNq3p8ziqU9bLe7t0tZrzPF/A+sX3iDVriz1G5urqCLTpblY726mvYllS5tIldYpyUWQJM6iQfMFZ1HDmvs3RNJhttL0q5t/LhlTTrIpJDAsUi77WNG2yIwZcqxU4IypIPBNfE/g2z/4S7VJ9N8z+z/IsJb7ztn2vd5dxaweV5e6227vtO/f5hxs27Duyv3pomo/2V4Z0TT/J8/8As7RtKsfO8zyvO+y2lvb+b5eyTy/M2b9m99udu9sbj+a8XShSqO37qXsnfDpuSh+7bVT2msXzNfCtVbU9DBxv10vvbzXn0PUvDMe/SLDzG8yRmnBlcbnP+mThSWYljtGAPm6AAYFbF5H5UqrndlAc4x/Ew9T6VJ4Vtvtvhyy1jf5Xy3k32fbv/wCPW8uU2+duT/WeTnPlfLuxhsZPRW+n/wBrobnzvs+xzBs8vzc7Qsm7dvixnzcbdpxtznnA/FsyxdpSvJr35d/5v8PoetGDtov+H+bMzTF3+fk9PL689fM/wrpzp8Zhic7DuVDgxKeqZ655+tUpLH+wcfvftX2rP8HkeX5GP9ubdu87/Z27e+eJLfxN57m0+xbPIU/vPtO7f5RWL7nkDbuzu+8cYxz1ryVilJpJ/g/T+UxqQtptf52tbzJo0S2kG1VOzOMKE+8p9Acfe/H8akku2yNoZRjoHI7nngCkmT7VC1xny/M2/Jjdja4T72VznbnoMZx71TS04/1nf+57D/ar2MDiHFp3s9bPytHpbyOVwTb0u18tvmei2cu/zMr02dTnru9vale9EbMBCMhiuQ4GcE/7HfHSuetrndv+TGNv8X+9/s0lzp/nIJPO2+Y/mY8vONwY4zvGcZxnAz6V9PRxbk4pNvz7667x/qxlOH3dV22877nYW94Z40j2FQ27nf*cktZm6bRnOPWqmo2AuIZ28wKRbSID5e4j5XOQdw/vdP1rG0mL7PcW8e7fs83nG3O5JG6ZbGN2Op6V6Pp8W+xuJ92PKaY7cZ3bIUf72RjOcdDjrz0r2aE+a2nVP8vI4qsEtellpbzPErqwe32bblzv3ZwpT7u30kOfvfh+NZ1vJcs5Bup/uk/6yQ91/269g1BvtHk8bNnmf7Wd2z/dxjb79a5uDSfnP+kfwn/ll7j/ppXaedVgtb9Pxvb/gEdhYmUW2+YtviVm3JuyTFu5y/Jzzk9+a1HsYoVYFY3IUvkxKOx4/i9Ovv0rftoPKigG/dsiRfu4zhAuepx696z9WtvPEg37c2zJ93djPmc/eHr0/Ws5Ttt9/b5WOSUNO669OvqU7CGCTzd0ERx5eMxoeu/1XjpTnIjGVGCTjK/KcYJ6j6Vz0UX9m7vm87zsdvL2+Xn3kznzPbGO+eHW9z9rcx7PL2qXzu3ZwVXGNq/3s5z26Vz4avJYmKTduaOv/AG72t0PMatWSXdf+ko6i3mDPGGQMMHO45Bwh6gqe/P1rWxD5RbyI87XP3Vzxnvt9q4a9m+xWklzt83yvL+TOzdvkSP72Hxjdn7pzjHGc1iw+I/Mkih+x7fMkWPd9ozt3sFzjyBnGc4yM+or3cXWk6S80u38svI+iw/8AD+f/ALbE76WYKwCxgDaDgEDufRa09C0ux1n7V/aFra3n2byPJ+2WsN55fned5nl+ereXv8pN+3G/au77orgnn5+52/ve59qzNZ/4mH2b/lj5Pnf9NN3meV/uYxs9857Y534Tn/t8b66aL/uBiPI8HOdpev60z8k/2rPCOtWlz8ZLqHxjqkenp461g2+jxLdxWdtbSeO1S3s4UTVBBHBZo8aQolskarCipHGAAv57+EPGq+BPiP4P1y70pfEcvhXxb4Y1+WO5vBayaqNL1TT9WFlJcS2motbiaOIWYnaO6ESYk8iQKIa+7P2qJ/tug/FbSNvl/wDFUSw/aN2//j18b2b7vKwn3/Jxjzfl3Zy2MH4x/ZstPs/7SfwAtPM34+N3woXzNm3/AFvjrQGzs3N93fjG7nGeM8f2Nw4r4GKWj5Ytvy9jQVrfrufAVHL2tlov5tH9p+7Z/fc/qi/4J6WPwZ/bF+C/if4m+N/gF8MTq2hfFDWvAlv/AMJV4Y8K/ELUP7P0zwp4K8QReTrWr+F9PubWy+0+J7vy9LSFoIZ/tF2srSXsqJ+aMP7XfxO/Y83f8LL8RePP2o/+FiY/sX/hOfiP4g0z/hBv+ERz/aX9l/2/H8RvP/4Sb/hJ7D7b9k/sbyv+EetPP/tDzIfsPg//AAVWuf7N/aF8GwbPO3/Bnw9Lu3eXjd43+Iibdu2TOPLznI64xxk/vx+y1/wVB/4aV/4Tr/ix3/CF/wDCF/8ACMf81L/4SP8AtL/hI/8AhIf+qf6D9j+x/wBg/wDT19o+1f8ALDyP33h5xSg8U3Onzx56nuczjzXUPtJ3VnZ+drHXO/so2dnbf5o/OX9jD/go1J8Vfjd400xPhC/h0L4K8R68Jl+IjangDxd4WtxZiIeCdNwP+JiG87zMDyNvkfvMx/tT8N/20/B2s3mjfDDUf2d/DV7rlz/aPnfEC98QaXeatJ5MV94hj8y3n8ANeSbLOJNFTdrh2WyJIuIlFpX4e/taftlf8IX4j8aap/wrj+0vtHxX8R2Hkf8ACX/Y9nm3/iS483zf+EXut237Ls8vyxnzN28bdrfkD43+Mv8AwkXxS1P46f8ACOfY/tn2L/ilv7Y+0eX9n8O2ng//AJDf9lwb9/kf2j/yCF27vsnzbftRnC4ehOcXSoKjFqKUOeVT37xu+aTT1ettkZUaso6uTtfXyWjey6W6H93FvDoPjrW9K8RQeG9I0K1068sbGbR4rOyu4L77JdrfSSyypZ2Ma/aY7wWro9pNhIQzPIrCNL3xO+F7+M/7D/4RPxA/w0/s3+0v7Q/4R3TTH/bX2z+z/sv2z+zdR0LP9nfZbn7P532rH2+fy/IzJ538Jtl+1vsAtv8AhX+fPlC7/wDhK8bfMCR52/8ACNndtxn7wz0461leKP2jf7Q+w/8AFG+T5P2n/mYfM3eZ9n/6gaYxs9857Y56cVgpS9yMFzNaK6V7NS3ckunfoelSrJwclL3U97d0rdLn9X/j/wDaut/g5fap4fufhxD4vvfDGv3vgu71yfxMml3WuXGizXtlPrtwknhnWJYptSl0trya2lvLx0kuSHvrhozLL+R3xd/4KV/EnwT+0Z4h8epZ+ONQ+Gmmf2Tj4FL8YNesvA0323wLpujHFmNCutAi8vX7v/hMP+RTffrCeb8t6/8AaS/hs13/AMJHrGpXnl/Y/t1zean5e/7R5X2q683yN+2Dfs8/b5m1N23PlruwPpz9mT4Nf8L8+LXgn4I/8JH/AMIn/wAJZ/wkn/FT/wBj/wBu/YP7C8Na/wCLf+QL/amjfavtX9jf2f8A8ha28j7T9r/feT9ml+axuXUaFSnOc/actSnOvQ5JQ/cq8p/vYze6Sj7i51e8VoE6snCUlf4Wk79baaW9D+lv/gnj4i+HH/BRv4ofBz4weKfgz4J8IazoH7Rfw9+E1kNf07QvijqcNtpfiHwT4ottTtfEGo+GvDF3ZwR3fji4EGjxW5jt7i2mvY77zNQdLf8Apx/ax+JOl/8ABM3/AIQH/hCvBlh4o/4XX/wlX9p/8IvdW/wl+w/8K3/4Rz7H9u/snSPE/wDwkH2n/hPbr7N9o+w/2V9nuPK+0/2lJ9n+Ov8AgiB+w9/wzL+xN8Ybz/hZ/wDwm39gfHj4g/EXy/8AhCv+Eb+1/wBlfCX4TS/2Pv8A+Et1/wAjz/7A2/2htm8r7Xn7DJ5GJvxv/wCDl34vf8JP/wAMVf8AFPfYfsP/AA0d/wAxb7T5v2n/AIUP/wBQy32bPs/+3u3/AMO35sKSpuvJ0I8tFybpw5pS5I8m3NP3n6vU8+rOSirv12XVdvM/jr8d2fiS30i2fWPGWueIbY6lCsdlqV1fzwRTm2vCt0iXWpXkYmSNZYlYRK4SeQCQKWVvJ617/UPtcKx+T5e2UPnzN2cK64xsX+9nOe3Ssiv0/BxqRharbnvLaMIq11bSHu/r3PkcY05Jq9tN2307vU++v+CUn/KUf/gmz/2f1+x3/wCtD/Dqij/glJ/ylH/4Js/9n9fsd/8ArQ/w6oroqdPn+hzQ2+f6I+k/D8N8t7KWtJwPsrjJt5h/y1h9RVFLho9cm8zZHtu70Nvyu0/vxhtzDBzxg9+OteieH7rT7q9ljhnZ2Fq7kbJF+USwqTl4gOrDjOefrXD6rpjnU9RliV23X94y5eMAhriTnB2kfKc84Pr6V+fUWnK/pfy1R9XWqX+53fyW6PiX44Xdu/jjxeDcQbmtLEbRLHnJ8OaeAANxOTxj1rwTTCnkPtYEec3cH+CP0r1H43Wl0vxC8VgxAAQ6Zn506f8ACO6Yez15Vo9tObaTCf8ALdv4k/55xf7VfRUFGOHlLmTu4aJp7xV+t9PQywvvVbWdmpO9vTS+x6l4a1OCP7b9quLW3z9m8vzZUi348/dt8yQbtuVzjpuGeorsvD8tlNqVywu4WD28zgpPEQQ1xCcggnKnPB57c14xFp2oXm77PbiTy8b/AN5CmN+dv35Vzna3TOMc4yK7DRYtQ0mQTzQIga18jLukg3FonxiKUtn92efu8epFceJkuVu9n+uh+iZbBKMEr6X6f33/AMHz+7X1jXNIgvtIugjXEvm+TjyCj7tlzFnbiJ842Hd1xg9McdN8ONBW10O6jKXi7tVnfEqgNzaWK5A8lePl9Ouea4Sy8VQpbRWs8kKMN+4CC5JGZHkX5l3LyCOmeDjg16X4U8UWSadMBPH/AMfsh5guv+eFv/sj0r5XHzqpSjeXI5Xt0vzPXbfRf02dWM0aezSS/wDJmf166prir5GJrPnzf+Wg/wCmf/TavD9avJb+7vIkVJcX9xLiAM7YEsq7uGf5fnHOMZI5556WGWbWt3kIsn2bG7Z+6x52dufOYbs+UcbemDnqK5qO3/srUby51fdaWkklxDFKpWYtM04kRCkHnuN0UcrbjGqgrgsCQD8tX1lrr/wyPl5Vfeer6fkv6+T764b6zeaaph8mFEhxzcRyqR5hDfOfNjAyZMLwOCvU9c2aaPXZUubqSNGULbf6M6qmxWMmT5hmO/MzZO7GAvy9SZ/EmqeFZxexRancNeN9n2w/Z7lVO0wMfmaxCDEQLcydeOvy1y9lMRGV07bOhkPMoKnziqDZ8xh+XGw5xjk/N6RCg5tWjvbb5f19/fWoz6tuzX+RLrgtdH+y/Z51b7R52/7RLGceT5W3Zs8rGfNbdnd/DjHOfnjw74lu1vZTKlnGv2VwGdZEBbzoMDLT4zjJx149q9x12x1HUPsv2m3VPJ8/Z5UkQz5nk7t26WTpsXGMdTnPbyhvB+moM6bPfXE+co*kstuqiLqzAtbQDcHEYA3nhj8p6jsp4CTs3C+q+Vnb9DaMttdP6v/X3HpvjvWI2+F1zJ59nvbTvD7ECRcZa/wBKJAHm5wMnv9a+cdJDXtu1+ql1tp2BeEFoF8lI5j5jDeAQHy/zrhCDx1Prvi/TL258BXOmxQ75BaaPEq+ZErH7Pe6exy7uI8hYiSeAcHbyRWP4D8Dah/wgPia7ltp1mt5tZkjUXViYz5Oi2cq7wGZiC2QwDqSvTB5r0aWAtb3WndPRdNPw/wAvQ3jPte19fwbNDwPp1vr/APan2mSVfsn2LZ9leMZ8/wC17vM8xJv+eK7cbf4s54xxXiFpbGyimtozI7XSRlXVnAQxTsTiPYc5RRknGCeMkY6TwJd6poX9q77aBftX2HHmnzc+R9szt8i4G3/XDO7rxt6Gn3PhzW9UjFvJZYVHEwMVxaK2VDJyZLhxjEh4AznHOM57oYTld7NrS+np5P8A4e+vfZz918r7X+9FhvDjQ+F7TXZIb+NpdO0y7dpIyloGvRa7sM0AIjJnxFmYnJQFnPXwvxHr8tvqN/p8Rs3PlxxojFmnZp7SJgoVZl3MzSYQBMnKjBPX6/u7bWL/AMHW/hqO0iZl03SbQKskSTn+zzZuczSXH2fcBbEu2ArYYIAStfIfjPwlLpXinUbnUUuLcWLWN1dYntZVihgsLSdnxCJWfEK7yse9z91Ru+Wu2nNRVk9f003OWnL31d66b+qPAvGWq6jDqcCtaopNhE2HgnB5uLoZwZBxx/OvlL9orXTrH/CH+Y9mfs//AAkGPszE/wCu/sTO/M0v/PIbcbf4uvb6O+Kvjnwfp3iGzgk1dlZtGt5QGsdSc4a+1FM5jsSuMoeDz+BFfO/xC8Gf8JB/ZH2IXU/2T+0PN2T2kO37R9i2Z+0Im7d5L42Zxg7sZXOk2nBNb2V7/I+swEnaL30Vr+akfF+q2m9btlWVi8xYBRnOZweMKSRjnvxX3R+y74uOnD4R+HGm0yMnxlptqYbiTZfj7f43lkx5ZuU/eMLnMI8jlTGdr5y3xNdzSw+JNR0GVVVbPU9SsG6tMDYTXEeGkVjCz7oMOyLsbkoACMes/BXV5rb40/CTSIlhZG+J/gGBS6SGU/avFWksfnDrGDumIUlQoGN2cEnzcxo162GWGavZ/Wrf3FCdPy7v+tH7lKcbc6SvpC/yi3/Wn+f9NfhHSYb7TZ5maclb6SP90UK8QWzc5jf5vn556Y49eSvbo23l4Mfz7/8AWZ/h2dPmX+9z17V3vgS4NlpFzFcbY3bUppAuGfKm1s1BzGWHVGGCc8dMEV5j4mKQfYuT832nrz93yPQe/evyHOcE3e0Xu72XnStpr5/1vy4qSSdmntpf/CXNXgibTLWd2ZfOkgcncoTMlvK/y5HTrjknHc9a5+5lFvpTlGUqm3DORj5rlQckFR1bA6c4FL4j1tItA01I2jZ0ls0YNHNwFspweflBIIA4OPSuF1rxJHb+Frmd3hVk8nIMNwyjdqMSDhSSeGHQ9a/P8dQdFttdUtrfZb/T+uvlKdpPXS2lvl/X4FrUL3zNN1Bt0RxZ3Q+U8f6hz/fPPNYHgrVVtf7T3S2yeZ9jx5rhc7ftf3cyLnG7nr1FcWfF0U2kaiyvbn/R7xeILoc/Zc/xH3+lef23jeOw37nth5u3G62vG+5u6bG4+/znr271pgatuTW3p/h6/wBbXWvXqpzV477fodL481FLp7tRLbt/xOriT924J63gz99vl+b+XNfFPxF1GSz17WJLYQyzR/2fsjbc+7fZ2KtlI3VzhGZhgjGMnIBr23U/F51C8vEQ2zf6ZcTDbBdIcebIM/vHxj5xx1/I18rfEDxAieMNWW5aKOAfYN7rFOWGdLsiuNpfOXKjhDwe3UffZVOVXlUeZtLVJNuylTT0S89l599e2lKLtr9rrp2MG88R61PutxYQt58Rhwlrdlz5u5MIPPOXOflG0844PSvMvGE+u2n9nbdKn/efa8+ZY3n8H2bpgr/e569uleg2WvaK+pWAe9IU3dqrEW91kKZ1yR/o55wT2P0rtda0zRPEn2b7NeXcv2Lzt/lAQ7ftHlbd32m0G7PkNjZ0wd3Va+xwjdOVOU6Tktf3dRNc3uNa9dHqvQ74JST9d1r2KOseOdZsbaOX7Lp67p1jzNBdBeY5WwD9rT5vk456Z49NTStZ1C/+xzPbxZuoFnbyop9uZIDKfLzK/wAmT8uS3y9z1rzTxbq2kXemwR2920jrfRuR5NwmFEFypOXgUdWUYznnpgGuu8N+IdHhg0iNrzDxWNvGwNvdHDJZBSMrBg4IPIOD24rrWHvsvw9P6/rXs5E07JbP9P6+/vr6rpHjrxF4W1DTdQtNOsWj0O+tdUimvrS+NvmzuUvy11JHd26/Z1dD5xV4SsQb94pBcdJ4s/ap8X6zqMN09r4GYx2UcGbWDUzHhZ7mTnPiKX5/3pz8w+Xbx3PhPiD4jeHok1PSJtRiQSWktvJix1NpVW6tMkq627Rbts2VO1gONwOCK8/0z/hEtSgeeLVLx1SZoiVhlQZVI3xiTTw2cSDkcc46g1xY7DONPmlCqqeic405NKV1ZX21/q550labUUr3aeu1mv6/zPefh1ot4NbuvMs79F/sufBa3lUZ+12PGWixnGTjrxX25pOoO2kaXpr+Sqx6dYwEcicfZ7aLAYF8BwYwHHlj+IYXt87eDjc/2nP5Mau32CXIYgDb9otcnl15zjv36V9W+HfCdleR6XLLJeLPcWcM0qRy24RZJLPzJFTdA2FViwXLscAfMx5P4ZxTiZNyk7L901v2penr/wAE9DDU7JLW3Ne/zQWWi2T+RqLTTiVJBMFEkQh3W8ny5BiLbT5Y3/OD1wV4x6p4dvI1spR5sP8Ax9OeXX/njB/tVwF5pusafdSWNnaJLpcWwC4mmgNx5UsaS3DHbcRZaN5JQmLcfKq/K55bW0sy29u6BRzMzfMQTykY/hYD+GvxDNq/vyfMnecnaMk7e/rdJuz+Xe99T1acVZ6bPdrR6Lb7v6ueramsFx5GZQdnmfcdP4vL6/e/u8dO9UtOsrYXMhaVwDG/JeMDmRD3Sslbt5M8Jx6Bh1+re1PS+aElhszjbyrnuD2I9K8vD105avtZdd16/wBfe8KsXZJp27/d1O6EVoltt+0DA9ZYu8mfQetYV9a200qsspYCMLlJIyOGc4yFPPP8q5q61+VEeMCDjb1jmzyVPUSAd6z18QXOOEtiM/8APOb/AOO17dKvaKd7aL8o7+f3/wCfJyvm2177aXNy900Q+XtWc7t+dwB6bMYwg9ado4WW7lhkO0RwPjBAbKSxJg7sjoTkYHPp0rQnupLjZkJ8m77oYfex13Mf7vauRj1G4sb+7kKRBS88QLh2zmYMOEkBzhOvTr7V7uAxbnKN5LXz/vf1/wANvFSNrvqrfjY+g9D8PWtxplrc77ss/nfcaMp8txLHx+4Y9F5+Y85+lLcWcWn6pYxhpFjL20rtMVBUG4ZWOdqKFCpnJHHJJx0w/CXjInTdPs2NqG/0vIEF1u/19zL97eU6fpx1rU1W8k1C5jmjCNthSIbQyDcJJHAIkbOfnHOcY9wa+0wM3yxd77Py1UDiqR3V99fxNrWbizH2bZdQN/rs/v4jj/VY6N9a8jecuMDaec/LyehHqfWtvVTdJ5G+JBnzccg9PLz0kPrXnf8AbS2/zyNGqn5QfLmbk84wpJ6KfavZbsrnm1I+um2m97XPS7Dj7MzfKPKXJPAGYj3PvV281C3tlffcWybYmk/eyovADcnLr8vynn2PNcDB4ttjHFGksJcRqAv2e66qozyQBwAe/wBKytX1G41ESeQkUga1eDgOnzt5nH72RefnHJ+Xnrwa86pU12S06+v9f1vxShp3R6HZa/aS+bi9087dn3bmI9d/X98fTiuIe8aUbYvKkYHcVjy5AGRkhWJxkgZ6ZI9a5vR7C+j+0+dAEz5O3EkRzjzc/dkbpkdcda6rRtNi+1Sb2lUeQ3IZOvmReiHtmtcDT58RB2unOOvTqvPt+nr409MRZd4/+ko5fVrSWW0uS8M4DsjEiNgOZ0bglTxnp14qvoulweZp5kaZD9qi3ZKLgfaep3R8cc8/WvQNctFj0u6aEuzr5IUMVwR9oiBzwv8ADk9Rz+VcPaf2mLm2WK2iYefCFyygkmReD+/X+I46D+te5jqTjS0193/22XXv/Xr9Bh/4fz/9tiehSadYAjNy3T/ntD6n/YrnBd3Gn9I1Hnf89kcZ8v8Au/Mn9/nr26d9F7XX5DkWMJwMf62Eep73XvXidj8UrDVfN/tm5s7TyNn2b7JY6n+883f53mZ+1fd8uLZ/q/vN97+GeFpcuNXot/8ArzXPBznaXr+tM/NT9rGztJtC+Ld1NM0bTeK5ppMSRLGry+OrNyBvUkLubChmJ6Akmviv9l+7Gi/tQ/s66pYNFcT6X8ePhBqNoszebDLcWfj/AMO3USSrC0TvG00YSRY5I3K5VXVsMPsP9qnUNP1Twn8Uo7C4M8114iWWBPLliDqfG9hOTmaKML+6DNh2U8bcbsA/If7JujxTftSfs0wa001ppE3x/wDg5Fq11bvG1xa6bJ8RfDi31xAqpdFpobVpZIlW2uCXVQIJT+7b+wOHa0f7NjJuLleK5bq6X1eg+a2nXTt09fz6q37a3JzK172envv5aeZ/RP8AtcfsS+L/ANuj4kaJ8W5/h58a9cfw74I034dC7+D/AIS1PU/DUa6Rr3iXxMLa+nfwp4uKa6h8XGW5h/tKALYTaY/2GPzDPc/z6ap8Fv2gPB/kf8Jn8EPir4S/tHzf7N/4ST4a+NdB/tD7J5f2z7F/aulW32v7J9ptftPkb/I+0webt86Pd/d98P8A9prQf2ctGufBHw61LSdb0TVdTm8VXV34u0XxJealHqt9a2WkT28EulL4et1sUtNDsZI43spZhPLcs106NHFBvfED9gv4Oftw/wBkf8KZ8S/Erxp/wrD7f/wkn9n6v4Y8Jf2b/wAJr9i/sfzv+E88G6R/aH2z/hEtU8v+yvtH2T7K/wBu8r7TZ+b42a5pyVpQnGFZOUlDnk/3aXs2+W383W99I6efcqSlBOPut2u111W9+1vzP55/hpdeH/jr8GfhR8G/2xtZsf2ffg14G+H/AIF1Lwj49vdRsvhRda1408M+FbDwtoHhu58UfFJtX8K6lc6l4V1fxPrM2j6Zpdpqt5Jor6jZSW+nadqFvL0fxA/Z8+AP7OPwj1f9pD9n/wCJd/8AEuw8G/YP+ES8Qap4y8F+Mvh9rX/CQ+JrLwHr3n6r4K0XQ4dR/s6bXNZsov7M121+x63YR215572t3Zzfdn/BVX/gnl8J/wDhlb4Z/Df4beIPiZ4h+KXgn4t+DNI8Z+GNU1zwlbW+jxeG/hz8RNB8RMmq3PhDRdGvptP8RfYNPV9O1m/juUnkubNLq1VrqL8WfA/jn/hHdM0v/gm78ZWtPCPwes/tv/CR+I9Kt7zUfilp/wBouLv48aP5GvaW/iLwdN9r8UT6XYy+R4LvPL8O3MllL9n1RJNVgWBxdGVODVR+29p71NJckad46qW972Vrd/npRoy57NaW0l15rx0/Pb8t88/8FaP2k/hkf7E8EeBvgrr3h65/4nGo6rf+GfHuqG0vZv8ARLuFr7SPiRYWMEMFjYWlyY54mli855pZTDJEqdBof/Bc79szS/tX/CL/AAq/Z91vz/J+3eX4G+KupfZvK837Nn+z/i5H5PneZcY87PmeUfLx5b55zW/+Cdvj/wCKvxZ8A/D39iTw34k+Mnwt8e6j4V8Da74j8VeMPh94Y8R2nxC8U+JZdE1TQNLHi2b4bRxQW/h3UfCd9Zahc+Hr7S477VLjztUuVt7mxsP11/Z0/wCDcnxR8K/+Ex/4bR8O/GP4P/27/wAI9/wrb/hF/iv8A/E3/CRf2X/bn/CY/bv+EU0z4jfYv7J/tHwr9m+3/wBj/af7TuPsv9ofZ7n7D69WtT9j7WSjUcUvdveDvKK/eNN8rV7pdXbfr2Rp3bpczhOTvG9lPRJt04t+/G0XzNLRX8zzD9nHxf8AtT/8FENXj8J+OvgT4hjsp/BS/GUP8Hvhh8RVvm1SW50PTRsbWLnxtEfDZi8bXhXFsbgzDTD/AGoV82O7/pk/Ym/YM/Z0/ZA+G3wz/bJ+I/xE8d/C741fDz/hM/7Z8G/Gfxd4F8E+DND/AOEt17xX8LNO/wCEk8Pa74P8M+LNM/tPwn4msdV0f7V4osvtuq6hpV9B9p027h064+EdL/bI/wCCY3/BJbw/omufBT9pLxb4l+N+gaZpv7OHxE8HfGP4d/FDxP4c0C10qyjvPFv2O68AfBvwHb3uvaV4u+G+laXb6pYeKtW0K5sJ9UktbO/S4s9Rs/nzxn/wV78N/wDBQ7xtqXwJ8Q638P4PgR8X/sf2zxl4C8B/FTw543X/AIQDSbXxjb/2U3jS51y1s93jHwTBpV9/aXg26+0aQbwWfkST2uqw/GYqE23V9nJUp1ORTUX7Pmd3yxnbl5kk9L3snpZM2nh20kpNNJNpbtJJO+l0m9W/+GfsP/BXv/gsPN4P+LNp8GvhL40/Zc8eeDviL+z3BZ6vq1v4jfxRrcGr+LvEvxL8K6hpmk33hr4nW2lxXkWl22m3NjZ3Wl31yl3eLNMtzb3EFuv5Dfs9/Ef4i/F//hLv7J8LW+v/APCPf2B9o/4RDQ9d1T7J/a39teV/aP2a+1PyPP8A7Mk+yb/I83ybnb5nlt5cH7WH7GH/AAT91D4l6Dr83xt+Ny+O9K8G6W/hTRols10nU9Qsdf8AEd7oUGoO/wAFnCxXmsObS6Y6vpwFtgma05uT6r+xrd+F/wBnT/hY/wDwimpXN/8A8Jj/AMIh9v8A+Engnv8Ayv8AhHv+Eo+y/Yf7HsdH8rzP7cuftP2j7R5my38nydkvm+lhKVLkoezlKcnFuqpxUVGdnpG1+ZW1u/T18+rQld3jbaz7r3bt9u3+fX+RXxJ4k1zWLGK21PT4bWBLtJ0kjtbyBmmWGeNUL3E8qEFJZG2hQxKgg4DA8TXa+I4PEMVjE2rWEFrbG7QJJFLC7GfyZyqER3dwcGMSNkoBlQNwJAbiq/RMKko2UYRWulN80d1179z4nHpxmk3J7fErPbt+R99f8EpP+Uo//BNn/s/r9jv/ANaH+HVFH/BKT/lKP/wTZ/7P6/Y7/wDWh/h1RW9Tp8/0OSG3z/RH1h4BsLxtYuRLFlf7NmI+eIc/arP+6+emfatLV7eG3lv5JE2FLqUM25mwTcFDwrNnk44BHfpzXSaRZsty5tPLt5PIYM8eYWKeZHlC0S7iC207TwSoPUCuR8SaVqfk6nKbtCpuS2PtFwT814uM5jxnnnmvzik7S9d/vR9DVnvbqtV1WiPzj+OeoWn/AAsvxXF53WPSF2+XJzv8OaVxnZ3z1zx7Vx/hSwhvNOmlWLzAt7JHu8xkwRBbtjBdf72c479eK9K+LumwL4r8US3FvazXKWtq7XDRJJKSmhWRjPmvH5hZFCqpJBXaACABXM/D+187RrloxGoGpzKQRjkWtkc4VSOhFe7Sqw+rNxU7xdNPma5XortJJP0u9i8FV/e2aWzsrdNNX3f3HQppNnomftdv9m+048v97LNv8nO//VSS7dvmr97bndxnBxevrS0lsrd7ePcztE+d8oyjROc4dgBkleMA+3Wub8a6frKf2ZnUDz9t6Xd12+yf7A9awNBn1L7ZJDc39zPHFbOqxvdXEsasksKBkSQ7RhdyqQAQpIGASKwrSjKDlzLmSu4dVql+Nrn6VlbvGGj666fzv/hv6sac9pcLeMEjwg24+dD1iGerZ65//VXS6PPdWttJGG2ZnZ8bY26xxLnOG/u4xnt0rhL++mj1eVPOuNo8v5VkbbzbIeBvA6nPTrzWvYaj+5bc85PmH+LP8Ker14mNw9apC8bOMuWWzvq21re3XX+kujGR5m7S20t/289fXX9O9v7FfhzqcVx/bPnT79n9n7f3TLjd9uz92Nc52jrnpxXKfFfXoI9KSPR7vF+mvKlwPIc4iW21FZRm6hMJxMIhlCWP8J2bqy/7Zt7D/jxW4svN/wBb9kCW3meX9zzPJlTfs3vs3Z272xjcc6ng3wdqFnrd74l8XS6f4g8O61Z3M+m6XdPPq0trc6jd2t/Zzy2Wp2q2ME0FitzbvLbzyyRtM0UReGSR6+Znhtfe/LyXdf1+Xyboy5223Z2v2Wkf6/p28W0nQfHGvajb38dp9r06783Evn6RB5nkQSQn5GmhnTZPCV5Rd23PKHJ2tSvj4JnSz1+X+zJTEupmPYL3/Qy8kXn77JLtfvWky+Vu8393ny8Ohb27xDruhaVHeW+l6c+miD7P5C2FnZ2ccPmtA8vlC3mj8vzPMkMmxRvaRy2dzE/DXx2+Nnhbw14psrLX7DxBqU0nhq2vN0Nrp15GbR9R1eLyGa91WBiS0ExMWwxYkB3Es4GlOCg15W27afjodFLDOT+J7aL7vI92sfHGg+IfN/s7VPtf2TZ53+hXlv5f2jf5f+vtId+/yX+7u27fm27hmp4Y8PeIPt839qWf+j/ZJNn+kWX+u8632/8AHvPv+55nX5fXnbXwy37RXgifH/CP6V4p0jb/AMffkWOkWH2jd/x77/sWuHzfKxNt83/V+adn33r6w0D4+eGL+8khhtPFCsts8pMsGnhdolhUgFdZc5y47Yxnn19OhVikotLXq7a6v079TuhgpOF77fq/6/q9vo8+CzfWUcEum+bHNFCSn2zZu27JF+ZbpGGCobgjpg8cVpw6Dp3h7wpr+myWn2P7RaarcGHz57jes2miDf5izT7d3kFNu9SNu7aN2Tn6j+0V8O9L8DwTPoHiUXlrpmjRy3UGlaH5zTF7GGaRZjrccreazPudirurNuGWIr5O+JH7UPhnVJ5dO0qLxxZyX+hyWMJZNPt4Vurp76COWX7N4gkZUVpI98io8gVflRiqg90MRCNvdXRbdNPx/q29pdF01vdf0j0yO30WDPybd2P4rts7c/7RxjNd94nvPC3huwhvpZPsSy3kdoJdmo3O4yQ3E3l7FWcjIgLb9gA2Y3Ddg/FfgzxRqGsf2lu1LVpfs/2PH2u8mk2+d9qz5ebiXGfK+f7ucL1xx6Jp3gT4g+LZ202fxRHeJBE18ItV1vW7i3Vo3SASIj2dyBMBclVbywQjSDeNxDbvEwUZWitbdvL/AD/qzOOpiOX3bPXs/R/mzv7n4zeCNN82V/Enki2cxs39j6vJsO/ycYGlybuW25AbrnPevlf4i/FDTPFHirWrXRNc+3NrSWenafH/AGZcW32m5udKs7GOHdd6fbiHfcnyvMmaKNfvs6x/PXn/AMYvh54y8A6N4w8U6xrdnc6TpGqBZ7TTNS1Wa6Zb3xBbaZbrbwXVlZ2xEc93Czh7iIJCjsm51WNvLfDvijRLzwdFfxWNwusta6o9rqkltaC+gvIbm9SzuVvluGuopbV44WhmjfzYPKQxEFFA8T66lV2+5/3vX+vkaYSi6800+3rvH17niHx78G/EIeMNN8jTvk/4Rqzz/pmife/tTWM/fus9Me361v8Ah/WHuvtf9pXPmeX5Hk/uQuN3neZ/qIlznan384x8verWr6zqN9cpNquo6hqVwsCxpPe3c95KkIkkZYlluZXdY1d5HEYOwM7MBlmzkal8OvFHhfyftmqae/27zPL+xXuotj7N5e/zfNsbfGftC7Nu/OHzt43ehDEqpG1ui9en9f1p93gMukoRk5u3KvTZrt5/10+R/F+ltZ+KvE+spB5cZ8Q61Olz5of5LvUrlFbyTIzfvBMBtMWV3ZIXGR6J+zvpg1b48/A6cwfaDdfF/wCGse7zfK8zHjXRoMbfMj2/d25wvTdnnNZ3iRoNYn1bw5bxBdVe+uLdru4RFt2nsbwzXMjTp5tyRKttLscwF3Z18xUDMV9K/Z50W40j4w/Ba3le3+1WnxU8AyedbtJ8rnxnpc8bxSNFFIHQOmG2qVdflPAJyxOJ5aLnz3qt+ytzO/snFu1735ebpfl8t2dk4qjFR05d72td2s+3b/g9v6Tr7TG0SZbVYPswkjFx5fmCbJdnj37jJLjPlbdu4Y252jOT4N4/vfs39k7ZNm/7fn5N2dv2L1RsY3e2c17vcyXE0ge6mkuJAgUPNI8zBAWIUNISwUMWIUHALE9Sa+fPjLfWY/4RzyIGi/5DG7ZFFHu/5Be3Ox+cc4z0ycdTX5zmrjq97t6fOnt9/wDVjz6klV+Hy/T/ACf9XtyNzdyajaw2/mecEMcoTYseNsbJu3bUzjfjG45znHGR5748mntPC2qxq3l+X9hwMI+N+o2bdSGzndnqcZrqtQ13T4NH0/ybeeG4AtUlmiigjeTFq+/MiTB2DOA53feIDEZArynxlrCX2i6lbqbktL9jx5pGz5Lu1f5sSueicfKecdOo/O83pxqRlyuz5lLp0pz7Lu+5McDKSvzf1p/n/XTjdJubifRNRy+/Ju0+6i/8ukfH3R69f1rg9US5XyNoxnzc8xnp5fqa7Lw/pWoXVq7QXMccH2pkkiaaZA58uEvlEjZGDIwU7uoGCMAVleNNOn0/+zctEPO+2f6lnGfL+y/e+RP7/HXv07/O0qzo1FHe19rq9o27/wBdivq7p93y2X5Lsu/9a24/QtJubzU7oNb+YDDNL/rY05NxCN3Ei/3unv04rwD4neHJR4x1tXs/3f8AxLcj7Qv/AEC7AjpPu+9j/wDVX1do15bMI4reJorpLRBNOqRxmTb5SyZkRvMffJtf5wN2NzfMBXkWr+D9Z8T/ABRuIbe8s/IvvK2Q31xd+V/o3h2Jm82NLa4T79uWTAf5tjHac7fu+HMU69aEITcHL3b3d9atGNlZ73aa6aDjNQab2un87o+XptIjsriKb7P5fkbJ93ms+3y3L78ea+7bsztwc4xg5wfZ/hXDZ63/AG95y/afs39l7fmlh2ed/aOfumLdu8odd2NvGM8/TC/Cmy0z4d+M7bVtJ8L3utyaV4il07UxYRXMtmG0Py7Ty72506O7t2t7uOS4TyFPlM/mxHzWYDyD4L+GZ/D/APwkv9oixuPtf9j+T9n3y7PI/tXzN/n28O3d5ybdu7O1t2MDP7HluTVK9KFSVWUnZau7avH+8vXqd1HFw25Vv+n9eh8XabfWWqzvbyy/aFSJpgmyaLBV403blSMnAkI27iOc44yLlrrVlb6iLZbnYIJJ4QnkzNsESSIF3GJt20LjcWOcZyetTeN4LLQNJt7yztILKWTUYrZpdOgitp2je2u5TGzxCFjEWhVmQsQXRDtJUEc5p9oLxLWdFiE1zCk/myL+9Jli8xmkcKzF2BO85YsxOSck1118LHCptttOLs3a97J9lt2/I9KOJjK6tFadNN7efn/nY3L268IajeyW88nnazeNFbRpt1OPzLmaNIbRNyKlqm4GFdzMsYzmVh85r0Xwf4II0yfGmf8AL9L/AMvv/Tvbf9PdeV2VjAniHTopILd7r+0tOAn8pGIdpoDG3msgk+QFBnGV2/L0FfUWhabfi0k8q5SNftL5VZpkBPlQ84WPGcYGevHtXzWc1+XDwUJ1VGThzpzfK5XWsUrJJdOa7t1RgrSm3yx1u9t7tbn154Nt/Aa6pOUTB+wSj72snj7Ra+rY64r2Wxk1WCSCTTm2WaLiyOLZsWhjK2/E4Mp/clR++Bk7v8+a8X+HNtbf23dedbwSr/ZU+fa*gNwG+12ODhlxnGRnrz717Hfedb2ckkMrRRoIxGsTvGY0MiKqIq7VUKpC7VIAXgcV/OvFNaMlJLrTl97pW/XsddKoo2T6O6+9f1seh2t3YTaUf7Tk3as8NysnyTDMhaVbcf6Ooth+68kfLhf8Anp826sIvHF8qnaD82MMeTxnkH0qrpGu6d/Y0NncW082oyR3MQu2hgk/ezTTiBzO83n4iV4xu2lkCYQEKuWeTM/JcHtyzH+h9a/G8ZhJ1qk2nZc8/xlc7liEktEtv03131/D1t0dvcod+H/u/wn/a/wBmrMrJsVs8kg557gmsGGxu/m2zKOmf3ko9fRK0EgnQDzJA4CgY3u3PHOGA9Dz15rCnlk6b5nJu3f166BKpzqzX3fL+v+H0p3Q3O4HOdvt0C1YsrOKSJmePcRIRnew42oezDuTVtGgjwZYg5Gdx2I2c5x97GcZHXpirkV5aKpCwMo3ZwscQGcDnAbrXUoyS5OnV+lv6+8wk0vX8bX/r1LP9pWi/8tsZ/wCmcp6f9s6w7xraUs6ncXlZ8/vBkNuOcHGM56YH0rWSfTznNop6dYIT6+9Zeq3VokC+XAYz54GViiXjZJxlWHHA46cV62Bi4ShrfX/25s5Z1Obyvv8AgauhX6W1xaoJdgTz+NhbG5Jj12MTkt6nrXqOnahbS2k07zbjFJJ83lyDaEjR/uhBnGSehz056V80JqDrqw2S3CoM4RXKgf6Mc4UPgZOT+vWvU/Dt/wCbpd1EXnZ5LieNWZsgb7eBRklyQATk4B9gTX3GAxCjCCeu1/8AwGH4X/rtyyd3p6HY6nqdrceRsn37PMz+6kXG7y8dY1znb79K8c1SKb7OmxefOXunTZJ6n6V0WsLc2/2fE7Lv87/VySDO3yuv3f73HXvXlV0dUeMA385+cHm6uD/C319a972ylF3Xa1vVf1/WnDU6fP8AQvw3F3FcDL7VRnX7sRxhWUDhST6d67TRbtJEUTyZJugv3CPkIi4+RR3J9/0rkNb1Gy0rws99PA7TW9tp3nTQRRG4eWWe0hd1kd42Yu8hLszqzKWJyTg0vCXxA0A6Lemax1GW4+13PlTNbWTvH/olts2yPe702Plht+6TuHJNclSDktPJficzp3TV/wCvx/q3y9uj8jnyPbd9/wB9v3/x6fj2rFsNYaOZma52gxkZ8kH+JD2iPpXDWni2DUfM+xtqMPk7PM8wpHu8zdsx5Vy+cbGzuxjIxnJx4xdT+I7eMP8A23fDLhfk1K/B5Vj6rx8vr1xXThK8cJyymk7NPXyb9P5jy54Jurz3fS6/7diu39ffb7Eub2G4sCJJd6yJCzfIy5+aN8/Kikc4PGPTpWOmo6FY7Zribyjanz5G8u8fYsR83dhEcNtQBtqhiemCeK+fbTxhcLaW1tLe6vJLHbwRSsbl3V5Io1Dtua63MGZSQWUMeCQDXnviefxRqd1qcmn69qFrbXNv5cEL6pqEIjP2JIW3RwGSNQ0qu52FiQ24jcSK2xGeUcQ40kowWi5ul/ej0e/vX+R6NN+zhazlr09EvzR9R658Z/BekXcdtJ4k+zs9uk4T+x9WlyGklj3bl0uQDJjI27hjbnHOT8JePvFOm2P9k/8ACIX3leb9u/tD/Rbh92z7H9k/5Cdu+Mb7n/UYzn97nEeGHw14gk+bU9Tivpxwk1xe3t06w9VjElxAXChzIwQfKC5Ycs1YfifS00H7D/aUVtc/avtPk+RGJtnkfZ/M3faI4du7zo9uzdnad2MLn2OHaEVi7wnzxVrTXwteyrK6Vr216/528TM4uqn011t5un/X9afDHxh1Xxbd6P4waafzLWfVBJnytMTcja/byRthY1kXJ2HHBHRhjIrxf4L69qmjfF74UajbXX2bVtM+JPga/s5vIt5vIvLTxRpdzaS+XJDLbSeXIkT+XKkkT42yoyllPvnxh1nTb3w74t0yytZbe7bUIo45mgt4o0MGv2jyfvIpXlUNHE6rtj53AMApJHhPwc0t9a+Lfws8MWvkR63rfxH8EaNY31xlbeG/1bxPplpYzz3Ucct3HDBLcwtLLDbyzRIjGGKRlRW/qbhqq5ZTK0FKUako+6v3iUcNh9eZv+Hd/Dvzao+GxOHlRrJuVk4LWV+XWTdrL7Vlo9raen9rP7CupfBL4ofCTxFr/wC0ZN/bnjez+I2r6Ppd35fi3TPL8K2/hnwje2Nv5HgWPT9IfZq+oa5L51xC2ot52yaVraOzRPGPgt+3z8cfhP8A8JL/AMM+fFf+wP7f/sb/AIS7/ihfCGq/a/7K/tX+wP8AkdvB2peR5H9pa1/yDPJ83zv9N8zy7TZ8ufD/APa++En7AOjXPwc+P3hfxp458Y+JdTm+Jmm6t8PNE8M+JtFt/DOs2tl4Ws9Our/xp4m8GapDqkOqeDNZuZ7S30ufT47S7spor+W4uLq3tfVf+CYH/BO34+/tG/8AC8P7D8bfDMf8Ib/wrT7V/wAJn4k8af8AMw/8J/5H9m/Y/BGuf9AOb7Z5n2X/AJddnn/N5PhY/CVcVU51Nx1k9G+qh/kEMSouMeW+j+dkT+JPif8AtwftqeJPEHgX4H65/wALK+K1nreq/Efxhpf9m/CLwb5el29/Po/iDWft3i7T/Cvht9niTxVpNv8A2dpd21w32/zrKxawtbmW39++F3/BLvTfBuk6F+1L/wAFBfgb/Zusab/af/C3PHX/AAsye88n7Zc6h8O/AX/FMfBP4gXVrJ5lrdeC9H/4pnw8+zf/AGhrO2RdWvl+6/2r/wBsP9i3/gnH8A/h5bv+z/qHhj46eEPEfhL4CfFf4q/Aj4U/CjRfEPjrxN4f8GeI08dXVx45PifwN4w8T+F/E/jDwMfEcs/iRbbUNavrfR9Y1jR4dUixafzU/tNftl/tD/tb+O/G3jn4V/tBftA+G/2dPiB/wjf9hfCDxn8V/HGj6XZf8Ipo+gaPqn9pfD/w54o8SeBrf7R458N6j4ns/sd3e+dcT2utXH2bWJZ4oLwWArUXGTnK17Xu9fei7Pve2t7HoUcRDS8V8S2tdP3fX9D927b4rfsO/s3SR+Nv2fNe/wCEMs/AUqfE611P+y/i74i/snxp4WK6tBrn2Lxtp2uy332GLQtFuP7NktLzSrr7L5T6fcNPdxzLrP8AwXq+B3xB+zf8Ly/as/tf+yPO/wCEX/4sZ4vsPs/2/wAr+2/+RQ+D1l5vm/YtI/5CPm+X5X+ibN9zv/D/AOCnwr+J/ij4DfErV/EHi+112Czn8ZWt0ut6/wCIdUuJtPt/BulXU9kovdOuEktpEuJgLaSVYXeaUOqiR2b53s/+CeXxW/ad8z/hVGs/Cnwr/wAIRs/t/wD4SfUPEeh/b/8AhJd39l/Yf+Eb8E6/9q+y/wBgaj9p+2/ZPI+0W/2fz/On8n240JzXI6jUJW5ld20s1dbNp23X3bnpU61KTjN0oOUdI1HGLlFNWdpbq6bvZq93c/QL43v+wD+2HqmvnwAf+Fi+MNd8bar8U9a4+NPhH7VZ6ncat/aWu/8AE6HhjS4PP1TxPZf8Sy08mWL7d+40+O3tpfs/jnwO/Yr+P3gb9ofwv41+Gfw1/sv9nLS/7b/sTU/+Ey8F3vkfbfA+r6TqX+h+IPFV347l83x3d39v/pdrJs8zzYNmjpDIv5m/Gf8AZn/aP/Yj00+OPEHxV0y3tbrxMfhop+Fnjnx3Fqv2ue31TV1Rze6D4Tj/ALD8vwnNuUXbSfaV0/FgVDy2337+xT4o/aL8E+CPhp+158R/jd498W/s46Z/wmX9s/DH/hZPjrXvEWofbdX8V/DHTv8Aii9duLTwJd/ZPHd3Y+IP9K8Sx+RY239rQb9YhhsG56uU1uXlVeU6HMpqLcnTjNp3cYv3VNJv3rX1fdkzxVPma5bTtdpWT5e/ptu/kfQP7RGmy2H7QHwz8F+LIfK8ceJdO8GWvhzTfMV/to1jxrrelaRH9s02R9ItvtOrpc2+6/uoPJx5t00VqY5D9KeHfgh488O/bP7X8MfY/tn2f7P/AMTrRrjzPs/n+b/x7atPs2efH9/bu3fLu2tjpbPxz8KP2r/C+ufFXwf4GjtfFXhm31Pwh4Z8V+O/DPhuDxj4d8Q6Npy+I9G1LQ9d0u78R6jpFtpGo+I7XUtMvNP1G3vrDVFvLy0topxHPPzHgj4h+IPgx/af/C5fEXifx7/wkn2L/hG/smrXvij+yv7H+1/2x5n/AAlV7pf2H7d/aml7PsHn/afsbfavK+z2/mdOFwXseS8r+q/uvyXc4a2Jg5bPT9Uj+N7Wda1nUbWODUbnzoFuFlVfJtI8SrHKitugiRzhHcYJ285IyARzNdDq2l3djbpLcTRSI06xgJJKxDGORgcPGgxhGGc5yRxjOOer7PDWtpa2vw6LofB5i71bpye3xO7+HuffX/BKT/lKP/wTZ/7P6/Y7/wDWh/h1RR/wSk/5Sj/8E2f+z+v2O/8A1of4dUVtU6fP9Diht8/0R9e+GNYb7fN5kt24+xyYBctz51vzhpcdM8+9aPiLUoG0y+wk24vEdxVM5+1xEknzM5PNadnYfZ5Wfzd+UK48vb1ZTnO9v7vTHeuC8ST7IdTG3O25I+9jOLxR6Gvz2MU3b5/ke5U3l6fofBPxmumfxf4sKPKFNnaADcR/zL9iDwGI61l/CgGTw7eljuI1q4GWJJ/48dOOOc8c1q/Fibd4l8Tttx/olvxn00O0749q5X4f6z9j0a5i+zeZu1OaTd52zGbWyXGPKb+7nOe/TivWox/2SoktHOn711o1FdN9R4P+Mv8ADI968X6PFdf2fsgtBs+153xKPvfZsYxE39056dq8QS1Nrqt+MRrtmuo/3YwBtuQMD5V+X5eB9OK9A0/xb9r87/iX+X5fl/8AL3vzv3/9Oy4xt9857Yryu/1TzdX1M+RtzfXrf63PW5fj/Vj161zVKcndJXSXvapaO3nqfqOU/BD0f/pxjHg8/XipCNux98ZB22QPPB9OPwr0HRtEWW1kYw2ZxOw+aME/6uI/88jxzXkhm36nv24z2znpb464HpXVWE22Fhtz+9Pf/ZT2rjxtOSjTtJ29lT0TtbV+eu2/+R1YmSfMlupW+5+nof2TzeFYG2/6JpfGesCd8f8ATvXz/wDE/wCOegaZYf8ACMWEHiex1LQNd/su7uLKOytrWQaVDqGn3CWssOrx3D2z3EaPCstvDujRGeON1CD1S2Xzd/O3bt9853fT0qnN4e8l3vPtm77RIx8v7PjZ5xMv3/PO7bjb91c9eOlfN1k736f8MfOT+J/L8kfF2vfGq0XTrq8nn8UygeRuLSxPK37+GJcl9V5xx1bhRx0Ar8+fjp4qufiD8V/B6aTe6pBBeaV4f0NotUuJIkee48SauCZY7a4vUa1ZL2NZCQzkCQeSwC7/ANK/jPPtm8SaXszj+x/3+7HVdLuP9Vj/AIB/rP8Aa/2a1PgD4I/tPR/+Ej/tPyP7I8Xb/sf2LzPtH9n2ujX2PtH2uPyvN8zys+RL5eN+HzsExjaz307bHTRdmn/dX6HyD8JPgZqdz/wkH29PCt5s/sryvtK3Fx5e7+0t+zztIbZv2pu243bVz90VQtFvRIxsrl7WXYd0kU0sLGPcuULxfMQW2NtPykqCeQK/W3W/FX9jfZf9A+0/afO/5evJ2eT5X/TvLu3eb/s42988fLHjLRP7N0uCf7V52+/ii2+T5eN1vdPu3ebJnHl4xgdc54wdox2d/lbszvhU91ad+vn6Hw74j17xHNpl9pq6/rHyvFCEbVb/AOzj7PdxHAUTHCAR/IPL4wvC9qvw08Ja74o8ZeD4bi/tbxbrxf4f0x11O6vLhJI59VsEaGVXtrgNbMLhhJGQysGkBjO4htrxJp32i/1lfO2eZqV22fL3Y/013x99c9MdvX2rtPhHpf8AZviHwzqPn+d9g8Y6Ne+T5Xl+b9lvtNn8vzPMk8vf5e3fsfbndsbGD0RjfW+z/Iwqa+703PtXU/hG/gvyPMtPDMX9peZj+yrcpu+x+Xnz86ba5x9qHlY8zGZPu5+a14B8UabZ6xcyy292ytps0YCRQMdxurNgcNcKMYU985xxV7xr4t/tX+zf+Jf5HkfbP+Xvzd/m/Zf+naPbt8v3zntjnkPDDfZL+aTHmbrSRMZ24zNbtnPzf3cYx361q43jLyt89Tya1G95Lp/wPNdvx9Dgf2m5dN8W/Cnx9o2mWUdvqGpXejvDcXttbxRKYPGGjX0xmmtzczhnhgkUFYpN0jKGIUs45H4G/AuKT4JeH9R1HSvBl7Mln4omuJ57Fbm5lS38Qa7gGWfSC8jLFGscYdwAqqmVUDHS6Vdf8JF8SLnw/wCX9j+1az4gT7Xu+0bPsialdZ8jbBu8z7Psx5y7N+7LbdrbXjW1/sq18Q+H/M8/bpV3B9r2+Vn7bphl3/Z90mPK+0bdvnfPszlN2F8RwXtG/J/+lf19/oGAr8lXl/z/AJqa7eX9aHxj8bPAEdj4q0+LS7PQ9Ot28P2kjwWdutpE0x1LVlaVo7eyRGkZEjQuRvKoqk4VcdX8TPDqa1/Yn9mwWFt9m/tLzvNiEO/zvsHl7fIgl3bfKkzv243DbnJx9RfBD4b/ANseFNQuf7Z+zeX4hu4Nn9nednbpukyb9326LGfNxt2nG3OecDOu9W/sXy/9H+0/ad//AC18nZ5O3/pnLu3eb/s42988dKqqEb9fd79PkfoOCxloJbJKPfz7R01R+FXiHwxrGn+PPEk/223VIPEniFQILi6DKDfX0ShB9nQADcBjIAXIHpWh8J7fxK/7RPwkWHWriOFviv8ADNViGpX6IAfEughhsRSoDMWJA65JPJNe3fHa3/te5+Io3/Z/tvinUZ/u+b5W7xQLjb96LfjGzd8n97H8NH7Ovw38rxV8JPEP9s7vsXj7w3qH2P8As7Hmf2d4xgfyftH247PO+z48zyG8vfnY+3DY1czjRpTrylTlUlCWGVF0m1yuPOqvPyyjzc0eW1lLrzWsjmxmJcnGGtrqb1feS7beR+4l/wD23YzLDPqly7tGJAY767YbSzqAS+w5yhOMYwRz1x8u65rd5r/2XN7fy/ZPP/4/riWTb5/k/wCq/ezYz5Pz/dzhOuOPb/F+q79SgPkY/wBBiH+tz/y8XP8A0zHrXzb4Jn8j+0/k3bvsX8W3G37X7HOc1+WZpmLV/V3301p2+z8yMPNua7P/AORf9fMzNb1V7O0jE0t06pcJFtRywDLFKMgPIoCgKQDweRx1rMugbvw8+pA5hk2/LISZvkvlg+YfMv31yP3h+XB4PFd34ztvtGk2zb9m+/hkxt3Y3W10cfeXON3Xjp0ry77d+8/sHyv+3vf/ALP2z/UbP+2f+u/2/wDZr4jF472jmr/n2f8AdPoKFP3d76bW8o+Zt+FdQtbaFYJIpGMmoBvkSMph1t0w251PVTngjGOvSrfjW1i1X+zPs8UKeR9t3+dGq5837Jt27Fkzjy2znHUYzzilY6R+6Nx9o/1MpbZ5X3vLVHxu83jPTO04689KZqFz9n8n5N+/zP4tuNuz/ZbOd3t0r5+tO87pu/z7IirR336XWnlbU4e2s5NPu55JDGUIkhAhLZB8xWHDKgCgIRwfTj05/UPEWn6Bq82sTQXO+08vdNaRQfa/39qlqPLkeeE9Jgr5lX91uUZGFOzqt35u8eXt/wBJZvv5/wCenH3R615P430f+1NI1NPtPkef9i58nzdvlXVoenmx7t3l+2M98c/acM11Sr0G3Zc8eZ2bsvbUW3om9Eump5sqfTZ9t/Q8d+OPx/u4vEEGl6TrfjnTrW+8MxRyWttqUtpZyzXN7q9u8k8FtrIjk8yMRxyu0bu0SKhDKqrXhOlfFHxFF5/keJfFsO7yt3lazfR7seZt3bNQGcZOM9MnHU10Xi3wl9g1i0uv7Q837LaW915f2Ty9/k3VzJs3faX27tmN21tuc7TjB6Hwcv8AaX9o8+T5P2T/AKabvM+1f9c8Y8v3zntjn9/wecUKOAouipVH7OPtqjnOKjO6StB0ru6/lbSvcdCnLmkpNO79yKik0ktU5Ju+3W3ZHk1l/aXjyVtItr6ZntozqRGr3NwbbZCy2pKCP7YfPzeLtzEo8vzP3gOFb0qDwNrVnY2/+l6erQW9vGTFcXYIIRIzsP2RTj8vl7dq9y/Y5+FH2z4m67F/b/l7fAmpybv7L35x4g8MLjH9or/eznPbpzXsXj/Sv+EfvPE/7/7X/Zus3tr/AKr7P52zVjaeZ/rJvLznzNv7zH3Nx+9Xl5zntJ1Iww9T2lONpKTjUV5OOqanTT/TXQ9OjSkk5TVpdrrZW10bWvVHxjp3gnWv7V0/UXvLFkivrOd83F2ZitvPEWAzaYLYjITLgdMle3venSy2cDRSSSEtK0g8t2IwURedxU5yp7dMc17n4f1n/i28k/2b7ula++zzuvlz6lxu8rvt644z0NeMf299p/efZNmPkx5+7pznPkr/AHsYx2618hm2ZyrUIXSuuS1rx2a/uidouT295v06aHrvgTXJodXuWa5vsHTZl+WZ883Vme8w44r6ettRhvdMtYisrPNaWrFpgjBmEccjFzvcknaTkgktyfWvMdI0n/SX/wBI/wCWDf8ALL/ppF/00rbig8q4xv3bGdfu4zgMuepx696/AeIa7nOy0tDu39j0SLhJqyervvsdWkE0d1FKrhYY5YnMasy/KjKzgIAEy2GOMgEnkjJrrbe8jZCcSfeI5C+g/wBquTspsQRRbepZd2f70jc4x2z681oeX7/p/wDXr4xRc5PTRX2strb9f60OqG3z/RHo0F3b/P8Au2/h/gT3/wBqm3d3D5a7UdTvHIVRxtbjhq4OOfr8np/F9fatCF/NO3G3C5znPoPQetdE6VovT8fTzOmMuZ2tb5i6hflWm2vOuPLxtbGMhOmHp2nTyzwM4llOJWX53bPCIfU8c+vrWhDY+cFPm7d27+DOMZ/2x6VeS3+zDy9+/J3527eoAxjc393Oc9+lebUSUnb+tWRUdnd9v1ZWUTLnMjc4/jasu/EsibRIciXPzM2OA49/WtqVtu3jOc/0rGlly7jb0du/oT7V3YWXwPrr/wClf5HFP4X8vzRhxWc321ZN6d/4n3f6or/d/r0rs7Gd7HSr6QySDyhcz5iYhhstkbKklPn+Tjkc45HalC+IlfH97jP+0R1xVa9vtiSReVnzIX+bfjG4OvTYc4xnqM9K+lwdSyV31XTygYmXNrsupbfLuL79znPnSt/y0xjbiaT/AJ5nOcduvbPuLgWyCSbe6lggC4Y7iGYHDMoxhSM5zz0rc0S9+z/av3e/f5P8e3G3zf8AYbOd3t0ryf4g675ujWy/ZduNUhOfPz/y6Xo/54j1r3adVzS5Vd+tuvml2OOp0+f6Gz47v1ufBmpQQmZHePTdhYhVULqNi5GUdiPlUgYB5wOnNcR4C0XUb7R7mVLmHYupTRsJZp8nFrZseBE4KkOByfXj1yIh9osof4PNggf+9tyqPj+HPpnj1x2r3n4ZWW3wfrDebnbqWoHGzrjS7A/36f1i1420ve93dNWVtvJGZW0LR7iw+1ee8D+b5G3y2kbGzzt2d8SYzvGMZ6HOOM+rXfgu1uI1RbDRgQ4b57WPGArDtatz83pXLaXbeb5/z7dvlfw5znzP9oeldN/aOznyc9v9Zj/2Q+lOc+elfyf5/wDAMZ/E/l+SPJbvwbdRalebf7NWJLy6VUTzAFQSyKqqotQqhRgADAAGB0r0XQ/Btq2j20tzYaPPJtuTJJJaxyu4W4nwC8lrubCAKNx4AA6AVI8293fbje7NjOcbiTjOBnGeuBTvPzGYtv3gy7t3TdkZxjtnpnmvFX8Rf41/6UScD4t0fTLLUoIk07T4w1lHJtgs7dEJM9yuSBEg3YQAnHQDnjjxHxTpMGp/Yd1taSeR9qx9phR8eZ9n+5mOTGfL+bpnC9ccfR97oP2+VZvtflbYxFt8jzM4Z23Z85MZ34xjtnPPHisWj/Z93+kb9+P+WO3G3P8A01bOd3t0r9N4Y+OP+GP/AKRXPJxfwv5fnE/Jf4uTWdvfeOLQW4VrfxHqMH7uKIRjyfEBQhOVIT5cL8q8Y4HSuT/ZtsTF+0v+z/4gmEUml2Xxv+E2oXVrjfPLaaf468PyXcKwOgt5HlS3lWOOSZI5CyiR0DMV+h/2jPDX2Pw38RNV+2+ZjXFl8j7Ns/4+fFtmm3zfPb7nm5z5fzbcYXOR85fsuWv/AAlX7Sf7O3gbzPsH/CU/HP4TeGf7U2/avsP/AAkHj/QNO+2/Yt1v9q+yfbfO+zfa7f7R5fl/aId+9P6X4bjW/supUofF7WUJ3s1yfV6Dk0pSjZ3t3e9vL47M+X3Oa9vdta/xXqW2T/HQ/sOT/gmf4j/4KCD/AIXL8OtN+BVjonhk/wDCsbqL4sWd9beIm1XRv+Kqnkso9C8B+NLQ6KbTxpYrbPJqlvcm+TUQ9hFEsNxdfUv/AAVg/wCChH7Nv7IH/Cg/+Gavhx8Qf2dP+Fh/8LT/AOE0/wCGf/CHgL4Rf8Jj/wAIl/wrn/hHP+Et/wCEB8aeGf8AhIf+Ee/4SbXv7B/tb7b/AGT/AG5rP2H7N/aV59o+4P2DPiL/AMMO/CDxH8J/7H/4Wf8A8JD8SdY+In9v/wBof8IV9j/tbwx4P8Nf2P8A2V9h8W/aPs//AAiX23+0P7Sg83+0Ps32KP7J59z/AJ0nhD4Af8Lj/tH/AIq3/hHP+Ec+yf8AMB/tf7Z/a/2n/qM6X9n+z/2X/wBN/N8//ll5X7yoqm5KNWr7GDvepySqctlde5H3neVo6bXvsjxteaLS5rX0uluu7P2p+AP7RHhL48/G74ga3+0HY+K/jn8O/Eum+KvHfh/wh8XLbTPiba6b4i1nxbo13pXiKbQPG2t6xodn4ks9D1jWtMk1eylnvrePV9Ssra8ls7+7aXnv2iv2w/2MfBXibxh8F/B3wC1Hwnrmmf8ACP8A9nTeGfhX8KtC8OWH2zT9E8V3f2KTS/E9peWv2qzu7pbnyNKj8+/ubhZd0U0lyz/+Cnf7Tv8AwlX/AAS8/Y8/Zk/4Qj7B/wAKS1/9n3QP+E2/4SX7V/wk3/Ctv2efH/w/+1/8I3/YFv8A2L/bX2j+1vI/t/Vv7O2fYPOvt321fx5/Zs+B3/DRWveC/hd/wlH/AAh3/CY/8JH/AMT3+xP+Eg/s7/hH7LXfEX/IM/tfRPtf2v8AsT7H/wAhC1+z/avtH77yfIl0pxpww8cVUqP2M8Q8PGSUlyPVqs0rykoxg37Llje9udOx2UZXmoJe8rTa8rxVr7a7Xv8AI+xfFn7d3gXRvh345+G/hW2+KXhzVfGXhfxNZ6TLo8Oj6Ro9trHiLQ7nQbDUL6TTvF8VzC8NzFbtdXdtY3V1HawRGFZ5IkhHwX4J+Kv7Tmmf2n/whP7QPxW8Kef9i/tP+xvit8QdC+3+X9r+xfaf7J1GP7V9l8y78n7RnyPtMvlY86TP7K+B/wDgld/wr7wtq0v/AAvb+1/sV3f67t/4Vh9g837Np1o32XP/AAsO92b/ALFjz8Pt83/Uts+f7T/Y5+Hn/ClP+Fi/8Tj/AISX/hJf+ER/5h/9jfYv7G/4Sf8A6fdV+0/af7V/6YeT5H/LXzf3dvNKVH3KFppWTqyUv3lre8oSp3gv7t33uenClzxvNyXRRi7cq00bXxeuh598AG8H/B/4b/Df4xft1eG7H9qH4a+O/hn4PttK8LeItH0v416lB8S/FGg6N4psfG+paJ8Yf7M0CLVItA0zxfp154lttUvNfSfxBPaQrcWWq6ncRz654Dh+I3xAuvjz8JbLRPA37EGs+R/wj/7NRtk8M6Xpf9n6JD4N1X/iznhqzvvhHZfbfi5Y6l4+/wBC1iX7TcXf/CU3OzxNcT2qeoeDPg7/AMId8YfiD8Uf+Ej/ALR/4TW68WS/2H/ZH2P+zP8AhJPFFr4i2/2n/al19t+xfZfsef7PtPtG/wC0Yg2+Qx4z+J3/AAt/xLqX7HH9if8ACPf8JD9j/wCLjf2l/a32P+ybC1+Kf/Iof2fpn2j7R/Zn9hf8jRB5Xn/2n+88v+z5JWPc9b7q9vetrby6eRrOPu6LVK19L2S7nwt8WP2rfAH7Nfx0+Gvhaz0nxroPg65/4Q7xj4j8KfD2w0XS/D2t2s3jDUtO1cX+hxeItC0vUtS1LS9CXTbr7dbtHeWMNlZ3V0beMJD95eAvGngn/gop/av/AAoPw/L4K/4U99h/4Sz/AIWbpOk+HP7S/wCFg/bP7C/sT/hDLrxv9s+x/wDCEaz/AGl/aX9mfZ/tVh9j+2+fdfZPyF/ak/ZS/wCFcfto/s9+F/8AhPf7Z/tRPhPqP27/AIRb+zvI+2/FfxDp3k/Zv+EivvN8r7D53mfaI9/m+XsTZvf9RdN+L3/DEfnf8U9/ws3/AIWb5f8AzFv+EL/sT/hC/M/6hniz+0v7S/4Sz/pw+x/YP+Xr7V/o3S8RS5KLhPmly/vFaS5ZdtY66dVp8zzKqleScbaq2qd9tfL5n8nni7VLC902CK1t5IpFvo5CzxQxgoILlSuY5HYks6nBGOM5yBnzqv2z/wCCkf7Gf/DO3wN8K+Nf+Fkf8Jh/anxX0Pwt/Zn/AAh//CP+R9t8IeOtW+3fbf8AhKdb83yv7E+z/Zfske/7V5v2hPJ8uX8TK+py6XNRv5yX4o+Ox/8AE+7/ANJPvr/glJ/ylH/4Js/9n9fsd/8ArQ/w6oo/4JSf8pR/+CbP/Z/X7Hf/AK0P8OqK7KnT5/ockNvn+iPtG1E6yE3MLwR7CA8kbxAvuXChpPlJK7jgc4BPQGuM1+zR4dQdjIEafdvGAuGulIIYqRg5GDnnIxXY3+qiaFVzHxKrcJKOiOO5x3rA1pWk0i4IH31t24IHWeFu/wDWvhoxbez01280e5U3l6fofn/8WrG3HiLxSVkct9ih2jehyf7CtMDATJyew5ryzwnp0cmnTM/nKReyDAwOPItjnlCepNeufFlNnibxPnIK2luex6aHaHtXkvh/VVtbOWMlBm6d/mSVjzFCvVTj+H616lJNYeULNJyg38kun6l4NL2l+tpfodTY+Hp7TzfNtdQi8zZt86F03bN+du6Bc43DOM4yOmaxtP03zdYv4ylx8puj8q/N8t0i8/uz688da9LufEIv9nltC3lbt22KdMeZtxnzCM52Hp079RXDaZqDRa5qTtsAY3gztc8m8jPQMT2rCpdKXVNJNv5bd/63P07Kopwpt/Z5mvX2jQ+Czhi1ZIVZzOu7ELMpl5ti/MYUP9w7+n3fm6c1tzSyWrCMoF3KHxKrBuSVyBlePl9Ouea5+O8X/hLRdkrt552vt/5Bhj+797r+vPSrOvavF9sj+dP+PZP+Wcv/AD1m9q82vQlKSjFObcFJK2yu9NN0raHbi5c1/JqP3Nn9jvhzxBFefbPs1xYXPl/Z9/2eZZtm/wA/bv8ALmbbu2ttzjO1sZwa7CK/XUz9jMkDNCvmFLdwZlMeIjvXfIQAZMNlRhtoyOh+C/ht8ZdM0/8Atrfd2K+d/Z2N2naw+fL+35x5Y4++M569uhr3Xw18SY0vZdRSSyMd5aPIjG01Day3EsE6kJvEi5UZAcAgcMN1eHUhZ2a9LdNEfNT+J/L8kdb8RNA0hNP1jU5b2aO8H9n7oHubVIxmextxmNoRKMxEOMycsQ33Ttp/w28RHRPAfiK1s5LGWF7zV7hnuHLsHbRrGNgGiniUKFiU4KkgliWwQB5L42+Jmk6xeano91eW0b3H2LzFgsdTWQeTFaXS7JJEliGREpbO7KkqMNjHnd/8U9J8IeGdf0yxvLWWe403VL6CO9sNUlaS4l097eJDJbpbxLEz2yLhyrAl2aQKVK5xhZ6Xenb0JU1F7rtueh+M/HF9J/Zvlrpkm37ZnYJmxn7LjO27OM4OM9cGvnCL4oeJPiUx0K/sNJ8m0H9rL/Ytrf8A2rzICLMeZ52oX6/Z9t++/EKt5nlYkAyr8Rp3xO8T+KfO8iw0aT7D5e/yYbyDb9q37d32nU/mz9nONn3cHd1WvYdA+D3iP4eXkmtf2Zcr9qtn0vN7qejXUX7+WG7wsdjPHKJP9C4dmMYXepG5kI2jDZ63vt89DaFZLRtdLa/1/X48K9nZaZLJe6ncHTraB3+0XF9LFaW8DSEwqs01wsccRaaRIlDuCZGVBlmAOvJrunjwh4kuNA1DTtXmh0/WHtktruC/E1/HpheG022U26SSRvJHkRsJnEqhSC6Gu48Q/Dqy8ZaPd6Pdyailxqv2eW4jsriyhZJ4bqDUJUhkubaeFUWSBh85kzGCquXKtXhWueE5fhXcp4W0uOeePUrZdXzq09rdXJnvJJtO2Ry2As7dIdunR7VkjMiyGRnkKMir0wg3Z6rXt6HTC8/vtpr21/E4nw3461tftv8Awktnp+h5+zfYvttvd6Z9qx5/2ny/t95+/wDI/cb/ACv9X5yeZ/rEr23UtRsIoEZ72zQGZVy9zCoyUkOMlwM4BOPQGvmjx2t3P/ZX9rxLa7Pt32f7Oyt5m77H52/ElzjbiLb9z7zfe/hh1XxV4i8QW6WXh6x07UL2KZbqWF1ltgtqiSRPLvu7+1jJWWaFNiyFzvyEKqzLtKC5Xq+n5o3dBuL0dn5ea8n5/wBb+waFMmh+K4/EmmvHdXsV1qM8EczCe0k+3W93BIdluYpXQQ3LvEUnGCEZi6ghszWviz4zX4iQm50bSoNFXVtBN7qkmnarFbWtiItON9dy3smpfZIYrWPznlnl/cwLEzTfKj1l6BdvGmmrdhItTS0iW8tlDNFDeLabbuJHVpEZIpfMVGWeRWCgrJICGbS8Tada6h4d8QXBkm+2zaJqoSJCqxNKthPFCvzxHAfam4tKBkk7lHTw68bSvfr+rPFo4Soq7912u3ezt8cfTz0/y13vGvx71vT9Vt4fCa+FNf05tPilmvIBd6okd61zdpJbG403WEgRkgS2lMLjzVEwdjskjA+Q/jL4sfXv+Ec/4RaTTvEf2T+2Pt39iudX+x+f/Zf2X7T/AGdczfZ/tHk3Hk+dt83yJfLz5T48q8S+NPGfgO/i0jStK0e4t7m0j1J31ESzTiaaae1ZVa11W0jEQSzjKqY2cOzkuVKqvqvwe+H8Nj/wkX/CSm+07zf7I+xeRcWU/nbP7T+07/s8N5t8vfBt3+Xu3nbvwdvl4qfJFPmj72qXMm1ZwvzL7N76X8/n9ZRpyp007PZaW3/q7/4bf9Bfgl8I4LTw98N/Gctv4li1C58HaHqdxFNCiafHc6v4YiFxGEbTVnSJHvJFgR7ppFIjEkkpDbvr2XxBb6H4L1O0trvT31qy0fWpLLSrmdGvbi+aK8ubK1NjHNDdyvdSvCsUESpNOsqCE7nVj8W+EP2p9Lt49D+GmkX2iXV7omnweHLa3uNE8SrduvhrT/Ik+0Xpe20550g02R5pYvKgmdW+zoA8aUl98UdZ1Dxnb77bSR9p1LSIm8u2vlwGWyh+XffNg47tkZ5xjivkswrycbXvr+ku39frx4irqr2vpu/X/g/1v0upfEbxXNOja1pOn6ZdCJVjgmsNSsme3DuUmEV3fGRlaQyoJF+QmMqPmVq+ZviFr1wn9kfYltbnP9oebsDzbMfYtmfKmG3dl8buu046GvdvH97dahrNtNLHErLpkMQEQZV2rdXrgkPI5zlzznGMcdc+Fa9oSN9kz5/Hn/8ALSH/AKY/7Ffn2YSk5aRb1e99dYb+n/AOzL580t1e0dn/AHZiaVJa6pbWseoXEVsPscE7bJY4SJ/LjUxnzzJgDzH+QjeCoyeDmhb2dlaeLklguDJDHu2ytNC8Z3aYytmRFVDh2KjBGGGDzmqTwQ2Uaks4xti+bDdFP9xevyden6VLZRRy3MU6liG34IwBxG6dCu7qP8ivksTKVJzk24qUWvJtq9nddbfh23+yp2VKLdtOV6+i/H+vI7q+1GaO2uYrNYrgPbTY2q8pMjRuuweU4BJAXC4LZb3FZXh6GW++1/2nFJZ+V9n8j5Gt/M3+d5n/AB8B9+zZH9zG3d82dy4ntzFDG25iCGL8gn+Ff7q+31qYX8S9HHP+xJ/hRg6brcrtdv7tr+fRfj20MqtSNm7727dGkdjrOgeH49GsJoNUeS6ke186H7bZOY99rK0n7tIRImyQBPnJ252tliK8C8RTXWkazeTWUBmt7f7P5U0sckkTebawK+6SIxIcPK6DaVwwCnJBz6nLPHNEgDf3W4Vh/CfUe9cP4ltZri1vY7VPNlf7NsUsihtskBbl2QDCqx5YZxxk4B+vweHnSjGSTTik9E+jg9/O1/6d/KnON73WrSWp4n4rivfE5lmubWYRnTZLGWSyglEaRH7Q7sXkFwqyKtwzEsdqrsJTGS3MeFfDml6F9vxdXMf2r7L/AMfk9umfI+0f6v8AcQ5x53z/AHsZXpnn0mWXU7E/2RLbwo9+uFVmDyEXWbUbZI5zEpJQhd/3T8zfKRWdc+FL6XZ5tvKu3dt23FpznbnOXb0GOle9RzCrCk6XM0pNc0f5rWadt9N/kaUpQUldq+ut/I9ItPitr3gKRtY8P2uiX97codNlhv4L26hW1mZbp5VjstRs5RKJbOFVdpWjCO6mMsyMtS18V6t411Ur4gtbTT7TXZrnUL+4s4Lm0SCWVZdSVbeW9uLuKKJrpY4kE3nMY22BzIwkrg5LB70CKJWZlPmEBkXgArnL4HVxx1/DNeleBtHt9a1vR9AledTNDNE6wPGkwaz024nIWWWN4OGt8MSGDLuCHJU1unVrdJNp7Wb7LsepGcbN3Wqa+eh1Vx4Q8LXPh2/soNYnmurnTtSt4LWHUNOkuZp54riOGGGFLZpJJpXdUijRWeRmVVUkgHwaf4ew6O4tpotat2kUThLxEilKsTGGVWsoiYyYiA20gsrDPGB9heKfhVP4O+H3iv4i6dDfzS+D/C3iTxbafbr3TJbB5/DGm32qRreW1uttfTWhmsAtzDbTQXMsO9beWORkcfFfhX4u+I/itp83iHU7LRIZ7O9k0VF0m2v7W3MNvBb3ys8eoaleTGcvqMgZ1lWIxiNVjDq7MYvCYz6jPEwUo0aVSlSqSW6nPVK1uy/DRM4as4OfK3reT12dmj3HRdYGoXUkOjyWuqXK27yyW9i/26ZIFkiRpmitZXkWNZHiQyEbA0iKTudQfZdFntQ1it5cQ20ogUXEck0cLwzC2PmROkp3RskmUZH+dSCrfMK8Y8Jaf4R+HepT61BqmoF7qyk0si/RrmHbPPbXZ2pZadBKJc2Qw7OYwu8FSzIR31q9lqt4t1BM8gv2lu4yqtGrJOj3AZVljDICrZCyYcDhvmr8fz/Bx9ovYe1qU+XSpODi3LlXMlZW09b+q3IT0S0311v2Om1Fb06q89nay3OnCS3db6OCWa3MaRRee/2mL9wVhdZFdgcRmNlcgq1WxdSNyoQjpkBj/Jqw7jxLrOlRTaNBa2L6dHE8ZnmWVrnyrpDNOxZLuNCyNNII8QcKqgq5yWrafqjyws2IuJWHCSD+BD3b3rwKWClo5Rtpute3xefkbwla9tVf/Lb+vv69It9brndcW65xjM0Yz+b1sWt0CFIaMqYwVYHIYHaQQQ2CCOQRwRyK8tkE74+QcZ7jvj1b2rvLBJhaWuUH/HrB3H/PNP8AarWrQ5YNtW06/Lbz/rzfUql+z9H6f193z6621EqURWgLDdhc5bncegfPTnp05rqdNVryB5XBBWVo/wB2DtwERuc7jnLHv0xxXmtqsv2+P5R/F3H/ADxb/ar0bRbiWG1kXanNwzc5PWOIdmx2rw6kHKbSV7N/hJlSacd1fTT7ie+tv9VxJ/H2/wBz/ZrkHSNLibzH2ASSDLMq87zxyBzwePau/uWaTZwON3Tjrt9T7Vw+oWZeSUkNzcSNwyd2f1+tdWHw8uaK5XZdbPuvL+vMwn8L+X5oshrUWWBcRlvTzY8/63069Oa4vXJIUuFd5Y0t1tg087OixxRq8pkd5CQkaxoC7M52qo3NxWzLEkEDFiw2YznB+84H8I9+1ed+M75U0jWI4irTNoWoeUjK+GkNtdBFJ+UAMwAOWXHUkDmvocJh5Nwja15RV+1+RO97K35fi8Hom/I4/wAa6zp0H9m/2XqGn3277Z5/l3cFz5W37L5Wfs8o2b8yY3/e2Hb91q4Lw239pX0sGoYtYUtHlWRP3JMqzQIqbp/MQgpI7bQAx25BwCDn+D9Fm8Qf2j/aaSW/2T7J5H2SSFd/2j7V5nmeZ9pzt8mPZt2Y3Nndxt9uv/h3pWjwrdWdxqcsskggZbiezZBGyvISBHZwnduiUAliMFvlJwR7tWlRwqq0NKlS0f3i1jdpSVpRvF6Ss+iatucUm3yvbfbrt/l6/r6Bfabosfgi3OnaiLzUl0zRhHZR3dpcSu26xE6/ZoIxOxii812C8oELP8qtVTwpql5pmlXNrNDHAst5NK32qOWKQI9tbxlxukjAQCM4YqRkNknGBwGmancW1/DalIRDbmWAMVcybYYpI0LFZMFjtG4qgBJJAA6diZpL21uHjVWfy5YkC5UFvLyoO9h1LgZyBjuOa8qXNfzutvXoSdBceIpo9n2U2c+7d5mN0u3G3b/q5xt3Zbr1xx0NeoabLazzuklzEqiJmBWaMHIeMYyxI6E9s184xG6st32mJI/Mxs5D7tmd3+rkfGN69cZzxnBx7ZotuJbqRfm4t3PBUf8ALSIdx713wv8AV9d7S/8ASmYz+J/L8kdNKkAkk2ShgHbaQ6HI3HB4HORzkcd6lHlpbM4cb1SRgpZeSu4gEcHnA4Bye1Z9ygtYpJef3ZA+bBHLhOQoyfvdu/tWHJrW0tFmLGNv+rlz8w9c478cV5S/iL/Gv/SiSprGt6pbXMcdraRTRmBXLGC4kw5klUrujlVRhVU4IzznOCK8bvddvNe8r+2Irex+yb/s3lJLbeb5+zzt32qabfs8mLHl7du87s7lx65cXQlcNleFA4Vh3J7/AFrxPWdL1xvs2yyQ487P763GP9Vjrcj3r9N4Y+OP+GP/AKRXPJxfwv5fnE/Nb9oezVNJ+I06+aV/4SGVlc4MbK/iy2AYMFAIIbKkHByMZr7k/wCCRnw7lf8AaM/YD+IDWOvC3079rH4Ja29+LZv7Cij0H9oXR2knuLo2JRLOAWDG+lN6ixCOctLDtOz4s/aE07xLB4a+IEuo6dBb6Wmsp5lyk9u8io3iuzW3ISO8mkJeUxK2IDgMSQgBZf2d/wCCQ/hW/vvBn7HWp6RbyXd43xf02TTonuLSKC4vbf4+atHbxSCZ7d1jkuYljkLywjaWYSouHH9G5T/yJI6P/kYrW2n+6UtL9/I+Qx/8Rar+FtfX4p627eZ+uX/Bf/SvGPxJ/bH+GuueEfC+s+LdNtP2Z/Bukz6j4S0XVNe02C+g+KfxmvJLKe80yO+gjvo4L62nktnmWZILm2laMJNGz/yPf8E/db8BeEv+Ft/294x0HQv7Q/4QP7J/bviHRtM+1fZP+Ez8/wCy/bZbbz/I+0w+f5e/yvOh37fMXd/Wz/wVL/bS+FH7L37QPg/wB+0F4t07wB4z1f4OeH/GGmaNH4W8b+KBc+GNQ8bfELRbLUzf+DdM8S6ZCZtV8P61a/Y576K/jFkJpbSO3uLWaf8AlB+O/wCwH4//AGO/+EV/4Wv4c8QeEv8AhYv9uf2B9u8WeAvE/wDaH/CI/wBj/wBq+V/whc+qfYfsv/CT6dv/ALS8j7T9pT7H5v2e68vurc1PBV4y9rD6wqLpR5H7OuqdWMpPma19ndNON9XZ7nhxXNVhaz5ea+uqvHTT5H7ifsc6j4iT4j6xquvaRJpHgG/8BahL4V8Y3dhfWGheIYLrXvDFzoc2l+Ib1xourR6toom1Syk06R0v7OJr6zLWiO1fevhfwzB8TPjLY+E9f+3Wfwz1v7T9r8Z6Tst4Y/7N8K3GpQfZ/EV7b3/h9N/iCwh0qXzbaXczSWKeXeskifOv7OVl4f8AC3wB+BuqftLX138O/gzc/Bz4Z2ngnxd4fU6zrGs6/N4L0O48N2N7p+iWfjPUbeHUPCtvr2p3Mtz4c0yGK6sYYZrqynlisLr7F8Ow3Y8OWfjb4LRL4v8AgR/pH/CNeN9dZLLVdR/0+fSdZ+1aReyeGdai+yeMf7V0iDzPDFlvtraG5T7TaOmoXHy9So46bWf3u39f1o/aw8LKN7NXX/tp9RWfiu6/Zx8C+KvgZ8KxYeKvhx8QbLXNX8U+JPEIk1zWtKvfFmjr4P1uGw1jw5c6HoNjDY6DoenX9rHqOkXsttd3E91dy3NnNBaw/Odl8H/BvxI837frGsj+xtnlf2LqGlf8xHfv+0+dpl9/z4p5O3yv+Wud/Gz8+/2uv29fG3wD12bwHZ6d4Ba+1v4dSeIbO31vQvFuo3E1zqV54l0a3RbrR/EVnYxW0k2jKgjnKTRv5sksqwvEV87/AGKf+CoXhUf8LL/4aV1zwZ8PP+RN/wCEL/4RfwX8SdT/ALX/AORr/wCEj+3f2ZJ418j+z/8AiQ/ZvP8A7M8z7bceX9t8uT7JxTxMoPV2X/Df5/1s/VpxfLona/Z9kfqJqOrfFXxbCvwhu/AWpL4H8ASi08L65YeF/EY1bVbLwqr+GNEuL7U5JLnSL77dpFy15czadpllFc3Oy4tFt7XNu3xR4r+C/hfwf8cb/wCKfiy+1/wvc6d9l+3y+IrrT9E8P2P2vwhbeHbX7Y+paVayW32mO6tlt/O1FPOvbiAR7lljgb71+G/7U2i+MrtdR8F6ho2s6RqmiDWtGu5NE8TWL3mhXstjPp988WonT5oXuLa6tZGgngt7mMylZbaJ0dE80+L3in9jz4zaz4h+Fvxg+LHi3wv8Q/En9k/8JF4e8JaD4hRbH+x7XTPEWk/2fql18PPFGjD7Toel6Ze3e/U77JuLm3X7Ndlbe33w+Jbktb3a/OP9f1ZqcdNtevpY+Uvih8A/2YPjn8NfiH8RP+FyNqPxp8O+BvFuifDH4d+D/iH8PbuTxr4h0jQNQ1zwXoVr4R/sbV/FfiTVvEnivV/7Dg0zw/fQX2sM9rpmkxRak3nS/wA2n7VXgL42fCv/AIQP/hNfhL488F/29/wlH9mf8Jr4D8W+HP7S/sv/AIR37b/Zv9rWenfbPsf9o2n2z7P532f7Va+b5fnx7/1y/abuvCH7I37QHw21/wDZ31W78b/CXwbo3g/4seL/ABT8SYLi61LSNd8PeNdfvdftU0/SdP8AAepXujWHhrw1omorbafoN9f3Nxd30NpqFzO0dlZ+hv4r8Mf8FnMf8TNrz/hm7P8AyS+0vvAfl/8AC4cf8hz/AIWtaax/au//AIVb/wASz+wfs32HbqH9qed9s07yvoML7Rr2vspVKUNKj5ZOmnKNo88ldRbbVrtNuyPNxEVeyaUna2uv2b2T30vfTb7jxv8A4LgeHbzSv2UPh9cT2OpW6P8AtDeE4Q93bSxRlm+G/wAWXCqzwRguRGSF3ElVY44JH8sOCOoI/Cv7Gf8Ag4J0vU7L9jT4Zy3tsIYm/ac8GRqwlhkzIfhX8aGC4jmkYZVHOSAOMZyQD/HZJ0b6/wBa+9yhv6vZ7qUvxaPh8z/ir0X5H3n/AMEpP+Uo/wDwTZ/7P6/Y7/8AWh/h1RR/wSk/5Sj/APBNn/s/r9jv/wBaH+HVFelU6fP9Dhht8/0R9bi3lfhkyOv3lHPTsw9ak1uPyNCndhtCR2gJzuxm4t16Aknk46GtGBomcja33Sf1Ho1U/Fh2+G74jgBbPH0+22o718dDf5fqj3Km8vT9D88fi9cofE/ikB+TZ24HynqdBswP4a8EsHk8ltp4809l/up6ivYPizI7eLvEoB4NvZjGB30OyHpXlGlRqbd9wyfObuemyP6V6dJJ0JJ73j62suppgvjfpL9D0fw4TN9s+0fNt+z7O2M+fu+5j0HX8O9Z88aW17dzKuzfPOu7JbIaUtjBLYztz0HTFM0u8MHn+UWXd5W75UbO3zMfezjGT0qbUI5niWYMuZZQ5J6/OrtyNpAPPbgduKwqxVmt7W3+R+nZT8EPR/8Ap1mK85XUDOrYIxhtoPWAJ90jHTjp7+9Vr77TeTLKv7wLGI937tMEM7Ywdv8AeznHfrxU89tIkTXLMhxtzgndywjHG0L39enPWt/w/ZW95ZyyzR72W6eMEvInyiKFgMIwHVjzjPPoBXJUnyL2qSbilT26dt0+vex14uNlJN6yfMrb2cmfr34b1fXIvtuy427vs2f3Voc48/HWI+pr6U8JeP4/LtbS41b99b6XDHLH9gb5JYVtopBvSy2ttbcuVZlPVSRg14Z4ZstPk+2/6O3H2brJKOv2j0l9qhnkutLurmezkWHdNNCuFWQiJpC4UiZHHHlrlslsjqQTn56rFO3z169D5ufxP5fkj0nVvEGqap4/uIdNu/PSfyvJX7PbxbvK0WNpOZ4Yyu0xyH5yM4wuQRk1DRfEOqaxYW19befa3RtbO5TzrGLfbT3TxzR7oZY5F3RyON8bLIucowYAjlPB08h8U6dq1+xnT/TPNEaqsrf8S66to8IoijG07M4ZflBPLcH3FtRsJrqC5t4Z0eF4vLZwuVkjk8xG2+c6kAlThgQcEFSOucYWel2zlm7cz8/1Nbwd8OtA0X+0fN0f7N9p+ybf+Jhezb/J+1Z+7fS7dvmjrtzu7449y8Z+PbPVNLgt9N1Xz50v4pnT7DLFiJbe6Rm3T2caHDyRjAYtzkDAJGH8N7KXxV/bPntHJ9g/s7b5xaDH2r7du2/ZU+bP2cZ3/dwNvVq6fWfDHg7RbWO6udImeOS4W3At7y+d97xyyAkSX8S7cRMCQxOSOMEkbQgvdve91+ZEZ6q/dbevqaXh/wAD+OJbfS9d/svdp93ZW99FdfbdIHmQX9oHt5fI+1idPNE8Z2NCrpuw6JtYDwn4v+EteufiN4YiudP3rLpuixMv2uzXdG+u6mrLmO5Uji*zhkEMM8EcV6l4q/a/+H/hLwZc6HY6R42t7/wAO22l6LHNFpfh+4tkbTLuy06byWu/ETSSwtHDIsUlxAJWVld1STO35zm/aU8N+NtY07xHPZ+JpG02Wzs91zp2iW0wWzujf4SKz1Y27rm7JVpCHZyyvhFU11xilZa6s9nB693rp/wCSnlf7SXhDW9C/4Qz+zNO+y/av+Ei8/wD0u0n8zyP7C8r/AI+Lmbbt86T7m3du+bOFx5F4eN14OvZdT8Uf8S7T57V7CGf93eb7yWWC4ji8rTvtU67obW4fe0YiGzazh2RW9D/ad+PvhvUf+EI+z2XiJPJ/4SXf5tjpIz5n9gbduzVJM42NnOOoxnnHMarr/g/x3bppFnpepxy20y6kxvyIITHCklsQr2mp3Ehk3XikKyBCoclgwUNU4JQk9dv66H0dGgpwWifrbu99DQsPGvgx9SSU6nkO877vseqjO+OU5x9kGM56YGPQV4p8S/jHqdhrniLSfD/iPytKW0iis7f+yLd8G50e2knXzb3S3ufnuppjmWT5d2EKxhQLvxA8G6p4V8Iat4p024sLYWf9ny2pSW4uLiKG/wBTsrNEMN3ayW7uIbvZJ5jvtG5kZnVSflyTVLa/m+3a6k19dSMhvpYlSHzoogsaqiQSWsasLaNIxsSLLLuLbiXPzeJlaet7f8GR00cqi583Kn11UWt0/wCQ5jxX46vNQ1GGbWNU865WyjiRvsMUeIFnuHVcWtmkZxI8pyRv5wTtCgfY3gzxDrGuf2l/Zd59q+y/Y/P/ANHtYNnn/avK/wCPiCHdu8mT7m7bt+bGVz8beING0HWr2K60uxe3t47VLd0up7kSGZJZpGZQlzcjYUljA+cHcrfIBgt+xXwW+A/hm3/4SXOlWXz/ANjfd1bXj93+1eu6cf3u1ePmEqEqVD2Sqe0tP23MoKN/3fLycvvNfFfm8rdTrq4NwptWVvdtbfeN7+6u/wCfZmnp/wCz1o3hTwlpPxg1Dwh9gu5dH0jXb3xF/b91dbrrxVb2ttPdf2RBrVxEPt82sMnkRaYI7X7RuSG3SENFx1rqGhXHjDS2gm3iTWNHEZ8u8XLedaL0dBj5hj5sDv0rL+J37QvjCOw8UfCVNZvRoGg6kfC1pp39jeHTbQ2PhPWoYbC3TUTbHV5o7dNJgEdxcTNdXAjU3bu0kpPm3w9v7vVPE/g6SebzPtXiXRYpN0cUZZTrFvAQREgC/KMZTBxz96vksVBzT9WtN/teXmfJY+HJNfL85+S7H1D42kiGq2/lH5f7Pizw33vtN3n7wz0x7V5lq3mS/Z/4tvm/3RjPl/T0r3PxjotoupwB4lJ+wRHIln6faLr/AGh3zXjety2UP2bZDKN3nZ5J6eVj70p9T0r5yvgudv3U/VK/2e8S8tqPnfpHbf4Z+Z55rVrOLZGVOtwvO5OQY5T3asyxuJYHiiL7XXf8u1WxuDt12kHIOeta/iDUFFomwSLi6UDKoePLm45Y+1cla3RlvYySxDbuqqOkTen0r5HOsCqUJXitLPpp+7n/AHVqfXuu40E03ok2nfbk1tZ79r6bnWveTbHxJztbHyJ1wcfw1UimvH3YbOMfwxDrn2HpVyzgS4Xlc5k2clhwQv8AdP8AtdetdJp+jQN526NDjy8fvZh13+hqsgwqq8isnq7JW/59Set4s8+rirxVm/x7rzHWNrdTRRZj3EwRufmjHVU5+8PXp+lXo9G8y4U3VtmE58z99jOEO3/Vyh/vhen48ZrtdO0yziihzD/y7RrxJKf4U9XHpU9xHZxbwInBXb0Zj12+snvX6CsAo4f4bPlfb+XT7P8AXyPMliHpq1aSet/8z518a6baWvi3RfJh8uEW+nSP+8lbkand7j80jN91RwPTgZqPXL6ztfsvly+X5nn5+SVs7fJx95GxjcemM5r0rxNollqF9FqDQKWtbNAC806OPImuJxtSN/LbBfI3dTkH5QKw7bwdbeJN+IYD9i2/6+4u4v8Aj43fc8jfu/1Hzb8Y425yceU8M/ata79/L0/r5M0hiG3dP8+3r5ngfw51KXxFrd1ZJN9sMWlT3XleWtvtCXdjD5m8xwZx54XbvOd2dp25HL2/xWu/A/xAv7u417+y7bQta16yaT+y4r37KAdQ01I9iaddyT/NIsO8LMefML4BkHsn7Pfh/QoPGmpvd2LSxnwxeqqx3F1uDnVdFIJ/0mPjaGH3jyRx3Hivx4+H+lQRfELWNPtIIJ38R3dxBI95qDui3fiiMENG8ksO4xTMrDDhSSVOQGr7vKcrp1pe9F8vMk/g5kuZJv4GrpbHpU8S2tHrfu+y3977zf8AEX7YHifxXFqvw0s/iH9v0DxfZTeEX0X/AIRLT7X+0LXxTZ/2Zfaf/aUvhm2vbT7c2o3EH2sX9tJa+d5kNzbiNJE7r4KfD7wx4f8ACuoWWp6R9knl8QXV0kf2/ULjdC+naVEr77e9mQZeGRdpYMNuSoDKT8t+CPBHgaw8N6X4z1fRJbrxDo7XetvqFtf6mCZ9F1G6uLKSK0/tG2sHeCGzt1WKW2SGV4/34cO7t9CeCfG154o0q41DQZ57Ozh1CWzki1C2slma5jtrSd5FEQvV8oxXEKqTKp3q/wC7Awz751l1KnR9jhJ4r2LkniKdacPZSrxlaMowpwUZJK/LKceZLtqHtOaXvWvrZ691ezeyOx8NXeneLb6XTZpP7QWC0kvRDsntNrRzQQCXzEW2LbRclNm8g792w7QV9jMVnp2mxLpK+TqNrBbQwDMsnl7BHDMubkvA2IfNXc+7PVSX2mvMvC/w38ReHdQmvba90iKSWzktS0c13MxR5reYqVuNOKAZgU7h8wIAHBaus0f+1odfjXXLqG80yOa8S6t7ZESWUrBcLD5brb2rgJc+VIf38ZKKQdwJRvxvNsuV0l8KTdm1o+VXaXJZf1c1hLZKzTf52LLNq902+6O8yYWU/wCjLuT7mMR7QPkAHygHv15rrNC0sPaSEwZ/0lx/rcf8soT/AM9B61yGseL9AtNam0m2stSjcyWsMJ2QvEklzBAyszvfNIVDzZbKsRyFUgAV2/hzUAbGUjf/AMfT/wAKf88YPevnfqLim+Wyb0vbrb+7a2qOhSa0VjUXQ4+d1r9P37f0mrsYtPt4rO1/c7SIYVP7xz0iHH3z6da559QIxgv3/hj9vetGXVJPssAV3HEf8EXTyz9a8jMIKEWl/Wi8l3N07aos28MC6ig24xu/if8A54N712+nRQeQ3y/8tW7v/cT3rzGyvZpdUjBcndv6og6W7+g9q7OC+mhQqHIyxbhIz1AHcZ7V85Qj7SvOL/mqfg/mbJp+ttfw/wAzpLu4tovL+fbu3/wyHONv+yfWuKvr+EySqkvInfjy36BnHdPXFU9R1S8bycTHjzP+WcP+x/sVy32md55d75yzsflQcl+vCj1r6ajg4prv8u+n2RT+F/L80aWqXbm1nKSf88sfIP8AnpHnqv1ryTxLcuzutw+bZrBluBtAzCTOJR8i+Z/q933Pn/u/NivSbyaNbCRpFZiNm7bjn98oGPmX29K8b8cajElpqC26yx3B0S78h2VCiTGO7ETsGd8hXCkgo4wPut0PsYfC6wStFuUVfa1+XV2jey69jF7M891bxTZeGPs/9iX32H7d5v2n/RZbnzfs3l+T/wAfdvcbNn2iX/V7N2/5921dt3w/8WNf168ls9R1/wC1wR2z3Kx/2VZQbZUlhiV98GmwucJM67SxU7slSQCOQ8H+E77xt/aP9qS2d3/Zn2TyPNluLXy/tv2nzdv2G3j8zd9kjz5udu0bMbnz9DSfArSvDQF9bWWnRSSn7IWi1TW52KSAzFSlySgBaBTuHzggAcFq9ytRwNGhWoVY1auLUbe2hGjKjzNqUWpzUaukJRjL3b8yaV0kzgmm3Fp2jfbbtfRaBF9ma1hv05uJoYpzL+8G551VpG2H5Bv3sduwBc/KBgY2tH1HbLBDLNiKS8iEq+XndG7RI/KpuGVyPlIYdRg81lWNptuotOk2tBBvt/LVmxtto3VAHwshCmNcEncwHzZya6ZdFhWGS4gREeEPIjNJMSskab1baSynBwcMCDjBBFfNzpe8tFb8d35biL+vxWk/2T7Au7b5/m8yrjd5Pl/64jOcP938e1eiaPfR29zI7S7AYGXOxm5MkRxgIfTrjtXm2kxTXH2j7W6y7PK8vHybd3mb/uKmc7V65xjjGTnpczQ/MHAz8vAB6891x2rS1qLXk/zMZ/E/l+SO7u7yO6hkiSTeZCpC7GXOHV+pVQOBnqPT2rAk0923S+TkYLbvMH8I6439senNc/HrLxzAO0hCFlIWOHnAZeMkd/pxW7HrsDWpBW4LFJBnZFjksB0k/pXkL+Iv8a/9KJMy4byXCMdpKhsfe6lhnIz6Vwuqf29P5H2P5tvm+Z/x5rjd5ez/AFuM5w33fx7Vuarqga4Qp5gHkqMFI+u+T/aPbFchZ3Ouv5m+9hONmP3UI67s9LUelfpvDHxx/wAMf/SK55OL+F/L84n50/H6Hx6ulfEFvFC48HjXpPtBzox/0c+KbcaZ/wAg4/2p/wAff2L7nz/8/H7rza/T/wD4JM+PvHMPiv8AYn8FeCdW26VeftB+AtK0fTPsOjnzLjWfj4BJB9s1azNyn2nUb2b97dXapD5vyyRQImz8sv2jZ/Hh0X4kLq+t2F14b/4SGTdp8NtbJcm2Hi61+wRiVNKt5d0EwtnkP20FhGwZ5QSr/W3/AASO1T4iw/tVf8E+4dI1+wtPCS/te/AQf2XLaWUl39jb9obQG1OLzpNIuJ99zK120Tf2huQSoEkgCqsf9F5TT/4R4VOep/v0YcnN+5/3WnLm5LfxenNf4dD5DHv94l7v8JO9vf3n1/l8u5+gf/Bzx8DPjB4m/b3+Ed/4h8L/AG29i/ZC8BWkUv8Abfhe222sfxm+P0yR7LHV4IjiWedt7IZDvwWKqgGF4K/aY/Z7/b+/tP8A4aY8bf8AC2f+FTfYv+EK/wCKb8b+A/7A/wCE8+1/8JJ/yIGg+DP7V/tX/hDNB/5C39pfYf7N/wBA+x/bLz7V+83/AAXN+FvhL4iftafDzW/FGkx6pqFr+zr4S0uG4fUdXsClnB8S/i5dxw+Tpl3a27BZr64fzHjMx8zazlEjVf4//iH+zj8Tf+Ce39j/AG7XvB4/4W7/AGh5X/CEXeqeJf8AkQfsW/8AtP8A4Tbw3pX2L/kdU+xf2Z5/2n/S/tvleRaeZ6NSUatCUKsq0p01FYaMZJ0opyXtedSbcbxS5fZ295e9pY8ajF+2jype9fm76Rdrfrc/fn4c6Lea9FY+Cvj7bfa/2R/DmgW0fwI0zzooPscOjrY6T8Lx9s8Fyw/Ey4+z/DObWbfPjG7nabd5viEy+IBayD2z9o7wT+1j4Z/Ye8Zaj+wtpn2LwFZf8I9/wq2b7b8NrnyvtPxd0ODxv+7+MN3cay+/Wbjxcv8AxUSPt37tI22i6YR8u/sm/tV/Bn9qnwf4B+A3h/wt49tfiV8PfhL4W8Q+M9e8U2ekaV4U1W68J6X4c8G+IpdFuPD/AIv1bUHkvtf8RQ3mmw3Hh3SbdtNW4eVbCeOGxk+pNe+PPxQ8EWN3+zunidk+FGmeRjwpa6J4cuEH22aHxwdmv3mkr4nfPiS7OpN5mrjaS1kmdPVbWvCq01SkqvJCo4TjNQqRUoTcVzcs42XNCVrSV1dNq6PfoQ0V+tlputFqtNz+d7xn8Kf25fF+q2/xU/bL0H+0dL8D2EM/i3Xv7U+EFp/Zfwj8NXN14j15v7L+Feo21xe/Yre58UXm3TdOu/E1zv8As9mJ3XToF0vBX7MPij9tT+0/+Hdvgj/hZf8AwrT7F/wuD/ipdP8ABv8AYv8AwmX2v/hX/wDyXHX/AAr/AGl/aX/CK+Nv+RX+3/Y/sH/E7+y/atI+0ftb4k8PWPx1sNR+D6wK198WdLu/hfaSavPc6dpCzeO4Z/C8H9qXmjvcalZ6cs2r7r27060udQt7bzZbOCa4SKNvXv2Of2FfiT/wTG/4WL/wjutfD7R/+F3f8Ij9s/4QvWfFHjL7R/wrX/hJ/s/9pf8ACxvC8P8AZ3k/8J9P9j/sbd9s826/tDb9lsc+TiKuFnHFVqtOcMXOpF4elRhTjgYxvBVFUpybqRajzOCg7c/LzaXPSpxlZRT0vZu75ttLPb1v0PnX4RfCX9ohPC3hP4QfBjw/j9oj4ceC9B0D4reHv7V8Dn+xv+EQ07TPDHjq0/tbxXqR8D6j/Z3jgaXY+f4b1O++1/8AHzo81zpH2i4rudV+Blx4Lkn8ZfHzwv8A2b+0Npvlf8JXqX9tpeeT9sWPStC/0PwZq914Ik8zwRdaNB/xLbWTZ5nm3m3V1upF+itM1zxT4I+IHi34gfC/U4vDXxM8UXuvJ4t8SXdtaalb6ra63rceta9HFpmq2Ws6RaNfeILTT79GsdHsWt0ga3tntraSS1l+ZP2tvGPxo0DwB8QPj78S/GGm+IfD9p/win9tWmi6XpEXiG78/WvDfgvTfs1inh3QtJX7PezWEk2NTtc2MEsx8+5Jt5sMJeUo2XVOy2WsdvIqorLVa6Xvvt1Py1/bz8deALbUtW8J3WqbNR1/4PX9raWH2HWm+1nVZ/GGmwJ9qjs2gg8+dWh3S3MPlY8x2jTElfOX/BOLxH+0F8Kv+Fyf8M2Xn9g/29/wrz/hM/8AR/BOqfav7L/4Tn/hHf8AkfYNR8jyP7R13/kFeT5vnf6d5nl2ezxf47fESD9oz4//AAx0nw2L+zn8S23gv4e2reJbay0+GPUdZ8a6vbQTXTaNNqskenK+uQGeeCOa8RFnMdrIyRLJ/RJ/wSU/4J9zeHf+GgP+FmxeC/EP2z/hVX9if2J4l8bRfY/s/wDwsj+0vtW3TdC3faPPsPJz9qx5EuPIz+++wwUans1DmnGnVs5Q5moT5VeLcdnZpPVOzStsedXhGTbSjeOl7arbZ2Pze/4LKftV+Gfjn+zD4E8JaL48/wCEoutO+PPhjxFJp/8Awi+oaJ5NvafD74oaY159ru/DukRyeXJq8UH2dbl3f7R5ggZYmki/mak6N9f6192/tMTeLpPAmkjX9VtL6zHi6wMcVvDBG63P9ja8EkLRafaMVERmUgyMMuDsJAZfhKTo31/rX3eWrlptabvb1R8Bmv8AH+Uf/ST7z/4JSf8AKUf/AIJs/wDZ/X7Hf/rQ/wAOqKP+CUn/AClH/wCCbP8A2f1+x3/60P8ADqiu+p0+f6Hnw2+f6I+tLV5LeQvLI7qUKgKzMdxZSDhio6Kec55rb8Z6ZPbeBbzV5Xha2NtpM+xWcz7bq+sFjBVo1j3AzKXHmYGG2lsDPE2fiP8A4TKVtL+x/wBm+Qhv/P8AtH2zf5TLb+V5XkWu3d9q3+Z5hxs27Du3LgXHh3+ybq41T7Z9o8meZvI+z+Vu892hx5vnybdnm7v9Wd23HGcj5iEad97Ws9n0t/X9K31mKw8IptN6J/8ApKffyPg/4pahbzeNNft0jkDzJp8SFlQKGk0awRSxDkgAsMkKSB0B6V5gsw04eRNuZnPmgxcrtb5ACWKHdlDngjGOew9T+MV5v+JXiGXy8fNox278/d0LSx12jrj04rgE8P8A/CQj7b9r+x+UfsvleR9o3bAJfM3+dBjPn7duw4253HdgejSVNpRbsmk3o+iVun9ehw0OaEvdXM9dLpaadX6HVeFNHutR+37ZID5P2XPnPJ/y0+0Y24if+5z07de2hd63pavJpRtJTdafM0E8nkW/kvJaFraVo383zGVpPmQvGhK8sFb5a5CSf/hHsfJ9s+2Z/i+z+X9nx7T79/n/AOzt2/xbuOy0ey/soR+IfN8/+1bVD9k2eV5H27yr3/j43yeb5Xl+V/qY9+d/yY2HKrGKSduurv6K/mfoOVYiV6cYtXV3ONntzvrovPS5Nf6b5/hWXVYUgSF/L2grtnG3UUtjwsZUZYE8SHKHnn5a5bS9Vi0y3eCXzyzzNMPJ2lcMkac7pIzuzGc8EYxz2Eutf8TPUrl/9R5/k8f6zb5dvEOv7vdu8v0GM98c73h5PsFlLDnzd108u7Hl4zFAu3GXzjZnOe+Mcc+dWdNJxeq5r8uq1vZO9n2PXxM5Td+XTlS5uZb3enLa/nfbU/VDQ9Xms/tW+4vP3nk48uVv4PNznMq/3hjr36V3Vvp13GkeqX0yXVnfRrJBC0ks0qNchbiJpI5kESusQdXKSOQzbVLKS1flzoHj/wD4Rn7X/wASn7b9t8j/AJf/ALN5X2bzv+nK437/ALR/sbdn8W7j0rwz+0L/AMIpeyap/wAIh9v+02b2fkf2/wDZdnnS29x5nm/2Lc7tv2bZs8tc7924bdrePOlGTaXlp2tb0/pnz8k3J28vyR+q9jokUfgaLXobeyiYb9sscSpernWHsziRIgRkEqcTcxEqepWrnhadJhFHMGleTUY41aQBwA/2dQpLEnbkkkAEck4JNfmRdftv/bI5PDH/AArHy/M2/wCnf8JpvxsZdQ/49v8AhE1znb5P/HwMZ8znGysm++Pv9vaLqv8AxSf2TzLG+sv+Q75+3faP+8/5A0Oced9zjO374zw5YWVPk5o25oRnH3ou8Xs9G7X5dnZ+WwqdOnV5tbuLcZaNWlG11rva+607H7B658cPC/wJ+y/8JDZeI5/+Ep877J/wjFtp0uz+w/K+0fbvturaRt3f2vD9m8r7RnFxv8rCeb8Cat8fvFS2yG/8Y/EO7h89QscniHUZwsnlyYcJNrO0ELvXcPmAYgcE1+bPivxD/bX2D/RPs32b7V/y8edv877N/wBMYtu3yv8Aazu7Y5978DftP7NWuD/wg+f+JdMP+Rlx/wAvNp/1L59KuOFm4OpGN1DWesVy62i9ZJyvZ7LTr0OmGHw8XCM21Ko7QVm7tPutF03a38tP0ST9mz4vaz4N074p3vjHw/e+FfE+kaP4si0y+8QeJ7nVmsfFcdne6ZHf2UuhS6cb63bU7V7xF1C4himila3ubgpG8nneoeFNX8NTLoLXdpHeajEs1tLYT3SW0b3bvZwvI5toJUkSWDc7RwuVjCFSzDaPgvxn+0t/b8WuaJ/whX2T7VfOv2n/AISPz9n2bUUuc+T/AGDDu3+Rs/1q7d+75tu087oXjH7boGp3n9neX5D3g8v7Zv3+VZQy/f8Asq7d27b904xnnOKuWHrQSk4WWjT5oPfbaTO3D+xs/ZS5uWTTdmrNKN17y6aa9T7O8aeD9Yt/7N/t+6stW3/bPsnnT3V/9n2/ZfP2/bbVfK83dDny87/LG/7iV5pbQeKtMkNwmvXURdDDuttU1GOQhir7SQIyUJjBI3HkKccZHx/rHjjzfs//ABK9u3zv+X3Oc+V/06D0r0/Vvid9ut0i/sPyts6ybv7S35xHIuMf2en9/Oc9sY54U4VYxUpxtGd7O8XflaT2bas+66/d2wxcqd1HWUOXmWq31XS2u+n4aHaeKdU+ILWWprqfjTXb7RTOu/S5/EWt3Vs0P22M2kZsriT7IVt5fIkjQ/LE0StH8yJS6Hpc174aivSYHaSC/bfMWaY+VPdRjcxjc5GzC/OcKFHGMDhbb4y/2AsV/wD8I59r+xIqeV/bHkeb5ifZc+Z/Zc2zHmb8bHzt25Gdw8v8Q6z/AMJf4on+IP2b+zvPnsL7+yPO+17P7FtrWz8r7f5Vtu+0/wBneZv+xDyfO2bJfL3PxrLKddOpUm6dK7hGfLz81bSSpcqkpLmi2+drlVrXvYmOdYmE1CEVOduZx5uW0OZJyu4uLs1bl3d72Ptj4ejw9Y6LdRa1o9pqV02qTSRzvp9jeFLc2lkqRebd7JFCyJK/lqNg37gdzNj7wHxAufBH+v1DXk/tP7v9lXci5+xfe8/fe2mcfax5WPM6yZ2cbvx58PfFf7HZSxf2B5m66eTd/amzGYoFxj+zm/u5znv04rstJ+NP/CrftH/FNf27/bvlf8xn+zPsv9meZ/1CtQ8/z/7Q/wCmPleT/wAtPM+TinkiqVFR5X7STfLG8PsxUnrzKOyvuvmd1TN6rheraMNLtJu13G2ijfdLZfgtPrDxxrllrs/iK4s4riPUdT1W6vBfXMcSXLST6n9qnluLmKaaczzIZBK4MjSPI29iGZqufDVtQsNY8HXM17MyWniLS7mQR3E7OyQ61HKwQNsBcqpChmUbsAsBzX506tpX/CYatqfiPz/7O/4SbUb3Xvsflfa/sX9rXMupfZPtHmWv2n7P5/k+f5Fv5uzzPJj3eWLWj+Jf+EC1DTU+xf2r/wAI9f2upZ+0/YftnlXKap5OPIvPs+7d5HmZnxjzfLOfLrlqcN4SelKq6lW9pUvZ8vKlvLnlPldpWjbre60WnnVnGrZzjo0pJ33vdpWtfz/pH7aePPH6nV7bZPrSj+zYePNA5+1XnPF59K8sY6rqmPL1Cf8AcdfPurn/AJa9NmPM/wCeZ3Zx269vh/Tv2xvJgZf+Fdbsys2f+Eux1RBjH/CMH0rgLL9qz7P5n/FB79+z/maNuNu//qXWznd7dKzXB0p35KLbja65qK321dVdn/VjgdaGFcWnZyvyKz+ylfZPo09bH6Lx39tdyvpkkcktxZbhO8yRvC8lswt5HRmdnYs7EqzxoxUkttJ21mf2VdvrPnQSxRW5+7EHkTbi12t+7SMoMuC3B5zk8k1+att8dvt+r6hdf8Ir5X2qS7uvL/tzzNnnXKybN39jpu278btq7sZ2jOBb0n4v/wBgeK7fxt/wj32v7J5v/Es/tbyPM8/TZNI/4/f7Mm2bPO+0f8ejbtvlcZ8weFm3ACxS9nKE4zk42tKk7twlFRv7ZJX5t27L8tY5y5LWS5V5S3Wn8nqfqZpQeG9stMkYtcXt7bJE4YtCpuZo7dPMZsOAHBL7Y3wvIDH5a9Lu7GfQvL+1vHJ9q3+X9mZ2x5G3fv8AMSHGfOXbt3Zw2ccZ/JPXP2kP+Erl+0f8IZ9g/wBF+wbP+Ei+1fxSv5u7+wrf/n4x5e3+DO/5sKeGfjP/AGV9t/4pvz/P+zf8xjytnlfaP+oVJu3eZ7Yx3zx5mG4Eq5bbloyXJo250Ha65VtXbd79GzSOYUp2bfxa3tLt25PI/YG3ujPFEsTyoREjZLFfl2qMZViepHHTivPfHPif+wrDVJpZdQza/YtzWknz/v5rRB5Za4h/57ANkrxuxnofyq8V/Hv7bb/Z/wDhFPK8vUN+/wDt3fnZHcpjb/Y6YzvznccYxg5yL+k/GrzvDNvZf8I1t3eb+8/tnOMahJL9z+yh6bfve/tXtS4dx0aMZVKNqcmoRl7Sg7ycbpcqrOS0Td3Zd9bG8KuFnpzO+7Vp+X93ufd//CdHUdB1bUorrWRHaW1+riaYibMFl9oby9t46/dcbMyL8+c4HzGD4ZfFnT7b+2/tx8Q3O/8As3yuYJtm37fv/wBdqS7d25Pu5zt56CvzS8Y+MP7bM5/s77L5mlyWn/H352N32r95/wAesWceb9zjO373PHI+DPHX/CCf2l/xK/7V/tX7H/y/fYfI+w/av+nO883zftn/AEz2eX/Hv+XrwnB3t6cqjbVZNclHlp/vE7cz9p7ZRhypN2ertZa2ZjUxeGoytqkt5+/p0+FQbd9F5fI+rbD4n3/w2mbXdR1fxM0F3E2kqNFv5jdebO6XimQT6hYJ9n2WD7sTM3meViMjLJneP/iRNrHg7VdVN/4glt9UGn6gqXd0zzMl7qdlcx/aFN9KhmHmKZMSSASAkO+Ax+fvFXxq/wCEs0+HTv8AhGvsHk3sd7539s/at3lwXEHleX/ZVtt3fad2/ecbNuw7sryWreJftWgyWv2Ly98NmN/2ndjZNbv93yFznZj7wxnPOMH6vBZBLCezpzpOLdVc0/aU3zRcovlUYzlyv+9d+hySzqjFOVOd42dvdqaNJO+tO+/kdO3jjWJdLns7TWtft7We2uoEthqV1FbgTLKkitDFdmMJI7u0gCnduYsCWOfpH9njxJLp3grVIL+51G5mfxReyq6TNMBE2k6IgTdNOjAhkc7QCo3ZBySB8IR615MQh+zbsBhu87H3iW6eUem7HXnFdVoPiLybORfse7Ny7Z+0Y6xQjGPIPpXVjsl58LWpezUYTrxmm1TlK0X7tpcya03/ACMI57SqVY8s7yUXfSokrWvo6av639D9fvhz4r1LxBrd1Z/2prEvlaVPc7b29uHiGy7sYsqPtM37z99gHaPlL/MM4PtOqmKLSpXRAl4qW+65RVWUyGaFZX84YlJky+5idzhju+8a/HR/in/wjY+3f2F9t80/ZPK/tT7Nt8wGbzN/9nT5x5G3ZsGd+dw24ORa/F/+39SFh/wj32T7bLO/m/2t5/leWkt1jy/7Mh358vZnemN27BxtPxmI4EhiacqyhJwjGTlK9LRQjd6OsnotdF6amq4hhCUYOS5pNRStU6uNtVTtq/S3kfrpb32i3EsNhcaas+tXMqW0eozWdpKwubhwlnK947tdgW4eEeYEaSJYwIlbYgO6+rxeEj/ZupC4nnnH21HstskQikJgVWaeW2cSB7ZyQEK7ShDkkhfxt1T4t/2a134e/wCEf8790bb7Z/avl/8AH9AJN/2f+zZP9V9o27fP+fZncm7C+qfCb4+/8Ih4cvdN/wCET/tHz9bub7zv7d+ybfNsdNt/K8v+xrndt+zb9/mDO/bsG3c3jVvDqFOmq0oSVOajKEuai7xlZxdlXclprZpNdbbGi4ii+ZJ3cJOLXv7q19fZ+u3+Vv108cyN4E/sv+12e5/tX7b9n/s0mbZ9h+yeb532o2e3d9si8vZ5mdsm7Zhd2laXC32m2F1HvEd1aWtzGsmA4Se3WRQ4VnUOFcBgrMAc4Yjk/iVon7QP9h/av+KS+1favJ/5j3kbPI83/qCzbt3nf7O3b3zx0N7+1hutYoP+EBx5Txjd/wAJT97ZG6fd/wCEc4z16nHTnrXnV/CmpibpYeT5trVMMuiWl8Urbf0ipcTcvNdq0Ve9p+X/AE78z9p9KVU1CB3VWA83PAJOYJAOuPUd67+3s/tiGWJYlVXMZDjadwCsThVYYww75znivwKT9pP92NW/4Qv1/wBH/wCEi/2jbf63+wv+B/6v/Z/2q5/Vvj//AG7cJd/8Il9l8uFbby/7e8/OySSXfv8A7Ghxnztu3acbc7jnA8xeDdaEpVaWHneMpQlerhLKV1zLXFryd1p2ZUeJ4qz5l70VJK1TZ9f4R+8bXFvd48uIjy+vmIg+/wBMYZv7pznHbrXB3nifTLS7uoHtrrfBcTQOY4bfaWjkZGKk3CkqSpIyAcYyAeK/Ibxb+0f5v9n/APFG7dv2v/mYs5z9m/6gY9Kk8J/tc/8ACJ3j3/8Awr7+0PNsWsfK/wCEr+y7d8ttN5u//hGrnOPs23ZsGd+d424btw/hbjZqFRYSTjK9n7fBq9pWejxV1qn09CavFSjdcyuulqnW3/TvXv5H6weLNUFr4Lv/ABSGuF06P7L+5iO28G7VrbTvljEiwDM7bz/pA/dZb7/yV8+f2w3iW6t9Tglu/wCzrZ4rW8tb1zvnWGT7RcJ5CSzwSxSwTiPbLIoc70dQmGPwl4x+P/8Awnjajrf/AAiX9lf2r9k/0b+3vt3kfYRa2n+u/saz83zfsfmf6qPZ5mz59m5uAt/jZ/wj4+yf8Iz9r3v9q8z+2fIxuCx+Xs/sqbOPJ3btwzuxt4yfTw/htVnJ040Je0g5Jr2mG0cLKSu8Qk7Ps2n0uefPiuad+Zcrdr2n1fb2fkj9iPBMdncf2n/ZVrFY7PsXn7IIrXzd32vys/Zg2/Ztkxvxt3nb95q9D03xBP4qnfT7a51DfDE16ft8z+TsjeOA7fLmuD5ubhcZQDbv+cHAb8UbH9pHZ5v/ABRmc7P+Zix03/8AUCPrXqvg39rfydUnb/hX+7NhKuP+Erx1uLU5z/wjZ9KrFeG2JpxnOWHlaCTnJ1cM7L3bOyxLb07X9C6fEbqOOqd2ktJpPW23IrbWP1UPhPWHu5Giu7RJGlmZX8+6VhkuT8y2xYErkHHXOOhp8qXfh8+Rqdw118v2txbyyzI1vyjRkXAh3M3kyAoRsIYZblgPw11z4zfafF2u61/wjez7brus332b+2N3lfbby6k8rzv7LXf5Xnbd/lJv252JnA77w7+0R9h8Oaraf8If5vnSXzeZ/wAJBs2+ZYwRY2f2I+cbN2dwznHGMnzsR4X4yKjOOHcoyjBp+1wi1k9FZ4q+2t9N9T0qGe0ZvllO0kr25an2Ur6+z8u99NOh+wv/AAmOjRf6q0vY933vLt7VM46Z23QzjJxnpk+td7rlzBo9pHc3MZeN7hIAIERnDtFNICRI0S7dsTAkMTkjjGSPwpsf2jfsvm/8Ubv37P8AmYduNu//AKgbZzu9sYqJvjh/aI8j/hGPJ2nzd39teZnb8m3b/ZKYzvznPbGOcjnl4YZlFPnwbjDq/b4N6aX0ji79vUc85oys4Sunonaotrd6a6ry/I/al1l1Dc1o5hN0fOhLs0ZRHPnAMY9+1vLypC7hnjJHNcfqHiBtJ1KTSLme+eeF4EdoJC0B+0xxTJtMk0bkBZlD5iHzBgAwwT+Tcfx08iKOP/hFt3lIke7+29u7YoTOP7IOM4zjJx0yetVJP2l/scht/wDhCvM8or8//CR7N24CT7v9gtjG7H3jnGe+K3wnhTKrL3qEr25re0w214a/7z/wfwOGvnsaaWqSutffeuvan2X9aH6+RXjXymVXmwreX+9Y7sgBuMM/Hz+vXPHryF1qVxceX9iuLq22bvNxM8O/dt2f6qRt23a/3sY3cdTX5VS+MP8AhZrDXv7O/sT7IP7I+yfa/wC0vM+zk3v2jz/s1hs3/b/L8ryW2+Vv80+ZtS637WG7H/FA4x/1NP8A+DlfXZZ4fQw05xpQk5UuSNROVFcraml/y+s73l8Lf5HmVc8hJLnkkpa6KetuV9Kemy/pK3pXx68RW+oaD480UC8a9OsiF5pwhgeW08UWskztJ57ysH8hyjGLczFSwXJI+r/2Hfib4Z+GPhv4FeIpdO1S38S+CfG9v4nt/EGgWenxa1Y32jfEq/1zTtQ0bVWv7C/ttV0/ybaTT7tJ7Sa0vIInguIvKjmH5Xa38QP+E6m1HTv7I/sv+3Lua7877f8Abvsu25Op+X5f2Kz8/Pk+Rv3w/e8zbx5Zw/Ch/wCEW8feFNT/AOP7+wvFHh3VfI/49ftX2HUrG/8AI8z/AEjyPN2eV5vlzbM7/LfGw/cYTK3h8G8JVqeylGs8TGHIp8yVKFJPmjUcVflcbN3VrtWszi+tQr1FJR9pFxUebmcbe8ntKN3ZNP5+R/rJf8EiNS+Ef7df7Nvjb4ufFr4e6T8ZfEfh344eJPhzZeKP2gPCfhn4ieMrDRNI8BfDTxNbaDpmteJX8X39r4Ztb/xfqWoWelxalBaQarqms3cdjFNez3Fz/D34v+FXxF+F/wDZ3/DVPiex+Of9ufa/+EE/tTWtd+Jv/CL/ANmfZv8AhKPI/wCFjadp/wDYn9t/2h4d83+xvO/tL+yI/wC0PL+wWO/0/wDYf/4Ko/8AChvhP4h8If8ACif+Er/tL4h6t4k/tH/hZ/8AYfk/bPDfhLS/sX2T/hXmseZ5f9j+f9p+0x7/ALR5XkL5PmS/0I/8F/8A/gnJ/wAL9/4ZM/4vH/wif/CJ/wDC+P8Amnv9u/b/AO3f+FM/9Txo32X7L/Y3/Tz5/wBp/wCWPk/vcZUmkrxtyfE7rW9rbbfiXHD0aU5z9rz+1adOHs3H2dl7y5rvm5k97R22d9P5dP8AgmPouteCf20fjd4umv0j8G618PfiVb+G9A0q6u1k0iy1L4reAdT0e0/storTStPt9P0q0Nl5Fhcyw2pEdvarJbfvF/Xn4jfHr4VabrusaTqvhLWb3xND/Z/n6yNB8OXLy+ZZ2NzF/wATG51iPUH2afJHa/PGNoTyFzCqsfzJ/aE/aF/4Y5+FnhTwp/wiH/Cxv+EC17Q/g99v/t//AIRD+1f+EW8O61pv/CRfZf7F8T/Yft3/AAjHnf2R9pvPsv27y/7TuPs3mXHvfjp/+Gn/APgjnqnxkx/wg/8AwnH2H/inM/8ACS/2X/wjX7Ulp4W/5C+PD/237b/wj/27/kF2n2b7X9l/f+R9om4sbQqVqccRUioUZTjR9rFRsrQlr7NS5m4xTb0XNa17tFQrcknCLvJLm5Xfq11enbr1+76esf2h/hrZeCvEt7pHhvxFpni20tNZufDXiOy0fQLLVNC1i30lJdG1PT9YttbXU9MvNM1NYr+0vbB1urK4jW6tWW4RTWJ8HP2qPFOvf8JH/wALC8b/ABU8bfZf7I/sj/hIvEuo+JP7M8/+1P7Q+x/234im+xfbfJsvtH2Xb9o+yQednyIsfzv+DPg//wAIn8OfFur/APCRfb/7H/t7Wvs/9k/ZftH9n6Fa3X2bzf7TufJ877Ns87ypfL37vKfbtbsP2cP2t/8AhTH/AAmX/Fv/APhJP+Ek/wCEd/5mv+x/sX9j/wBuf9S3qv2n7T/av/TDyfI/5a+b+7+VxeCm5z9m+eHNpOyjzLSz5ZTuvRnRHFVI2skmrf1sfpR+0B+3LoPhm81yPT7v4saddW3jrU9Oln0qezsy0cMusq8SyQeLreRrdpLdHCMFBKRsUDKNvQfsX/8ABQH4L+Mfj/8ADbwV8ePC/wATPjD8LtR/4TH/AISr4d+O9E8KfEHwf4i+yeCvFOraH/avhHxl4zuvDur/ANkeIrXR9csf7RtH+wapplnqdntvrK1kX9Bv2K/jR/w1pLongP8A4Rr/AIQD+zPhPpvjn+1f7Y/4Srz/ALE3hXRv7L+w/wBleG/L8z/hJPtP237ZJs+xeT9kb7R5sHbfHP8A4Kn/APDvTxH4o+G//Cif+Fvf8Kh/sT/ic/8ACz/+EA/4SH/hP7DSNe/5B3/CvPGv9k/2T/wmv2X/AI/tT+3/ANmef/of2zybS8JhqsXbku/5ueK6xt7vM/z+4Hiqsnra1rW+5fp0sdR8SPgB+yl8aNZt/wBsz4Efs2fBP4a/CD9nbSYdV8beFpvg78N/B3jjVNU+Ed1ffFXxJqXhbQ/B2jar4Xvb+98L6ro+naJeat4p0S4udXsDaX8mm6fa2uoyfQP7JH7X3wH+LX/CwP8AhU3gLxX4J/sD/hFP7f8AtXhbwb4b/tP+1f8AhJP7K2f8I14m1L7b9i/s3Ut323yfs/2tfs3mefP5f4GeK/8Agqh/w3x+3R+yx4p/4UT/AMKo87xx8EPhH9h/4Wf/AMJ1t8z4wXGo/wDCQfav+FeeDs4/4THyf7J+zjP9neZ/aQ+2bLX9RP8Agov8eP8Ahlv/AIU7/wAUr/wnX/Cdf8LB/wCY5/wjH9l/8Ix/wg//AFB/EP277d/wkP8A06fZvsn/AC8faP3P1GCp1lGF18Kta8f5fJ/1cydWT8v129O39aH8O/xP8TanqugWlvfanq19CmsW8yxXt7cXMSyLZaggkWOa4kUSBZHUOFDBXcA4Yg+Bs4bOM8n+ufWrNxP5qBdu3Dg53Z7MPQetUq/RcBRVOFpvVNvbzT6Nnwea1OaqpR2aXfol3sffX/BKT/lKP/wTZ/7P6/Y7/wDWh/h1RR/wSk/5Sj/8E2f+z+v2O/8A1of4dUVrXUU1yu97vbY4aLbTv3/Q+ztWaKC3R45FZjOqkM6kYMchzhcHOQO+K888e+GNK8Q+DtUsba6urzUr9dOk+wadPbXF40qalZXdwkNrHbzznyVjleRdjtHFG7OQEZh2MUthfMYtTvILOBR5iS/aIbfdMCFWPfcF0OUeRtoG47cg4Vs0rvT20BJfEGnxzzrbt5ltNcIZbGaG8cWyy+ZCkIkSSK53wvHMqsxjYFlO1vg44nVa9V/7b/X+f2vt8Z8L9H/6SfAPis6t4O/tjQo9Pmjj0yylcDVLS5S7X7RYi/JuAv2VQM3BKHyY/wBzsJLffb9Zv+CYl7+zpr3wE8XXnxs+NXg74Z+Ko/i9r9tp+g6t8R/Avgy4u/D6eDPAEtpq6aX4tabUp4Z9Sm1azW/gYWUslhJbxqJ7W5J/I/40eL9b1T4leJbK5sbRNPv/AOx7O6uoba7UxW1zoGlwXMqTyXMkCNFG8jCSRHjRlzIrKpB80hj0jSFNtb6jC6OxnJnu7Vn3MBGQCgiG3ES4G0nJPOMAetCbhQV1zVKvJUp8nv2g0m+a1+V+Vr+p5NF/vFrayktdNdD/AEZ5f+CLH/BHP417f+FXft1eNfiZ/wAIzn+3P+FcftOfst+Mv7E/tnH9mf2z/wAI98K9V/s3+0v7K1D+zvtnkfbPsF99n837LP5f8kf/AAUw/Y38Ofspa38QLjwCnxJ1Xwlpn7RPiv4c+FPEfjVbG+07XfC1ld+PH0LVItX0Xwv4d0zU9R1PTPDtnfR3umtHp17BJd3VnYpbvEYNL9hr/goN8Sf2Wf8AhaH/AAg+n/CjUv8AhOv+EJ/tT/hNLTXrzyf+EY/4S77F/Zv9keNPD3l+Z/wkN39s+0fbN/l2vlfZ9svn/XP/AAUn+Ifi39q/9k34St8NdHsfih8T9b+IngP4l+MPAvwe0/U/G2seH4dS+Gvjs+IL+TwxoF74j8Q6V4e0rxD4jsNHa61TzUsbrUNM0+9v5L27h8/llXc7RVrt21dl9nd9Pv8Av3f3uWSUKUJO9lzN2Tb/AIktktWfz/6ZZ6PrmhwW+uaguni68z7UEu7W0eHyLyR4cfa1m8vzPji*z5itvDnZjcpHdeF/2dofGGnzan4V0/wAceJtPgvJLGa/8PWq6zZQ3kUNvcSWkt1p2iXUEd1HBdW8z27yCVYriCRkCSozfpP8Asc/8E6vhN8Q7b4dan+2jrXxZ/Zt8Hav/AMJd/wALJ8T+JtR8NfB3SPBn9nyeJ7fwd9t1r4r+CL3S/Dv/AAkWqWXhXT7b+3pJf7Xutdt7TS9lxqenKn3T4s+EX7B37Jeow/Dn9mf9qbw18V/AmtWUfjbVvEWufG/4N+Oruy8W6jPc6Ff6LHq/gDTfDejW9vb6N4b0G+TTrmxl1OGTUZbma7e1vLKGDzK+MqUXOMakotTekdY7pN366LTfSz9fWqxhOMavKruMbSatJJ+8k103d/mvX8k/hX/wT2+P+of29/wtz9nr9pj4eeT/AGX/AMI//a/wm8aeE/7X8z+0f7W+z/8ACTeCn/tD+z9mm+b9ix9l+2xfac/abfH3H4K/4J6fsceFYLLWPi/8bvGXwyuLvRra11RfGHxJ+Fngy3svFVwlpdXvh4r4n8FW722pWz2+pg6TcStqUKWFyJVY2twy0fiV/wAF8/2u/iN/Yv2z4efs0H+xv7R8v+xfCXxOP/IR+wb/ALT5vxjvv+fFfJ2+V/y1zv42fBHxB+NXx5/bUudQ8Kw/DWDxHqo167+Jl/pPwk8G+MtX1i0kEl7pt1cS2C6r4quYNAgufFQtnlmt90V1PpsMl/5kuy4yw0nJ676aPdapap6/153PGXxv0/yP0r1r9gb/AIJaazY3Nyv7afm6lc+TiztP2jf2dnZvJmij/d248HSznEEXmv8AM2AGfhBgcra/8E7f+CWkaFrr9s+7t79X3W1pL+0V+ztFJPgKYdsEngkTSCSYNGPL++ylE+YGvkL4Pfsk/DK3m8O3H7Qmv+Nfg3dJ/a//AAl0Pi3VfD/w8/4RzcuppoH9oR+N/DayaR/a8baK1p/abD+0P7UtmsvlvbQV7F4k/ZP/AGDpNWtNT0z9ppb+ysbe3lnvbf4z/Bu6s4JLa5nuJVuLi38OGKIRRGOWVXkRkidXYqrK1ekrqLUb8reqW19F+iL5uXW9rHsE/wCxB/wTt8O7f7B/asuNR+2bvtfm/HP4HXnk/Z8eRt+xeE4PL8zz5s+Zu37Bs27Wz6LqP/BPn/gk9r0C2dz+3CFSOVbkG1/aW/ZtEm9EeIAmTwXMNmJmzhQd235gMg+GeDf2cP8AgnpqP9pf2x+1lo+n+T9j+zf8X3+CFr5vmfavO/4+tDfzPL2Rf6vG3f8ANncuPln4j/stfB/RNDtbv4PeL/E/xF8TSarBb32iaZ4g8L+Lri10J7O+kudUfTfC/h6LUIIYNQi0y0a+mY2cb30cEime5tyFy8jT5XFrZtNbW7/L+mXTrpr4trWfrb+v+H1/QfXf2Av+CWuneH54/CP7aLeIPENpFZwafotv+0Z+ztq15d+XcW8N2Bp2meDUvp3trEXNzKIAvkrA80oEMUgr4T+N37CHgubxBbv8A5Pir8XdKHhuJV1Dwq+lePrc+Lhe6sV8O/a/Bng82xvzbHRp/wCyAf7TKanbyD93eWtfIeufCn4ifCm3vviSPAHjqzh0SYSrf+JPCuuW/h5U1q5TRke7uv7O05Qkw1QJZsL+ISXUlsoMu8RSe5fAD/go18aPgfZW2keHvDXwpuJD4xh8UW8PiXR/Fc13NfmLRrWKJI7HxxpLSWcjaTAixpF5zytOq3GSix1GMlecNHqnbfW19O3d+vc6o1YzspOyut3bbl9Nb9v+H4iP9hT9o2DO79nT9pBN2MeZ8IvHS525zjPhAZxnn6ivnHV/gnrPhK2TUvG3hzxt4Q0qedbK31LxJpF1oFjPqEkck8VjFeatpNtbS3cttbXdwlsjmd4baeVUMcMhX9x9D/4LW/tFah9q/wCEr8L/ALO2g+T5P2Dz9E8c6X9q8zzftW3+0viq/n+Rstt3k48rzh5mfMjx9AeJ/g3/AME/v2nrCHwD8T/2sfDHhvQNIvI/F9pfeFfjv8FNH1CXWLCG40W3tJrnxDpev2T2b2Wv6hNJBFZxXTTwW8iXKRRTRTOEpRfxSgpW5pLey/O36vubVKUasbuMZuHw32Tk1+dk/ReZ/LnFp3iHQdSfVtP0TUrjTbSe4+wahcabfS2FzZTiW2tbn7XAkME0dzBNHJDNDIsUzSRtHlGVT0djaP4vvrOyeOaXxJr91b6XbaFpiF9Ru7+7lTTtOsdP0wrc3897fFrZLW2jSaa6nnjWCNvNjSv3L+Nv7AXgaP4beKND/Zam+LPx68W2j6RZfC/wz4Nk0f4pa1468P2PiHS0fVtK0b4d+DRqfieOPwVBf+J57/w9Ctkmn2dxrRRNJt5gN79m3/glt8O/D3hX4c/HD9o9/jr8D/i54L1uTx3428FeO20P4aab4Pi8C+L77UdDvPE/hzx38PoPE3h/Rb3wpoui+I7+41bVrVbnStQfV7O8tNNurR4lKrSqu84+zcI+7Ugryk09E07JJ3cn2a+/jUKkHaL9pzKzjJ2Si97W7Wsl5s/JTw1+xP8AtTeILGW88FfsyftIeLNLiu5LW41HQfgv8Rdds4dQSGCWWyku9J8KTW8dzHbzWs72zsJkiuYZWURzRk+g6V/wTx+Ol15/2/4BftL2vl+V5X/Fq/GEO/d5m/8A13glt23an3cbd3PUV+yPxz/4K4/Eb9ibxbp3wq/ZFb9nn41/DbxB4dtPiDrfirxCdd+JF7p/jjVdT1fw5qXh+LXPhl8SfCmg2tra6D4U8NaimlXenTavBLqs15PeyWd9YQW3xna/8F6v2wJPM+3fDf8AZttcbfK3+D/ihB5md2/HnfGE7tuEzt+7uGeoqYOs+ecJ2bcebVc0u2nW13fqkdfLRXsoTheNmoqzcVZJu76dN99j411z/gn18dLDTbufTfgH+0neXsJiEFv/AMKs8YXBk3XEUUn7m38FpK5SFnf5CNu3c3yqRXzf4q/Zy+Nvg+91S11v4M/F7RJdHgW6votd+Hfi3TZrGH7FHfma+S70O2a2hFtItz5kyxJ9mZZt3lkOf2K8Kf8ABbj9rTxLrthpUPw5/Z+upL8XLrDpvhD4lTXUnk2VxeN5Ea/FedmCrCXfEb4iV2JABYfcvhHSfiR+1V4HtfjR8Y/A3iDwd4U+INrq1v8AEXxf4X8M694e8DeFfBugXt/4L8QeJIdf8Ux+ItN0Oz0Pw3oVxqer6xruq3ulaZdWt/e3qw2ED2sJGpWW83JXvZv07fP+rXqagkmoxWyXku/9eR/Lz4b+GXx11axlufCXwc+I3iXTUu3gnvtH+HvjHWbaK+WGCSS0e60ywkgjnjgktpmgdhMsc8UjDZLGT9leBf2OfHbf2r/wvn4bfGf4S4+w/wDCKf8ACTeDtZ8B/wDCQf8AH5/bn2L/AITLwx/xNf7K/wCJP9p/s3/jx/tKD7Z/x+Wtf0vfAT4N/wDBPX4deD9S0TSf2uPCs9tdeJbzVXfVvj38EZLkTz6Xo1oyo1tpdjGIBHYxlQYmfzDITIVKqn5ZftPftJft9fHL/hB/7W/Za1L/AIpf/hJfs/8Awi3wR+NH/Mb/ALA837d9p13V/wDoER/Zdn2f/l43eb8vlKpBVVdUo05L4pRvebly73vqle1u7+fjVm053nzqTVk3pGzjovW/Xy+fkWjfsXfsC6fpemXsv7TlzD41uNOsl8UeGbj40fBeO70LU5beKbW7G50ZvCqatpk+mash0+a11F2uLKUNa3ebkZG/e2XwQ/Zt0KXxt8B/ijoPxE+IfgzZ/wAIr4V1fxt4R8XLrH/CRXiaTrn2jQ/BqaFrmof2foeu6xqMX9nXdr9kNjFeXnn2ltdRzfkvrnhT4n6h488Y3Xhb4feK/EPxLutf8Q3XjLwRpfhPxDq2qeG5ptZmk8QpeeGtOtn1/R10fX3t9IuF1VmfT7ieOwvmN7IhP2l/wT//AGU/it8bv2r/AIS+CvjZ8JvjJ8Pvhr4n/wCE8/4SbxfZ+A/EnhQaR/Yvw38Z6to3l+IPFvh3VtBsPt+vaTpWlv8A2haXH2r7a1la+Ve3NtJHNbBucFVlKMo8qT5mlL3Yq65dNrNL1Xz8ydXmm6cLqSSb0dmtFa/e7Ta3/X6o8Ef8FZP2tfC4t/BFh8LPhFLpPiPV4vt1xeeB/iXJqEI1j7JpF19lmh+I9vbR+XbW6SQedaT7ZyzSebGREvuY/wCCk/7Xmj/8iv8AB74fa39o/wCP7Z8PvidqX2byf+PbP9neO4vJ87zbjHnbvM8o+Xjy3z9peLP+CTvwQ0H4h+E9P8L6/wDHPWhO+hXES/2r4R1GaXUZdcuYY7SIad8OYd7P5NuEt1Qzs8vDHegH1Z4M/wCCdnwE8B/2l/wtbxp8Tfht/av2P+wf+E18R+DPB39tfYftX9qf2b/wkngiz/tH+zvtmnfbPsXmfZPt9r9o2faoN3B7Ggnay6f+2+f9f+lEZVVa35/4fXv/AJef433X/BVf/gpfb5XUf2T/AAdY+HVkMekazc/Ar4+21rqMa7hYNDqM/wARFsbs3dir3UZteJ40aeEeSprotH/4LS/tB2dvbeEfiT4b/Z38D6hH539tabrmj+NvDWsaXveXU9O+1WevfFRZ7L7bA1jcQfa7YfabW7hlgyk8Mlfs/wDF39nz4Iaj4D8P+GvAnxA1TxfNo2qaVHHa6L4r8I6/qP8AZGnaNqVgmo3MGjaK7eVuezjmu1gitfPuYkAQzRIfzO+Kn/BHr9lP4yaprvjbXviR8brf4reI/wCy/tfgfw94w+HEUif2Rb6dpEH2Tw1efDLVPEi7vDmlw6vceZdz5Vpr9PKsCscelKjhpVIp+6rq7STe8b6ddH9+2m8zxFaKtd/pdpa7f57/AH/NWv8A/BRew+LfjLw9B4r8afAXTLXU30nwtfTaN4ihsvI0q91WZLm6jk1LxxqUcV3FHqVy6zzCS2Ty4mkt2VZBJ6pcad+xt8Sdn/Cd/tJ+B/D39i7v7K+x/GL4WaT9s/tHb9u8z+2Ev/tH2f7BZ7Ps3leV57edv8yLZ+Pn7dn/AAT6H7KnxK0qx+Fnhr43eJfDlj8M7H4h32seLtG/tmKy1i21/wAXw3Nvdah4d8F+HbC30q3sPDunXU8UyJdQrPczyXqwywCD857rxd4hn8v+3tNttK2bvsvnWd9Y+fu2+ft+2XJ83ysQ58vGzzBv++te/h8Lh2r0ZOaVuZSSUr2XwpNt6PV9Dw8Zj68HJScltazb0vHV9v1P6grf/gld/wAElvHLnSdM/bc1zVp7dTqL22g/tJ/s0394kMJW2aeSG3+Hl262yvdxxvIY1USyQqXBdVb4E+LX/BKiz8L3Xja6/Z38LftG/GC+0vxDf2/w2ttF0SL4gf8ACZ+G/wC3/sVvrVhD4H+HdvN4it5vCTz+IE1HQWjsJLaI6qi/2Yjofy88F/G/xF8LdUuPEHgq28N65qt5p8ujXFpqUN9qUEen3Fxa3stwkGk6tp9ykqXOn2kayvM0CpLIjRNJJG6fq5+y5/wW9/an+Gvj74awX3gP9njSvDnhPR7zRU1nxH4X+Itjbx2lp4L1PRrCTUtRm+LNhYpcXT/Zod4FtHNeTJHDEpkjir6KjSppOO3lp1t89f6ufPVsdWlJO7dtVrrdJeXQ/Mz4kfsu/tcfDjW/EN54j/Zf+P8A4a07wnaRa3rN/wCKfgp8TNGtNG0yx0i31m81LW7q/wDD9jBp2nWlkHvbq8umtre3sENzLKkSmWvnG+uJPEEq3muKun3cUYtY4Yg1orW6M8qSmO8aaVi0s0yb1YIQgUKGVif7D5P2+vht+2XYz6P8evi3+z94B0/49QT/AA1+JVz4Q8e6D4Wl8M+EvESv8OdW1fQ5vGfjLxRBo2o2nhXOq29/r8WsaZBqH+nXNhPpv+g14/4h/wCCOH/BL/xJexX3ww/a1+IfxA0CK1S0u9Z8L/Hn9nrxXp9trEcs81xpk2o+HvhhPZQ3kNlPp91JZSuLqOG9t53URXMJN/VqafNH4v8ANq/X0/A0p4qtJJuUne3uvzSev3n8pfh4axot7LdSabcQCS1e3D3lndRxEvLBJtVm8oGQiIkDcflDHacZGdaxRav4klgvHMMd3e6hJM0LLGyMBcz4QyiVVHmKFwwY7SRndzX2Z8UP2Wv2q/COgWepar+zR8fNJt59Yt7FLnWvg18R7C1eaSy1CdYI5rnw9bI1wyW0kiRiQuY45WCEIxXxvXPgH8VPBPhuX4heIfhd8T/D9naQWN5f6n4h8E+I9J8P2UutXFtYKtzeX2jWkVskt1qMdrZia9VpLmW3gDSySKjw6UYty+01vprov6+a+bder7sVe0ZKXXry+Wt/X/g5Hhj4XeMfF3iTw94R8IeD/GXioeJ9c0nw7osPh3w/qmuanrN9rd/b6bFp+jR6Zp9z/aOp3GoXRsbK1tLa4mlvfLtVglnzG33joH/BNvxFp1nLB8W/h3+0N8OfEbXLy2WieJPCV94QvrrRGihS21WLTfE3gVL+e0nv01K0S+iH2SWaxnt4z51tOB2n7J/j74WfCr4ffC741v8AEfwVY/GT4X63d/EnQ/AniXxh4ctbG58VeAvHGqeIvB+laz4YN5p3imbTtbl0jR2u7Gz1XT9S1KyvmOl31m11azxfrZ4T/wCChngn9sPTpviZ+0n8T/2ffhd450O9k8C6V4f8N+NdJ8E2N54T0yC28QWOsS6V498a+J9YuLu41jxPrtk+oW1/DpssOnwW0NnHdWl5NccU6Tjd05uLk25Wsrtta679SniKjVnd6q2+i00/L7+vX8ZviL/wS6/aC+Hf9j7P2b/2s7f+2P7Qz/bnwf8AG0W/+z/sOPsuPh9Zbtv20+d/rcbovuZ+f1rxv/wSx1nwz8JPAfjT4f8Aw8/aV8VfE7xFF4XPjHwZH4Sutcfw+ureGbvVvELHw7onw9t/EGlDSvEFvZaUTql1OLE3Asb7zL2aKQfo/wCAP+C+/wC0L+01/a3/AAvrRf2Vfh1/whP2D/hFP7F03xv4R/tj/hJPtn9u/af+Ez+Mmv8A9of2f/YGj+T/AGb9k+yfbpftnn/abXybvgf/AIK66lZ+OPEUV54p/ZntLCKHV4La6udbngSYx6vaLCBPL8SlhkeSFWkxGBvCs6gKDXFVpVZe0XtJPmSUtnde7o9P6t6B9Yqeeui/DbTf/M/Bjxr+xR8ZdA0/UptQ+Cvx70/WLT7H52nal8OPFVpLD589qkfnWk/hSG6j8y1mSePcV3q8cq5jYA53gf8AYE/aM8e6Tcaxov7OX7S+uWttqMumyXfh34Q+OtTso7iG2tLpreWe08G3kaXSR3kUrwtKrrFNA5jCyKzfsL8Tv+CmV149+Let2Gp+JfgDF4U1b+zfP17S9ZkjgX7D4ZsJovI1S48e3mmjOpWcdlLvSTLmS3XZOVK8DrX/AAW8/aI/ZYuo/h9+zv4a/Zv+JvgrWLdPGWqa9rmjeOPGd3aeKdQkl0S90iPVPA/xY8PaTBbwaT4e0S8SwuLKXUYpL+W4luntrq0igVGhiLKNOtOKt3iktI6Xa+X9av6zPTmvoltq+nT/AIf7j8uNW/4Jx/tywfZ/+EP/AGK/2wfEe7zf7R+x/s4/F/V/se3y/snmf2X4HH2f7Rm62ef/AK3yG8r/AFUlZ+j/ALDn7Yl9fT6N49/ZM/ae8KWWnQyKJr34D/FHQpl1W0mitRp88ms+EnhFwIXvHktPKS5D2zt8qwyqf2++G3/BzD+2F4f/ALa3eB/2PIftf9nY+3eGfihHu8j7f/qs/HmHOPO+f72Mp0zzm+J/+C6H7QPjmW61PxToX7Mmk2+ralNr32i00zxrYWr39+1xceRbTaj8XLtGt2S7uJIYvMkmMcat5zhHZuqNKUowU1z1Yu6rP4029JKytdJpLySv5xPEVNXFu1ldd1pe+nf+up+FGk/sgftE6t8a7f4P+Bf2ffj54u8d3Hm/2X4F0P4UeOdf8d6h5XhOTxRffZfDGj+GZNYu/smjx3esTfZ9MbyNHtpdQmxawy3A/R34Pf8ABJv4xappnm/tLfAL9rX4JTDxH5GpJ4n+Fnij4bfYvAIt9Ma88WzL4++HEjW2nWzSa8JNenP9iw/2TcCUZsLzP7BfBn9rv9nn4SfC7w3/AMFS/BPx/wDgNrf/AAUM8P8A9sf2Z+zRqvxV8Eal4Iuf7V8Q6p+zte/aPg1pPiXTfjfN5PwQ1K78fxfZ/iFD5erxR+KpfM8IxyaJJkfGn/gvr8Zf2ifh38QtW+LCfsmeEfGEnw98WeDNI8PaCvirQZtS0ltD1W50+5ttJ8SfGTW9UvL+81TW9RsYZrWQ21w9tDbQ2v2iGdpXPCKpOM6jvOKjFSdr2Tuuy3bfb8L4xq1Xdptpvvttpt5/09+E/Zy/4JUf8EsPDn/CY/8AC+P2yPE/wg+2f8I9/wAIr/wmv7Q37OngD/hIfs/9uf25/Zn/AAmXw7g/tb+yfP0f7Z/Z277B/adp9s2/bbXPN+Nf+CVn/BDnTdKt5/CP/BSEeINSfUIop7OD9sH9kPVXisWtrt5bo2+mfDyO4RUuI7aIzOTCpmCMN8kZH4H/ALSH7S3iX47f8Ib/AG3D4MT/AIRb/hIvs3/CLR365/tz+wvO+3fa9e1fOP7Ii+y+X9n63G/zfl8r5CijtPD7G9srhZZZVNqy3UsTxiNyJSQIhC2/dCgBLldpYFSSCFPBLmlPmfO+W7096yVr+i0X69emlWqpK+trPXbf0/rv3/rYsv8Agnj/AMEZl8O6bY33/BQrT7SOLTNNgnMv7WX7KsEsLQQ26hJDN4J2xyCRBG6ugO4lcBsYzE/4JR/8EgfGOp2F34Q/bq1rxVci4tdOsYvDf7Tn7MOuLdauLgSW2lxppfw6upJ7+eS6tlSyhb7TILiARpumjLfyzWNtp+tm3g1u7Gn6bexiW6vUngtEi/dG5h23N2stvGslwsUS+YH3hwineytX2d8BPEXw9+EnhHUfE+i+NvDk3iTwp4lu/GegaVr3iTRJItR1fQ9M0fUNKtrixtJ9Nv7uxu7/AE2K2lhsri3ubhTNDbXUMxV4+J5VCLc4tqpK6dktYy+JN+d30/M9Wji6vuxd1s99elj9n/jL/wAEkv2HvB//AAjn9jfHP4p3n9o/2x9p+2fE34RXHl/ZP7L8ny/snw2tdm/7VLv8zfu2rt27W3fKnw//AOCRGt3Os3KeIfhp+1PpFkNMmeK5n8G3dgj3QurIJAJr74aNEzNE08giUeYwiLg7UevmnU/+Ci3j34g+R/wk0Xwd0z+yPM+xfYI9ZsvP+3+X9p83+0PG975nl/Yrfy/J8rZ5j+Zv3Js+4vhn/wAHD37Yni7XrvTfiD8PP2WPC2jQaRPfW2oHwl8UdD87U4rywt4bP7XrfxsubWTzLW5vZ/s8cYuH+z+YjiOKUMUspjGHItISSTirWtf/ADd/nvrru8TNuN25N7W1/l+71/p/GPxt/ZC+DfwW0fxtr1n4v8YQ+K/BmsHS5tD8UeIPCsZs79vEdt4d1Ox1fTIvDOlalb3tit1dxy2zTWs1tfQBbiPEckDeEeGZfhVqemafoviH4gaFpMGpyS6dqrN4r8OWNzZWV/eTW884N8ZEtnS0mM8ctzFJCvyyujxfKf1F/aOtv2Q/jR8GvGXxR1/9ovwPb/FD4pnw98RPFXg/w78XfhjFbaZ4s8Z+KtD8UeKtI0nw/erqviGysdHv9R1KK30/UdQ1HUtPs7QR6je3U1vcXD/z7/Ejwz4I0z4k6noPhbxGNc8MLc6JBZ6zFrGkan9pjvNL0yW+ZNQ063j0+Zra8uLq3Bih2wtB5UwaWOQt2UsspKzaTasley0923Xu/wCtL8lSvUvu726/8N/X5/ev/CqP2UtP/c2nx002aNv3rM/xO+G8hDt8hXdFpyKAFRTgjOSTnBAHoVn+z3+x14v8z/hPP2gIPDP9nbP7Kx8Vvhbo3237Xu+3f8hnRbn7T9m+zWf/AB7bPJ+0fvt3mxbfyO8T6DpGkX8NtYXs1xC9pHOzy3FtKwlaa4jKhoYYlACxIdpUsCxJOCAH3+p3PiPyv7bjisPsfmfZfJSS1837Rs87d9rkn8zy/Iix5e3bvO/duXHUsLSp3TjHpa2q6efnovl68ftKz3Sbe2vpv92nf77/AKxR/s3fsTxXzWumftGQXxhlmhtFj+LvwmuZZ4Yt6q4W30IeafIUys0ahcAuAEFdXcfsa/sFS+GdQ8YXn7TNxb+LLTTNT1ODRT8Zvg1FC+oaTFcnS7Z9Ol8LnUmS8FnaF4UuVmuBMTbyRiSPb8gfC/8AYd+OvjmLwhq3ww+A/wC0L8Q9b8T6Jaa34b07wd8L/GHi0eIbLUdEOqSX2h2nh7wld3eraeNGkudWhubCS4i/s6E3zSvaxySHp/Fn/BPn9v7TdQ1SHVf2HP2v9M062gR9RvL/APZn+NNmljYmximu7u5uLnwXHBbQ29u0k7zzhYYol82Q7FJrmqypUfhdr6O3Z7p/Nf117KXtJW5o66WS6fDr6/1119z8EfHLwZ+zppNx4J+Gvjf4f+I9C1TUZfFV3feI/EulaxfRatfW1ppM9pFc6Bq+h2aWqWeh2EyQSWklys088j3DxSwxw/2n/wDBID9vzU/Fv/DQ3/DVur/Bv4Cf2f8A8Kl/4QL/AISS/uPhb/wlf2v/AIWZ/wAJT9i/4WR4yuf7d/sL7N4c+0f2Ns/sz+2IP7R3f2hY7f8AO68S/sf/ALTGj38Vqf2cv2gY/MtI59t18IfH6SHdNPHlR/wjMXyfusA7T8wbnjA/oF/bo8deMvgz/wAKt/4VvoVv4n/4ST/hN/7Z/tTTNV1r7D/Y/wDwiP8AZ3kf2DeaX9m+0/2pfeb9q8/zvs8fkeV5U3mfP5xWo0MJCpGSbkn2vG1Siujfd7/539bDOvKT5lZRsou+6trf8Py9fpX/AILxf8E0vD/w18E69+2n+z9pfx1+Kvir9pP9rrVPEl6LWysvHPwzvPC3xi0j4wfFi48SeBf+EK8B2Go3Gh3Go2Gi/wDCMaxL4q13TpdA1Fd8+qT3dpqKfj1/wT58R/th/Bv9pD4R+IrX9nPxfBpPhz/hPfL1bxP8IfijFpS/2v4D8aWLfbr6OfS7Zd1zqjW1tieDNybeE+bISkn9dPw0+L3xp/bE/Y9/Zj+Cfxt+H8Pgr4e+C/hF8F/GHh7xF4P8KeK/Dms6jrPhz4X2HhLSbO71bxbqfifRLyzvNE8T6tfXFvY6Ta3VxdWlrc211BaQXNtcfIn7Wvw3+Ov7NXwW+IHxR/Z/+DvxE+JV14L/AOEU/wCESk1b4feMPGOga1/wkfivw34d177Q/gqx0GTUf7Oj17WVi/szULX7He2EYvPPW1u4JvncFmtCadCVClOU5SjGtNtSi5yjFO17e43p0udzi3y+81Zpu1rO1rr0f9dj51+L3gvTf2mfFmmftK/tBTah8NPiL8JtFstO8P6DpElv4N8LXfh7wJqWp+PtJ1bW9L8bWuva5Ok+ua9rVnqV/Za9ptjLp1hFb2yWd5a3d5Nr/DP9p/4NeAP7b/tP4xfBzSP7W/s3yP8AhIfiF4V0/wC0fYPt/mfZPtHiCy83yvtsf2jZ5nl+bDu2b13fF/w4/aF+PPxz1zQPBn7Wfw4034F+HvG/ifSvh94y1G48IeMvhjd6D8KfEt3Y6V4i8bwXfxK1rV7HS/7LsdX8STxeJNVtbvw3ZS6Q0t9ZTw2F/HL49/wUt/YP+HWi/wDClf8Ah3zqHxQ/bA+0/wDCx/8Ahbn/AAre70P9oD/hXnk/8IH/AMID/bP/AApLwfF/wiX/AAlvm+NP7O/4Sbd/b3/CM339jY/sbVs+3hqVGdm1F/O99PX+vwKPJv8AgoRruufGHRtTXwdp8fjOwvfjPe+KNNu/A1pd+Io7/Rri18aCz1m0n0ubU4brRrqHU7WSDUYN9rOt1aPFcMk8fmfOn7MH7IHxJ+M/iPwP4C+JXwt+NHhf4OeJP+El/tr4g6X4I17RIbH+x7HxBrOneR4s1/wzqvha2+0+KdKsNEl+12c/nNcSabB5Woywyx+lfsbXH7RHxR+J+vfAKf4N+KJ9X+FvgPVItS8OeH/h544k8eaNdeCPEPhfwXeW/ijSHbULnTptOudQNhrcM+jafJaayYbWUWkhNq/7HfEz4/J+yZ+xxrdlcap4J8P/AB48Af2bv+EnxOvhpPiu0/4Sr4pWEq/234CfWfDfjK3+0eDvEi+JtNyln5umzafrI+0aVIDP7VPDUo8nLb3ZRmrW+JNNP1vb8hNJ3ulqmn5p73NT4S/syeC/2Mv2X/jVD8LNQ8Y+ILzRrL4j/FXSrXx5d6Vq0154n074e6atjp0kHhzQPC0txpFxL4W06N7S2EWoSvNeJDqKNJB9n0v+Ca37QPxs+O3/AAuj/hMfAOl6Z/wi3/Cuf7O/4R3wr4tsvP8A7c/4Tv7X9s/tTWtX8zy/7Itfs/kfZ9nmT+b52+Pyvzh+G/8AwU98cfFy70z4bfEST4F+GvBvxE8RWXgHxfrWnPq+jX+jeE/FstjoOv6xY6lrnj/UtK06807StSvru21DU7G9020mgSe9s7m3imhk/VL9nbxB4R+An/CYf8Mm+J9D+Of/AAlf/CP/APCfeVrWmfE3/hF/7C/tv/hFd3/CtZtH/sT+2/7Y8R4/tr7T/aX9kH+zvJ+wX/mlV04ycpNOW7fW+nn5hFJJKOy2tqrH8Suu6PFp9pHMn2nLXKRfvtu3DRTPxiJDuygxz0zx3HJ12PiG712eyiTU9LksoBdIySvZXlsGmEU4WPfcMUJKGRtgG47CRwrVx1e7hJrl1d99Vr27dup8PmkV7WKgrJJb3W6X9f8ABPvr/glJ/wApR/8Agmz/ANn9fsd/+tD/AA6oo/4JSf8AKUf/AIJs/wDZ/X7Hf/rQ/wAOqK0rNNxt2OKimk79/wBD6ri0ZbtjHd23mRqN6jzimHBCg5jlVvuswwTjnpkCrfjK8vV8FXum6dJiWCDS7a3h2RHaltfWKlPMnXa2yGNhueQltv3mYjNqa6+yKJPm+ZgnyqrHkFujYGPl69a4ybVJr66ms53aS2kmmBiMcSZWN2kjBeMLINrIp4fnGCSCc/mcb30+fpc+3xnwv0f/AKSfDfxDhhGs6/Lqq/8AEzW1jaZsvwy6Vb+QcWx+z8QiLhBg/wAfzbq8Ik0i+1Rhcabb+fa*g8l382GLEqkuy7Z5Y3OEkjOQpXnAOQQPZPjjPc2/xA8W21vII7VYNNAiKoxCv4c01pBvdGf5mZzy+RnAIAAHN/D+fTRo1z9vt5p5v7Tm2vGSqiP7LZYUhZ4hkNvP3TwR8x6D6PC+1w2FeIg4Slemoxk5OPLOK+JLl1WlrSsjyKaU58rutG76eWz1+fyPU/B954dT+0cSYz9k/gvj0+1f7J9a/pp/ZY8AaN+x98O/hp+05+0vpP/Cu/gt8WPhH4N8P+B/G/wBvuvFv9v69470Pw98QPDNp/wAI14AvPE3izSv7V8J+Gde1f7Rq+gabZWP2L7BqE1nqVzZ2Vx8K/wDBLz/gmxpn7Rn/AAvL/hYGneC/EP8Awh3/AArP+yftXi34gaH9k/4SH/hYH2/y/wDhGrSw+1faP7Dst323zfI8lfs2zzp9/nH7eX7cHjDxPol/+wadc18+Ev2UPi9deA/D2iT+GfBUPhzS7H4FWnjD4N6Tb6N4pt428ca9b2Wm3H2TTrrxSxvtUsc6jrZOrhTXl1ITak4xcoxV5S3stNX89D7/ACuUVGkm7OTko+b55aH05/wUI+Inj74s/Cv4u+PPhZrH9v8A7Huv/wDCA/2Fqv8AZ+i6V9r/ALK8R+CtG1P/AEHxFY6b8UIPI+KGm6hbf6ZZw+b5PnW/meHpIJZPwBl8UQaCws7e++yJIPtJj+zPPuZyYi+97eYjIhVdu4Abc7QSSf3D+FvxK+H3xM/4J56F+zZc6J4gm+Iet/2nv1q8S3s/CLf2b8b9Q8er5l7p2uHV48aHYLaJ5Ph479TCxSf6Mz3tfkz+0H8MfC3wr8Z6Z4e1fS47i5vPDFlrKPpGoarc2wguNV1qxVXkv7qymE4k06UsixNGI2jYSFmdU4IRpzrONaNaUPe92hyc7d9H+8fLbueviedUnycnNzR+O/La/wDd1Mb4d/BX4n/EL+2P+Fe+Gv7X/sj+z/7X/wCJz4e0/wCz/wBofbv7P/5Deq2Xm+b9ivf+PXzfL8r99s3xb/2C1W/+Cv7GnwN+FvxL+D8v/CuP2lNa0TwR4B+MGteX4s8YfaZtS8ISa/8AEDSf7N8UJ4o8BQ+d498L6Zd/b/C9hEkf2HyNEvI9GubiG41/+CbX7M3izwx/wuf/AIWjf+FvEf27/hXX9hf2FqOtx/Y/s3/Cdf2n9q26NoG77R9o0/yM/a8eRN/qM/vuU+N/7Jfxm+L/AIq8YeFbbxR4BHhbTfHniDW/D+l6re6zZPYadZ6jq2naVBLd6Z4Qub6e6tdO1Nbd1uLy6jkPmSy3E8yRytNKbhXlzSpVGuW9SlzOMr2+1Plk+VaO6VmnbQ8enFN3s1ps7dGumu/qfm38df2lPF/xt8ReKU8VeNP+EmtfE39h/bx/wjmmaL9t/sWx0g2vOnaFpMlt9mk0m3/1Jt/O+z/vPNWV/M+WtS1W10i3uNBsZ/s8ep2s2bTypJfPlvUks/8AXzRytH5ojSP/AF0apt3/ACElj+kfxh/4JjfGb4RfCHxF8fNU8S/Cebwv4e/sjz7HSPEPjW78Rt/a3ifTPBkX2ey1HwRZaVJjUdTjml87Vo9liJZY99yqWz/nTqngTVZS3iC5uNOkt9ItzcXCCa6W4eHT/MvZUgjW0SFnZCwj8yWMNIdrui/MPXpVqcpKLlJJx5klu6mnLZaqzdl36XMMTKcE1FR3XxJ25b67Pt8u559baRMu/db4ztx+9U9N3pLX6C/CX4d/tq6r4jvbf4J6P9o8VJolzNqCf2h8J4seH1v9NS7bd4tvo9OONSk0kbYGN7zmMeQLkjw34I/Cu6+M/wDwk/8AYLaZa/8ACN/2L9r/ALcu9QtPM/tj+1vI+y/2bbaj5m3+ypvP87ydm6Hy/M3SbP3Y+Nfxo/Z+/Zm8K6f48+DPgjxv4N8Uat4gtfCN/qimHxGZ9Av9O1XWbqw+w+LfGmuadEJdR0HS7j7VBaR3qfZfJjuEgnuY5SriZqcVVVpp6xlfS6j0cnumnv8Akecq6S921v7ui/Nf1c6Dwd+yN+1/8X/B3hX4f/GT4ff8JDoPiPw3oTeL9J/4Sv4YaT9s1LS9MtddQ/b/AAt4l0y9t/I8Qaba3X/ErvYIJfJ8g+ZZSSQyfnZ+2t/wTS+NHwd+IOm+J/BvwV/4R34a+E/h1Z+NvGF9/wALH8Kav9gXQtb8Vah4g1P7NqvjzU9fuvsug6ZazfYtLt7kz+R5dlaTXssiSc6f+Con/BQ2y8W32o+B/wBoG20bwyuqas/hTTr34X/Bq5vdM8Ozvdpo1hdtdfDLUzNdWmlSW9tcSTX9/I0qO7Xly/79/qD4Hf8ABRLxt+0H4o8I/s6/tc+IPE/xW8efHrx5oHwc03V9H8IfD/wr4Uj8CfFLUdJ8DWeha5e+DU8C6tp6JrOteJbnU9W0jQb7XLXTdRil0+/ubm3tbOz0hNxlelOnVk4ttU+ZqMX8V7qNnFb6tW7nbh8RGaipqyUkveS+Jctray+Xmfid41D63/Zn9lf6T9m+2+f0h2ed9k8r/j58rdu8qT7m7G35sZXNO6vZbCMTeHZfKvWcRytsWTNqVZnXF8jwjMyQHKjzOMA7S+f6Yv2tf2T/APgnr+wp/wAIB/wur4B+JvFH/C0v+Eq/4Rr/AIVr46+I2q/Yf+EI/wCEb/tn+2v+Ek+KvgvyPtP/AAl+lf2d9i/tLzfs9/8AaPsflwfavn7xh/wTW8BfGLTIPDP7Nvhvwt4B8c2N9Fruq6x468Z/EaTSLnwpa291p99pluEk8dEajNrGqaFdQn+yLcfZrO8H9ow5Ftec7xMbWsmqe11vzWb5tfu2/A+ioR5oSbb9617dLOS07HwX+yR+3b+2H8FPiz8Mtf8ACvxT/wCEZtPBmm6tpeiXf/CD/C7Wf7N01/A2teHLWDyNR8IarLeZsLpbPzbuG6nHmfaJJBMpnX+sv4V/HD9nH9rP9ju78T/tReJ/+E//AGhfi14F+Kvhjxpff2L478K/8JBOdS8Y+BfCNj9m+Hmk+G/BGlZ8H2PhvSvtOk2+mp+6+3ancf2o9/eP/EH4qsdd+EPxd8afDjV720n1r4aeNfGPgPVbrR1F3pU+peEtT1Xw3fz6XPqNpY3lxp01zYzPZTXtjZ3Uts0ck9rbzFok/oU/ZN+JfgbU/wBh7w74b0PSNes/j7qvhX4saV4K8b3cdsfC+keP9T8YeOrfwBrepWv9s3du+laHqFxoU+qxN4Q1RJYbK5Emj6xuaG7569aXPDnjGmnCNvZpxi7yer1evd9l5GEaai2lKUurc3dr+6nbZdu9zA+JX/BJnW/iHrtprX7KvwB/tf4e2ukwaXrNz/wtS00/Z4zhvL+71GDyfiN8R7LW226He+HZPNtYm0pvN2QSG7S+VP5+/EXwe8b6h9j/AOEf8O+d5P2j7X/xN9Ij2+Z5Hkf8fuppnOyb/VZxj58ZTP7qaX+33+21+xXbv8LPif8AGm113X9fmbx/Z3fgHwB8L9V0ePR9VSPw7b21zceI/AHha+TU0vfCuoSzQxafNarazWbpeSTSTwW/6Q/Av4G/8E1/2+v+Ep/4Y4/Z38dfC3/hU/8AYn/Cxv8Ahc3jXx5Z/wBu/wDCd/2v/wAIh/wjf9h/GP4reZ/Zn/CG+KP7Y+1f2Ds/tDS/I/tTdN/ZzpYlU58ycZOGidm4u6a7pvfy19C6kVOk4tyimo3cHaSs09G722s/K5+L/wACf2RtE+F2ifDT43fGL4ff2F4IsvB+i6t4n8T/APCV3ep+VP4s8LJpVhcf2L4W8S6hq7/b9e13T7fytP0l0tftXmzR21nBNJDyH7QP/BTP42+AX+JH7MvwI+Nn9k/sw3fhi98IaX4J/wCFb+Er7zNA+IfhSO88f6d/wknjHwFefEJP7Y8QeJvFMn2u419b3T/tuzRbmysrbTlt/pj9urwl+1P8Kfh18cPCJ+JPgpfg/wCAPFcHhDQ/CenWNpeajY+FvD/xL0jw/wCEdLi1PUvAMOq3raTFbaQk15qPiCa/uorSWW8vL+eSX7R/PR4mttb1jVr/AFfU7y2ub2ZYXnmCiEv9ms4YI8RQWsUKlYYY0G1FDbdzZYsx9DDOlVlepPlVrqzS968X1UlbVnDi6tWnCHs4qbTindNvlSld6SWui+/Y7uL4lfEraf8AhGNa/wBA3fvv+JdoH/H5geZ/yELDzv8AU/Z/u/uv7vz76/Yn9l//AIKo67a/8Jx/w0t8dvL8z/hGf+EK/wCLYWbZ2/8ACQf8JH/yIPw8bGN2g/8AIWxnP+gf8vlfhdpWtjRbd7W4853kma4BgjhdNrpHGATI0bbsxNkBSMEc5JAzLexnuN/2t45dm3y8Fk27t2/7iJnO1eucY4xk59D2cVbnilTj8Lilz1E+qbVpNO1720btc+exGIvzWc+Zv3lL4aesdGua8b9LX1Wtkmf1X/Dfw3+z1408U6p8WP2ebL+0viz8SdOvfGXi/X/tHjez/trQ/GOo2PiTX9S/srxvPa+GtO/tHxLdaJe/Y9L06wvLTzPs1la2tgt3Av7L/Bb4fDSPgR4a8XW2kfZ/jBb/ANs7NQ+3+bs83xjqumN/okl7L4Xbd4XlaDm2bG7zBjUQJB+an7Aeofsr6F8Lfg7PF8NPGCeNz+z38PrXxTrMepajLY6lqB8O+DX1ue0t5/Hv2eKG81eEXUHlaZY7IQESG1Qm3r9UdJPi86Fb+M/CWq2el/Bz97/Z/hS8hhl8SQf6ZJpV35ksunagzeb4p+06km7xPNiwkVR5YA09Pn83rexpycLrW2mmns5vo1roh5c1Vq2lZ6ddV8cFpe+uv5mfpHxC8RaN8SPA2j+J9X+zeO77xB4Zfwzb/YLGbzWudeitdFPnafZS6Om/WIrhMahKgXbuuwtqUY/nh/wXr/aQ/aM+En/DKfleMv8AhH/+Eg/4Xnu/4p3wLqv2v+yv+FO4+9oWpeR5H9pHp5Pm+d/y08v93b/bJj/abPixPjH8EPiL4V8HW/w1+HC6/ajXtM02+1WDxZ4O1LxR4pg1Wzsr3wP4o0u8hjT+yfs9rqNyLO4ubWaG7sRbu8lx+ZGq/tu/D/4leR/w+D0nx5+1f/Yvm/8ADO//AAqXR/DHgT/hAv7R8v8A4W3/AMJB/wAIB4k/Z5/tX/hKfsHwy/sr+1v+Ev8AsP8AwjmpfYP7A+2Xv9t/NUcVUr1IQTqSbcv3dNv2s7RcvcTly6WvK7Xup21PedCmv5PVpWXr7v8AT3P2P/4J6fFDwF8TdG8Df2hrn9t+OLv4D+GfEPiz/iWazpvmaxcWvgr+3bv9xp9hpCb9Xv3/ANH03bar5v8AocItYxs+39X0DwBa+O7jWvDNps+IaeV9iufP1psbtHitLn9zqEzaGc6G1xH++iOM74/9L2NX8/v7D3hX486J8bvGXxM+FnjXwt4Z/Zz8a+A/EN78C/Aeo20N9408GfDDxH4u8JeIPhj4c8VTah4R1wz6x4d8Cxado2uXD+N/Fs8mrW7u2u68XfV5v3D8Kad4zk8PWHivW9W0688YH7V9p1eGNI4pMX1zpsO2zj0y2sBs0sRWzYsEyymU7piZmt4mdGqoOtGrZxlenKclHb3JOXJ70dppK19m1qZzwkJx5uVJ32aj230i9H63PE/22vB3g3xB+z1+0H4l+IGnfa/iDpH7PPxXXwxe/bNVt/s8Nh4I8V3+ij7Not1Dokvla3Ney/8AEwgleTd5d3vtFiQfwpePtI1TU/7J2W/n+R9uz+9t49vmfY8dZY927yz64x2zz/ob+P8A4J658Sv2d/jd8QfGtzoeteBPDPw5+JVp4z0f7Zqena5q3hbRvA97rfiLTNKXSdPsIBc3+j393a2M7azpU4vJcG+sUSO6T+Nf9uPwL8Gl/wCFX/8ADNPhDUPh5n/hNf8AhNf+Eo1XWdT/ALYx/wAIl/wjn2H+0/EPjbyP7P8A+J99p8j+zPM+22/mfbfLj+ye7l+YzVak1OEH73vVnP2S/dv4uSTlrsrL4mr6XPBzHL4tS92+2kVG796O14Wt89j8lYo9R0pjcRD7OzjyS+YJchiH27WMgGTGDu2g8Yzzg9LdnXLvSMS/vIJobVz/AMeabgXhkQ/Ltcc7Tjg9iMZFe/fs/fs/eIPjh4y1PwnFd+HS2n+GbzxEf7Xv9X0+2xaaroum/JNpGmXFy0+dWG2J0EDR+a7MJEiDfr3oP/BNnwd8A/Cug/H79pzQfCfxC+APh7Q9H1Dxn4K+HvjH4iDx1q0Pi+ztvDnhRdLSf/hALRZdN8XeIfDuqaqp8a6Wg0yx1ARvqTBNMvvqZZnFyiotTmmnKdNP2bjpaN3NSuuqasfL1MstNvlsrLR2v010hb+vJn5dfs5/siftBfGOf4XTeCfh7/wkeheN/F+maFpLf8JZ4J0j+05Ljxg3h64tcat4l0u8st+ox3Fn59yLRVx9oSZYCk5/oN+EXwZtP2IfDd98KP2jPDf/AArHxv4g1y5+IWl6D/bEvjT7X4V1aw03w3Y6v/angXVPFmkW/wBo1fwnrll/Z9xqMOoxf2f9omso7a6s57n4D8S/8FB/2XvgZ/avhP8AZP8Ah/8AF74W6t4Ls5NR+CtzrOm+HPE9h4O+INxZDxJoGu6nJ4u+JPjifVbGy8e3w1y6tdYtPEdo9tvsm0m7sFTSz8J/F39vP9uH9ozxJZeNvi18bLLxZ4j0vQ7bwrZai/gD4YaAYdEsb/UtXtrL7H4X+Huj6fKI7/XNSn+0zWz3j/aTFJO0ENvHF1wr1ZWlKSpqSUoqTmrp2aas5K2pcKEF7tm7b2to9FZ3SP6dv2k/+Cnn7AHxm8DaV4X8B/G//hJNXsPFljr1zY/8K1+NWj+Vptro+u6fNd/adZ8AaXavsutUs4fIjuHnbz/MWFo4pXj/ACR/aT+OXhDxb8IfHGi6z4o/tD4bajNobwW39iana+do9v4t0W+8PnzrXSLbXo9ksGmy4eVLptmy9DK06H8efgf4T8S+J/FmoWFhf6bDND4eu7xmvGljiMUepaTCVUw6fcMZC1whAKBdoYlgQA3sPxZ8ZRR/D/X/AARqIu57jTP7K0a8aKC1FlLc6JremxzPBOJYbswNNZM8DtDFI67PNij3OoiVafNFOTldq7pt6p225mtd91ZdS/q6tfRPXe2m1r2ifrL8IP2Cf2SPil+wRqn7Qel/Cn+3fHU/wy+Nmv6H4u/4Tr4maZv1/wAE6n4+0vQbv+wLjxjp+jr/AGZdeHrKDyLzRRZXv2PzbyG7juJpJ/y18OfDv4GeGLGWw+LGj/YfEU1295ZRf2h4wud2iyQwQ20nmeGr64sRm+t9SXZK4uxszIohaAt+lX7DXxn8b61+y78Lv2bPDGuS6dp/jo+NPhvptpqGk6EdHhm+JXxF8W6c/wDaGrix1DxDDYPeeIpZb26tUur60geU6fC7Q28Vdp8Wv2IPCnww8R2WgfGzRfD/AIu8VXeiW2safqXhPxN40XToPD9xf6lZWljMHbwoftseo6fq08h/s6YeRc23+myHMFtnKtO7Vp2TdubdK/X3rX2v8+w1h48u6v5bPb+6fJ3/AAVD/Y88LfsZ/wDCjvsvw7/4Vv8A8LI/4WZ5n/FXaj4w/tn/AIQ//hX+3/WeJ/FP9nf2d/wlLdPsP2v7dz9q+yj7PnfDP9hvwj8T/A3gnXvDfwv/ALc13xF4N8N+K9Ruv+E11PTftkOraPYXl3f+Rf8Ai3T7O3+0XmoQSfZYIYGi83ZFbxxRuqdh4Y+Nvjr/AIKd/bv+Gr9dm+K//CkPs3/CBfbtI0H4d/2B/wALK+0f8JT5X/Cp7Hwn/bH9qf8ACAeHN/8Ab/2/+z/7OT+yvsv23UftP6pfsG/EX9ndfiLqHwem8CeMmT4bfC+78PrGs7f2ah8Ha74P8Lj7Df8A/Carqt3CoyttJqEUc08H766Vbn5amc5ONo+0U38eto26Ws79r303B4aN38LSs47X6X+z+XY/n98Ffs4eEdM/b+0z4AfFPwb5HgCD7Z/bvhL/AISLU5NvmfBa78a6X/xPvDmuSa027WpNO1P/AEPWTjP2O4xaCe1H3X8Uv2cf2G/ht4gs9DtPBv8AYsd3o9vqzWv/AAkPxe1HzHnvdQszcefJrl+y7lsFj8oTKF8rf5YLln9S+IPgTwh4q/4LM6vceE9IOm6Hf/YPsFnql9qQuYfsv7Ktkl157Je6k37y8t7mWLF3N+7kjB8sZjj83/4KK6r4N+Efxs8L+G9b0nUrq7vfhZomtxyaM7XVqLe58W+N7BEkk1DU7CYXAk02VmRYWiEbRMspdnVLp1ZuyenLFKyulK1vekr6yfV+XkL6tFbWd1re2l+i93byPwktfC8KeZ9uscZ2+V/pLnpu3/6m4Pqn3vw71/QDrX7M37CGh/smfs/eOfHngn7Lrvibwj8KJte1T/hJPjHP9t8Raz8NZdX1RvsWja9NZ232m8hvLjFlaW9jDt8q3EURiiP4+/Bj9nX4vfHz/hJP+ER8TeC9O/4RT+x/7Q/4SS51Gz87+3f7V+yfYv7L8K6x5nl/2Nc/afP+z7N8Hleduk8r9xP209L8JfCr9gT9mLR/EGl3F54n0C5+C3hTxFqOjXF1cWF9rWl/BfxVa6tdWAvr/T/9AudQ06ae1drCxm8log1nbbnhTonVcUmpXv2buvxQU8LCcrOCW26jZ3a02fz0PnP4Xfs3fsV/E/x3ofgX4I+DP7c+KGuf2n/wjGl/8JF8WNN+1f2bo+oaxrX+neLtd0/w9D5Ph7T9WuP+JheQ+Z5Pk2nmX0ltE/ZeNP2D/hj4T/aA+E/gP4w/Cv7A3ifU/AgvNK/4TjxBdfbvC+teNbrRrj/TvC/jC5Ft9pNtqdt+6vLfUYdnnJ5W63lb54/4JheIta1X/go58EJtEvfsfhW4/wCFlfZdMvLe1+2R+V8CvH6zeZIILuT59SjluE/0+T90yr8i/uV/ZP8AbL8Q6Zpv7en7M8PiSC71C3a2+DM13HZLEpl00/GXxQk9ujC5sWWZ0jnVSrRkb0InQ8phPFyi9ZJ7a+87XezvJarrbTzPQo4Ck1b2aXvdIx10WqtB6dr/ADPmn9pr9lv/AIJT/sx/8IT/AMJ94F/4Qj/hN/8AhJP7J/4qb9o7xL/af/CNf2B9v/5AviHX/sX2L+37P/j5+yfaftf7nz/Il8n8otD8NfsT+LLuTTtPsvt80Nu960P2n4tWu2KOSKBpfMnntkba9yi7A5Y79wQhSV/WH/gtf40/ZrH/AAzR/bXw+8ZXn/JZfs3kXc6eX/ySnzt+zxxbZ3/utud+Npxtyd35C/DD9nLxJYa/dzWl54aikbSLiNm/tDWZMob3T2K4k0p1GWRTkDPGM4Jylip2i7e7J6PXWzs7e90OpYCjrHli+W101HS+qv7h+wn7Un/BJ/wD8Nv+CbMv7Vvh74B/2Lp118M/gJ400fx7/wALT1rUfM034l+J/hpYWepf8IvffEa/nX+2rPxWkX2O68OrPpv2/wAyW1sJbUvbfz5/C/4XQ+Ovjx8Gvg7pWhf2rqHxS+JHw78D2Hh3+03sf7dvvG3jLT/C1rpf9r3OoWcOmf2nNeR2P22bU9PhsvM+1SXdoiNcL/VP8M/2rPiF+2p8J/h1/wAEtNQ8Rahe6TqvgHwZ8Mn0zxL4e8J+HvArR/s8aDpnjW2jfxn4Rsp/iQljbyfCqF9HvIrP+0dVuYrC311IrO91Jk8vuv8AgnF4C/ZN/a1/Z51jxH4c8MXXjrwp41+E3xT8M634T8Y/EPVrTTZNC+JbXWiyNaeIZdIs7u/s9Y8OT3Zs77TLvTZ4mto7mSeKSe3i3jWcl9re2n/DkywkYtcsYdN0tr6pWj2+R8YftFf8E2/hR+x1/wAIf/w078GP+Fdf8LF/4SD/AIQj/i4viTxd/bH/AAiP9if8JL/yT7x14n/s/wDs/wD4SfQP+Qv9h+1/bv8AQPtP2a9+z/nH+yn+z7q/xd+Ies+G/GPhH/hIdMsfBmo65BZf29baT5V/ba54dsIrr7TpetaZcPst9TuovIed4W8/zGhZ443j/ef/AIL4/FfXfiN/wyj/AGjf3Nz/AGN/wvXyftOn6TZ7P7Q/4U55mz+zol8zd9hTd52dm1fL+89fNEug+DP2BFHxi8f6Pcaro3iVh8NLa3+Ht3e67rSanrAPimGa6tPFuo+GdNj0tbXwbepNcwX8t6l3JZRR2kkE1zNBoqzjf4um/wDw/mbxp0YwuowT/wAMVfXrou/9anjX7Vf/AATZvfhf+yx4v+Lej/Bj+wzpumeAr+x8Qf8ACxYtT8mDxH4x8J6Ssv8AZV1461DzPtlvrBt9k2myPb/aPNKQPD5kXjX7LP7PP7LXiP4b/DZviv4Q+2fE3U9V1C11o/2/8RLfz5n8aatZ6ImPDetweH486MulR7rTy0GN92wuvtLV/TF+1R4y+Fvx5/4JYxW3gvw54g0vXfiF8I/2cfEWlXviV/sltbx3Pib4V+KLgakumeINaWC4k0+K4h8u0tLuBbyRI0dYf9IT8gf2evg54S8Gr8NNa8d6RBrOl+G/FNjrfii30XVNa+1ajomm+LZNS1C000PdaOn22fSontrcPc6epuSu67gGbkV7fTm1ve34X7nJUo0edSsvhStaNt73+HfXf17M+k/hb/wTP/YL8ceH7zVvEHwU/tS9t9ZuNOiuP+Fj/GWy2WsVlp9ykPlWXjy0ibbLdzP5jRtIfM2lyqIq/wAsvxd8OaboX/CPf2VZ/ZftX9ref/pE8/meR/Znlf8AHzPNt2+dJ9zbu3fNnC4/vf8AhV4T8K/GDw9eeJf2ctLfwH4IsdZuNC1XR/HN5fSatc+Krax06/vtStyl544A06bSNT0O1iH9rW5+02d2f7OiyLm7/giv9aT4g+V54ml/sjzNv2tIrXb9v2bvL+wOfMz9iG/zcbcLs+89c1TEuLc3GUoRtzJa/FaMdHJLd9fUmOGpy91NKU1o3ZX5dXZqN9vwP6Nf+Cc3/BUH4Z/AHWv2aH1744/8Imfhz8M9M8M6if8AhWniDXv7GurL4Q33hWSyxZ/D/WRqPl3Un2D7TAL6N8/aluHjH2gf0UaT/wAF6/8Aglp4h0FLH44ftWfa9Z1eG80/xxF/woz9om3+0aPdzXFmYd/hH4Ow2sXmeG3to/M0h4rpc79634kYfwVfszfsofEb43/GLwL4A8La14KsLvxZDr0+lv4h1HXLSwt7fTfCOt+Iil9cab4b1W8jk+xabJFH5FvdB7oxpI4iZ51/RrxZ/wAELv2r5bfW/FC/EH9nYaRbadc6hNbHxd8TPtzW2mWBN3GiD4SmEzSC1m8gG7RTuTfJFk7PncVXh7ZKVaSpuCm3GT0blK8e11HpZ+p6+GwceVWiuZWXvJau0ddI3av8z+xj4aftXf8ABAL9oPQrvxn4b8e/8JdY6Zq8/hiXUv8AhFv209A8i7srOw1V7H7Hf+HNFmk8uHWoJ/tK2skb/afKFw7QvHF8ZfGf9mj9mT46f8I3/wAIR4K/4Sn/AIRb+2P7T/4qP4gaJ9h/tv8Asr7F/wAhfXtI+1fav7Iu/wDj3+0eT9n/AHvlebF5v8ung/8AZf8A2x/2b9Mn8D+C/ip8K9D0vVb6XxXcWliLnW4pNQvre10iW4a78S/C66vo5Ht9CtYzbxSC0RYkkjQTSzs37g/8FIfjL8Y/2Mv+FM/8KU8XweCf+Fkf8LE/4Sb7Jonh7xX/AGn/AMIf/wAIN/Y3mf8ACcaFrX2D7F/wlOq7P7L+zfavtbfbfO+zWnlfG55VlOMoYepKdKUnyXlLn5VKk/ftaN3rsraPsejPDqFBSlGKklG9krXvFe7eKdtep+lNn8Ev2+vgx4E8I3+r+Gf+Eb+AKaPoHhj4SS/218GNYxoK6Os3gOx8u21bVfGhx4L0qVvtPiVDenyNus3H9rSqJP14/Zy0DRvi1+y74O+G3xatP+Eg17xB/wAJD/wkGi+fdaV9r/sr4h65r2lf8THw1NptnB5Fnpum3f8AoV/D5vk+Rc+ZLJPDJ+E37Ev/AAV6m+O2meEfg9+1dffEj4o+DfBHwd0HU7PRtH8D/C/wxFB468NW/hTwvb61BqnhHVPBGtXNnFpWseI7WK1vbw2ky6hFcXOmG7t7aW0/o2/ZS+Kv7NnjPQvAVx8P/AHjjRG1L/hKf7JOtzc232O88RJf/aQnjrWl/fC1vRDj7T/rYifJOfK+WoRrU6ik3KKutZSe94t7Py0PJUqkYN1IqcuZ2jRTfu/Z0m171tHra77H8u3/AAXM/Yb+K3hLxB4r8dfs8fC/+z/hb4N/ZH13xL4p1T/hNfDl3/Zuv+Hr34uaxrl79h8ceLbnxFefY/Dttolx9m06zurK42eTaQT3zXcTfi1/wRl+LXxt8Nf8NIefr/2L7b/wp/b/AMSrwlc+b9m/4Wju+5ps+zZ5467N2/jdtOP9Ib9pz4CfCb4+fC/4peHvFXhT+1tP8V/CTxv4A1K3vdd8S6QtzpGueHtfsbyzefQNZt7m3hmg1m4Rry0kj1CESO8EiSRQsv8AFz+3X+zT8Gv+CZ3/AAq3/hRfg5fAX/C6/wDhN/8AhKf7D8ReLPHf9q/8K3/4RD+xPtX/AAs7W9X/ALK+w/8ACe6v5H9ifZ/t32yb+0vN+x6f5X0uEz2WHpTw7UJOTj+9cZOrDlSf7uftY8qlaz93VNrqXF8yjK0o3V+WVk1fpJJtX+Z7N8J/hz8Jv2P/AIjeJ/2w/Eej/wDCu/E3x1sNa0vxD8RP7Q8S+Lf+Ep1v4na7pvxR1aD/AIRGxvvE2n6J/beoeGZ9c82x8MaRaab9i/sy2k0+G5TT7j+XL/grH8eNM+Ln7dHx91XTfFX/AAkHgTxB/wAKs8mf+w7jSftf9k/B/wCHFtJ+6n0fTdYt/s+sabInzxw+b5O5fMtZA0n9Sup+KvCnjz9nz4QS/HDTdU8aeCb3w78P9b0fR9NEekaha69c+CZG0++uZtF1Lw1KUg0m81a1mt/7UubYzXUbfZpmiiuIPwX/AOChX7Dfg/V9G+Lv7Snwt0PQPDfhq4/4QH+wrPW/E/jafxPZeVdeCvAWp/adOlk1/RG+0X8WoSw7tWu9unzxTjyLsC2h+gwGeUKlWMa9WvCElGKnTdnCTlBKUnKpK0IpttpOSsrJhO/K7JN2ektU9HpbzPx4+Bfgr/hP/jZ8HfCPh/Tf7W0fxX8VPh94WvdP+2fYPt82u+LdI0y5sftd7dWd1a/arW8hg+1Q3NssHmeZHcQyI8i/05+F9A8Nf8E8vt39t2n/AAqD/hb/ANm+zfv7/wAf/wDCQ/8ACAfaPO/49JvG39k/2T/wm0X+s/sz7f8A2n8n237E32T8yf8AgnR+y3Hpui6V+0j4rg0DU9O+CPxusfG2px2GseI08Qy6P8NbTwP48vbbRNMFvp2h32oyQR3I02LVb+yt7m+kS3vry2sx5yfQn/BVb9qzwp+0V/wof/hT9j4t8Mf8If8A8LQ/4SL/AITXS9At/t3/AAkH/Cu/7I/s3+zta8V7/s39ian9s877Bt+0Wvl/atz/AGfoxeN9tUcaE+enB8sKt5c9VaPnnLmXNLo3ZbbBC/LG6UXbVLRLySPnP/gpv+wZf/sw/Abwl4+vPhV/whEWr/F3QfCC6t/wnMPiX7Q9/wCDfH2sjTvsMXjDX2i81dAa5+1mziEf2TyftKGcRTfhHKpTfgYAYgdD/Fj3r+sj/guR8Wda+IH7Jvw90bUr66uoLb9ojwnqaR3Gn6TZoJYfhr8W7VXEmnxpMzBL2RQjHyiGLMN6pj+UG5QYlA67vU/3xX12USkqLUr/ABStd3erW92fIZrFutdW2j/6SfdP/BKNm/4ekf8ABNjn/m/v9jrsP+jiPh1RSf8ABKQY/wCCpP8AwTYH/V/f7HX/AK0R8OqK9Wf2fn+h5sNn6/5H2VrXlG1j2Rqp+0JzsUceXLxx+Fc7e2UVvYPeiKBWCwvvjjUTZleNSd2xTuO87zv5Bbk556ez077XK0fneXtQvny92cMq4xvX+9nOe3SqVxp/nvNZedt/ePH5vl7v9S5bOzePvbMY38Z6nHPwUKeu/Tt6eZ9li5xlF2d73S0f8tuqPz8+LsNvdeL/ABOxgiaWW2s1EksSF939hWKKWfDN8uAAeSABjoBXzvcXFzpLi2juJoFdROUtJZI4yWJj3MqtGC5EYBO0naFGeMD1L4/p9g+MXiqyz5vlP4eHm48vd5vhrRJPuZfG3ft++c4zxnA6L4ZeCP8AhJ9Bu7/+0/sPk6vPZ+V9i+07vLs7CbzPM+12+M/aNuzYcbM7juwvu0aTw9OnKb9pTnCMvZ2S3jG2t5Wtf+VfI8ylBzn7rs43T8n967bpn9P/AO1p47b9gL/hAP8AhHrrWvAX/C2f+Eq+1/8ACipz4W/tX/hBP+Eb+z/8JT9ivPBv277D/wAJlN/Yfm/2l9l+2avs+x/aH+1fzk/GjxTpfxB8X+MvGdhbXa674w8d+IvFmp67q8NuNf1V/EGqarqt7ca1qcNxe3l9qd9eXqXmpTXF1dG6vfNuJbmaXEj/ALff8Fw/il/Yf/DMP/Ei+1fav+F1f8xPyNnkf8Kl/wCofNu3ed/s7dvfPH83kif8JZrGpT5+wfbLm81Xbj7V5f2i6L+Ruzbb9n2nHm4Xdsz5a7sLwukmtZOMftPV6abpNX1Xbrofe5cpQpwtDnnG7UbpXfPL7Tulp1P0M/4JpQ+JPFf7avwV+Hl5rVzf+Gr/AP4WP5nhrVtRv7rwvL9l+E/jzXE+0aNKLmwk8u/tlv4t1k+3UUjuhtmUTL+hv/BSD9k7UNU+OPhW40Wx+HOn2qfCnQ4ZIfs09puuF8X+OXaXy7Tw5JG26OSJN7MHOzaRtVSfyS/Yk17/AIVx+1L8MtY+yf2z/Y3/AAmf+jef/Z32n+0fh14stf8AXeTfeT5P27zP9VL5nlbfk37k/pZ8E/Db/hqHSrjx/wD21/wg/wDZGoS+D/7J/s7/AISb7R/Z9taa1/aP2/7f4f8AK83/AISD7N9k+xy+X9k877U/2jyofMxUYqS5X8MUlKK5bpSav3V1v1PYqO9Ncy5ZPllKN+blel1fZ2el16rQl/Yl+Nnwr8e/8LN/4R7whqen/wBk/wDCGfbPt+geHLTzvt3/AAlf2fyvsOq3nmeX9jn8zzfL2702b9z7f5/P2wPiP8c9A+OPxwu/CXxg+IfhnSZPjr8S7XSLDRPiB4w0ZdP0VvF/iaWw0qG10y+htrSztLaG2hjsbZjaQC3ijhXy4oyM39m740/8I3/wmf8AxTX237b/AMI7/wAxn7P5f2f+3f8AqFT79/n/AOxt2fxbuP0C/wCCgP7Mv/CA/sY/Av8AaK/4Tb+1v+FveLPhlqX/AAh//CN/Yf8AhHv+E/8AhV4z8c+T/wAJB/b95/a39k/Y/wCy/M/sTTPt/mfbfLs9n2RvNhKWFrxkknKDT5JWavZNX3i73v5HjqPMpR1V1bTfddrHwb+zR+1l4s0Hxv4Ks/2jfHfxZ+MvwetP+Ej/AOEy+GviDxPqXxE8N+I/P0jXpfD32vwb478Rw+F9Y/sfxRNoev2/9qqv9n3+lw6rY51Gysyf0K13wv8ABr9q6yvvG/wG+F3g74feD9P0658D6loniPwT4V8KXF34ktIptXvNTGm+DbfxHpc9nPpfiPR7QXs92l/K9lPby2i29tayz+U/sVfsrf8AC1PB/wANPE//AAnf9hf27/wmX+g/8Iv/AGp9l/svVPFWn/8AHz/wkWnef5/9ned/x7w+V53l/vPL3v8AuX8CtN/4Zr8F6t8JvO/4TT/hLfEN/wCIv7f8v/hHP7P/ALe0nSPDX2P+yvM137V9l/sL7b9o/tK28/7V9m8iHyPPmmpim6kptcspScrR2jd3srKys9rbW00OXFr3FGN3yQirvf3brW+7PzM/Zm/4J/eO9V/4Tb/hEJvhL4f8j/hG/wC0fJk1jSftfm/299k3f2X4Mk+0fZ/LucefjyvOPlZ8yTG7+0l/wTg+Ov7QXgbSvBngLxd8K9F1jTPFlj4nubrxJr3jHTbGTTbLR9d0qa3in0bwNrV09291rVnIkUlrHbtDFO7XCSRxRy/sf4e8Pf8ACXfa/wDS/wCz/wCz/s//AC7/AGvzvtfnf9Nrby/L+zf7e/f/AA7fm9z05f8AhFZ21HP2/wA6JrLyf+PXb5jpP5nmf6RnH2fbs2DO/dvG3DTHHck4zveUHdc3NLta91qtF9y7Hz8+a9vvSdu3526H8VHj/wDYb+LnhLT9f8Fy+JPh4nijwtejw1f6vpuseJltpdT0HVIdN1S5sr9vCVtqL213JaXXkzTWtvcTwyr9oghaSSNfGPC/w/8AFP7PnjzwZ4s8Z6tY6n4g8GeJPDvxF0/XvDF9qN7rml2nh3WbfUrRtE1TVbLRb2y1qyvdFurzTTBc2sVteSW9xHfQSvJJF/cPY/E3/hZ/i6b4Uf2J/Yf9p6hqtl/b/wDaX9p+R/wjy3ereb/ZX2DT/M+2f2R9n2f2jH9n+0ebvn8ry5fkz9sf9gz/AITq28SeNv8Ahav9l/8ACP8Awo1iD+zP+EG+3fa/7Kj8Uavv+2/8JhZ/Z/tH2z7Pt+yTeV5fm5k3+WusMxn7KVKPKozq+0bSanzNRXKp2uo2ivd27npYKDlKMnHbSzaa2i722ufkR8OfF2q/8FEf7Z+16trXjD/hT/8AZ/l/8L3v7nxB/Z3/AAsD7dv/AOEV8y58bfZPtf8AwhK/25t/szz/ALNo+ftvkj7J+Y3wg/a9+JXwm8S33iPxL8U/jPf2F7odzokUOi+N9furpbu5v9Mvo5JI7/xNpsItxDps6u6zvKJHiURMrO8f7r/sW+F/+Gcv+Flf6d/wmX/CZf8ACHf8u3/CPf2d/wAI9/wlX/Txrn2z7Z/bn/Tr9n+y/wDLfz/3P87HjH4M/wDCitMg8Xf8JJ/wlP8AaN/F4c/s/wDsf+xPJ+1291qf2z7X/amr+Z5f9keR9n+zJv8AtHmeevleXLth3Cq6l21Jcip0Fe9Zu6cVVso0rcqd5Jp3tbQ+rpOpCEIxje7anO6Xs/edny7zvd6Jq1j93fDnxT/Ys/a++H/hj4M+Af2bvD+m/tM/E3wx4cv7v4x+Pfg98KLObU/F+iWFj47+IfiXxJ8QtF1DxN4/vdV8XWWheJhdazJpd/qev6rrGNceKLUNQvIfk2P4LfFv9nf9rnwKdX8a6enwj+GXxS+EvivxT8OvBviPxMuhan4Q0+88J+LvF+haX4RutK0Twzev4hsn1VLjTNR+waXq1/qFwup3KRXdzcn8o9F8bf8AEytZ/wCzPvec+z7b08y3l43fZO27rjnHQV/RR+x5/wAFB/tX7J/gX9h//hUfl/8ACyLDx/8ABv8A4Wf/AMJ9u/sb/hdvjjxfp/8Awkf/AAhf/CFr/aP/AAjP/Ca+d/ZH/CW2P9tf2Z5f9qaT9s32nDUeKpVJc0LNxajGU41LQcnazu1fTffy1K0UtXq1a1t9dz6c+Kn7BWv/APBU/wAQ2f7Qf7MFn8Ifhz4B8HaNb/BvV9E+Ldve+EPEd14w8PX2o+Nr/VbLTfh74O+Ieiz6JPovxD8P2ltfXWtWuqS39jqVvNpcNpbWV3e8x8afjT4C/YT/AOEa/wCEL0HWfht/wtP+2f7S/wCFF6Xo3g7+2v8AhCP7K+x/8JT/AGTqvhD+0f7O/wCEvuv7E+0f2h9k+36v5X2T7VJ9p/L39rH9n7/hnP4i6L4J/wCEt/4TH+1PBWneKv7T/sH/AIR7yPt2u+I9I+wfYv7a1zzfK/sP7R9q+1x7/tXlfZ08jzJv6AYP2uf+G39//Fvv+FY/8Kx2/wDM1/8ACaf25/wmmf8AqWvCf9m/2b/wif8A1EPtn9of8uv2X/SVTnOOrVtFdXvf7v6+5Dkrppf1qfLfgn9uX9kX9vIaB+x54a+C3ia4+NvxP06G2vPGvxa+HPwyl8H6p4k+Hmmn4j+MNZ8S+I7Dxd4w8W3txrUPgrW5rLUZfDGoX+pa5eWMmqLZJcXd9afnB+2l/wAEV/2h/DOv/G79oTw54n/Z38P/AAc8BeC7n4i3XgjRNa8caVrC+H/h38OrLVPFljpHhqw+FcHhYanq82gazcWFtJrVnZX91fRS6lfWL3N1JD6P+2N/wS4/4ov4w/Gj/hef/If8UJ4t/wCEb/4Vl/x6f8Jl8QNNm/s/+2P+Fg/v/wCzf7Z2/a/7Kh+2fZs/ZrXzsRV/2Lf26P8AhlzR/gf+x7/wq7/hOf8AhHPHFn4e/wCFif8ACbf8Iz9s/wCFl/Ea78W/bP8AhEv+ER8QfZ/7F/4TP+z/ALP/AMJPP/aX9m/avPsPtn2a19nC1+SHtFOKnJ+ydJ03JcjUW6ik9E+ZctrX63seTilOSScXZWldSS1XN7tt/O70P5s/EiQXd9FJYwx20S2iIyeWkOZBNOxfbCGU5VkG4ncduCMAUlvbXOlb/tson8/b5XlSSSbfK3b93mrHt3eYmNuc4OcYGf7q/i/+w/8A8PA/Etj8Zf8AhZ//AAqT/hGdDtvhl/wjf/CFf8J79t/sa/1PxV/bf9sf8Jb4L+zfaf8AhNPsH9m/2XceT/Zv2r7fL9s+z2v8Muu+FP8AhDvsv+n/ANo/2j5//Lr9j8n7H5P/AE83XmeZ9q/2Nmz+Ld8vt4ev7ekqN1FwjFQi05Sq68ztOyVPkUbu9+ZOys0fK4vmU3JRsm3d8ysvh3X2r/huf04fsA6bqPwc0DwH8TfiddL4s8B+K/gV4X07w94e06efXb7TL7XbLwb4g0m4uNJ8QR6Xo1mlno2l39jLLY39zNbzXKW1sk1rNNNH+n0/i3XvFWkN4l8Ia7ruhfDy/wBv9neEn1S90yG1+y3QsLvOg6Xc3Ghwefrlvc6mPInfzWmF5LtvJJEX+Mj9jb9p/wD4ZO+LHiT4kf8ACD/8J9/bngbWPBf9jf8ACS/8It9l/tPxJ4X17+0v7R/4R/xH5/kf8I59k+x/YYfM+2ef9qj+z+TP/Xl+yL4s/wCGpv2bPh98b/7P/wCEF/4Tr/hLP+KY+1f8JP8A2X/wjHj3xL4R/wCQ19m8Pfbvt3/CPf2h/wAgmz+zfbPsn+kfZ/tM/l5zhXGk3J3py5Up2S9905vl5eZvRJ67adNDkw2JqUp3S11S1t1i/O2qPWPCXifw3qUtr8NPFelS+I9W8d6rBoFrLqtjYavoxtPE7W2gQWWrSalcSXJ043Mly19bR2F5F9lnkZIbiSWSE/If/BQ7/gmxqHjj/hUH/Cu9A+BHhT+y/wDhP/7Y3aVPof2/7b/whP8AZ+P7D8CXf2r7L9kvs/avL8j7R+43+dNt/W74YfFT/hT3gTxD8If7C/4SL/hOL/Vrv/hIf7U/sj+y/wDhJdG0/wAMeX/ZP9nan9t+xf2Z9u3/ANp2n2nz/s22DyvtEnkHxF8Q/wDCPf2P/on2z7Z/aH/Lx9n8v7P9h/6Yz79/n/7O3b/Fu4+TWFtKMoSfMr2cfda0s9bp6rzPYp5jP3VJW8rt9P8ACfNP7L/w2k8MaL4U+Hwt9Ch13wT8M9C8NareadE0em3Fz4btPD+iXx0+4+w295LZS3lv5tobmytJJLcI80EEo8pfQtNfxp8Lf2iofHXjPxPqWtfBnQvM/tL4eabrWralb3P9p+BpNHs/J8JaqdP8KzeT4q1C11yTz7yHy3ik1OLzNRjjifmdQvf+FmyS+HfL/sT7DcSat9s3/wBpeb9lZ7H7P9n2WGzf9v8AN83z32+Vs8tvM3p0/gq8/sfV9N+G3l/afs32z/idb/J3+da3Wvf8g7bLt2+b9k/4/mzt8/jPkjWngJTkm7/Fq/dva8bu/N/X3W6449tfPTV+Vvs9D1L4peN9f+NFhq958INf8Q+B/hVN4Yv/AAv4y8A32q3vhrSfE17JDqEviGTUvC3hi71Xw5rNlrPhzVdM0W8fVWMuo21o+nX1ubCC3Mn5dfGD9ki28Z/8I7/ZPh74X239m/2v9o+3aTHDv+2f2Z5XlfZvDd1u2/ZZN+/y8bk27sttq/8ABRb9uL/hQN/rv7Lf/CsP+Es/4XR8D9TP/Cdf8Jr/AGD/AMI3/wALFm8b/Dv/AJFn/hEtZ/tj+x/7G/tj/kYdK/tD7T/Z/wDoPk/bpf5f/i3P/ZH/AAj/AMn2j7R/av8AF5Wzyv7N9pd27zf9nG3vnj28Jl/NKEIXc5bLTW0ebdySWifX8bHPXxTcXJ7K2vzitrX8j91vjx/wUb/4J2a74Q060/Zu/Zb8QfBfxzH4ks7nVfFPh34I/A34dXt/4UTTNYivtAl1vwH44m1e6tbrV5tC1F9KuVGmzy6VBdzMLqxswfxH+Lf7Vvxw8eXPjbw43xs+Nt18O9Y8QX76Z4H1r4keLp/DVpoVrr/9peHtKk8MnxFeaHBb6Klrp/2Cxt4JbPTp7G2+wlRbQSL9Ct/wTu3DH/C4Mc/9E/8A/wANq4bxX+zb/Zukal4f/wCEz87+y5IdM+1/8I75fn/2dewW/n/Z/wC3ZPK87yN/ledJ5e/b5j7dx+kw1PCUmn7b2nvRt+6nHls4u+t77bKx4ladafPeny2i18cXze7tpblfmfE/2PVNU/4mdxem5uZvma6u7m4mu2aD9zGXmdZJCY1iVYyZCVREVcBQBVuLvU9McQPqF2C6ib9xd3GzDFk5y0fzfuzng8Y57D7f+Ef7C/8AwtTx78OfA/8AwtH+wf8AhYPjfwv4M/tT/hCf7U/sj/hJfEVn4f8A7S+xf8Jdp32/7F9r+1/Y/tdl9p8vyPtUG/zl/dvwX/wbzf8ACLaXcaf/AMNe/bvO1CW887/hQP2Xb5lvaweX5f8Awuu4zj7Pu37xnft2jblvapqnNX5010Xs2rLS1r7K2ltPkeROrWjKyjy2bV+aL1TS1t103v6H8wE2jePPAajWNP8AFNxpU1yw01rjQNb1mxvHimBumhklgis3a2Z7NHeMyspljhYxkoGX9AfiJ8X/AIEeJ/2UrLwXY/DR4vi9P4J+Gdrqnj688G+DkuNQ8SaXfeFLrxXrNz4qh1O48T3c+u/YtXaXUbi1N/qkl+x1JY/tVyyfcOm/8EQP+FcTvrn/AA07/bP2qJtK+y/8KW/s7y/PeO88/wA//hbN9u2/YfL8ryV3ebv8wbNr/lL+0D4P/wCFbXvxN8L/ANo/21/whXi7VfC/277J/Z39p/2J4s/sT7d9m+1X32P7V9n+0/ZvtF35O/yftEu3zTqqEJ2V1o91Hl108+mhisVOO6tfu79uyML4H/tEx/Bfxv8AC/UL/UfHMejfD/x34Y8T6hp/hi8CBrDTPFNr4kvodJtJtb0q1a8nhExjjneyhlvZD51xGjtPXu37an7aXiP9qH4p6B4/+EHjn4yeEPDWkeANK8H32m+JvE1/oF/Prmn+IvFWtXN9DZ+GPFXiCwltJbDxBplvHczXsV481tcRSWqQw28s3wBaaB9vsF8Ufa/K8tJr37D5HmZ/s15E8v7T5yY877Lnf9nPl+ZjZJty2LeD+15Vuf8Aj32IINn+tztZpN2791jPm427TjbnPOBtHART5k7+qT7f3iZY2Vm3sumuuqs7207WP6EvDP8AwU//AOCdXgn7b/whX7L/AIv8H/2n9m/tP/hF/gp8DPD/APaP2L7R9i+3f2T4/tPtf2T7Xd/ZvtHmeR9puPK2edJu+A/g7+1Va+CP2ofjV8aYNR+Itl4B+I118R7rwhoGjXcdtrGjaR4v+Iel+K/D9hf6UniK00XTk07RbQWV1a6Xqt9bWl0kVtZNc2ii5X89PE3ir/hKfsX+gfYfsP2n/l6+1eb9q+z/APTvb7Nn2f8A292/+Hb80Nj4f+3Kg+1+VuhWb/j334yE+X/XJ/f6+3TnhwwEVe70a7X6r+8H1ypfvbbda6f5f1of0cfDf/grD+xD4B8RaN4p8efA34n+JPinpP8AaP8AavxEg+Gfwj1jxZe/b7G+06x2+LtZ+I1n4juPs/h28s9Db7TcR+TpsB0yHfYxRI2T8c/+Cn37BHx28W6d4uvv2dfHGuTad4dtPDi3fjb4R/BnU9VjjtNT1f*ckb2883j/WGTT0bWHkihFyirczXbiBTIZJf577XW/+EVvY7P7L9v8AsG795532XzftUTS/c8q42bPtG37z7tmfl3YWLV5/+ExuU1PZ/Z3kQLY+Ru+17vKkluPN8zFrt3fatmzyzjZu3ndtXSGAhzXTvvpypdutyZYypvfSy76eW2vqfrz8dv23/wBmfxB/wi3/AAzP8LvF3wT+yf25/wAJr/wjvgnwB8N/+Em+0f2R/wAI39s/4QDxZN/bP9jeTr32f+1tv9nf2tP9g3fbrzH0t8XP+Cmn7Ifjn9mf4N/DHxR8H/iP4m8TeDbb4eDxFqPiX4f/AAx1nStS13w94A1Lw/q+rWt5qPj271C8ubzULu4ngvr6wtby4trieW68ieV4W/nXu5P7P8vjzvO39/L2+Xt9nznf7Yx3zx+l/wDwSf8AAP8AwsD9onxnp39rf2Ts+C3iLVvO+w/b87fHPw5g+z+X9sssZ+27vN3n/V7fL+fKc9fBpW6pv06Lz8ux0YbHTfKre87/AGnprvtrsj0bUP21/wBmyLwjNYfAn4Y+LPhP8aV8v/hFviZ4Y8F+AvAmt6BnU0m1z7D4z8HeKx4r0r+1fCh1fQLn+zk/0601K40q7/4lt5dGu7+Cv/BQ74WeBpNNvv2mdJ+LHxp+ImmeLrPXdC8a6xYeHfiNrmj+FLI6VNpmh6d4j8f+NrTXNPGn65aa9q1pplm8em2l5qst/bzJeX16V/bz+wP+FN+E/wDhIPtf/CR/8I5/y6eR/ZH2z+19S+xf6/ztU+z/AGf+1PN/1M/m+Rs/debvj9Y+CH7NH/DZtxpPxY/4TX/hW/8AwjfjKw8C/wBgf8I5/wAJh9t/seTSfEv9q/2r/b3hb7P9o/4Sn7F9h/s2fyfsP2n7ZL9q8i38uph4KTsnZaNc3Xm3v5drfM9yhiZtK9lZp3t0Sjpb9fw2PxZ+OP7dv7J/7Wn/AAi/2H4PeLNQ/wCEA/tvzf8AhZHw++G115X/AAlX9kbP7G8nxf4k8vzP+Ebf+0d32LdsscfaNp8jrvFX/BVz/gnde6fDF4T/AGZvHugait7HJNeW/wAGfgdpTyWQguFktjcab8RXndXne2lMLjymMKux3xx5/Yb9t/8AZz/4Zm/4Vj/xWP8Awm3/AAm3/Caf8y9/wjf9mf8ACN/8In/1HNe+2/bf7e/6dPs/2T/lv5/7mp438Yf8JBpNvZ/2d9k8rUYrrzPtfn7tltdxbNn2aHGfO3btxxtxtOch0qEXda2Vra/Dfe3rb+tDoq4uUVeLS7uzbltbta39aH4LeHP2+/gX8OvG0fxl8H+DfiL4Rvba91bVtI1nwn4d8H6B4v0y28U219ppjtNQ0vxlYzWc89hrUljqS2uqLHJZz3lt5lxDK0cvAfEv/gpLN8V/2hfhP8ZR4v8Aj9eeDfAF14Ej8S6R4k8QPca3qdh4V8b3/irWbOwsB461HSryC80rUfs1rb3+qWUNxdtPDdC3tm+0Pgftq/Cj7NpHxy8V/wBvb/tHjm91D7B/Ze3Z/anxHtB5P2r+0W3eR9r/ANZ9mXzfL+5Hu+X8fJrb+zby3l3+d5Jiudu3y93lyltmd0mM+Xjdg4z90459ShgtVrv0strLW/N5ep5FbMZRenRK+r3u0/s/M/or+NX/AAVS/Y4+KH/CNf8ACX/Bz4oeLv7D/tn+z/8AhMPh78LNf/s/+0/7K+1/2d/afxD1D7J9r/s+2+1+R5Pn/ZrXzfM8mPZ8t/tz/td+APjb8JfDvhTw9pfju2vdP+Iuk+IZZPEllosNibW08NeLtNdImsfEurSm7MurQFFa3SMwrOTMrBI5PyJll/4SLb8v2P7Hnv8AaPM+0Y9oNmzyP9rdu/h285N7qn9pRLB5Hk7JBLu83zM7VdNu3y48Z8zOcnpjHORpPBpTXW7S2S6R8/6+63HLM5pyf2dLatdEn9nuux+xX7GX/BSLwx8E/iZ8Ip/2hr343fFT4AeBNAvdA8TfCFLnT/HHhrVLK2+H2seG/CNjZeAPHHjrSfBV7p3hvxNL4d1fTbXUDZxaOmjW2oaZCuoafYwH72+Kv/BVX9i/4haz4p1v4W/BX4neC/C2u6ett4d0Rvhx8KfDq6VcQ6Jb6VdynTfDvxEvdOsRPrNveagXsZZnlFx9rkUXcssa/wAv2nWuy6gl8zOA527cfeicddx6Z9KtHTP7S1u3tPP8n7beWVr5nl+Z5XnmGDzNnmR79m7dt3Juxt3DOapYG60Wl/LfTz7WMXmc3JPoul3rr35f0P6C/Dv/AAVu8B/Cmyl8O6NcftD6Ba3t0+tSWfhOXRtK06W4uIYLFrma3tfiTp0b3rx6dFFJM0DO0ENshlZY1RPhr/goJ+09+yP8ff8AhUn/AAyH8Dbn4C/8In/wnv8AwsLyPhn8M/hd/wAJX/bv/CF/8Inu/wCFY6/rP9u/2F/Y3iXb/bf2b+zP7YP9m+d/aF/5XwHqJ/4V/Oujf8hb7TEup/af+PDZ5zva+R5P+m7tv2LzPM81c+Zt8sbNzpoGv/8ACDfa/wDRP7U/tTyP+W/2LyPsXnf9MbvzfN+1/wDTPZ5f8e/5eerglT1avffa3S11d36elrnRSzCTab+G3Ru8dOjtfVrp8z0/wd8XvG2iTaKvw78beOfBHjrT7JbbSvFfh7xJq/hvUtNkj097bVDZa7oepxaxZpfaX/aGnym22NdWt5LaXCi3uJlr3jwz+2d+1Ro2vaBoPin9pv8AaM1uyi1nTItbsW+NHxF1LTtT028v4Z7uxmttR8UxRXtvdWFw1rcWt3CLeZXkgkDQsS33v+xd4c8nxt8GfHH2zd9u8Ktq/wDZf2fHlf238O9SP2f7b553/Zvt3+t+yJ53lf6qLf8AJ++fgf4uf8ItaaFJ/wAI/wDbv7HvRfY/tb7L9p8nU5L7ys/2bceTu/1W/Eu37+w/cr57G4ejyODiuRvn2XNztSXxWvy2+za19b3PdwuOqNpp62S3ei93ut/M/l68Z/tnpb6pAmqa58V764NhEySvqYuSsJuLoLH5lx4pVwA6yNsA2DeSOWav7OPib8O/AX7U/wDYn27wP4P8R/8ACCf2l5X/AAsvw1o2r/Y/+En+wb/7F86y8Q/Z/tH/AAjyf2lt+x+b5Fhn7R5Q8j8If+CjP7Kv/Df/AMbvC3xj/wCE8/4VL/wjXwr0T4Z/8I5/wi//AAnn23+xvFvjjxT/AG3/AGv/AMJF4M+zfaf+Ez+w/wBm/wBlz+T/AGb9q+3y/bPs9r/OfpMn/CMfaOPt327yu/2byvs3me1xv3/aP9jbs/i3fL5MMtwNd0IQm3UtL2ycJWT5VKNuay+y9m16aHsRxlScXGorR93ld73W/RaWst9z+wzxb+zwfG+s6z8NP2etM8D/AAk+IPg/W9RGu+JtMsv+ECtL/wAN+H7q50DVNEtNZ8EaJd63dWl1rd3omoQabeWFrYTxabHdXHk3dnaQtB+yz+2J4v8A2L/2zvAvwR+NPxA+MXjCP4bf8JP/AMJLpngnxVqfiDwfqP8AwmPwp8Q+LtG/syz8WeJ/Cwu/sh8U6VcXv2/SbD7Pqlrdy2v2ow21zcfyX/Er9oT/AIWn4E8O/Cz/AIRH+wv+ENvdJuf7d/t/+0/7S/4R3Rr/AMObP7L/ALF077H9s/tH7Zu/tG6+z+T9n2z+Z56fPuiTf2X4otn2+f5HncZ8rd5unyjriTbt8z3zjtnjDG8OUXSrShLlcKU6kfcT5pRg2o61Fy82nvO6XYwVWEleLur2ejVrb7rof7Nn7Gf7Svgr9qT4ReJ/ib4b03xcnhjw7451rwlrGm+OrPSV1S9fSPDPhfxBqEcFnYa94h0+40240/xDBBEl1fwGa4F3FPbRwbJpvEP25f2UPAv7Y/8Awq//AIRz4dfCN/8AhXP/AAm32z/hZPhHR2x/wl//AAiP2f8AsX7D4c8UYz/wi8/9o+b9h6WGz7T8/wBn/j6/4N5/2nP+ELuPhX8Kf+EI/tL/AITn9uXwPF/b3/CS/Y/7L/4SZ/gp4b3f2X/YF19t+xfZftuP7RtPtPmfZ82+3z2/0Z9b1v8AsP7L/ov2r7V53/LbyNnkeV/0ym3bvO/2du3vnj8+x2BqUnO3uRi0pO0XrePad1fRO1/U5a9TkxFHkpyq1HGbhFVfZxtZ8104uLdrtNtbJLWx/CF4F+H+vfFv9pj40/sr+Gb3TrC6+B+sfEawbTtaub21+HdhZfDTx/Z/Do2fhCz0+y1KS1tbWTUreDQLc+HtJig0NJYtlgypYyX/ABh8FJPE/wAQtR/Yq1Gz8J6n4xvvsnnS6tbtefDSf7Nolt8WI/tDz6VcapJ5el26LFu8Kvs1+OMLtt1GpL+x/wDwWM/Y4/4Xz8F9LP8Awsb/AIRX+0v2h7Lxn/yKH9ueT9s8KfE//iW/8jRo/meX/bH/AB+fu9/2f/j1Xzv3XwH+z98MP+ES+DXhL9kT+3P7Q/s/+3v+Lhf2b9k877X4q1r4m/8AIp/2hc+X5f2n+xP+Rlfds/tL5d32BcsBGo60YS2uuu654K+7+47VdpNqzsrq97Pqr9bdz84/2pfGPwe/4J6fs/fHj9kHxt8PrVvjJ8Z/gj8UPGvw88X/AAg8J+Fz4P8ADlz8RfBXiH4YeEr7VvEGr3XgrxVpGs6R4q8FXeqX91ofhnVJNP0v+zL3TLq+1HzNPtP4/tS8R+O7Pyf+El8Y+Ita8zzPsXn+IdZ1H7Ns8v7Tt+3zr5PnboN3lZ8zyh5mNiV/U7/wVE/4Jz/8Jv8AHLwyf+Fxf2Z5/wAGtG0j/knv23b5vi/4g/6R/wAjxabtv2v/AFXGfL/1o3/Ljf8ABOr9hL/hnP8A4XD/AMXT/wCEx/4TH/hX3/Mj/wDCPf2d/wAI9/wm/wD1N+ufbPtn9uf9Ov2f7L/y38/9z+p5JhIVMP7Nyj77i2nSTk+WPNpO65dY699SGn7SD5W0lJOXNZLTrHeV/wANz53/AOCxWtaZf/sy+BobO0lglX47eGZGd4LeIGMfD/4nKV3RSuxJZ1OCMcZzkDP8zd0eJT23n9Xr6z+On7UH/C6fCWneFv8AhB/+Ea+weI7TX/t3/CTf2z5v2XTNX077J9l/4R/SvL8z+1fO8/7Q+3yPL8lvN3x/Icj5Zxj+I9/f6V9XSowoq0dY39L7XXkfLZi4yndS6K2j7fI+7/8AglIc/wDBUn/gmwf+r+/2Of8A1of4c0VJ/wAEpWx/wVI/4JsjH/N/f7HXOfX9of4dUVtK9o6WVtNb32PKj11vq76W1PsGz8UvqkrW401odkZm3/aDLnaypt2/Zo8Z8zOcnpjHOR454nuJ7ebWLn7JK4W/nO351B8y92j5/LYfxZzjnp3r1WGCx0pjcQ3QLOphInmhKbWIc42iM7sxjHzEYzx3HH6rbWeqG8gkn+W5nd28iWLdxP53yblkGMqOob5c855r4qMru1v60PXo87klLXVdFpdrsvM+LvHniCC51DXdPkSK3lurMWpD3SGSM3OmRRqxhaNGY4kDqmV3jADDINex/s3yafo/gfVba41OzV38V304E08Fu21tI0KMEI8xJXMTYfOCcjqpr5k+MUX9l/EnxFaWwaSG3OjsjzfO536FpczbmjEaEB3YDCrhQAckEmx4J8a3uk6VcWyLpoD6hLP/AKQJQ+WtrSPjF3GNuIxj5Tzu57D03TqQoRaa5JqEmtL3aTXS/XufR4L2bnFOPvqFlK8lpaN+ttX5PfTu/wCiD/guV4Ue/wD+GXv7UvG0Dyv+F1+R9vtDH9r3/wDCpPN8r7RPaZ8jZH5mzzMecm7Zld386ltqcdnq1/p2ElisXurWO885UjultblYFmRdrqomVfNVRLIADgO4G4/1p/8ABfr4VxeLP+GTf+EBt/EXjT7B/wAL3/tb/hGYV8R/2b9q/wCFNfYftv8AYunXP2P7Z9mvPs32nZ9o+y3Hk7vIl2/ye+MPCsXh2/1KFV1CPV7bWbzT9R02+CrdWM8M10t3Bc2Yt4Lq2uba6g8iaKcK8MgeKVBJ05nGEk4zbvJWh0Sd1r0/HTyPqqcn+75HZJvnWmqb2u721fTXsdn4e8SSeFZ7PxnDpz6v9g+0bdOinNv9o+1JPpR23iW13s8r7QZzi1k3eUYjs3GRf7JP+CBnjfS/iJ+x58Sda1aaw8F3Nr+0r4w0tNL1HVLe4nuIIPhd8HLtb9XuU0iQRSyXsluqi2dA9q5E7Fmji/iOs/EWoRQR6LcwW0Gmrv33UsU8UqZdrtd00k4gXdOVjGYuVIQfOQ1fuD/wTa/bb1X9nX4G+K/BOjaj8KRa6p8WNc8UyDxld3I1T7Re+EPAukt5H2XxZokf2Dy9Ei8rdaSP9o+1ZuHXbHF5eMp+yg4yppyk1ONZSk7Qb0g0nyc2jbVuZX3tYtVfaTdp2UbwdO0dZResk371tUlZ2PyN8XeF5/D39n+ZNLP9s+1432b22z7P9mzjMsu/d54zjbtwOu7j+jD9jT48eBP2p/Avw2/Zm8UeIfCXwSg+EvwX8HasfH+veMdG1mLX7/wHo/hfwB/Yv/CPagfBqaVd6qniG41r/kYdSmsV0max+yXgle+tfzg/b0/ZltPgf/wqn7PY+PrT/hJ/+E53/wDCW20UHmf2L/wh23+z9mgaTu2/2s32vP2jbutseVk+Zy37BL/B6w+LviIfEr4k+H/A2lp8NdXhjv8AXvGPhfwzC+sr4n8HbNL+1a+Ut2u2t0v5vsS4uilpNIBst5seTJylBR5W3FvmaTe+2y87HBWlyOTS1dr/ACt6n9JPw0+CVl4B+J2i6zo/je18a+BdJ/tL7N8QdM0qKHwnqf2/w/f2s3ka1a63q+jr9j1i8l0STy9UuM6laSWjeVdFreL7GuLbQr2yu72fxRpNjoFvBONY8RzXFn/Y+h2UUTTahqOpXz30Nla2umWTm+vJLq6tooLVDNPNDFmQeafADTvAXiL9nrwnYeFfFdn4l+HN5/b32Dxloeu6NrGn3v2fxvrM119l8Q6ak+hXP2bXYLjSp/JRvJngmsZNt5E5Hqvi34ceCIv2ZfjzYaNr17qWt3fw7+KKaPpEOqaReX+p6nP8P7mHT7CzsLWxF3ez3t2Ira3tbVGuLmaQQwAysoryMVKScraO2zS35n3OCeIle/RWXTv/AF/wba/PvjrWPhXp39l/8IX8Yvh/8SPO+3f2l/wi/iPw5ff2N5f2P7H9u/snX9Z8r+0d919m+0fZt/2G48rztknlflh/wTp1a5+Bfxs8UeLfjtpk/wAEfCOo/CzW/DmneK/i00nw68Oah4ju/FvgjU7Tw9Za34xt9E0y61u70zSNX1K20qC6kv57DSdSu4rd7exupIud+Hfhf4l+Af7Y+0eAfFNh/a39n7P7d8La/a+b9g+27vsu+3s9+z7Yvn48zbvhzs3DdoeJ9dtv24bCH4T+JbuwlsfD15H8Q4l+Fk8cniEXekw3HhuNrwX83i2EaMIfFs4uCunQS/bTpwF7GpeC58Kc6iktd97JeXl5mHtYt7a6d99P6/rX9g5dV+BuuXs/if4a/tF/Cf4qeN9cnn1rRvhX4H8W+EPEPirVzqzPeala6Za6B4s1rV786BpNzf6xfTWmgS407Sby6uIrO2Sae34j4kfELVLDwT4z8B654Pv9BufFXhDxFZLdarcXFlPZ22uaTfaMuoLp15pVtJdwW8iTSDFxBHO8MkAmiZGdfk74Dfsl/Db9nfxT4H+LXw21zxr4j+J3g3S5o9N8JeItT0HV7Ka71zwxe+Ftdtr/AEHQfDeieIJJdN0vWdVuVhg1K1ls7uzjmvBNb29zby/elxofhj42aFq/iT4zayPAfje0sr/w7ovhuy1HT/C7alosFm1/pt9Ho/iqLVtXvJrzV9W1SwS5tJ1tLg2aWsEAube4eT0MDKTaTf2uyXSPkj0sNiIwa0V79/8AD6H5KaT4R17wx9o/4RnSdX8ffbvK+2/2FpV5J/ZP2bzPs32r+z01jb9u+0XHked9nz9jm8vzsP5X5NftoXejv8LtBGi63pviC6/4T7SzJZ6Xd2t1cRW//CO+Kd1y8dpcXUghSQxRM7RhA80alwzKrf0+aX8Idf8ACPn/APCmfDXjL4jf2h5X/CSfYtHvfF/9j/ZPM/sfzf8AhFdMtv7P/tD7Tqmz7fv+1/YX+y7fs1xu/j/+M+g/GHRPC9hdeMPhl4r8MaZJr9rbwX+teDPFGi2s18+narJFZx3WqQxW8lxJbxXMyW6MZnjt5ZFUpFIR9jgVFuF1f3le7aTu5dUz2qWJ5oNLS/bXrfrfa/8AWl/mfVZYb3w+1nbTRT6k8FkP7NgdJr4SxS28k8P2aNjOZLdUkaZfKDRrE7OqhWx0vw48dv4BvvCd9caM93deGNcsNZbTpr06dPeNY6yNWjtDvsrmS1N0qpEkpgnKrIsywyDCHLuNH8PaRYf8JJpmq/a/FSxw3LaLJfWM6reX7Rw6lbnTreKPUR9kjubthEZ/NtzADcM6xyBuVlN/qM/9q3VpJFcuySPHHBMkKm3CxJhJN8gBSJS2ZDkkkFQQB9BN0fYxgtIcyl7zafPy22bvycv2trnnU6cpYl1JL3uRxSjrBw9pFpuWynd2ce2va/8ATb+w74g+FP7S/wAJ/EPjvx98Yvh7+z3rGk/EPVvCVt4M8X+JvDd9qWp6bYeG/CWsQ+J4Jda17wPdLY3t1r15pUUcek3FuLjRbll1GWR5ba02f+Cbniez/Z+/4XN/w0Y1t+z1/wAJb/wrv/hDv+F13sXwv/4S/wDsH/hOv+Eh/wCEZ/4TpfDv9uf2B/bWh/2z/Zf2z+zP7a0r7d9n/tCz8/8AnZ8CfFHxj4P0i50zR9G0y7tp9SmvpJL3TtUnlWeW1s7dkV7XULWMRiO1iYKYy4ZmJcqVVf3M/wCCjttdfHj/AIU3utp9Q/4RX/hYeP8AhDYZLryv7c/4QbP9pZXWPL8z+x/9D/4992y6/wBdt/deFiHGEktEruyT5rfD1u31/rQ9ilDmsnfRL8v6+9Hpfxu+E3xR+EOpfET9snw78N/H3xM8Az+KtV8deGbnRfBviK18H+LfDPxW8THSvDut6F8RbHTvEOi3+hXth4zsda0XW9Psb/T/ABBafZPsMiQ6jDdR+K6b/wAFoZfDeiL8GvEn7M0nh27uobvw9qOra58YG0q40WDxbLPMNUvdDv8A4VW8scVjZ6zHeiKfULZLu2jSb7TbxTiSP374H/8ABTTxn8XPCXwy/wCCeXx0n+Bvw2/Z40PwT4d+E+s+Pll1Xwd8R9I0j4EeF7fUPBcmqeKfGHj3UvA9hr2reIPh54c0rxE914Jhtr59R1Gx0nTtHvbuwey+RP2oP+CePgPx18QfiP8AEb4MTfF/4q+FbzSbK88I+KvA0mjeOfCniS+0TwZpen3NtpeueFPBN5p2sC18Q6be6JfQ6ZfNNBqNneabI0V9bypHGHq0HN+3cow5XyuKbfPeFtLrSzl87ad5xFKfKlTjFtyV7yaXJZ3afdO2h+t/7En/AAV4+B/ws+FPiDw94huvhVZ3t58QtV1mKLWf2gPCOgXTWtx4c8J2SSR2d9obyywGXTp1W5U+W8iyxAboXzs/t1fs/fCz/grr/wAKt/4Vb+0v4A0X/hnz/hN/7d/4QAeHfjr9p/4Wx/wiH9mf2t/wjvj3wx/wi3k/8K11D7B9s+3f235t79n+zf2RP9o/j7+KnwJ1b4WeIbPw/wCNvDvjnwXqt5o1vrNvpfjTSLnw5qlxp9xfajZRahb2OraRp1zLp8tzp13bxXSQtA9xa3UKytJBIifdv7D/AO3N8Q/2MP8AhZ//AAgOn/DPUP8AhZP/AAhX9rf8LEtNcu/J/wCEO/4S37D/AGP/AGL4u8LeX5n/AAlN5/aH2n7du2WPk/Zdsv2j0YVaEXB0pznzLXngo2slblte97u/ay+fhYmhL31OCSuuTlk3dXje+ultPX8/jr9pL9k34t/syeNfHtn4m8E/EabwXoHxP8UfDrw78R9d+Gvibwb4X8bDStW12LSdZ0XUNQS/0mX/AISTSdAuNd07T7HWdU36cZp7a+vra1e6f9cv2E57P4C/s3fCz9rXV7y2vbTwp/wm/wBo8G6lNF4at5f7d8eeL/hpF53i66kvo7LZJrEWqx79Al+0ukemLsadb1P1e+Ovws8Af8FE/wBlf4J2Wo+I7/W/GevR/Df44eKfC/wQ1fRdS1bRdY1T4davFrY/sSfT/G+q6d4X07VfG76djUUmurO5l0m0u9WkuZCLv8+/2vvgan7Nv/BPz4h/CaysPGFnoPgz/hE/LufHVqLfXI/+Ei+NfhnxK/8Aak0WkaFZpvvNdaOx26ba7rNrRD58rGeZY9rF0YUuX3ueHvq7k1yShyqOi+10V21a/fyZ4dUpOWvLy/C/RO99+/dHOfFj/grx4df4m+EtYsfhNouo2WnWWgzXFzafGSxmtY2s/EGo3Usc11D4DlhgKQlJJC5zFG6yMu0jPsPhn/gsv4W8Q/bfK+EmgQ/Y/s27y/jdp1zu+0faMZ2/D+LZjyDjO7dk9NvP8ut7H9vtrhrLN4xt5oUFr/pG+YxuViAiDlpGLpiMfOdy4HzDOLo2u+I/BX2nbpIh/tPyc/2tYX8e77H5uPs+JrTOPtf73/WYzH93PzVgsohUotxm/aQaSpztC90r9b6J3XyucFbEqk17qcWr3V32833/AK2P6i/iT/wUn+Fdpodr4gtJPh/qWr6tq0EuoeFrb4x+HDqWhvf2d/e3cV4ItInut2mXSrp1x5+n2h8+RfMWCTEB/Oz42/8ABR/TfGKeJvD+k/DGyu49R/sX7PqOnfEqDU0k+yHSb2XyYbbwbtn2tayQSbLj92Vd25jZK/JDRdO0XxLrF9ca5qIsDeJc6lL5F3aWqLeXF1FI8KfbEnIjBnm2xszSgIMyNtYnQt/Bfi648Tppvw98K+JfGSvu/sgaPoep+Ip9S26e1xqH2YaJasLz7GVvfO+yxn7OlrL53+olavapZXSjFcvPJ7STul0vZ376Lv8AnwSx0k+aUUtdLattWaTVtNN+35/q3+zV/wAFAdH0bxB4S+FfijwJpnhXRvHfxJ0HT9Z8fa/8RbXS9M8F6N4ovdB8Oaj4l1O01HwtZ2kumeHLSK41q9lutb0m1e3t5o576wjje7X7n/al/ZZ+Gv7YX/CC/wDCl/2mPA/xA/4V3/wk/wDwkn/CsLLQPil/ZP8Awlv/AAj39j/25/winxAl/sL7f/wjGq/2Z9v2/wBp/YtQ+y5/s+5x+Fng79mD4s+Mbiy1Xx18Jfi/4b0K21e2sde1hfAfiXR9N0jw7C9rc6pq97qGseH7qz0+LT7O6vLq5v7yRbG1gg8+4QRRSs33N8I/i/p//BPf/hIP+FPaz4S8Rf8AC3f7K/4SL/haOow6v9j/AOEB/tL+yP7D/wCEX1PwX9n+0f8ACaan/af27+0vN8jT/s32Pyrj7UsRlfLH2lOU41VblXLdayipayv9lyto/v30p5i3ZtRtfe+uq009Wdm+ofH/AOAw/wCEv+If7LHxh8KaLqR/4Ru11Hxn4W8aeC9Lm1S8zqkFlBqmueBo7S4v5LTR72eLT42NxLb211cIPKtZiP3B+Anxe8YeBfBnwq+MfxG+EPiT4dfC5PAfhnWdQ+InjaXVPDPgHTLLxT4TtrHQLi88aa74Y03w9Da6zqes6Vpej3U99DFqt/qWn2tl5txe20UnzZ8Pf2stH/4Kia1dfAH9oDxZ8LPB/g3whpc3xh0zU/g/rtr4f8TT+JtAu7LwXZ2N9e+NfEfxA0qXQpdK+IGs3Fza2+jW2oPqFrpksWpw20N3a3v6Mft0T/C/xz/wTK8T/slfAjx7ofxh+IuleAvgJ4D8IfDHwD4p8PfEH4xeIIPhd4++F9zqiQ+C/Bxu9d1XV9E8N+EtU13xQumeG4003T9K1nU7iz0+wsbhrb5PE5XXjJNOStZ7J30XdP8Arv19Klj6W2ju+7628/6ufGvxe/4LWeAdC+IniH4P6P8ADfwh4p8I3n9k+Hv+FuaZ8etFbw5HZ+K9D0yXU9b8m18Cahpj23hebWLy2v0/4SdYnk0i5FxeacxlS1+X/HfwK+AP7fer23xin/bK+D/wffw1p0Pw0HhmXUfBfjlr5dHubzxSNdGrP8TfBRtxcnxkdP8A7O/sq4ER0w3P9oS/azbWv4keNv2Qv2vPDniHVdN1r9lf9ozR/Btilq+veI9X+B/xO0+30fQZdOtrvW9Xv9Xu/DMGlafaaZaS3d1Pf3kaWdlb25nuyYopWPL2Xinxf8A4m8H+GtCS5sdSkPiWWTxTpmpzagLu8VNLkSFrC40aEWYh0aBo1a1klE7XBM7KUji9DD4etRpRUqy9rOMJUor2bj7Pljdzla8Z62UWvIis4VpNxh7uvM25J3bTVlfVPubL/sv/ALRH7Pw/4TLV/gV8aNQttTP/AAjCQ6l8KvHHhmBZ73/iarKl/daLqEc0qx6LKi2ghV5Ed5hKq27I/MfEn9k7xtongLV/jb4hh8U+HrDUo9K8T32maz4D1bTbPR5PGWq6ekem3ev317bQh7K61uKzS4msLVr24jSNba3kuFjT+tL4TeMj+1Z4jvfh5+2DNpfwJ+GmjaLc+M9D8XWch+GEuo+OdOvtN0PTPDja/wDFC68RaBeJeaB4i8TamdHs7KLWLhtHW9t7pLLT9Qhn/GD9t74leIb+x+PPwCax0o/AHQvH+peDfDXxMhtr43ur+CfAnxKtl8BeIT4zN+/gu/k8Sw6DoMk2rWGjQ6TrI1J30a1s0vLLyfpMHiqs2nN3k5JSkkruN1pypcq02aV2fP4vDRcXy7xi2ld72Wu/4M/CXNxa2j2dvazXtosUqjUoVf7Oyy73kkBRJY9sDO8b/vyN0TbihyFwGwpwSOmfSu18SXMGg6jf+HvDs0Oq6BBHHFa6k0iX0kyXtpFcXZ+2WLQ2Uhgurm4hUxwAR+UI5Q8iOzcFO7BxkD7o7H1PvX0FKrole+z1sui/E8GpSburW11fzX/BHi3Zeu7n/ZI6fjVx9T/cx2/kf6nYu/zPveWpTO3y+M9cZOOnPWpY9kucsPlx90jvnr19Kzvs5eeUMsgTc5VgMZ+fjkrg5HPHXqK3m9FZ6Pf8GgjTlJ+9q3p89O3bb+rlq0vTFdR3JhOxd3V9q8xtH98pgcn068V01vpUPiJDem+jsvKY2vlFFuN2wCXzN/nQYz5+3bsONmdxzgc7JbwpYk723jHyllzzMP4doPQ5/XpTrDVrjToWggSFkaUykyrIzbmVEIBSRBjCDtnOeegE87VrtW7OyNJQta107Lzttp2+fmiCxuhY+bhRN5uzo4Tbs3/7L5zv9sY7549U+FHxHuPhb4lv/FMnhybWItT0a60lLd759KjX7Zf6dqK3C3babfrNtXTyixCFfMWUyiRRHtfgLzSLGz8vE8w8zf8A62WEfc2/d/dL/e569ulaDWmtaraW9jYaVe3ywJFJH9hsbu5laCKLyUmbyVkBjIkTMioELOmCNwB561VSSs7fd2XX59zqw9KV07Xa1ur3d32St6f1f9yf2P8A9o7wL8Y9U+Hnwk8aax4T+DWleI/+Et/tLx34o8baPLp/hz+yLfxN4ms/t1jqsfhW2b+2LnS7XR7b7RrdhifVLeaL7VII7S4/cb4RfCD4GnRJtB0P9rP4T+I9K1bX5LW88S6VqXhC60/SJb+00yzuEufsfxDvLYyWFt5N/NHLf2zGCePf5MbLM38VGg6N438MadaeJbbwlrhax8/ZJe6Dq5sP9JnmsG81o4rc9LhgmJ0/fbAd3KN/SR/wSK039nb4g/s4eNNU/aJ+Mnhv4RePYvjh4j0rRvCuofEPwN4Bu9S8MR+BPhrcadrUOh+OY73WbxLzWb3W9Nj1G0kGn3EumvZwRi6s7tn8itPWTTTXNZrTV3v/AMN/V/osPG0YxcXrFS69Yx/qx+n/AI8+Hnwn+B/9lf2B+0P8PPid/wAJP9u+1/2Pf+G7D+w/7F+x+R9o+xeMvEfm/wBpf2tN5PmfY/L/ALPl2faN7+R+FfxT/bD+H/wf8P2fibwLe+DvjZq99rNvoVx4V8J/ETRF1HT9OubLUNQm8QTHR7PxZc/YrW50yz06QPp0MHn6rbbr2OTyoLn63/4KL+MPgR+z/wD8Kd/4Un8YPAvj7/hLf+Fg/wDCTf2p8QPB3in+yf7B/wCEH/sbyP8AhErrRvsP27+2dV83+0PtP2r7HH9l8n7Pc+b/ACl6ReX2n3LzaZbC8naBoniMM1xthaSN2fZbsjjDpGu4naN2CMspFYeV7vVbdNHv17f1fvhjINJpPo791pDVLW+/3NfPt/GvjG88YfErxp8QLrw9daDB4u8Y+KvFcljcTy3EWlf8JJq2oaotg+oyWFil19le+W0W6a1tPtLIJBbQmQRLxmqypqmoW0iOkcPlwwSTKwmiiHnyM8juCiKI0kDsGZcKMlgDkdNqt5Df6PLDLNAL6eO2ae0ikQTx3AmhlniFuzPMjQsrh43BeMIwflSa5K2sLxRsS0umsGk/0u78iUpbxsFE7tOE8mIRQ4kZpBhB87/JXrU6qUU767bLX4f1f9aX+Xrwabad3pvZbt6+vZfgVNXsrez+z/Z7+G+8zzd/k+X+62eVt3bJpvv7mxnb9w4zzjuNasdKntY0TxBp5IuEb5ZLZzgRyjoLzpyOf8awDpGhN11M8f8AT5Z//Gq52aISKFt90zhgSsf7xguCCxVASACVGemSB1IrojVvZtLfXXzX9fNfNU78iu3fXWyT3fS1vI2jpljbDz01i1nZOkS+SC+75Dgi6c/KGLcKeB26jKZsX6PH+9xNAyhDneR5fyqV3ckjbwDz2zxT00y7VElntLyKAqrNM8EqRgMBsPmPHsAZioUk/MWAHJFWIoLKF45TcBZYnWQI80QG5GDKGXAbBwMjIJB4IrphUSVtErqXXfRf8EfLqm3dq3T+vP8Apaxakzzzo8kTwERKoRwckB5Du+ZUOCSR07Hn06Tw8lrqn2v7TfW+meR9n2ee8Z8/zfO3bPMlt/8AV+Wu7G//AFgzt43cvql4ZrhGUxOBCq5Q7hkPIcZDHnnp6EVI8MtpjyYpH8zO7ejNjZjGNoXGdxznPQYxXDjq3MkotK977dPZ+v8AX49mHaUrpaacy76NK3zvt93Q+tP2X9M8TfD/AOPXgnx/qnhXXU8Kac/imdfEN/puoaT4euLLV/CHiHTdMvRr1xZyaalrqEmo2hsZhNJFePcW8NvI7XETH+vP9mT4x/s6a98A/Bg1j9o74K+FviBqMXiq1h+FupfEjwMPGJ1STxd4itdD0iPSLrxPp+tzah4jiGn3Ok2q6ILi7j1WzFnBdrNBJP8AhJ8NNG+BHiv4L/Dbw/rPxV0Sy1m/+HfgX+1tItfHPg631Wx1O10DSL2/sTp91Fc3VtNZXVtLDc21zC9xbrFLHNtkjZ19O+Cv7BHiLXPjz8H/AIm6D4B+Oet/AOD4rfDnWNU+NGk+Fr7Uvhvp/hPw74r0WLxx4lufiLZeDpvBlpo/hB9M15PEGsXF+NN0B9G1JdXlgOnXoj/Pc7xUpST+FxioaJO9nV119fw+/wCnwEYxWju2+b0T5ND+hTQPHevaHZy2nhLwJq/xD06S5e4n1rw697c2VrevFDFJpcsmmaNrMAuoIIba7dHuo5hDewFoFRo5Jfib/gq58DtL/bO/4UL/AMI98QbDQf8AhW//AAtL7Z/Y2l2/jz7X/wAJh/wrr7P9p+w6/on9leR/wi0/k+b9p+3edLs8n7G/m/bHif4g+HfgBfw+Dfgb4j8M/ELwnqVnH4m1HWtS1ex8WT2viK8muNKu9LTUfCF7o2mwxQ6bo2kXa2U9rJfRvevPLcNb3NtHF82/tDv4L+Hv/CIf8KH8T6d8UP7X/wCEg/4Sr7LrWleNf7D+wf2J/Yfmf8IabL+zP7T+26xt/tHzftv9nt9j2fZLrf8ANZQ6tTMUuZ2bl9mOn7mp5f1+fqYuXLh018SSv/4FBfkz+Mf4r+E0+H/jvxz4Lk1NdRfwf448TeFHvnthpz3r+H9Z1HSmvGsmurs2bXJsjM1obm4NuXMJnlKeY3miXjXDjT4IGmZ87XiYyM20GZtsaIxbaFIOGOACx6EV6Z+0RqWra38fPjh9qsRHeSfGH4l3d1bW9tcpJBcP4z1vz42hkklliWKWVoykmXRgqu27OeI8PabFZzWepXpmtDH9o8xrkrBBHvSeBN5ljXZv3KF3SDc7KBnIFfpSpxpUVKd5ScfdS19/lun7tr7bW+Wx89TrSlOKi7L2l5NpfCmuZK68+mvofYP7Bmpab8P/ANq/9lr4o6nqFiNQ+HP7T3wQ8a2vg6+uoNJvfEqeEPiR4P8AEMNhBe3Eks9kusT2UmlxXsekakLaXfKltePG1qf9VL/gnX+2xD+1X/wuHHw6j8Cf8IH/AMK+/wCZ1XxR/av/AAlH/Cb/APUreHfsP2H/AIR3/p8+0/bP+Xf7P+//AMxn9h39lm9+NHxL+E3xdbw78Sr74eeCfjv4EsfGXxA8KaRLc+AvCWk+G9f8JeJ/EV94n8Vnw9quh6CNB0PVf7a1q61XU7S20vRnttSvkgs2+0Sf6Jf/AASg0v8AZv8Ah1/wvv8A4Q340+Gtb/tj/hVv9pfbfiN4D1L7L/Z//Cxvsflf2VHY+T532663+f5vmeUnlbPLk3/G57i6MHu/acq51JW5Zc8FZa66fj8j2qMueLjL4W1y67qy7dbn6k/tK/Apv2l/AmkeB4PEzeE30vxZYeLjqEOhnxM0y2Wja9pBsjYpq2iGJZDrwn+2fapAhthD9nb7QJIv4Kfj1+zZ47+Gn/BwZ4r+HKaR4t17wxov9hY+JS+CNY07Qbr+0v2JtH104QSahp8Pkahf/wBgf8h6bzLyHP7ud/sSf6Jsl7Lpmk6frfg9Y/ELajfa*gJoA2rWk2mXlsbtL+2OlvGZIZDHamG6WV7d45wRu8yNh/MN/wVH8Hv8ABP4w/HP9vm4ttW0rxh4Z/wCFZbz4whNj8JYP7Z8L/D74ML/aO+10nVIvN0vVh9kz4yt9/iWS1x5tu40qT4mljaP1jSCm5NRirySi3KNppp+9JdIu8X1T0HTqNzlGKjGlFXTb99yTimnB3fK1e0uunfX8L/8AgoX+17/wx546i+F138Pf+E3vfEHwhTxzb3lx4t/4Q26H9rax418OxaZDo8vhrxFLdYl8MNLHepdp58l21qtorWpkn/nV/ab/AGrR+0//AMIR/aHgP/hWf/CD/wDCSeT9s8U/8JB/bf8Awkv9geZ5fn+HfDP2T+zf+EfTft+2+f8Ab13fZvJH2j6A/wCCnP7Ul3+07+0r8PfF2u3/AMPTb2nwq8J+C7q98DXUp0m2sLfx94+1Od7i4vPEOvpDqMKa/NLK0lysMdt9kke1A3STfnH8UbLw1af2H/wjusw6x5n9p/bPJ1Gw1D7Ps/s/7Pu+wovk+dunx5ufM8o7MbHr9OyKnL2FCcqd3Vjzwkr3S5Gn7q08tV10Ma1WzcoS2snGy1bsvN6XvoePTIqqCHDfMBgY9Dz1NVqmkVgoyCOe4I7Gqpcgkcdf896+vSto1Z/Psu/5HyeMlea05WrO2vbzPv7/AIJSf8pR/wDgmz/2f1+x3/60P8OqKj/4JRuT/wAFR/8AgmwOP+T+/wBjr/1oj4de9FTU6fP9Dnhs/V/ofUo0+8uv3csO9R84HmRL8w+UHKup6MRjOOelcXrkN5plvfXUS+Q1vKFWTMUuwPcpDjaxkDZVyvKtjOeCMj1gQXJ/1EkaP3Lcjb3HMb85wenbr68X4hgSeyv7e4XzC0qiXBZVZ0uo2JBUqQC65GAvpgDivhaclffp+qPp4UHF31/pry/r5M/Ob4nTfbfiBrNxet5plfSRO+3ZujXSNOjPyxBMYjUD5FDHGfvHNcBeyQW8qpp52QmMMww7fvSzBjmcF/uBOAdvHHOa9D+LotbXx74itoonV0TTBGQSyK76HpzqcvIWIDMCcqe4wRXA6dLpggb+07ea5uPNbY8TFVEOxNqELPANwfzCTsJww+Y9B7lJfu4SkpcsYQSi7NSuo2kltZd21btuejQmotK0r8u6S020bvdH9oP/AATj+NHgz9vr/hcn/C6vEn/C2P8AhU//AArz/hGv+JPqvgT+wP8AhO/+E4/tn/kU9K8G/wBq/wBq/wDCG6V/x/8A9o/Yf7O/0X7H9suftX4Xf8FKv2UfFnwV8YfE/wCJOn+Av+Ea8DeJ/wBo3xrpPhLWv+Ep03Wft2ja1qnjvXtBt/7On8R6rrFt9p0fSku/N1Oxt7qHyPIvJIrqUwyfPP7Kn7Vfxu/ZZ/4Tz/hRPjaTwL/wnX/CL/8ACVf8Uz4O8T/2p/wjH/CRf2H/AMjjoXiD7D9h/wCEh1j/AJB32T7T9r/0z7R9ntfJ/o1+H2q/BT/gsj8Mvh5+y14Y8IeIYf2ivh94L8JfHX4w+OfixdXPgr4deKtb8KeH7L4d/EHUPDE/ww8UeJtSS/1zxz8ULfWNF0tvAnhjQ10Iak5TRZ7TT9GuOeUPeUnFPXaaunt0/M9iNbmTXNKLejadmldba7/hufyLA6HP4f8As198/iN/9an+mLnbe+YnzQ4sBiwCH5WHTB/fZFJpOvx+Hbd7KK7+xrLO10YvIa43F444fM3tDORkQBdu8Abc7Ruyf07/AG//APgnlrP7I3xB+LWkTP4ES1+H3/CB7ovDXiTxrrSj/hLNE8GXI+xS+JtGsprnMniUNc/bWi8kmdbbesVuH/NbSvhjr3jK3fU9Ou9IhggmawZb64vYpjLEkdwzKtvYXKGMpdIAxkDbg4KABS3POnRqSdKrOcKMnzySaUVUvtFOMoqOyV1dLqbSm4xjKmoSqKMYqU022urk1Z3d9Xe17+Z/S4fEvhX/AIKI/wDIcvf+Fwf8Kf8A+PX/AEbUfh//AMI7/wALA/13/HpB4J/tb+1v+EJi/wBZ/af2D+zPk+xfbW+1/gt8ZvA3hPwl8WPih4bsdL/s/wD4R74j+NtBWz+26ld/Y4dJ8SapYC0+0TXdz9o+z/Zki88zztLs3+dJuLtL8Cf2sfjN8EP+Ep/4VF4zn8Jf8JP/AGH/AMJD5nhnwbrn9of2L/a/9k4/4SPRdb+y/ZP7W1PP2P7N532kfaPO8mDyvuSS4/Zk+P8A4d0afS/h14ri/aB1i207xx8XfHWvalqWn+HvFXiHULEv4+1DS9O0fxxf6dYNrnjXWY9YsbPTvCPh/T7WxE0Fpb6VAkWmP4FenVoSkoudN6KSjLlumouzta61udMaDxL2TXl6pappn0n+wD+3loPwk8D/AAm+CHj34q/8I/8ACvw//wAJ5/avhj/hBrzVfsn9q6v4z8XWP/E60bwfqXiO4+0eI9Ss9Q/0bVpvK877JN5djHLbR/uN8OfihY/HfwZrnjr9n/XP+Eq+HOi3up+H/EWqf2ZNof2bxBp2lWOsavafYfGun6Prs3k6FrGjXHn2NnLZSfaPJtpnvIbuKL8Efgl/wTtvNA8R+Gf2oPiingfxH+yZaf2z/bvwz0PxN44h+J9559jq3w90z7KI9L0C0X7P8SptP1+fHxKtM+HoJs+fKToE3tvxO/4KD/CD9jMXnwd/Zx8OfEz4deAvFfh648b6zoK6J4U8XreeKNd+3+FtR1RtW8eeMfE+uW32jRvC2h2RsrPUIdOhFj9pt7SO8ubye48qvhKtaaUbVZ1IqfutuV3Jtxk5RXvL7W6v1ZlVy9rmTi1r5Wtf/Cfr/bWGj6vv/wCE3i+0fZ9v9mfvLqLZ5u77b/yCHi3bvKtP+Pjdjb+6xmXPzl+xh+zR4C+CvxR17xT4v8Ff8I1pt/4B1Tw/Bf8A/CR6zrPm3114h8LajFafZdL17VbiPzLfSrmbz3t0hXyPLaZXljSTe/4I5fEK9/4KS/8ADRmbi6uf+FMf8Ki/5Hm0sPCmz/hYv/Cz/wDkF/8ACAjUft+7/hBf9N/tbyfsu20+w+Z9ovNnhv7W/wC3B4R8A/DfRNY+Htj440DWrnxvpum3V5NonhbUVl0ubQfEl1NbCDVde1S3Rnu7OylEqW6TKISizKjyJJ5dXLq1KpKnVpuNSNuZStdcyUlfTs0/Q854Fuzjr5/5e70PuuPxh8CfDHxC1HWX1H7Db2Gt6+oufsnjG58pJ21CzjHki2uHfeZ1j/1Tld2842lh85/Hz9q39nG5+Lfg34VeGvHu/wCMnxA0jw9oHwv0H/hFvHa/2v4w8V+JtZ8OeCbT+1NQ8Or4WsPt/ipoLPz/ABDqNlpdrn7Rq01tp2+evxh+DP7Tnxl/aa+PWlfB/wAK+MnsdY8d6r4vn0648U+HPCWnaNCmhaH4g8XzjULvRNE1jUYGay0SeOAWtjch71oIpTHbvLPH7z8ebP4T/sxalJ4j/aB8Mar41/bM8HeEn+Jv7PXxc+H17ez+D/AV14euNYvvhNPrWg6jr/gjw/rF54W+Kmga14m1Kz1v4ceLdO1DS7uystSOvWRfQrT0cHgeSaVWFRJq8eTl5rvl5fiXw336/M6qGDm7NX0snrppy/3T7O+Mf7WX7W3/AAT6/wCEc/4T3x//AMKj/wCFuf2v/ZX/ABSvw08e/wDCQf8ACBf2X9u/5A3hzxp/ZP8AZP8Awmln/wAfP9m/bv7S/c/bPscv2X5T0H9pT/gn58ZbyTwx+1P40/4SP4fWFs+vaPY/8I58a9H8rxlayw6fp939p+HWhaXrb7NE1TxDD5F1cPpTef5k8LXcVi8f5KfHX9s79oD9sn/hFv8AhoXx/N8Qf+Fcf25/wiG/wj4E8I/2R/wl/wDZH9v4/wCEE8O+G/7Q+3/8Ivouf7V+2/ZPsQ+w/Z/tN55/ZfA7/gnZ+0j8dPFmoeEvCnjn4R6fqOneHbvxHNN4i1bxRZ2TWVpqWkaZJFFLpnw71adrpp9XtnRHtkhMSTs06usccnuYfDzipKUoU3Hl92TknK7b91KLTsnrdrfS+p6tLDOKjZSab3urKz66Lv8A1Y/UvX/hn/wQy1/SbtPhlon2vx7qJguNFH9pftfweczXMN1qr58QX8OjR50hdRk23ZQcbbZftPkLXy940/4J7zeOX1zxR+z58Iv7U+HeqWEn/CE33/CfJZefd2WnLp2pf6N428aWmuReV4ptNUh/4m1vHE/l+Zb79Oe3dvpXwH/wQb/bv0Z/D3iiL4u/swpAunRXMSx+KfiRJcrHqGltDGpim+Bv2cuFugJAZWCjcUZmC5+l/D37E/8AwVE+E8ml+EdO/aK/Z+tfA/hu8iuJ9Es7aW/mbTLy7/tvWbe2vtV/Z+OoyT3j3t80Zn1KIxSziOGe3hjjMc1KtWUleTlZKKblJ2Sbsld6LXTp+J3QhGmui62SXlq7L4vM/Ibw7/wS0/bMvrKWXTPgX5tut08bt/ws74VJiYQwMwxcfEJH+48ZyBt5wDkNj9XP2Jf2QP2q9U/4Wb/w2l8PPP8AI/4Qz/hWv/FW/DiLb5v/AAlf/CY/8ko8TR7t3l+Ff+Q/nGP+JXjOo59T1yf9uX4bXcehp8ZvAaC7t01bFloWg3cWZ5ZrPLSah8LkmWT/AEEAoo8oKEZTvZwPpA+Nf2jPhn/yUH4gaJrf9t/8gj/hH9G0N/s39m/8f/2v7R4Q0PHnfb7L7Ps+1Z8qbd5OF87llCcub+9bV35la2z6X6+Xoy1iIra33fnr5/n2Z/Px8Zf+CWX7dM3xo+LHinwX8Ct3gK/+Jvj7VPB99/ws74PjzfCmqeKNWk8OT/ZdW+IQ1mPz9KurI+VqlumpRb8X8cdysoX6j/Z3+DH/AAV/+EMXw08Ijw3/AMI98AfDHiiyufEun/2x+zBq32HwTeeLpdd8ev8Aa/7U1Pxpc+ZBfa9dbbC5uNWTzfI0ZVdLOFPs3xN8Xf20tc1PW7TQPjB4ZstIvNUvpNGtb7wx4S8y00tb6S5sba5kX4c3spmgs0iidvPumaVTunlyZT45faX/AMFfvFfiFbLwd+1V8FNK+H2uXVjpltoWq+E/Cn29LK7S3sNahuLpP2ddUu0+2XrajLFJFq0ssUNxGYntmVYYSNCU3vCHLD7TklK1u0ZXm79bbPsTLEw2flsv82fRHxF+BH7Dvxh1u18Tftg+Ff8AhIviXY6XBoWh3v8Abnxe0jyvAttd32oaZa/ZvhfrGmaA+zX9T8TS+feQPrDef5dxM1lFp6R/FX7Pv7Fn7Dfxq/4S77F8Nf8AhJf+Ea/sHzP+Ky+L+jfYv7Z/trZ/rfFWlfaftP8AZTfd8/yfI58rzR5ndeLP2Ef+CpXjHUYdTu/2jf2eJpILKOwVp4bm3cJFPc3AUJZ/s9iIqGumIdvnJJB+VVr81lj/AG/P2NM/2f8AHH4d2X/Cx8ed/wAI5oGg+IPN/wCEP/1f2z/hLfhLD9k2f8JQ/wBn/s/d5++f7VjybbO1KFVRlJ1EvZ8vLCUp3fNdPkSVtN5ax07vQ4K1SDS91u+7stNt9b69D9mvif8As+ftt/s6+AfDmvfsBeEf+EP8QNfaR4Osrv8At/4SeIM/B5tF1C8ttO8j4061rdkM3uieDZPtcsP/AAlH+i7JLryptVWX6n+FHwoi/aI/Zl0DwJ/wU00D/hMPiZ4w/tT/AIXZpX9qN4f/ALR/4R/4gajrPw3/ANO/Z/1HRNAtPsmgaJ4Cuf8Aikry1+0fZfJ17zr2bWYpf5sbD/gq9/wUfF/c+Ftc/aKtr3RtAE1jY2dv8Kfgkggk0uZNOtitynwttbyaOK186IG4mdpA6ySq0oDr+nHw18L/APBWb47/ALMei/tU+Ev2n/gvp3hDxV/aP9n6f4j8M+G7PxbD/YfxAv8A4c3f2zTNM/Z81fQY/M1PR7me38jW7jfpjwXEvlXjSWkWyqyoziudSacZqUHL3Xo1q+VqUettnszz61BV4ysrppprTblaelmup5R+21/wRi8Y3Xxk8KePv+CeH7N3mfsh+EvAehX/AMZdW/4XDpa/2f430HxT4r1r4hy/YPjh8Ul+J119l+GLeCbny/Ctnc6RPnydDSbxB/a0VfKOrf8ABNH4h+OPs/8AYnwV/tT+y/N+0/8AFx9DsvI+2+X5P/H348tPN837JL/q/M2eX8+zeu79KPAH7dP7X/7JFifhn+1h8XIfiT4C17Vj41+I+hfCzwL8N5W8Q/CHVIbLw/4v8L2Wp6j4J+Gur2XiTVtG8N+I7O2ksNR0f7Mb/T7i18S6fdF57D6a8C/Gzwp+3z/an/DtbT/EPwB/4VP9h/4XR/w0Ba6cf+Es/wCE7+1/8K5/4RL+z9W+PP8AyAv+EN8d/wBveb/win/IZ0Xy/wC3Pn/sf18NjU5wnJ6q95WfNK8XrJuV29bX7Hi4nASStFNdloktV0UT8gtD+CP/AASf+D9pZ6f+0r4Y/wCEd8V6LYW/hHxtD/bX7SWr/ZviZp0cMHiTT/M8A6tqemzeTqWma8v2vSXl8PyeRusLl4JLMyc/4n+Jn/BND4bfbvEv7N+t/wBi3ei/Zv8AhDL3+zfj7qP2b+0fs9h4i/0bx5YX8c3nR3+uxf8AE1gl8vzfMsdjJZuniv8AwUh/Yj/a2+Bdt4k+L/x4+Jfwj8ZeDvG3x31jTNM0zwRc6w3iCDxH4kj8c+J7K/1C3ufhj4NsYbKLS9I1i3ulttXuvLvbq0SGxnh3XVr+P99LrcNvLZQ3kKWC7NsHlxswy6Sn941s0pzMS/Mp4O37vy19RhcZStFOSeid99+Xu73+R87iMJNKXuy32Vuz8j9Cvjt+3x8XbrWB4M+D/wAV9/w+8T+Ff7L8Rab/AMIL4YX7dqmtXWr6Vq8H2zxR4OXW7b7TojaZB5tjdW9vDnzbWSK7+0SV8Q+K/Eeq6/8AYP8AhYV59r+yfav7I/0e2g8vz/s/9of8gSCHfv8AJsv+Prdt2/ucZlzw1teaba28r6jbzz65GXl029hOILdkjU2Zkj8+GNzDeK8rh7WYMhCt5i/uxJatf+Jd/wDaU6XP2Lb5O5Vt9n2nd5mPssUe/d5Eed+du35cbmz6Dr0pJXSatvyry31/pnlujVT5Ut3otdP8S7+h9i/sA/FHwx8KvjH4l8Q+INc/sGzvPhnrOjRXn9mahqnmXNx4p8G3yW32ey0/UZU3xadNL5zQLGvk7DKrSIj/ALJfFbUfjj+z38HtU/bS/Z/m/wCER8bWdh4a8ZeBviV5fhDX/L074raxo3h671H/AIQ7xqmtaS/9veF/G2oWf2PV/CrT6X/af2iK107UbKCe0/m2mNz4WUahoki2V1Mws5JQBc7reQGd4/LvEniGZLeJt6oJBs2hgrMD+vfwX/b+8LeNvCfw3/Z+/aMtPHnxA+CVv4L8PeGPF/gvRPD/AIP0aTVU8D+Gbe78NpY+INC17wh4pig03xV4f0HUxNHr+nXN7bWLQagLqC4urG54Kkack5OMHo9OVWemzVvS6N6VGoprV3TV7PZXT9Uz2f4b/wDBYD4u+NrDw34b/a0/aH/tOy8VagPD3xqsv+FS+GbL7f4B1jV5dL1u0+0fDT4Z2ktr9o8AzrB9o8Jz2+tQ7/NtJotaUyD6Hul/4JH/ABlkHifQB/wkdnYINBkvv+MmNH8q5tWbUHtPs17/AGXK+yLVIZvPW3eNvP8ALEzNE6R4mj/8EfPBv7ZHhMfGX9ljw74C+HXgn4p2ep6Z8MNK+Knj74r2/iLw9ruizXfgGe88S2+lRfEiwW0bxtoOo6tALfWfEO/RZ7VpbSOZpNIt+k8C/wDBIP4x/sk6RcfDj4zeIfg34o8Ua3qM3jaw1DwB4r+Id9o8OgalbWmhWtncy614F8IXS6nHqPhvVJ5o49Nntxa3Fmy30sjy29t49bC0ZKU4Jqbm3y2io+87uyUbpLpd6I96lUmoRjJqyjFX97m0SSu729fmfpJ+1H8eP+CYmqfD/R7fwn4q8/UU8Y6fNMn9h/tBxYsl0XxAkjbtS0eOA4nkthhGMvOVGwSEfzmftlfF74P+JPhZ8WvDPgXxD9t+063p0Xh6x/snxRb79NsfiBo11Av2nWNMg2+VpdqZM31wtw/l7XL3DBW9s/bO8IwD4X6D/wAKijg8LeJP+E90v7bqGs3F3eWs2h/8I94p+02ccV5/wkMSzyX/APZs6utlE4jt5VF0is0U/wCL/jKTxRHba1Ya9qVreywXht9Sa2hhSO4vLfUEWaWFksbRxE11H5qYSD5MAxIMx1thoqm4yb+KaXL9parVqy0fqzGtBTbSS+F62VndJWXn6nlcUlotmUZsTbJQBiQ/MS5TkDZ3Xvj171SSzluh5ix7wDszvVeR82MFl/vZzjv1p7+QoZdjb8HBycZIyD97tkZ4/OtXS7i3it3WaORmMzMCmMbSkYA++vOQe3417EZ2XZX6+duzPNlQu3C0X8trPrdaP/gnPxu0Wedu7HYHOM+x9a17uGSKyt7hV2mXyfnyp3B4Wf7pJxnGfujHTjpWSQD1rpdRuLaTR7CGKORZo/su9mxsOy1dW2/vGPLEEfKOPTpW8ajakm0rJWd7PfzZiqUVfRWSVrJaary/In8EeH9Q8YeKNM8O2lp/aNxqP23y7P7RBaed9k0+7vn/ANIkmtkj8tLZpfmnTfs2DcWCN+wH7Kn/AATW1v4z/DzWfFFz8F/+EkksPGeo6AL7/hY1po/lJa6H4d1EWn2aPx3pYk8s6o03nm3ct5/l+cwiCR/mv+zZr3g7wt8W/Bev+MdK1PVdGsf+Ei/tG10pv9Nn+1eGddsrTyA+p6Wn7q7uLWSXN3B+6jkI804ik/tH/wCCVHw/1/8AaB/Z58ZeMvgJeaV4M8H6Z8ZvEPhjUtL8dTXUerz+JbLwR8O9VvL+3FnYeNIjp0ul61o1vCW1S3k+02t4DYRKFuLqK0nGHNe9+XV32b0No0Itarmb12T0+a/4B/ON4C/Z7/Zo+P8A/av/AAqLwj/wln/CJ/Yf+Eh/4n/j7Qf7P/t77Z/ZP/Iza1o32r7V/Y2pf8eP2nyPs3+k+T51v5vofgf9ia/+FfibVPE/xb+Gf9g/C3UbS90jwfff8JnDqnnXl3qFpqHh+3+zeGfFeo+Io/M8O6dqU3m6pbpEnk+XeyrfSW6P+7/we/YC+B37Mf8AwkX/AAj3gXTdM/4Tf+yPtn9leM/iHrfn/wDCNf2n9n8//hJdaf7N5X9vz+V9ix53mSfac+VBjk/2uIvAvxc+GWg/Cj4K6Lf+EviF4M8a6Xd+Itb8XXFx/wAI7faP4d8P+JfDerWumSQ6p4runubnW9S0q7sjPoVgWsba5aS5tZMWdz5E60pq13+Pl5vsd1GgoOLtZ+Vr7+nY+GD+wpqHxO+C/wDbHwj+Fn9t6Zrf/Iv3P/Cbwab9q/s3xX9l1b9z4m8X6fcQ+TcafqUf+mxReZ5W628xJLdn47wR+wl4k8B3FjoHj74Wf2V4qvtatb/SbT/hOLC+82yupLSysJfP0Xxfeacm/UbO8i8u5mSVfL3zIsDxO335beNvil+yL+xMnjzxN4mtLzR/h9u+223hHTdK1bUpP+Es+LTaNbf2fD4i0XRrW42XXiW3ku/tl5beVAty1v50kcEUvmHwH+NnxB/bG1LQPiv4X8QSWeheG/HOleB9QtPGOj6Bo+szXGj3Gj+JLtrS28NadrVg9lJZ+J7eO3nm1C3u2uluo5IYoYoJpeaSk3o97aa6u56kLJfh520Pnb4w/sKeEtY/4R3/AIWT8LftP2b+1/7F/wCK31OHZ539mf2j/wAgHxfFu3eVY/8AH3uxt/cYzNnyvxj/AME5vhT8PNMg1q4+Dn9kJdX8Wli5/wCFheJNQ3tNb3V2IPJTxxeldwsmk83ylC+Vs8wFwr+6f8Fefid+0P8ABX/hnv8A4Vz4+0rw7/wkv/C2P7Y26H4e1j7Z/Y3/AArT+z8/2/4T1P7P9n/tW+/49PI87z/3/meVD5f7jf8ABVz4R/DX4I/s7+DPFejeG2sbrUPjR4d8PSTWGr65qczQXfgf4i6k0bQa1qrWqRmTSYmM0Y+0KyIiHy5Ja0jzwVud2f2VKWnqtFre/wCZyYlRk3or6a2V9VHrufyT+OP+CXXxo+Gujaz+0H45+Bv9i/s7LPF4itvF3/CzPCmo48K+N9Sg03wJef2BpHxBv/HJ/tO88Q+HYfs8mi/2jZfbPM1mC0it76SDzmX9nfwrrHwi+I3jPwX4P+0aP4d8P+L5rvUv+Eg1KH7HfaR4YOqzt9j1XW4rq4+z2strPiO1nhl3eUglkEkY/rt/af8Ah1rvx2/4JS2Xw++HN3pWh+LvF/wb/ZquNF1PxVNd2+jWq6b4j+FHiS+GoSafY+ILiNptK0y9t4BBpV4pvZYEYwxFrqH+d3wj+w7+2x4EvLDwp4g+LXwZvPgZq+r2t38W/BWlzarLq/inwbqEttpvj3SdL1W4+Elhq9hqGueD7ObSbKXT/E+gSWty0dxaanpV0W1BOinWkrJytbW7b2VtN9/wPn8RRWr32ttf4n5Hw/8AsA/sE+Lv2xf+Fs/8Ib8Kf+Fi/wDCuv8AhA/7S/4rrTPCP9j/APCXf8Jl9j/5CvjHwx/aH9of8Ixdf6j7d9k+w/vfs32mP7R8H+M/g/8AEP4c6XBreu+Hf7HtLq/i0qO6/tfQ9Q8y5nt7q7SDybPU76Vd0VjNJ5rRLGvlbDIGdVf+zH9jjxh+y9/wT/8A+Fjf8Il8OPGuif8AC2v+EQ/tD/hGb268V/av+ED/AOEo+y/bf+E78eH7B5P/AAmdz9m/sr/j682f7d/x7Wdfi1/wVD/YZ+Of7L3wB8IeP/iR4t+GeuaHq/xg0DwfaWngzU/EV9qkerah4L+IGtQXE8Os+CPDlqtgln4fvo5ZI76WcXE1qq2jxvLNB0wruTVn2te+v4/ec/sfdV7JPq99/T+tj8KJ9f1iSBrGa73QKEjaLyLUYELKUXekIf5WReQ/OOSQTmgLa5mX7SyboiCzPujHyR5DHaGDcBSMBcnHGc1PBHDdzLCEPnyliXcsELqrO5O1jjO1sYTqRwB0sTzizSWwO7csbJ8gDJ++QuMMxD4/ec8ZBzjIArrVWWiSlfTT+73Xvbdjnasr3T1tp946xXRjC32wfvfMO3/j6+5tTH+q+X727rz+GK27TQPFmp+Z9ltPP8jZ5n7/AE2Pb5m7b/rJo927y26ZxjnGRnG0rR5tQt3mjaEKszRESPIrZVI34CRsMYcc5znPHSuh0nWPFUP2j+z9Thg3eV52+2tX348zy8b7GXG3L5xtzkZzgY5cRUfvWdP3bX9rdxV+Xa13r+duzOqitVa+y+Gy6Pf+u5+mH7P/AOyZ8S9ev/h3qcXgD7Wur+HYNSjn/wCEq0CD7Ql54Unu1m8tvEkJi8xZPM8sxxFM7DGpG0f1Bfsk+O/iv8MfgJ8Pf2bvFGq/2J8NhJ4n8M+LPBn2Hw3qX/FJ+PfG/iLUvE9l/wAJFp9nqGvf8TXTvEuoTfadN13+0rH7b5en3FnPbQRwfj//AME+PGuq+JvHn7PnhDV7uW7t5/A4trqI2tjbwSvpnwp1W6Ui4tI4btUE9mkiFNhfaqyKEZ1r9uNWtvD/AIUv7jWtRsZ5tK8P+VrOoW1lLNJdzWOnQx6heQ2onu7ZHuZYIpUgWW5t0MrKGniT51+JzCnKbbsmub5fb+HR6a6f8Bn0ODnypb7rb/t3zIviXZfsp+ANdtNG0qL+ybe50mDU3tt/xHv98015f2rT+dcveuu5LKOPyxKqDy9wjBdmf81fFl4/g/8As/8A4V7J/Z39o/av7X+QXfnfZPs39n/8htbny/L+03v/AB67N+/99u2xbf0d/wCET+HH7SH/ABXHhjw9d2VhpX/FKTReJ7/UtPv2vLH/AIm8kkMOjavq9q1oYddt1jlkuUuGmS4RoFjSKSX+en9pz9rnTNF/4Qj/AIQdPFOi/af+El/tT7Vo/hu7+0+T/YH2Ly/tmpal5fk+bd7vL8nd5q7/ADNq+Xy5FhZLMYye15aetCslo4+a/pHdi6jdDS70W/8Aih5n5OfGvwl8QP8AhdXxe8Rtp/za18T/AB/dtefa9E/0ltR8WarfGT7OLnEPnH97sEEQj+4FT7lcR4S0DxN4o8Yaf4KvLT7dLffa/M0zz9PtvN+zaXc6sn+mRTW6psW3W4+W6Tds8o7ixjZPHHxd8Z+IvE/iXUJNZkeHUfEms6nGsul6LFKPteoXc6mRbeyKLIFnIdEdowxIUsAprS8DeLpvDuq6X49uJJ21az+277y2gtZJj9otrvRl2Wc3lWBxbTrE26NcLulGZgGP3mM/d0JezV5unaDVuaM3TlyuLVuWSduV7pnz9CUXO15aSu9VytXV18+z6H9jP/BKbwp8M/hL/wAETf8Agojd+KrD/hH/AIoaVcftb+KvBUn2rX9V8iex/ZL+HUvhu/2abc6l4el8rxDptw32XVlkR/Jxf272MiCTy/8A4IJftC6p4s/4at/4Tnxf9v8AsH/Ci/7L/wCJBb2vlfav+Fxfbf8AkD6JbeZ5n2a0/wCPjft2fudu6Xd1X/BLq4ufjj/wRw/b61eaQTN9r/an8LBtUVNOk2/8MtfD65C+XoySReRnVyfOz9p3GQbdqRZ4P/gh58AZvD//AA09sGir9r/4UrnytR1qXP2f/hbWN3n2o2484429ed3QV+QcS14wp4yNX6w8Y50/ZNuLgkq1L2ntZOXtObl5uXl0vbm0ue3QlpGztDtqummm3Y/0KfgNdXkvww+GWq3D7tI1D4Z+DLnT59sQ86O78PaPcWj+Uii5j8y2LPtnjRk+7IqyYWvyV/4L/wDgbRPGH/BND9rNINL/ALR1jUf+FD7R9tu7Tzvsnx9+DJbl7u1tY/LtbU9Sm/ZxukYbv19+COlS23wN+DWnFos2Pwt+HlsdrSFM23hDSYDsZkDsvy/KXAYjlgDxXyN/wU68A+GfFf7FPxu0nxVpi6ppd/8A8K1+32qX2pWhn+y/FnwDc2uJrG6s54/KuLa3kPlTR7/LKvvRnVvgcHXr/WaSatH2sGpXlfm54aX5vN29N9CKdSlKtKpKS9q4unyRty8ias7PXmdlf3reR/kH/tEeCNK8FeLbHRr/AEz+zdTu/CltfWdt9tubzzPP1PW7W3l86G7urdN9xavHsllXb5e50CMGb5nltha7ftCeX5mdnzbs7cbvuM2Mbh1xnPHev3l/4KmfsqaPD8T7XxZ8O9P0TQdE8O/AyDUbu01HXPE9zqEmqaT4h+IWpT3Nsl0usQyK9oLKKGKa8hhaeFxJDGrNLL+Gr2UkGP7bKXm7P2X7MWXy9uPO37Vtc78xbc+Zja33f4v6G4SkquFwqjUqymotTjXlzQUvZzdqKV2oJa2lrcVaVpPlhFN2tJrRbbtO+vkjjLhZgg8wfLuGPu9cH+7z0zWaep+p/nWpcOzIAxyN4PQDs3oKyz1P1P8AOvr68Upc0XJxdl7zvK6Wu2lj5fFT56l/eei+Lf8ANn31/wAEo/8AlKR/wTY/7P7/AGOv/WiPh1RR/wAEo/8AlKR/wTY/7P7/AGOv/WiPh1RXJU6fP9DOG3z/AER9XW+sKXIDXX3T3Hqv/TWuS1a/En2xQ02WnY/MeP8AXg8/OfT86o2k0okbMkh+Q/xt/eX3rJu5WaScEtzK/wDET/y0Jr89ptN3Xb/I+4lC3k1v9x8MfGOTPxG8R/eyf7I5P/YB0zvmvMNzDozfma9U+LUIf4g+IGJ5P9ldVz00TTR1z7V5Vcr5cgUHqgPHHdh0z7V9ZhZQdGjG2vsqe67Qjfp6nJUnKEk1r2tp2/rf0PR9Lh1XU/P/ALMv5LTyPK8/ddXNv5nmeZ5ePs4k37PLk+/jbu+XO5se/fBj49fFr9njxLeeLPh/8Vfih8O9cvfD9x4UvNb+GXjnxL4S1u7025v9K1K40u51LRNY0S8n0ee80Syu5rKW5e3lu7KwuHtmltopIvkR9TvrTH2S8u7XzM+Z9nuZod+zGzf5bLu27m27s7dzYxk1uwXt1YxRX97cXGqpcxIBa3U8hSOSZRN5waVrgM6BHjz5asRIx3AZVh0XyRlpdvRd3f8AC3n/AMNrTxl5uCu2rX8vh9P8/Tp/Xr+xH/wUf/Yu8e/CD4ZeBP2uvgb43/aU+Meq/wDCaf8ACwfiD8Vfhn8KPjHN40+w+KPFms+E/wC3vFfxN8c3ninxH/wjnhaz8NaJpf8AbdnJ/ZCaFp2m6bs07S7CVfv62/ZV/Zn/AGx4z8Tv2Xf2dfgP8I/AGhOfAmseG/EPwj8AeAr298YaYF8QahrcWj/Dzw74o0W5tbnRfFHh+wTUrq/h1SaXTZrWezjtLOymuP4JdN+IvinTbiFfDeua/wCF7iHzPsV1oev6jp01j5iSG5+ytYSWbw/aUknjn8qSPzFuJhJvDuG+4fgD+2n+058MfB2paB4d+Pvx40+yu/E15q8sOi/Gn4g6DatdXGl6NZPLJZ2OsGKS4aLT4Ee5Y+Y8aRRH5YUrjrYdWblZSumo26XWt1dd1unp93pUMQ56RTaj7spaWUko3jZ2b6arTs+i/o2/ag/Zm/Zq8Ef8IP8A2J+z18D9D/tP/hJvtX/CP/CbwDpn2r7F/wAI/wCT9r+yaBaef5H2uXyPM8zy/Om2bPMbd4l4A/bO/wCCeX7MGqz3nxK/ZUbxAtjpcngC5/4RT4G/BDVpJdftbmylmvk/t/xT4fD6c48P3+25kZL1mmtt9kvmTGH8dPBn/BSL4jeG/wC0v+Fk2Xjb40/bfsf9i/8ACcfF3XdR/wCEa+z/AGr+0f7L/t7Q/E3k/wBs+fY/bfsn2LzP7KtPP+07Ifs/p1/+2b8MdQ06013xH+yp4D8ULrBg1B7LW9V8P6gsd9qED3jXjzX/AMNbwT3aB54WuTAk0ouJXLrvdG8vE4dys99Vd37KK/4H9afRYHE06Uk5u1l0T7+SfQ9e+Nn/AAU9+Efi39ojxNrHw40j40+Ef2atQ/sb+xvgnHYeGdA8Naf9k8D6Va6jj4b6F4/ufANp9r8fW194tP2WV/Pv7k69Pt1qaZV8x1v9qr9lb4r+JNIs7n4Nalqmrar9g8LWF/4o+Hfw5vWt3vr+WK1jkupPEWo3MOnw3OotM6wrIYzJcSR27yOQ/C/8N6fs5Lef8I0//BPb4JyXY6621x4FNyf3X28ZiPwTaXiLFoP9MP7sbvu/uqvW/wDwUH/Z58M6hZWUH/BPn4My38lxbXlnrEV/4ItLvTrh5xFby2zJ8EpZkmtJrcXUMsVzC6ykFDG6iQr+z+ZQUISjN04zupxV0km5J30Wmi38tiq+a4O83z+7Gbg/3dTSSdrfB07rTz6L65+GN98UPAv9t/8ADJfj3X/2cP7U/s3/AIT/AP4Vb4p8Q/CD/hMvsP8AaH/CK/27/wAK0ez/AOEh/wCEe+2eJP7M/trzP7J/tzUP7O2f2nf7v2g+IniX9krxZotrp2p/s++FdUgh1SC9S31j4UfDS9tkmjtL2BZo4rie5RZ1S5kRZAgYRySqHAdg381njf8A4KWaE39mf8Iv+zhpPgzH237d/YPjyzsv7Sz9k+zfa/7P+G+neb9j/wBI8jzvO2fapvL8ve+/F8Rf8FTdYlsolj+FOpwEXSMXT4r3WSPKnG35fA6HBJB69hx6ZRyudWUXbnc3ZNyV3bTdu+iVtei0PLqZphoO97Rjq/clp8PRRP3a8Xf8E/8AVNH0HUfjl8GtI+DPwwv9Ua28VeCtb8K2Fx4K8a+GtG8aX1usdlb6l4V8GRTaPdSeHtcm0bVbbSdXktXtLm+05bi6sZn87zQ/s767a+CvFHxM/aHbwf8AGP8A4QXTtb1zVLvxMbz4heIJvA3hjSf7fvfDOmz+ONEXzIZNutyWei3F/Z6O97qlw8s1v9tu5q/nU1r9vb9qbx7fan4f034+/H/wl4d1m+updK8PWPx0+ItxovhzSre6fU9M0PT9Lg1XS7EafpVvbW+nWMNtb2NtbQwQtb2sKRJAPXvhP/wUM+Kvwf0iTwP8RL74g/Hiw1zXn1fVf+E0+LviNrPUfDup22naRfeDNQ0zXNN8YQ32i3kOmX32uC5lexuYtYurebTGTzmuuxZTUg1eymrNRbTfKrap3a6PS99PMVLOcO9Yt8t7OXJLf3dLcqfztbX5L9N7D9rr/gm94E83+3v2Q7K+/tXy/sv2D4A/Ae58r7Dv8/zftniWz2b/ALZD5fl+Zu2Pv2bV3eP+Pf20fAOk6PbXPwf0/wCIvw08SvqUMF9rvhe00XwbqF3oTWt5Jc6TNqfhfxVHfz2c9/Hpl5JYTMbOWawt7iQeda25Hg2p/wDBQ/4F6v5H2j9g34Tt9n8zZ52r+D7jHm+Xu27/AIMDZ/qlzj73GfuiqWkf8FFPgdaXLyah+wf8KdZhaBkW1vdZ8IPFHKZI2WdRP8GblPMVFeMERhtsrAOASG0WDet9b21vrpb9P8trW745th0rcz0/uS1/8l/rp0t2/hT4sft9+JvFFlquk/tkfHW08J65Jfaro2hXP7QvxogisNFv7O7vtH0+TS7bUbjTbU2FrJaxC0tJJrS1eAR2sjxxRufrrwf+xH/wVm+OZ0P4oeFf269VsfCHinUIRa6R4j/ad/aUtdTEGi6gfDmpQ32n6d4T1fTAl1eaTeSRRx6hcJNaTRNP5UsksEfw94o/b78HWnh291vw/wDs0+GvDSstncaZZ6P4q0uxXR7S8vLZYtOsZrL4c2ght7W0n+xItvDbxm3Xy1hjjbyx8la9/wAFAv2kda8QTxfD34vfG/4ReGtQls7XRfCXgz44ePNO0PwxLNb21tdXWl2OiXXh6whku9UN3rtwLSxsWl1C9uJZJHuJJLqQo4CopOUYxs04Ny5ZWu4tuze6SWq6fh5+IzelzJc7vo0uWV7XdtbW6Jav/M/Zr4q3vxr/AGIfENn8KP2ofil4o+LHj/xBo1v8QtI8ReFPG/i3x3p1l4P1a+1Hw3p+izav8Q38J61bXttrXhPxBfSada6dNpcMGo29zDeyXd5ewW3wj+2X/wAFILj4zf8ACuP+FS+MPj54L/4Rv/hMP+Eg+3eIH8Of2l/bH/CL/wBleV/wjXjnVPtn2P8AsvUt/wBt8j7P9qT7N5vnz+X+bHxV+NPxu8YeIbPU/ib8Z/ir8Udeg0a3sbTX/HfxA8XeJtXs9IivtRuINHtr/wAQa1q95Dp1veXV/ew2kVyltHc6heTJAstxNJL5PqetDWfI8m0Gn/ZvM3eVMJPO87y8btsMGPL8o4zvzvONuOeinlF3FWTjbdNK9l567+R5lXO1FvlveNrxs/Lyt32f4vT6Pn/a2+NWJFg+NXxviuA2FlX4j+LIyCG+ciRPEm8blDLx1BweCa1rH9pb9qu5tYtR0f8AaV+OunQ/PLZrH8Y/iPaS20sEjr5kYtdeZYZBcRtMjxPuDESZDk4+eD4k0jWNKh8MQ+FdN0/UWtrW1bxHH9lkvWm08RTXF0UXToJzJfi1kSbN/uAuXLyTYZZOSub3UtHu2sItSvmgtmjIjjuZ4ImEipO6iFZXRQxkYN94MSWIyxFdUcrpxXNCKi9vfakns9tlqlb5nmvPnrzyclfdJq3k7q7su2j0PsiH9t39rrw6pstW/ar/AGmLu5lY3SSW/wAcvibcIsDgQqhe58WQSBhJBIxUIUAYEMSzAfXXg/8Ab2+D+pf2j/wtDw38SvH3k/ZP7D/4SHR/C/ir+yfM+1f2n9j/AOEh8YyfYPt/l6f9o+x4+1fY4PtGfs8GPye0u6j1S3e4u7ZLiRJmhV7krcuEVI3Ch5YywQNIxCDgFmPVjUfiCwOl/ZPs85Tz/P3+Sht8+V5O3dskO/HmNjP3cnH3jWFTLaU3aUOWrLecZJQTVm/cj0aVtNnr5m1PN5PXn5oaWjyy5vL3mlqn+CP1u8XftUfsj3mnQ3elfA69sb66vo7i4vF+GnwztrmeOaC5klWa4tvELTStLM0csgdmV5E3sxZVNf0nf8Ei/wDgqn+xJpvw3/Z8/Zy8Z/A34leI7eH/AIWv/aWiXPwz+EmseAbzzNe+JXjqz36bqvxDRLj7O72t2vn6GPJ1qBZ4smKO8P8ABEmoX8x8mS9u3jjHyo9zM6Ls+RdqM+1cKSBjoCQODXq3hr4v+OfAek2TeC/FHizwlrulfaf7N8SeF/FeseH9W0/7dczi8+w3elS2t5afa7O8urC5+z3kf2i2ubiOXdFNJE3DWyeS9nySi6jqwXWyg762bSdmldLV9u3ZSzWnUhUjPnVOVOcW43UteVPlaV07Xs0tGk+1v9XzX/gB+x3+3/8AD7xr4g+EX7LXwL8PXt74d8SfB3SL74nfBH4XaTqNh4sudEmvdP1Jbrwxo3jOW10S1l8Z6ZMLy1mfUoJ4dQkh0xmjt3uv51f+CgX/AATM/ab/AGFP+FSf8KZ+I/wv+CH/AAtP/hPP+Ek/4Z78X/ED4a/8JP8A8IR/whn9j/8ACXf8Ir4C8If21/Yv/CX6p/YH2/8AtD+zv7W1r7L9k+33H2n+Wb4E/wDBS39t/wCFK6ePD/7WX7VdrpFn4xtfEl5oej/tK/FzQNO1Sa3Gj/aIrm3svEUls0t7badDZzXcttcOYFiR4pY4UjP6/wDwA/4OCPFnhr/hLf8Ahp/4A+Iv21/tv9g/8IP/AML5/aK1Lxf/AMK0+zf2z/wkv/CKf8LC+FXxK/s7/hMvP8P/ANuf2R/Yv2v/AIRTR/t/9o/ZrL7BmsvrUpTjKKclJcri4qOyvpft+PTqZ1MypwVGNOpahCDjKM4TnUlqnH3+W+jte97/AInDeDv+CkP7Pvwz8Za94H/bn8EfFH9qHQvBUWqeDbzQfFPhrwT8bPDx+LHhzVbXSLjx3pml/GDxzYWZnNnYeLrOz8Ty2lp4lNj4guLd7WCLVdTiTp9W8Z/sO/tzajceCv2Yv2XvBvwr174o+V/whF/4v+Cfwh8D2Whf8ITBHq3iX+0br4fXXi690v8AtSz8I6/Daf2Raah9tl1G2jv/ALJFd3sltgf8FXLL4L337KHwv/au8J/s/wDww8B6r+0J8XPBPj258OeHvC/hSz1Dw5Z/Fj4bfEX4kTeGp/GGm+FtKufEVtpFy9tYy3Umi6TFq89nBqj6dYSLHaR/z06H8avHnhLX7XxB8O/E/i74c3Gn+d/Y/wDwhfi7WfDk2jfa7KWy1D+zbrQ5NLez/tGO5vftn2VIPtCX11HP5onmMnfQwlX2SahJTUm3L2keVpW91R5r3210Wh42IzKhKTvPRpK3JPR2/wAJ+8/jr/ggr+0t8RtM1bx74C8UfsweG/DvhvQb+11DT7rW/H2j389/o9veazd3VraaN8Hr6xlMtjfWcEE895BM80DRSrFDFFK/5bftDf8ABPn44fss/wDCIf8ACceLvhpqP/Cdf2//AGX/AMIVr/i+88n/AIRj+xPtv9pf2v4L8PeX5n/CQ2n2P7P9s37Lrzfs+2Lz+c8Mft3/ALYOiTWt1/w1D+0pdeH7TUoL7WPCf/C/PihDo/iK1t2t5NQ03Urb/hIprKa31eyi/s28+1WF5HJat5c8FxEPJP0r4S/4Kl6XH/aH/C5v2crD9oPP2T/hG/8AhZ3xHt/Ef/CI4+0/2x/Yn/CVfDXxZ9j/ALfzpf8AaX2D7B9o/sXT/tX2ryLf7N20lilFxjZq6UruLs0lpq1+H3o5HicPJqTk/ul1t/d9f62/KuK8kumMdxJNOgG8JO5lQMCFDBXZgGAZgDjOCRnBNdfpmga5LJbTaRqEenXUkfmWtxFd3lpNAjwlmUTWsJkiLQF4mEZIKsUJKMa/bGX/AIKVfsd6YonP/BJz9mmfewh2Z+F0eNwL7t3/AAzjJnHl4xtHXOeMGbSf2vP2cvjVqMHgjw/+wT8E/hjd+LDNc2HiHR4fAl9ceHYrCCXxC1raW1l8HvDkssc9rp76MfJ1CwVLe6eQxyRobSXSU5OUeWLSurptPa3nb8DqhUo8slJ68r1Sa2t5dOmn3dPzk8CftNftXfCLRtF8N+F/2mPjx4U8O+FbiW+s9B8F/GX4kaFotgs+p3GvXn9k6Xp+v6ZY2st1eXdzezeVBbibULi4uZXMs0kzfbnwo/4Kt3mi+Hb21+PPjv8AaW+K3i+TWri403xFrfiiXx1d2Xht7HTo7PRY9W8ZfEWLVLe3t9Ui1i+TToFNhDJqMtzExuLu6A7XxLq3wh8INqt/efAD4b6/HoFo+q3Frc6H4YgTVYbOyGovYzNL4TvljjuY1No7vFcqqMWMMi/ujyvh39tr9lvR7KW21P8A4JxfALxBPJdPOl7fQ/DszRQtDBGtqv2j4HXr+WjxSSjEqrumfEYO5nv2alK8+urS03t+Wv8AW2E8UrqMW1y3S9E0u1z+mb9sofsv/safDDQvif8AHj4D+DPHnhDXvHml+AtN0jwf8L/h74o1O28Sap4e8UeIbPUp9P8AGX/CL6ZDYw6Z4X1i1lvINQmv47i8toYrOS3uLqe3/mo/aO+Nv7Inx20L4keEfgz8BLLwJ4t8a+IG1HwnrepfC34ZeGItGs7bxdaeJrqC41Lwrq2sanpzzeH7G900RabbXcUk1wtnI62Us06bOsf8FdNR8TW0dh8bvgle/H/wpDOt3p/g34q/F2fxh4e03xDHHLDaeJrPTPF3w88T6bBrNnptxq2lW99BYQ30VjrOo28d5HBdXMNx+nv7O3x5/ZT+Lr/DLTLf/gnz+z34V1Lxf4WsdUOuw+H/AIcanfWEp8Iya9cAsnwe0me7kuVgkspp/tdszi4ed1cboH5X7stOln9yubwxEZuyf4Py9P6f3fhN8Pf+CWPx2+LmkaB438L+J/gvp+heJLt4rGx1rWvGNpfRf2fqs+h3Iu7bT/h5qVmiy3mn3EsYhu599vJG8gSVnhT5v/au/ZH+IX7K/wARNG+HvjfVvA2oarrHgvTvGVvN4Jv9bu9KXT9Q1zxHokUVxJq/hrw9crqC3Ph67eVEspYBbPaMt08jSxQf1O/Fn9nrW/GGveKZfhZ8UtV+AvhzWrCKy8NeEfh/pN3pui+B7t9DtdPn1LQ7Tw74m8JWMFxca0t14nmNhp+lSvql9cSvO128l9L4bof7IGneGrSSx+Oni2y/ah8Wy3D3eneP/iz4Mg8QeI9I8OSRQw2ng+yvfGGv+OdTi0TT9Tg1fWra1g1a3sUvvEGpSxadFcTXVzd6QrafF17Py8jZuDW2ul9NfPW3/Dn8otpf6Hp/mfb9MW587Z5W2ys5tnl7t+fOdNu7emNuc7ecYGfav2ZP2XvH/wC2H8S/EPw5+GGseD9A1PR/CurePHk8c6hrWlaONE0/X9A0JrO2fw94f8T3A1EXHifT2htzYxWgtYbsm8R44Ibj9bPHPxD/AGdfB39l+Z+xv8FdW/tH7bjf4e8DWv2f7J9kzjPw3u/M837UM48vb5Y+/u+X9QvFP7Gngrxl+zP8FPiN+z7J4W/ZI8eePNA+G/ivWfGfwb+Huk+HfF134b8UeALjXdR8Ban4l8E6l8PtZ1fQ7jWbrRdVvUu7sWF/qfhvS9Qn0cXUFpLZehTnzWXffzV0cFd8r/u9kvJb99WfyZ/Gj4J+M/2dvjH4l+BPifVtCufHfg/+xvt2t+Er/VZtAf8A4SDwtpXjG2/s/UtQ0nRNYbbo+t29pd+dpFri9W5gj861CXUvUfD/APaP/a/+CGjXPhT4SftR/Hn4V+G9Q1ObxDe+Hvhn8bfif4H0G81u7tbLTbnWbvSfDOuaTYXGr3FhpOm2M+ozWz3ctnp1hbSTtDaW8cf7a/EX/gjZ4g8eQax8TfE/7W2s674x1X+z/t3iPXvhZe654luvsL2Ph+2+1+I9Q+L0uqXXkaXZ29hB50reRYQw2EeLeFFHi8H/AAR/l0tDb3v7RsmryuxmW5uvhO3mJGwCCAeb8TrltitG8gxIF3SthAcs14nmjFNWaUYpX/y7/wBemdOfNJKV7WdrO1lp/X3fLzfwr8Yf2sP21ft//ClP2kvjD4P/AOFafZf+El/4Tj4w/Enw/wD2j/wmX2j+xv7L/wCET1PxV9r+yf8ACK6r9t+3/YPs/wBqtPsv2rzrn7Pw/wAGPB/7X+qfGfx74V1T9ojxTqWp6FaeKYtRuL/4t/E+8s7m/wBM8VaXpt5dQS3FtJcTPNcSSPHPPbwzSRSO0ojdmQ/RUX7d/wAJ/wBjzd/wjX7Hnw81b/hYmPtv9h6z4b8CfZ/+ERz9m+1fYPhXq/8Aavm/8JPP5Hm/Z/sPlzeX5v2x/K8/0T/grJ8OB4o1rxDpX7FHgnRdW1htRur3UNP8d6Fb6jcLqGoxXtzDdX9t8Gra5uhNc+XPO0rkTzxJNIhkVSvnQpSd3CNqckl7zTdk1fqnun02O32tmlKXvxfRNb7beR4P+0/p37WvhCz8cQ+PP2hfGXib4Sad/wAI1/avw6HxZ+Jes6Be/a5fD7WP/FI6ylt4Zufs3ia5s9c/0kJ5N7b/ANpw7tQii3fLPw2+JXx7tYoNM+D/AMZviN8NtLvNdjU6b4d+InjPwdYv4iuFsbc6zNZ+F79bdrprddMgk1ExtfGGxgi+aO1t1r7s8T/8FK/h9468VX1l4k/ZD8G6zpWqfZvtuk654v0TWtPufsOm28tv9qtb/wCFElvc+TcWcFzD5sJ8meKKRMSRI48M+IH7WvwtvPEOnr4R/ZY8A+AIX0+1hWDw5feHbKKPUmvr0LrCrpnw50lftyK1sglCrPtsoALkBIxH2QoX5dE2uWPS2lr37vz66ehKxNuaKd05O+jvfS9tNtNEv+G5Dxyf2jfEH9l/8Lt+NPi34rfZPtv/AAjP/CYfEbx145/sHz/sn9tf2d/wlvnf2X/ank6T9r/s/b9t/s61+15+yW2NXXP2uP2tbq0jj/aH/ai/aH+M3gsXKPpfhfxf8bPiX8RNNsPFAimWy16DRPHHiVtJtb610ltb0+LVLcf2jBb6pc2kR+zX13XjPxX+JupfEH+wP7MjvvCH9kf2p5/2HWbi5/tH7f8A2d5fm/Z7fStn2T7FJs3+fu+0vt8ra3mdd8E/2rPAHwz8Vahr3xE/Zz8H/HLRLvw/d6Ra+E/GmpaLNpenapPqWk3kHiK3XXPAXiy0GoWlpYX2mxNHp0NwLfV7oJexxGaC5c6FpSTS9+yaVr7R2elv1/Llq4mMftSXL8L1d2+Xe3a3X7trQaj+2L+15FbTw2X7VP7R9r8O4ikeieC4fjj8ToNH0rw9HKi+HdFtPDkXicaHY2ei240+Gz060AsdOSzhjsQEt4K92+EHi79rP40+Bde8RaL+0Z8TI4LXVtU8Ot/wknxe+JSXn2iDR9MviY/slzqqfZNmqxbSZ1k80T/uANryaut/8FAf2eddsLrTbX/gn18GNIF20Zhlt73wO4s44biO5WKKKP4J2o2eXF9nAR4lVGyFwNh5bQf23fCvhrxJoHiDwt+z34f8MeFdC1jSta1r4faB4l03SPD/AIrk0u/hvdRj1SDTvANrprPrumwW+iXs93o+osbK3hSdLuCJLVeGrCWilH37xs00ly3SSavrK99fTptz86krp3T1e++/XXzOA+Llp+1X4J/4R/8A4ST4/eMtT/tP+1vsX2T4qfEe98j7F/Zv2jzPt62nl+Z9rg2eV5m/y28zZsTd5L8SP2h/2hfj1odp4Q+Jvx3+MfxL0HTdWg8SWmhfEz4oeN/GWg2mr2dnfaXBq1ppfiDW9Ys4NXgs9Yv7OC/ito7qKzv7+3SdYrqaOX9hPBH/AAVy/Zx1z+0/+Ex/4Jk/BPxr9l+xf2d/wk3iXwJrH9med9r+2fYv7U/Z6v8A7P8AbPKtftPkeV532SDzfM8qPZ97eFf+CG3grxzqE2k2Pxd8LeGpbeyk1Fr+1+AOk3MkscM9vbG0ZIfiLpzBJGu0mLmdlDQKDExYOnRTpzjGPMleN7LTq76tPX9DSEU6fNunfv0dv0/BfL+Qy60u40+KSYvCrwEKXhZxJuLiJijeWh53HJJBKk564rqvCOir4tvdB8NW8Vp/bXiTVLTQbK+1BB5Ed9q+oLp1jNd3SRXN2lvBJcQmWSKCeaKFD5MMrKiN/TP4m/4Nwiusa7fD9ssizfVtQlj0sfs8kW0EM99L5NsgHxy8oR2odBGFt1UCJdqR8bfGJf8Agh1L4K8cWNhZftSyNc6Lq+iXVrqFr8Fm06dLgmx1GGaARfFyWS2mt5ZV8uWOcuskYmUoxAXR8yS333v5bf1oc8qeuqtpsrd9+x+OWs/shfFfw9dR2R8S+C4/NgW622Os+JEiO+SWLLD/AIRmD95+4wTsPyhPmOMD5x1jSNS8NfZ/tN1G323ztn2Ke4OPs3lbvM8yKD/nuuzG/wDjzt4z/Yh8M/2PfD3wU0G78K+Pta0b466xqGrz+ILbxd4w8DWKanp2mXVnYadD4cgGtaz4wuvsNpdaVeanEY9Tgt/tGr3OyxikEtxc/nj+x58OfhB/wUz/AOFi/wBn/B/4b/s//wDCk/8AhEfO+x+DfDHxC/4S3/hZH/CT+X5nkaL8O/7I/sH/AIQJ9m7+2P7Q/tltv9n/AGI/bYvNq0oqUVva13ta7er1S/qxENL2dm2rfL/gf8OfaX7G+sfC0fCj9nNdB8DafpPxCHwb+Hwfxja+GfDthqjamPhtp/8Abl9/wkNnL/bZm1WD+0Yrm5P+kXy3kqXnyXE9anxc/ay8NfDr4ma74V8Wr8QNYh0STRZNbtbAWGoaZqOnXmiaVqtxZpBqfiOxW7juNPvPs1xb3dvFBLI0sLloT5jfmd+0J+yb8Yf2XNJ+InxN8L/tdfEqbRfh14gk07QPAWgW/ijwXpdho+p+K7bwZp2j6Pc6d8TL+00TTdCsNXiFlZWWim1WzsI9OggtIZFkg/MbWtd+KPxC8Qy65rXxc8fXV/rs1lbXVzqniPxDrF26wwW2lRm4vLvXFmuglvbxoiSEBIVS3UhEU1wVcCqkviilvdpuz7W72+X4W9TDykknZvVdVtaOur8tt9j97PGv/BTn4T+GNVt7DwPpfxo8IaTNp8V5cab4dsvDfh+yn1GS5uoZb6Wz0jx9b20t1LbW9pbvcuhneG2giZjHDEF8rsfB/wAO/wDgoh5v/DPngXwr4F/4U/s/4S7/AIWT4Y0Pwx/an/CwN/8AYH9i/wDCE2vjb7d9h/4QnWv7R/tP+zPs32yw+xfbftF39k/DbxZdap4I1GHSdV1a/wDF1xcWUeopqWoXNxDNBDLPc2y2Krczao5ije0knVhcIhe5cCFSGeT+iP8A4IY/AbUNQ/4ai3ePrxfK/wCFJ43aRNLnzP8AhbmcZ19duNnvn8KnDYKOFrOpdXW2j973ZRdtNLc3W176eXViav7lJJ7Lm1+H3oW9b26X1XzP52vjT4JbwR8UfiZ4FuYdJGpeDPiN4z8LX8ulxkaZJc+HfEWq6PdHTnktLSdrFp7RmtDNaWsjW/lmS3gfMS8BKrxaE0CttK4xsJCDN4H4xj15465+tfTH7ZOo21p+1f8AtQeFF02A3Ph79oz416bNrSmNJ9UbSfiT4o02S5lgEBkhN7Iv2t43vLkxv8jSTMPNr5Tubp5pHsxujVtvzByVGFWX/VgKOSMfeHJ3e1elUbny3WkXGb8lFb766dFq79zyqMlLZPfXo91ovn+SPvr9gv8Aa38ffszfEX4UX3iL4k/GF/2VvD3x98C/EX9oP4B+CfGOtN4Q+Lvw70nXfB83xX8L638LL7xJoPw58fXHj74c6DP4M1LRPGzwaH4p0s2nh3xJfR6FvMP93P7Gn/BXj/glT+09/wALH/4ZQ/Y38Z/BT/hCP+EP/wCE9+1/s8/s4/Df/hJv+El/4Sj/AIRby/8AhW/xL1/+2f7G/sDxHv8A7Z+yf2d/aq/2d5/26+8n/Ncsr6Ww0+6st0ksdwZmcea0aESwpEytFh1cFU+bJ+YHaRgc/s//AMEdJ9WX/hov+xtZ1Hw/n/hUX2n+zLm5tfteP+FneT5/2S4td/kfvfK8zzNvnSbdu5t3x2f5PSx2HxteVNuvGdL2E4yjGHLKtR5+eOnM3HmSbs1oerRbjy8t0nq09emiP9Zj4O3R1/4a/DrxTpTSWnh3xH8PvCOtaHpkx+zz6fper6Bpmo6ZaTWVs01jaS2ljNHbyQWdxPbwOpit5ZYQrl/j/wAGWnxC0zVvBOt6fo2vaVq/2D7To/iW1i1TQbr+z7iy1aH7bp93a3ttP5FzZRXVt5lpL5V5DBOmySNZE83/AGOZ7wfsufs0G8vLnUJD+zv8GvNluZpZHmmPw78MF7iRpXlZpZG3MzMWcl2Jckkn07VPFhuvFk/hC2sTYXcnlbNegu8XEW3TY9TbbBHbwyfPGrWbYvl+Ry5yuYT+dUsllTrwny2ipx0c4vVTi9LSdtnb+rVeqpyTjBtw92UUkot2s2r3dt33srH8n/8AwVq+G/wU8A/tm/Bv4Kar8JPh9Pc/Ef4T/Dy3S20vwH4Tk8K3EPi/4q/EjwmsOuw3NjZySxSyWckepxjSr5H00xqFuWLWy/zI/wDBcH9lTwl8Iv8AhmH/AIVv4F+FPw8/4SH/AIXT/bP/AAgPhjTPCX9sf2T/AMKm/s7+1v7B8O6Z/aH9n/2nffYPtXn/AGX7beeR5f2mbzP7Fv8Agt4PD3hbTPid41vfC2ja/wDEnwl+x9408ReCviVdWdjF448GaloNv8WNW8OXXhfxNLY32vaFfeHdet31/RL7SdUsp9M1eZtQsDbXoNw/+cH+0V8e/jH8c/8AhDv+E++KXxM8T/8ACL/8JB/ZP/CYfEDxT4x+w/23/Yn2/wDs7+2tRf8As77T/ZFn9r+zY+1/Z7bzs/ZYsfq3DdsNTpR2Svot/wCHJbrrqZ1HLktLVpLmcfdvdp6dj5h8WTaTJp0K2Gnx2swvYy0iWttAWj8i5BTfCSxBYo20/KdoJ5ArzY9T9T/Oui1XWlv7dIVs1gKzLJvEofOEkXbgQx9d+c5PTpzkc6eST6mvta1WNV80dtrarWy1tZHz+IfNVb02jsrdD76/4JR/8pSP+CbH/Z/f7HX/AK0R8OqKP+CUf/KUj/gmx/2f3+x1/wCtEfDqiuWp0+f6Ew2+f6I97CFeTn06YrkbuYLcXGccTyj7wH/LRh6V6GbTdxtl9eB/9jXFX+mR+bdE+eMzyE/dHWU/9M6/O8Orv10/Ff5n2lfGUktL7Po+yv8A1d/M+HPitcqfiBrw+Xk6UPvj/oC6b7V5XeyjzV6f6sfxD+89el/Fy3SH4heIQC3yf2S3zEf9APTW5+UcflxXk102+RSCD8gHHP8AE319a+xwdJOFG2v7qF73WvJG/XzPDxOPg9La7LR7J7/1/wAP2Xh7WYtL+2bkSXz/ALPjM6xbfK8/1R92fM9sY754s6bqkmiare63HZvf/wBoC5QWyO0Xlrd3Md2JBOsM/mBPKEf+qQPvD5XG08nLaSfL9himu+vm+UjT+X02bvJX5d3z43fe2nHQ1rxy30sENtp9q17ewxxie0ggmuLiFI0EcrSwQEyxiOUpG5dQEdwjYZgK6FTau46xa2el9uu61fR9tdr5RxtObW91ZxdnvprbZ7/8P11WRPEevHUL2RdDgvP9ZJdYkhtfs9n5Cb5pWs0PnvAoXd5eGmVBvIG6LV9H0+0uUjttds9QjaBXM0HkFFcySqYj5d5Mu5VVXOWBw4+UDBMGnv8Aa9Qh0fX8aTBJ5n2tpf8AQLi32QPdQbjelki811hA82I70kGzl0ak13SbOzu44tBml1Sza2SSS4jkivlS5MsyvCZbONYlKxLC/lsPMAkDE7XWsZRtO7k4NKy0XKl2u+uvXX7z1aGJhKCShzJ2lK7knzOMW3ZPT5adl36G4sovCez7Pdx619v3b/JCwfZvsu3bu2S3m/zvtLYz5e3yjjfk7c7TZUtL+51K5ZbeO7SYqJ2EKK9xNHOIxNJtV2Cq2AFUsFLAAAipdSkD+ThlOPM+6Qevl9eT6Vl6urX2n29tZA3lzFLC8lvag3E8aJDLG7vFDvkRUkdEZmUBXZVJBYA81C1dvdcySm11V0l5LVdLfPr243EOlTXsU7QbcY20i2k3ZtNvVt2d7Xt0RJrGsQ3k1xZIIxBJ5OL1bhZIvkWKU4AUIfnXyv8AW8N7jbU+mao+m6NqFtBatfxSfa5XuopCscRe1jjZG2RTrlFjEhJkU7XGVAwxyZtIsbfw81zcTywawmN+nTSwxSLuvhGu60eJbpd1qwnGWGVIlH7sgUmlTyx6DqcaIGRhe7mKscZsoweQQBgAHkcdTxXbHDxSUV8N1eN9JPS8rt3Ta6J2XTu/n6+NxDldv3nG/Nyx0Td7W5baX3euqH6f4tNn52dPMnmeX/y9bMbN/wD07NnO72xjvmotV8OQWNuk1jq0OrStMsbW1rChkSMpIxnYQ3Vy2xWRIzlAu6RcuDgNz1nFFP5nmuU2bNuGVc7t2fvA5xgdMdea39JmeK5dr5VtIjAwWSYGBWk8yMhA8xCliodgo+YhSRwDXVGlGFuRKP8AMuZu+1ldtvq9u/XS/kVcTiJtPm5rXveMVva1rR121PSL3wh4aXwVbX//AAsDQzqj6Zo802gbrD7fb3E5svtVlIn9sm4E9gZJROrWiSKYJPMiiw2zzNGXS7u3tbJhrDySwyx/ZSN0k7yCNLVEiN0WlcxptCkuxlUCMnG6hqFhfLJdXpsrsWTzySpeG3mFq8U037mVbgp5LRzb08pw5WTeuwncMrpcqWksGoxujXlhdR3VrC7AxyzWrRzwo8alZXV5VCMsbozDKoytzSVJWeiacr/E99Oqf9dnpdRrYiLT5tdNOWPWz/l/T5bX0vEFxqUn2T+0NGvtJ2/aPJ+2RzxfaM+T5nl+fbW+7ysJv278eYu7bkbi80a0hiVrLV7fUpTIFaC1WJ5EjKsTKRFdTtsVgiElAu6RcsCQD0j6uPG2P+EoktdJ/szP2H7K4sPtH23H2nzP7Rlu/N8r7Jb7fJ8vZ5jeZv3pt4eyg1OxlaWKwuWZozGRJa3BXaWViQFCHOUHfGM8elOKS007Ja226u/e/wDWvTCriXrK7UrX91La3aPn/wAHa9vTtMivr6GykvUtTIZQzuisY2iikkKtGZoznMewgspBOeSMHTN4nhrVYYE26iNMubW4EiyC3FxgxXmwAC5EfL+VuDScjdt/gGbaMIb5btiFud8zyROcKksqSLKhjOJF2F2G1m3KQAxODmtepcXuqmTyJGjmltlLxRyFNuyKNirfOuRg5OSAwOemKShtzNN3T1aWll6ee/8Aw/QsZKCSStLZ6X92y79b6+nXv1mr6o/i+5TUhaNYeRAtj5IkN3u8qSS48zzPKttuftO3ZsONm7ed2F5TSr2Wz8/y7WS58zys7GYbNnmYztik+9uOM4+6evbVDanpn7ixsZZ4n/fM8ltcSkSN8hUND5agBY0OCC2SSTggDW0fR9PtvtP9p3Ethv8AJ8j7VNDa+bt83zPL+0RL5nl7o92zO3eu77y16VFUU4ttabu/dW0V7dbHNVlVqv3b3XVpJa8vlb+u9r8zd3q3kcsDqLcysCxaQMYyriQqylYzkFdhyVIPbjFFpFBEkR+1xMyNuCZQMxEhYKB5hILcAcHr0NSarZafG97Ja3XnsLiTygJ4JA6tPjcBGgLDYSwKnHfpVW3024kt1u47a7kwHdWSGR4mMTMOqxnIymGw2c5GQenVGVBu2j06Seu3n53/AKV+P2Nd93Z32Xl2X9XXzsXuoMsqhbdpB5YOVc4B3PxxGee/XvWVBDDLu33UcO3bjcV+bOc4zIvTAz169qkmN2rAS27xttBCvDKhK5ODhucZyM9OPar2r6TZ2/2f+yJptQ3+b9o8uSK78nb5XlZ+yxr5fmbpcb879h2/dauSpSpzd0rbW1fl59vzRpF1FZST00ta19vLfVf1uum6m2n3EhhtWvSsTQ4ikIyoeP8Ae/JFN8p2DjkfOPm6ZjnuJrrU2vpbSW0jk27vM3lI9tuIRmVo41+ZlGMheWCjJ6wxJ9jVZbQGa8ZFjnt2/eNECA0uYogsqFJVVDvPyk7WG4itKRpbrTSrIftj4zbRq3mfLODxCd0v+qXzD1+XLfdrKjg6UZNzXR/afRx7Nee3/D1UxFVpKLtqlstOl7tPX8PIsBbWewu2+3W6TeXOsdvvjMkreTlAi+aGJkY7FCoxLDAyeKoaLEIvtPnt5O7ydvmjy92PN3bd5XO3IzjOMjPUVn29u0d9aR3iyW0bXFv5jSqYdkLTKry5lUKqqoY72GwbSTwDW/rUVrF9m/sqcX+7zvP8qWO68rHleVu+zAeX5mZMb/vbDt+61dDoUOXSO+tuaTvqv7z/AK/Hiq1cQ5KPNdtfFyx921nbRcuuu60uM0m+lsNUvJrezk1AslxH5cJYEI1xG/m5jinJXKKv3cfOPm6A3dT1ZtRSezntWsJJvK3CWUs8XlmOVd0bxQsd6oMZK8OGGRjNLQJHsr2W4vFFpFJbOiy3IMETO8sLhFeUopYqjMFBJKqxAwCRLqp06e5nvVvYXmbysLHcwMh2xxxcKMscKMn5uoJ6cVyvCRbTT15lpfS2nX+t18+adSalytNWimpxXM3Oy0atZLVvrsZVvMNMuIGUC68qaK5wreXuKOp8vIEuCfL+9zjd9045v6xr0mq/Z/8AiXvB5Hnf8tml3+b5X/TvHt2+X75z2xzmCLzZY3QM8CsglmQbo4wGy5aQAomxCHbcflUhjxWssGmtnN4vGP8Al4g/wqlgoybbfyT06ed+v9bFKtOmoOScm1d6W7LVLbcaLWy0H/TLfVLXVHk/0Y28LRRsiv8AvTMWSe5JVTCqEeWBmQHeCAG17jxYmuad/wAI/NZrp0U0UETalJdiWOP7G0dwrmFre3U+e1uIgDcrtMoILkBW5W/tLCCFXtbnzpDKFK+dDJhCrkttjUMMMFGScc46kU2DTroiOW7tbq3sGQO148EkUAR1zC/2iRPJCyuY1RicOXUKSWWtPq0ObV3enXTp28v6Z1QxEuVtX5WmmnFJu9r20vqtFbrsXdMWXw/4i0rVraGTV7fRtV03VEaBWjhvPsNxb3jwrcRrdJFueNrdpQJvLYMxjYqUruPG2u23xK1W3128MHhaW00+LSV0+5uo72SaOC5u7wXgllXS2VJGv2gEYt3ANuzecxcpHxcV+bcpp1oYZ4twiiOfNmkadtxVTE6q7+ZIVQKmei4LZzJPYwSuG1KR7KcKAkUjJbFoskrIEnQuQXMi7x8pKEDlTWM4Wk0pJWbW601Xrv8A1frcHKavay0s0tdbNaPa6fYXRzeeGrl75rC5uxLA1p5ZjlttvmSRTb/MMU+ceRt2bBndncNuDqiwsknbXo9WtZryd3vG0RDEbqKS+3Ga1LrcNKXsxO/mE2isfIbdHFk7Os8M+DPip8UL+XQPhz8OfGHxA1uztJNYutG8D+EPEfivVrbSreaCyn1O407QrXULuHTobvULG1lvZIVto7m9tIHlWW4hR7Ou/Az4veBbS98S+NfhR8TvB+m6TIq6zqfinwL4n8P6VpNzeXMenLBqN5q2kWkFjJJqN1DYQxXU8cjXs0NqN08io3DOjOfN73xRs3p7yaS5Xpp11jr5vQ66VT2dm02k01o9NVrc8/u9f5ms3tfLMiGJnafBQTRgbyhhH3Q+7BYZA6jOaq2sd80bGx0+71GLeQ01rDNLGsm1cxM0MUqh1XY5UsGCupKgEE580H2zV42cP/Z81xapNeRj9zHb4hjuJRcENAghUSFpHykZRi4wrCutGqXnhv8A0HwvDFrOny/6XNdPHLqJjvJP3MkHnadJBAoWCC3k8pkMq+bvZijoBmsKoxSjFdOaLk7OWmt73Vuy0f3HYsf0u12fLey7f1dnP6JfpYfavlWXzfJ/5ahNuzzf9l853+2Md88Z8V88epXtzDbPctNJckxRsSUWS4Em7KxuSFIC52AEsDkdDZGl3Fn/AMfNtd23mfc+0QvDv2fe2eZGu7buXdjONy5xkVW0zEWoXJz/AATL8xH/AD3j+nPFdMKbU7yfbW63037HDVxSmtFa2vXy2vvc2L2ztbnR5NVbUYItSfZnQSYzertuktuhnWc5gX7Z/wAeY/cnPKfvapaRo9vfWzy3Wpw6dIs7RiC4RN7oI42Eo8y4gbazOyDCEZQ/MTkCrdrGb+SdW3S/LhAwIP7lU+6Pm+7z19+nFOVoiP38ixPnhWdUJXscPz1yM9OMdjW1WHMk01dJLdfP8/MVCunNPpa2qt21+f8AXn1vhHxNFov9oedBG32n7Jt827W3x5P2nO3dE+//AFozjG3jOd3GRNrUV5ql/KyRwJLc3U6ubhWQ+ZcFlVWKIGyGyGHUDIGOmbrlrptt9l/s+8F3v87zsXEE/l7fK8v/AFCrt3bn+9ndt+XoaxFtryT/AFdrcSAjcCkErZU9GBVTkHIwRwciuanTs00rbaa26PfXXrudtTEapbpPVrre3ZNeXqjoIriez1ddWitJbuCPO1o94hk32ptji4WOVPldiDgN8ylODyLWpyQ66H1GaaPTZ7a3aCKwldZZrnyfMnR0Ltbv++eYwqqwyfNGSGYkor9MaRbOC0v1+yWw8zzZZVMDR/vZJU3PN+7TfJsUbl+YMAPmINZerwRLewvYubq1WGNpbiNlnjjdZZS6vLCPLTZHsdgxyqsGPykV3QlTS96+/wCOn6/135pzvdxfxO9n3bXz6mVHujzuVhnGMgjpn1HPWuxa103wyPt9rrVjrUkp+yNa28lvE8aSfvjcFo7q8YqjQLGVMSjMqnzAQFbnFs9Q1DP9mWV1qHk/6/7FbTXfk+Z/q/M+zq/l+Zsk2b8b9j7c7WwmpaZBZwJLE0zM0yxkOyMNpSRicLGpzlR3xjPFFSpTsoxvd+vdf5/iYvmeu9rPTzt23G/YzqF9JNK5s4Luae4M0iboohKXmQGRmiRgxKxq25AxYEDJCl0ix6ReW6wTJqKq0NyZIiqLuEpBhOxpwGxEDnOQHHycAktrszrDaXHlxW3lqjS8xsoiTcmXkYxgsyKpyvOcAAkYju7UrMhsVkuoQil5Yx56LIGYsheFdgITYxU/MAwJ4IribctJO67OyXlrpr5X/wCDcbRs1o9PN6tX0f8ASOstfGJt/MzphO/b1uyv3d3/AE6nP3vwrkorae4YpbRS3DgbikEbyuEBALlYwxCgsoJIxlgM5IrW0ewsrz7R/atw1j5fk+RulitvN3+b5uPtKNv2bY/uY27/AJs7lpLRtX8PyNetp00IlQ2u6+tLmOEl2WXarHycyHycgbj8oc7Tji*zhKC9xWTVra6O+vuu/vb672b9L+jTd4Rvdrvs1eWu3/B6W8420a0WESSavbxT7UMto6xrNDK20SQyK10HWSFiyuGjVgVIZVOQH2lxCs1vpBliEE00ds+omRBFCl3IA9wyE7NluJmLg3CgiM5ePJ2wR2Nxe3rXmo29zaWV3LNczXfkyQWyeeHljZLidHiWOSV40jLM28OqqxZgTHHpoutdtNI0tZ9Re8vrCys4bQfa7u7uLx4Io7e2jt42M9xLPL5MMUUbO8hWNUZzg3zRbst0rtrVdFq9k79PT581R8rulbp5/c+//AAPXd1GybSJ1ttLZvENu8Szve2EZaGKZneNrVjbtep5qJFHKcyq22dMxgbWfU8UeKIvHP2Hz4I9C/sv7Tt827W7+1fbfs+7bvhsfL8j7IM483f5wzs2jf7x4G/ZY/ah8WaTcaj8PP2b/AI8+OdFh1GWyutW8L/B/4heJtPt9UjtrSefTpr/Q/D1zaRXkVpc2VzJaSOLiOG7t5nQRXEJb5f1fTFsfs+8XEfm+bjzwEzs8rO3MaZxvG7rjI6Z5LLR2173eunrYzj1V97abL79/P+rP7U+CX7X8fwV1zwTrQ8Ap4mTwXpJ0kRDxcujLqg/4Ry68Oi6E/wDwjeqizDfaReiIR3YO0W4lO7z19k8Xft6Dxzr2o+Nx8Khpq6gLab+zx45+3LF/Zdjb6eR9uHg+0EnnfYDKW+yp5XmeXiTy97/mZdW+njSQ8N2sl15NsfIE8DtvLReYvlKPMygLkjOV2ktwDUmlapdrDa6W0US2Usht5ZjHKJUhup2EziQyeUrIJXKs0ZRdoLqwBzonBNX6JO7b3089u/4efo0JKMlfbk3824/180frb8OP+ClNj4V0O60+4+FNpK82qz3gab4lw2bBZLOxgAET+CpSy5t2Ik3AEkrjKkn5E/at/ajH7VH/AAgX2vwQPhv/AMIJ/wAJT5f2jxOPEn9s/wDCT/8ACO79nmeH/DP2P+zv+EeXdt+2/aPty5+zeQPtHydrWnrb3UaacJryA26M0igXAWUyShk3wIqAhFRtpG4bsnhhVG9+16n5X2e3kuPI37/ssMs2zzNm3zNnmbd3lttzjO1sZwcTVaqcqg+WWtpL3rfD0d1rqtfzs3tiW50pRey5dP5vej89LdPmdjN47aHS7HSf7HZ4tOjtrWO++2kR3a2lubZZUT7EVQTqPOVRNKFBwHcfPXInGu6x9puGGl2t19+5mxJBB5Fr5a7pXNtGfNkhEYyyYeQKNzABt5NJ0uWytU1C8e0YQwGRXuLeBknEQDxMJ4yVZSXBjYbwVIPQ1z94jfaZNH0pW1CD5PIaAG7uJv3a3Uu02w2SeW/mBtkXyoh3cqzVnSo8mvJZuVnZyd7tau+3M+y02R5STg1d3SkpJW1umtLb2t/WyNiae30e3n0izuIdXF7FK4uraRFEclyhtvI8qJroO6CJZMearN5qrtXhm+6/2CP2l9M/Zr/4Wv8A25oVjqH/AAmn/CC/Zf7V8VW/hPyf+Ec/4THz/I+2aTqX9oeZ/bsPm+X5P2XZHv8AM+0r5f53pb3Wn3tql7bT2bedBMVu4ZLdvK80DzMSqh8vKON+NuVbn5TjQ127hm+y+VNDLt8/d5civtz5OM7WOM4OM9cHHStK1GNSm4STtLlulfV3i118um52wxUIWl1X2fVJd/PRn9+HgP8A4OvfA3wO+B3wi8H6V+yl4T+IWo+C/AXgHwBcx6f+1zo+mXs0fhzwhZ6XNrc+nW3wM1+fT0kn0mNZbKRphay3qQPfSPGpm9i0j/g8Z8Hjwfb6tcfsTeGrW9/e79Gm/bL0tLqP/iaS2y7t/wCzskw3Rbbpc2ozGwxlSJD/AJyttfPauZIxESUKEPkjBKt/C6nOVHf14q3NrlzLA0BS22tjlVk3cOH4zMR1Hp0/Ovn62S89ROm3ytxu29Vqr6Pte/3fPWpjqFWHLUXMl7yj7yV0rLVWeza67pn7ff8ABb//AIKJ6B/wVn/ad8F/tM2PgXSPgm3gH9nTw58GI/A1p8S7L4strU/hb4g/Fnx+muJ4jh8K/D42UupH4jppC6IugXz2x0pb4alc/wBpCysvxk8MeJ38K/bvM05rr7f9mxvuDaeX9l+0Zxm2n8zd9oGcbdm0fe3ccempTpwEi655V/b0kHpUdxey3OzzFjGzdjYGH3tuc5dv7oxjHevVw2FrUacaM5KpSVkr8sXBLVJctnLXdvXs7HK8VQteCcWrWVpPtfVt9Li3NrPAgeWGaNS4UNJE6AkhjgFgBnAJx1wCe1Uq1b7V7m/iWGZIFVZBKDEsgbcFdQCWlcYw57Zzjn1yq74Jpa73PPqSU53jtZH33/wSj/5Skf8ABNj/ALP7/Y6/9aI+HVFH/BKP/lKR/wAE2P8As/v9jr/1oj4dUUqnT5/oOG3z/RH1fbiORyq/MQpOPmHdR3x61yWqQqrXh24xO/8AEf8Anv8AWun0ss1w46/uWPYfxx1z2uExx37njE554OM3Kjpz6+lfnuG+Nf4l+cT72vl8NdEtHpZX2XTkPzz+MoT/AIWJ4lB/u6UMc99B0yvGLhQrgKMDaD3PdvWvYvi84k+I3iDJzuOkDoRn/iR6YPQY9K8surdfMHyfwD+I/wB5v9qvssLLlpw+JXhF6ddInz+LwMX8CTabTVlda+ULlay1LUbPzPs83l+Zs3/u4Hzs37fvxtjG5umM55zgVu+F76/tdWu7y2l2XNxaz+dJshbeJbm3lk+SRGjXdIqt8qrjGFwuRUGjJoq/af7XGM+T9n5uz083zf8Aj1P/AFy+/wD8B/iqPMlldXFzZ/urWV5Utn+V91u8nmQjbLvkGY0U5kUOMYchiQe2UrK/Tsuny/E5aOCjCUL2dnrs7K+7vBW8rn2n+xR8HvDPx7/a4+Gfgb4meHf+Er8JeK/+Ez/tvS/7X1DQvt/9hfDPxXrGm/6boGp6Pqdr9l1PR7C4/wBEu7bz/s3kz+dbzTRS/tB8UP8Agkrodxr9m/wJ+AG/wiNHt11E/wDC1bxf+KjF7qBvBjxj8SBqf/IMOj8wD7Bz+6/0j7VX4p/sU+L/ABb4Z/aC+GniDwdqP2LxRZf8Jl/Z139k0y58r7T4J8V2V3/o+qW1xpz79OuLqL9/C+3fvi2zrG4/uD/4Jx/Gj4Saz8EPFN1+1X4l+0/EOP4q65Boz/2P4mhx4MXwj4Hk05Nvw40qLQzjXJfER3XSnVTuxOfsgsQPHxkpNSXNLl5tru3xO2mx9ZgcvpyjGcYx1jvyx6xi91Dz7n8Tf7L3gT4O6h/wnP8Aw0JpXneT/wAIz/wiP+neKY9vmf8ACQf2/wD8iReJnOzRf+QnnGP9Cxm7z+nf7Uv7EX7Mn7Of7Mfwj/aNl+GP/CHeH/irqngGx0jxl/wmnxA8Q/29b+Ofh94h8dWEX/CPL4s1y90v+1LLQzqu+60PTnsvsv2GZ7SWf7HN8d/tnfsv/Gz9ln/hW/2nwP8A8IL/AMJ1/wAJhs/4qbwl4n/tT/hGP+EW3f6vxB4h+w/Yf+EhXr9j+0/bOPtH2c+R96ft0+NPFvxP/wCCZX7HfgDXtS/txPDh/Z8vW0n7HpmmfY7zR/2f/F2imX7fZ2unm4+zjUJrbYLyeKbzvOCSmNZU82rjFhpKpOXLCb5ZU6DSmkrfZcopX3V2979T0auVqpFwjC7hrGc43i27bSVNt2vZ2S2PwY8eeGdDv/FWq+MvDtl5vwll+w/Y9R+03abtmm2elXH+h31wniUY8SpPB+9tRnHmpnTykh4K8k8PCOTTdAPF7C8UcOL397e3IaBF8y9Hyb/3KZaRIl+8Svzmv3F/4J5/sNR+KPEnwh+Jf7X3wv8At3/BPa+/4T//AIWHrX/CbNbeb9msPGugeEv+Jb8MPFtv8bk2fG638M2n/EjsE3bPP1Ld4SbUJm/VX9oH/gml/wAErvEHww+JvxX/AGSPgr9r8P8AgL4YeNL5Nf8A+Fj/ALRkH9lfEPwt4e1rxIsv9lfEzx5De332Gym8N3uw6deaHdbvsxS4lF/AHHPMPq3LEJx/hpOHK4r4Pa3rXdRv4+XS2x5lbIpvaNJ3S5nJPSTb5lFqjpFfZT17n8Zdr4F8UTeZ9m0vdt27/wDTtPGM7tv+sux6N0/HtUD28uuj7Jp6fapoz9paPcsGIk/dM++doUOHmRdoYsd2QpAJH9Rf/BMr/gnJ8P8A9qv/AIXb9t+Dn/Cef8IH/wAK38v/AIuFrXhf+yv+Eo/4T3f/AKrxx4d+3fbv+EdX732z7N9j4+z/AGg+f7D/AMOx/wBh74af8T3xr8Ef7F0q7/4lNvdf8LJ+LupeZqE/+mRW/kaT4+v7hN9tYXUnmvCsC+VsaQSSRq6XEEJLnqKSqx/hKmkqbb0ftuatzNWUeXlf81+h588i5ZQSjFxu+a66afD+5t3vc/kie41jULUeF0fzpUSKz+w7bWPB07a7R/aSqKfJFqTv+0ESbMBn3AMttoVnp9vLZ6ta+Tr05d9Mj8+WTd5iLFZHfbTPZruvEkXFwwxjMoERUn+0O5/4Ij/ACPwda/GHRf2ZceFdb03SPFOieIv+Fz+NT9p0Xxd9jk0i+/si7+K51GH+0LTV7Y/ZbvTIru0+0Yure2likEXhXxR/4Jw/sR6J8LPiV4f/AOFN/Zv2otU8B+MT8BrT/hYfxbm8/wAZ3vh3ULL4Xfv/APhOZfh5F5vxDi8r/ispo9KTbv8AEOzQzvNRz2i7QTqxhKzk24KftW119tb2O17rmtc1pZDf3uWnpotN0rf9Ofi7dL2P5NbbwP4s1Xf9n0vz/I27/wDTdNi2ebu2/fu4927y26ZxjnGRlz23ii3G+5TYhO0HdpzfOeQMRsT0DckY49cV/RT+wT+wf4V+F/8Awtb/AIeUfCv+w/7c/wCEF/4Uv/xXGo6n9q/sz/hMf+Fi/wDJBfGGoeR5H9oeBP8Aka/J8zzv+JF5nl6xs+sv+Cu3/BNn9jj9lv8AZt8E/ED4UfBj/hBfEWsfHDw34OvdW/4WL8UvE/2jRdQ8B/ErW7jTvsh*tx14hsYfOvvD2nXP2yKyiu4/snkx3SQ3E8U0Vs8dOc6blRqKPL79JuUJXSl7svbK9r2emjTR6VLI4yUZWmtfhkkrate8vY6X39NT+bnwR+x18bfi2nh+w+G3w6/4SDxX4v0231bQov8AhLvCWlf2hG+mHXr248zXvE+m6baZ0mG8u/KvHtmG3yIoxcmKE+aeOvgR8XPgf8RbzwF8XvCv/CMaz4SvNEuPF2k/254Z1r+z9N1HT9N8RK/27wxrGrWl352galbXm3TLy5uI/O+zlUvY5II/7Pv2Mv2SPC/gn4Z/s6fGy7+H/wDZmkN8HvAmvf8ACTf8JXqN7mHxd8NrKztbr+xovEl3c/8AEwfW4Y/I/srfafat8kNsIWaL8qv23vhZ8O/Hv7e3jSC/0L+1vDHiXxN8IdJ1RP7U1yx+26TdeAvh9pWq2+6HUbPULbzIPtMHm25guV/1ttIr+XJXDHiVw92ShJN3u1zTUXpaLddJWSulsmU+GYympW6WtFLXW+31fW59Cf8ABHH4Vf8ABBf4i/syeOtb/wCChWg/2x8aLX47+J9K8MXP9qftlaf5fwwg+H/wwu9Fg8n4I6jY+FG2+K77xrJ5uoRN4hbzdl3IdNTSVT+Ut4bibH/CTru25+w/MgxnH2n/AJB5Hpb/AOu/7Z/x1/aF+zR+wb+zVYeBNWh8L/CrytPbxbfyTL/wnPj6TN4dH0FZGzqPjB5hmFLcYU+VxlRvL5+M/wDgjr/wTI+Bn7Tv/DRX/DVnwS/4Tf8A4Qj/AIVH/wAIH/xcnxh4a/sz/hJf+Fnf8JR/yTjx9oH237b/AGB4d/5DP2v7N9k/4l3keffedvT4ghKXKpT9k7Wba9okk2rP23Km38XkdK4cSUXyRulrHl916W95ew1tuuzP5in0nRtQi+xaLb+dq8oUW8Xm3ce5oiJbj57uRLUbbeOZvncA4wmXKA54TxJp1ynh9B5Nz5kdtHaZsJP3t8VkiT7QS8f703Cnc021N+GZApC/0M/DD9gn4D3v/BSXxX8FZ/hR5vww0f4zftCeFdL8Nf8ACdeMk+zeH/Btp8SB4asP7ZTxiniGb+zl0XTP9KuNVlvbz7N/p9xdGa483U/ay/YA+CmifGr4i/DX4LfCX7L8SJ7bQNH+F2i/8J54sm3fEDxD4J0GXwhb/wBo+LPGcugr9r8UalYN53iK/GiW/nY1OWDT45hH6FHO6bklGU0rJc0nFPnut2qtuS2r6nPUyGy5nGMZLRKmuVOOr29jdyb07bH88suh6lbME8QWuy9I3xDz4G/0UkhDmymaL/WrNwx8zjkbdlYUkthY4+xN5Xm583iZ92zGz/XB8Y3v93Gc85wMf1BfslfsE/szfCn4ca14e/4KqfCn+wf2hbzxtqWteDrP/hOviBqnmfBm40Lw3Y+Hrn7R+zl4x1HwQm/xvp3xEi8nVZ18VL5O++iXSJNDd+A/4ODf2If2Ev2P/wDhkf8A4Y5+GP8Awrz/AIWH/wAL7/4WN/xWnxi8W/2x/wAIl/wpf/hEP+SpeLPE39n/ANn/APCTeJ/+QF9i+1/bf+Jn9p+zaf8AZ+6GZc9TlcpSa60pXT91tuPvu60+6542KyyKp3StJWt7VJPeKfN+7ve36H81dvbXtzczSacm+4k8yVzuiXMTyKzNidlQZdkOAAwzwAM1d/srxLA32zyNrL/y082wbG4eV9zzCDkHb9339677XI/DNh4Z0e48LDyvEUn9nx6m+dQkzC+nzPejbqJexGb5Lc5t1DjGIiIS4P05+yD+y78Y/wBon4m/DzQrPwN/wmHhTxh/wlvl2v8Awk3hbw//AGj/AMI/4f8AE14/7+XxBompWn2TUtEaT5prX7R9l2DzoJgsu/16TpuoqkUk3HlqTam3FbW59W7WSueS8tXPyqMumqS5OnX2ffc+JpbG/uba4udQi3zRRShX3wrtijjMg+WB1U4ZnPKljnByMCqmiaRrmofav7Gt/O8nyftP720j2+Z5vk/8fUqZzsl/1ecY+bGVz/Wv4a/YN/4J1fBj4CfFbwH+1/8ACr/hG/2uNe0jx1rPwR0r/hOfjnrH2rSdU8GQaN8Nrn7d8MPGGq/DODz/AImaV4mtvJ8W3kNzF5Hna9FH4fl0+WT8jfHf7Ib6X/ZX/Cm/h75Hn/bv+Ej/AOKsEu7yvsf9kf8AI0+JZNu3zNU/48cZz/pWcW+Of+10lK7nz3XLb4LaXverfvt1NP7I5mlaKWt7bvTT/l15dT8oLyQkGw1Jv3tpKY54sf6u5g3QyL5kA2vsbzFyjtG3VSRg01LTSGtwwjzKc877kdHI/vbfu/5zX9fH7Af/AATE/YDfU9J8Xf8ABQH4IZ8DeIvg3YahFqH/AAsr40D7Z8WtXuPBuppN9k+Cvj8axb/aNHPjOfy2toPDUX+rKRXX9lR1i/tBf8Euf2KG/aO8Xa5+z58DM/snn+wP+ERuv+Fm/FkdPAmi2ev/ALjxt8Qf+Fk/8lJ/tqP/AImcP+3Zf8SH7I1YyzyjGKtLEc2l7uFttf8Al7f7+hrTySTdrQt0sndvTf8AdWvY/k005tJhT7FKdq3M21osXJ3pMEiI3rkruAK8OpHUY60usWWh2f2f7PH5fmedv+e7fOzytv33bGNzdMZzznAr+yr4df8ABHL9jbxj8GviD49tv2dP7R1Twyniwafqv/C3finafYbrRfCtjrNp/oMnxPtbe5+zXF0tz+/s7iObf5MnmopiV37Mf/BHz9jb4jf8Jv8A8LK/Z3/tj+x/+Ea/sX/i7fxT0/7N/aH9v/2j/wAgD4m2Pned9hsP+PvzfL8r9xs3zb8nxFRjKH7yvyWftPehzXt7vL+/ta9r83TY2XDzmn7sG7q14t9r3/cP5WP4utF0a51m6ktbO2+0yx27zsnnRw4RZIoy+6WWJThpVG0MSd2cYBI9a8F+BfG/xf8AEWl/Bz4eaX/wkPjnWFurLSvDn27SNJ+0yeGtPudb1SL+19cvNM0eH7Fpmi39zvudUiW5+zeTbvPcTQxS/wBUX7P/APwRh+H+ieMtTuvit+zd9m8PSeGby3s5P+Fw63NnWn1XRpLdNvhv4pS3wzYxai26VRaDbh2ExgB+TP8Agm1+xIln/wAFvfD3g/xJ8MvL+CGlfGX9rXRrLTv+EzL+R4a0b4afHKDwdbfa7DxY3i6X7NNaaIvnS3Ul/N5e7VJZUe7LOPEdCo6zVWpCMKblTVScIuc0vht7dqSbWys3cv8A1aneN4Qb5veai3aN1qv3Gj83ofjZ4i/Y++Lnwz0LXJ/HHw7/ALE8SeEtI1LW9Vf/AIS3wzqX9nrZ2U2tWlzt0jxNf2F35enfZbnybYXJf/UyxNP5kVfN1nouq+Iomvbu2+2SRSG1WXzra32oirMI9kcsCnDTs24oSd2NxCgD/Qe/af8Agh/wTJ1L9pjxb+yvrPhjzvjN481DwR8MdP8AAn9tftAR/wBq+JPin4S8LWHhHQ/+EntdWj8K2P8AbqeKNGi/tKfxDZ2GmfbvM1PUNONtdPb/AMx3/BZD9jjwX/wT5/ac8C/Bnwr8Of8AhUen+JvgR4Y+J03hv/hL9W8e/bbzWfiD8UPCsmt/2xqPijxpPbfaYPBdvYf2amqW8UP9m/al0+J7x7i6whnbrc0YKc5t8y5U5WXW1qrfX7jsWQwgleKslZ3Ss3pq/wByrs/TbxL8Dv2c/wBh6xi+LHwZ8L/8Kw8UeIbuP4eX+v8A9t+OvGv2zQdWhn8SXWj/ANleKtX8W6fb/aNR8JaXe/2hDp0F7F/Z/wBmjvY4Lu4guf59v2h/2jP2ivil4s+LPgzxl4x/t34N6/498SONN/4R7wNpn2vQ9P8AGE+s+FD9s0rQ9P8AFUHlXljo1zg3UN3J5Xk6kHie6if+sD/grn4A8E+Av2bvBOsNpP8AZQufjf4b037R9v1a+3mbwH8SrryfJF7ebd32Pf5nlLjy9vmDftb+W/4L/Af4g/Hr9pOw+HekeFf+Er0fxjr/AI7udL0f+3NE0L+0dN0zRPE3iaxf+0LrWNHurPyLbTIr3bcXtrPJ5H2aZZJJWt5M6edySeq6/G3dbax/e6S7GbySLS91aNt+6uy3/dbH5za0sVhe3enWQ8rT0VEWHLPhJ7eOSYeZLvnO6SWQ5LkruwhACger/C/4deIfFOgXmoaBo/26zh1i4s5Jv7QsbXbcx2WnzvH5d7fW8pxFcQtvVDGd+0MWVwv9e3hX/gmZ/wAEq/Bf7IviCX9pH4J/2b+11oHw7+Kupa23/CyP2jbz7J4jt5PF2pfDabHgPx7dfDKfZ4Y/4Q+by7QTWDf6vXo21D+1I6+QvgP+y9+y6fCGo/8ACEeB/wDiVf8ACSXn2j/ipviH/wAhD+zNH83/AJC/iD7T/wAe32T7n7j+7+882tameUnStB1VUVr3cVFvTmatV5n5N/Mw/sPWT5YWu7JR130/5c22Pwm/a+/Yb/bN/Yn/AOFef8NdfC//AIVn/wALM/4S3/hX3/FbfCrxn/bf/CGf8Iz/AMJZ/wAky8W+K/7N/s3/AISvw1/yG/sH2z7f/wAS37V9lv8A7N8eX0mkJY20mmnGpu0P2w4uTkNC7XHE4NuM3AjP7oA/3PkzX9vn/BbbTvhT8Uv+GZf+Glof7d/sL/hc/wDwhX7zxJpn2X+0/wDhVH/CR/8AIgvp/n+f/Z+g/wDIW87yvJ/0Dy/MvN/4Zfsh/wDBPvwZq3x58feIv2jvhJ9o/Zf13wt4q1T4OXn/AAnuqxfarnU/GXhq++Hs/wBn8CeNI/iFB5/w9k1yXyvFMEMce7ZrccetizQdNLOsNOM51JTjOnHmlFSpqNTWyjTUqrc5JWbTa1uzjqZJLmajCLTtZ8rbWivzNUrW3X3H4meTC+lfa1XOqHpJucdLnyz8hIt/+Pcbfu+/3+abYrpJhb+2x/pfmHy/+Pn/AI99qbP+PT93/rPN+98/r8u2v7fPit/wTb/4I4aD/wAE+9e+IPhT4M/ZP2hLT+y/sGr/APCxP2pZ/L8/42adol1/oGpeOpvBD7/BE1zbfvrJtu7zo8auI5R/JD+2r8Pvhx8NvinoGh/DDSP7F0C78AaVq13a/b9d1HzNYn8ReKrO4uPP8Q3t/erusrDT4/KimW1Xyt6RiV5mfpwWZxxU5U4c1nKcouVuaMUotLSpK1k9krHLiss+rQU2tVGMdvd1b/6dx7dz5WtP7HXzPtXGdnl/8fR6bt3+r/4D1/DvVm5vbmzhSWyl8uJmWOFtkb5gKs0YxKjN91UOWG/j5jkmq+uaTNpf2XzrfyPP8/b+9SXd5Xk5+7JJt2+YOuM54zjiWGbTnghjvmzGkUeBtnGJVQKOYQGOFLjqV/HFe0eU3q4qySWj27f5nqXwE8I6j8X/AIt+FPh7Lp//AAkK+If7d3aR9rg0n7Z/ZPhnWNbH/EwW50w2/wBnOmC64vYPN8jyf3nmeVJ+p2pfscfB3wR8DPiw/i74c/2Z8ULXwn471jwUf+Ev8UXvlzQeEHPhy4xpnii78PNt8Q2lz+51YMreX/p8RsXj3eBf8EsfhvF4l/bZ+BV9c6N9t8K3v/Czt8v9otbeb9m+EvxChX5I76DUk2alAq8Im7Zk7oGJP1f/AMFjfHXjv4K/tDeFfh58ONU/4RrwN4i+AWh6x4g0f7Do+s/bLzV/G/xP0PVrj+0Nes9V1i3+0aPpVja+TZXsEUXkefbRRXUs00kSvzJJ20T1ej1HFWWur776O34dT8QHj8Z/D/G8f2T/AGtnHOlX/wBo+wYz0N75Xlfbf+mfmeZ/Hs+TY0rTVsbh5fiBD5WjNC0ds3mF86mXjaEY0SR7r/j1S9OZB9n4w58wxZwtd1rWPFn2Xz7n7f8AYPP2/ubW18r7V5O77kVt5nmfZh137dnG3cd0t7rF5qESw69cedZrIJY18mKPFyqsiNmziSU4ieYYY+XzkjcFIzm/hTjdyvey99Wtbl7MlK17N2VrXej7n9Qv7EX7I3/BI79oFPgD4E1b4ff8Jb8U/G/w50S/8S6V/wAJX+0zoP8Aafiux+GkvijxXL9utvEui+HLLyrzTtTvtlheWmmv5P2bTUeKS3t3+KP+Cu37LH7Lf7JP7Vfw2+EHwR8Cf8K/8N+Lfgv4O8X3fh3/AISf4ieK/wC0PEevfEf4leF59Q/tbxd4h8SX9r9qsPDek2P2SPU7awg+xfaUtoZrm5uJ+u/4IF/EPwprn/BUD9kPwR411j7V4N/s34xWF/pn9n6lB+60j9mf4tT6bF9t0myh1X/R7+xsm8yG73S+VtuHlheYP96/8HKvgb4Jaj+3D8LpPhnpfneLR+yX4Jh8JH7b4tj/AOKv/wCFu/HdtBXHiC7TTP8AkJvYHOpj+zOf9MP2cTYwls4zc1F7LbW+jaelr7v7jSOrTVr3Sv03V/M+bf8Agkj/AMEzvgl+2Z/w0D/wnnwU/wCFkf8ACt/+FU/2V/xcjxb4P/sb/hMP+Fk/bv8AkDePfC39o/2j/wAItZ/8fP277J9h/c/ZftUv2j8AnvdDuRs8Vyb9OB3wjZdr/poBEZzpqLP/AKhrnhz5XPzDf5df1Wf8G9fxq1D9lf8A4a7/AOGovEv/AAgn/Cd/8KC/4Qb/AIk0Hij+1f8AhF/+F1f8JN/yTzSvEP2H7D/wkPh//kMfY/tP2z/iX/aPs975H5j/ALGP7Amh+Lfihr2m/tP/AAn/ALQ8AweAtUvdIh/4Tu8tNvjCPxD4WgsJfM+HvjK21ptui3PiBNl050s790yG7WyK+FXq+zxMITqVHCElrRne3NGLfs22knd66LW59DhMI6uG50lzO/xLT45LX3W+nc/GjVdJ8T3drcpp9v5nhyZlbTB5unpu0vz0k0w5nkW+H7gW5xcEXHa4+feK+jf2C/hTpHjL9tz9jPwt8SNB/tL4feKf2rP2evD3jyx/tS6s/t3g3Wfi/wCEdM8T2f2rQdRtdbtftOh3F9B9o0a4t9Vh3+bp88V4sMi/10az+wX/AMEdPHXwjsvhN8B/hT/an7Vs/h/wrpen6B/wnP7Ulju8TeG30i/+I0H9q+MvGFn8N1+xaBpHi2XzZ9SGn3H2fZoUk97LpqS/ktpv7N3hT4Af8FCvhL8NdF8Gf8Il468G/Hn9n248P6L/AMJFqWvf2b4h1XVfAHifQH/tG713WdHvPPvNVsr7be391Yxef9mvVjiilt4+uji5P3Y8kVzXurxk9l79pWba+LuzCvgXdNpXsumnXb3D6Z/4LgftH+P/APgmP+1f8PvgL/wTY8Zf8KR+Bni39nnwn8XfFfhT/hHdF+JP9ofFjXviR8WfBuu+If7d+PWh+PvGFp9r8H+AfAmm/wBk6brFt4bg/sn7ZZ6ZDql/rF1efyxeNr3w5rn9mf8ACPSfavsv237Z8l/Bs8/7J9n/AOP5Id27yZ/9Vu27fnxlM/u//wAHASeJW/bJ+Gh+LYz4k/4Zm8Giy5sB/wAST/hafxm+zf8AIsn7B/x//wBpf63/AEv/AJ6fufs9fz76LJpSfafOOM+Tt4uT083P3QfUdfwr0I1vd2bslqlp83fr0OCVFxlbSz6PyXTT7ypL4Y12C3+3mx22hVJEl+02bfupyoiby/tBl+bzEGCm5c/MBg43/DCaSupaHDrwxanVLJdUXNyf9Be+T7QM2Z8zm0Zv+Pc+cM/JiTFUrrxDq14JdJtLvzLff5Ntb/Z7ZP3Fs4eJfNkhV/kjhU5kk3ttwxZiQYrXTdZWSC/uocWsMqT3EvmWh2wQSBpm2RyeYdkaMdsaF2x8oLEZJSbtd046XSk7Sfou36m1G0ZaXdl/27e6/H9D+qb/AIJU/sAfsJftRfs8+MvH/wASfhN/wnOu6P8AGbxD4PtNW/4Tz4xeGfs+k6f4I+HetQad9g0Hxn4fs5vJvPEF/c/a5LKW5k+1+S908VvDFD+av7eXgr/gn38OP+FVf8Mr6b/Y39s/8Jz/AMJ3/pnxs1H7T/Z3/CH/APCMf8lGur7yfJ+3eIf+QP5Xmeb/AMTDfssdn9H/APwbM+Ffh94t/YP+LOpa1Yf2hdQftcePLKOb7Vrdptt4/g58BZ0i8u0uLaNtslzK+9kLnftLlVUL/Gl8aPF/h/X/APhGv7Q1H7X9k/tjyf8ARL2Dy/P/ALK8z/UW0O/f5Kfe3bdvy4yc89KrKNS2vN/Kr3ej3V76LU6qlROK5lrFaOy0vZPVvqf1BeD/APgnx/wSml/ZI/Zw+LPxH+Ee7xP8Q/hj8H9e8T6//wAJ9+0eP7Y8VeLfhna+Jdau/wCytC8aDT9P/tDUDfXvkafptlptp/x7WkNtB5MFfz6ft2eEP2TfhV8Zfin4b/Zt0/8AsGHQf+EI/wCEMsvtfxK1T7L/AGp4V8IX/iL/AEjx7c6i0/ntqOuy/wDE1nm8rzvLsfLEdmif0b/GGB/Cv/BLz9hzxHaL9gtdU8Bfs0QW15uF159ve/s86nfQr9nkNxJF5sdusu6SCN02bGKMxRv5VP2nNR0PWfjx43ub6b7TqNz/AMI15r+XeQ7/ACfBugRp8sKRQLtgiQfKq525OXJJ9GFZS0d7qOtt1ay76WPNnZye3Sz+XR/kfMUsmr67dQXWpH7UqGK2kkxawYt1kMjptgEJOBNIdyqXO7AbgAWLyx0S18vzIvL8zfj57ts7dufuu2Mbh1xnNXb+0vllH9gx4tPKBk+eH/j53Pv/AOP1vN/1Xk/d/d+nzb6bY2qt5v8AwlEecbPsPzEdd/2n/kHN/wBe/wDrv+2f8dbRd1vJ6/ad+xzzSuk03vq9V95w0/l+dN5X+q82Tyvvf6vedn3vm+7j73zevNRVfvI4FvLtbcYgW5nEAy/EIlYR/fO/7m37/wA397nNUmGCQP8APFaKEnt69f8AI5htFFO2N6fqP8a1VHRa/j/wAG0UpUjqKSspw5Hb+unp3A++/wDglH/ylI/4Jsf9n9/sdf8ArRHw6oo/4JR/8pSP+CbH/Z/f7HX/AK0R8OqKwqdPn+hrDb5/oj7P0jTx9pf5IP8AUN/CP+ekX+xXA+MITFZ6wRtG26wNuQR/xMI144H/AOquiuLm501BOlxO5dhFhZZIjhgz53BmyP3Y+XHOc54rxfXtcu72XU7RpblVkvJss13LIB5d35nKEKDkpjqMdecYr89w3xr/ABL84n21fMPiu3s7b9Ev+AfC/wAV3b/hY+ufM3+s0fuf+gLpnvXCTyAuM5+6P5n3rtvifCy/EDWpXkaTa+ksQwJ3hdI047SSx6gY5BwOx6Vwd3dL5i4hVfkHAI/vN/sCvs6K54UeXVqjBPpqox72PnKmPSnU1d+eT2f8223R+YtjYz6j5vkvGvk7N3ms4z5m/G3aj/3DnOO2M9tfRL+x0rULhdat21C2jhltkgEUN2iXCTxBZUiu3jjULHHKiuMOA+0KFZscrFLcQbvIuZ4d2N3lSSR7tudu7Y4zjJxnpk46mvTtS8D+R4b0fWzqnmSanHp8zxmyw6te2El22+4+1s0xVhtZjGpkJ3naeK7Wkkra3uY0cbeSlre+l9U7W0t8ran0f+xrAPF/7U/w40fw6qaa+o/8Jf8AY1uR9jtofsnw68UXVxvFiLkx+YLacr5UT75JF37dzsv1f+2v8SvjL8BfipoHhDQPit4/8LWepfD/AErxJJp/gLxz4q0TR5rm88R+K9Le8ubSyv8AR4pNSki0eGCa4a2kke1t7OMzssSRxeWf8EvNJsdL/bQ+B2qX9paa1BB/wszzdPvLWEw3Pm/Cn4gW8fmNMt0n7l5EnTdBJ80SgbTh1++v+CoOneE/EHx98IXo8G+HbLyvg/oFr5Q0vTZ92zxp8QJfM3/YIMZ87bt2HGzO45wPHxfKnK6dr7LvzP8Ar+tPqcBmPLTSfrovh92Cttvp007H7gftmfDTw5/wWO/4Vv8A8MkeGvCvwx/4Zz/4TD/hYH/C7tGsfBf9uf8AC3f+EW/4RT/hGP8AhWdh8T/7S/s3/hWHiT+2v7b/ALD+x/2hpP8AZv8Aaf2q/wD7P/Gv9pj4Q+OvAvhGz+EHiTXdK1K7+F/jK38EXsNlqmsXnhpdT8FaZr3he5m0KO/0yzkGnCSznXS5JdM0+4FhIiyWlozPbrl/8Eh/+Cl/if8AZi/4aE/4SLwPr3xj/wCE3/4VP9j/ALa+KuoaN/wjn/CNf8LL+0fZvt3hPxd9p/tf+34PO8r+z/J/suLf9r81Ps3mH7d37bx+IKeIfE1h8Mz4VuvE3xk1bxPKLTxqbq4hTWR4v1CTTZLyHwppkl2scl6m+4ZIhO9uspto2YCP5/FYWeInyR+K60v5R80j6GnmSjG8npZ9G+vofsT8HFhk/wCCWnhz4bWkS2/iY/2v5epKixaYmP2idU158XkWdQXdp4aD5bDm4byj+4JmqXwlrx+Gv/BPj9r7wvrUt7c6/qfw/wDj/qemajpD+dBZi9+CVtp9kzXl3NYXtvcW97YSzk29vIIkaKWKRpSyJwP7K3/BSb4f/DT/AIJSeBLLxF+yN4O+I3iPRP8AhKPtnjHWvF2iQ63rH9pftIeIprf7Tc33wp12+X+z7G/g0uHzdRus2ljFGnkQlIIeB1r/AILC/C3xP+zh8bvh0P2DvAFhN458D/ErwzF4gHj7w7cy6K3ibwJLoSahHY/8KPt2vG05rj7atuuoWRuGTyRc2xbz14v7MqJ2dtHZ6rpa/X1/raKuaU1fXez+F9/8J6D/AMG0g+I/jr/htT+xfGmrWn9l/wDDOP2n+0PEeuweZ9u/4Xx5Pk/ZPtm/Z9jl8zzPL27k2b8tt/nL8Y/tD/tLeONMg0lv2g/jRdC3v4tR8vWPix4+ntgYre6tt8aHW7vE4+17Vby1xG0o3jO1v19/4JS/8FXPDP7C3/C+v7K/ZV0Lxv8A8LS/4Vd5/wDZ/wARNP8AAP8AZn/CEf8ACxfK877N8KvEv9rfbf8AhLpPL3/YvsH2R9v2n7Y3kfzaN4j1SxHmre37lj5eBf3EfX5s5BbP3OmO+c8VrRyysqilT5eaLTjGVmm+zu0u+7t+nmzzOm3bX5Jprbrb+vy/tzl+NHxT0v8A4Jq/CkXHxN+Iz6jafs//ALOENzeQ+NPEbSy3S2Hw4guZluH1WOeTzn8xmkk2ySK5MgyzCvye+G3xq8Y+Jf8AgoB+xtoPibxp488Rafrnxw/Z40bUdP1zxHqmrabqOlan8arCzvNM1G01DVZ4LvTruCe4gvLKeGa2uIJ5opYpEkdTp+OP+ChFra/8E7vBvw5T4LQfb9E+DXwC8Ov4sXx3Gl3ezeHJPh5BPqbWg8DGaKTVf7OkeWE6pO0P2p1e5utjGX8w/gX+0pPffta/sz/FL/hFJY38CfGv4M6oujf8JK7tqR8MfEvSPESwrqn9iIbA3hf7KJRYXf2Uj7QI5yfJEPKq75ptKyk1Jpx0ldXVua/V7afprRzSkrRu977P+6v5Xfz/ADP6nv8Ag4N0K48Of8Mj/wDCrmtvh99s/wCF9/25/wAIuZPCf9r/AGf/AIUv/Zn27/hHYYPt/wBg8/UPs32zd9l+23H2fb9pnz6L/wAHCHgfxFp/7GPwymvdRsp4m/ae8GRKiXl9KRI3wq+NLhtstoigBUcZB3c4AwSR8rftt/8ABVjwNrP/AArL/hYX7H3hT4l/Zv8AhM/7I/4TLx7o+u/2L53/AAif2/8As3+2/hHq/wBl/tLyrL7Z9l+z+f8AYLXzvN8mLysD/gpL/wAF0fBX7QHwN8KeDdd/YY8LW9ppnxY0LxNG+rfFrSfFFsbmz8IeOtKRU0+8+BllFDOYtZmK3iytJHGskIjK3DMmbyyq1bRt26ry/vLz/rb06WZ02ne/TWz7+nr/AFt798ONT8feAP2Mfgz4s1/xjrl94N0n4IfBTdoGneIdauXFnfeHPCGmaVbW2lXslnpQjsri8snEJuY4raG3LW294oo2/nq/aF+KWq+Jf27ZdX0nXPFVppF949+DghsrjU7mB1SDw/4DtLhZLa21Ce2Almgmfasrh0kDPh2ZR+gn7J3/AAVB0/x18RPhf8MvEP7PVnq3w+utFvbAeB9Z+IsGs+DY9N0DwPqt/oenDwtffDh9Eax0a40vTpNKtfsawadNY2U1nFC9pBs8P/a//az+C1h+1B48j0f9jv4X6NcwXXgd9PvdNl8KWc+m3f8Awg/hSWC9s2tfhfBJBc21yVuYpYJYpVnUSJIkmHHnLKayqPmV9Grc0drrX4vL8vl6NPM6Vkt3o/hf93uvL+un7Nfsa+JruX4Ya6099qkzjx5qgDSXMsjBf+Ee8LkKC9wSACScdMknua/Jr/gjR8YPiJ4L/wCGj/7U+IPj64/tL/hUHkfYPFeuS7Psf/C0fN837Rqdrt3fao/L2eZnD7tuF3fYf7Dn/BU3wJ8LPhN4h8P63+x/4S+IF3efETVtZj1nVfHOj2txbW9x4a8JWSaYkd38JNckMMMmnS3Sut3Ghe9kUW6MrSzfhj8GP2j5/F3/AAkn/CvfCsvwa/s/+x/7X/4QzxI9l/wkf2v+1f7P/tL+xNF8NeZ/Y/2a9+x/avtuz+1Lryfs26Xz+7DZViVCqoxi4fu+dtwvFXfKk3JPV3Ttvpe3S55tQTpptqUuayUZa2UbrSNtF38rPt/SrdfDS5+H3iTUP2m7uPQg91qep+L59Z0dJB8Qp5fiJLcWT3U2oy2FkZdVvJPE+ddnfX2a4jm1Em5vWk2XH5VxfE3XvFf/AAV6+BfiObxF4qu/B99+1L+yS2paBqmr3s41DSLPV/hLZaxp15pT39zpd1BqEVrdxPaXE72t3BP5d1tWWVFd+0h/wWSHiP8AYz1X9mPS/wBnAeGfGmieFPhb4Gk+PNh8XgfFF/qHw48S+Cn1fxS+m2/wvsNWivfG0fhm9h1G3bxrPPbJr10LnUtYWOVb38f/ANnv9ojxJ4a/ar+APx51wa54x/4Qb45/B74gah4V1Xxbfn/hKLbwB428Nam/h281y8s9T+zwa1baGNMa8n0fUo7GC5BOn30cH2eX0qGV1Ek2vd5rX5l8Vo6W5r7fLzPKxWbUn7qbvZStyy2V9drb9Lv/AC/pc/4L+x6j4m/bH+Gt/wDCm8k8CeHYv2Z/BtpeaRaXE/hiO51qP4pfGWa41FrDw2J7GZ5rGfTrY3kri7kWzWF1ENvATP8A8HOvgW18Tf8ADEX/AAj2n6Jpn2L/AIaU+1+dax2fn/af+FBfZ9v2K0uPM8v7PNnzdmzzBs3bn2+SftZf8FsfhL8S/iNouu+JP+Cenw61S+tPBWnaTFca58RvDWvXaWkGu+I7yOGO8v8A4B+dHbrNfzulsv7tJJJZR80z1x//AAVv/wCCwngr41/8M/f2l+xn4Xsf+Ea/4Wt5P274kaTr/m/2z/wrbzPK+0fByy+ybP7Kj37PN8/em7Z5K7/Wo5bV0s7N2trra3e66X/rb5TG5rTaervd30dlrDy8vy+X8qesQXtprOraQ1yd+m6lf2bCOaX7MGs7qW2byAQpEYK4izHGfLxlV+7X9O//AAR38JXt74e/Z11LTnsLTV5P+FueTqm6WC/j2X3xOgk/02C2a5TfbI9v8sh3Qt5TYjJFfzY+PNRtdU8SeI/iJa6Zb6XZeNfEusa9aeFrfyza+HrfxJf3muW+lW13Hb28VzDpMUi6dDJFplhHNHGsqWtquLdf10/4JP8A7c0/7Onxx+Aeo6r8OJviZ4V8Hf8AC0/P8Cah44fRvD+t/wDCQ+EPiNBF51pc+FPEunW39m6jrkesR79KvfOvbBJF+zTyrcwelWwsqlKNNRiorld9LuSjZ9b6766HjUswipN3lfW3xPqmvyPoX/guLffEXwh+0t4R8jxtrlnPD+zfoOqQy6T4k123aGWPx98WvLnidHtnjuo3tgySphlKxlZAVG30z/g39tb343/8Naf8LUuP+Fn/APCMf8KG/sH/AIWTNL41/sP+2v8Ahc39qf2L/wAJGurf2b/aX9k6d/aP2P7P9s/s+w+0eb9lg8v7R/bP/be+A37Tdh4p+J+v/sLfCKw1Pw38I9b8LWqaxc+DfF9/5Gjw+KfEMEtvrN78INNuLOL7Rr8wis47d0t5klu0lZ7l0j/I74M/8FHfD/7Pn/CSf8Kp/Zy0fwB/wl39j/29/wAK98cWXgL+1v7A/tT+y/7X/wCEb+HNr/av2D+2tR+wfbPM+w/bb37Pt+2T7uV4JxozpcibqNNSvG65XF73vrbodlPHwlOMrv3brrrp6f1ZH6WeLJPiBbfGv4reGh4w1ZfCWheNfHWn+HfDEfiDWxoOg2Gl+LLnT9IstI0XK6ZpdppemL/Z9hbWMEMNlZYtLZI7f5K+u9H8aaZYfs9W/h+9h1CfxHF53m6qsdvKj+Z43lvUxfS3SXzbbF0tjuhGCPJGYQHPxz8Qv+CqHwxsvg18PfEx/Yl8BzeLdbj8Jz+IfFZ8Z+H08ReIb/UvCt7qGrahrWs/8KbfUtSu9W1JP7S1Ge+u7ma8vj9quZZrgeafyx1f9v7xV8QP2kLjU9J8N+IPBvgbVvK+z/DDTviVqM/hTTfsHgOK3l8mwtvD2k6O/wBs1eyk8QybNDt9upXTzN5t0GvJPFq5bP3rLX/Eu3qepQzGF0m/tK2j3uvI/pw8C/HnSPDn7FH7THgOD/hLLTxt4o8J/GaPwtr+nfZYLfRtU1r4TWejaJfSaqmsQatp0unatAL1rrTrO4uLRFS5tBLcgRD5S/4JVeI/ito//C+P+FhfEXxV4u+0f8Kv/sj7X4u8Sa//AGf5P/CxP7Q8v+254vsn2vzbLf8AZd3n/Zl87HkxZ/Npf+Cqum+AvAfiz9mW9/ZwsfEuu/GrTde0jS/i3dfEq3tdW8AyfEfRv+Ff2V7YaLL8M9RvNSfwreWbeJrWO38V6E15cztaRTaXKp1J+B+Cf7Z3iD9jz/hJvtnh/Wfip/wsX+xvL+1ePL3wt/YP/CI/2tv2eboniz7f/an/AAk67tv2D7L/AGcuftX2gfZvMq5bWSbtvb7UfLz/AKuevRzCjayfvdfdfZPflXbufqn/AME/vFfx8vvjJ4lh+Jfxi8c+OtCX4ZazJaaRr3xC8Z+J7O31YeKfBiwajHYa/cvZw3MNm9/bJeRD7THFeTQofKuJs/PX7DafECP/AILZm+/4S/U/7Kb46/tcSw2S6/rWI7abwV8bhawi2wLZBCJIh5av5cYTEZO1c/Ov7Av/AAWE8O+CvjF4k1XU/wBkzRfFUFx8NNY09NOvvifYwwwzS+KPBtyt6rXHwk1JDJGlpJAFECMVuHIlUBkk+x/+Cbv7TfhH4m/8FbvBHiqP4H+HPDy+OfiJ+0f4rTTk1TTNRGjrrvwx+L+ujTVuV8G6cLxbNbj7GLkW1mJgnnC2hDeSvFWyvE0qip1EoTVm1zRlo7W1jNrz0fqd1LM6E4OUXdO6vyySdrdHFO+na3Y8f/bGHxL03/g4I8KeMB441hNA0b9qT9hvW7nT7fxLr63b2WjeGf2fbm/ht7T93ZNPcC0uPJjkuooZXkXzpYg7svFf8HInjqw+Jn7cXwr124TVNRe0/ZS8D6QJ/ESw3d6qwfF7453giike8vytqpv2dE85QJnnbywWLP8AeX/BWL9rH4XfDj9qL9pi6sv2WvANx8QPCnhbwzreifE61vfDuleMdM8QWXwQ8H6z4f1/S9Zi+HVzrWl6x4auPsDaNqNprKXtjNplpc2VxaPFCsP8oHx9/aX8Z/tQeMdN8feLbzxOdR0jw1Z+D4P+Ei8a6r41vfsWn6prOtR+Vqup21lPb2vn+ILnZp6RNDFN59yshe7kVPWpZfiJUoSTSVOEIc0Wou3LHezTbdt/y6cNXMqSk46/E3s+jS000+/7j+0n/gst4E8QWn7MPgSTW7+w1O0b48+GEjgkur29VLg/D34oskwiu7NY1KxrKnmKd4EhUDa7V85/sm/DbwT4QPwa8eWPgzwfp3iC28EaXdt4h0fw7pNn4j+06v4Dlsr65TVobC2vftF8l/cR30xvFkuYbi5SZpRM6v8ALnxe/wCC9Hh3xZ4asdO+I37FOi/ErRIdctr210Lxt8ZrHxHpVpqsdhqcEGrW9jrvwQ1W0i1CC0ub6ziuo7dLlLa/u4UmWKeZJPE/2T/+Cy+h3v7VHg23uP2TNKm8GS6l49Np4Am+K1nN4YsNLXwb4tk0fRrfS3+ER0pLDQdtkumwR6XDb232C1Nrb2vlRCKo5VWle1nyrmlqtErXerV+u3/Dc880pJK91fT4W76LsvX+tFqf8FGf28PBnhv4q/tDfAVI/irB461DwZbeFdM1nT10qLw9Z6143+Euhy6HenUR4wg1i3trKTXrGS+ubfR3u7aSG4ezt7to4TNwn/BMr4w2/gz4DeLdL+Jdx4m8Y67P8XNev7TU3lTxCYNIl8G+AreCw+26/qdreRCK8tb+4+yxRm2T7V5qOZZplXtf24P2oPgP8UviR8afiq37F3wj0XWtV8MWt3CzReDdU1SwuvD/AMN9I0izuYtdPwssLt7iM6RDc20yQwSWf7qKJj5CSt+Xfgr9t3R/DGlXFho3wT03TbWbUJbySDTPFdrptu9xJbWsLSvBa+CUjeZo7eJGlYb2SONCdsa42lgZ+xVOnFKL5HVlJxlJ1IpJuDveMXr7vW/TpyyzGmpKV5XV1HezTet1y6v7j9Q/+Dg3UvG+k/8ADI+3xZrMX2j/AIX3n7Lrurpu8r/hS+PMxJHnHmfL97GW6Z5+s4Ph34qb9hD9kzxFpOq2Gn6prXwx+A95d6pDfajaareJqPwcF9cfbr22sftFxJcXHl3F15s8oluUErs7qr14P/wU4/4KdfCD9oX/AIUj/a37DHw30z/hEP8AhZP2f+0fFHhjxP5/9v8A/CA+b5P2n4Mad9h8v+xI/M2ed9p8xN3l/Z134fwP/wCCvvhj4Z6L4c07xV+yRoPxQ8E6P4H0fwz4d8AeIPiZp6eFvDn9n2mkwaRfaLpGo/CPxDpOm/2RpNhcaLp1tY6Za/Y9O1Ca1triG2D287nhJzw1GhyxTpSnJz928ueTerTu7Xtr8raWweY0oylL3ryS0s2tOVPS1un9dP0W8d+HdSh/4Jc6rBe3Ftc+KF+w+brjTTzXL5/aHs3TOpywDUG26eUs/mHEa/Zx+4ANfyg/tWfCfxb4l+IejXyappDiLwZp1pm/vtSabMeueIpsKRp0/wC7/fggbx8xf5R1P9CPxE/4LhfD/W/hnrGkxfsH+DtP8I3P9n7fBkfxT0STw5D5Ov2VycaUvwKt9MbzNTiOqnFgmL9zcndcDzm/B39sX9tDw98dviboXi7wd8DNG+DGmad4E0zw5P4X8NeJbG7sL+/tPEHifU5dflk0vwR4Tt1u7q31i106RH06aYQ6VAzXsiNHBbd+U4SdCo5aN+/1XVQX5o4MfjqeIgoJO/uN6NbN33Xr/W3546LefbPtP9qtLqXl+T5H2w/bPJ3+b5vl/aWby/M2x79mN/lruztWpZbOHWpZLHTYYLWaCR52eWNYYzDGxhKK0CyvnfLGQpQLtUkkEAGr4ZhE323Jxt+zfw7uvn+4x0r1z4C6vpGh/ELxBPrfhrTvFlmdB1W2i07VUtntobg63o7pexrd2OoxCaOKKWBSsKuI7mQCUKWR/rD5pNcqT+1+j/4Y/az4DfCrUfgB/wAE0vCv7ajf2Bpx8Jf25nxB4K8+0+LUP9vfH3WPhP8A8SzVTp2jeX5n9s/Yrz/iqrbf4ae7tv327+zpfyN/af8A2g2/aQ8b6d4xn1XxxrU1h4Ns/CSXnj++Oo6vELXV/EGqLBb3D61rrJpiNrpliiF0m25lvXFspcyTfd3xa/ai1G5/Ye8QfBax8OXuleCX/sryvD9p4snTwrb7fi7pvix/L8Jw6Nb6SPN1ZXvX2qmdRkbUjuuSS341X2qxXMge1so9PQRBPLt3VVMm5z537uGEb8Mq525wi/N0AiUb2svnfT+v61Kuo2V9Ldg2Tad1kK+d/wA8HYZ8v+9wn9/5evfp3sW9vJrrm0tWWOSNTcsbksqFEKxEAxiZt+6ZSAVAwG+YHAOv4TWK7/tD7bDHe+X9l8r7Uqz+Vu+07/L81X279qbtuN2xc5wMc3pEksdy7RSyRMYGBaN2RivmRkqSpBwSAcZxkD0rNq3NL7UEmvmiW7qPZ6NejR+qP/BJz4i+GPAP7eX7P2o/2ZqNtq+gw/E2zn1TRbLT4b83R+CnxD0u7mtL37dZ3W25M0yySO8Mk1vLIJV+doz/AEGftj/B3V/2i/iPo/7Xgfw7qfw/+A/gLTz4w0rx011e+O9S0v4X694o+J3iCw8OWI0zXNEvIbzRNc+zaPa6p4l0e3uNYkvIb3+z7R/t8v8AIZ8Afibc/Cf4y+FviBZafPfX+gSeItiWuqyaNdztqvhrW9FmddUis7ya3by9SklkIhlM6B4GKiZpF/cPw/8A8FI9d1T9kf8AaF8DXHw+1Z7rxb4S+LOiweIZvideT3Gj/wBvfDOHSI7mK1fwiJLj+z5JGvkhTULPznJjWW3YmauerqtE1dLd31b6dl5GsFaUb7c0enTTc+dP23v2qvCWrf8ACsf+FFW3jr4V/Z/+E0/4Sn+w4dM8D/275v8Awif9ifav+EP8RSf2p/Zfl6v5P9o7fsX9oy/ZM/a7rH9Nf7c/hXw1pXwl8O3Hwi8O6F8N/Ej/ABF0mG+1zwxpNh4Pv7vQ28NeLnudJm1Pwxbx389pPfx6beSWMzGzlmsbe4kHnWtuR/Axd+LtV1jy/wC1bvUNT+zb/I/tDUrm98jztvm+T9p8zyvM8qPzNmN/lpuzsXH9Mf7MX/BZaDxj491fTPiT+zRF8TNCg8IX9/aaD44+LqeJdJtNWi1nQLeDV7ew174V6rZxajBZ3V/ZxXcdulzHbX93CkyxTzJJ4GOwtRThPlcbNub5ovT92lZKV+99/wDL7fLKtOWFtF6x30atepO3TsunY9+/4Jv+K7zwl/wUH+FWs+PL/VvE2iabrHxeTWtP+1S602ozz/Cz4j2MMptNZuba0uzHqc9veF7uWN18o3CA3CIhu/tVaXP48/4Lg+GfiB4ReHRfCV/+0b+x1c2Wj3bPp17BFo/h74H6dqCtp+mR3mmRNc3unXk8SxXrrMkySztFLJKifEPx8/4KgeEbJPiLqXw2/ZU8OfCfxeviW8k0Txt4H8d6ZoXiTw6s/iqNL+PStV0H4WaHqlquoaTLe6Jd/ZNQtBPp1/dW0yy200ttL8A/Cb9v/wAbQ/tj/BH46+J9K8U+M38M/HL4K+NNV8Na98T9WvG8UWngbxT4SuH8P6hruoaHqRW31iy0NdMa5udJ1COztbgIbC9igEEumEoVZLmjG8U9XeK25W9G77amGLnTXK27PTo/73l5H6j/APBx38PfEHiP9t/4WX1pfaakcX7Kvgi0YXdzerJvT4ufHGYlRFZTrs2zqAS4O4N8oGCfwt039lLx/aed9o1bwVL5nl7Nt9rT7dvmbs7/AA6uM7l6ZzjnoK/av/gpl/wV5+Hv7QPx38JeMtR/Yn8G6PPpnwk0Hwytte/EHRPEkrxWXjHx7qqzrfT/AAY014o2fWnjFoIHWNonmEzGcpH53p3/AAUK+EGied9r/Yp+G+sfavL8v7Trvhhfs/k79+zzfhFdZ87zV3bfLx5S53cbfSipQi09p2f3a/qeDXlHmT3av36qNz8ENc0G98L+INZtbyW2eTRdX1PTrhrJ5WRpba7nsXa3MsNuxiMgJQusTGLkorfJVaPVZrzbp8M92pvCLSMPKywhrk+UPMCyNiPc+XwjHGSFY8HrfjH4pt/G3xU+KPizTtGh8LaV4s+InjTxJp/hWynjm0/w3Y634m1HVbPQLN4LPTbaW00aC5j0+2eDTrCForZGisrVCsEeZ4A17S9G8V+Dp9Q8N2GvQaf4m0O7u7S9+z+VqlvDrFtcy2NyJ7G8TybmEG0k82O4TymO6F1zGdXByhztc81ZRs1FJJXTaejs733vf7uRScJeT/Ntafcv60t/e/8A8Grvha4g/wCCfHxiS6+wTyH9sn4hMr/PLhD8Ev2eQF3SW4YYYMcAY5z1Jr+Gvxde6H4h/s/7DpiRfZPtfm/arKzj3faPs2zZ5Lz5x5D7t23GVxuycf1P/wDBMT/gr9oX7JfwE8XfDnw5+yppOp2OtfF7X/G0s+ifE+z8EWqXWo+DPAGhPDJpVj8J9VhuLhYfDcDvqDXCSSxyRWxhVbRHk/nx/wCGgfhnef6v9nDwLbeX12P4fO/f0zt8Cx/d2nGc/ePTv595Opzy0k23pp06W2NVO9o6/Pys/wBPwXy/p8/bKtE0v/gjX/wTvuUjhiEnhT9kmIfZkCSbX/ZY8USBThYxsxGMgMRkLwcZH8cfx5uEl+NviuTDlm/sP5mA3ceEtHXltxPQY69OK/pd/aB/4Kf+HPEf7DP7M3wmvv2YtEm0rwFpnwZsbGS78fWF7p8g8LfCDWvDVtJaaHN8MRbaYHtp3aBIbmb7FAWs42kjcyV/ND8fvHOm/Ez40eLPf*ckeFLLwRaa3/YP2fQdOngurbTP7N8KaNpkvkzW2maNE/wBtlsJL2TZY222S7dG85laaXqoXc5bv3H121jrrvtsZ1Pi+cf0PIL+7vFuI4re6uIBJGg2xzyxpvd3XcwjbGcbQTgnAA5wKg+03Fr/x/wBxPdeZ/qv3sk2zb9//AFzLt3bk+7ndt56CiaIw6haK7mbL27ZYHp55G3ktxwfbnpT9fKH7JtjVP9fnaAM/6nGcAdP616dNv3V0a/Q5qujb6q342MiRw8juMgO7OM9cMSRnGRnB55NQ7fmzxj/62KcOg+g/lSbvm24/H8M16FLp/h/yOcXA9B+VLRRXZTUdL/P13tt3Mp3v5dPw/UY/T8f6GoqsYz1pMD0H5CuDEW5lba342Ror213PvT/glH/ylI/4Jsf9n9/sdf8ArRHw6oqb/glIB/w9H/4Js8D/AJP6/Y67f9XD/DqiuSp0+f6G0Nvn+iPpPUr1dbgS1tlV5I5VuCIJBdPsRJIyTHGoYLulXLk4BwvVhXlk/h68tL64vpUuViW5uHLSWcscYErui5lZtoyZAASPmOAOSK9B8CwyHV7gXUckEf8AZ02HdGiBf7TaYXdINpJXccDnjPQGtvxgbOLRdTMdzG8qyQARmaJjn7fbhgVXDZAyT6Y56Gvz3DfGv8S/OJ9NXwU7N6/C3+C8up+afxduUTx34jgypYx6ao+cBiX0PT8YTk5+YYGefxrxt0fP3W6f3T6n2r074sgS/EnXWz96TRh8vT/kC6WvHX0/OuO+yxH77sp9Nyjj15X619nh0qVOnyrWpThN+vLHz8+x87WwdRyk+0n+L1/r8ytYWFrfeb9p1KDT/K8vZ5/l/vt+/dt8yeH/AFexd2N33xnbxmzpOhWepajdWV5rVtpVrBHNJDqVykX2e6aKeOKNIjLd20eZ45GnTbPIdkbbQ65daVpZ2935n2iV4/L2bNrxpnfu3Z3q2cbVxjGM85yK3tS0mwGm2g0y4kvrzdB51tDLDcyRR/Z5PMdobePzUCS+XGWf5VZwjfMy1381oq3W+vzIpYSorRd2un33fS7erJrjwxa6ezyabrdvrs0O3ybaxijeW68wKsnlC3vLtz5CvJI+xJMLC+7YAxXPk0q9uWD3FrdWTgbBFNazBmUEkSDeIjtJZlHykZQ85yBp6HY6xZta3Vhpd9c3sfn+Vb/YbqbfvE0b/uoUWVtsTO/ysMbdxyoIrdu/+E1upFkl8L6ijBAgCaLqyjaGZgcNuOcsec446V5tadTmlKDipqTjzyaVo83w2a5fm1fXfQ+gwmBvCKanyySbSTd21HW+9/JPt8+cvdRTVPL3Itr5G/G6USeZ5uzOMrFjb5f+1nd2xzHPBeW9vFNc2V1b2blBBezwyxW1xuQtF5MskaxP5sQaWPZI26NSy7lBaus8W+E9I0b+z/7Iu7y++0/a/tG+e2ufK8n7N5WPsttFs3+bLnfu3bBtxtbNDUG8Za/pNjokXhq/uLOw+zSWstho2qy3EsNrbPaQyu6+dE8bxTBmeOJFZ2QoVU7TnRVGTSg3yLaLduXXWzbcm27vV21PQxVKth6d5R1fbXXRrZeZjJo/2qyF49x9ntZM5uHhzAm2UxDMxlSP5pFCD5h87BOW4KWmrw+GbiCOAR6siTxX5linWBdyuqm3OxboBsQBt+7IEg/d8AtFcXmuWlk/hO60yS2lj2+Za3FleQ6om+VdSXfBIysu5WWRd1sM27K4yCJKg07Rba5eKHUHuLS6muEhity0cE0schRUaOKeJpHLyM6IVBDMu0AsDXYoxUWnqm7pJ77Wa1v+Nv18WrUnL3lfmSSvbZXvbVW67vUu+KvFL+LfsG3TWsv7P+1Z23Ju/N+1/Z8ZxbW/l7Ps3+3v3/w7fmwbi/uJECtYTRgMDkl+eGGOYV9c9e1dRqvha+0ryP7I0/Vr7z/N+0ZtJrryvK8vyv8Aj1t49m/zJfv53bPlxtbOXcaJ4yRAbrwtrdvHuADyaHqsSl8HChpIgpJUMdo5IUnoDTSpyivdi4r4bzaeu+id3dnn1JVOZNyfvdeVa2UfLTfT7351JtSlmsRavZSQp5cKmdnbaPLKEEgwqPnKhR8/BYcnoYrIxqm4So0iybkgDLvlYBCqINxYl2+RcKxz0BPFWbhQbZrZyVu1WOOW2PyzxzRsvnRPCf3iPEysJEZdyFWDAEGs6ygEeqack2+KNry08x3+TZGbhA77mAVQqgncw2jBJ4FKKg04/Cr3trra2t3r92n67Up1U112V7K/2fJa/r8r2715Lny/Phez2b9vmhv3m7Zu271i+5tGcbvvDOOM9RP4sWRAFsgSGBwt2GOMEdBb+9N8SWmmf6F5F6Jf+PjdtuLd9v8AqNudi8Z5xnrjjoafB4SS4cpp0epX04Us0VsguXWIEBpDHBbM4QOyKXI2guoPLCptCSSd0o7Jba2bs73ffra6+fpU3UjJtWfM43el9NtNuundW361bi/XU7drWJAJrgIwjjkE0qlGWZlESqrMVCNu6bQCxGARWWth9jZZ5ZtstsRObeRPLc+UfMVDufcnmADBKHAYEKwxm7D4f8UafqLTWXh3Wp5oJp1ijfSNRlDgiSJiVihR2IjZm+UgAjJ+UEVmalPqX2+aDV7J9Ou2MSXVtPb3FpNArxR7C0NyfNiLwMkqmQYZXWQAowrohh4KNkrJ+b1ul3f37f5qWIlzrm+JbO2lk9Oy0d7p/wDDx3up/apVkEG3EYTAk39GZs58tf73TH8627OCCw8zbeRT+bszgomzZu9JJM7t/tjHfPFOy8P3d/E02n2Wo30KyGNpbS3kuY1lCozRtJBC6BwjoxQncFdWIwwzveG/A/jXxH9t/srwf4p1X7H9n8/+yvD+rX3kfaPP8rz/ALNaT+V5vkSeVv27/Lk27tjYFh4L3WrJ22ba0t1v529fx3jiKspQlJ3evJZK0br3tlbXZXvrtbrxtzdj7RcYTI8+XBD8EeY2CPl71s6bp0yLa+IQsrRWkovzCIX2OunzF2Q3OSqB/s5DSeUwiySVbbgxXfhfW7S/u7W/0XWrKS2urm3uo7rTbu2lt5oZXjeGdJrdTDKkq+VJHIqusgKFQ3FakM/iWGwOhWeiXNxaSxT2kcg02/luXF6ZPMCPERE0ged0jAhOCFVlcg5lKMdrLpv/AJv0MKntpxvU96PN7tkr3t7vwpaWb1v19DD8S6yniG+ivfJWz8q0jtfK88XG7ZNPL5m/y4MZ8/bt2HG3O47sCzJ4v8/H/Eu27c/8ve7O7H/TsMYxW/o/w11i+tpJrvQvE8MiztGqppl1GCgjiYNtlsHYks7DIOOMYyDnlIfD5ud32GG+vNmPN+zxm48vdnZv8mFtm/a+3djdtbH3TSVakr8zfT+tH5nkYijUu7x0b1tfX4bfc+xVltL1GbUrmyurW1vXaSGaeCWO3f7STcRrFcSIkcu6MM6FD+8RS6jaDgjuI5SLR2SKJs5umcbFxmUZB2rywEY/eDk9z8tdHqD+LdY0+10AeHr2S30wweS1rpOpvdMllA9lG0xzKhBSXMjJDGDIV27Adhms/h14nvLGOVfDHip5ZN+Eh0XUGzsmZflUWLMcKuTyehPAq/bRileSeqVlZ2TtZ6a7dO/48dLDynO+rdrLTTRxt0W39XOYkeCFhZJPFNHcgK90rpsg84mJiwDMp8pQJDmRMg4O0fNVO50yGLZ9nvo7zdu3+Sqt5eNu3dsmkxvy2M4+6cZ5x3DfCH4lvbzX1n8OfiBdaVapI99qUXhDX5rKzECedctc3kWmG2t1t7YrPMZnURRMJZCIyDXNzaLqGibf7SsNQ077Vnyf7RtZrPzvJx5nk+fFF5nl+bH5mzds3puxuGX7eFk079ktW9t92ranTHDTur7fa122/V7+Rd8MWOL2Q6lL/ZNp9jfyb69TybeeTzbfy4o5J3giZ5YvMmQLKzGON2VWUFgzXNPsFv7qaDWbO6UeRtMTQsr/ALmFW2sl04O05zjPKkHHONy407VfEml2Om+H9NvtdvrdLa6mstGs7nU7yK2it2gkuJbaySeaOCOaeGJ5WRY1lmijZg0iA3bX4Q+N106PVdW8EeOdP00bvtGo3HhvV7Swh/ftbRb7u50zyI/Mn8uBd8nzzOsS/OyrWPtIfFs5Pl0d+3R/5fmaxpzg4pa2cWm+j0t01/Feux5/HZxSMqi6TDOqlgFIXJAJP7zHAOcZFddomsnwj9p8i2Osf2h5O7ypvs/2b7J5u3dsivN/nfaTjPl7fKON+47cTWdHudF1K1023tb1prmKGaGC4gka5llmnlgjSGJIomkEjRKkarGzNJuVSTgCxFofjOTd5PhXXJcY3eXoeqvtznGdsJxnBxnrg46UpR51aTUoStdNqPNqmtVqrPs+mvZ7e1nFt6qS62v2V7Wa2fb087j3V1IMW2nz3UgOTHAJJHVOQXKxwuwUMVUkjGWAzkgH+iX/AIJg+FPEml/G79mzxPrGg63o+hf8IZqN3LrGpaRf2WkQxah8GvEcVo8mp3UENmsdzPdW8FtI0qrcSzQpFueVFP4GaB4V8daPeS3Pibwd4k8P2Els8EV5q3h7WNKtpbtpYZI7ZLjULeKF53hiuJVhVjK0cMjqNkbkfavgX/gp5+0b8JYvDvh7wx4E+E2oWPgLS7bwpok2s+F/Hd3dXem6Lpf/AAj9pcajJp/j/TYZ7yWxhWaeW0gs7d7ktJFbxQkQjleEptq0Ummm5c8tdvO2nl+JusXJbc1n05FvpfodL/wV98JalrH/AAUD/aL8R6bb31/pLwfC24j1Cx064vNOkjsfgZ8N4bhk1C3L2zJDLbTRzOrFYZI5Ekw0bAfmHYS6hp8LQx6TeXQaQymRIp1CllRNmFt5RkBA2dw+8OO5+kvjN+2B8W/jx448U+K/FfhfwXY+IPG8Gn6Zf6d4a0TxNa26eR4f0/wzapplpqXibWL1bieysbaTbNc3fmXkjvHGInjt08LiTx/CpVfB+rEFt3zeH9aJyQB2A9K7YxShGN7pKKXokkl+X3rc55VJTbsmm25N8vmr6NW1u/63xV1tNTPkSRJaBB5wkecOGK/Jsw0cQyRIWzuP3T8pzkRvHc6ru0rSrSfVL+Y7be00+OS9u7j7OfOlMNrbJLNJshhkmk2K2yJHkY7EZhy8AdnIRWc7TwqljjI5wOeuOfevYvDPhfx94Sl0vx5ovgvxJezQWq3llLd+HNaudHuYdYsms/OD2lvbNNBJb6g0trJFeBWYwvuljJV2oxTWnXu+5DlPldnfR62X4aW6/wDDnDyaxf6HYz+GdT0S7sb2K3nt5478zWV1B9vV543lsbi0WZP3N1HKiuy+bGUkVgsimotCuraG0kWW5giY3LsFkmjRipihAIDMDjIIz0yCO1en6p8OPiv8RtSm8ZXnw08dNJrLQ+bJovg3xIdL26fDFpQNs8tjfN8sdiPPLXUoFwJf*ckBGnnHiv4e+KvC2ow6fqHhbxTps01lHeLBq+iajZ3LxST3ECypFPZW7tAz27osgQqZI5FDEqQulqctNr6vXd6Pq/wCvTfmc6sd9deyT6eXn/S3r6Fbyad9q/tNX03zvI8j7cjWnneX53meV9o8rzPL3x79m7b5ibsblzTtdIh1LVb4XmoR6VZs9zPBf3KL9muCblRFHFJLPbROZYpGmjKSuWjjZlVlyy99Y+FfGHjzzftnhXxD/AMSrZ5f9k6Hqn/L9v3/aPNt7z/nzXytvl/8ALTO/jbz134N8e3lxcaJZ+CvFN3/Zs8qLHbeHNZnuxFZu1oHnSK1bGNyrKwijUSsowuQtNW5m7pN25tdNOXbdXt/XV466Kz08u/8Aw6Ocn0W0i1JrNNXt5bRduNTVY/szZtxKcEXTRcSk25/fn94OzfJWdqVnBZTpFb3sV8jRLIZodm1WLupjOyWYbgEVj8wOHHygYJ7HUvBus6NoE02r6LrulX1t5f2i11LTrqxaDzr2NIvOgurWKaLzYZYpI95XeJI3XKuoPA+XJ/zzf/vlv8KuLbvreza6eWv4/ihJPt109NP8/wAjtZ79NG2bVW8+07s7ZRF5fk4xnCzbt/m/7ONvfPGFp7fa9Ru5gNnnCefb9/b5k6Ntzhc43Y3YGcZwM4pt2XvfL8tTL5W/PkKX279uN23fjOw7c4zg9ccPhU6aFuVBEkiCJhOCFG7EjAAeWwYNHgAscDORnkUatNyT6J3X4fma96d1jLZgZc7ORy3EyS/6sc9Pfp83tXNNC0IMR3F3BKqVKuxb5VCryWJIwMdTwOatnU5XudzCEA9SAwHEeOpkPcY+tRvN59/aSsV2pJAGZf*ckFmLEsxJAwDkkkADk1Lvfeysn9z7/AHDut1vdL5XV/wA9zR0SX7B9q+0r5Hm+Ts88+Ru8vzd2zzAN23eu7H3cjPUVivBLajzHjkAJ2fOjIMn5upBGcKePx7Vp648T/ZfKkSTHn7tjq+M+TjO0nGcHGeuD6VpBLfVP9HeYEJ++/wBHkTflfk5yJBtxIc/KOcc9jlKVuVvaXxW6Wsl+v9LWbfZW8bWfrq9CxDa22pWUFol/As88EB8pTHLKjIiSunlCZXLIEYMMAqASQMEVz2p6S+m3UUHmNMrxJK0vkmMIGkkQgje4woj3Fiw4PQYyYopptI1Fri3QObWa4jj89WZGUiSDL7DHklGyCrKN2DjHFaMuoXOsyLJPFGrELbYt0kA27i3R3lO/Mp74+78vXKu6a5otOD1e2jf37K3Ua956q0lb7lb89R+l3Z0/z/KhN553lbvLYr5fl+ZjO1Jc795xnbjaevboLNZ/DErX8lvLciaM2YR0e1AMjLNv8xkmDEC3I2bRncW3Dbg4ccC2Gd29PNxjz8LnZn7uQmcb/m64yOnezNr+pa+os3toGEbC5xZw3DS5QGLLAzTfu/3xz8o+bb8w6Hz503OUpJfu5W9tJ6OpFJKOn2eXVe5yt6X139ehilClTUnqublWml5Nv1vfrfyMq9klu7q6uRbyILm4mnCgM+3zZWk27ti7sbsbsLnrgdK0rfWpo9P/ALFj0+SaWaOe1jZJG8x3vGk2BLcW7M75mCrGHzIQACC2BlibUFmMH2RvkZ0wYJt/yZHIz1+Xngd+BTIrq8tNTt7vyNsltdWtwFlilCboXjkXzBuVth2jdhlO3OGHWu2FO6UXFWVpK0m9kkvO+ruvL7+SrjLtyT11TuktL7W077/09C3il05DBqEUljMzGVYbxGtZWiYKiyLHOEcxl0dQ4G0sjKDlSBQ03SjqvnbZjH5Hl52xGbPm+ZjOJE248v3zntjm/r15qviW8jvjYtJ5VslpusLa5eEeXLNNhjun/e/v8kbx8pT5RnJhhvLjQN32aJW+143/AGpJDjyM7fL8tof+ezbs7v4cY5z1Roy+Jbu36Lz7/wBaX4XX59NLS1sn2s/X+vv3JPFIsrUaX9iEjWSRWRl+1bDIbQpCXMX2dihfy9xTe2zONzYyeXuppr24fUBbSJG5R8ANIgEKLGx80RqCP3ZJO0beQc4zV+40+3ngbUpnlSS523UuGRYVkuWV3C7kLBA0hCBpGOMAsx5LoZLdLP7Os8ZUpKnMsZf94XJ6EDPzHHy+nBqZUuXp72mvl27b6/r30pO8rPZR09U0ilFa/blMu/ytreXt2784AbOdyf38Yx2znniV4oLrG67ih2Zxko27dj1kTGNvv17d4PtJs/3UGyRG/eEvliGPykZRlGMKDjGeTz0q5q+kDT/s/lJdN53m7vNXOPL8rG3bEn985zntjHfm5JOV+Zrl+GyTsmkv+BqdSit93pzdL7JWt8/8u8FrpL3Mzxl3jjVWdJzCWSUB1VSp3qpDq29SHbgcZHNXHEelEr5qTyQY/d5WJ383B+7ukK7Vk3dDkDPAPESapd2kEQWGLCpHEDJHL0CDGcSL83y/z4qKzj/trVo1uQyC537/ALONpHk2zFdnmCXGfKXdnd1bGOMacjbSd3e2lrau2umvXXfcidlLRWk0u+l7b/Mf9oF5PFdsBCIGRSpbcCI380sXIQKMNg5U4xnPYJqhN95H2YGbyvN3+R++27/L27vLztzsbbn72Djoa0NU0610xZbeOWTL2zzBZ3j3lmEiDaFSPKnywB8pJOeewpeHTEPtnmyLH/x77dzquf8AX5xu6446dM1tGPKrf1sjKo9Yxa3Wvr8vQwSNhKN8rKdrK3BBXggg8ggjBB5B4qFvvH8P5VYvcfbLvacr9qn2kEEEea+CCODkc5HBqrWyqOO3a35f1/WvMKOCD6Gn+Z7fr/8AWqOitFW0V1r1/D/g/wBbhMrbjjGPxp1RJ1/D+oqWspz53f8ArZAffX/BKT/lKP8A8E2f+z+v2O//AFof4dUUf8EpP+Uo/wDwTZ/7P6/Y7/8AWh/h1RWFTp8/0NYbfP8ARH0vb3em2jmSxuXmlZSjLNHLtEZIYsMQw/MGVAPmPBPynqPNvEGsXlx/aUDxW4he6f51WQPtS7DIeZiMkqucp0J4Hb02HQwjEm1x8pH+vz3B/wCex9K821+x8v8AtIiLG26kH384/wBKA/vmvz7AONSaT35o3tbT3ltufcVsXNt3jFKzveL7L+8fA3xP2H4g6yxY7/M0k47ZGkabjt34zz+VcTcySiQbFUjYOvrlv9oe1dn8U1KfETWxjBD6R7/8wfTT71xUr/MNx5x6e59BX3mHoRlTpu7bjCCV305Y9LHiyqKTqXSj77s1ddet29SJEa3zuGN+MZIP3c5+6f8Aa713fgjS7afU5nupJo45NOkkVo2Tl2uLQgY8qQhSpY8jsMnPBwbDw/rOv+b/AGVafa/snl+f/pFrB5fn7/K/4+Zod+/yZPubtu35sZXPZapG3hzR7CSwH2PWVNrY6gci4wy2sjXcWJjPanF1Ah3wDHy/un8tjnlxNWrTcadNx5m7JyvZXSldtapfL/M6cOqbd5xuo6x/mvfXd29LH1v+xn8OvBnxY/a2+G/wn+JOq63oPwu1/wD4TD+2fEPhqS3j8T2v9lfDTxT4l077E9zpOv2w8/xDp1jY3O/w7d50+acL5EhW+h/oWs/+CaX/AATX8pv7e+Pn7RVleeYfLit59EkRrbauyQmP4B3YDGXzlIMinCKdgBDN+Dn/AATLm0TU/wBsH4J3HipvPSf/AIWR9vfF3Hu8v4X+PUtfl04Rldpjtx+5UZxmTILk/wBZ2meAfhFr9u94uk/axFM1t5n2/wATQbSiRy7NhvIc487du2nO7G44wPnMVjK8qk4OMVyScJNRlaUoSacleTun0dlddEfZ5Xh6EqcZNv3vetJxvFOEHy2tpbtr6s/mF/Y9/Zi/ZX+N/wDwsT/hf/xH+Jngn/hGP+ER/wCES/4QdrP/AImf9tf8JP8A29/an2j4deNP+PL+ydG+xbP7N/4+7vd9s+X7L9+ftmfsBfse/ss/s0fCz40fB34ofGXxPr3jXxP4I8NXFr46vdCvNDXw/wCJPAPinxXLe2dppHwq8JalBqAvPD2mR25utRmjis7i8insZJ2intt//gnt+yS2p/8AC3f+Ev8Ah/5/kf8ACA/2f/xVYj2+Z/wmv2v/AJBniSPdu8u2/wBfnGP3WMyZ7T/gtjfx+CP2Jvg74f8ADsv9mXPh/wCOXw98OtaeW179ks9K+EvxWsjZ/aL5LuO4+zyWkEX2gTTSy+Xv8+RXd2rDTrynGKVnPTWMraP59vP8WdebYXCxouTbaTbdpQb2S7H8v3xQe1b4oa5d6FK16x/sz7L56tGkv/FPafFPvEkdqw2DztuTHkoCNwIDep/s0fDv4ffFj48/A/wT8Vdb1/w3Z+NfjN8NPBOqyeF2hW+t/C/iTxloOk32oafNcaJ4ktYtVii1LUWtHuYLuBJoLd5tOnj3JP40NV0LULP+07+fzvFs3+tn8q8j3eXL9nj/AHcMaaYMaYiJ8sYzjcc3BLH6O/Y/XRb39pv9m/zh5usN+0F8H4tO/wCPtMyn4geGfsi/Jstf+PpzzP8ALz+9PlgY9GderBqHLNNQUedxaejs1B3ScHa6urvVny8cBQqXlzKzbsoTjs9Vz+6/3mvvJO21j+jn4nf8Ep/+Cbvw3/sPz/jv+0jF/bP9pbftl94bu939nf2fu8v+z/gGvl4+3Df52d+V8v7r0nwg/wCCaf8AwTt/az8S33w5/Z9+OX7Qnj/xnouh3PjXU9G+1aF4V+zeGNOv9M0K91P+0PG3wL8N6VN5Oq+JNFtfsVvfS6hJ9t8+K0ktre7mg+gv2rfg/wDHXx9/wgX/AArTw7/a39k/8JT/AG1/xN/B1j9n+3f8I7/Z3/If1Oz83zfsd/8A8enmbPL/AH+zfDu1/wDgnH4e8O/sO/G/xT8WPjhZ/wDCsPCfiH4Va58O9P1/7RfeNftniHVvF3gfxLaaP/ZXhGfxbqVv9o03wlq17/aE+mwWMX9n/Zpb2O4u7aC55vb1Pd0eui0emvqS8owrd7vy96P/AMh5H8hv7Vn7P1t8Cvjj+0H4M0z+25bf4XfGf4leBLJtc1LRb+8e28M/EDV/CsLanNpNpY2t1fNBbBrmewhtrSW63SwQR25WIfMNtbQ30ZmuGdNQVzHaQRECGVlCvAHLJIBvndkYmaMBQM7Pvn7W/bl+Kum+P/2y/wBr7VbHXv7W8DeKv2oPj5rujT/2XPYfb9C1H4s+KtW0K68qbTrLWLXzrd7K48i6jt7yPPlXkKOJYx8lPpUlwrat4fg36TYKZLy481V8qe1Bubg+VeyLcyeXbNC+Io3Rs7UDSb1rthWq8jU1KMvs1JRaTjpaHM/5nfRK7vozFZbhFK8ZNpbxU4OV7r3rKHwrS76anO3FjNDs/tVDa7t3keU8b78bfN3eWZ8bcx4zszuON2Dj+ij/AIJQfsIfsQftpftE+M/hbqnxd+NSW+gfBbxF4/Q+EZ9I0PUvO0vxz8OfDqie78VfCHVNPksdniqTzLeG3S8ecW0scywQ3CSfg94Uv/AF99v/AOE8l83yvsv9lfu9aTbv+0/bv+QMiZzss/8Aj5zjH7nGZc/0Tf8ABtTpV14J/bp+K+q+OYP7M0m4/ZN8dafbz+bHe79Rl+MPwIuYYfK0eS7uV3W1pdv5jxrAPL2s4keJWyqVq0bNxlBx1acWoPa3s76v+/d/E9Nzro4LD3kueMl7tpRnFy635/dtv8NlstdT8/8A9tTwd+y/+z348/aK8BfCH4jeNfE3jz4RfFzxr8O/DmheM7K5uI71PCfxLufB+pf23qGn+A/C2l3N9a6FaajdyXNhqWm2NzqNur2cUkEkdlL+Zs+knx/M2t3AkXxRrhW3g06xeK30+S/hVdL02BDeCcxLcC3tfOefUAgkkkcywR8R/a//AAUM1D4ear+2h+2tFo03n6tdftXftBSQL5euReY3/C5vFc9w2bpI7Zf3CzNhyo42oN+0V4X8G/hd448R+LPhydI0L7Zo+p+M/D1rD/xM9It/PR/ElvZ3Mf8ApWoQXUWZxNHubyyPvxsE2NVSzSvCmouPLO6kuaMknDlsre+m22tOliv7GwtSXOqnNB+61GpFtSvd3tT0svO6v5n6Q/8ABPv/AIJp+Lfjz8GfE3i/WdC8XW91pvxO1nw3Gmg+Mfh3YWZgs/CvgvVFaSHVl1C5a5MmsSh5EmWAxCFViWRJHd01/wDsI/BLb/wrn41+Pdc/4SbP9sf8JR4f8QT/AGX+xcf2f9h+w/CvQNnn/wBrX32nzfte7ybfZ5GH87+g/wD4Jr6Cnwi+Bnivw34ntf8AhHr+++LGu65DZeedW82zufB/gSwjuvtOnzanCm+bTLiLyGnSVfI8xoVSRHk/h4u73WIvL/4TyTbu3/2V8lqc42/bv+QMh9bP/j5/7Y/8ta4I5xjK7qKPKuTl/dRjL29Xm/58Q55e05OXmqbcsPeN/wCzcLRUY3lZ39+Uo8kbW/iS5Va97R6N6H9Nvxt/4JY/sr+If2LR+0r8FPiF8bvGPxw8f+BvhN8S9E8I6trng7TfAl9f/EvWfBWp+KoorfVPhf4b1Gy0zTtB8R69faLbaj4xhvoZLOwgu7rVLgSWt7+T3wZ/Z8+E8X7Rvwb+Cnx48SeMfBM+u/F34YeEviFDoFxp2oanoXhzxn4q0CO6vtI1DT/DHivSJNSTwvrUWpWTLHrMUN48cdzYTyRzWFfv9+yHr3inxb8DP2cvBnie7/tD4b3XwS+GVv8A2b5GnWvmaZpnw50i80FPtmnw22vL5FzZabJu+1LcS+VsvWkje4V/xS/bCutG8Bf8FPL9PDsn9lWnh34m/s+6lp423d99jmh8H/C7VDNm+W8luNt20k/lzmdTnyhGYgI68t53jJylFR+Fu69nO6s7a2qaPvsbf2dhrLVWdvtKzdunu/8ADn6UftVf8E6/2Vfhj8QtG0H9m74ifGPx94Hu/Bmn6vquseNtT8NQarbeK7jW/EVlfaZbo3wy8Dk6fDpFhoV1E39k3Gbm8ux/aMuPs1p8G/8ABHn9gb9l79sr/hon/hdvxB+LnhT/AIVx/wAKj/4Rn/hXeoeH9P8At/8Awl//AAs7+2f7Y/t34b+M/O+y/wDCL6T/AGf9l/s3y/tF95/2zfD9l/c79m9PCPxw8D6r4s8cD/hJ9W0/xXfeHre/zqei+Tp1ppGhalFZ/ZdIOk20nl3OrXc32h7Z53+0eW07RxRRx/mn/wAEO/FHww+CP/DT/wDwtW+/4Rj/AISf/hSv9g/6N4h1r7d/Yv8Awtr+1P8AkXLfVvs32b+1tO/4/Ps/nfaP9H83yp/LujmOIqRnGXMn7vJaLUXu3zXk3sla3XcyqZRhp9fX3o+X9x9v6uz5lm/Y2/Z78NftB/GPwC/jX4lJ4N8F+LPiF4c8NarNe6LNrN/YeHfGx0XRpdUe38CCB7u60qA3N68Ok6fC12CY4LRCttX2T49/Yu/Yr+E37Fuq/tJXPxZ+MUGv6B9h321/Jpt94bX+1fivZ+A183TtL+E663LustSWRPI1QbL8pPL/AKIklvXwN4a+InjD4n/t9fta6PpGsf254Ih+IHx51rwnb/2fpembdEj+NEFroNz51zY6fq5xpGoRp5OpSm7PnbryI3MbMn7E/Fvwb4R1r/gmD4g8O+PNN+0pc/2V/atn9s1OHf5P7Qmm31j/AKRo11EV2mKzl/0adc7dk2QZUPoQnVi487unyuThdvldm0r6cy7PRM87EZXh8PByhvqknJdYt3a5FpeKPzY+H/xS/wCCdkv7MXxsGs/H3x1afFY6R8SF8B+Gbfwj4zbSNb1E/D6y/wCEXg1C7X4Q3Npbx6l4jMun3bXGv6UkVsqySzWMf+mt+LHj+fwx45/sn+ytRubv+y/t/n+VDNaeX9t+x+Vu+3WUfmb/ALJJjys7Np343Jnt/jx4FsfCHiuw034Y6X/Z3gmfw1a32uw/bprvdqEupaxb6nL5niC7udWXdpFtp6bLOQQDZut0Fy0zN6z+yH8JfAnxD/4WF/wkugf2x/Y//CJ/Yv8Aia6xp/2f+0P+El+0/wDHhqVl53nfYoP9b5vl+V+72b339bqSg4ShKd5K8LWbirWaqLpK17KOh5yowbSaVlpK7+J9HHur238z9BtB/wCCfPwi/Zl/Z7+DH7VXxT8RfEzwtoHxp8EfDq0tNTuNb8J+IdGuNZ+I3giH4jwWmnaF4V8Hap4o06KWy0DULizl1cNFaWtu1nqFwdQmt/M9A+C2gfsZ/tB+OfDX7Pc3xa8enTfF39s7pNE0rU9N17/iQaPqvjcfZtR1v4aXWjQ/6RooWb7TYv5ll5sEO26kimX2L/grPqfjPwj/AMEx/wBkrQ5Z/wCz/BeieNfgNofhm18rSrv7LY6b+z98R7TRrXzljudWm8nSbYx+fqEss0mzfdzSXLbm/m5+GPxz+Jvwv8faJ8Qvhr4o/sPxjof9pf2Lq/8AYnh/U/sv9p6Lf6JqP+ga/pGoaXP5+l6hf2v+l2U3l+d50Hl3EcMqKM69ROdpJK/vyjJJtWdubVN/PuL2FK6XNC6tZcy+Wlv6+Z+hP7fn7KXwP/Z9/bZ+AXw48D+LfiBqvwp8ReGfhZ4g8ceJPFF3pN54l0ePV/i14y0LxM+k/wBl+DdDjaLT/Dei2l/Yxf8ACOatOb+S45v1aOwh/Xz9ij/gnJ/wT6/aT/4WXt+Nvx9l/wCEL/4Q3P8AYdzomk7f+Ej/AOEr/wCPr+3/AII3H2jP9hfuPsmzysTefu8yHb/OfrH7QHxJ/aA+Pvwl8R/H/wAW/wDCW6tb694D8KNef2DoOg7PCEXjSW/Nh9n8FaNo1s2251nWZftQgbUz9p2C5McNqkX9Xn/BLjw5oh/4Xn/wqSz/AOiZf8JB/pF3/wBVB/sr/kZp/wDsJf8AHl/28/8ALvVzxFeMY80dEvdfLL3ldapt2evbTdCeGpSfxK63tJfjoz5O/Zg/Za/YA/b38fav8HtN+Nvxlv5/DfhC/wDiU8PhS3TwzqKxaPrXh/wu0s1/42+DVxpU1kH8YxrJaW6DUJJ3tpomFtb3Yb+eL9q74M6x8DPj7+0R4N8O2N7efD/4X/G34oeBfDOt6/qWj3ut3/hnw18QtZ8K+HL/AFoaW+mJPq19YW1jLqMlnoumwG8mmkj06wg/0eH+mP8AZ1/Zr8cf8Ec/G2qftNftpeC/+GdPhb468LXvwJ0Hxt/wkekfF3+1PH/ibVtE+IGl+Ff+Eb+FGu/E/wARWP27w78MPFWrf25e6BaaLbf2H9guNYt77UtOstQ/mN/az+Od18YP2jf2j9e8O+KP+Ei+HXj/AOOvxY8V+F7v+xI9J/tbwtrPxE13xF4av/IvtI0zXbD7TYS6fefZdRhstRh3fZ7+2imE0A0oVK05O8Y8sEpTclJe6mr8rvvbvZd+pEsPSVo82snyq0lu7Wvpft/TPO/hL4Xt/HnxG+G+lo10+veKPHXhPQ7WxtJbe2jmvtR8RWOlWEEU97E9vA07vApmuroQRu5eV44g23+r39kD/gjd8NPjL8Ndc8T/ABl1b4xeFfFFh451PQbDTvCHjH4aLps2g2ugeGdQtb2cXPgzxU/26TUNU1SCUjUYU+z29tiyjO6e4/Bb9lH4HXcVh8IfjfJ4X26Z4b8YWfjK48T/ANtxn7FbeCfHVxcXWo/2KurG4uP7MXRZH+xppM8l79m2x2t2ZlWX+/8A/wCCNVv4K/aB/Zh8d+MnT/hLTpnx58T+Gf7S3atoPkCy+H3wu1X7F9jDaKJPL/toz/afssm/7T5X2hvJ8uLOeNqKc1GK5VKSj7r2Tsvtdkv6Z6tHLKDpxk377jG/vK1+WN/sf195/lxHRY9O/fAzfN+6+d4mHzfP0RAc/J16Yz3xX9B3/BOT4Sfs+/tU/FX9nj9nX4meOPGuhaH438F3MHiK48FIlh4isbzwh8JNc8ZRRaXqOteC/EujRqdY8NW1tdtPpuoJNp73UdtJFPJBeRfhN4w8BfETwjpkGpeLNK/s/Tp76Kxhm+3aHd7r2S3uZ44vL028uZ13QW1y+94xENm1nDtGG/os/wCCR3hHwfZ/tDfsreIfD+n+X40fwNq92l59r1R83t98CvFS6tJ9nvbltJHm29xejaYBEm//AEZUdYdu08RWjGMrwndtNwvJaW63WphLL8Mk1FtNK7TlG+2jty/mbP7Stv8AsZfsd/tkaz+ydL8W/HNv8KPAvij4X2Gu+IvEuj6xrvjqw8MeP/DHgvxz4q1GS/8ACvw1tdFvL7TofGGqy6Omn+FZ2jtrewtriw1O9jnN14b+098GP2QfjT4+0jxT+yv8UviP8Tvh9YeELDQNY17WbdvDd1aeMrXWtf1HUNIjsfFfw18E6jLBb6Jqvh69W7h0q4snk1CWGPUJZ4Li2tOd/wCCxH7P3xX139t79pv4sw+EvtWkWui+ANdk1/8At7w3B5dv4X+A/wAP4ru6/sptahum+wnSZl8hdNZ7n7PmOG481TJ+Q/gf9ob4ufDXSbjQvD3i/wDsWyu9Rl1aW1/sDwzqPmXU9taWb3Hn32iX8qb4rCCPylmWNfK3iMM7s7hXqSi3Z6O1rO/TW138/wDgs8+rg6S80m72afVb6H9L3xi/Y1/4Jv8AwJ/4Rz/hU3x7+OviT/hKf7X/ALf/AOEvhgm+xf2H/Zf9lf2f9h+Bnhjb9o/tfUvtfm/bs+RbbPs2H+0XNZ/Yp/YL+Gvgfwz8YNW+M/xrs38ewaMJWuTYXumC68U6RL4oeOysdN+Db6pbrmwkNsbyeURW6tDcSSXDxufzt/ZI+JHjb9rD/hYH/Caaz/wn3/CA/wDCKf2b/wAS7SfC39k/8JT/AMJJ9s/5BVj4c+3/AG//AIRy1/4+Ptn2X7H+6+z/AGiTz/on/gpx461v4dfsgfB6z8Jap/Y+q6Z8SPh94euY/sNpqHkWdl8MPH0U1pv1OzvreTy7mxtl+0RtJK/lZWZo3kL6c9XZpxfaUWmtt/629WcM6NJXd+3VWey7f1r3Z8Hftx/DL4MaV4b+KHin4S+LPFfijRoP+EK/4R+81xUtxfebf+EtO1X7VbT+FvD14n2a6k1KKDdDZ7jbwyL9oiYPP+P0TwKpF45hl3EqqAsDHgYbKrIMltwxuB4HHc+teJPjb8W/GOjXvhPWPE39o6DqP2f7RYf2L4Zs/O+x3UGpQ/6Va6Ta3kfl3lrFN8lym/Z5bbomaNvGL2G4hlVLldshjDAZRvkLOAcxkjqG68/hivQoc1km46q903zbR019NdO5xVVGOsb6WWvw7+XUlsLz7J5v3f3nl/eV2+5v6bSMfe5z+FNu7+W6HlssYQSb1KK4JwGUZ3OeMN6A5x9KoUV1HLd2t0/plnbbfZ93mP8Aaf8Anng7Pv46+Xj/AFfzff6/lTY3VUYZ+bJIGDzwMdPf3qCik1dWY1Kzuktrf15m3piaPc+f/bF3Pa7PL+z/AGdGbzN3medvxbXONu2Lb9z7zfe/hz7K9lsZWliWNmaMxkSBiu0srEgKyHOUHfGM8elSijlVmuj6dBXenddevz+46KeTSZ7cyPdSi7lCSSxKkgjWV2V5VUmA/KrFguZG4A+ZuppxXUNng277yrCVfMVzmQYwpwI/l+Vc9DyfmHbJorN0otWvLlvdxurNr5Fc73sr7X/pmrd6rPfeX56wp5W/b5SyDO/bu3bpH6bBjGOp69ukmuPDmhqLvw5qFxf30jC3lhv4ZvJW1cGR5F22difME0UCj963yu/7s/eThqKr2cbKKVo9YrZ+t7k3emu239fI6CDWXe+865EMcckk0kjIkp2l1kI2je7Y3kDoxAPJ70+9u7SZp5Y5SzMh2DZIAWWMKBhkBHIwckfUCucpdxxjPFVGMY25Ulb/AIH+REoqXVr0t/kdDpviC806B4IIrZkaZpSZUlZtzJGhAKTIMYQds5zz0AzL6/kvfK8wRjyt+PLVx9/ZnO5mz9wYxjvnNUQxHQ0lbKrJJr0t5fiJU4p8yVn/AMCxvSalHLp6WbsoAhgjO1JN48ryz945XOU5OMHnHasyI24miV3YQeYgkcA7ljLDzGACHlRuI+Q9Bwe9SilKo5Wulst11+81jJxd1+J0/leHG5a/ugenEb9P/AI0mpeIp9Q8nzFtx5PmY8uOZf8AWeXnO+Vs/cGMY75zxXM0Vnpdu1rmnt59LK/ZP/M6Ge406a1hBuH87920qBJAFbyyHAJhIIDHAwzcdz1qC0v49OuI7q1ZZJYd3lrMkhQ+YjRtuCiJuFdiMOvIGcjg4tFVzNdFta/UTrTeul+9nf8AP+vvNu/1Z9WuYprwRRAIkDmBJFAiEjszYdpjvHmN0yOB8pOcwSS21rj7DI03mZ83zlb5duNm35Ieu58/e6Dp3y6KTbdr9CXOT1e/R9v6/wAxzsXZnOMsxY46ZYknHXjn1ptFFIgKKKKAHIQDz6VJvX1/Q/4VDRQB+gH/AASkZf8Ah6P/AME2ef8Am/r9jrsf+jh/h1RUX/BKP/lKR/wTY/7P7/Y6/wDWiPh1RWdTp8/0NYbfP9EfX4v4TwFl/wC+U/8Ai68m8S3SFdUwHGbt+w/5/B/tVu2t3NJIQZJRhCf9a5/iUf1ri9ZVn+3ZdjuuHJzk/wDLyDzk81+SZPi71bXekod/54/1/lpb72vQaT8k+3ZN9fn/AJHwZ8VG3fEPXG5xv0jr140bTR/SuFlOWBH90fzNd18U12/EPW164fSO3ro+mnpz615/dvskUAfwA8HH8Tf4V+rYOb9jRa60acvvhE+arNwlUTWntJbP+92/4Y7LQdP1+/8Atf8AYeqvpnleR9q2X17Zefv87yM/Y0fzPL2TY8zGzzDszvbCl7zSLq4k8RXMurQb5bfyzNLf/wCmeZu+0bL4xp9yOdfNz5v7zG3DvjH0VNQvvtP2LVbzSfK8nzfsssw+0b/N2eZ5U9v/AKrY+3dv/wBY2NvO7b1qQW+nWy3CC8lSaGOWeY5knlWCUPPIXErGSVlLsWZ2LMSXY5JwxC5/dspOejilyztZbTdkm+9zkhi1CSu2nG1nq09nstdP00P1D/4JNx6H4u/bZ+AXh+00q1FzqH/C0/LbULGzFp/onwl+I96/nGIXMn+rtmEe2F/3mwHauXX9kP8AgoJ8S9f+Afxm8M+DtJ8ReKvDttqXwx0bxK9l4E1e90jSJZ7zxV400trq5tra/wBGjfUnj0aOGac2sjtawWcZnYRLHF/Pb+xj+3BoH7IXxP8Ahv8AE4fAnR/iDq/w8/4TD5h4qsvCWpav/wAJZ4e8U+H/APkNjwL4lutP+wWvibH+pvftcFl9k/0aO53QfqR41/4LFfDX9o3Vbfxv4v8A2FvA11qWlafF4Vgk8SfELQPGV8tjY3N1q8SRanqfwRt7iC0FxrlyyWCIYYpmnuFYvdSBfKeXz5pS5Gottq84tpNq13d3fd9Xr6fSYDN4xhGPO7pdIyW0YK+2m2mxrf8ABKr4gfE741/8L4/4Rb4h+NLD/hGf+FX/AG7/AISDxb4gtfN/tn/hYn2X7J/Z17qu/Z/ZVx9o87yNu+Hy/N3P5fRf8FSvHVjo/wADfDWl/EFdU8W/2b8Z9G0+5S7EOvW8mt2fhD4hW82pRLrd5FvZ/KvQl5JHHdtHcsHRfOlUfFX7Kf8AwVa8Dfskf8J5/YP7HvhTWv8AhYH/AAi/2v8Asjx7o/gn7N/win/CReR9o+xfCLWP7T87/hJJvK8z7P8AYvKl2ed9rbytf9s7/gqf4B/bw+FHhz4Q6d+x14P+CmseHPHmkfEfUPiBZeOdF8Zan4g/sfw34p8MXWjXljB8IvBF0n9rXXjBNbuNRm12+23GlJDJY3Ml0Ly061g+Szs+VPZNXW3W++mlv0VtcZnTnT5JTTqa3fJK20baWtt/n5L5h8CfsV+OvjV4W0r45eB734caL4B8S/bv7L0HW7jWNN122/sbUbzwhe/adL0jwrquiw+drWlXd5D9n1efzLOWK4l8q7klto9n4O/CDXfg/wDt/fsZ+ANeuNAudT8Q/Hr9nfVbWXQJbybSlg1b406ZosK3b3umaZcLOtxpkzTiOznQWzQlJJHLRR1vh7+3y/wR8A6R8Ibb4Vtrdl4Z+37NQg8dnQrW5/trWr3xO23RI/B+pQ2vky6s0DYvZvPkiN2fLaYxR9L4X/bf8PXXxX+HP7R2o/AfRtS1j4L+LfCHinT9MvfFNjcanqJ+HPiS38d2tlZ+Kp/Ast1oJu7pnt7e6g02+/su4kfUY7e5kYwGnhm3flbjayTkm9fh3b/ry282OaRWilqt7RaV1ZPof0xf8FR9R+Ivwg/4UZ/wi3jbXfCX/CRf8LN+3/8ACFeJNd0H+0P7J/4V99l/tP8As59M+1/ZP7TuPsXnef5H2m78vy/OfzP5HPEn7ZPxp1+xis9d+Nfx21q0ju0uY7XVviR4r1G2juUhniS4SC88UTRJOkU00ayqokWOWRAwV2B/Vz49/wDBfTw7+0D/AMIp/wAJN+xJor/8Il/bv2L+3fjTY+LMf29/Y32n7L/aHwNtfsGf7Ft/P8nf9qxD5m37Mm78H9Yt7J7aMJZWsR89TuSGIEjy5fl4jU4yQevbpSWGUeXmje3aSXa+z8l/Wz/tS692Tv0dpf5H6V6x/wAE5vjJrfwR0z9o+78RfCi80Xx14X8G/EZTf6v4puPGk9v8SG0TUbSTWDL4HltJdbZvEMEmtuNcvENx9seK+vjsef8AP34l/DrxV8N9fs/Cd1qunodX0m31Aw6JfakumyR397f6bi6jksbHfM/2Fln/ANGlVrcRLvfmNPvLxH/wVJ1DWf2XtD/Zg0/4QXuhT+HvAvw28BQfEGz+Kc/muvw1fwxu1OLw5B4Es3tRrkXhhoTYJ4jkGnR6gym7v1tytz+anjjx7rHi7VrfVb+51N7q206KyimvNXutQuI0hubu5j8u5mVJI1SS5dkjXARy0gO5zio0Zp6K97NczTVtF1b1VtP6tP8AaMJLf1aTTvpfojd8P2On+Gvtf/CSWNpqv23yPsflW0N95H2bzvtG77ekHleb58GPK37/ACzv27Ez/SF/wb6fEPw3rX7ZnxMtZdO1G4WP9mPxncBL2zsJYgy/FX4LxhlVr2UCQCUgNtBCsw3c4P8AMv4Y0zUPFf27z9bvYPsH2bb5pnvN32r7Ru277uHy9v2YZxu35GcbRn9tf2YP+CyHwn/ZP8fav8RfB/7Afw8Op614Qv8AwVOPDfj/AMN+Bb77DqOteH9dl83V9L+BV/cXFp9o8OW3mac8KwzTeRctIHs41cqUHKUrvmbt5JaR81vZfr0FDMoQgrNpejb36u2up4r8ZfhUfjz/AMFOP2lvhf4PtPDmm6/4t/an/aifTbvxJbmz0eAaN4z+JHiW6F7caXp2sXsZex0m5it/I0+5DXbwRyGKFpJ4/tHRf+Fd/svaFD8G/HngzSdV+KXgGK7nufF/g7w7od9p66jr09x4x8PX2ka/rP8Awj/iIXGl6frmlRNcyaXZz2WoWcqWJmgt7a6mueFf+C9/7MPhr4tv8Zz/AMEifgNfeNrrWvE/iHUfEP8Awnvw+t/FOpax4uttXg1rUr3xX/wy1catcalqL61ezapqE7S3WqNPdfa3Y3cr18Eftc/8FGdE/ao+NPxJ+M/hr9nnSvgppvxAs9Bt9P8AAuheOLTWrLwpJoHgbQfBklxZ6lp/w88HQXL6heaFL4hfyND0tobnUZLdnuJYmv7jCpgJTtfXbdrRdt/n2PRhmkLJRfRPSLXbXY/re/4JWfD3xB+07+z34x8e+H77TRZ6R8ZfEPhCX/hOLm9GrfabDwR8PNZf7P8AYrLX4v7O8rX4fK3XkUn2n7Xm2Rdks38K/hvRJNU+2/2yLXVfI+zfZv7QDX32fzfP87yftUUnleb5cXmeXjf5abs7Fx9b/s8/8FP/AI8fs3+C9T8D+APFPxc0LRtV8UXviu5tPB/x18ZeB9Mk1O+0nRNImuZ9J0Wya1uL57XQrKKXUZD9olt4bW2ceXaRV9D+Jv8AgqZ+zJZ/Yv7O/wCCYvwJ03zPtPnfYtX+H9t52zyPL83yP2fIt/l7n2bt23zH243HPHLLZuT9mkm9mmlLZbO6tpe/daFPM421bt1um/wsfsXp9hffA39gn4WfGe9uFg0Pw98D/gPciHwnLNF4jht/EumeBfD1nFYxyppFpGUfXIEvE/tWBFshcrE05CQTfzHftL/Fu38f/tUeI/ihaz+JGtrzWvh/fpLq8qHXwNA8K+E9OdpHj1K8j85X0pvsZGoNiEW+XhIKR+ifGP8Ab2+Jfxs8EeKPhvpdz458AeAfFE9g+g+CrD4qa/qXhDwX4e0nX9P8Q+H/AAppHhi307QdFGjeHrXS7HR9HtLOz0ux063tLSSysbaO1htF/OzUrrUotfKXup32pXC3Fl5t3dXNw80+Y7dlEjSzTOdkZWJd0jYRFAwoCiKGULmk9FJqScb3e8db6re/W9/LZPNPhs3Zta2f5W/4Y/vj/wCCA3hSL46/sdfEnxd9l0vUf7O/aX8Y+HPP8YwLd6mv2T4W/BvU/Kgk+zavtsF/tffEn2lMXD3TeQu7zJf5oP29filo/wAPP+FU/wDCoYdb+GH9sf8ACc/8JD/wgsdr4K/tz+z/APhDv7J/tT/hGNQsv7T/ALM+26n9h+3eb9j/ALQvPs2z7Xcb+M/Yy/4Kh/FT9jL4X698L/BUPxBk0rXvHuqePbhvC3xp8R/DzTxqGqeHvC3h6UTaLpOh6lbXV59m8LWhk1R50nmgNvaNEsdlG8n556Df+LPip9r/AOEz8Z+IvEf9heR/Zv8Awk+p6l4m+x/2p532z7D/AGrqEv2L7R/Z1r9p8jb9p8i383PkR46KOWRjdzXux5dE1d7rRra2j6X6Cnmj0UZNN9Wm0rWbuut1dH3h/wAE3vCXjT4z/tDeOovDfiBbPxFd/DDxP4q1TWPEGratb3GoRT+OPAy3r3eoWFtql9d6hd32qQXU7XAZZ3WaeW4Myp5n65ftj6N8Sfhh+xL8RtE1vxne3DaH/wAIh9pXRvEWvTWj/wBp/Fvwvdw/ZhdxaeW2jUIjN5kUOJFlKeZhWf8ACz9kP9sW3/Yu+LninxrF8MIfiG1z4N1z4cHT4/FaeDGUTeJvDWrHVzer4U8TlwD4VEB077KAxvRN9uH2Xy7j9JtX/wCC3vgXxV4buNO8d/sM+E/HmgX/AJX9q+HvFvxU0fX9H1X7LfxT2P8AaFhrHwO1Cyu/sN7b2d9afabWbyLqztpofLlhikTpWC5UrbNqyvrrbrfy/rdc2JzD2kWnJtqzbs19nX+v+HPnb9lX9mvx18b/AAvL+0Lf6t4T1v4bfCzx28Xjnw54zv8AWNS8Q69oXgfT/DvjfxNpGnaPNoOraDqlpqmg6s9haWGsa1p1nfX0t1a6gLSykN3J7L8eviX8HvDP/CKf8Kg8BH4Z/bf7d/4SH/hEfC3hfwZ/bf2b+x/7J/tD/hGL+3/tL+zftGp/ZPt2/wCx/b7n7Nt+1XG7p4/+C4fwcs/gH8XP2fPh3/wTi+Gfwtk+MHhrx74asvGfgv4j+FtEfwbr3xA8GDwTbeM7XQtD/Z70VtS1fw6y2OqwNFrmjXl4dPtbOPVNPMUN5F+HvxB8c+L7r+yPtPijxJc+X9v2efr2pzbN32Lds8y4bbu2ruxjO0Z6CrWFacLxtZd4+Xb0/rdeb9bS6vS19H/d8v68un9mv/BWP4Ba38TP+CL/APwT91rRm8J293r+pfspeKJbzWDdxX9xBqv7KfxHu3N9cWujX8st/LLfxS3W6WZJJllc3EjBWf8Ajs1P4N+JdO8ez/DeK90GHxDD5W2+trm/j0tfM0aPXjsul0tL4ZsXMLYsRm4LR8wnzj+tHwE/4LNeI/g78Pfh54M+OXwc1v8Aaz+GXgv4beEvA3hb4X/Ff423+o+BPD2seHND0fStE8ZaB4Y8X/Dz4h+H9F1LSfD+mav4e0qLTtJgutN0fxJqOn2mqxWT3Nte8H8f/wDgp98B/wBo7TPFvh7wJ/wT2+EfwC8beMv7B/sr4o+EvEHg298VeE/+EeuNGvr7+z7vR/gb4K1aT+3dJ0O88PXf2bXdM2adrNzFN9stkls7sjQkkrXtGXNvppa+l+33k/W4vS+rstnfW3W39eXT4J+GPwg8R+HP2jPgXpniW90LVlufid8MbmeNLi/v7abT5vHWn28tpMl/pkAkEggnWSB42geOQBmO91H9bXwM1eD4Rf8ACUf8I0tx4W/4SH+xPtv/AAhgTQ/t/wDZP9r/AGb+0vsEumfavsv9pz/Y/N8/yftF15fl+a/mfyHwfEvU/Bvxl+GXxVvFv/ENv8OPEfgzxhP4XudYuLeHxFb+EPFQ8Ry6LNqMsF+ljDq6WrafJcvpeopbLO07WV4Abd/1k0j/AILp+GtN+0ed+xbod953lbfN+MNgvleX5udu74JzZ3+YM4242DOe1zozqpaJ2SStZcqTTt0vtfTTUFiYwb1au79Xe1vL+n8mv3D+DXjWb/grd4ov/wBnC7vNY8ex+CtBuvjauj/tPXDeKfANs/hvUNL8CDUtI0+W7+JKw+L4V+JLWtheDQ7Qx6Lea/B/a0AuDZ338oHxn+A+39uP4/fs4eHdO8G6Nr3hP9oP48+ALVrO0/s7wZYv8OvF/jS2u4NJNjo/2220VbXw7cW2ixR6FbEQGzhksrGMusHSfsNftzfFT9ln4s+IfiD4c1r4gX19rHw71bwbLFonxT8R+DLpbXUPEvhHW3kk1SxtdSmntxN4egV7BoEjlkeK4Mqtaokn2Vq3/BZD4Ap4g1bxDqH/AATS+D+rfFa41XUr3xH8Ybzxl4Ll+IPinxVqFzOfFfjHW/E0/wCz1P4jvvEHjG6uNUvfEOpX2vXuo6ncavfyalf38lzcSTwsO25WT1jZpO2mm+tn6FfW0nG71uraPpy+X9fl7Z8HvjP8Gv2YP2dLL4NfFbwFd+KfF3gPQfHE3iPVPC/hbwrrmh6lBr+s+JPGFnHY3viTVfD+p3nlaJrllZXKX+l2aJeQ3FtEZrSOG6m/b3/gkl/wUO+DEH7OHjVPhv4Z+KPgnQz8bfEjXWlaLo3hTw3a3GqnwJ8NhPqEljoPjYWctxLZixtmu5B9pkjtIoX/AHUENfyvfGH/AIKkfDL4seEfiL4btf2KfAnhTWPHvg3xD4UsvFkHjLw/qOp+Gr7W/Dlx4fsvEFr5fwd0m6urrRZZodRtYotR06ZpLaOGK+tG23Efz1+y/wDtu+Jv2bfAOr+BtM0LXdbg1XxhqHit7ux+IOoeFoY5r7RfD+jtbtp9voeqpNIiaFHIbw3CNIsqQGFRbq8mbwbVpOyfbR321v5eq8rHo0sw91RV2kld2tZpLTo+m609D6p/by/Zi8cfBb4Q+HPFPi/U/B2qabf/ABI0fQILfQr3V727S+uvDHjDUYppItT0DSrdbZbfSrlHkS4eYSyQqsLI8jx/eH/BMuGeX4pfs0pocn9l6q3gKX7LfwO9jLBj4N64Z9t1Zg3MXm24mhbyx86yGN/kdq+X/wBrv/gtX8M/2pvhtonw+uP2CPAvg5NH8cab4yGpzfEnw/4qWdtP0HxLogsRp7/ArQRC0o8QtcC8+2SGMWpg+zOLgyw5nwv/AOCrHhL4LaZ4M8V+H/2TfDseoeEfD2m2NlNo3xB0zw3ehLnQ18PSG11Cy+FE8+nq1reyh44VkEluZLRm8uVmFRwz93tzLS+l/dvpf+vyyqY+P82y1917adbdOn6Hkn/BXXx18Y7D9vr9ojwX/wALS8cLos9v8MdNuNEh8b+KV0Ge01f4H/Dlr20l037YlpLaXovZhfQPamK58+fzY5RI+/8AIzVrS/064SC8ufPlaFZVdJppAI2kkQLulVGBDIxwBjBBzkkD7h/aj/bM0j9qT4q/EP4sXfwb07wprnxDsdJsllufFFt4q1bRbnR/BmjeDLPUF1+Xwbod5fzwLo0F/a4isZLVfKsopgLdLlvhW/iuTMv2i9nun8sYkmaR2C7nwgLyudoO5gM4yxOMkk9tGi46Wja21lfp1/r/AC86rioyd05Pta67d0v6+4/ef/gjF4TvIv8AhpHz2sJd3/CntvzSvtx/wtLd9+2GM5HTrjnoK6D/AIK4x6hZfA3QFurt5bVPjxpUMNuk88kcRXwh8SRHsikCRoqRoyLsxtUhVG0nHzP+yj/wUb0D9mn/AIT37B+zrpHiL/hNf+EW837J44svC/2P/hHP+Ej2eZ5Pw61j7d9o/t59m77P9l8hsed9oPlc7+2j/wAFE9H/AGo/h1pXgk/ADTPA76d8QrHxo2r/APCcWviZrk2mheKtIOnNZ/8ACvvD5QzHxB9pN4byTabTyjav9o82HRUXzOUle9r2fa3n5f1scM8Q3Gyevo/L5dP62X5iWthc3lgk9rKkMkm7y5GeSORdkzI2WjRiMhWXgnKnBwCRWBqdrd2lwkd5OJ5WhV1cSSS4jLyKF3SqrDDKxwBjnOck11N3e/atPkuLKP8AsyN9nlwWr7Ug2zqj7DEkAHmlWdtqJzI2dxyTx100zSAzzy3D7AA8rs7BdzYUF2Y4BycZxknjk1vGnydLJ6pddbdfk/6255VOd77KzXTTf8StRRRVkhRRRQAUUUUAFFFFABRRRQAUUUUAFFFFABRRRQAUUUUAFFFFABRRRQAUUUUAFFFFABRRRQB99/8ABKP/AJSkf8E2P+z+/wBjr/1oj4dUUf8ABKP/AJSkf8E2P+z+/wBjr/1oj4dUVnU6fP8AQ1ht8/0R77ZSfvW4/wCWZ7/7Se1c14ok/s3TdR1LHneVLG3k58vd595FFjzMSY2+buz5Z3bccZyOo1y+t7G0jlW4t8tcpH+9mj24MUzcYdPm+T16Z49PBvFviAXGn6rAsti+6dABG+5zsvom4AmbPC5PHTJ4r8TyaEvax0+3T/8AS4/5/wBaX/VsXStGT20l3f2T5Q+JN99v8b6ze+V5XmnTT5W/zNvlaTYR/f2Jnds3fcGM45xk8Z9k+2fvfM8vb+727N+cfNnO5f72MY7dea3/ABfmTXtSlI5K2x+X7vy2NuPf055rnbaUohA2/fJ5+ij1HpX7DgUnQop6tUqennyQ7HwuYRtOSa+3Jp36c3b5mv4Q8Kf8JP8A2j/p/wBh+w/ZP+XX7T5v2n7T/wBPNvs2fZ/9vdv/AIdvzZUo/sXVNQtf+Pn7Jc3dj5n+p8z7PcGPzdv73Zv8rOzc23djecZOSkbHOxXbpnALY646DjPNdf8A21JY2NoLc2skyRwQvG5Z2QLD825ElRlZWRVOcAEkEZIx1VU37trqWltu3Xc+bk5Xsu/bZWWt7O+5np8uNb64z/o3Trm0/wBd/wCRP9V/sf7VZ97dfb5Vm8vytsYi27vMzhnbdnamM78Yx2znni5FJc3+pLfzwlElzukjjkWAeXAYVw7lwMlApy5+ckDHAFq8ury1lWO0gE8ZjDs/lSy4csyld0TKowqqcEZ5znBFRCK1i2rq6Tv8KVvctfW3d66m1Kckra2vronrprt+RHren/2b9l/fed53nf8ALPy9vl+V/tyZz5ntjHfPGvbyf2dZ2t5jzvOggj8vPl7fMiWXO/D5xs242jOc5GMHM0HTdNuvtf8Aa121h5fkfZ989va+bu87zcfaY28zy9sedmNu8bvvLWJfAm6ubW2Bnt4LmZIJE/etJDFI8cUheP5HDptYuihGJBUAECt6kFJJ7LXTtt1ut9/mb1ZycU79dFZabeXVd+5pvqHkawdZ8ndtx/o3mbc7rUWv+u2HGM+Z/qv9n/apmp3P9uub/Z9l8iDyPK3efv8AKMk2/wAzbDt3edt27DjbnJzgaFnqN6mjx6XbQJNcDfstlilku2zdNcNiGNw5whaTiPiMbjwC1UxqmqWN1At3Zrat5kUu25t7iBvL8zHmYkkQ7Mow3fdyrDPBxkratWvH3U720Vtl133/AOBfn97b+bX77frYqaTq39kfaP8AR/tH2jyv+WvlbPK8z/pnLu3eb/s42988RX+l/YYVl8/zd0oj2+VsxlXbOfMf+5jGO+c8c6WuX1zrP2Xy4km+zefn7Gkkm3zvJx5mHlxnyjsztzhuuOIbDX77SpmuLeG2d3iaEiaOZl2s6OSAk0Z3ZjXB3EYJ4zghp7NbyfvX8tFddNOy89QtK3ktvn27ncXk/meD4INm3/iXaSu/dn7jWZztwOu314z3rz2JPstzb3ud/wBkliuPKxt8zyJBLs35bZv27d2xtuc7T0pHvZdUupRcLGn2uWWaTyQy7WYtOQm95MLvGMNuO3jOea2ba0uIrK4it7eeW0fzvPnETuIt0SrLmVFESbIgrneDtzub5SKi6puzum9Wkr3Teut9Nn92g1ztabXt91vIztd13+2vsv8Aov2b7N5//Lfzt/neT/0xi27fK/2s7u2OTSb/APsK4e78r7V5kLW3l+Z5GN8kcu/fsmzjydu3aM7s7hjBnttRm8Pb/sKxS/a9vm/ag0m37Pu2bPJeDGfPfdu3ZwuNuDlsUsmgMby1UPJIptmF0rNHsciUkCMwtv3QqASxG0t8pOCKvG0VHSMm7LvZ63e619RNSu31Vm/wt/Wxds/En/EyW4+xffknk2faenmJKcbvI5xu67RnHQU/VLT+02u9Z8zyN8Rl+zbPMx9lgEW3zt0ed/k7s+UNu7GG25OOkMV1cm8unMP2l5LiVgyxxI8+6QhTIG2rvbaoZmOCBuJ5pqxy2epwXtnG88Fpc21zFOUaW3Y27RysXliCoY0kRlkKuu0KwLKQSGpwl7vRd3ZJqytfvrobRnNJJ630WysrLXbp5lCJPNUtnbhsYxnsD6j1rtml/wCEzx8v9m/2b7/bPO+2fha+X5f2X/ppv8z+Hb81DVPFOo3twkpgs22wrHmKKcrw8jc/6Q/zfPzz0xx60NZmhm+zeVLHLt87d5civtz5WM7ScZwcZ64OOlXGMJW6L12/EanJWW/LutFzbWd7aW8iaUfZnktfv/Z3aDzPu7/JYx79vzbd23O3c2M4ycZrJuI9zvJnHAOMZ+6oHXPfHpVwWsMdulxC7SXPlxsItyuCzhQ48tFEnyqzHG7Ixk5ANXkvdZFi0A05zaGKdGn+yXZCxv5nmv5ofyxs3P8AMRtXb8wODWnsod/6+8bqOyi7/Ene2ie3b+uxm2Wr/YImh+z+bukMu7zfLxlUXbjynzjZnOe+Mcc2NWk8/wCz8bdvm992d3l+wxjFFl4hvtIia2t4rV0eQzkzxzM+5lSMgFJ4htxEuBtJyTzjADX0rVp8fbNL1C3258vNlcxb92N/+tjO7bhfu9N3PUVjJQiry8u+uy2v3YvaS96O9+XSySVtd7df0Klmf3rL6Iefoyio5Dm+KfTn/tiD0rVvNS1fVbSHQlsPMTTGj2LbWt092Fs4ms1M4Ekg6SYlIhjHmlQNoO05semXqsFuLK8hUZ3mS2mj25BK5Lx4GTtAz1yMdRUtrktJp3216W8t/wDgi55zaWqtZ3t6K23nuWDbZikn3/6pXbbt+9sXfjdu4z06HHXnpVe2l83f8u3bt75znd7D0rqLLQdAfR9Qvr7U3tdUtVu3srJ7yyg+0eRapNbf6NNCbiYTXBeL906+ZtMcZDgmjwpo/h7XPt//AAkOq/2X9l+y/ZMX1jY+f532n7R/x+xTeb5Xkw/6rbs8z5870xH7txWj00vrptpZPUpupdK69Pd19X0/Ur+EPFH/AAius3l/9h+3+bZ3Fl5X2n7Lt8y6tpvM8z7PcZx9n27NgzvzvG3DU9f1b/hJ/Ed3qP2f7D9u8j9z5v2nyvs1hDB/rPLt9+/7Pu+4m3ft+bbltWay0zR7q5fRLz+0WE01soa4t7sNaCQlZ8WiREkmKL94D5Z38L8y4zY5I9S1QWeqSJZ2s2fPmDLbtH5duZYv3lwZI03yRxr86ncG2rhmUgThd2T+Hz7LW3XyQlGpy6tb36a7K1/MyCP7NvrRv9d5ckFxj/V7tk2dmfnxnZ97nGfunHO9d3f9veX+7+y/Zd/8fn+Z5+3/AGYdu3yf9rdu7Y53P+ET8Pi0uL+01K4uPsiSyqyXllLD5sEfnBJDHbdPul1Dq2xgcjINc6bbTb3/AI+LxY/L+5suLdN2/wC9ner5xsXGMYyc5yMDlTbVr6Xu7PyW1+o1zpPbXVK68lvYyb2x+xxLL5vmbpBHt2bMZV2zne393GMd+vFL/aG63WHycYSNd3mf3NvONnfb0zxnvXUabFb6BO95BMN8kTWx+1yR+Xtd0lO3YITvzCMfMRt3fKeCIL+w1mJLjWxpV99nlk+1JdNY3X2F47yUeXIk+wI0UomUwOJSr7k2s24ZTcJWW+tk3db2/Lf0BRnG8ttNlZ9vL8DBtb7MsFt5X35o49+/p5kgGduznbu6bhnHUU/WY/Kuo1zuzApzjH/LSUep9K0bS2SQwaqS/wDasci3ENmCNslzayf6LF9n2m5YTGKIGNZBJJvPlsu5cX7uy1HxBIt7qljd2txEgtUjgtZ4EaFGaVXKXCzOWLzSKWDBCFACghia/drVXVtJPfXTz/FEe0kt+r00W2m+hBrd39stY4vL8vbcJJu3784jlXGNq/3s5z26c1hWuq/Ypo28jzPI3Jjzdm7CNHn/AFbbeucc+me9dT4utdEg02B9N1OO8nN9GrxJeWlwViMFyWk2QKHADiNdxO0bgDywpy+P/EUejW2lNp2nrYW9nZ2sdw1pfCQw2qwrA7TG9EJaTyo9zCNUcsdirlcOEVa9tL7O6fT+rfdciVRt6fp/l0OFv7v7ddy3Xl+V5vl/u9+/bsiSP721M52Z+6MZxzjJW3tPtCF/M2YcrjZu6BTnO5f73THatGZNQ1O6/tR7OYpK8btLBbzm1C24SJmEhEgCqIj5hMhCsGyVxgJcW8EjhpZCjBQAN6LlcsQcMCepIz04rZNNabLT8DMzp4Psuz59+/d/Dtxtx7tnO72xir+jfvbqRfu4gY56/wDLSIe3rWxpzWGn+d5V3E3neXu824hOPL3427dn985zntjHfO1OZr1WjgCzkXBk22+ZW2ASLvIQuduXA3YxkrzyM7R5b6b/AD8iGm9H/wCBfd0X3fIbqun7fPvPOzjyv3fl46+XF9/f/wAC+77e9c/V6GG8tZFuPssyhM/NJBKEG5SnJwv97A5HOPpTLuaW4kV5ECkIFAVWAwGY5+Ysc5Y96qduXTsr+t9SkmtN132+Vv1KlFLgjqCKSsBhRRRQAUUUUAFFFFABRRRQAUUUUAFFFFABRRRQAUUUUAFFFFABRRRQAUUUUAFFFFABRUsQyxB/un+YqxsHv+n+FAH3d/wSj/5Skf8ABNj/ALP7/Y6/9aI+HVFW/wDglKgH/BUb/gm0ef8Ak/n9jv8A9aH+HXtRWdTp8/0NYbfP9EWPFHiia60+GOMWzMt5G5AiuF4ENwucvIB1Ycdf1ryS/lnlSd5EQK77yV7bpQ3ALscZI65OK9SbQ5LseW1r5gU78ecqYx8uciVf72MZ79OK5/xFoQsdIvLk2vlGIwAv55fbvuoY/u+c+c7sfdOM54xmvyrKMOo1dl8UNdb254+X9dT9dxLg1K7i1aVtVvyo+X/EwjOqahlju2Q8ds/Y4cfw/TvXH4K8KMjrz6/pXUeJ5P8AidXwB7W4xj1s4Pase3hWRCzLuIcjO4jsp7EetfqWXwgoU7XX7uK1a6QifD5gozqSs17sprV9p/1uZtrNFD5nmNt3bcfKxzjdn7oPqOtdcdG8Ox2dtf6hfX0CXaQvuQB186eLztqoljLIq4Dkbs4AALZIzwjbeN34df6V099cpeaRYWkT+Y8AtWaPaU2iO2eIneyqG2lgvDHOc8gZrStJpxd7JvVx7WXc+ZcW3uvm9fnoek/DTwenxG8aaL8PfCv2rVbzWf7S+wQLPa2FzP8A2fpN/rd1i71SO0sIvKisbhz55j8yOPyot8zx7v0v+FP/AATQ1vxl4dvdT8Q6V40sr2DWriwii03xh8PEga1isdOuEkcTW9+/nGW6mViJlXYkYEYILP4h+wLrX7Mngb4r/Cfxf8Z7n+y/7L/4Tv8A4STUfJ+IF75H23w34y0vR/8ARPCkV35vm/a9Lg/0C2k2eZ5t1s2XEi/vdB+2v+wl4fQ2Xgr4l/ZNKlY3VxH/AMIb8YrjdqDgRSvv1bwpNcjNtDartRhANuVUSNITxKSU58ql8UruSWrvq0136Hdh6UbXlv66bR7/ANfifzS/tAfAvwh8O/8AhEv+EZ1HxHf/ANsf299t/ti70yXyv7P/ALG+zfZ/suj6bt8z7dcedv8AOzsi2+XhvM8o+D/wY8c/GPxhq3hD4d6HL4h1vStGv9burIatoWkNFpdjqmmaXPdG612+0yyk2XeqWMJhhna4cz+ZHC0UUzx+j/HL4mr4q/4Rfytb+3/YP7b3f8S02vlfav7Ix96wt9+/7Oem/bs/h3fN9vf8E/8AXvghofj651PSLv7L41uvhPND4kn8jxdP5k8+teDLjWF8q6hm0ld2rQxPmwjVF27bUi2LKd8VU02d/wC6k+3fodEsPDo4t9dbvp0t99z5r+Hv7FvxVsfjJpGj/E7wnqXhzwnF/aH9t6npvinwReahZ7/C17dab5K2epa35n2jUnsLeTy9OudkE8hfydrTxe1/FT9iHwlML3/hEb7xvqviM+HLhPD2n3et+FoLa/1//iY/2TY3Mk+hafHHb3V+baGaSS9s40jkZnu7dQZU/Sq78WeAZPihJrHiLUM+GDs+2XP2XWhnHh5bW3/c2NsNQ/5CAgj/AHUX+0/7je1dbd+LP2bb/UbQ6Zf+bq5NvDpf+i+PY/8ATzOxsl/0i2S1/wCPp4+bj9zz++PlhscXtp3TSkuVJaLe3fXcFhoXV7fD1fXTyPwo8I/sHftOy/2h5vwylXb9k27fG3w55z9pznPipvQY6Ve+Cf7JuhfErxVqGha/ceKrOztPD91q0Uukat4dguWuYNR0qzSN3vNKv4jAYr+ZmVYVcyLGRKqhkf8Aa7xp8XvCXw4/s37X4h/sb+2ftnl/8SnU9R+0/wBnfZd/+q0y+8nyfty/e8rzPN437Ds1/h5e/sG/DTWrrXbyX+xYrvS59JW62fGTUvMknu7K8Fv5ESX7JvWwaTzTCqr5WzzAZArjrzbb95N2vZdlbu+wlhoJQWlru+vdryPwc8cfsG/tHeE9R8S63o/w5ubrwHp2s36+H9cv/Gvw7e7vvD1xqj2Xh+/vLSHxJaXoub60uLGWeP8AsuzkimmYzWdoEeKPzGH4WfFnR9W07wRqXhW3ttS8S3VpBaW39r6HNNMus3I0iAx3UGty2MDSTxSRobl1ETL5kwEJBP8AQTH8evg3rXju/wBF8W+K/tPwTn1jXEgtv7C8Uw7/AA9bNfXHhAedpmjxeLV2XMGiPl5RfNt26oWja7B+Av2kfGPwYm/bm/Zpj+D+o7vhDJefBuPxwPsnisZu3+L+ur4mGfFFqPE4z4YOmDOkERj/AJh5GofaKr2sqmjtFpfE01t03a17W7ijhoRj1+JOyfp5baHiXw4/Yo0a6/tn/he8vjHwV5f9nf8ACK/8I7rnhW9/tPd9u/tz7Z9j0nxX5X2Pbo/2fzPsG/7XPs+1bG+zfLvxA/Z8+MHw50a21v4n+EP+Ea0C61OHSrS/t9f8Mao8urz2t7d29obfR9a1i6RZLKx1CYzSWyQKYAjTrJJFHL/VfDrH/BO4bv8AhY9z6f2N+5+OPv8A2j/yAov+vH/j6/7Yf8tq/Dj9rrx1Z/Fr4baJ4c8Dap/wkGrWXjjTdbuLP7DLpXladbaD4lsJrn7RrFppts+y51K0i8lJ3nbzt6xNHHK8cqtPRLTX3ZT0UbvV3vpfre/4scsND3335dE/isvTX+rnjUX7EHi/XfhZofi/wvomv6nfa/4a8La7psUvibwVbWVzDrUOl3jSCK7eyuII/sV1JNDFc3EU6FUSUNIGjbxu7/Zm+NWj3Mnh258FmKSPZBIjeI/CUsqi9RZh+9h11rcsUuQVIyFyA43BhX7ofBXX/DfhX4MfCX/hYd39g0XSPhl4Cste/cX919nuo/C2k2MUf/EjhuLuXbqpt4t9l5sZ++zm23vXew69+xtr+r2uqXt19rnvLyzE0/kfFODzBC8Vsv7qGGFE2xwqnyxrnbuOWJY8EcVVU3B8zjzNpW0vdLmWuumz7FLDw5k9PgSvfz220P56H/Zo+IWnHyNS8O3ltOw81EXXvC8oMLfIr7ob+ZQS6SDBYN8uSoBBMvxK/Y/+Onws/sX/AISjwNNpf9u/2j9h83xV4I1Hz/7L+wfadv8AZOvXPk+V/aNvn7Rs8zzB5W7ZJt/fT4iy/scprdqLJsRf2VAW4+KR/efa74H/AFoLfdCdPl9Oc1i/t/fG79i7xV/wqb/hXPif7f8AYP8AhPP7Z/4kvxWtfK+1f8Ib/Z//ACHdJt9+/wCz33/Hrv27P3+3dDu9OlXk1Zp6pbryv3E8NB8l2tE+u2i8vI/Bz4Pfs/8Ajb4r/Efw78MfDmh3WpeK9aOrwQaVBrPh7TpJLjQ9C1TWdRjTUdWvINJiFvbaVdylprsLMsJit2kmkhV+n+IvwD+KXw++KF/8CLvwu0HjcXugeH7XQ7rXPDd3cS6p4y0zSr/RrV9YsNW/4R8G9GvWRSc3sdtapOq30sLw3BT7o/ZNvPDXwn/ac8E/G/xfJ/YHwq0688b6qfE+y/1XydJ8V+C/FWj+G5/7F0tdS8Ryfb7vXdJt/KGkvc2v2rzr+O2iguZYfXfihq/w1+JX7cWk/HrSrj+2vhJN8Sfg3r1/4r8rX9O3eHvBlh4H03xVdf2FcxWHiYf2a2gatD5EOji+vPsnmadDdCe2km6PbS5Ul3XTTbbfy/PuxLDxsldfEuvktdvL+rs/NP8A4YA/ahTjV/hhNa3PVI4vHPw2dTB0VyU8V3A3GQSKQXBwoO0Agtq6X+zF+018QvP/AOEF+G1prn9keV/am/xV4L077L/aHmfYcf2r4u07zvP+xXmfI87y/JHm+Xvj3/0D/Fj9pL9kZPEVkPCPjPGm/wBi2xn/AOKd+Jp/077dqIk/5CehGf8A1Atvufuf7vz+ZXM/si/Fb9kvwJ/wsH/haevf2V/av/CJ/wBhf8Sv4l33n/Yf+El/tP8A5F3TrzyvK+2af/x+eXv8z/R9+yfbw18TNWfLzJdGm1ry9pL8weGh79nvy63V3+B/PXbfsmftP6RruqgfDO3/ALUjmvrW+tpfF3gZ4oJkvF+1IjxeLlRvLuIvLVknlRlyVLgh69A179mrxlpvwyu9X1vRdQsviVD5H2nw9HrnhqbR4/M8QQ2sOJoLm5jbfoDxXp264+LpirbWBs1/aC7+Nf7KP/Cy/HV9deJv+KZu9d8TyaJL/Y3xI/eW8+vtNprbI9K/tBd2n7mxdorr0nAnwK5y9+J/7FOr+KZP+Em1z7R4NuNn23/iWfFmLf5WnJ9m/wCQfp8Wqrt1WK3/ANTtzt/eZty+eanjKlWSUqaVraxjK+jStdza2YvYKPVWst31sn2Wp+Dtr+zP8YNT0PVPG9/4Qkh8H+GYr258Tavb+IvCYbTdJ0azXV9ZuksW1qfUbqSz0uR7pY7Kxu5ZyFht4Lif9yfVv2dP2V/DH7Qv/CY/8IreeK9X/wCEQ/4R77f9h1TQNG+z/wBv/wBufZfN/wCEh0eD7T5v9iXGz7Hv8nyn+0bfNgz+snxm+I37HMPwO+Mfh74NaztTV/hh8QreztP7O+KR+0eKtQ8IapY26faPFViTF5oGlxbpZotOj++7IftD1+XX7EfxM8RfCr/hZv8AYut/2D/b3/CF/af+JbY6p9q/sv8A4Szyf+Puw1HyPI/tGX/V+T5vnfP5nlrs7VVfLJ3mmrWjp5dHqJ0Y3+x53bv5Gn8Iv2H9e1T4weOvCnxA0vxJofgzQrbxPFoeq6V4k8GS6teXemeKNN03TIr3y01hCtxpUl7c3LJpVmv2mGPbJbgi2ly/F37D3jKP44ah4X8P6Fr198NB9k+yeIbnxP4KTXJc+ELbUJ98byWZGzXzNZLnQo82aKRvyLxv2k8Q/HH9jDU/hh4Jl+Efijz/ANpWe08N3Xxib+xPitHuuJPD07fEF8eJtIj8Aru8fSaadvhcBBn/AIkijRRcY9R8IfGP9gHRvhPp2vfFnxH9m+M9t9r/ALfuv7I+NM2zzvElzZ6V+48NaXL4Ubd4Ul02P/QoWxu33ONSE7CfbSu3Z3ats/LXffT/AIAexja14733/wCAfjDpf7G3gXw/pV54c8Wap430vxHqzXDaXp0OreHLpLmC+to7Cyc3Nn4evrOFpr+G5gInuoTGIxJKscTLI/Ea7+wB4hu/sv8AwrzSfFOveX5/9r/2h4p8C2v2Tf5P9n+T9qTSN/n7b3zPL+0bfJTd5W5fN/SP4rfGT9lPxf8AFPwdqXw48R/2h4ehtfD1jfTf2R8R7TbqcfiLUZ7qLy9d0u2vjixubF98KG3O/bG5mWYL9EeCvj1+xv4E/tP/AIWJ4r/sr+1fsX9j/wDEi+Kd95/2H7X/AGh/yA9HvPK8r7ZZf8fXl7/M/cb9k21e2n/f+4PZQ/ufefz2+D/2Ov2kPiNqc+iaZ8Oftdxa2MuqvHb+L/Alk6wwXFtaM5l1HxQkDKHvo1ManzSWVlGxXxhQ6N4q1PxbdfAC40yFPFeialqvg7UdIhubVb221XwJ9rGq2h1h72Tw/NJaS6BdLNdW9xLZXYic2Esgmt2b+mb4S/GL9gHwn4jvdRs/Ef2CWbRLmyab+yPjTdbkkvtNnMXly6Xcqu5rZW3hARs27wGIb+fSPXvCaf8ABQT4meOLO7x4Av8A44fH3V9G1TyNSPm6BrV74+bw/cfYpYTrSfaYL2wPlXdol7D5v+mxROk2y4z5ua948sbxSsk2umt227LTqTKmo7crve7vqtux2GgfsoeBbjw5Bps2q+Mk+PF1Fe2vh/wSmpaF/YV/4yubm5j8DaRPqJ0B9MitNakk0Jb64m8VWlvb/bZzc6jpYjkNr5x4q/ZR/a58JahDpviD4T6fp97PZx3sUP8AwmHgS73Wsk9xAkvmWXji5iXdLbTJsZxINm4oFZC315pfxQ+HkH7QfgzVU1zbp9r4/wDh9dvP/ZmuN5cNpfaA9xJ5R08zt5flSHYI2d9uEVsqD9l/H79q79luw8Y6bD4q8e+VqDeGrOSFf+EW+IkmbM6prKxtnTvDjwDM6XAw583jLDYUzMKk72VOU32cXL8nc8+r8Xzl+Z+XvxC/YQtdT0W1g/Z6Xxj488aJqkM2p6R4g8ReDtMsrbwutpepe6lFPqmm+ELd7qHVpNEtUhTUp5mivJnWxlSOS4tvkjxT8LvEHgu21XTPGunz6NP4cuf7G8QRx6hpV81hqlhepplzbLJp0+oRXPlakn2bzrQ3Nu4zLHM0JEtf0o/Bf4ifsm/DbxTf658TdY/sXQbvQLrSbS6/s/4laj5mrz6jpV5b2/keH7G/vF3WdhfyebLCtqvlbHkErwq/4D/tVeJpvFPxT+PN54Qvft/w71v4s+O9S8ISfZltftPhO68fX9/4Zm2apb2+uQ+ZpbWEvl6osWpLnZqEa3HnJW1OtKfKpc3xpc1rNLTd7ab7epkepfs6/szeHvitpPw4jluvE39jeMvEUWhXV3pupaHZzpZ3ni250K8ls11HSp2huYkExhe5tp4vPQSGGWEhG+g/jr/wTa8AfD7xdp2jaBqnxKvLO58OWmpyy6r4j8EzXC3M2p6vavGjWvhewjEIisoWVTCzh2kJkKlVTyX9kP8AaO+FfwstPgxo/j3xl/YR8L+NtPv/ABFbf8I94j1P7DpreP7jW5pfO0bQ9Q+050u4W58uxluLgb/JRPtCmJf128fftrf8E9fHGsW2raj8S/7Unt9Nh05bj/hDfjdZbIorq8uVh8qDwpaI217t38wxsx8zaXIQKu3O4uV+b4nZtfEtLNdGn3W5rGKtrZv8ttH59z+WfWPD9no/2f7TLdRfaPO2bnil3eT5W7Hkwttx5q53YznjoazI3tbT97pkjXFyy7JI51YIsRwzsPkg+YSLGo+c8MflPUfWH7QF9+zne/8ACJf8K2l8zy/7e/tr5PHSbd/9jf2d/wAh5EznZff8emcY/f4zDn5Usn0eLUrx5jt08m4FocXR+U3CmDhAZv8AUg/6zn+/8+K1hUa6Tu+6Vnqtuvb8RuCTteFtOuqWm/b+u5OLjVLuLypLaBYJOroQHGxtwxuuG/jUA5Q8Z6dazbm2dJAGBB2A/eU8ZYds+lad9qNokco02bCjZ5P7uU9WTzP9ehPUyff/AOA9qy45p7pTJK29gdgOEX5QAwGFCjqxOcZ561qpOS672s/kTOKjpu2rp9LP7uxSMZbqDx7ioWUL65zitFk6bR9ef8TVV05O4cbj3+voaDMq0U5hgkD/ADxTaACiiigAooooAKKKKACiiigAooooAKKKKACiiigAooooAKKKKACiiigAooooAmg++f8AdP8AMVaqkjbTnOOMevcVL5v+1+n/ANagD9Af+CU3/KUX/gm1/wBn8/sd/wDrQ/w6oqD/AIJSSZ/4Kj/8E2Ru6/t9fsdjp6/tD/Dr2orOp0+f6GsNvn+iPV/h5pbf21df2itvewf2XNtilBuFWX7XZbZAk8ewME3qHHzAOQOGNcV8RbQvaeJIYRHHH/aLLHGBsjRE1eMqioqlVVVUBVUYXAAwBXvdrdaVp0hnSxWIuhi3W9tbI5DMr4JDIduUBIyeQpxxkcF4gjs9RTUVW1iP2m5aQefBEQc3Ym/eYD/Ngf7Xzd+9fA4aEVPRWs4u673X+X+R9pVr1LfE9n37eunyPzm8RpHB4ouIJkVys1gHAVWRla1tWx8wGQVbBBGOo6Vz2uSrHdxi0DW0Zt0LJFiFS/mzAuViIUsVCjceSFA6AV2HxZhFj8QtfhjCRLCdJZVgGxFzommyZQKEAOWLHAHzEnrzXms8zTOGZnchQuXYscAk4ySeOenqTX2OHi4wpNPR0ot99YR/rf8AyPncVUcpNXd7v1fvLX7/APP0Z5Zj/wBZhs9P4sY6/eAxnI6UCR1+67KOgwxGB2HB6e1PlBG3Jz17k+lQ16kIqUE3re9/k/8Agfj6W8qWjsun37L/AC/rQnj1HULZw1vf3tuyZ2NDdTxFNwIbaUdSu4MwbGMgnPU1cXxL4jUYXX9bUZzhdVvgM+uBP1rKZcg9M+tM2H2/X/Cn7KH8q/q3+X9aWXNJbN/e/wCuiLMt7cXG3z7i4m2Z2+bK8m3djdt3ucbtozjGcDPQV1fh7xD4l8Gz/wBs6B4h1rQLm7s/sTXegatf6XfPa3DwXTWs09lNayNbNJawySQmVo2mhhcozRoy8XsPt+v+FSb55AIjNIUTG1Gkcou35RtXJAwDgYAwOKw5IvfX1+X+X9aW09pUW7a+b6W8/wCvlp7NH8RfixrwWKH4l+OfMu87Wu/GXiTH7jLHzCt9M3SEhMBv4QcDpI3xK+IvhjNnf+PvGs2quPttjfWfirXZGtd37q2ZLma/t7mGaG5t3mUwqfLJWSN/MJC+X2H2zT1i1I3Mi20Pmfu4ZpRKPMLwfKnyR/6x9zfvB8uTy3B958HfA/xd8WPh/wCKPibo2peHodI8JnW7K9h1681OPWXfQdFtfEFybGO10nUrZo2ttSiW182/ti10JlkSGMLNIezha3KvuXl+difaTvfmfTq+n9f5HBXvxF+KHi7yv7V+I3jfVv7P3+R/bXi/xDf/AGf7Xs837N9pvrnyvN+zR+ds2b/Li3bti7cPUPiB8SJYVW88f+MrqISqVjm8Va9Mok2OA4SW9KhgpZQw5AYjoTWLqekap4d8jz7xP9M8zb9juLj/AJd/L3eZvig/57jZjd/FnbxnJntriJA08okQsAF3yPhsEg4dQOgIz159zQqcF0Q/aTatzP735efl/Wlt4fEDx3gIfG3i4xgAbP8AhJNZK4H3RtN7jAwMDHGBjpVX/hKPEM2o2Wrza/rcurafLby6fqkuqX0mo2MlpP8AarWSzvXuDc2z21yTcW7wyo0M5MsZWQ7q59gNp4Hbt71GCQRyeueKHTg/sr7l/Xl/SEqk19p/e/Lz8v60PVn+KnxKvsfbfiJ47vPKz5X2rxbr9x5e/G/y/N1F9m/Ym7bjdtXOdoxBF4r8QKxK69rqnGMrql6DjI4yLmvOEn255fnHQ+mferS3mTw0o/H/AOyo9nDt/X9fn6Wftan8z+9+X+X9aW9nm+LPxMm0tdIk+I3j6TS0gtrePTZPF/iB9PS3tTEbaBLNtSNusNv5MXkRLEEh8qPy1XYuOdb4j+P7cn7P458ZQeV80fk+Jtai8tgN4ZNl8uxg/wAwK4O75uvNedG/PTfPxx97jj/gdQvdbt3MnIxyfbHPzVH1elvyq/y/yD2tT+Z/e/L/AC/rS3bXnxM+I13Kslx4/wDG1w6xhA8/irXZXChmYKGe/YhQWYhc4yxOMk1z134q8T6p5f8AafiPXtR8jf5H27WNQu/J83b5nlfaLiTy/M8uPfsxv2JuztXGAzknIJ6ev/16WPv+H9atU4LZLp0XT+v60D2k9Peenm/Lz8v60OyPj/x21immN428XNpsUUNvHp58SaybGOC22fZ4UtDe+QkVv5UfkxrGEi8tNirsXEkHxF+INrbraWvjvxlbWqB1W2g8T63DbqJGZ5AsMd8sYEju7OAoDMzM2SxJ42inyRta2l7/AJf5f1oHtan8z+9+X+X9aW6mXxz41uGDz+MPFMzhQoaXxBq0jBQSQoZ7tiFBYkDOMknuasf8LD8fjp458Yj/ALmbWv8A5NrjqKn2UOsU/kvL/L+tLHtan8z+9+X+X9aW6d/G3jKQlpPFvid2ZizM+vaqxZiSSxJuySxJJJPJJOaqyeMfFz7kfxT4jZTjKtrepspxgjIN0QcEZ6deawqhf7x/D+QpqnBO6ivuXl5eQnUm95P735f5f1odKni/xYbae0PijxEbW4WSO4tjrWpG3njmjEUqTQ/afLlSWP8AdyK6srp8jArxVex8Qa9pfm/2Zrer6d5+zz/sOpXlp53lb/L837PNH5nl+ZJs352b3243NnFTp+P9BT6PZw/lX3L+v+HBVJrqzqrLxh4t0+4kvbDxT4jsbydHSe7s9b1O2uZkldJZVlnhuklkWSVElkV3IeRFdgWUES3vjnxtfxyx33jHxTeJLs81LvxBq1wkmxkKeYs124fYUQruB2lVIwVGOXHQfQfypkv3G/D+Yo9nDt/X9fn6WftJ93/X9fj6W27fxV4otGR7XxJr9s8cizRvb6xqMLRyoVKSo0dwpWRSqlXUhlKqQQQKs33jfxpqflf2l4u8Uaj5G/yft2v6rd+T5uzzPK+0Xcnl+Z5ce/ZjfsTdnauOQyfU/maMn1P5mj2cO39f1+fpY9pPu/6/r8fS3Zx+PfHMLFovGfiyJiNpaPxFrCMVJBIJW8BxkA46ZAPasca5rS3r6kusaouoySzTyX41C7F7JPc7/tEz3Qm89pZ/Mk86RpC8vmPvLbmziZPqfzNGT6n8zR7OHb+v6/P0se0n3f8AX9fj6W3j4o8SpeJfJ4i11b2GWGeK8XVr9bqKaDY0M0dwLgSpLCyIYpFcPGUUoQVGK+seINe8RXMd74g1vV9dvIoFtYrvWNSvNTuY7ZJJZUto572aeVIElnmlWFXEayTSuFDSOTkUVSilslp1srme+rO1vPiT8RdQiWG/8feNb6FZBKsV54p1y5iWVVZBIsc186iQK7qHA3BXYA4Yg89PrmtXIdbnWNUuBK26UT6hdyiRt2/c4kmYO28B8tk7hu681l0Ucq7L7kA8yyFxKZHMoKsJC7Fwy42kPndlcDac5GBjpVgahfjpe3Y+lzMP/Z6qUUWXZASSTSy482WSTbnb5js+M4zjcTjOBnHXA9KZk+ppKKYC5PTJx6Vtabt8h9ygnzW7A/wR+tYlXrWQpGQCw+cng4/hX3HpQBq5j/uD/vlaqymPn5B97+6vvVdp84wXH44/rUDz54y+c/4+9ADpNhJwoB4/hHtUJ2ggY6+wqNmJJOT+dIDkjPqP50ATYHoPyFGB6D8hS0UAJgeg/IUYHoPyFLRQA9FU5yoPTsPen7E/ur/3yP8ACoC23159Pak833b/AD+NAFjYn91f++R/hRsT+6v/AHyP8Kr+b7t/n8aPN92/z+NAFjYn91f++R/hVGpvN92/z+NQ0AFFFFABRRRQAUUUUAFFFFABRRRQAUUUUAPQZPPp/hUmB6D8hUadfw/qKloA++f+CUgH/D0f/gmzwP8Ak/r9jrt/1cP8OqKX/glJ/wApR/8Agmz/ANn9fsd/+tD/AA6orOp0+f6GsNvn+iPoiD4c/aXMf9s7MKXz/Z+7oQMY+3L/AHs5z26Vi6h4U/s1bhvt/nfZpDFj7L5e/Eoh3Z+0Sbeu7Hzeme9fp94M/Yo/4KLDVJ/7Q/YQ/azs4fsEu2WX9l/4526tL9otdsYefwpsLFN7BR8xCkjhTXhHxT/YS/4KXXlv4sTTP+Cff7YmoGbVpWtRafso/H26NzD/AG5HIskIt/CDechhBlDxgqYwXHyc18Ph6VVT1p1Ft9iXf0Pq6tSFvjhs/tL/ADPw0+Mtln4i+JD5vbSeNnpoOmf7deSt/o52ffz82fu9eMY+b+71z3r9MPE3/BMb/gqTrPim5vpP+Cbn7dvl3U1gsktt+x7+0R5ASO0tLdmR28AygbVjO4l2AcNnAGBzOuf8Epv+CoDXcZt/+Cb37e8yfZ0BZP2Pv2hJAG82bK7k+HWAQNpx1wQehFfVUPaclKM17vs42WmyjG13ZNNdmeHiXHmbi1e7V73+1qfnfJP5+Pk27c/xbs7sewxjFR1+gt1/wSd/4KfQbPs//BN79vuXdu3/APGH37Qj7du3b9z4cjGct16446Gqn/DqT/gqP/0jZ/b6/wDEO/2h/wD53VetTceRWaW/XzZ5rTvrv/w3+aPggJkZz+n/ANel8v3/AE/+vX32v/BKX/gqNtH/ABra/b57/wDNnf7Q/r/2Tqpk/wCCU3/BUUDn/gm3+3x1/wCjPP2hvb/qnVXdd196FZ9n/X/Dr7z4EVd2ecYqnu8uVzjPzMOuP4vx9K/Qxf8AglN/wVDOc/8ABNz9vgf92e/tDD/3nVOH/BK3/gqPdH7LP/wTa/b2jgh5jkX9jv8AaHRmMf7tAWf4eMhyjFjtUZIyMAEVhdd/6/pr7y5rb5/ofBFtdfbYU0ry/L8zd+/3b9ux2uf9VtTOdmz/AFgxndzjafp74YfHv/hU/wAJvG/wy/4RT+3/APhLZfEt7/bf9u/2V/Z/9veGtP8AD/l/2b/Y2o/avsv9nfa9/wBvtvP87yNkPl+c/tdr/wAEuf8AgqTpASWy/wCCbX7eU0lvu8tZv2O/2iJA3m7lfcIvh9ExwJWI2lcYBOQDmzN/wSt/4KfeIopdT1X/AIJw/t6Wl/bRvb29vb/sgftCQJLHCpuImMVz8PJ5nZ5p5EJSRVYKqqocMxLrv/X9NfeRZ9n/AF/w6+8/PrX/ABF/b/2T/Q/sn2Tz/wDl48/zPP8AJ/6YQ7Nnk/7W7d2xzjz332lBH5WzDB8793QEYxsX+9nOe3Sv0Jtv+CWf/BUmw3/Z/wDgm1+3q/m7d/mfsd/tENjy923Gz4epjO9s5znAxjnOdL/wSt/4KlTKFb/gmx+3wAG3fL+x1+0SDkAjv8PD60XXf+v6a+8LPs/6/wCHX3n59v8AdP4fzFQ1+gDf8EpP+Co+0/8AGtn9vrt/zZ1+0P6/9k6qMf8ABKP/AIKkZH/Gtj9vvr/0Z1+0R/8AO6ouu/8AX9NfeFn2f9f8OvvPgOiv0DT/AIJRf8FRRnP/AATa/b7HT/mzv9ob3/6pzVgf8Eov+CoQ5H/BNz9vr/xD39oX/wCdzRdd/wCv6a+8LPs/6/4dfefnpSjkgepr9Av+HUX/AAVF8wn/AIdtft943Nz/AMMd/tDY7/8AVOasL/wSj/4Kh7R/xrc/b57/APNnn7Q3r/2Tqi67/wBf0194WfZ/1/w6+8/Pjy/f9P8A69NZduOc5r9C/wDh1J/wVD/6Ruft8/8AiHn7Q3/zuqov/wAEpP8AgqOcY/4Jsft9nr/zZ1+0R7f9U6ouu/8AX9NfeFn2f9f8OvvPgJPvD8f5Gpq+9V/4JR/8FSNw/wCNbH7fff8A5s6/aI9P+ydVL/w6k/4Kj/8ASNn9vr/xDv8AaH/+d1Rdd/6/pr7ws+z/AK/4dfefAtFffX/DqT/gqP8A9I2f2+v/ABDv9of/AOd1R/w6k/4Kj/8ASNn9vr/xDv8AaH/+d1Rdd/6/pr7ws+z/AK/4dfefAtQv94/h/IV+gH/DqT/gqP8A9I2f2+v/ABDv9of/AOd1UTf8Eo/+CpG4/wDGtj9vvt/zZ1+0R6f9k6ouu/8AX9NfeFn2f9f8OvvPgdOn4/0FPr73T/glJ/wVHA5/4Js/t9df+jOv2iPb/qnVP/4dSf8ABUf/AKRs/t9f+Id/tD//ADuqLrv/AF/TX3hZ9n/X/Dr7z4MHQfQfypkv+rb8P/QhX34P+CUv/BUXA/41tft89B/zZ3+0P/8AO6pG/wCCUv8AwVG2n/jW1+3z2/5s7/aH9f8AsnVF13/r+mvvCz7P+v8Ah195+fFFfoF/w6k/4Kj/APSNn9vr/wAQ7/aH/wDndUf8OpP+Co//AEjZ/b6/8Q7/AGh//ndUXXf+v6a+8LPs/wCv+HX3n5+0V+gX/DqT/gqP/wBI2f2+v/EO/wBof/53VH/DqT/gqP8A9I2f2+v/ABDv9of/AOd1Rdd/6/pr7ws+z/r/AIdfefn7RX363/BKP/gqRuP/ABrY/b77f82dftEen/ZOqb/w6j/4Kkf9I2P2+/8AxDr9oj/53VF13/r+mvvCz7P+v+HX3nwJRX33/wAOo/8AgqR/0jY/b7/8Q6/aI/8AndUf8Oo/+CpH/SNj9vv/AMQ6/aI/+d1Rdd/6/pr7ws+z/r/h1958CUV99/8ADqP/AIKkf9I2P2+//EOv2iP/AJ3VH/DqP/gqR/0jY/b7/wDEOv2iP/ndUXXf+v6a+8LPs/6/4dfefAlFfff/AA6j/wCCpH/SNj9vv/xDr9oj/wCd1R/w6j/4Kkf9I2P2+/8AxDr9oj/53VF13/r+mvvCz7P+v+HX3nwJT1baMYzz6198f8Oo/wDgqR/0jY/b7/8AEOv2iP8A53VSJ/wSk/4Kjgc/8E2f2+uv/RnX7RHt/wBU6ouu/wDX9NfeFn2f9f8ADr7z4Aor9Av+HUn/AAVH/wCkbP7fX/iHf7Q//wA7qj/h1J/wVH/6Rs/t9f8AiHf7Q/8A87qi67/1/TX3hZ9n/X/Dr7z8/aUdR9R/Ov0CH/BKT/gqMTz/AME2f2+gP+zO/wBof/53VPP/AASj/wCComD/AMa2v2+v/EPP2hv/AJ3VF13/AK/pr7ws+z/r/h1958A0V99f8OpP+Co//SNn9vr/AMQ7/aH/APndUf8ADqT/AIKj/wDSNn9vr/xDv9of/wCd1Rdd/wCv6a+8LPs/6/4dfefAtFffX/DqT/gqP/0jZ/b6/wDEO/2h/wD53VH/AA6k/wCCo/8A0jZ/b6/8Q7/aH/8AndUXXf8Ar+mvvCz7P+v+HX3nwGy7sc4xTfL9/wBP/r1+gSf8Epf+Cowzn/gm1+30On/Nnf7Q/v8A9U6p/wDw6m/4Ki/9I2v2+f8AxDv9of8A+d1Rdd/6/pr7ws+z/r/h195+fXl+/wCn/wBejy/f9P8A69foL/w6m/4Ki/8ASNr9vn/xDv8AaH/+d1R/w6m/4Ki/9I2v2+f/ABDv9of/AOd1Rdd/6/pr7ws+z/r/AIdfefn15fv+n/16jr9Cf+HU3/BUX/pG1+3z/wCId/tD/wDzuqo/8Oo/+CpH/SNj9vv/AMQ6/aI/+d1Rdd/6/pr7ws+z/r/h1958CUV99/8ADqP/AIKkf9I2P2+//EOv2iP/AJ3VH/DqP/gqR/0jY/b7/wDEOv2iP/ndUXXf+v6a+8LPs/6/4dfefAlFfff/AA6j/wCCpH/SNj9vv/xDr9oj/wCd1R/w6j/4Kkf9I2P2+/8AxDr9oj/53VF13/r+mvvCz7P+v+HX3nwJRX33/wAOo/8AgqR/0jY/b7/8Q6/aI/8AndUf8Oo/+CpH/SNj9vv/AMQ6/aI/+d1Rdd/6/pr7ws+z/r/h1958CUV99/8ADqP/AIKkf9I2P2+//EOv2iP/AJ3VH/DqP/gqR/0jY/b7/wDEOv2iP/ndUXXf+v6a+8LPs/6/4dfefAlFfff/AA6j/wCCpH/SNj9vv/xDr9oj/wCd1R/w6j/4Kkf9I2P2+/8AxDr9oj/53VF13/r+mvvCz7P+v+HX3nwJRX33/wAOo/8AgqR/0jY/b7/8Q6/aI/8AndUf8Oo/+CpH/SNj9vv/AMQ6/aI/+d1Rdd/6/pr7ws+z/r/h1958Dp1/D+oqWvvZP+CUf/BUcHn/AIJsft99P+jOv2iPb/qnVSf8OpP+Co//AEjZ/b6/8Q7/AGh//ndUXXf+v6a+8LPs/wCv+HX3h/wSk/5Sj/8ABNn/ALP6/Y7/APWh/h1RX23/AME0P+CaH/BR7wH/AMFHv+Cf3jnxz/wT+/bb8GeCvBn7bf7Kfivxh4w8V/sp/Hbw74W8KeFvDvx28B6v4g8S+JfEGr+A7PSdC0DQtJs7vVNZ1nVLu107TNOtbm9vbmC2gllUrOb2+f6GkNvn+iP/2dn=
<p>1</p>

Tipo de planta, común en los sitios húmedos.

<p>2</p>

The Very Old Folk. Carta escrita por Lovecraft a Donald Wandrei (2 de noviembre de 1927). Publicada por primera vez en Scient-Snaps, III, 3 (Verano 1940), págs 3-4.

<p>3</p>

«La malicia, la malicia es vieja... Llega... llega al fin...» (N. del T.).

<p>4</p>

Evidentemente, se refiere a la ciudad de Pamplona. (N. del T.).

<p>5</p>

Rome and Byzantium: A Study in Survival (Waukesha, 1869), vol. XX, p. 598

<p>6</p>

Influences Romains dans le Moyen Age (Fond du Lac, 1877), vol. XV, p. 720.

<p>7</p>

Siguiendo a Procopio, Goth. x.y.z.

<p>8</p>

Siguiendo a Jornandes, Codex Murat. x.x.j 4144.

<p>9</p>

Después de p. 50.

<p>10</p>

Hasta la aparición del trabajo de Von Schweinkopf en 1797, San Ibid y el retórico no eran reconocidos como el mismo personaje.

<p>11</p>

Conductores de almas al reino de los muertos. (N. del T.).

<p>12</p>

El 1.º de agosto.

<p>13</p>

El 3 de mayo.

<p>14</p>

Aquí Aspinwall hace un juego de palabras entre faker, impostor y fakir, como religioso mendicante hindú (N. del T.).

<p>15</p>

Véase El Vampiro Estelar, de Robert Bloch.

<p>16</p>

Aklo: mítico lenguaje inventado por Arthur Machen en El Pueblo Blanco.

/9j/4AAQSkZJRgABAQAAAQABAAD/2wBDAAgGBgcGBQgHBwcJCQgKDBQNDAsLDBkSEw8UHRofHh0aHBwgJC4nICIsIxwcKDcpLDAxNDQ0Hyc5PTgyPC4zNDL/wgALCAA7AbsBAREA/8QAGwABAAIDAQEAAAAAAAAAAAAAAAUGAgMEAQf/2gAIAQEAAAABv4AAAAAAAABG9enLr5/OkI7r3BzOkAAAADz08rk/A2HlgbD0kVI6+hr4ZGH2ymHrDaYZgAeeZArWFoFflKxM7861PbJKsWf08+fz2OySr8tA7rVC99X75iTVvb5l72Z9WmsWGN689nDPVa0hByMLKR/ZDz9e7eW1+nlUtlc55CPtFcs1Zd8fZvSJ5Zap9+yI6OiFusIslI7rdU7aABjV5OXHDqk9fLnX7LHSnuHEkhWLJno2a+TDp2cfdH9++Ih5yTAAY5AAAAAAPPMgAAAAAAAAAf/EACgQAAICAQMDAwQDAAAAAAAAAAMEAQIFABMUERIgECFQIjA0NRUxM//aAAgBAQABBQL5lpyimhkqajRbBXWNvr6KTaCAsHD4ncEvcZaFr4nLUAgmqcXwin0ZMn+eG/D69NM03VknqBAIwz09TObLVqxeBBGCvpa3bVZ0TPplP1+P/B1NoiesdZmI1F6z4RaJ+/E9fN5g1mKY0w7+CH1MMkgS6y5gJ3tDeORLYqrRBhEChlHH++gLuUGLT/tkvFoFx5YC7kny1+oscS1dOH4y1EDM1aTseHVSCWxmMuOSFoGlspTSzgmtH3MdkJyDZdJQxAfTKFYXgGVXJT+VFYrOR2jKv2MdtqFRibCeK3rfRjjXo7lBEAmLZVNkeM0q9RmzjF1q8it08US5U9U/feI1ygcYDDAeK5StVYGmgBpeXlpaXoBwjTQZYWjHsnhW7YztTyMr4gnezehqE5yE8h7J3rVNfHlkdY6Vvet8vrJdYLD45oitsD7uRmPDI9OCsgCydACFoZxp5JeeVkMx7p5Baq6t6TjNZaLTVs4T0TJBVcrFZYPO3lSV7hhA6ZbHmhO2k+pst92fa*gMiWxE0+NHg0vyRKJ0Upq9e+iq1VQnBRgXBdrodNsbaFGpiOkTEWitK104CzAFFarD8HBMtNVjtrqwh31WsVi4qE04pDYXFt5QMWlfZH2qp1Umw6XlxKrcCpNB6d2R1K+RyqakKh+90j4f+9RER87//xAAyEAACAQIDBwIFAwUBAAAAAAABAgADERIhMQQQEyAiQVEyQiRQYXFyFDCRQ1JiobHR/9oACAEBAAY/AvnILqxB8QOhuDGqKLkdolTyNzVD7ReLUAsDzKtTK/eYka45mqNoIKi6H5LtFNfRr/yN9ofy3VEGpUzg1gUKfSYqbXHJSo2vjlmFxMNNcI3k+IQp6h23VJS/HdrLXmsyYcmR/fy512XZzZjqYjiucQ15doY63jue0WvRqG/qK9pjvY4cWXmKza6TG6g+IjmypV9o7TiI5GE/zKTt/U03bIfJ5vhfVracStWIH9oi7OvreNsr+qnGqd+0WvUrnH6l+kQrVKVF9069pd3Og8wVqrEN4mJzYQGlTeoPNoQmo1EvR6hU9sAo7KVP+U+J9d961qR6RqIMTYW7wJSVn+04NOmaj/TtDRqUsDiB2Fxe0ujidLA/aY6jWE4dBzjaIt7m1zGp1V6faZhwlH8GBxTxr3hrKcrTE7Em+6p+H/nMWp2NJ9fpGpnQwUErDhWte0NBT7bXnDqEcIaTCpsQbiU/1FsKZ5RqYNiYq7Q4VaY6bT9PVQsg0qSgiZ8M3bmqOM1C6/xubaK+i+mVto9mgjXF7xGO1vhtoIBAlTRRlfdSaoC1AagTBstBmP4ws4AqMbmWAypLry1L+IgekL/adFNV+wm0GupGI9JtDtCKcAFrnvAvctKVWldCbA2iVqTko2RUylUw4qSnqE+F2bTMsF0lNgb9IvNm84ps+EWxCxhEOzYOHTvmSIdjq5G+RPfdWrD0jL9/gUaTK5yu0LMcVRvUeXBjKfUSym5Op3FfM4awo+hnCXaBwP8AcC+IGuVcdxLSxF50qBMCPgPmWGbd25RR0oa3gG7qQGWUWgxi9jeCmTaxvOGvqGkUVhdrZwrgABj4CbMdPEBZbkaRerCy6MIFLYiO+4VatItbuJwtjRs8mJ7S2rH1H5vkPnv/xAAoEAEAAgEDAgUFAQEAAAAAAAABABExIUFREGEgcYGh8DBQkbHRweH/2gAIAQEAAT8h+8m70ANJt0E9FXWgFNycdCKWL+EUBsXxK0/hEJmfc8VpW/UuNpvX7BfgQczSCgFO9QLuh32nX4IjJqPq0Q86h6zRdkdZWJ4IuEt8Y/sW3DJHA0bo6gjsWaECUvPR15Z+yCvLdAggXBcSCFu0ygPOL0h7Pgxa1w/WwQBaE7eMhGo4/lxwhMsfrwrhjr6ExsiXkQsuojA8gYBc7zt6R/tkJl4gBq04vioyOSUHlUADZSDZcVRw+54Us1gWgKtg2g7lH0/czxXHb4TtpB5Jwk080IfaBegz/IbaaBGytVcwLqYvGBz5muG5DK9pbl3gSoDMnm9S74RBotsb0067KoljTdCM1PnKHT2hEpmFCBjc5iKVCTaXUtLR0hVgnK+mV6q1C6StZrsQI8stLK2Rl4ihiF17RWVmG0a6XcbxNYZdVvo14AfrxMqilyotdbs9RDEJmKLQ3qrjVWzTme/LlKn7pg/Lm2Nj6yt0Ac5TinYqZQrj1PDdZlBWmpi+hKYlp+escwQNvPy4THhB5lu6Dc4/M1IWjLNNTQ1ovQpWNJ+5a2NAKB7RHEVPnKjY7gbf2V4NFrq6vmpYGzVyzM9XIk1SwcDWGKdKK3TtA0R6Nme9P+Q9T/Rs+0vwsAIEvutF9hB8uijvUKXXEV3Jp0hNK7s4jpW0J2/kvtN4x8VLKuNU0P8AP8+srGlrYlgA6bHeFlBL4UpzDNjLXL01wqlXBmqXa8sI7QzxNFtzGH4/2AGrTL0L1iMbSsIcM9nIj5dt0mXDmy+E4laLn8tlI7FdGbb5SUYjgJxJTziYSFiM4DueYdzA1NBCaaKlwq4Lzf2G8Tado4WdeREdbhv0V0HdOpDpeJ4P57zvauR+vrXRf2dAUlzCB99//9oACAEBAAAAEAAAAAAAAAEyAAAAAAAFLoRVIAAMARp0KRqQWqkzxEsDFcmhAChjLgrMCQAQAAAAAAEAAAAAAAAB/8QAKRABAQACAgAEBQQDAAAAAAAAAREAITFBUWFxgRAgkaHBMECx0VDh8P/aAAgBAQABPxD9hx8Zu/vn9BLEy4eqph3zUPpgNTCLuofnKSCgdks+DyFsOWFn2ww8KRpFOl8PmljlIPc3c4OXcXzCyxEEu0O/XNG6AGyljP3J88WX5BYKZwOwPB/sOEHgr+MUS0B6MSqQWVZh0QXeUg/nE0s3KJ1B8cMrfYIns7+RtOjDlUD6YPiGJ2ZWBRwr8baoqHYFzY3elEU/GXfWTdiiZHP2v2Pgia4kLgYHEnbgdK80wa/cAr8i6N8ik/WUosDlc83FK/Hv4CPDcMTWpA06+2mXYsLKN8cvDDjfxeMcALLxT/Xh/XdPVD84o7yLYLqmwr7GOVMVCJN9TEOECnjwv2xF53RYXp5ZwOL5qXpl/PFAKMAIh+uTgUKds8vPAAcJc7qVemZwfICAESI5RN0E4LuztwD62tvgkoxdQkC7BWzAozjZAdH8PeQEEIJStH3mHCSCVOhv/hgqWIuzvQ3md4OcxUrbJXocpsSXASb+rg3Rqr+PHJ2Sg0Nb8Xf0zpNrYvDYY37isWbLx3Tw7wJUt1/kEzkMqEBEdvd+PIcWVG7FB8nE8dkQDZzJg8qtaOf9PrlWwHSW+dPhlh0m0crNeWPkGSS98OMYqgoPRxUqIow+2JwAyyr6BjadUzou0OS5YFENZC/fFX4VTqLoN2450lgWgtQ8T65pkxfY3vh8sKsyiKTXvsy4DIUpD4HZXsNfMu9slkAUd3jy5xy5AR1EfxliIuicSS+nfeSg1e5Wi+/ObBPkVvlzWuyJRAgc+eHzDgKxQ6l2yEommxA+PlnItArpBok2H0yYSAxI6KxFSd4BeUTYFeTDQfIgKgDtwB5XPABKa6fp8Fe4g2E+3OEVQgQ5c9cYd8ockSA+yjmk3fIIGCeHXGGSWVKvviGFeRTyDyxc9MXb5eQemOSznwwTtDO/QsRP6xhMEDVSF9HEB6jzFX9cAOAPks4YNe6SXvLnxXA6puXiZdZmKB9wxQOiKtbC9emEvcGhINdPX1whGxQ5ef7xAliTNa2J4MNi1JSqdld6dZODCVnJX6mNon0FiO/Qe8qTgEwijO7gIik2KbPxl6kSyUp/RgLCsjV9saFaUQBEEOx3jH8Dc8avjE2852RJbi+t/wCFAfl+txqCw2+mFXiATdhG9buepQNO2HlvwOPlaKFvbm85Za18/P4A+zoOTGxdi8wC/bLJUALV0kyoFRsA8UHfi4MCwoqvjvE8u07U3rmd47yghWuJEXkKZ9iXMKpAUlg6++Amd1Cr7+x7fKEOIXgKWc+ZgbQEPh0iSNfrgwH6QYQQIVXQaYFdoN4En3wTwi2gDV15LjcKBBF9J+MaSAZ0Ppg4JmlNlCv/AAycKQbXlkOO8AI6+/2wv6RIH6Mk4MlsEbAJLs7xsbBU4nXg5eWFC9mvMv5/XUv5yb/w8wh4OV9hzD/O/wD/2Q==
H.P. Lovecraft

Narrativa completa 2 (2024)
Top Articles
Latest Posts
Article information

Author: Lidia Grady

Last Updated:

Views: 6286

Rating: 4.4 / 5 (65 voted)

Reviews: 88% of readers found this page helpful

Author information

Name: Lidia Grady

Birthday: 1992-01-22

Address: Suite 493 356 Dale Fall, New Wanda, RI 52485

Phone: +29914464387516

Job: Customer Engineer

Hobby: Cryptography, Writing, Dowsing, Stand-up comedy, Calligraphy, Web surfing, Ghost hunting

Introduction: My name is Lidia Grady, I am a thankful, fine, glamorous, lucky, lively, pleasant, shiny person who loves writing and wants to share my knowledge and understanding with you.